El club de los negocios raros - G. K. Chesterton - E-Book

El club de los negocios raros E-Book

G.K. Chesterton

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Cuando se habla de las características inconfundibles del humor inglés, se habla concretamente del londinense Gilbert Keith Chesterton, porque toda su obra lleva este sello de identidad. Y como una evidente muestra de ello, es la colección de relatos El club de los negocios raros. En ellos encontramos la búsqueda de lo singular, lo que no puede repetirse de ninguna forma porque se trata, indudablemente, de historias que solo pueden ser posibles en un mundo permeado por la excéntrica flema inglesa. Imaginemos que una noche, con todo listo para ir a esa fiesta a la que fuimos invitados y no queremos perderla por ningún motivo, recibimos de forma inesperada a un emisario que nos lleva una noticia terrible, tanto, que no puede explicarla de una sola vez. Así vamos tratando de entender al personaje que se afana en enredarnos, en decirnos razones que no comprendemos, en gastar nuestro tiempo sin que nosotros nos demos cuenta. Y no es esto producto del azar o la mala ventura. Es, como podrá descubrirlo el avezado lector, un entramado finamente preconcebido por un negocio, uno tan extraño al que no podremos darle crédito, pese a la infalibilidad de sus servicios. Y las reglas de este club que reúne a tan estrambóticos empresarios, se condensan en una: solo se puede ser miembro cuando el sustento del hombre de negocios dependa, exclusivamente, de los ingresos que le reporte esta rara actividad

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Seitenzahl: 227

Veröffentlichungsjahr: 2021

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El club de los negocios raros

El club de los negocios raros (1905)G. K. Chesterton

Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]ón: Mayo 2021

Imagen de portada: RawpixelTraducción: Benito RomeroProhibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

Las extraordinarias aventuras del comandante Brown

El lamentable fin de una gran reputación

La verdadera causa de la visita del vicario

La singular especificación del agente de fincas

La pintoresca conducta del profesor Chadd

La extraña reclusión de la anciana señora

Las extraordinarias aventuras del comandante Brown

Se diría que Rabelais, o su fantástico ilustrador, Gustave Doré, han tenido algo que ver en la creación y trazado de los pisos de las casas de Inglaterra y Norteamérica. Hay algo verdaderamente gargantuesco en la idea de economizar espacio amontonando unas viviendas sobre otras, con sus correspondientes puertas y fachadas. En el caos y la complejidad de estas calles perpendiculares puede ocultarse o sobrevenir cualquier cosa y, creo, que es en una de ellas donde el curioso puede encontrar las oficinas de El Club de los Negocios Raros. A primera vista podría creerse que semejante título tendría que interesar y chocar forzosamente al transeúnte, pero nada choca, ni interesa en estas confusas y monstruosas colmenas. El transeúnte concentra la atención en su prosaico objetivo —la Agencia de Embarque de Montenegro o la Delegación Londinense de El Centinela de Rutland— y se desliza por los oscuros pasillos de igual manera que se atraviesan los sombríos corredores de un sueño. Si los Thugs establecieran en uno de los grandes edificios de Norfolk Street una Compañía para el Asesinato de Extranjeros y colocaran en la oficina a un amable señor encargado de facilitar informes, pueden estar seguros de que nadie iría a pedirlos. Así, El Club de los Negocios Raros impera oculto en un gran edificio, como un fósil escondido en un gigantesco conglomerado de fósiles. 

El carácter de esta sociedad, como más tarde se comprobó, puede explicarse en breves y sencillas palabras. Se trata de un club excéntrico y bohemio, para pertenecer a él es condición indispensable que el candidato haya inventado la manera de ganarse la vida. Su profesión tiene que ser absolutamente nueva. La definición exacta de semejante requisito se halla contenida en las dos cláusulas principales de los estatutos. En primer lugar, no debe tratarse de una simple variación de una industria existente. Así, por ejemplo, el club no admitiría a un agente de seguros por el simple hecho de que en vez de asegurar los muebles contra el incendio, asegurara, pongamos por caso, los pantalones de los hombres contra la posibilidad de ser desgarrados por un perro rabioso. El principio es el mismo (como hizo notar con agudeza e ingenio Sir Bradcock Burnaby-Bradcock en el sublime y por demás elocuente discurso pronunciado en el club al plantearse el problema en el asunto Stormby Smith). En segundo lugar, la profesión tiene que constituir una fuente de ingresos de carácter genuinamente comercial, que mantenga económicamente a su inventor. Así, el club no admitiría a un hombre por el mero hecho de que se dedicara a coleccionar latas vacías de sardinas, a no ser que con ellas pudiera montar una industria decorosa. El profesor Chick aclaró perfectamente este punto. La verdad es que cuando se recuerda cuál era la nueva profesión del profesor Chick no sabe uno si echarse a reír o llorar. 

