El corazón de las tinieblas - Joseph Conrad - E-Book

El corazón de las tinieblas E-Book

Joseph Conrad

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  • Herausgeber: E-BOOKARAMA
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2023
Beschreibung

"El corazón de las tinieblas", la novela más reconocida de Joseph Conrad escrita en 1899, puede leerse como un texto casi profético de los horrores del siglo XX.
Un descenso a los infiernos del colonialismo y la novela que inspiró la película  Apocalipsis Now, "El corazón de las tinieblas" es una de las novelas más estremecedoras de todos los tiempos, además de una de las obras maestras del siglo XIX.
El libro cuenta el viaje que el protagonista, Marlow, hace por un río del Congo en busca de Kurtz, un agente comercial que al parecer se ha vuelto loco, ya que cruza la débil línea de sombra que separa el bien del mal y se entrega con placer a las más terribles atrocidades.

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Joseph Conrad

El corazón de las tinieblas

Tabla de contenidos

EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS

Joseph Conrad

Capítulo 1

La Nellie, una pequeña yola de crucero, se inclinó hacia su ancla, sin el menor aleteo de las velas, y quedó inmóvil. La marea había subido, el viento estaba casi en calma y, puesto que se dirigía río abajo, lo único que la embarcación podía hacer era echar el ancla y esperar a que bajara la marea.

La desembocadura del Támesis se extendía ante nosotros como el principio de un interminable canal. En la lejanía, el mar y el cielo se soldaban sin juntura, y en el espacio luminoso las curtidas velas de las gabarras empujadas por la corriente parecían inmóviles racimos rojos de lona, de afilada punta, con reflejos de barniz. Una neblina descansaba sobre las tierras bajas que se adelantaban en el mar hasta desaparecer. El aire sobre Gravesend era oscuro, y un poco más allá parecía condensarse en una lúgubre penumbra que se cernía inmóvil sobre la ciudad mayor y más grande de la tierra.

El director de las compañías era nuestro capitán y nuestro anfitrión. Nosotros cuatro observábamos su espalda con afecto, mientras se mantenía de pie en la proa mirando hacia el mar. No había nada en todo el río que tuviera un aspecto tan náutico. Parecía un práctico, que es lo más digno de confianza que hay para un marinero. Era difícil hacerse a la idea de que su trabajo no estaba allí fuera, en el estuario luminoso, sino detrás, en la ominosa penumbra.

Entre nosotros existía, como ya he dicho en algún lugar, el vínculo de la mar, que, además de mantener unidos nuestros corazones durante largos períodos de separación, tenía la virtud de hacernos tolerantes para con las historias, e incluso las convicciones, de cada cual. El abogado —el mejor de los viejos compañeros— tenía, debido a sus muchos años y virtudes, la única almohada de la cubierta, y estaba echado en la única manta. El contable había sacado ya un dominó, y jugaba formando pequeñas construcciones con las fichas. Marlow estaba sentado en popa con las piernas cruzadas, apoyado en el palo de mesana. Tenía las mejillas hundidas, la tez amarillenta, la espalda erguida, aspecto de asceta, y, con los brazos colgando y las palmas de las manos hacia afuera, parecía un ídolo. Una vez comprobado que la embarcación estaba bien anclada, el director se dirigió a popa y se sentó entre nosotros. Intercambiamos unas palabras perezosamente. Después todo quedó en silencio a bordo del yate. Por alguna razón no iniciamos la partida de dominó. Nos sentíamos meditabundos, incapaces de hacer nada, excepto dejar vagar nuestra mirada plácidamente. El día se acababa en una serenidad de tranquila e intensa brillantez. El agua relucía apacible; el cielo, sin una mancha, era una dulce inmensidad de luz inmaculada; incluso la bruma sobre las marismas de Essex era como un tejido radiante y transparente, colgado de las boscosas colinas del interior y revistiendo las costas bajas de pliegues diáfanos. Sólo la oscuridad al Oeste, cerniéndose sobre el curso alto del río, se hacía más sombría por instantes, como irritada por la proximidad del sol.

Y por fin, en su caída curvada e imperceptible, el sol descendió, y de un resplandeciente blanco pasó a un rojo opaco, sin rayos y sin calor, como si estuviera a punto de extinguirse, herido de muerte por el contacto con aquella penumbra que se cernía sobre una multitud de hombres.

