Olas fuera del mar - Rodrigo Chuaqui Farru - E-Book

Olas fuera del mar E-Book

Rodrigo Chuaqui Farru

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Beschreibung

En esta segunda obra el autor nos entrega una serie de cuentos en los que reaparece la nostalgia que va dejando el paso del tiempo, y también encontramos una serie de personajes en distintas fases de su recorrido, a manera de pinceladas de la infancia, de la juventud, de la madurez e incluso enfrentándose a sus momentos finales. Se nos presenta al hombre de hoy inserto en su mundo tecnológico, en esa carrera frenética mirando siempre adelante, en búsqueda de la cima, la fama, el poder, el control. Pero siempre queda la esperanza de que alguien, alguno, quizás solo uno, pueda encontrar el momento para mirar atrás, o quizás tan solo al lado, y sonreírle al compañero, al amigo, al ser querido.

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Olas fuera del marAutor: Rodrigo Chuaqui Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago, Chile. Fonos: 56-224153230, [email protected] Diseño y diagramación: Sergio Cruz Edición electrónica: Sergio Cruz Primera edición: enero, 2023. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: N° 2022-A-9940 ISBN: Nº 9789563386202 eISBN: Nº 9789563386219

Palabras que nacenuna tras otra,y hoja por hojase pierden entre los hombres.Nada buscan,nada encuentran,como olasfuera del mar.

A Elisa,esposa, amiga, compañera,más allá de un sueño

Mirkopolo Galeano

Tuve mi primera clase con Mirko hace más de 30 años. Un clavecinista, amigo de mi tío, lo recomendaba para aprender la flauta traversa. Venía saliendo de las clases de flauta dulce con el gran Francisco Canta, del cual he hablado en alguna otra oportunidad. Con un registro mucho mayor que la dulce, la flauta traversa me permitiría expandir significativamente el tipo de repertorio que podría abordar. Estaba terminando el colegio, por lo tanto, era empezar relativamente tarde con un instrumento en que el sonido dependía tan estrechamente de una buena técnica. Por otro lado, ya tenía mucho avanzado en cuanto a la ejecución musical, ya que de Francisco había adquirido sus conceptos de estética, fraseo y uso de diferentes articulaciones, especialmente en música barroca.

Con Francisco había tenido la oportunidad de interactuar con un músico de excepción, así como con alguien de características tan particulares, desde su atuendo, su filosofía y estética musicales, hasta sus valores personales. Lamenté mucho su partida al extranjero. Baste decir que 30 años después no solo seguimos comunicándonos, sino que ha sido un modelo, un maestro, un verdadero gurú, no exclusivamente en el ámbito musical, sino en lo personal, en la vida en general mostrándome sus principios, sus valores, su espiritualidad. No podría haber hallado un guía, un faro, que me arrojara su fulgurante luz, tan clara para señalarme ese norte al que todos aspiramos.

Ahora con la mente abierta, algo ansioso, quería satisfacer mi curiosidad y conocer a mi nuevo profesor. Sin embargo, me encontraba nervioso. Debía descender del bus en una zona vecina al centro de la ciudad en la que nunca había estado. Siempre gris, todo gris, el cielo, calles, aceras, cunetas, esquinas, nubes, negocios, grisura desparramada por doquier, que todo lo igualaba, hasta el rostro de la gente me parecía siempre grisáceo. Uno tras otro, los negocios mostraban vitrinas añejas, con artefactos ya sea de ferretería, que probablemente no habían sido tocados en años, como ofreciendo partes de motores, o quizás otro tipo de maquinarias, muchos para mí desconocidos, algunos hasta misteriosos. Bobinas, baterías, polvo, tuercas, cilindros, polvo y más polvo, filtros, aceites, más baterías, rotores y motores, clavos y clavijas, pernos y tornillos, aspas, válvulas, polvo, caños de escape, amortiguadores, silenciadores, polvo gris.