El descubrimiento de esta extraña sociedad era una cosa sumamente alentadora. Descubrir que había diez profesiones nuevas en el mundo era como contemplar el primer buque o al primer arado: producía la sensación de que el hombre se encontraba todavía en la infancia del mundo. Puedo decir, sin pecar de vanidoso, que no tenía nada de extraño que yo llegara a tropezar, al fin, con tan singular corporación, porque tengo la manía de pertenecer a todas las sociedades que me es posible. Podría decirse que soy un coleccionista de clubes, y lo cierto es que he logrado reunir una enorme y fantástica variedad de ejemplares desde los tiempos de mi osada juventud en que ingresé en el Ateneo. Puede que algún día refiera historias de algunas de las otras corporaciones a las que he pertenecido. Contaré quizás las hazañas de la Sociedad del Calzado del Muerto (comunidad aparentemente inmoral, pero que tenía sus oscuras razones de existencia). Explicaré el curioso origen de la asociación El Gato y el Cristiano, cuyo nombre ha dado lugar a lamentables tergiversaciones. Y el mundo sabrá, al menos, por qué el Instituto de Mecanógrafos se fusionó con la Liga del Tulipán Rojo. De El Club de las Diez Tazas de Té no me atreveré, por supuesto, a decir una palabra. 

De todas maneras, la primera de mis revelaciones ha de referirse a El Club de los Negocios Raros, que, como ya he dicho, era una de esas asociaciones con la que forzosamente había de tropezarme tarde o temprano a causa de mi singular manía. La bulliciosa juventud de la metrópoli suele llamarme en broma “el rey de los clubes”. También “Querubín”, aludiendo al color sonrosado y juvenil que presenta mi semblante en el ocaso de la vida. Lo único que espero es que los espíritus celestiales coman tan bien como yo. 

Pero el descubrimiento de El Club de los Negocios Raros ofrece un detalle curiosísimo, y este curiosísimo detalle es que no fue descubierto por mí, sino por mi amigo Basil Grant, un contemplativo, un místico, un hombre que rara vez salía de su buhardilla. 

Pocas personas sabían algo de Basil, y no porque fuera insociable ni mucho menos, pues si cualquier desconocido hubiera penetrado en sus habitaciones, le habría entretenido con su charla hasta el día siguiente. Pocas personas le conocían, porque al igual que la mayoría de los poetas, podía pasarse sin los demás. Acogía una fisonomía humana con el mismo agrado con que podía acoger una repentina mutación de color en una puesta de sol, pero no sentía la necesidad de acudir a las reuniones, del mismo modo que no experimentaba el menor deseo de alterar las nubes del ocaso. Vivía en una extraña y cómoda buhardilla en los tejados de Lambeth, rodeado de un caos de objetos que ofrecían un contraste singular con la sordidez del entorno: libros antiguos y fantásticos, espadas, armaduras, todos los trastos viejos del romanticismo. Pero entre todas estas reliquias quijotescas destacaba su sagaz fisonomía de hombre moderno, su rostro inteligente de jurista. Sin embargo, nadie más que yo sabía quién era. 

