El ciclo del refugio - Peter Rock - E-Book

El ciclo del refugio E-Book

Peter Rock

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Beschreibung

Colville y Francine, en su infancia, vivieron con su familia en un refugio subterráneo construido por una Iglesia, a la espera del fin del mundo, que ocurriría a fines de marzo de 1990. Mientras el barrio en el que vive Francine busca a una niña desaparecida (¿Caroline?), Colville aparece, después de muchos años, para ayudar en la búsqueda. Ese momento dispara múltiples recuerdos del tiempo en el que todos se preparaban para el apocalipsis.

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Acerca de Peter Rock

Peter Rock nació y se crio en Salt Lake City, Estados Unidos. Estudió en Deep Springs, la Universidad de Yale y la Universidad de Stanford. Actualmente vive en Portland, Oregon. Mi abandono, publicado en 2009, tuvo su adaptación al cine en 2018 con Leave no trace, dirigida por Debra Granik. Klickitat, su segunda novela, fue publicada en 2021 y Los nadadores nocturnos, en 2022, ambas por Ediciones Godot.

Índice

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Agradecimientos

Hitos

Portada

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Página de título

Dedicatoria

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Colofón

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Página de legales

Rock, Peter / El ciclo del refugio / Peter Rock. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina, 2023. Libro digital, EPUBArchivo Digital: descarga y online Traducción de: Micaela Ortelli.

ISBN 978-987-8928-84-5

1. Narrativa Estadounidense. 2. Literatura. 3. Infancia. I. Ortelli, Micaela, trad. II. Título.

CDD 813

ISBN edición impresa: 978-987-8928-83-8

Título original The shelter cycle © 2013 by Peter Rock

Traducción Micaela OrtelliCorrección Federico Juega SicardiDiseño de tapa e interiores Víctor MalumiánIlustración de Peter Rock Max Amici

© Ediciones Godotwww.edicionesgodot.com.ar [email protected]/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodotInstagram.com/EdicionesGodotYouTube.com/EdicionesGodot

Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina, en noviembre de 2023

El ciclo del refugio

Peter Rock

TraducciónMicaela Ortelli

para L

Cuando estaba sola en las montañas, me gustaba pensar que él estaba en algún lugar entre los árboles. Caminaba por los cañones, sobre la cresta y debajo de los pinos y los álamos hasta el lugar de la antigua cabaña. Solo quedaban los cimientos de piedra con una chimenea; todo lo demás estaba derruido. Arrancaba pasto alto para hacer un colchón y entraba por la puerta, una abertura sin paredes a los costados.

Cerraba los ojos y escuchaba el ladrido lejano de los perros. Cerca se oía el arroyo y arriba, el movimiento de las hojas en el viento. Y escuchaba mi nombre. Francine, Francine.

Estaba parado en la puerta. Tenía puesta la camisa azul oscuro de Cub Scout con los parches en el bolsillo y el jean roto en las rodillas. Colville Young. Hacía la mímica de golpear la puerta, entraba y se acostaba al lado mío en el colchón de pasto. Teníamos diez, once años. Él era más bajo que yo y tenía los brazos demasiado largos para su cuerpo, el pelo casi blanco, aún más claro que el mío.

Bien en lo alto, se rozaban las hojas de los álamos, con el cielo azul brillante detrás. Escuchaba la respiración de Colville, trataba de respirar a la par. Mi hombro sentía su hombro, aunque no nos estábamos tocando. Giré la cabeza, su oreja casi pegada a mi boca. Cuando movió la mano para abajo por el costado del cuerpo, nuestros dedos se tocaron y los dos apartamos la mano.

Con los ojos cerrados, escuchábamos el arroyo; sus sonidos líquidos eran las voces de las Ondinas, los espíritus de la naturaleza que proveían el agua. Imaginaba a todos los Elementales mirándonos desde arriba en nuestro colchón de pasto. Los Elementales eran los servidores de Dios y del hombre en el plano material, que era donde vivíamos nosotros, donde ellos nos protegían. Las Ondinas en el agua, y los espíritus que servían al elemento fuego, llamados Salamandras. Los Elementales de la tierra eran los Gnomos. Los Silfos, los del aire.

