El color del amor - Diana Palmer - E-Book
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El color del amor E-Book

Diana Palmer

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Beschreibung

HQN 238B Toparse de frente con el sexi Nick Scarpelli puso patas arriba el mundo de la pintora Jolana Shannon. Era guapo a rabiar e increíblemente arrogante, y rendirse a la pasión con él resultó una absoluta delicia. Pero cuando Nick le dejó claro que no quería estar con ella para siempre, le rompió el corazón… hasta que volvió a aparecer en su vida. ¿Podría ese hombre que la abandonó ofrecerle todo lo que deseaba? «Diana Palmer es una narradora fascinante; captura la esencia de lo que debería ser un romance». —Affaire de Coeur

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1984 Diana Palmer

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El color del amor, n.º 238B - junio 2021

Título original: Color Love Blue

Publicada originalmente por Dell

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-637-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

El viento soplaba con más fuerza, pero a Jolana no le importó. Era agradable sentirlo en su voluminosa melena larga y rubia mientras caminaba. Era una chica alta y le gustaban su estatura y las pisadas que daban sus piernas largas y esbeltas al avanzar por la Quinta Avenida. Aun siendo una chica de campo, llevaba viviendo en Nueva York el tiempo suficiente para seguir el ritmo de la ciudad. Se fundía a la perfección con las multitudes de personas que buscaban restaurantes para comer por las calles llenas de taxis amarillos y saturadas por el tráfico de la hora del almuerzo.

Alzó la cara y sonrió. Qué bueno era estar viva, tener veintisiete años y estar comenzando una carrera prometedora. Muy pronto presentaría una exposición individual en una de las mejores galerías de arte de la ciudad y estaba ganando más dinero que nunca con sus cuadros. Sonrió y sus ojos negros se iluminaron al pensar en sus amigas de Georgia, que se habían reído de su deseo de convertirse en pintora. Ojalá pudieran verla ahora paseándose con un vestido de Anne Klein, abrigo de ante con largo por la rodilla y botas de piel… ¡Les chirriarían los dientes de envidia!

Como iba recreándose en su éxito en lugar de estar pendiente de por dónde pisaba, se chocó con alguien y al instante dos manos grandes la agarraron. Al levantar la mirada vio una cara que le impidió pronunciar una disculpa a pesar de haber abierto la boca.

Ese hombre tenía un rostro que le encantaría pintar. Muy italiano, romano en concreto, con pelo negro y rizado, cara ancha, nariz recta, boca cincelada y unos pómulos altos que descendían hacia una mandíbula cuadrada de gesto altanero. Era más alto que ella, aunque con ese aire de superioridad que tenía no habría necesitado ni de altura ni de tamaño para resultar imponente. Vestía un traje de rayas azul bajo un abrigo de piel y parecía un tipo adinerado además de arrogante.

–Creo que no me gusta que me analicen –dijo con una voz que se ajustaba a su cara: oscura, profunda y suave a la vez.

–Lo… siento –respondió Jolana–. No era mi intención quedarme mirándolo. Es su cara.

Él enarcó sus cejas pobladas.

–Sí. No creo que ninguna otra persona la haya reclamado como suya. ¿Siempre va por ahí así de atolondrada o está haciendo una excepción hoy?

–Me estaba regodeando en pensamientos de venganza –admitió ella con una sonrisa brillante–. Estaba embriagada por el éxito y no miraba por dónde iba. Siento haberme chocado con usted y lo siento más aún si le he avergonzado.

–Creo que nadie lo ha conseguido desde que tenía seis años –contestó él. No sonrió. De hecho, no parecía un hombre que sonriera mucho.

Jolana carraspeó. La había intimidado con su discurso tajante y la impaciencia con la que miró el reloj.

–Discúlpeme, tengo que llegar a una reunión. Mire por dónde va, chica de campo, o acabará bajo las ruedas de un taxi.

–No soy una pueblerina cateta, señor –le respondió con brusquedad–. En el lugar del que vengo los modales sí importan. Usted debe de haber perdido los suyos.

Y antes de que él pudiera responder, se apartó y echó a andar con pisadas fuertes.

«Qué hombre tan arrogante, mal educado e irascible», pensó furiosa mientras se abría paso entre la multitud en dirección al edificio donde vivía. Un gladiador romano o un centurión partiendo a la guerra probablemente habrían caminado con esa actitud. Se echó el pelo atrás con gesto de impaciencia. Por suerte, la mayoría de los neoyorquinos eran amables y no esas personas frías que había creído en un principio. Una vez lograbas conocerlos, eran afectuosos y simpáticos.

El portero le sonrió cuando cruzó la puerta giratoria.

–Bonito día, señorita Shannon –dijo el hombre con amabilidad–. Parece otoño.

–Sí, precioso –le respondió ella con una sonrisa–. Y eso que decían que iba a nevar. ¡Qué tontos!

