El demonio de Rashōmon - Varios autores - E-Book

El demonio de Rashōmon E-Book

Varios autores

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Beschreibung

En las montañas de Ōe, una serie de extrañas desapariciones de jóvenes ha sembrado el terror en la corte imperial japonesa. Los rumores apuntan a que no son obra de bandidos ni animales, sino de un monstruo sobrenatural. Ante la gravedad del misterio, el emperador Ichijō encomienda la misión al legendario guerrero Minamoto no Yorimitsu, acompañado por su fiel lugarteniente Watanabe no Tsuna y los valientes shitennō. Juntos se enfrentarán a una amenaza cuya magnitud desafía toda imaginación. Una historia épica de samuráis, folclore japonés y aventura fantástica, ideal para amantes de la mitología japonesa y las leyendas heroicas.

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Seitenzahl: 155

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

PERSONAJES PRINCIPALES

CAPÍTULO 1

LAS DESAPARICIONES DE LAS MONTAÑAS DE OE

CAPÍTULO 2

EN BUSCA DEL ONI

CAPÍTULO 3

EL PALACIO DE HIERRO

CAPÍTULO 4

LA CRIATURA DE LA PUERTA DE RASHOMON

CAPÍTULO 5

LA COLA DE LA SERPIENTE

GALERÍA DE ESCENAS

HISTORIA Y CULTURA DE JAPÓN

LAS ARMAS DEL SAMURÁI

NOTAS

© JavierYanes por «El demonio de Rashōmon»

© Juan Carlos Moreno por el texto de Historia y cultura de Japón © Diego Olmos por las ilustraciones

Dirección narrativa: Ariadna Castellarnau y Marcos Jaén Sánchez

Asesoría histórica: Gonzalo San Emeterio Cabañes y Xavier De Ramon i Blesa Asesoría lingüística del japonés: Daruma, servicios lingüísticos

Diseño de cubierta y coloreado del dibujo: Tenllado Studio Diseño de interior: Luz de la Mora

Realización: Editec Ediciones

Fotografía de interior: Wikimedia Commons: 102; Mueller Museum, Dallas/Wikimedia

Commons: 107; Biblioteca del Congreso EE.UU/Wikimedia Commons: 109; Wikimedia

Commons (arriba); J. Paul Getty Museum (abajo): 111; Herbert R. Cole Collection/Wikimedia Commons: 113; Wikimedia Commons (arriba); Musée Guime, París (centro); Wikimedia

Commons (abajo): 115.

Impreso en LIBERDÚPLEX S.L.U

Ctra. BV 2249 Km 7,4

Polígono Industrial Torrentfondo

08791 Sant Llorenç d’Hortons, Barcelona Impreso en España - Printed in Spain

Para Argentina:

Editada, Publicada e importada por RBA EDICIONES ARGENTINA S.R.L.

Av. Córdoba 950 5º Piso “A”. C.A.B.A.

Distribuye en C.A.B.Ay G.B.A.: Brihet e Hijos S.A., Agustín Magaldi 1448 C.A.B.A. Tel.: (11) 4301-3601. Mail: [email protected]

Distribuye en Interior: Distribuidora General de Publicaciones S.A.,

Alvarado 2118 C.A.B.A.

Tel.: (11) 4301-9970. Mail: [email protected]

Para Chile:

Importado y distribuido por: El Mercurio S.A.P., Avenida Santa María N° 5542, Comuna de Vitacura, Santiago, Chile

Para México:

Editada, publicada e importada por RBA Editores México, S. de R.L. de C.V., Av. Patriotismo 229, piso 8, Col. San Pedro de los Pinos,

CP 03800, Alcaldía Benito Juárez, Ciudad de México, México

Fecha primera publicación en México: en trámite.

ISBN: en trámite (Obra completa)

ISBN: en trámite (Libro)

Para Perú:

Edita RBA COLECCIONABLES, S.A.U.,

Avenida Diagonal, 189. 08019 Barcelona. España.