Los pensamientos que teníamos cuando estábamos en la naturaleza en realidad eran los Elementales haciendo pasar sus deseos propios como nuestros. Les construíamos casitas en las grutas de los acantilados astillados y las llenábamos de cristales de cuarzo. Los Elementales eran parte de la razón de que nuestros padres nos dejaran jugar solos ahí. Nuestros padres tenían mucho para hacer, muchos preparativos. Teníamos suerte, todos nosotros, de contar con protección espiritual.

Lo que estás leyendo es el comienzo de una carta. Una carta para vos, aunque no sé cuándo la vas a poder leer. También es una carta para mí, para recordarme esas cosas que podría tratar de olvidar, como lo que sentía esos días de niña, en las montañas con Colville.

Seguíamos los caminos de los ciervos y también teníamos nuestros propios caminos. Íbamos uno al lado del otro y después él iba adelante con un palo, por si nos cruzábamos serpientes de cascabel. Cuando llegábamos a la cresta, sentíamos el viento seco deslizándose entre nosotros y empezábamos a bajar por el otro lado. El cielo era enorme y llegaba a todas partes, estaba lleno de cosas que no veíamos.

Cactus y artemisas crecían para adelante sobre las paredes de las rocas. Mucho más abajo, autos y camionetas pasaban por la ruta 89, en dirección al parque Yellowstone y de vuelta. El río corría a la par de la ruta.

Cuando el camino se bifurcaba en otro cañón, llegaba a ver a lo lejos el monte Emigrant, donde el conjunto entre los árboles oscuros y la nieve blanca dibujaba una especie de caballito de mar. Siempre lo buscaba al llegar ahí. Cuando lo veía, sabía que estaba cerca de casa.

Por todos lados, las puertas de metal grises interrumpían el curso de las laderas. Tubos de ventilación blancos se entrelazaban por encima del suelo. Cuesta abajo, veía a las personas cargando en vagones semienterrados todas las provisiones que necesitaríamos y, más lejos, algunos adultos en el techo del invernadero, peleando con unas mantas de plástico que se volaban para todos lados. Las casillas y los tráilers que pasábamos estaban pintados en tonos de violeta y azul.

Colville hablaba de las enseñanzas de la Mensajera1 sobre los robots, sobre la colonización espacial, el Hombre Mecanizado, la Atlántida, la Unión Soviética. No le podía seguir la charla y no lo intentaba. Miraba el cielo. Sabía que había campos de fuerza en movimiento, como campos de minas flotantes en el mar, que podían hacer variar nuestros estados de ánimo y nuestra energía así de rápido. Me hacía sentir vulnerable y también me recordaba que debía mantener la concentración, las energías en su lugar, mi actitud e intenciones buenas en todo momento. Eso estaba tratando de hacer, eso estaba tratando de hacer Colville, para eso nos ayudaban los Elementales.

El cañón salía al descampado. A la intemperie, había mucho viento; siempre teníamos tierra en la boca. Seguíamos caminando, pasábamos un viejo tipi que había levantado mi papá, los silos de aceite que iban a enterrar. Ahí adentro iban a vivir personas, cuando el mundo que nos rodeaba no existiera más.

1

SI ÉL HUBIERA ROBADO UNA NIÑA, ¿dónde la escondería? Qué manera de estar pensando, de sorprenderse a uno mismo pensando. Wells Davidson tropezó con un montón de maleza; el aroma de la salvia se elevó en el aire frío y seco. El cielo estaba del celeste más pálido. Aviones pequeños lo cruzaban, buscando.