En seguida sobrevino un cambio sobre las aguas, y la serenidad se hizo menos brillante, pero más profunda. El viejo río permanecía imperturbable en toda su extensión ante el ocaso del día, después de siglos de buenos servicios prestados a la vieja raza que poblaba sus orillas, extendiéndose con la tranquila dignidad de una vía de agua que conduce a los más remotos rincones de la tierra. Contemplábamos la venerable corriente, no en el rápido flujo de un breve día que llega y se va para siempre, sino bajo la majestuosa luz de recuerdos permanentes. Y, en efecto, no hay nada más fácil para un hombre que, como suele decirse, «ha seguido al mar» con reverencia y afecto, que evocar el gran espíritu del pasado en el curso bajo del Támesis. La marea sube y baja en su incesante servicio, poblada de recuerdos de hombres y barcos que condujo al reposo del hogar o a las batallas del mar. Había conocido y servido a todos los hombres de los que la nación se enorgullece, desde sir Francis Drake hasta sir John Franklin, caballeros todos ellos, con o sin títulos de nobleza: grandes caballeros errantes del mar. Había transportado a todos los barcos cuyos nombres son como piedras preciosas brillando en la noche de los tiempos, desde el Golden Hind, que regresaba con sus curvados flancos llenos de tesoros para ser visitado por Su Majestad la Reina y así desaparecer de la gigantesca aventura, hasta el Erebus y el Terror, ocupados en otras conquistas, y que nunca regresaron. Había conocido los barcos y los hombres. Habían partido de Deptford, de Greenwich, de Erith. Aventureros y colonos; naves reales y naves de la casa de Contratación; capitanes, almirantes; oscuros «traficantes» del comercio con Oriente, «generales» comisionados de las flotas de las Indias Orientales. Buscadores de oro o perseguidores de gloria, todos habían zarpado en esa corriente, empuñando la espada, y a menudo la antorcha, mensajeros del poder de la nación, portadores de una chispa de fuego sagrado. ¡Qué grandeza no habrá flotado en el flujo de ese río hacia el misterio de una tierra desconocida!… Los sueños de los hombres, la semilla de las colonias, el germen de los imperios.

El sol se puso; el crepúsculo descendió sobre el río, y empezaron a aparecer luces a lo largo de la costa. El faro de Chapman, un objeto de tres patas erigido sobre un llano pantanoso, brillaba intensamente. En el canalizo se movían luces de barcos; una gran agitación de luces que subían y bajaban. Y más hacia el Oeste, en el curso alto del río, el lugar de la monstruosa ciudad estaba aún señalado ominosamente en el cielo, una sombra amenazadora a la luz del sol, un lóbrego resplandor bajo las estrellas.

—Y éste también —dijo Marlow de repente— ha sido uno de los lugares oscuros de la tierra.

Era el único de nosotros que todavía «seguía a la mar». Lo peor que se podía decir de él era que no representaba a su clase. Era marino, pero también vagabundo, mientras que la mayoría de los marinos suelen llevar, si se puede decir así, una vida sedentaria. Son de espíritu hogareño, y su casa, el barco, está siempre con ellos, como también lo está su patria, el mar. Un barco se asemeja mucho a otro, y el mar es siempre el mismo. En la inmutabilidad de lo que les rodea, las costas extranjeras, las caras extranjeras, la cambiante inmensidad de la vida resbalan sobre ellos, velados no por una sensación de misterio, sino por una ignorancia ligeramente desdeñosa, ya que no hay nada que resulte misterioso a un marino, salvo la propia mar, que es la dueña de su existencia y tan inescrutable como el destino. Por lo demás, después de su jornada de trabajo, un despreocupado paseo o una borrachera accidental en tierra bastan para desvelarle los secretos de todo un continente, y con frecuencia descubre que el secreto no vale la pena. Las historias de los marinos son de una simplicidad directa, cuyo significado cabe todo en una cáscara de nuez. Pero Marlow no era un caso típico (si se exceptúa su propensión a contar historias), y para él el significado de un episodio no se hallaba dentro, como el meollo, sino fuera, envolviendo el relato, que lo ponía de manifiesto sólo como un resplandor pone de manifiesto a la bruma, a semejanza de uno de esos halos neblinosos que se hacen visibles en ocasiones por la iluminación espectral de la luna.