Distribuye en Perú: PRUNI SAC RUC 20602184065

Av. Nicolás Ayllón 2925 Local 16A El Agustino. CP Lima 15022 - Perú Tlf. (511) 441-1008. Mail: [email protected]

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: enero de 2026

REF.: OBDO6091

ISBN: 978-84-1098-503-2

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

PERSONAJES PRINCIPALES

WATANABE NO TSUNA — bravo guerrero al servicio de Minamoto no Yorimitsu. Es uno de los cuatro lugartenientes o shitennō que conforman el grupo que este lidera. Se distingue por ser el más astuto y el estratega del grupo, pero también por sus cualidades humanas y su compasión por quienes sufren.

MINAMOTO NO YORIMITSU — guerrero del más alto rango, a quien el emperador Ichijō pide ayuda tras los extraños sucesos que están aconteciendo en Heian-kyō.

SAKATA NO KINTOKI, USUI SADAMITSU Y URABE NO SUETAKE —shitennō de Yorimitsu que se caracterizan respectivamente por su fuerza y por su habilidad con la lanza y el arco.

EMPERADOR ICHIJŌ — sexagésimo sexto emperador de Japón. A pesar de tener solo quince años ya está casado con su primera esposa, la emperatriz Sadako. Es un gran impulsor de las artes y la cultura.

ABE NO SEIMEI —onmyōji del emperador Ichijō. Se dice de él que tiene poderes y una especial conexión con el mundo de lo oculto porque su madre no era humana, sino una kitsune, un espíritu zorro.

SHUTENDŌJI — poderoso oni que en el pasado atacaba a los humanos para devorarlos. Aunque sus ataques cesaron repentinamente y se extendió el rumor de que había muerto, unas extrañas desapariciones en la provincia de Tango han despertado la alarma entre la población.

LAS DESAPARICIONES DE LAS MONTAÑAS DE ŌE

esde la falda de las montañas de Ōe, en un día especialmente claro de finales del otoño, podía divisarse a lo lejos la llanura plateada del mar más allá del templo Nariaiji y las aldeas colindantes que aparecían quietas, acostadas a la orilla en un sueño plácido.

Sayo se detuvo un instante para acariciar con la vista aquel panorama que relajaba la mirada y el pensamiento. Le gustaba imaginar a los pescadores que en aquel momento descargaban sus redes en la playa, a las mujeres que cuidaban las huertas y recogían moluscos en la arena, y a los niños que se encargaban de vigilar a los más pequeños mientras aprendían, observando, las artes a sus mayores. Era un ambiente modestamente pueblerino y provinciano, lo único que Sayo había conocido, y aquello excitaba su mente soñadora e inquieta.

—¡Vamos, no tenemos todo el día!

Sayo oyó estas palabras al mismo tiempo que sentía el extremo de un palito pinchando su hombro con insistencia. Lo cierto era que la muchacha se había detenido también para tomarse un descanso del ascenso por el empinado sendero y recuperar el aliento. Pero Kasumi, su hermana, tenía razón; no podían demorarse.

—¿Por qué no podemos vivir en la capital? —preguntó Sayo a su hermana mayor mientras reemprendía la marcha tras sus pasos.

—Y ¿por qué íbamos a hacer tal cosa? —replicó Kasumi, inclinando la cabeza.

—¿No te gustaría poder pasear entre los puestos del mercado como las señoras de las casas nobles, en lugar de vestir estas prendas de faena para ir al río a lavar la ropa?

—Padre es granjero —contestó Kasumi—. ¿Cómo iba a llevar la granja desde otro lugar? Anda, calla y camina, ¡noble dama de la casa del gobernador!

Ambas continuaron recorriendo el camino hacia la vaguada por la que bajaba el río para remansarse en una ancha poza, un lugar frecuentado por las mujeres de las aldeas y las granjas cercanas, que solían acudir allí para lavar la ropa.

Mas aquella mañana no había nadie en el lavadero, y por una buena razón: las aguas fluían sucias, embarradas. Unos días antes, una tormenta otoñal había descargado un copioso diluvio en los montes, y se veía que las torrenteras habían arrastrado grandes cantidades de tierra al cauce principal.

Las dos hermanas se miraron, contrariadas. La mayor, más resuelta, se resistía a darse por vencida. Sin decir palabra, se arrodilló en el bancal de piedra, tomó una prenda de su cesto, la sumergió en el agua y la frotó un par de veces contra el fondo. Cuando la sacó y la extendió ante sus ojos, parecía que la prenda hubiese permanecido enterrada durante días. Kasumi bufó de disgusto.