Otros miembros de su equipo —otros vecinos tratando de ayudar— caminaban paralelos a él a tres metros de distancia. Un hombre alto de pelo oscuro con campera de nieve y camisa de vestir. Una mujer de marrón con un sombrero de paño blanco. A lo largo de toda la falda de Boise, se habían reunido personas en grupos organizados. La buscaban, la llamaban por el nombre. Desde ahí arriba, Wells veía el límite del parque Saddleback, las torres del hospital en el centro de la ciudad. Veía su barrio, mucho más abajo, la pequeña casa donde vivía con su mujer, Francine. Hasta llegaba a ver la forma de su perro negro, Kilo, dando vueltas en el patio, al lado de la mesa de pícnic, mirando para arriba y tal vez preguntándose por qué esa tarde había otra vez tanta gente en los cerros.

La nena había desaparecido hacía dos noches. Tenía nueve años y estaba durmiendo en el patio trasero de su casa, en una cama elástica, con su hermana menor, se despertó recién a la mañana siguiente con una bolsa de dormir vacía al lado. Wells conocía a la nena: cómo se llamaba, su cara angulosa, el pelo negro despeinado. Saludaba cuando pasaba por la vereda en su bicicleta roja. Y nada más. Vivía en su misma cuadra, a dos casas de él y Francine.

Desde esa distancia, la cama elástica parecía un pozo en la tierra. La mañana anterior había mirado por la ventana de la cocina y había visto tres hombres de traje y guantes buscando huellas dactilares, pellizcando la lona negra con pinzas, sacando fotos.

—Rápido —dijo alguien—. Mantengamos la fila.

Era el policía bajo y fornido que lideraba la búsqueda. Tenía un cinturón de armas que parecía pesado, la copa del sombrero de fieltro oscurecida por el sudor a pesar del frío.

Wells había pensado que un día de búsqueda bastaría; después de todo, si la habían secuestrado, probablemente había sido en auto y ya estarían a miles de kilómetros de ahí. Francine no estaba de acuerdo; con casi ocho meses de embarazo, quería seguir buscando. Creía que la evidencia de la cama elástica o de donde fuera indicaría que la nena seguía cerca. Ella estaba en otro equipo ahora, había empezado más temprano, y él había ayudado otra vez con las carpas.

—En nuestros corazones sabemos que está viva —escuchó que el comisario les decía a los voluntarios. Y que habían pasado dos noches, pero muy probablemente el secuestrador estaba esperando que se calmaran las cosas para moverse.

Wells levantó la vista justo cuando su equipo se encontró con otro equipo de búsqueda. Las dos filas se deslizaron entre sí, cruzaron los caminos por el lado derecho. Él aminoró la marcha, por un momento rodeado de chicas, chicas rubias con gorros y camperas y botas. Sus expresiones serias, los labios agrietados, apretados. Tal vez eran compañeras de clase, o de la iglesia, o de las dos cosas. No levantaron la vista cuando se cruzaron, siguieron derecho, mirando al suelo, buscando a su amiga.

El viento silbaba, filoso y helado. Era a mediados de octubre; si el clima hubiera estado así dos días antes, las hermanas nunca habrían dormido afuera en la cama elástica. Pero había hecho más calor y querían estrenar sus bolsas de dormir nuevas.

Carcasas de plástico, un pedazo de tela que no tendría nada que ver con nada, esquirlas de botellas rotas tan opacas que parecían cristales marinos. Wells juntó todo con la mano enguantada y lo metió en la bolsa transparente que le habían dado. ¿Qué haría si encontraba a la chica? ¿Y si estaba muerta? Tendría que dejarla ahí, avisar a los demás, no tocarla. Pero de alguna manera no parecía lo correcto. Si alguien encontraba su cuerpo muerto en un lugar así, enredado en la artemisa con trozos de piedras filosas alrededor de la cabeza o sangre en la garganta, él querría que se acercaran, que al menos le tocaran un hombro, lo consolaran de algún modo, le cerraran los ojos.

Terminaron el recorrido de vuelta en el punto de partida. Sobre una lomada pequeña, a lo largo de la fila de casas a medio construir, todas con la madera terciada y el Tyvek blanco a la vista, la zona de obras delimitada con cinta amarilla. Todavía no habían asfaltado la calle. Abajo, todos los vehículos y las carpas naranjas al final del asfalto. Había patrulleros alineados en ese extremo, con una ambulancia. Solo dejaban pasar a buscar a los perros policía —la camioneta canina estaba estacionada a un lado—, y los otros perros que había llevado la gente estaban atados todos juntos, las correas enredadas. Se empujaban dentro y fuera de la sombra, miraban a la distancia como una sola masa peluda. Ladraba uno, después otro.

