El cinturón - Ahmed Abodehman - E-Book

El cinturón E-Book

Ahmed Abodehman

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Beschreibung

Nosotros somos, hasta donde sé, la única tribu en el mundo que desciende del cielo. Vivimos en una región montañosa, y el cielo forma parte de esas montañas. En nuestra región la lluvia no baja, sube... "Todos somos poetas --decía mi madre-- : los árboles, las plantas, las flores, las rocas, el agua..., si escuchas bien las cosas puedes oírlas cantar."

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El cinturón

Ahmed Abodehman

ilustraciones de Andrés Sánchez de Tagle traducción de Pilar Ortiz Lovillo

Primera edición en francés, 2000 Primera edición en español, 2002 Primera edición electrónica, 2014

Título original: La ceinture © 2000, Editions Gallimard, París. ISBN 2-07-075597-5

Coordinador de la colección: Daniel Goldin Diseño: Joaquín Sierra Escalante Dirección artística: Mauricio Gómez Morin

D. R. © 2002, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios y sugerencias:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2443-7 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

A mi Arabiay a todos los pueblos del mundo

Prólogo

♦ SOY AHMED ben Saad ben Mohammed ben Mouid ben Zafir ben Sultán ben Oad ben Mohammed ben Massaed ben Matar ben Chain ben Khalaf ben Yaala ben Homaid ben Chaghb ben Bichr ben Harb ben Djanb ben Saad ben Kahtan ben Amir. Debí detenerme en Kahtan, como hacen todos los kahtanis que pretenden pertenecer a la tribu más noble de Arabia y que es probablemente la que da origen a todo lo árabe. Pero como algunos kahtanis agregan con frecuencia Amir por referencia a nuestro ancestro original, el Adán de la tribu en cierto modo, yo lo hice también, ¡prefiriendo descender de Adán y no de Kahtan!

Formo parte de esos raros sauditas que en la actualidad pueden citar su genealogía de memoria; la aprendí cuando me circuncidaron. Germaine Tillon, en su libro Le Harem et les Cousins [El harén y los primos], señala que Arabia practicó la circuncisión mil años antes del profeta. Así, la tribu me circuncidó como se hacía hace dos mil quinientos años, lo cual es una manera de decir que mi infancia y mi juventud están ancladas en cierta prehistoria: soy una especie de monumento histórico. Recientemente fui a ver a un pedicurista; era la primera vez en mi vida que iba con uno –y sin duda era la primera en la suya que atendía a alguien de mi tribu– porque pasó horas retirando el callo en las plantas de mis pies, donde incluso encontró pedazos de espinas incrustadas como fósiles en terreno calcáreo.

Pero aquí estoy entre ustedes, en París, ¡en los umbrales del año siglo XXI! ¡Qué aventura para mí que ni siquiera conozco mi fecha de nacimiento! Sin duda, ustedes no me ven porque me esfuerzo por ser como ustedes: gris, indiferente; sin embargo llevo en mí a mi pueblo como un fuego inagotable. En París, en los primeros tiempos, decía “buenos” días a todo el mundo, incluso en el metro, y cuando vi que nadie me respondía continué diciéndolo, pero con voz tan baja que no podían oírme. Yo quería compartir todo, como en ese tren que me llevó un día a Besançon: había comprado por error un sándwich de jamón, pensando que se trataba de un pastel; le ofrecí a mi vecino de compartimiento ese “pastel”, él aceptó y me preguntó si yo era musulmán, respondí que sí y entonces me explicó que era pan y puerco, mientras seguía comiendo sin siquiera invitarme, ¡unos dátiles que él llevaba y me hubiera encantado probar!

Al terminar mis estudios en Riad, podía proseguir mis estudios universitarios en Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania, España o en Francia. Y fue el país de Éluard, de Aragon y de Prévert el que elegí; eso explica sin duda que haya escrito el nombre de mi pueblo en francés y que sea el primer escritor de todos los países de la península arábiga que escriba en esta lengua, ¡lo que, estoy seguro, seducirá a algunos franceses y disgustará a no pocos árabes!