—Volvamos a casa —sugirió Sayo—. Nada podemos hacer aquí.

—Madre se enfadará si no regresamos con la tarea hecha —objetó la mayor, en actitud pensativa—. ¡Espera! ¿Recuerdas ese regato que hay subiendo hacia el paso de la montaña? Mana directamente de la roca. Seguro que sus aguas bajan claras.

El rostro de Sayo se demudó ante aquellas palabras.

—¡No pienso subir allí! —gritó—. ¿Olvidas las historias que se cuentan? Se dice que varias muchachas han desaparecido arriba en la montaña.

—Y si han desaparecido, ¿cómo saben que fue en la montaña?

Sayo abrió la boca, presta a responder, pero descubrió que no tenía ningún argumento que oponer.

—Vamos —prosiguió Kasumi—. Soy la mayor de las dos y debes obedecerme. Iremos al regato, y no se hable más.

—Pero ¡solo a condición de que no nos apartemos del camino! —se rindió Sayo, resignada.

Las dos muchachas recogieron sus cestos de ropa y emprendieron el ascenso a paso vivo. Aquella vereda era notablemente más abrupta que la que habían tomado hasta el río, apenas una trocha que se abría paso entre la maleza, a veces sobre montones de rocas que debían pisar con cuidado para no torcerse un tobillo. Pero los ojos de Sayo estaban más pendientes del bosque a su alrededor que de sus propios pasos, por lo que avanzaba más despacio que su hermana.

—¡No corras tanto, me estás dejando atrás! —se lamentó.

—Vamos, date prisa. ¿No quieres acabar con esto cuanto antes? —Kasumi volvió la cabeza hacia Sayo y vislumbró su mirada nerviosa hacia las profundidades del bosque—. No debes temer nada. Solo sígueme y terminaremos rápido.

La pequeña luchaba por convencerse a sí misma de que aquel inquietante presentimiento de sentirse observada era solo producto de su imaginación, pero eso no la tranquilizaba. Siguió caminando con la mirada perdida entre los árboles, donde nada se movía, ni siquiera un simple pájaro. Y aquella perfecta quietud sepulcral la sobrecogía aún más.

Por fin el repiqueteo cristalino del agua sobre las piedras precedió a la visión del arroyo que saltaba espumeante ladera abajo. Sayo vació el pecho del aire que había contenido durante la subida, y las dos hermanas se aprestaron a completar su faena.

Mientras lavaban, Kasumi comenzó a entonar una vieja canción infantil que ambas conocían. Parecía un gesto inocente, solo un modo de entretener el tiempo, pero Sayo se preguntaba si su hermana no habría notado también lo extraño que resultaba que no se oyera el trino de ningún pájaro. En todo caso, la música ayudaba a alejar los malos espíritus, y la pequeña se sintió reconfortada al unirse a su hermana en aquel canto.

—Vámonos ya —apremió Sayo en cuanto hubieron escurrido la última prenda.

Llenaron de nuevo los cestos y tomaron el camino de regreso. Un lánguido sol otoñal reinaba en la bóveda del cielo impoluto. Y, sin embargo, a ras de la montaña, algunos jirones de neblina empezaban a deslizarse desde el confín del mar, reptando entre los árboles. A Sayo le pareció un mal presagio. Descendía con rapidez, tomando la delantera, y en esta ocasión sin desviar la mirada del sendero. Por eso, cuando giró la cabeza para comprobar que Kasumi la seguía, le enojó descubrir que era ahora su hermana quien parecía atenta a algo que le llamaba la atención desde el bosque.

—¡Vamos, no te retrases! —la acució.

—¡Espera! —respondió la mayor, deteniéndose—. He visto algo brillar en ese hoyo, como un fogonazo.

—¡Dijiste que no nos apartaríamos del camino! —protestó Sayo.

Pero su hermana ya había dejado atrás la vereda, abandonando allí su cesto, y pisaba la broza en dirección a lo que aparentaba ser una estrecha dolina de bordes rocosos.

—Será solo un momento —aseguró—. ¿Y si es alguna joya que alguien ha perdido? O podría ser una veta de oro. ¿Sabes que no lejos de aquí hay minas de metales?

Desatendiendo los ruegos de su hermana menor, que la instaba a dar media vuelta, Kasumi se tendió en el suelo, boca abajo, con la cabeza asomada hacia la sima.