A pesar del tiempo transcurrido, todo el mundo recuerda la escena terrible —a la vez grotesca— que se desarrolló en... Cuando uno de los jueces más sagaces y competentes de Inglaterra se volvió loco de repente en pleno tribunal. Por mi parte, yo interpreté el suceso a mi manera, pero en cuanto a los hechos escuetos no cabe discutir. El caso es que desde hacía muchos meses, e incluso años, la gente venía observando algo anómalo en la conducta del juez. Parecía haber perdido todo interés por la Ley, en la que había brillado hasta entonces con la grandeza indescriptible de un comendador, y se dedicaba a dar consejos morales y personales a los sujetos interesados. Se comportaba más bien como un médico o un sacerdote, y con un lenguaje muy osado, por cierto. La primera señal de alarma debió darla, sin duda, cuando al sentenciar a un hombre que había intentado cometer un crimen pasional, le dijo: “Le condeno a usted a tres años de prisión bajo la firme y solemne convicción que Dios me ha dado, de que lo que usted necesita es pasar tres meses a la orilla del mar”. Desde su estrado acusaba a los delincuentes, no tanto por sus evidentes infracciones de la ley como por cosas de las que nunca se había oído hablar en los tribunales de justicia, reprochándoles su monstruoso egoísmo, su debilidad de carácter o su deliberado deseo de permanecer en la anormalidad. Las cosas llegaron al colmo en aquel célebre proceso del robo del diamante, en el que tuvo que comparecer el Primer Ministro en persona, aquel brillante patricio, para declarar en contra de su criado. Una vez expuestos minuciosamente todos los pormenores de la vida doméstica, el juez requirió de nuevo la comparecencia del primer ministro, y cuando éste hubo obedecido con sosegada dignidad, le dijo bruscamente, con áspera voz: “Búsquese otra alma. Eso que usted tiene no sirve ni para un perro. Búsquese otra alma”. 

A los ojos de los perspicaces, todo esto no era naturalmente sino un anuncio de aquel día trágico y luctuoso en que el magistrado perdió definitivamente la sesera en pleno tribunal. Se trataba de un proceso escandaloso contra dos eminentísimos y poderosos financieros, acusados por igual de considerables defraudaciones. El proceso era complicado y duró mucho tiempo. Los abogados hicieron gala de una elocuencia interminable, pero tras varias semanas de trabajos y de retórica, llegó al fin el momento en que el eminente juez tenía que resumir su criterio, y se esperaba con avidez uno de sus famosos destellos geniales de aplastante lógica y lucidez. El magistrado había hablado muy poco en el transcurso del prolongado proceso, y al término de éste parecía triste y sombrío. Guardó silencio unos instantes, y de pronto se puso a cantar con voz estentórea, condensando su parecer, según se dice, del siguiente modo: 

Tarará,
tarará,
tarará,
tararí, tararí,
tarará.
Tarará, tarará, tararí, tararí, tarará. 

A raíz de este suceso se retiró de la vida pública y alquiló la buhardilla de Lambeth. 

Allí me encontraba yo sentado una tarde, a eso de las seis, saboreando una copa del excelente Borgoña que mi amigo guardaba tras un rimero de infolios impresos en caracteres góticos. Basil se paseaba por la estancia, esgrimiendo, según su costumbre, una de las grandes espadas de su colección. El rojo resplandor del potente fuego que ardía en la chimenea iluminaba sus cuadradas facciones y su rebelde cabellera gris. Sus ojos azules se hallaban impregnados constantemente de una vaguedad de ensueños, y abría la boca para hablar con su aire soñador, cuando se abrió la puerta de par en par y penetró, jadeando en la estancia, un hombre pálido y fogoso, de cabello rojizo, que llevaba un enorme abrigo de piel. 

—Siento molestarte, Basil —balbuceó—. Me he tomado una libertad. He citado aquí a un hombre, un cliente, dentro de cinco minutos. Usted perdone, caballero —agregó haciéndome una reverencia. 

Basil me dirigió una sonrisa. 

—¿No sabía usted —dijo— que yo tenía un hermano bastante práctico? Pues aquí lo tiene. Éste es el señor Rupert Grant, capaz de hacer todo lo que haya que hacer. Así como yo he fracasado en lo único que he emprendido, él ha triunfado en todo. Recuerdo que ha sido periodista, agente de fincas, naturalista, inventor, editor, maestro de escuela y, ¿qué eres ahora, Rupert? 

—Soy, y llevo siéndolo durante algún tiempo —repuso Rupert con cierta dignidad— detective particular, y aquí está mi cliente. 

Un fuerte golpe en la puerta les interrumpió. Concedido el debido permiso, la puerta se abrió bruscamente, y un hombre apuesto y corpulento entró con energía en la estancia, dejó ruidosamente su chistera encima de la mesa y dijo: 

—Buenas tardes, señores. 

La entonación que imprimía en sus palabras parecía denotar que se trataba de un ordenancista en el sentido militar, literario y social. Tenía una voluminosa cabeza, el cabello con estrías negras y grises, y su enorme bigote negro le daba un aspecto de ferocidad que contrastaba con la mirada triste de sus ojos azul de mar. 