Escribir significa para mí a la vez compartir y reinventar el mundo. Fue en París donde pude ver a mi país y a mi pueblo, porque allá no era más que un poeta. París me permitió ser un hombre por completo, en el sentido real de la modernidad, mientras que la tribu me considera, aún hoy, como una pequeña célula de su gran cuerpo, una célula negra a los ojos de ciertos miembros de la tribu porque me casé con una extranjera, con una francesa en este caso. Los comprendo y escribo para decirles que otros me comprenden, nos comprenden mucho más que nosotros mismos. ♦

La mujer de su mujer

♦ “¡OH DIOS MÍO! ¡Cubre para siempre mis secretos y los secretos de mi familia!”, era la oración que todos los lugareños repetían mañana y noche, salvo el sabio Hizam. Él mismo era el mayor secreto y el verdadero misterio del pueblo; levantaba la cabeza hacia el cielo como todo el mundo, pero guardaba silencio, sabíamos que siempre tenía la boca llena de pasas o de dátiles.

Un día, cuando me vio haciendo la misma oración que los demás, me lanzó un puñado de arena al rostro. No reaccioné; en el pueblo se sabía que Hizam siempre tenía razón.

–Tú no debes orar como los demás. Ellos están de paso, viven al día, sin interesarse jamás en el pueblo ni conocerlo verdaderamente. Esta oración es como un pacto que nos compromete a vivir plenamente el día que viene, a fin de dejar un rastro eterno sobre la tierra, aunque sea abrazando un árbol. Nuestros ancestros construyeron el pueblo así. Cada piedra, cada hoja, cada pozo, cada poema, cada paso contiene el soplo y el amor, la esperanza y el sufrimiento, las decepciones y las victorias de esos hombres que cada mañana celebraban el pueblo como si no quedara más que un día por vivir. Esa época, lástima, ya pasó y ahora soy el último fiador del alma de mi pueblo. Pero pronto moriré y tú deberás reemplazarme.

Hizam no me dejaba elegir. Para ponerme a prueba, me dijo que tocara el cielo, levantara una tempestad con los ojos, me convirtiera en piedra. Me preguntó qué había yo visto, sentido, aprendido al nacer; ¿había sabido desde ese instante si yo era niña o niño? Rocé el cielo, sentí la tempestad en mi cabeza, me convertí en una roca y por primera vez quise ser una nube. Ante mi turbación, Hizam me pidió mi cuchillo.

–Te lo mostraré en el momento oportuno.

–¡No hay mejor momento! Te voy a decir si eres un muchacho o una muchacha.

–¿Mirando mi cuchillo?

–¿Qué es un hombre si no un cuchillo? Sus palabras, sus miradas, sus acciones, el sueño mismo se parecen a su cuchillo. El cuchillo del hombre es su conciencia. La prueba es que las mujeres nunca tienen nada que reprocharse.

Hizam trató en vano de rasurarse la pierna con mi cuchillo. Lo lanzó entonces contra una roca y la hoja se rompió. Me sentí humillado, aniquilado. Sabía que Hizam estaba decepcionado, pero me vino a consolar.

–Dios creó lo masculino a imagen del cuchillo, capaz de cortar todo, en todo momento. Es el cuchillo lo que hace al hombre, no es la barba ni el sexo.

–Seré el cuchillo que sueñas, Hizam.

Hizam me conocía bien. Sabía que yo penetraba en el alma de las personas con sólo mirarlas; veía todo y, al mismo tiempo, no podía callar nada sobre mis secretos ni sobre los secretos de los demás. Hiciera lo que hiciera lo iban a saber tarde o temprano. A mis parientes, mis amigos e incluso a la gente que encontraba les contaba todo y me confiaban a su vez los aspectos más íntimos de su vida. ¿Era así porque yo no tenía ningún secreto para ellos? Hizam, que con frecuencia me llamaba “Escándalo”, me confió que comía muchas más pasas y dátiles desde que yo había empezado a hablar. Aunque contaba todos mis secretos y a veces incluso los inventaba, había uno, no obstante, sin el que me hubiera sido imposible vivir y que nunca confié más que a la fotografía de mi padre.

En un sueño iluminado que tuve, los lugareños, una mañana, dejaban en la puerta de nuestra casa todas sus confidencias –que yo había anotado escrupulosamente, hasta con los menores detalles, y pegado en la pared la noche anterior. Todos ellos se abrazaban llorando. Esa misma noche, el jefe del pueblo nos invitaba y todos estábamos ahí, hombres, mujeres, ancianos y niños, reunidos por primera vez. Él cantaba, bailaba, sonreía de oreja a oreja. Se comportaba como si ya no fuera el jefe; por lo demás, renunciaba en ese momento a todas sus funciones, para él un pueblo sin secretos no tenía necesidad de un jefe. A la mañana siguiente los habitantes del pueblo se sonreían sin descanso. Nunca se había visto algo parecido. La vida en el pueblo se había vuelto un poema, los vecinos se hablaban en verso, cantaban sin cesar, hacían poesía incluso en plena noche; las lámparas brillaban en todas las casas, a veces hasta el alba. ¡En mi sueño yo ya no era el poeta del pueblo, el único, y el pueblo ya no tenía ningún secreto!

