El despertar del tiempo - Rodrigo Chuaqui Farru - E-Book

El despertar del tiempo E-Book

Rodrigo Chuaqui Farru

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Beschreibung

El despertar del tiempo es un diálogo para una sola voz, un juego en solitario en que el narrador de todos estos textos explora exhaustivamente el modo en que la conciencia se reencuentra con aquello que toda vida, para ser tal, debe ir dejando obligadamente atrás. Los diferentes cuentos que componen este libro de Rodrigo Chuaqui enfrentan cara a cara, y sin tapujos, el hecho de que se puede volver en el espacio, pero nos está vedado regresar desandando los calendarios. No resulta obvio ni redundante: en estos relatos habitados por múltiples personajes que se entrelazan a distancia y que componen un tableau, el verdadero protagonista es el tiempo, aquel enemigo silencioso que nos mantiene en vilo y que nos expulsa de todo refugio. Editorial FORJA.

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El despertar del tiempo Autor: Rodrigo Chuaqui Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago, Chile. Fonos: 56-224153230, [email protected] Diseño y diagramación: Sergio Cruz Edición electrónica: Sergio Cruz Primera edición: junio, 2022. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: N° 2022-A-2876 ISBN: Nº 9789563385700 eISBN: Nº 9789563385717

Para mis padres, Odette y Benedicto,ejemplo y motivación, ayer, hoy, mañana...

El despertar del tiempo

Le puso la carta en las manos al niño. No había duda, aquel papel era una carta. Blanco, brillante, firme. No era común ese tipo de papel entonces. Se podían sentir sus fibras densas entre los dedos que preguntaban… o presentían.

¿Entonces? ¿Cuándo? No sé decir cuándo le pasó aquel papel al muchacho, o quizás sí, lo intuyo. Domingo, por cierto, era domingo. No podía ser sino domingo. Puedo afirmar que él era un niño y los domingos le fascinaban… o quizás ya no. Pues los domingos, en realidad, no eran nada más que un presente, un presente como aquel preciso momento que estaba viviendo, como aquellos infinitos por venir. Un simple destello, un resplandor efímero que apenas entibia el alma, y se apaga.

Pero no sé decir cuándo ocurrió y no hay necesidad de indagarlo. Puedo, sí, asegurar que aquel día era domingo. Y también que el hombre conocía todo lo que era posible conocer hasta ese momento, que el hombre se sentía todopoderoso como siempre se ha sentido, que se reía del pasado, así como siempre lo ha hecho; como ayer al volar, como hoy al escuchar la charla del afamado profesor, como mañana… o quizás no lo haga mañana, cuando disponga de la droga que cure la mirada huraña que nos aleja de nosotros mismos.

El sol penetraba, no solo por las ventanas, pues era domingo. El pequeño lo sentía en su alma. Ni la gran cadena montañosa lo podía impedir. Y no le habló. Su padre siempre le hablaba, como un amigo. Era su mejor amigo. ¿Por qué? ¿Nada más que porque dentro de él compartía biología, información, secuencias genéticas? No podía ser aquello solamente. Miles de personas tenían secuencias comunes y no se comunicaban. No, era algo más, tenía que ser algo más. Pero él en ese momento no se lo preguntaba. Era su padre y su mejor amigo.

Pero no le habló. Solo le sonreía, y en su sonrisa el padre buscaba la sonrisa del pequeño. Este tomó la carta, algo podía entender en ese idioma, y comprendió. Sus dedos ya lo habían captado antes de leer. El niño no reaccionaba. Sintió la sierra que lo hendía desde su propia base. Sus raíces se cercenaban en su origen, y fue la primera vez que veía que la vida podía tener fisuras. ¿El idioma, los amigos, la vida diaria? Tendría que enfrentarse a algo nuevo, nunca antes experimentado por él, una soledad en otro mundo.