Saludó al conserje, un joven con quien había entablado cierta amistad durante los meses que llevaba viviendo allí, y entró directamente en el ascensor vacío. Las puertas se cerraron y suspiró mientras se dirigía al tercer piso.

Su piso era grande, con el salón en desnivel y decorado casi por completo en tonos blancos y dorados. Eran colores alegres y le gustaba el toque jovial y fresco de la sala enmoquetada de blanco. Sí, era una estupidez tener una moqueta blanca, pero siempre se quitaba los zapatos en la puerta y obligaba a sus visitas a hacer lo mismo. De hecho, ya estaba descalza, solo con las medias, tan a gusto y calentita. La casa en la que había crecido en una zona rural del sur de Georgia no se parecía en nada a esta, pensó sonriendo mientras contemplaba la elegancia de su caro entorno. Qué bueno era tener dinero.

De pronto se quedó sin aliento. ¡Dinero! ¿Y su cartera? Comprobó los bolsillos. Era un pequeño bolso de mano y estaba segura de haberlo llevado encima al salir de la galería. Recordaba haberlo tenido en la mano, pero ¿dónde estaba?

Con desesperación, buscó por el salón y por la entrada e incluso llegó hasta el ascensor y a la zona de las puertas giratorias, pero no estaba por ninguna parte. El portero le dijo que no la había visto con ninguna cartera en la mano. Y entonces recordó que se había topado con ese hombre horrible y que probablemente se le había caído al suelo.

Y ahora ahí estaba, descalza en la calle, y la acera estaba fría.

El portero se llevó una mano enguantada a la boca para contener la risa.

–Me gusta ir descalza –le dijo ella sonriendo. Suspiró–. ¿Qué voy a hacer ahora? Sé que se me ha caído en la acera y que lo más seguro es que ya haya desaparecido. Tenía dentro todas mis tarjetas de crédito, mi carné de conducir…

–Señorita Shannon, a lo mejor alguien la ha encontrado y se la trae –dijo el portero intentando ayudar.

«Sí, y a lo mejor también Superman baja volando y me invita a almorzar», pensó desconsolada. Sin embargo, se limitó a sonreír y volvió hacia el ascensor.

Al verla, una señora corpulenta con un traje de lana gris y un sombrero le lanzó una mirada de desaprobación.

–Es la última moda –dijo Jolana con una sonrisa de sofisticación–. «Primitiva temprana». Está causando furor en París.

Y con eso se metió en el ascensor, pulsó el botón y sonrió de nuevo mientras las puertas se cerraban.

Cuando entró en su piso y se vio las medias destrozadas, esbozó una mueca de disgusto. No estaban hechas para caminar sobre el asfalto, por supuesto, pero le habían costado bastante. Suspirando, se las quitó y las tiró a la basura. Suponía que, al menos, ya habría aprendido la lección para la próxima vez. Pero ¿qué iba a hacer con lo de la cartera?

Llamó a la comisaría que había a la vuelta de la esquina y dio parte al agente que la atendió, pero el hombre le dijo lo que ella ya sabía: que era muy poco probable que se la devolvieran. Le aconsejó que llamara a las empresas emisoras de sus tarjetas de crédito para comunicar la pérdida y que solicitara otro carné de conducir. Ella le dio las gracias y colgó despacio. Bueno, había sido culpa suya. ¿A quién podía culpar? Sin embargo, era una pregunta sencilla, pensó al volver a levantar el teléfono. Podía culpar a ese italiano alto e insolente. Seguro que formaba parte de una mafia, se dijo furiosa. Seguro que era un asesino a sueldo. Lo que estaba claro era que con tanta arrogancia no podía ser un empresario normal y corriente.

Tras comunicar la pérdida de las tarjetas de crédito, entró en su estudio y se quedó mirando el cuadro que estaba acabando. Lo estaba haciendo como un favor para el dueño de la galería. Era un regalo para un pariente suyo; un paisaje griego con unas columnas caídas en primer plano y el monte Olimpo de fondo. Cuando el propietario de la galería se lo había encargado, a Jolana le había parecido que era una escena muy trillada, pero él se había negado en rotundo a cambiarla. Así que se había puesto a trabajar en el cuadro en sus ratos libres y ahora ya estaba casi terminado.

En fin, hoy era un día tan bueno como otro cualquiera para continuarlo, se dijo. Y además, sería mejor ponerse a trabajar que quedarse sentada dándole vueltas a lo que había pasado.

Se puso unos vaqueros anchos desgastados y una bata salpicada de pintura sin nada debajo. Vivía sola y nadie podía verla, así que solía vestirse como se sentía más cómoda.

Estaba sumergida en el cuadro soñando con la antigua Roma cuando el timbre del portero automático la interrumpió.