Wells trató de encontrar a Francine, pero no la veía entre las carpas. Los equipos todavía estaban buscando en las laderas; o estaba con ellos o ya estaba de vuelta en casa, esperándolo.

Giró y empezó a caminar por los senderos ondeados. Quizás la nena había caminado por esa misma cuesta escoltada por una persona o más, hacia un escondite en las colinas. O quizás estaba sola, perdida, confundida, había tenido algún problema de memoria. Podía estar en muchos lados.

Habían pegado afiches con su cara sonriente en todas partes. POR FAVOR ENCUÉNTRENME. Habían atado cintas azules en las ramas de los árboles. Ahí en los altos, en la zona de las casas nuevas, los árboles estaban recién plantados y se les habían caído todas las hojas. A medida que Wells descendía y se acercaba más a su barrio, veía las ramas de los árboles más altos y viejos moviéndose con el viento. Algunas hojas amarillas se desprendían y caían lentamente en círculos.

Las camionetas de los canales de televisión estaban estacionadas sobre el cordón; a los costados, tenían pintados números de teléfono; de sus techos, salían brazos telescópicos con antenas parabólicas. Wells caminó por encima de los cables gruesos cruzados por todos lados, frenó para mirar la casa de la nena, con todos los camarógrafos apuntándole. Una de las pocas de dos pisos de la calle. Los listones azules, las cortinas cerradas. Se imaginó a los padres adentro, esperando que les dijeran algo, a la hermana menor preguntándose por qué a ella la habían dejado.

—¿Sos vecino? —le preguntó una mujer con un micrófono.

Wells siguió caminando sin contestar, sin volver a mirar, dobló en su entrada, subió los escalones, entró por la puerta del costado. Agarró una cerveza de la heladera mientras se sacaba las botas, se apoyó en la mesada, cerró los ojos. Tendría que haber llevado anteojos de sol —otro día en esa claridad brillante, mirando todo con los ojos entrecerrados; se venía un dolor de cabeza—.

Abrió los ojos lentamente, poco a poco. Adelante vio la foto enmarcada de los padres de Francine. Una foto de hacía mucho, de cuando vivían en Montana: el padre con un sombrero vaquero de paja, el bigote oscuro le tapaba la boca, una llave inglesa en la mano del otro lado de la madre de Francine, el brazo de él cruzando por detrás de la espalda de ella, que sonreía, el pelo oscuro batiéndose en el aire, un vestido violeta también sacudido por el viento. Estaban parados delante de una motoniveladora amarilla. Francine le había señalado su cabeza en la cabina, una niña, y del otro lado se veía el brazo de su hermana mayor, Maya. Wells no había llegado a conocer a los padres de Francine. Ella a veces le decía que les habría caído bien, pero nunca hablaba mucho de ellos —era muy chica cuando murieron, todavía ni siquiera adolescente—. Sonó el teléfono; le tomó un momento encontrarlo debajo del diario encima de la mesa.

—¿Está Francine? —dijo un hombre.

—Todavía no llegó.

—Llamo del hospital, soy el coordinador. No tenemos noticias de ella.

—Es que se involucró mucho en la búsqueda.

—¿Disculpe?

—De la nena que desapareció. Es vecina nuestra. Le digo a Francine que los llame.

Por la ventana, vio que Kilo todavía olfateaba en el extremo del jardín, a lo largo de la cerca. Dos cercas más allá, estaba la cama elástica rodeada de cinta amarilla, la escena de un crimen. Wells se lavó las manos, se tiró agua fría en la cara.

*

Estaba sentado en la mesa de la cocina, con la segunda cerveza por la mitad, cuando llegó Francine. Tenía puesto un sombrero azul de ala blanda y una campera impermeable marrón. Kilo entró detrás, chocando la cola negra contra los muebles. Le lamió las manos a Wells, se echó debajo de la mesa, se levantó de vuelta rápido para ir a ver algo en el living.