Escuchaba y no se decidía a comprender. Partir al Viejo Mundo, un mundo nuevo, era una oportunidad única para su padre. Quizás también para la madre. Aprendería a cabalidad este otro idioma, lo manejaría fluidamente, sin duda conocería nuevos amigos, vería otras formas, nuevas costumbres. No comprendía por qué sus hermanos, mayores, tal vez más sabios, no habían reaccionado como él, y, felices, tranquilos, continuaban con sus rutinas.

Pensó en el verano, en aquellas tardes de horas tranquilas, en su pequeña habitación, donde él era feliz, en ese mundo encerrado en sí mismo. No había relojes, no los conocía, no tenía cómo conocerlos. Solo el sol y la luna le hablaban del tiempo. Su habitación había sido empapelada hacía poco tiempo. El papel representaba payasitos en forma de simpáticas caricaturas. Era magia lo que le transmitían a él. Nunca le habían gustado los payasos o el circo. Nunca le gustarían después. Sin embargo esos sí, docenas de payasitos en columnas paralelas desde el techo al suelo, riendo, recostados la mayoría (¿cómo era posible que se mantuvieran así, flotando en el espacio, en aquella posición?) alegres, haciendo musarañas, algunos con las piernas cruzadas, sosteniendo un globo que tendía a escaparse y volar. ¿Llegarían a chocar con el techo si se escapaban? Con divertida vestimenta, siempre holgada, varias tallas más de lo necesario, de llamativos colores, rojo ladrillo, amarillo, verde. No era posible, esto no lo podía perder, ¡no lo perdería jamás!

Se le vinieron a la mente también los momentos en que gozaba en el jardín frondoso de su casa, yendo siempre hasta el final, donde solamente los rayos más fortuitos del sol podían arribar. Y en ese pasto solitario, cuando buscaba aquel árbol, que se erguía enhiesto, sin perder su orgullo, aunque ya la edad lo combaba. Su madre le contaba cómo el abuelo lo había plantado. El pequeño ahora se quedaba quieto ante este gran tótem de la naturaleza, inverosímil, ahí al alcance de la mano en su propio hogar. Y sentía el deseo de subir, escalarlo, y entonces desde lo alto tocar el cielo. Pero se conformaba con su juego alrededor de la base del árbol y sus raíces. Siempre le había impresionado su forma, con sus curvas desde el nacimiento del tronco, inesperadas (¿serían nuevas cada año?) y sus nudosidades, protuberancias plásticas, cada una, una atadura única, un enlace con nuevas ramas, de distintas formas y tamaños, en desniveles, constituyendo un rico todo. Y sentía que había una comunión entre ellas, una comunidad, una ciudad real para él. Acá, los más elevados y aguzados, quizás pequeñas montañas; allá, los pequeños, tal vez bellos edificios. Entre ellos, angostas sendas que se representaba como las vías de aquella urbe. Y casas, parques, colegios. Uno de los nudos era especial, tenía una manifiesta hondonada central que a él le producía cierta fascinación. Jugaba con sus dos o tres figurines de plástico que adoraba. Se dejaban deslizar por aquella oquedad (¿por qué oquedad?). ¡No, aquel valle era verdadero! Y después de horas de juego, hacían el recorrido de retorno a sus hogares, peregrinando por las mismas hendeduras ya conocidas por él. Pero ahora la familia partiría. ¿Volvería a ver el árbol? ¿Regresarían alguna vez? Y si lo hacían, ¿viviría aún aquel añoso tótem? Y, nuevamente, la sierra oscilaba en su alma, cercenando su fondo, descuajando las raíces de su espíritu.