Se tensó por un instante y fue a responder. Últimamente había tenido algunos problemas con un hombre que le había comprado unos cuadros y que se consideraba un rompecorazones. Ya había rechazado tres invitaciones para ir a ver su colección. Muchos de los hombres que conocía daban por hecho que una pintora tenía que tener una vena bohemia e intentaban aprovecharse. No podían imaginarse que la habían criado en un entorno puritano y que para ella el sexo no era un simple obsequio que se podía regalar a la ligera. De hecho, solo había hecho el amor con un hombre en toda su vida. Y ese hombre había salido corriendo. Había creído que ella querría un compromiso a cambio de su cuerpo, y, efectivamente, así era.

Jolana había sufrido su ausencia, pero con el tiempo había visto que había sido para bien. No estaba hecha para aventuras fugaces. Ella quería amor.

Fue a la puerta y pulsó el botón del interfono.

–¿Sí? –preguntó con desconfianza.

–Señorita Shannon, aquí hay un caballero que ha encontrado su cartera –dijo el portero.

–¡Estupendo! Por favor, hágale subir.

Unos minutos más tarde sonó el timbre de la puerta y corrió a abrir.

–¿Señorita Shannon? –preguntó el hombre de aspecto italiano mientras la miraba fijamente y le acercaba la cartera–. El truco no ha estado mal, pero no me gusta que me manipulen.

Parecía furioso y resultaba algo amenazador. Ella, atónita, agarró la cartera con una mezcla de alivio y aprensión.

–Gracias. Temía…

Él la interrumpió con brusquedad.

–Dejarse el teléfono descolgado ha sido un toque muy profesional –le dijo con malicia–. Pero podría haberse ahorrado las molestias. No siento debilidad por las prostitutas. Me asombra que haya entrado en el negocio –añadió tajante y mirándola de arriba abajo– porque, sinceramente, no es usted para tanto. Ese cuerpo… –añadió señalándola con gesto de disgusto– no me encendería la sangre.

Jolana estaba a punto de estallar. Lanzó la cartera por detrás de su hombro hacia el sofá y lo miró con verdadero odio.

–Señor, si fuera de su tamaño, le tiraría por la ventana –dijo con frialdad–. Largo.

–No he entrado –puntualizó él–. Y no pienso dejarme engatusar. No es usted mi tipo, señorita. La próxima vez que necesite un hombre, ponga un anuncio en una revista. Pero que no sea en la mía, si no le importa. No doy cabida a esa clase de negocios –se dio la vuelta y volvió hacia el ascensor caminando despacio y ladeando la cabeza mientras se encendía un cigarrillo.

–¡Eh, señor! –le gritó con el tono más dulce que pudo adoptar.

–¿Sí? –respondió él al girarse.

Ella hizo un gesto inconfundible y, sin dejar de sonreír con dulzura, entró en el piso y cerró de un portazo.

–¡Ya se lo he dicho! –se oyó a la voz del hombre a través de la puerta–. ¡No, gracias!

Y después sus pisadas se fueron alejando hasta desaparecer.

Jolana agarró un jarrón, lo lanzó contra la pared y lo vio romperse en mil pedazos. ¡Ojalá el jarrón hubiera sido la cabeza de ese arrogante!

Más tarde se horrorizó al pensar no solo en las acusaciones del hombre, sino en ese lapsus que no era nada propio de ella y en el terrible gesto que había hecho. La impactó pensar que pudiera llegar a ser tan desinhibida. ¡Pero si apenas decía palabrotas!

Ese hombre producía un efecto terrible en ella, decidió finalmente al retomar el cuadro. ¡Menos mal que no volvería a verlo! Y al menos, después de todo, había recuperado la cartera. Sin embargo, lo que había pasado tenía sus pros y sus contras. Ahora tendría que volver a hacer llamadas para deshacer todo lo que había hecho cuando creía que la había perdido. ¡Y todo por culpa de ese hombre!

Al día siguiente envolvió el cuadro en papel de estraza y lo llevó a la galería de camino a comprar un vestido para el cóctel que el dueño celebraría esa noche.

–Aquí está –dijo al entregárselo–. Terminado.

–Jolana, eres una maravilla –le dijo Tony Henning sonriendo. Él también parecía italiano con ese pelo y esos ojos oscuros–. A Nick le va a encantar. O eso creo –añadió riéndose–. Que el monte Olimpo aparezca de fondo le va a fastidiar mucho.

Ella ladeó la cabeza extrañada.

–¿El cuadro es para fastidiarlo?

–Bueno, es que a veces va por ahí como si fuese un dios griego o romano –suspiró–. No lo conoces. Si lo conocieras, lo entenderías. Hemos tenido ciertas discrepancias… –carraspeó– en lo referente a tu exposición.

–¿Qué tiene él que ver con mi exposición? –preguntó algo aturdida.

–Es mi socio –confesó–. Tiene la mitad de las acciones de la galería.

–¡Nunca me habías dicho…!

–Pasó hace unas semanas. Como bien sabes, el mundo del arte no destaca precisamente por su estabilidad económica. He tomado algunas decisiones malas sobre exposiciones que han acabado costándome mucho. Además, he tenido algunas pérdidas en la bolsa y, sinceramente, estaba metido en un infierno financiero hasta que Nick me sacó de las llamas. Es mi primo y no sé qué habría hecho sin él.