—¡Creo que ya lo veo! ¡Parece…! —La voz de Kasumi se tornó cavernosa mientras se arrastraba hacia delante para alargar el brazo hacia el fondo del hoyo.

Súbitamente, fue como si algo tirase de la muchacha hacia delante, hacia el agujero. Y entonces su voz sonó deformada por el pánico.

—¡Ayúdame! ¡Ayúdame, por favor! ¡Algo me ha agarrado el brazo! —gritó.

—¡No bromees! —La pequeña lloraba ya sin medida—. ¡Vuelve!

Sayo solo tardó un instante en comprender que su hermana no bromeaba. Dejó caer su cesto y corrió hacia ella temblando de espanto. Se arrojó al suelo sobre las piernas de Kasumi, agarrándolas con todas sus fuerzas. Pero fuera lo que fuese lo que había atrapado a su hermana, era lo suficientemente poderoso como para tirar de ambas con suma facilidad. Aterrorizada, hizo presa con un brazo en los tobillos de Kasumi mientras con la otra mano se agarraba a lo que encontró a su alcance, que resultó ser el tallo de una zarza con sus aceradas espinas. No le importó el dolor; lo utilizó para darse coraje, apretando el puño aún más, mientras su hermana, arrastrada sin remisión hacia el agujero, chillaba despavorida.

Por fin la mano chorreante de sangre de Sayo arrancó el tallo de la zarza, y la pequeña sintió espantada como un último y potente tirón se llevaba a su hermana a las profundidades del abismo, sin poder hacer otra cosa sino dejarla ir para evitar sufrir el mismo destino que ella. Desde el fondo de la sima se elevaron los últimos alaridos escalofriantes de Kasumi, entremezclados con lo que parecían los gruñidos de alguna ignota bestia. Después se hizo el silencio por unos instantes, y a continuación lo único que alteró la perfecta quietud de las montañas de Ōe fueron los gritos histéricos e irrefrenables de la pequeña Sayo mientras esta corría montaña abajo, tropezando entre las rocas y olvidando atrás dos cestos de ropa limpia y húmeda que nadie recogería.

El joven emperador Ichijō paseaba con gesto pensativo por el amplio recinto del Daigokuden, el gran salón de audiencias del palacio imperial en la capital de Heian-kyō. Llevaba a una de sus gatas en brazos,1 a la que acariciaba con la mirada perdida, mientras sus ministros y el canciller, congregados allí, lo seguían con la vista. En el centro de la sala, el gobernador de la provincia de Tango giraba sobre sus pies para no dar la espalda al soberano celestial mientras este vagaba por la estancia. —¿Desde cuándo vienen produciéndose esas desapariciones de muchachas? —preguntó por fin Ichijō. —Es difícil decirlo, majestad —respondió el gobernador—. Entre el pueblo llano siempre hay rumores, y es complicado distinguir los relatos auténticos de las habladurías. —¡La desaparición de mi hija no es una habladuría! —atronó el ministro de Asuntos Populares, con el rostro congestionado—. ¡Viajaba en peregrinación por las montañas de tu provincia con una escolta! ¿Qué clase de orden impones en tus dominios? —Señor, yo no pretendía… —titubeó el gobernador, avergonzado, mientras otros ministros murmuraban sonoramente asintiendo alnte el inflamado reproche de su compañero. —Señores, procuremos mantener la calma —terció Fujiwara no Michinaga. Si Michinaga instaba a mantener la calma, el silencio reinaba al instante. Nadie en aquella sala, salvo el emperador, ostentaba un poder como el suyo. Y aun así, podría decirse que su autoridad era equiparable a la de Ichijō, pues este —que solo contaba quince años cumplidos— nunca tomaba una decisión sin consultarle antes. Durante más generaciones y reinados de los que nadie pudiera recordar, el poderoso clan de los Fujiwara había manejado los asuntos del imperio, casando a sus hijas con los emperadores y colocando a sus hijos en los principales cargos ministeriales. Michinaga era tío de la emperatriz y el padre de la segunda esposa del emperador,2 lo que le había permitido alzarse con la jefatura del clan apenas unos años atrás, tras la muerte por enfermedad de sus hermanos. Además, ejercía como secretario jefe y ministro de la Derecha, y pocos dudaban de que pronto sería nombrado ministro de la Izquierda, el cargo de mayor influencia por debajo del de canciller.