Aún con la carta en las manos, notó cómo la luz perdía sus colores, las ventanas ya no mostraban el violáceo de los cerros, el azul del cielo, los verdores del jardín. Los sonidos carecían de color, las palabras eran todas grises. ¿Tendría allende el mar el lujo de aquella fragancia del jazmín penetrante de su jardín, profunda, que acariciaba el corazón cada año cuando septiembre nacía? ¿O era cuando agosto moría? ¿Y pensaba en la mujer que trabajaba en su casa –desde siempre, pensaba él– y que le entregaba todo su cuidado, cariño y compañía día a día, con su gruesa figura, y su hablar cortante, recto, franco? Él podía ver tras cierto temor que no dejaba de inspirarle, el siempre fiel amor de ella. Ella, que le alegraba el alma con caramelos hechos por su mano, con pequeños regalos que él le pedía cuando ella tenía su día de salida. ¿Qué sería de ella? ¿La volvería a ver en el futuro? ¿O la perdía a ella también? Y el sol era cada vez más débil, aunque no se veían nubes. ¿Sería que las montañas en ese momento lo bloqueaban? ¡Pero, ¿cómo?! ¡Si aún era temprano, ¡el sol debería estar cada vez más alto! Le pareció como si aquella cordillera se hubiera elevado y oscurecido el día, y la vida. ¿O deseaba aquellas cumbres altas, muy altas, pidiendo que se empinasen cada vez más y más, y obligando a todos a permanecer ante ellas, impidiendo la salida, para siempre, ahora, nunca, eternamente?

Sí, fisuras, grietas, discontinuidad, pisando siempre suelo resbaladizo, aunque no se sepa, aunque nadie lo sepa. Y él, ciertamente, no lo sabía entonces. ¿Entonces? ¿Cuándo? ¿Hoy? Y ya han pasado muchos años, el viaje ya se hizo. Son muchos años, quizás sean pocos, un minuto. Ella, aquella señora entregada siempre a otros, a nosotros, ya no la ve. Nadie la puede ver. Después de sus grandes sufrimientos. Ella no los ve. No podía. Sufría con su enfermedad, y al final no los veía. Hoy quizás todos la ven, piensa. No lo sabe. Y él desea que ella lo escuche hoy. Quisiera hablarle, tomarle la mano. Cómo no lo hizo entonces, años atrás, ayer. ¿Mañana? En aquel tiempo no entendía el presente, no conocía las fisuras, los domingos, esa felicidad que solo conoce la fuga, una iridiscencia que se esfuma. Todo existía, entonces, para él, sólido como una roca, pues no había tiempo. No existía para él el pasado. Sin embargo, hoy quiere saludarla, darle las gracias. ¿Por qué nunca lo hizo? Hoy quiere hacerlo, entonces no entendía las fisuras.

Y los juegos, en solitario o con los hermanos, en el amplio patio de cemento –vasto en aquel tiempo, hoy seguro empequeñecido por nuestras mentes concretas del presente– apresados, cogidos por el fiero sol veraniego. En sus trajes de baño, dejándose inundar por el frío fluir de la despiadada manguera, y acariciar por el agua entibiada en forma inmediata al contacto con el candente cemento, intentando chapotear, anegados con aquella felicidad que fluía por el cuerpo y el alma, que desconocía secunderos. ¿Volvería todo eso a suceder? ¿Retornarían al mismo lugar? ¿Qué serían ellos a la vuelta? ¿Los mismos? ¿Volverían?

En el patio, solía acurrucarse con su alma en una esquina para sentir el sol, detenido, sin tiempo ni movimiento; y a ella la sentía trabajando, la veía salir de la cocina, con su característico caminar recio, en sus bastas botas, invierno o verano, en ocasiones recriminándolo, ¿cómo podía quedarse en el suelo? Terminaría inmundo. ¿Y quién lo limpiaría? Tendría que ser ella, seguro que sería ella. Pero, quizás, tanto sol le haría mal a él, esas manos sucias no era bueno tenerlas, quizás se enfermaría. Detrás del tono rudo, siempre amor más poderoso que cualquier enfado. Cariño, cuidado, continuamente se los entregaba al niño.

Iba también al jardín de adelante, se sentaba encaramado en el murito, frente a la calle silenciosa, con su libro, leer, qué placer, uno que otro caminante ocasional cruzando, él, acompañado solo del viento, mirando hacia aquella plaza, rara vez alguien allí, quizás algunos niños jugando, abandonado en su libro, y en sus pensamientos. ¿Todo eso lo perdería?