–Pero mi exposición… ¿Qué pasa con mi exposición, Tony? –preguntó nerviosa.

–Sigue en pie –le aseguró–. Le dije a Nick que teníamos un contrato y lo seguiremos teniendo en cuanto firmes esto.

El contrato estaba fechado dos semanas atrás.

–¿Es legal? –le preguntó enarcando las cejas.

–Claro, claro, tú solo fírmalo y no pasará nada –le dijo entregándole un bolígrafo.

Vacilante, Jolana garabateó su nombre en la línea de firma y Tony agarró el papel y asintió.

–Bien, bien. Ahora relájate. Todo irá bien, de verdad que sí.

Jolana miraba su expresión de culpabilidad.

–¿Por qué no quiere tu primo que exponga mis cuadros aquí?

–Cree que preparé la exposición para ti porque somos amantes –admitió evitando mirarla–. No ha visto ninguna de tus obras… Bueno, yo tampoco tenía ninguna para enseñarle. Todas se vendieron en cuanto las expuse. Tienes muchos admiradores en la ciudad y al menos tres de ellos se pelean por tus cuadros.

–¿Le dijiste que somos amantes? –le preguntó mirándolo a los ojos.

–No, aunque no pierdo la esperanza –añadió y bromeando le lanzó una mirada lasciva–. Hay una cama ahí detrás, preciosa, y estoy bastante bien desnudo a pesar de mi edad.

–¿Tu edad? –exclamó ella riéndose–. Pero si no eres viejo.

–Soy casi tan viejo como Nick. Tiene cuarenta. Un anciano. O, al menos, eso es lo que parece últimamente –suspiró–. Pobrecillo, ha tenido muy mala suerte con el amor. Muy mala suerte.

–¿Es feo? –preguntó ella con curiosidad.

–Para nada. Publica una revista de economía. Es una de las publicaciones más respetadas del sector. Las mujeres se desmayan a su paso cuando entra en cualquier sitio, pero él ni se inmuta.

–¿Es un misógino?

–No del todo. Simplemente no se implica emocionalmente, nada más.

–Estoy deseando conocerlo –dijo ella con sequedad y mirándolo con esos brillantes ojos negros–. ¿Lo conoceré esta noche?

–Imagino que sí –Tony suspiró–. Y me temo que tú también caerás como las demás. Pero te aviso; puede que cuando vea el cuadro se ponga hecho una furia, así que estate atenta por si quieres salir huyendo antes de que te muerda. No le gustan los artistas. Dice que sois unos parásitos y unos libertinos.

–Buscaré algo lo suficientemente decoroso para ponerme esta noche. O… –añadió sonriendo–, ¿qué te parece si vengo desnuda?

–Perfecto –respondió él al instante–. Cancelaré el resto de invitaciones…

–Estás loco. Tony, gracias por todas las molestias que te has tomado por mí –añadió con amabilidad–. Esta será mi primera exposición importante.

–Lo sé. Por eso me he asociado con Nick –dijo como si fuera un auténtico sacrificio–. Nos vemos a las siete.

–¡Allí estaré!

 

 

Unas horas más tarde la recibieron en el elegante piso de Tony y la acompañaron hasta el salón enmoquetado. Llevaba unas sandalias de tiras finas y un vestido de lamé dorado con un escote peligrosamente pronunciado y una espalda descubierta casi por completo. Hacía un contraste perfecto con su cabello rubio y sus ojos negros y resultaba muy chic y sofisticado. Sin embargo, aún lamentaba el impulso que la había animado a comprarlo. Ya estaba furiosa con ese tal Nick por haber intentado bloquear su exposición y había querido darle en las narices por esa imagen preconcebida y equivocada que tenía de ella. Aunque tal vez había sido un error, pensó mientras Tony se le acercaba sonriendo y le agarraba las manos.

–Aquí está la chica que estaba buscando –le dijo y le besó la mejilla–. Es curioso, pero Nick se ha quedado impresionado con el cuadro a pesar de lo del monte Olimpo. Quiere conocerte.

Vaya, eran buenas noticias.

Lo siguió a través de la multitud de sofisticados amantes del arte y marchantes y, de camino, se hizo con una copa de champán. Entonces se detuvieron y fue levantando la mirada desde una chaqueta de esmoquin negra y una camisa de seda blanca hasta una corbata negra y un rostro que le resultaba terriblemente familiar.

–Domenico Scarpelli, te presento a mi último descubrimiento. La señorita Jolana Shannon –dijo Tony orgulloso.

Jolana miró al arrogante rostro romano sin ocultar su profunda rabia y recibió el mismo gesto a cambio.

–Imagino que entenderá que no le estreche la mano –comentó con frialdad.