—Vamos a la otra habitación —me dijo Basil.
Y ya se dirigía a la puerta, cuando el recién llegado exclamó: —De ningún modo. Quédense. Pueden ser de ayuda.
En cuanto lo oí hablar, recordé de quién se trataba: era un tal  comandante Brown, al que había conocido años antes en compañía de Basil. Había olvidado por completo su enérgica figura y su cabeza solemne, pero recordaba su especial modo de hablar, que consistía en proferir únicamente la cuarta parte de cada frase, y esto con tono seco, como la detonación de un fusil. No sé si se debía a la costumbre de dar órdenes a la tropa. 

El comandante Brown poseía la Cruz de la Victoria. Era un militar competente y distinguido, pero no pasaba de ser un hombre de guerra. Como muchos de los férreos hombres que han conquistado la India, tenía las creencias y los gustos de una solterona. En su manera de vestir era meticuloso a la vez que recatado. En sus costumbres era de una rigurosa exactitud, hasta el punto de no tomar una taza de té sino en el momento preciso. Un solo entusiasmo le dominaba: que adquiría para él carácter de una verdadera religión: el cultivo de pensamientos en su jardín. Cuando hablaba de su colección, sus ojos azules resplandecían como los de un niño a la vista de un juguete nuevo: esos mismos ojos que habían permanecido impertérritos cuando las tropas lanzaban sus vitoreos alrededor del general Roberts, en Cadahar. 

—Vamos a ver, comandante —dijo Rupert Grant con señorial cordialidad, acomodándose en una silla— ¿Qué es lo que le ocurre? 

—Pensamientos amarillos. La carbonera P. G. Northover —dijo el comandante con indignación. 

Nosotros nos miramos unos a otros con gesto inquisitivo. Basil, abstraído como de costumbre, tenía los ojos cerrados y se limitó a decir: 

—Perdón, pero no comprendo. 

—Es un hecho. La calle, ¿sabe usted? El hombre, los pensamientos. En la tapia. La muerte para mí. Algo. Absurdo. 

Nosotros no acabábamos de comprender. Al fin, trozo a trozo, y gracias sobre todo a la ayuda del aparentemente somnoliento Basil Grant, pudimos reconstruir la fragmentaria y excitada narración del comandante. Sería un crimen someter al lector a la tortura que hubimos de soportar nosotros, por lo cual referiré la historia del comandante Brown a mi manera. Sin embargo, el lector debe imaginarse la escena: los ojos de Basil, cerrados como en estado hipnótico, según su costumbre, y los de Rupert y los míos, que amenazaban salirse de las órbitas a medida que escuchábamos una de las más sorprendentes historias del mundo de labios de aquel hombrecillo vestido de frac, el cual, sentado como un palo en la silla, nos hablaba telegráficamente. Como ya he dicho, el comandante Brown era un militar consumado, pero en modo alguno entusiasta de su profesión. Lejos de lamentar su retiro a media paga, se había apresurado a alquilar un hotelito que se parecía en un todo a una casa de muñecas, y consagró el resto de sus días al cultivo de los pensamientos y al consumo de té ligero. La idea de que las batallas habían terminado para siempre una vez que colgó su espada en el pequeño vestíbulo, consagrándose en cambio a empuñar el rastrillo en su diminuto y soleado jardín, era para él algo así como si hubiera arribado a un puerto celestial. En su afición por la jardinería había algo del tipo del holandés meticuloso, y acaso se inclinara también a tratar a sus flores como si fueran soldados. Era uno de esos hombres que son capaces de poner cuatro paraguas en el paragüero, en lugar de tres, con el objeto de que haya dos a cada lado. Para él la vida parecía ajustarse a un patrón inmutable. Por tanto, no cabe duda de que jamás habría imaginado que a unos metros de su paraíso de ladrillos se ocultaba algo ominoso destinado a hacerle zozobrar en un torbellino de inverosímiles aventuras, más increíbles, en efecto, que cuantas habría podido presenciar o soñar nunca en la horrible selva o en el fragor de los combates. 