Sintió espantada como un último y potente tirón se llevaba a su hermana a las profundidades del abismo.

También el ministro de Asuntos Populares era un Fujiwara. Y era por ello por lo que la misteriosa desaparición de su hija junto con su escolta mientras viajaba por las montañas de Ōe, en la costa norte de la isla, había motivado que el emperador convocara a palacio al gobernador de Tango, la provincia en la que se ubicaba el monte. El relato que los presentes acababan de escuchar de labios del gobernador, sobre los rumores previos de desapariciones de otras muchachas en la misma región, añadía un elemento alarmante que sumía al ministro en el peor de sus temores.

—Majestad, este asunto debería resolverse sin demora y del modo más expeditivo —sugirió Michinaga.

El emperador, que en ese momento oteaba el paisaje otoñal de los jardines de palacio entre las columnas rojas del pórtico, depositó a su gata en el suelo y se giró hacia los presentes. El animal se alejó trotando sin ruido sobre las almohadillas de sus patas.

—Seimei, ¿qué opinas? —preguntó Ichijō.

Desde el extremo más alejado de la hilera de dignatarios dio un paso al frente un hombre anciano, de luenga perilla y rostro alargado y circunspecto. Si el poder político estaba en manos de Michinaga, Abe no Seimei imperaba sobre otra jurisdicción muy diferente. El onmyōji del emperador dominaba las artes de la astrología, la magia, la adivinación, la ciencia y la medicina, los principios de la naturaleza y del gogyō, los cinco elementos. Ichijō era ya el tercer emperador al que Seimei servía, pero algo más le distinguía al consejero de sus predecesores, que habían aconsejado a generaciones anteriores de soberanos. Se decía de él que su madre no había sido una mujer humana, sino una kitsune, un espíritu zorro, y que de ella había heredado poderes místicos que lo conectaban con el universo intangible y le conferían una sensibilidad a flor de piel para todo lo relacionado con las fuerzas ocultas al resto de los mortales. Por todo ello, el emperador jamás acometía un nuevo emprendimiento sin asegurarse el beneplácito de los astros y de los espíritus a través del discernimiento de Seimei.

—Se trata de un grave asunto, mi señor —apuntó el onmyōji, revistiendo sus palabras de solemnidad—. Un rumor profundo resuena desde los abismos que abren sus gargantas de piedra entre los riscos de las montañas del norte. Voces del más allá se conjuran susurrando en mis oídos ecos de malignos influjos.

—¿Quieres decir que lo acaecido en Ōe no es obra de una banda de salteadores, ni de una manada de lobos?

—Presiento que acecha en el corazón de la montaña una fuerza que no es enteramente de la naturaleza de las cosas mundanas, si bien toma forma y sustancia en seres mortales —respondió Seimei—. Una potencia largamente olvidada, extinguida para el mundo, pero que solo dormía en las profundidades mientras su vigor se hacía más y más temible. Veo un antiguo rastro de maldad y destrucción que se extiende sobre aldeas y bosques, más allá de las montañas, y hasta más allá de lo que nuestra memoria alcanza. Pero su rostro se me oculta como la negrura del firmamento entre las estrellas que brillan en la noche, porque igualmente tenebrosa es su oscuridad.

El ministro de Asuntos Populares enterró la cara entre las manos, conmocionado por aquella enigmática revelación que auguraba el peor de los desenlaces a la desaparición de su hija.

—¿Podrás averiguar de qué se trata? —indagó Ichijō, desasosegado.

—Lo haré, majestad, si los espíritus tienen a bien iluminar mi camino a través de esas tinieblas.

Poco después, Seimei caminaba raudo hacia su santuario personal, situado en su mansión. Su expresión por costumbre inescrutable reflejaba ahora una visible intranquilidad, pues bajo sus escasas explicaciones al emperador y su consejo había preferido ocultar, hasta no disponer de detalles más concretos, que sentía en aquella presencia de Ōe una terrible y creciente amenaza, una que podía extenderse como la gangrena si no se atajaba lo antes posible.

Atardecía, y era mejor así, ya que la intimidad de la noche brindaba el ambiente propicio para convocar a los esquivos shikigami