El hombre recorrió con la mirada su cuerpo enfundado en lamé dorado y respondió con arrogancia:

–No recuerdo haberme ofrecido a hacerlo. Vaya, así que usted es la artista de Tony. Qué pena que nunca me haya mencionado su nombre.

Jolana le pasó a Tony su copa de champán.

–Una fiesta preciosa. Siento mucho tener que irme –le dijo a su anfitrión con una sonrisa forzada–. Se me está levantando un dolor de cabeza espantoso. Tengo que irme corriendo.

–Si da un solo paso hacia esa puerta –la amenazó Nick con frialdad–, puede ir olvidándose de su exposición.

Ella, ya de espaldas a él, se detuvo en seco.

–Creía que ya podía contar con eso –dijo riéndose con amargura–. Hay otras galerías, señor Scarpelli, y soy una mujer resuelta. Si las cosas se ponen difíciles, siempre puedo dedicarme a servir mesas. Buenas no…

Nick la agarró del brazo con fuerza y, pasando por delante de un Tony estupefacto, la llevó hacia un dormitorio. Una vez dentro cerró la puerta de golpe.

Ella, asustada, se apartó del enorme italiano y se situó contra las cortinas de la ventana.

–No se haga ilusiones –la advirtió Nick. Se sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió–. No estoy tan desesperado.

Jolana lo miró.

–Entonces ¿por qué me ha traído aquí?

–Para hablar. Ahí fuera era imposible –se sentó con elegancia en un sillón situado junto a la enorme cama doble–. Siéntese, por el amor de Dios. No la voy a morder.

Vacilante, ella fue hacia un sillón al otro lado de la cama y se sentó.

–Vaya una prostituta –le dijo él con mofa–. ¿Para qué se pone un vestido así cuando le aterrorizan los dormitorios?

–Para vengarme de usted –logró decir con voz temblorosa–. Tony me ha dicho que… no quería que tuviera mi propia exposición y que no le gustan las…

–Las furcias. Sí, así es. Lo que llevaba en su piso no era un atuendo nada provocativo. No me percaté de la pintura que llevaba encima hasta después y ni siquiera entonces establecí ninguna conexión. Hay muchos pintores aficionados en Nueva York.

–Yo no soy una pintora aficionada –dijo muy digna.

–No, no lo es. Usted tiene mucho talento, a pesar del uso repugnante que ha hecho Tony de él en ese cuadro.

–Me dijo que no le gustaría.

–Pero me ha gustado –se reclinó en el sillón y le dio una discreta calada al cigarrillo–. ¿Cuánto tiempo lleva pintando?

–Desde que podía sujetar una pintura –respondió sin más–. Señor Scarpelli, estoy segura de que no me ha traído aquí para escuchar la historia de mi vida.

–Cierto –la miró fijamente–. Por razones en las que no ahondaré ahora, necesito una acompañante para una fiesta en Manhattan el viernes que viene por la noche. Acompáñeme y no haré peligrar esa porquería de contrato que Tony le ha hecho firmar.

A ella se le encendió la cara de furia.

–¡Ya le he dicho que no soy una prostituta!

–Y yo le he dicho que ya lo sé –le respondió con frialdad–. Necesito una mujer durante unas horas. Pero no en mi cama, sino agarrada de mi brazo. ¿Sí o no?

Conteniendo el aliento, Jolana consideró todas las opciones. Ese hombre la tenía justo donde quería y los dos lo sabían, ¿así que por qué fingir?

–De acuerdo –respondió suspirando y harta de lo que estaba pasando.

–Esto requerirá un trabajo de interpretación por su parte –añadió aprovechándose de su posición de ventaja.

–¿Cómo?

Él miraba la punta del cigarrillo.

–Quiero que actúe como si estuviera enamorada de mí.

Jolana se levantó.

–Esto –dijo con brusquedad– es demasiado. Preferiría vender mis cuadros por las esquinas…

–Mejor venderlos a ellos que vender su cuerpo. Ganaría más –añadió con frialdad y levantándose del sillón–. Y ahora cierre la boca y escúcheme.

–¿Tengo elección? –le preguntó ofendida.

–En esa fiesta habrá alguien que cree que estoy enamorado de ella y quiero que se saque esa idea de la cabeza, ¿lo entiende?

–Pues entonces pídaselo a una de sus novias.

–Yo no tengo novias formales –respondió con sequedad–. Y la clase de mujeres con las que me suelo relacionar no lograrían hacerse pasar por alguien capaz de mantener una relación decente y sentimental. No quiero llevar una puta a casa de mi madre.

–¿Tiene madre? –le preguntó con tono de burla–. ¿Es que nunca van a acabar las sorpresas?

Él la miró.

–Me pone de los nervios, señorita Shannon.

–Gracias a Dios que no le atraigo –dijo ella impasible.

–La recogeré el viernes por la tarde a las cinco. Y no le contará nada de esto a Tony.

–¿Eso es una orden, Su Señoría? –preguntó Jolana con mofa–. Madre mía, guarda usted mucho parecido con algunas imágenes que he visto de centuriones romanos.