Su observación no nos sorprendió en absoluto. Era muy propia de él. Fue aceptada en silencio. Nadie se tomó siquiera la molestia de murmurar, y al instante dijo, muy despacio:

—Estaba pensando en tiempos remotos, cuando los romanos vinieron aquí por vez primera, hace mil novecientos años, el otro día… Surgió la luz de este río a partir de entonces. ¿Decís, caballeros? Sí, fue como una llamarada que se propaga en la llanura, como un relámpago entre las nubes. Vivimos en ese aleteo de la llama, ¡ojalá dure mientras la tierra siga girando! Pero aquí había oscuridad tan sólo ayer. Imaginaos los sentimientos del comandante de un espléndido, ¿cómo se llama?, trirreme en el Mediterráneo, que es enviado súbitamente al Norte; transportado por tierra a través de las Galias a toda prisa; puesto a cargo de uno de esos barcos que los legionarios (y debían ser un considerable número de hombres hábiles) construían, al parecer, a centenares, en uno o dos meses, si podemos dar crédito a lo que leemos. Imagináoslo aquí, en el mismísimo fin del mundo, un mar del color del plomo, un cielo del color del humo, un barco tan rígido como una concertina, navegando río arriba con provisiones, u órdenes, o lo que fuera. Bancos de arena, marismas, bosques salvajes; bien poco que comer para un hombre civilizado, nada que beber salvo el agua del Támesis. Sin vino de Falerno, ni posibilidad de desembarcar. Aquí y allá un campamento militar perdido en la selva, como una aguja en un pajar; frío, niebla, tempestades, enfermedades, exilio y muerte; la muerte acechando en el aire, en el agua, en la maleza. Debieron morir como moscas. Oh, sí, lo hizo. Y lo hizo muy bien, sin duda, sin pensar mucho en ello, excepto quizá después, para jactarse de lo que había hecho en su vida. Eran lo bastante hombres como para afrontarlas tinieblas. Y quizá le alentaba pensar en la posibilidad de un ascenso a la flota de Rávena más tarde, si tenía buenos amigos en Roma y sobrevivía al horrible clima. O pensad en un joven y honrado ciudadano vistiendo una toga (a quien quizá le gusta el juego demasiado, ya sabéis) y que llega aquí en la comitiva de algún prefecto o recaudador de impuestos, o de algún comerciante incluso, para rehacer su fortuna. Desembarca en una zona pantanosa, atraviesa bosques, y en algún enclave tierra adentro siente que la barbarie, la más absoluta barbarie, le va rodeando; toda esa misteriosa vida de la selva que se agita en los bosques, en las junglas, en los corazones de los salvajes. No hay posible iniciación en semejantes misterios; tiene que vivir en medio de lo incomprensible, que es también detestable. Y esto ejerce además una fascinación que actúa sobre él: la fascinación de la abominación; ya sabéis, imaginaos el creciente arrepentimiento, el ansia de escapar, la impotente repugnancia, la renuncia, el odio.

Hizo una pausa.

—Figuraos —comenzó de nuevo, extendiendo un brazo con la palma de la mano hacia fuera, de modo que, con las piernas cruzadas, tenía la pose de un Buda predicando vestido a la europea y sin flor de loto—. Figuraos, ninguno de nosotros se sentiría exactamente así. Lo que nos salva es la eficiencia, la devoción a la eficiencia. Pero aquellos muchachos en realidad no valían mucho. No eran colonizadores; su administración era simplemente opresión, y sospecho que nada más. Eran conquistadores, y para ello sólo se necesita la fuerza bruta; no hay nada en ello de qué jactarse cuando se tiene, ya que la fuerza de uno es sólo un accidente que se deriva de la debilidad de los otros. Se apoderaban de todo lo que podían por simple ansia de posesión, era un pillaje con violencia, un alevoso asesinato a gran escala y cometido a ciegas, como corresponde a hombres que se enfrentan a las tinieblas. La conquista de la tierra, que más que nada significa arrebatársela a aquellos que tienen un color de piel diferente o la nariz ligeramente más aplastada que nosotros, no posee tanto atractivo cuando se mira desde muy cerca. Lo único que la redime es la idea. Una idea al fondo de todo; no una pretensión sentimental, sino una idea; y una fe desinteresada en la idea, algo que puede ser erigido y ante lo que uno puede inclinarse y ofrecer un sacrificio…

Se interrumpió. Las luces se deslizaban por el río, como pequeñas llamas verdes, rojas, blancas, persiguiéndose, adelantándose, uniéndose, cruzándose entre sí, para más tarde separarse lenta o apresuradamente. El tráfico de la gran ciudad proseguía en la noche que se iba cerrando sobre el río insomne. Continuamos observando y aguardando pacientemente —no podíamos hacer otra cosa hasta que no terminara la subida de la marea—; y sólo al cabo de un largo silencio, cuando dijo con voz vacilante: «Supongo, amigos, que recordaréis que en una ocasión me convertí durante algún tiempo en marinero de agua dulce», supimos que estábamos condenados, antes de que comenzara a bajar la marea, a escuchar una de las poco convincentes experiencias de Marlow.