Y es verdad, han pasado años. Hoy cree saber algo más, puede ser que lo sepa. Entiende al menos que, día a día, se deja de ser, pero en ese momento no lo podía comprender, nadie se lo había enseñado, nadie se lo podía enseñar. Hoy capta que únicamente se es algo nuevo al dejar de ser. No lo sabía entonces. ¿Entonces? ¿Cuándo? ¿Hoy? Entonces, no podía comprender que con cada pestañar se es algo nuevo, se deja de ser lo que se era. Y que el presente se congela en el pasado. Porque “fue” es la única palabra que existe. Y no cambia.

Sí, el viaje se hizo. Pero ese domingo seguía con la carta en la mano, y una lágrima –quizás dos– buscaba un fondo que no existía en él. A ella no la vería más, aunque conocería gente nueva. Ella lo echaría de menos. ¿Dónde se iría? Seguro encontraría un nuevo trabajo, sí; pero lloraría, ¿no? Tal vez la familia no regresaría jamás. No lo sabía, no quería pensar. No podía conocer el futuro. No sabía que existía futuro. Era solo un niño. ¿Por qué tendría que haber futuro? ¡No, no, no! No podía, no debería haberlo.

Y el viaje se hizo.

Hoy ya entiende que no existe presente, quizás tampoco futuro. Pero quiere retornar, darle un abrazo, agradecerle a aquella señora. Retornar, volver, regresar, retroceder, palabras todas falsas, palabras que no existen. Agradecerle a ella. Darle un beso, y quizás ayudarla a ver. ¿Por qué no lo hizo entonces, años antes? ¿Por qué no puede cambiar esta realidad? ¡Oh, angustia, querer volver! Retornar, volver, regresar, retroceder, apenas puedo escribir estas palabras. Lo que sucedió quedó, así, ahí, detenido, suspendido, estacionado, frenado, empantanado en el tiempo. ¡Oh, congelado, invulnerable, invencible, intocable… la estremecedora eternidad del pasado!

Camila

Para Claudia, nuestra, única...

Yo la veía, pero ella no me podía ver a mí. Camila miraba desde el balcón del cuarto piso del antiguo edificio hacia la plaza central de la ciudad. Todavía se vislumbraban vestigios de la antigua hondonada de aquel parque, vestigios solo, ya que la original depresión, hoy en su mayor parte nivelada, apenas se intuía al reconocerse quizás un ligero desnivel, que después de un corto trecho, terminaba abruptamente en lo que era la base del resplandeciente hotel de lujo del balneario. Recientemente construido, tenía una curiosa forma, un diseño que permitía que todas sus habitaciones gozaran de una espectacular vista del mar. Este no cesaba de dar batalla a la gran hilera de rocas que servía de barrera a las olas, cada una rompiéndose a su manera e intentando luchar, en un esfuerzo aparentemente inútil, ya sea en conjunto, o una a una, y ganar la interminable contienda con aquel roquerío.

Yo la podía ver a ella. Su ropa toda oscura –camisa, chaleco, vestido y zapatos negros. Parecía destacar aún más, bañada por una luminosidad generosa que, como ninguna otra, aquella ciudad ofrecía en días de verano. Sus anteojos oscuros, de elegante hechura italiana, devolvían la mayoría de los rayos del sol. Pero fue uno –un solo rayo, uno especial, que venía de aquel suave declive, imperfecto remanente hoy del sitio donde disfrutó de largas horas de juego con el hermano– el que logró traspasar esa barrera, e ir más allá de la retina, y alcanzar su adolorida alma, entibiándola. ¿Cómo es que un detalle insignificante –oído, olido, visto, casi inexistente, en toda apariencia intrascendente–, es capaz de abrir espacios infinitos que sin darnos cuenta llevamos adentro? –se preguntaba Camila. Esto lo podía saber yo desde mi lugar.