–Mis antepasados tenían predilección por meter esclavas en sus camas.

–Preferiría que me arrojaran a los leones –dijo ella con una dulce sonrisa–. ¿Ya ha terminado de hablar? Me gustaría irme.

–No más que a mí –le aseguró él con una mirada implacable. Abrió la puerta–. Usted primero.

Ella alzó la cabeza orgullosa y salió del dormitorio delante de él.

–Por cierto –murmuró Nick–, ¿dónde ha aprendido ese gesto tan interesante que me enseñó ayer en la puerta de su casa? Creía que las jovencitas sureñas bien educadas eran mucho más reservadas.

A Jolana se le pusieron coloradas hasta las raíces del pelo y se sintió incapaz de mirarlo. Echó a andar con la espalda muy tiesa y se perdió entre la multitud.

Aunque había pensado marcharse de allí para alejarse de él, Nick le solucionó el problema al irse él primero.

En cuanto salió por la puerta, Tony fue tras ella.

–¿A qué ha venido todo eso? –le preguntó apresuradamente y llevándola hacia el recipiente del ponche.

–Ayer perdí mi cartera –murmuró–, y él la encontró.

–¿Y?

Ella se encogió de hombros.

–Se pensaba que era una prostituta.

–¿Tú? –Tony soltó una carcajada y sacudió la cabeza–. ¡Madre mía, pues no podía estar más equivocado!

–Eso mismo le dije yo. ¿Siempre ha sido así de horrible o lo ha ido adquiriendo con los años?

–Nick ha tenido una vida dura, cielo. De todos modos, no es propio de él actuar así –levantó la barbilla y apretó los labios mientras la observaba–. Creo que lo has descolocado. Has debido de causarle una gran impresión.

–Supongo –Jolana suspiró–. Me ha pedido salir.

–¿Sí? Vaya, eso sí que es nuevo. Suponía que se limitaría a quedarse embobado… Bueno, da igual. No es asunto mío. Pero ten cuidado –la advirtió con un tono solemne nada habitual en él–. No te involucres demasiado con Nick. Podría hacerte mucho daño.

–Ya me han hecho daño muchos expertos en el tema –respondió ella como quitándole importancia, aunque lo decía en serio–. No te preocupes. No se acercará tanto como para poder hacerme daño.

Él frunció el ceño.

–¿Vas a salir con él de manera voluntaria?

«Sí, claro, y el Sahara se va a congelar de un momento a otro», pensó.

–Por supuesto –respondió relajada y sonriente–. Y ahora creo que debería irme a casa. Ha sido un día largo y estoy muy cansada.

–¿Un día largo? ¡Pero si lo único que has hecho ha sido venir aquí!

–A eso mismo me refería.

Él se rio.

–Vale, ya te entiendo. Supongo que Nick puede parecer una apisonadora. ¿Cuándo me darás el resto de cuadros para la exposición?

–¿Te parece bien a finales de la semana que viene? –preguntó Jolana sabiendo que eso supondría tener que quedarse trabajando hasta la madrugada cada día.

–¡Perfecto!

–Aunque puede que te pida una pequeña prórroga del contrato. ¿Hasta 1998? –bromeó.

–Sí, venga, ¿y qué más? Vamos, vete a casa. Duerme.

–Siempre lo que tú digas.

–Ya me gustaría –dijo él con un suspiro–. Buenas noches.

Jolana se despidió y se marchó. Pero en cuanto salió al fresco aire de la noche, lo único en lo que pudo pensar fue en Nick Scarpelli. Ningún hombre que hubiera conocido nunca le había causado semejante impresión. Y esa extraña petición… ¿Por qué un hombre con ese físico necesitaba que una mujer fingiera estar enamorada de él?

Volvió paseando desde la casa de Tony mientras a su alrededor la gente paraba taxis y subía a autobuses. Resultaba reconfortante tener compañía aunque no conociera a ninguna de esas personas.

Caminaba a paso ligero y suspiró intentando disfrutar del momento. Tardaría un tiempo en descubrir el motivo por el que Domenico Scarpelli le había planteado ese educado chantaje. Mientras tanto, tenía una exposición que preparar y nada de tiempo que perder.

Se puso la ropa de trabajo y sacó los pinceles.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Tal como se había imaginado, los cuadros la tuvieron trabajando hasta tarde durante las noches siguientes, pero el viernes por la mañana pudo entregárselos a Tony.

–Preciosos –exclamó él mientras los clasificaba–. Preciosos. Sobre todo este.

Sostuvo en alto un paisaje con matices que recordaban a Van Gogh y sonrió.

–¿Dónde habré visto este estilo antes? –preguntó enarcando una ceja con diversión.

–Lo siento –respondió ella riéndose–. No he podido evitarlo. Pero todos los demás tienen mi propio estilo, ¿no?

–Sin duda. Creo que quedarás satisfecha con el resultado de la exposición.