—No quiero aburriros demasiado con lo que me ha ocurrido personalmente —comenzó, mostrando en esta observación la debilidad de muchos narradores que a menudo parecen no tomar en cuenta lo que su auditorio preferiría oír—, y, sin embargo, para entender el efecto que ha tenido en mí, debéis saber cómo llegué hasta allí, lo que vi, cómo remonté aquel río hasta el lugar donde encontré por primera vez al pobre hombre. Era el más remoto lugar navegable y el punto culminante de mi experiencia. Parecía proyectar de alguna manera como una luz sobre todo mi alrededor y sobre mis mismos pensamientos. Era bastante sombrío también —y miserable—, sin nada de extraordinario, y tampoco muy claro. No, no muy claro. Y aun así parecía proyectar una especie de luz.

»Como recordaréis, acababa de regresar a Londres después de una buena temporada en el océano Índico, el Pacífico y el Mar de la China (una dosis considerable de Oriente), unos seis años, y andaba ocioso, entorpeciéndoos en vuestro trabajo e invadiendo vuestras casas, como si tuviera la misión divina de civilizaros. Estuvo muy bien durante algún tiempo, pero pronto me harté de descansar. Entonces empecé a buscar un barco… Diría que es la cosa más difícil del mundo. Pero los barcos ni se dignaban mirarme. Y también me cansé de ese juego.

»Cuando era pequeño tenía pasión por los mapas. Me pasaba horas y horas mirando Sudamérica, o África, o Australia, y me perdía en todo el esplendor de la exploración. En aquellos tiempos había muchos espacios en blanco en la tierra, y cuando veía uno que parecía particularmente tentador en el mapa (y cuál no lo parece), ponía mi dedo sobre él y decía: “Cuando sea mayor iré allí”. Recuerdo que el Polo Norte era uno de esos lugares. Bueno, nunca he estado allí y no voy a intentarlo ahora. El encanto ha desaparecido. Otros lugares estaban desparramados alrededor del Ecuador y en todas las latitudes a lo largo y a lo ancho de los dos hemisferios. He estado en algunos de ellos y…, bueno, no vamos a hablar de eso. Pero seguía habiendo uno —el más grande, el más vacío, por decirlo así— por el que sentía particular atracción.

»Cierto que por aquel entonces ya había dejado de ser un espacio en blanco. Desde mi niñez se había ido llenando de ríos y lagos y nombres. Había dejado de ser un espacio en blanco de grato misterio, una mancha blanca sobre la que un muchacho edificaba sus sueños fantásticos. Se había convertido en un lugar de tinieblas. Pero especialmente había en él un río grande y poderoso que se podía ver en el mapa, parecido a una inmensa serpiente desenroscada, con su cabeza en el mar, su cuerpo en reposo curvándose a través de un extenso país y su cola perdida en las profundidades del continente. Y cuando miraba el mapa en un escaparate me hipnotizaba como una serpiente a un pájaro, a un pobre pajarito incauto. Entonces recordé que había una gran empresa, una compañía dedicada al comercio en ese río. ¡Caramba!, pensé para mis adentros; no pueden comerciar sin usar algún tipo de embarcación en esa masa de agua. ¡Barcos de vapor! ¿Por qué no intentar ponerme al frente de uno? Seguí caminando por Fleet Street, pero no podía quitarme la idea de la cabeza. La serpiente me había hechizado.

»Daos cuenta de que la sociedad comercial era una empresa continental; pero tengo un montón de familiares que viven en el continente porque es barato y no tan desagradable como parece, dicen.

»Siento tener que admitir que empecé a importunarles. Esto ya era algo insólito en mí. No estaba acostumbrado a conseguir las cosas de esta manera. Siempre fui por mi propio camino y por mi propio pie a donde me hubiera propuesto ir. Nunca habría sospechado tal cosa de mí; pero entonces, ya veis, tuve el presentimiento de que debía llegar allí por las buenas o por las malas. Así es que les importuné. Los hombres dijeron: “Mi querido amigo”, y no hicieron nada. Entonces, ¿me creeríais?, lo intenté con las mujeres. Yo, Charlie Marlow, les hice trabajar para encontrarme un empleo. ¡Santo Cielo! Bueno, como veis, me impulsaba la idea. Tenía una tía, una entrañable alma entusiasta. Me escribió: “Será maravilloso. Estoy dispuesta a hacer lo que quiera que sea, cualquier cosa por ti. Es una idea fantástica. Conozco a la esposa de un alto funcionario de la Administración, y también a un hombre que tiene gran influencia”, etc. Estaba decidida a hacer toda clase de gestiones para conseguir que me pusieran al frente de un vapor, si tal era mi deseo.