—¿Estás bien? —dijo Wells.

—Creo que sí.

El pelo rubio oscuro le cayó de golpe sobre los hombros cuando se sacó el sombrero; la lámpara le iluminó las pecas de la nariz.

—Se siente bien estar haciendo algo, supongo —dijo.

—Llamaron del hospital. Quieren saber si vas a ir a trabajar mañana.

Parada junto a la bacha, Francine miró para el otro lado. Abrió y cerró la canilla, la volvió a abrir, dejó correr el agua un momento. Vista de atrás, no parecía embarazada —ella decía que era por la altura, por el torso largo—. Siempre le habían gustado sus hombros anchos, lo fuerte que se veía simplemente estando parada en la cocina o en la vereda con el cuello y la espalda recta, esos hombros, su excelente postura.

—Estuviste afuera todo el día —dijo Wells—. No deberías estar parada tanto tiempo.

—Es que no puedo dejar de pensar en mí a su edad, cómo se sentía, lo que habría hecho yo. Y después pienso en nuestro bebé, cómo pueden desaparecer así como así, no importa lo que hagas.

—Francine.

—Mirala.

—¿A quién?

—Dicen que hoy estuvo buscando.

Vio que Francine miraba por la ventana; por encima de sus hombros, se veía la ventana de la habitación de arriba de la casa de la nena. En esa habitación, dos casas más allá, la hermana más chica saltaba en la cama, arriba y abajo, el pelo suelto y las manos estiradas hacia el techo.

—¿Sabés cómo se llama? —preguntó él.

—¿Cuál de las dos?

—La más chica.

—¿Della?

—Creo que sí.

Se quedaron mirándola; no hablaron más hasta que la nena se cansó de saltar y se bajó de la cama. Se fue de la habitación, desapareció de la vista de ellos.

2

EN LA RADIO, UN experto comentaba las estadísticas de los secuestros de niños. A cuántos los encontraban, a cuántos se los había llevado un conocido, los pocos que se hallaban con vida después de cuatro días desaparecidos. Wells apiló los platos sucios y los llevó a la bacha. Por la ventana, vio empacar a las camionetas de televisión: enrollaban los cables, guardaban las cámaras en estuches, encendían las luces, ponían en marcha los motores.

—No creo que sigan viniendo —dijo—. Ahora que terminó la búsqueda.

—No terminó —dijo Francine.

Se sentó a tomar un té con papeles de trabajo enfrente. Kilo se acostó debajo de la mesa, a sus pies.

—Digo porque la búsqueda se canceló —dijo Wells—. Los medios no van a venir más.

—A no ser que se haya terminado de verdad —dijo Francine—. Por ella. Si es como dicen en la radio, después de cuatro días.

Wells abrió la canilla, la cerró antes de que el agua se calentara.

—Estaba pensando —dijo— que estaría bien tomar un poco de distancia de todo esto. Ir un fin de semana a Sawtooths o algo así.

—No sé.

—Solo si tenés ganas.

—Es por los días. Si me tomo días ahora, no voy a tener después.

Golpearon la puerta. Dos golpes, una pausa, tres golpes más. Kilo se levantó de repente y salió de la cocina; no ladró, pero se quedó en el medio del living moviendo la cola.

—¿No anda el timbre todavía? —dijo Francine.

Wells fue adonde estaba Kilo. Abrió la puerta lo justo para llegar a ver. Había un hombre en el porche —bajo y delgado, con una campera liviana y una gorra de golf que se sacó cuando se abrió la puerta—. El pelo claro, rojizo, liviano en la parte superior de la cabeza, despeinado, los ojos celestes muy juntos, sin pestañear. Llevaba un paquete envuelto en papel marrón debajo de un brazo.

—Buenas noches —dijo.

—Hola. Lo siento. No…

—Soy un amigo.

El hombre apoyó ligeramente la mano en la puerta, como para evitar que se cerrara.