Había venido sola apenas supo la noticia. Su marido no podía abandonar el trabajo, tampoco los tres hijos, todos exitosos y esclavizados por la rutina, cada uno en una ciudad importante del continente europeo. Pero ella sí, tenía que venir. Aún una mujer atractiva, a pesar de las múltiples hileras de plata en su cabellera –si se viera ahora, se daría cuenta cuánto habían aumentado en los últimos días–, gozaba de buena salud, salvo la molesta asma, que en los ya largos años en Roma no la había dejado tranquila, y los consabidos dolores de espalda que la habían afectado desde la juventud. Sí, ella no me podía ver más. La verdad es que nunca, ni ella ni yo podíamos recordar una vida sin interactuar el uno con el otro. Solo trece meses nos habían separado en edad. La rotonda, bajo sus pies, más allá el majestuoso edificio municipal, y el gran parque englobándolo todo, nada había cambiado con los años de toda una vida. Solo la hondonada del parque, ida con el tiempo, al igual que aquellos momentos que hoy más que nunca no podrían volver.

Bajó los cuatro pisos, y lentamente se dirigió al parque. Niños gritando preocupados cada uno de ganar el juego, vendedores ambulantes pensando cuán poco han ganado en el día, mujeres con sus bolsos volviendo de compras, automovilistas acelerando para llegar no se sabe dónde. Siempre estamos solos –pensó ella– todos y cada uno de nosotros. ¿Existirá otra forma de vivir? Llegó a la esquina, cruzó la calle, y se adentró en el parque. ¿Me reconocerá algún ser vivo, algún árbol de antaño? ¿O habrá algo en las flores, en el aire, en el viento que haya quedado aquí, de nosotros después de todos estos años? ¿Las emociones, la alegría, toda esa energía, desaparecida? Se sentó donde comenzaba el desnivel, y logró que en su mente, como en una película antigua, con imágenes quizás inconexas, con interrupciones, desapareciera el hotel, se profundizara el desnivel y ahora, hondo y cubierto por el antiguo césped, apareciera al otro lado de la hondonada, en la parte más alta del terreno aquel parterre de flores de colores brillantes y que cada año eran replantadas dibujando diferentes formas geométricas. Se lamentaba de nunca haberse tomado una foto junto al lecho de flores de colores vivos. Y se veía ella con el hermano, corriendo y gritando, alcanzándose en un pillarse alocado sin sentido –que es como debiera vivirse la vida, así, libre, sin sentido, sin los caminos que nos imponemos, rígidos, para alcanzar metas que a nadie interesan –pensó ella. Y se veía con la pelota de fútbol –ella siempre hábil, podía competir fieramente en este deporte con cualquiera– o jugando a la escondida –aquí tuvo que rehacer en su mente muchos de los árboles desaparecidos al construirse el hotel: palmeras de diferentes variedades, algunas nativas, otras exóticas, todas ellas adaptadas al clima templado de la ciudad, de tronco delgado, verdoso, muy altas, que terminaban en cortas ramas con hojas en forma de pluma, algunas, otras con múltiples troncos, robustos y cortos, ascendiendo desde el centro hacia afuera. Pero los más atractivos eran aquellos árboles de tronco nudoso, protuberancias múltiples enormes, que permitían ser usados como escalones para trepar, y a veces incluso alcanzar un centro en parte hueco del gran tronco, refugio perfecto para esconderse. Y veía ahora a niños desconocidos jugando los mismos juegos. ¿Cómo les hago saber que esta no es la vida, cómo desengañarlos y hacerles ver que este momento se acabará, y que será en un abrir y cerrar de ojos? Nada obtendría –se contestaba a sí misma–, mejor sería dejarlos creer en esa mentira que vivían –quizás la felicidad consiste en eso, en confiarse en lo falso y dejarse llevar por ello.