Éramos cuatro en la casa: mi madre, a la que adoraba; mi hermana-mi-memoria; mi padre, al que amaba y yo, el poeta. Mi madre me enseñó la poesía y mi padre le enseñó a mi hermana la música: ¡la familia ideal!

No me gustaban las ciudades. Mi padre decía que estaban hechas para y por los comerciantes y los políticos, que para penetrar realmente en una ciudad habría que poder descubrir lo que hay en las bolsas de mano de las mujeres. Mi padre decía también que más vale ver una mujer que mirarla; la única que vi fue a mi madre, no puedo decir que la amaba: la adoraba. La primera vez que le mentí, me dijo que tenía ojos, oídos, nariz, manos por todas partes, que ella misma estaba en mí. ¡Nunca más le volví a mentir! Un día que estaba furioso en contra de ella, la insulté mentalmente dándole la espalda; ella me interpeló diciéndome que yo acababa de insultar a su padre… ¡y era verdad!, ella adivinaba mis pensamientos más íntimos. “Sólo las madres son capaces de abrir todas las puertas”, decía mi padre. Yo alimentaba mi alma con su olor, sus miradas, su belleza. Todos en el pueblo conocían el perfume de mi madre, así como conocían el pan que cocía.

La limpieza era primordial en la casa, era una preocupación constante para mi madre, quien sin embargo nunca logró que mi padre comiera sin ensuciarse. Cada comida era un espectáculo para mi hermana y para mí, nuestro padre era nuestro cómplice, mientras que mi madre era madre de los tres. Un día, una mujer del pueblo insultó a mi padre diciendo: “¡No eres más que la mujer de tu mujer! Profundamente herido, humillado, le pregunté entonces a mi padre si tenía un pene. Él, que nunca me mintió, respondió sin mirarme que no y pasé los días siguientes preguntándome si tenía un padre o dos madres.

Tengo presente esta historia: un día había llegado al pueblo de mi madre un hombre cuya mujer acababa de morir y llevaba con él a su pequeña hija con tan sólo días de nacida. El pueblo le ofreció un techo y alimento; las mujeres estaban dispuestas a amamantar a la niña, pero el hombre, al cerrarle los ojos a su esposa le había jurado que nadie aparte de él cuidaría a su hija y que no viviría nunca bajo ningún techo, puesto que con ella también desaparecía su casa. El hombre vivía prácticamente en la mezquita y nunca dejaba a su hija, a la que mantenía abrazada contra su pecho; al principio la niña lloraba todas las noches, luego el llanto cesó y todos se dieron cuenta de que la pequeña se calmaba. El pueblo comprendió entonces que el padre había logrado amamantar a su hija con sus propios senos. Desde entonces supimos que el amor y la necesidad pueden transformar a un hombre en madre.

La mujer que había insultado a mi padre no dejaba de repetir que nunca se puede estar seguro de la identidad de aquel que nos ha engendrado. Todas las noches mi padre regresaba cansado y nos pedía a mi hermana y a mí que le diéramos masaje en los pies, las piernas y la espalda y yo tenía miedo de descubrir la realidad, cualquiera que ésta fuera. Un viernes, cuando salíamos de la mezquita, el jefe del pueblo reunió a todos los hombres bajo el gran árbol de la plaza para anunciar que uno de ellos había perdido su sexo. Todos se apresuraron a tocar su bajo vientre, como aparentemente nadie había perdido nada, la multitud se dispersó. Sólo mi padre y yo habíamos seguido al jefe del pueblo, él comprendió entonces a quién pertenecía el pene perdido. Nos invitó a comer y discutimos de todo y de nada; en el momento en que nos íbamos a ir, sacó de su bolsa una gran llave que yo reconocí de entrada y se la dio a mi padre, quien la ató a su cinturón de cuero por encima del bajo vientre. Según la tradición del pueblo, cada hombre dispone de una pieza cerrada de la que nadie más tiene la llave y en la cual guarda los comestibles reservados a los invitados y a los visitantes; así nunca cae en falta, sobre todo si su mujer ya no tiene harina, trigo, mantequilla, café, azúcar, miel o cardamomo. El hombre que le da la llave de esta pieza a su esposa se vuelve la mujer de su mujer.