—Amigo de Francine —dijo, y se abrió paso con suavidad delante de Wells—. Hola. Estoy soñando.

Francine estaba parada en la puerta de la cocina. Parecía que no podía acercarse; miraba al hombre, y él la miraba a ella en silencio. Sonrió, asentó las facciones en una expresión neutral, volvió a sonreír. Tenía un hueco en la boca donde le faltaba un diente. La barba mucho más espesa en el cuello que en la cara.

—¿Francine? —dijo Wells.

—Somos amigos —dijo el hombre.

—Nos conocemos desde hace mucho. Desde que éramos chicos. Él es Colville. Colville Young. Él es mi marido, Wells.

Colville pareció no ver la mano que le tendió Wells. Dejó el paquete en el piso y estiró la mano para acariciar el lomo de Kilo.

—¿Una especie de labrador?

—Una especie —dijo Francine—. Mezclado con algo más chico.

Wells se preguntó si debía cerrar la puerta, cuánto tiempo planeaba quedarse el hombre. Sintió asfixiante el living. De la cocina, salía el ruido de una publicidad de Subaru y Mazda; Wells iba a ir a apagar la radio cuando Colville volvió a hablar.

—Estás más alta que yo, Francine.

—Siempre fui más alta que vos.

—Y vas a tener un hijo.

—Sí. Pronto, como verás.

—Tomá —dijo Colville. Levantó el paquete del piso y se acercó más, se lo dio, se volvió a alejar—. Te traje esto. Son libros. Podrían serte útiles. —Mirándola, se sacó la gorra otra vez con un ademán giratorio, la metió en el bolsillo de la campera—. A veces pienso en la vez en que te caíste del árbol. ¿Te acordás?

—¿Cuándo fue eso? —dijo Wells.

—De arriba de todo —Colville miró el techo y de a poco bajó la cabeza—. Doce, quince metros, y no te hiciste nada. Te cuidaron ese día.

—Me acuerdo —dijo Francine—. Tuve suerte.

—Estuve pensando en vos —dijo Colville mirando por el pasillo hacia la cocina—. No me di cuenta de que era la hora de la cena. Quería venir en un momento en el que supiera que estarías. Sé que tendría que haber llamado, pero los teléfonos… Los teléfonos ya no son lo mismo. Es solo que estuve pensando en vos, Francine, pero ahora es la hora de la cena.

—Ya comimos —dijo ella—. Pasá. ¿Querés sentarte, tomar algo?

—Jugo de naranja. O agua está bien.

Wells miró a Francine entrar en la cocina, todavía con el paquete cerrado. Kilo la siguió.

—Entonces —dijo Wells—, ¿qué te trae por Boise?

—Estaba en Spokane, no estaba muy lejos.

Colville se sacó la campera, la colgó en el respaldo de la silla. Se sentó enfrente de Wells, pero no lo miraba realmente. Tenía una remera violeta y pantalón de vestir beige, botas negras en punta con cierre del lado de adentro. El arco de la izquierda emparchado con cinta adhesiva.

El sonido de la radio desapareció de repente, se apagó.

—Vi las camionetas afuera —dijo Colville—. Acá enfrente.

—Desapareció una nena. Vivía a dos casas de acá. Estaba durmiendo en el jardín.

—¿Viste las cintas azules? —dijo Francine volviendo de la cocina. Le dio un vaso de jugo a Colville, apoyó su taza de té en la mesa—. Es su color favorito. Estuvimos buscándola.

Colville giró el torso en la silla y del bolsillo de la campera sacó una página de diario. La desdobló y se las mostró. Era la cara de la nena, un artículo sobre su desaparición.

—Yo también la estoy buscando —dijo—. Tengo la sensación de que la voy a encontrar, de que soy quien la va a encontrar.

Su voz era suave; lo que decía sonaba más a preguntas que a afirmaciones. De la cabeza a la cintura, parecía tranquilo, relajado, pero no paraba de sacudir los pies. Cruzaba las piernas, las descruzaba, las cruzaba para el otro lado.