Yo veía a mi hermana, siempre desde lo alto. Ella levantó la vista hacia el mar. Hoy tranquilo, genuinamente pacífico, parecía buscar una tregua con el inexpugnable roquerío, y así respetar los pensamientos de Camila. Las imágenes se iban sucediendo en su mente. Trataba de revivir momentos lejanos cuando habíamos crecido juntos, y se alegraba al pensar cómo incluso después, ambos ya en la universidad, el contacto entre nosotros no había cesado. Raros eran los días sin hablarse, los fines de semana sin verse. Ella estudiando la historia antigua, él medicina. Pensaba con alegría cómo su hermano, aunque había estudiado en una de las prestigiosas universidades de la capital, siempre quiso regresar al balneario, su ciudad natal. Y así lo hizo. Estaba orgullosa de él, que logró rápidamente desarrollar una aguda capacidad diagnóstica en medicina general, nunca especializándose. Sabía que él veía pacientes en el centro, así como en las afueras de la ciudad, de día o de noche. Y que nunca se cansó de ello. Y lo había escuchado decir que para él había sido importante tener, además, ese trabajo académico –aunque eran pocas horas–, en la modesta universidad de esa ciudad. Se había casado muy joven, aún en la universidad, con una compañera, un año más joven que él. No tuvo suerte y la relación, aunque se arrastró por muchos años, terminó por apagarse. La mujer, quizás algo superficial –así la veía Camila al menos–, siempre disconforme con su situación material, así como con la falta de una vida social que ella siempre ambicionó más intensa, terminó por alejarse, viviendo desde ese momento separados, aunque nunca aceptando ella las condiciones para el divorcio.

Y Camila volvía hacia ella misma. Tuvo más fortuna y formó un sólido núcleo familiar. En un congreso en la capital, ya recibida y con trabajo en la gran universidad capitalina, conoció a su italiano, al mes estaba comprometida, y a los 2 meses decidida a trasladarse a Roma donde residía el marido, y continuar su carrera y vida familiar en la ciudad eterna. Sus tres hijos varones, todos de gran capacidad –dominaban al menos tres idiomas, el italiano, el inglés y el español–, exitosos y distribuidos con sus parejas por Europa en trabajos estables. Recordaba la expresión de sufrimiento de su hermano cuando ella tuvo esa fiebre por más de un mes. Hasta que no se confirmó el diagnóstico de mononucleosis, el hermano se angustiaba pensando que podía ser una enfermedad más grave. Camila se lamentaba de la fortuna que le había tocado a su hermano. Su consejera, lo estimulaba a poner más energía en conocer gente y divertirse. Pero lo escuchaba siempre con amor. Recordaba una discusión que había tenido con él, cuando ella afirmaba que no había arte más sofisticado que la música, belleza en un plano abstracto. Y su hermano, sin contradecirla, defendía la literatura, prosa o poesía, que podía llegar a niveles muy altos de abstracción. Ahora, con tristeza, ella añoraba que él hubiese dejado algo escrito, de él, de ella, de sus sentimientos y emociones. Esos sentimientos, esas emociones eran parte de ella. Siempre lo serían. ¿Cuántos de estos niños que hoy juegan alcanzarán la felicidad, la verdadera felicidad, a tocarla, a sentirla por un momento al menos? –pensaba.

Pero ella sabía que su hermano la había alcanzado, la había vivido, la había sentido. Él se lo había contado. Fue cuando conoció a la verdadera muchacha de sus amores. Ocho años más joven que él, artista, de gran talento. Sí, le había contado yo a Camila lo que significó para mí ver a la joven. La había conocido en una reunión por el cumpleaños de un compañero. Ella era muy bella. Pero no era eso. O quizás sí, pero era mucho más que eso. Eran sus ojos. Estaba en su mirada, con ese brillo, destellos que lanzaban y producían un dulce dolor. Camila recordaba las palabras exactas que él había usado. A través de sus ojos, de su mirada, él podía ver en ella algo etéreo, profundo, eterno, infinito. En todos los gestos de la muchacha, en cada palabra –decía él– podía ver su corazón, su alma, el alma de la humanidad toda. Era para él algo alucinante, a través de ella, él tocaba el cielo. Durante largo tiempo, la muchacha solo respondió con amistad. Pero Camila sabía que esto ya había cambiado finalmente, su hermano se lo decía, serían felices, veía a su hermano ya dueño del mundo.