–Eso espero –contestó Jolana con cierto nerviosismo.

–Hoy mismo los enviaré al taller de enmarcación.

Ella sonrió.

–¡Genial! Estoy deseando ver cómo quedan enmarcados con paspartú.

–Pareces agotada, cielo. Será mejor que vayas a casa y duermas unas horas.

–Es exactamente lo que tengo pensado hacer. Luego hablamos.

–Eso ni lo dudes, preciosa criatura.

Volvió a casa dando un tranquilo paseo mientras pensaba atemorizada en lo que pasaría unas horas más tarde. Ese italiano terrible se presentaría en su puerta a las cinco en punto para llevarla a la fiesta. No sabía qué ponerse, no le apetecía ir. De no haber sido por la amenaza de anular la exposición por la que se había matado a trabajar, lo habría ignorado.

Pero era imposible ignorarlo. Así que se echó una siesta de dos horas y después revisó su armario. ¿Sería algo formal o no? Suspiró mientras analizaba dos vestidos. Uno era largo y atrevido. El otro era un diseño de ensueño: de corte princesa y punto suave y blanco, con manga larga y un discreto escote en V. Sería una apuesta segura ya que resultaba apropiado para prácticamente cualquier evento formal sin ser de demasiado vestir.

Al ponérselo, le gustó cómo contrastaba con su tez clara. Hacía que los ojos se le vieran más negros y el pelo más rubio. Añadió unos accesorios blancos y el efecto fue espectacular. Seguro que así incluso le gustaría a Domenico Scarpelli. Aunque, por supuesto, no quería que eso pasara.

Exactamente a las cinco en punto, el telefonillo sonó y el portero le comunicó que Nick estaba subiendo.

Si Jolana se había esperado alguna reacción por su parte, no la hubo.

Cuando abrió la puerta, él la miró de arriba abajo de forma somera y después miró reloj.

–Imagino que estará lista, ¿no? –preguntó con educación.

–Sí.

Con el bolso ya en la mano, Jolana apagó las luces y cerró la puerta con llave. No sabía por qué, pero le había molestado que Nick no hubiera hecho el más mínimo comentario sobre su atuendo. Él llevaba un traje oscuro que le daba un aspecto más sombrío todavía. Y más formidable también. No era un hombre excesivamente fornido, pero su estatura le hacía parecer más grande de lo que era. Eso y también los hombros anchos y el tupido pelo rizado.

–¿Le encantan las conversaciones animadas, no, señor Scarpelli? –le preguntó Jolana simulando dulzura al entrar al ascensor tras él.

–No veo ninguna necesidad de fingir, señorita Shannon –le respondió él con frialdad.

«Y con eso me ha puesto en mi sitio», pensó Jolana mirándolo.

De camino a la fiesta parecía inquieto, como si tuviera los nervios alterados. Bueno, eso contando con que tuviera nervios. Jolana se preguntó a qué se debería esa actitud y recordó lo que él le había contado sobre la mujer que creía que estaba enamorado de ella. ¿Tendría algo que ver? Sí, ese hombre era como una apisonadora, pero también era atractivo y muy rico. Era normal que las mujeres lo persiguieran.

–¿Adónde vamos? –preguntó ya sentada a su lado en el lujoso interior del Jaguar blanco.

–No muy lejos –respondió él con tono bajo al incorporarse al tráfico–. Pero he pensado que preferiría ir en coche antes que caminando con eso –añadió asintiendo hacia sus zapatos de tacón de ocho centímetros.

–Es usted muy atento –le dijo con educación–, pero ya he caminado con ellos antes.

–¿Y luego se habrá pasado descalza el resto de la noche, no?

A Jolana le pareció captar una nota de diversión en su voz y entonces recordó que la segunda vez que se habían visto ella había estado descalza en su piso.

–La verdad es que no me gustan los zapatos –admitió.

–¿Por qué?

–Porque con ellos no puedo sentir la moqueta –dijo con ironía.

Él la miró y sus ojos oscuros se iluminaron con diversión. Esa expresión lo cambiaba, lo hacía parecer más joven y más sociable. Tenía la tez color oliva y parecía suave como la seda. Se preguntó si al tocarla de verdad sería sedosa a pesar de esa sombra que indicaba que, si quería, podía dejarse crecer una barba bien poblada.

–¿Dónde vive su madre?

–En un piso en los East Eighties –respondió en voz baja.

–¿Es alguna fiesta especial?

–Una fiesta de compromiso para la hija de unos amigos nuestros.

–¿Habrá mucha gente?

Él volvió a mirarla.

–¿Le dan miedo las multitudes?

–Sí –respondió sin rodeos–. Muchísimo.

Nick enarcó sus cejas pobladas como si no se hubiera esperado esa respuesta.

–No, no habrá mucha gente. Solo mi madre, mi padrastro, mi hermano y unos amigos. Y no muerden aunque sean italianos.

Jolana miró por la ventanilla.

–¿Ha parecido que quisiera decir eso?