—Todavía sin suerte —dijo Wells, pero Colville pareció no escuchar. Miraba fijo a Francine, le hablaba a ella.

—¿Quince años pasaron? —dijo—. ¿O veinte, casi, desde la última vez que nos vimos? Estuve pensando en eso, en lo extraño que es. Nunca pareció posible que nos separáramos durante tanto tiempo.

—Parecés más grande —dijo ella—. Buena señal, supongo. Tiene sentido. ¿Te estás dejando la barba?

—O me puse holgazán. —Colville se frotó las mejillas—. Se ve mejor de este lado que de este.

—Quince años —dijo Wells, sintiendo que los interrumpía—. Es mucho tiempo.

—¿Y ustedes hace cuánto están casados?

—Un poco más de un año.

—Supongo que Francine habrá hablado de mí, entonces. —Colville sonrió, la lengua contra el hueco entre los dientes—. La gente de la Actividad bromeaba que nos íbamos a casar, por cómo estábamos siempre juntos.

—¿Eran novios?

—¿Perdón?

—Si eran pareja.

—Éramos muy chicos —dijo Francine—. No tenía nada que ver con eso.

—Creían que éramos hermanos —dijo Colville—. Por el pelo y porque vivíamos juntos.

—Nuestras familias compartieron un tráiler —dijo Francine—. Un tiempo corto.

—Hasta que la Mensajera llamó a mi familia para que fuera a Corwin Springs. —Colville ahora giró para mirar a Wells—. Mi padre era electricista; lo necesitaban para trabajar en el refugio grande. Después, la Mensajera quiso que mi mamá estuviera cerca del Corazón mientras estaba embarazada de mi hermano, más cerca de la energía de ahí.

—¿El Corazón? —dijo Wells.

—Era un lugar —dijo Francine.

—Es un lugar —dijo Colville.

—¿Tenés hambre? ¿Te pregunté? —dijo ella.

—No. Quiero decir, sí, comí, pero no, no me preguntaste. Gracias por preguntar.

Francine empezó a hablar sobre la universidad en Utah, cómo se habían conocido ahí con Wells —no mencionó que ella se había graduado y él no—. Y que hacía un año se habían mudado a Boise. Le contó sobre su trabajo como asistente de médicos, que Wells trabajaba en Home Depot. Mientras, Colville la miraba con los ojos desenfocados, sacudiendo ligeramente la cabeza como si no pudiera creer estar en la misma habitación que ella. Miró para otro lado solo cuando apareció Kilo desde el pasillo, el castañeo de sus uñas contra el piso de madera, la cola pegándole al aire. Dio dos vueltas, se apoyó en las piernas de Colville y miró para arriba, gimió para que le rascara las orejas.

—Le caés bien —dijo Wells—. No hace eso con desconocidos.

—Últimamente conecto mucho con los animales. Casi como mi hermano, como le pasaba a él.

—¿Moses? —dijo Francine.

—Cuando estaba durmiendo en el tráiler, todos los perros y gatos se juntaban en la puerta. Y cuando salía era un nenito así con todas esas mascotas alrededor, siguiéndolo para todos lados. Hasta los pájaros volaban de árbol en árbol tratando de seguirlo. Las ardillas también.

—¿Quién es? —dijo Wells.

—El hermano menor de Colville —dijo Francine—. Su mamá estaba embarazada de él cuando murieron mis padres, cuando Maya y yo fuimos a vivir con nuestros abuelos.

—A veces me olvido de que nunca lo conociste —dijo Colville.

—¿Dónde está ahora?

—No te enteraste. —Colville le rascó la cabeza a Kilo, lo miraba mientras hablaba—. No tenías forma de enterarte, supongo. Estaba en Iraq, con la Marina, después volvía a Afganistán esta última primavera. Una bomba en el camino, dijeron.

—Lo siento.

—Les caía muy bien a los animales, eso sí. Todos se acuerdan de eso.

Cuando se hizo silencio, Wells se preguntó si debía levantarse, prender otra lámpara. Había poca luz; era difícil leer las expresiones. Sentado al lado de Francine, solo le veía un perfil. No llegaba a verle los ojos, a adivinar lo que pensaba. Cambió apenas la posición para intentarlo, pero ella miraba para abajo, la boca fija en una sonrisa que él no comprendía.