Cierta tarde de sol y viento, ataviado con la meticulosidad que le era propia, el comandante había salido a dar su acostumbrado paseo. Al encaminarse de una a otra de las amplias avenidas que formaban los hoteles, quiso la casualidad que se metiera en una de esas interminables callejuelas que se encuentran a espaldas de una hilera de mansiones, y que por su aspecto descolorido y solitario le hacen a uno experimentar la extraña sensación de que se encuentra entre los bastidores de un teatro. Pero si bien a la mayoría de nosotros la escena podría aparecérsenos sórdida y hostil, no le ocurría lo mismo al comandante, porque a lo largo del tosco camino de guijarros avanzaba algo que era para él como el desfile de una procesión religiosa para una persona devota. Un hombre corpulento y de pesado andar, con ojos azules de pez y un halo de barba rojiza, empujaba delante de sí una carretilla, en la que resplandecían incomparables flores. Había ejemplares magníficos de casi todos los órdenes, pero los que predominaban eran precisamente los pensamientos predilectos del comandante. Éste se detuvo en el acto, y después de entablar conversación, entró en tratos con el jardinero comportándose como suelen comportarse en semejantes casos los coleccionistas y otros chiflados por el estilo, es decir, que comenzó por separar con una especie de angustia las mejores plantas de las peores, ensalzó unas, menospreció otras, estableció una sutil escala que se extendía desde lo óptimo a lo raro y lo insignificante, y acabó finalmente por compararlas todas. 

Ya comenzaba el hombre a alejarse con su carretilla, cuando se detuvo de pronto y se aproximó al comandante. 

—Oiga usted, caballero —le dijo—. Si le interesan estas cosas no tiene usted más que subirse a esa tapia. 

—¡Ah, esa tapia! —Exclamó escandalizado el comandante, cuya alma convencional desfallecía ante la simple idea de tan fantástica transgresión. 

—En ese jardín se encuentra la más hermosa colección de pensamientos amarillos que existe en Inglaterra, señor —susurró el tentador—. Yo le ayudaré a subir. 

Nadie sabrá jamás cómo sucedió aquello, pero el entusiasmo positivo del comandante triunfó sobre sus tradiciones negativas, y dando un hábil salto que probaba que no necesitaba ayuda, se encontró encaramado a la tapia que circundaba el extraño jardín. Un segundo después, el roce de la levita en sus rodillas le hizo pensar que había cometido la mayor de las necedades, pero inmediatamente todos estos pensamientos triviales fueron ahogados por la más aterradora sorpresa que el viejo militar había experimentado nunca en el curso de su intrépida y azarosa existencia. Su mirada se posó en el jardín, y a través de un amplio macizo que ocupaba el centro de la pradera divisó un vasto dibujo de pensamientos. Las flores eran magníficas, pero por primera vez no era el aspecto del jardín lo que absorbía la atención del comandante Brown, pues los pensamientos estaban dispuestos en gigantescas letras mayúsculas que formaban la siguiente frase: 

“Muerte al comandante Brown” 

Un anciano de aspecto bondadoso, con patillas blancas, estaba rayando el jardín. 

Brown se volvió rápidamente a mirar hacia el camino. El hombre de la carretilla había desaparecido como por encanto. Entonces, contempló de nuevo el jardín y su increíble inscripción. Otro hombre habría pensado que se había vuelto loco, pero Brown no imaginaba tal cosa. Cuando las damas románticas hablaban con gran efusión de su Cruz de la Victoria y de sus hazañas militares, el comandante confesaba con tristeza que era un hombre prosaico, pero por la misma razón sabía que era un nombre incurablemente cuerdo. Del mismo modo, otro hombre se habría creído víctima de una broma pasajera, pero a Brown le costaba trabajo creerlo. Sabía por experiencia que aquella labor de jardinería era costosa y entretenida, y le parecía demasiado improbable que hubiera alguien que tirara el dinero a chorros para gastarle una broma. Así, al no encontrar ninguna explicación al caso, admitió el hecho como un hombre de claro juicio y esperó el desarrollo de los acontecimientos sin inmutarse, como habría hecho de haberse dado de bruces con un hombre de seis piernas. 

En aquel preciso instante alzó la vista el robusto anciano de las patillas blancas, y al ver a Brown se le cayó la regadera de la mano, que formó un charco de agua en los guijarros del sendero. 

—¿Quién diablos es usted? —murmuró estremecido por violentos temblores. 

—Soy el comandante Brown —dijo nuestro hombre, que conservaba siempre la sangre fría en los momentos de acción. 

El anciano se quedó con la boca abierta como un perro monstruoso. Al fin, balbuceó alocadamente: 

—¡Baje! ¡Baje aquí! 