–No –respondió él al momento. Sus manos morenas y elegantes agarraban con fuerza el volante–. Tengo los nervios de punta. No me suele pasar y no me gusta la sensación.

–¿Por qué me ha traído? ¿Y por qué…?

–Señorita, debería haber sido reportera. Es usted una entrometida. Ya me he hartado de responder preguntas. Lo único que necesita saber es que su exposición depende de lo bien que lo haga esta noche.

–Nunca he sido buena actriz.

–Pues más le vale aprender. Tiene que parecer que está enamorada.

–¿Quiere que me enganche a su brazo, bata las pestañas, suspire y diga «Oh, Domenico» con mi voz más dulce?

–Todo el mundo me llama Nick excepto mis enemigos.

–¿Y ellos cómo le llaman?

–Adivine.

Jolana soltó una suave carcajada.

–Entonces me uno a ellos.

–¿De dónde es? Imagino que de alguna parte del sur, a juzgar por ese acento de melaza.

–Qué forma tan mala de entablar relación con alguien –le dijo lanzándole una dura mirada–. ¡Y mira quién fue a hablar de acentos!

–No se ponga así. Me gusta cómo habla.

–Me alegra que le guste algo de mí –respondió furiosa.

–¿Ah, sí? –preguntó él sorprendido–. No pensé que fuera su tipo.

–Y no lo es.

–Tengo mis dudas.

No quiso mirarlo. Su vida ya era demasiado complicada y recordaba demasiado bien los riesgos de tener una relación sentimental con un hombre. Era un error que ya había cometido demasiadas veces y no volvería a cometerlo.

–¿Sin comentarios? –preguntó él tanteándola.

–No estoy disponible para ningún hombre, señor Scarpelli –respondió en voz baja.

–Nick –la corrigió–. Esta noche tiene que aparentar y actuar.

Accedió al aparcamiento subterráneo de un edificio de pisos antiguo y elegante.

–¿Aquí es donde vive su madre? –le preguntó para distraerlo.

–Sí. Mi padrastro y ella llevan aquí unos quince años –aparcó y la condujo hasta el ascensor–. Mi padre murió cuando mis hermanos y yo éramos pequeños y mi madre se volvió a casar dos veces.

–¿Es usted el mayor?

–Sí. Mi hermano Rick y yo somos los dueños de la revista. Él se ocupa de la publicidad y las ventas, y yo de la dirección general. Mi hermano pequeño, Marc, es como la oveja negra de la familia. Está intentando trabajar por su cuenta, pero yo espero que algún día se una a nuestra revista.

–Es una buena publicación –dijo ella a regañadientes–. Es la única revista de economía que puedo leer.

–¿Por qué le gusta? –le preguntó él con interés mientras ascendían en el ascensor panelado y enmoquetado.

–Porque puedo entenderla –respondió Jolana con sinceridad–. Los artículos sobre las fusiones, los fracasos y las renovaciones empresariales son fascinantes. Hablan de personas en lugar de hablar simplemente de datos y cifras. Y el modo en que están escritos hace que las vea como personas de carne y hueso.

–Eso sí que es un buen elogio –dijo él mirándola con las manos en los bolsillos, mirándola de verdad por primera vez–. Hasta esta noche nunca me habían gustado las rubias vestidas de blanco. Resulta –añadió señalando el elegante vestido– terriblemente sexi. En usted –recalcó.

¿Por qué de pronto el corazón le tuvo que dar ese vuelco? Seguro que él vio esa reacción en sus ojos abiertos como platos y en su inquietud, pero no pudo evitarlo. Se aferró al bolso cuando el ascensor se abrió.

–Vamos a practicar un poco –le dijo Nick sonriendo al agarrarla del brazo–. Disimule, que no parezca que me tiene miedo.

–Lo intento, pero es usted muy grande, ¿no? –le preguntó nerviosa.

Nick la agarró del brazo con más fuerza y lo sintió detenerse, sintió su aliento en su cabello al acercarse a ella.

–¿Le gustaría descubrirlo por usted misma? –le susurró.

Jolana se quedó sin aliento y él se rio con picardía. Intentó apartarse, pero Nick la rodeó con el brazo y la llevó contra su costado musculoso.

–Lo voy a pasar muy bien –murmuró cuando se detuvieron frente a una de las puertas. Llamó al timbre–. Por cierto, ¿cuántos años tiene? ¿Los suficientes para el consentimiento de relaciones?

–Jamás daría mi consentimiento y, además, mi edad no es asunto suyo –contestó ella con brusquedad.

Y antes de que pudiera apartarse, él le levantó la barbilla, se agachó y la besó en la boca con fuerza.

–Ahora sí –dijo viendo cómo se le oscurecían los ojos y se le enrojecían las mejillas–. Ahora sí que parece mi mujer.

En ese momento la puerta se abrió y una mujer diminuta y morena abrazó a ese hombretón mientras ella intentaba recuperar el aliento y la compostura.