Mi padre decía que cada lluvia tiene sus plantas y que en la primavera más vale ser un árbol que un hombre; se ponía casi desnudo bajo la lluvia primaveral y me animaba a hacer lo mismo. Un día, mientras regábamos un campo, mi padre dejó todo por acudir al llamado a la oración. Su voz era sublime, sobre todo cuando se dirigía a Dios: las plantas, los árboles, las montañas escuchaban a mi padre. Yo me apuraba como de costumbre para que oráramos juntos, porque una oración en común tiene mucho más valor, pero ese día, mi padre me dijo que prefería quedarse solo. Creí que era un castigo. Se ocultó detrás de un muro y comprendí que había perdido la mitad de su viejo thob desgastado por los años y roto por el cinturón de cuero. ¡Era la primera vez que yo veía el bajo vientre de mi padre y por fin me tranquilicé! Y me puse a rezar, a su lado, como nunca lo había hecho.

Los hombres se reunían todos los días en la plaza del pueblo, entre la puesta del sol y la primera oración de la noche. Era allí donde se intercambiaban las noticias de los pueblos vecinos, de los conflictos y de los expedientes acumulados en casa del juez que el gobierno acababa de nombrar en la región. Una noche, mientras esperábamos el llamado para la oración, una mujer atravesó de pronto entre la gente –lo cual me molestó porque ese comportamiento era inusual en el pueblo. Un silencio pesado llenó el lugar después de que pasó, luego los hombres se precipitaron hacia la mezquita. Esperé a que saliéramos para pedir a mi padre una explicación de esta transgresión, él prefirió guardar silencio, pero en cuanto regresamos a la casa fue mi madre quien comentó el hecho: “¡Entonces, finalmente van a callar sus malas lenguas! ¡Pero para eso era necesario que ella mostrara la sangre de sus entrañas!” Mi padre no hizo ningún comentario y bajó los ojos. Viendo que yo no comprendía, mi hermana me llamó a la terraza del techo para contarme: esta mujer era una viuda de la que se sospechaba que estaba encinta; para callar los chismes, ella había escogido el momento en que todos los “monstruos” (era así como las mujeres llamaban a los hombres en esas ocasiones) se habían reunido para exhibirse ante ellos, ceñida con una larga banda de tela manchada de sangre. Ellos habían comprendido entonces que esa sangre era de su regla. Mi hermana y yo regresamos a la sala, mi madre había terminado ya su discurso diciendo a mi padre y, a través de él, a todos los “monstruos” del pueblo: “Ahora, pueden estar seguros, esta mujer se volvió hombre”. Para todas las mujeres casadas, una viuda debía en efecto transformarse en hombre para poder defenderse y defender los bienes heredados de su difunto marido. ♦

El pequeño profeta

♦ LA FIESTA de Ramadán se acercaba y el pueblo ya había designado para la circuncisión a unos diez muchachos, de aproximadamente quince años. La circuncisión era para ellos la prueba suprema de la valentía, la fuerza, la voluntad de su padre, pero sobre todo de su tío materno. En efecto, un proverbio dice que “el tío materno vive en el fondo de la vagina”, ahí donde puede formar a su sobrino. Fue mi tío quien me lo contó. Él me adoraba y mi madre me decía que él era mi segundo padre.

La circuncisión de un muchacho es asunto del pueblo y de la tribu entera. Todos los muchachos son hermanos y todas las madres son nuestras madres. Cuando hablaba con mi madre acerca de la vecina yo decía “mi madre Sharifa”, pero cuando hablaba de la mía con alguien decía simplemente “mi madre”, ocurría lo mismo con el padre y sigue siendo así ahora. Una de mis madres había manifestado con frecuencia el deseo de que me quedara pequeño toda su vida, para poder continuar besándome en la boca; pero me acercaba, ¡Oh desgracia!, a la edad de la circuncisión.

El día de la fiesta de Ramadán tuvo lugar la circuncisión de mis mayores. Cada uno de ellos había aprendido un largo poema, en el que alababan sus orígenes paternos y maternos, el valor y el mérito de nuestros ancestros. Los muchachos, erguidos, mantenían muy en alto arriba de su cabeza dos grandes puñales brillantes que golpeaban uno contra el otro durante toda la ceremonia, ante los lugareños y los tíos maternos.