—¡A sus órdenes! —dijo el comandante, dejándose caer sobre la hierba sin que se le escurriera de la cabeza el sombrero de copa. 

El anciano le volvió sus anchas espaldas y echó a correr como un pato hacia la casa, seguido a grandes zancadas por el comandante. Su guía le condujo a través de los pasillos posteriores de una casa sombría pero suntuosamente adornada, hasta que llegaron a la puerta de la habitación que daba a la fachada. Entonces, el anciano se volvió hacia Brown con una cara en la que se reflejaba vagamente en la penumbra un terror apoplético. 

—¡Por lo que más quiera, no mencione a los chacales! —le dijo. 

A continuación abrió la puerta, dejando penetrar la luz de una lámpara y huyó estrepitosamente escalera abajo. 

El comandante entró con el sombrero en la mano en una sala suntuosa y resplandeciente, repleta de adornos de bronce y cortinajes de abigarrados colores. Brown tenía los mejores modales del mundo, y aunque no se lo esperaba, no se quedó nada desconcertado al ver que la única persona que ocupaba el aposento era una señora que se hallaba sentada junto a la ventana mirando al exterior. 

—Señora —dijo inclinándose con sencillez—, soy el comandante Brown. 

—Siéntese —dijo la mujer sin volver la cabeza. 

Era una mujer esbelta, vestida de verde, con la cabellera rubia y un perfume que le recordaba el parque de Bedford. 

—Supongo que vendrá usted a torturarme a propósito de las odiosas criaturas —dijo con tono lúgubre. 

—Vengo para saber de qué se trata, señora —repuso el comandante—. Para saber por qué está escrito mi nombre en su jardín. Y no muy amigablemente, por cierto. 

Brown hablaba con acritud porque la cosa le había llegado al alma. No es posible describir el efecto que producía en el espíritu la escena de aquel plácido y soleado jardín, la incitación que aquello constituía para una persona aturdida y brutal. Reinaba en el aire crepuscular una calma infinita, y la hierba parecía de oro en el sitio mismo en que las flores que contemplaba el comandante clamaban al cielo por su sangre. 

—Ya sabe usted que no puedo volverme —dijo la dama—. Hasta que suenen las seis tengo que permanecer todas las tardes mirando la calle. 

Impulsado por una rara y desusada inspiración, el prosaico militar decidió aceptar sin extrañeza estos irritantes enigmas. 

—Ya van a ser las seis —dijo. 

Y apenas hubo hablado, el bárbaro reloj de bronce que colgaba de la pared dejó oír la primera campanada. Cuando terminaron de dar las seis, la mujer se puso bruscamente de pie y volvió hacia el comandante una de las caras más extrañas y atractivas que había visto en toda su vida. Aunque seductor en extremo, era francamente el rostro de un ser sobrenatural. 

—Hace ya tres años que espero —exclamó la mujer—. Hoy es el aniversario. Tanto esperar casi le hace a una desear que la horrenda cosa acabe de ocurrir de una vez. 

Aún no había terminado de hablar, cuando un grito surcó de pronto el silencio circundante. A ras del suelo de la borrosa calle (ya empezaba a oscurecer) se oyó una voz que gritaba con ronca y despiadada claridad: 

—¡Comandante Brown! ¡Comandante Brown! ¿Dónde vive el chacal? 

Brown sabía actuar con rapidez y en silencio. 

A grandes zancadas se encaminó a la puerta de la fachada y miró al exterior. Ningún vestigio de vida se advertía en la azulada neblina de la calle, donde comenzaban a brillar las luces amarillentas de uno o dos faroles. Al volverse, encontró temblando a la dama de verde. 

—¡Es el fin! —exclamó la mujer con los labios convulsos— ¡Será la muerte para los dos! Siempre que... 

Pero sus palabras fueron ahogadas por otra ronca invocación procedente de la tenebrosa calle, y articulada de nuevo con precisión tremenda. 

—¡Comandante Brown! ¡Comandante Brown! ¿Cómo murió el chacal? 

Brown se precipitó a la puerta, pero nuevamente se vio defraudado. No se veía a nadie, aun cuando la calle era demasiado larga y solitaria para que el misterioso personaje hubiera huido. A pesar de su sensatez, el comandante se hallaba un tanto sobrecogido, y al cabo de un rato decidió regresar a la sala. Pero apenas había dado unos pasos cuando se oyó de nuevo la terrorífica voz: 

—¡Comandante Brown! ¡Comandante Brown! ¿Dónde? 