—¿Quieren que les cuente la historia de cómo llegué hasta acá? —Colville cerró los ojos un momento, bajó la cabeza, la volvió a levantar, le sonrió primero a Francine, después a Wells—. Todo empezó en las últimas semanas. Quiero decir, no es que no había pensado en vos antes, Francine. Pero estaba viviendo en Spokane, en un garaje que había convertido prácticamente en una casa. Había un patio, y a veces pasaban animales.

Giró la cabeza, hizo un gesto para el lado de la ventana, donde el atardecer se había puesto oscuro, se veía su cara reflejada en el vidrio.

—Una noche me despertó un rasguño. En el techo, en la azotea. Un arañazo, y después nada más. A la mañana vi huellas en el barro. También había rasguños en el zócalo de la ventana, como si algo hubiera estado intentando espiar hacia adentro, como si me hubiese estado mirando mientras dormía.

Ahora la voz de Colville era apenas un murmullo. Francine lo escuchaba atenta, inclinada hacia adelante con los ojos cerrados.

—La lluvia había desecho las huellas, y no se entendía si eran cuatro dedos de adelante y cinco de atrás. Y no me podía acordar de si los roedores tienen cinco y cinco y ni siquiera qué animales son roedores —se rio—. Mi padre me enseñó todas esas cosas, y no me acordaba. Pero después, todas las noches cuando volvía a casa después de trabajar, acercaba mi mesita plegable a la ventana y esperaba, haciendo crucigramas y sudokus, hasta que sentía que algo me miraba. La primera vez que miré para arriba, no había nada. Solo la ventana.

De repente, Colville dejó de hablar. Inclinó la cabeza, escuchando.

—¿Qué pasa? —dijo Francine.

—¿Hay alguien más en la casa?

—No. Nosotros solos.

—¿Tienen un baño que pueda usar?

—Por el pasillo, entre las dos habitaciones.

Francine señaló la puerta. Colville asintió. Se levantó, y Kilo lo siguió. Francine agarró su taza de té, la volvió a dejar. Parecía cansada, el pelo hacia atrás atado en una cola floja, movía apenas los labios; Wells sabía que eso significaba que estaba pensando, no que fuera a decir algo.

—¿Necesitás algo? Yo voy.

—No —dijo ella.

—¿Lo vamos a invitar a quedarse? —dijo él en voz baja.

—¿Qué?

—Tiene que ser eso, por eso está acá.

—No creo que sea eso.

—¿Está bien él?

—Supongo.

Wells quería seguir hablando, pero estaba atento por si Colville volvía. Se esforzaba por escuchar, se preguntaba cuánto tiempo había pasado. ¿Había ido a la habitación de ellos? ¿Había bajado la escalera?

—Francine —dijo Colville, volviendo por atrás de ellos, desde la cocina—. Qué lindo ver la foto de tus padres ahí. Trabajando en su refugio. Salvavidas.

—Era el nombre del refugio —dijo Francine antes de que Wells preguntara—. Porque era circular.

—¿Cómo está Maya? La vi en la foto también.

—Bien. Se volvió a vivir a Montana, a Bozeman.

—¿Tiene familia?

—No, vive sola.

Colville no se había vuelto a sentar. Se puso la campera, se subió el cierre, agarró la gorra.

—¿Te vas? —dijo Francine.

—¿Irme? —Colville miró alrededor, la puerta de calle detrás, y se sentó—. Es lindo volver a estar con vos.

—Me sorprendiste.

—Pensás que me olvidé, ¿no?

—¿De qué?

—Pensás que me olvidé de dónde estaba.

Se pasó la lengua por los labios, sonrió.

—No, no pensé eso.

—En mi historia, quiero decir. No me olvidé.

—Okey.

Colville inclinó la cabeza hacia el techo, después bajó la mirada lentamente, tenía los ojos casi cerrados cuando empezó a hablar.