De un salto, Brown se lanzó a la calle y logró llegar a tiempo, a tiempo de ver algo que le heló la sangre en las venas. Los gritos parecían provenir de una cabeza sin cuerpo que reposaba en el pavimento. 

Un instante después el lívido comandante comprendió de qué se trataba: un hombre asomaba la cabeza por la trampilla de la carbonera que daba a la calle. Inmediatamente la cabeza desapareció una vez más, y, entonces, el comandante Brown se volvió hacia la señora. 

—¿Por dónde se entra a la carbonera? —le preguntó encaminándose al pasillo. 

Ella se le quedó mirando con ojos enloquecidos. 

—¿No irá usted a bajar solo a esa oscura cueva —exclamó—, estando allí esa fiera? 

—¿Es por aquí? —dijo Brown, y descendió los escalones de la cocina de tres en tres. 

El comandante abrió la puerta de una tenebrosa cavidad y se introdujo en ella a la vez que se palpaba en los bolsillos en busca de las cerillas. Cuando tenía la mano derecha ocupada en este menester, brotaron en la oscuridad un par de manos enormes y viscosas que según todas las apariencias pertenecían a un hombre de gigantesca estatura. Le cogieron por la nuca y le obligaron a doblarse en las asfixiantes tinieblas, como una imagen dolorosa del destino. Pero aun cuando el comandante tenía oprimida la cabeza, conservaba toda su lucidez. Sin ofrecer la menor resistencia, cedió a la presión, hasta que casi se vio a cuatro patas, y entonces, al advertir que las rodillas del monstruo invisible se encontraban a un palmo de distancia, no hizo más que extender una de sus largas, huesudas y diestras manos, agarró la pierna por un músculo y la arrancó del suelo, con lo que el gigantesco adversario de desplomó estrepitosamente. El misterioso personaje forcejeó por levantarse, pero Brown había caído sobre él como un gato. Los dos rodaron por el suelo una y otra vez. A pesar de su corpulencia, era evidente que el agresor sólo pensaba en la fuga. Daba saltos de un lado a otro para ganar la puerta, pero el obstinado comandante le había cogido con fuerza por el cuello de la chaqueta, en tanto que con la mano libre se agarraba a una viga. Al fin hizo un violento esfuerzo para obligar a retroceder a aquel toro humano, en cuyo empeño el comandante creyó que se le rompería la mano y parte del brazo, pero fue otra cosa lo que se rompió, y la robusta silueta desapareció por la puerta de la carbonera dejando en poder de Brown una chaqueta desgarrada, único fruto de su aventura y único indicio para resolver el misterio, pues cuando el comandante subió de nuevo al aposento, la dama, los suntuosos cortinajes y todos los demás adornos de la casa habían desaparecido. Sólo se veían entarimados desnudos y blancas paredes. 

—La señora formaba parte del complot, no cabe duda —dijo Rupert con aire pensativo. 

El comandante Brown se puso colorado. 

—Perdone usted —dijo—, pero no lo creo. 

Rupert arqueó las cejas y lo miró un instante, pero no dijo nada. Unos segundos después preguntó: 

—¿Había algo en los bolsillos de la chaqueta? 

—Había siete peniques y medio en calderilla y una monedita de tres peniques —dijo el comandante meticulosamente—. También había una pipa, un trozo de cuerda y esta carta. 

Y la depositó sobre la mesa. Decía así: 

Querido señor Plover:
Me entero, con pesar, de que han sobrevenido algunas dilaciones en el asunto del comandante Brown. Procure que, según se ha convenido, sea atacado mañana. En la carbonera, por supuesto.
De usted afectísimo 

P. G. Northover 

Rupert Grant escuchaba la lectura de la carta, inclinado hacia delante y mirando con ojos de lince. De pronto preguntó: 

—¿Está fechada en algún sitio? 

—No. Digo, sí —repuso Brown, mirando el papel—. 14, Tamers Court, North... 

Rupert se puso en pie de un salto, dando una palmada. 

—¿Qué hacemos aquí entonces? Vamos allá. Basil, déjame tu revólver. 

Basil tenía los ojos fijos en las ascuas, como un hombre hipnotizado, y tardó algún tiempo en contestar. 

—No creo que lo necesites —dijo.