A medida que caminaba, pasaba quioscos, la mayoría abarrotados de diarios y de una variedad enorme de revistas, fotos de niñas semidesnudas, de accidentes mostrando las sangrantes víctimas despatarradas en el asfalto. Cada nueva esquina que doblaba me empujaba hacia una calle más y más estrecha, con uno que otro árbol heroico que desafiaba la envolvente grisura con sus ralas hojas de un verde amarillento tímido. Uno que otro individuo astroso recubierto de pingajos y bisbiseando ininteligibles sonidos, alguna melopea lejana de alguien barriendo la entrada de, quizás, su negocio, gritos alocados de jóvenes en la cercanía, un colegio, quizás. Última esquina y desemboco en la calle que buscaba –callejuela, callejón, paso, pasadizo debería decir, donde se me antojaba un verdadero milagro que dos vehículos pudieran cruzarse en direcciones contrarias. De hecho, esto nunca lo presencié.

Me detuve frente a una reja oxidada que daba a un estrecho pasaje. Si bien no mostraba numeración alguna, deduje por los números de las casas vecinas, que aquella tendría que corresponder a la dirección que deseaba. Una cadena mantenía la reja junta, el candado solo colgando de uno de los eslabones de acero de la cadena, pero sin cerrar. No había timbre, así es que me adentré en el pasaje, que estaba rodeado por una línea de construcción continua a cada lado, con múltiples casas una tras otra, cada una con fachadas apenas lo suficientemente ancha para mostrar una puerta de entrada de dos estrechas hojas. En el centro del pasaje, algunas plantas –arbustos, mejor dicho– era lo único que intentaba darle alegría y color al sombrío plomizo del pasaje. La casa del profesor quedaba al fondo a la derecha. Aquí sí, toqué el fuerte timbre, y pasó un tiempo que me pareció bastante largo, minutos quizás hasta que escuché unos pasos y abrirse la puerta de entrada. Era el profesor Mirko, en el que desde el primer momento pude reconocer esa sonrisa suya tan distintiva, acogedora, cálida, amable, envolvente, generosa. Hombre de baja estatura, delgado, bien formado, de ojos de cuencas hundidas, nariz recta, labios delgados, mentón prominente, cabellera abundante peinada hacia atrás. Era de esos hombres donde resulta particularmente difícil estimarles la edad; ¿50 o 60 años? Pero era esa mirada que no ha cambiado con los años lo que me marcó desde un comienzo. Una mirada penetrante, inteligente, profunda, aguda, casi diría yo de un hombre versado, puramente intelectual más que artista. Aún no estábamos dentro de la casa, ya que la puerta daba paso a un estrechísimo pasaje con la línea lateral de construcción de la alargada casa a la izquierda, y el muro a la derecha que la separaba del vecino. Un techo incompleto y alto no impedía la sensación de estar todavía a la intemperie. Entramos ahora a la primera pieza, la más cercana a la entrada, ya que como he dicho, de forma alargada, la casa era una sucesión lineal de piezas –que me recordaba el inicio de la serie El Súper Agente 86 entrando por una puerta tras otra–, la última de las piezas, el dormitorio principal.

Apenas entramos a la primera sala, que era donde se harían todas nuestras clases, se escuchó el ladrido de una perrita pequeña, de pelo corto y blanquecino, que llegó alegre, saltando, y buscando el contacto inmediato conmigo. “Se llama Niña, se nota que ya te quiere, y te tirará el ‘plut’”.

No sabía si le había escuchado bien, pero después entendí que esa era su manera de decir que la perrita me langüetearía como signo de cariño. Esa sería la primera de muchas expresiones personales –innumerables, infinitas– que pasarían a ser uno de los sellos característicos de Mirko. Siempre con humor profundo, rayano en ocasiones en lo genial. “Me Allegro con Brio de que hayas venido”, siguió. No pude aguantarme la risa. “Sehr pünktlich” me dijo en correcto alemán (aunque en ocasiones lo usaba incorrectamente en forma intencional, con expresiones humorísticas del tipo “gesorgen si sich”). “Sí, siempre trato de ser puntual. Hoy el día está muy frío”, le dije. “Culpa del gobierno”, me contestó. Nueva risotada. Desde ahí, siempre relajado, mis clases con Mirko fueron un placer. Si llovía, era culpa del gobierno. Si a uno no le gustaba una determinada pieza de un compositor, era culpa del gobierno, etc., etc.

“Así es que pasas a la flauta traversa, y dejas el pitito”, señaló. Entendí que se refería a la flauta dulce. Comenzamos a trabajar solo con la boquilla. “Tienes que formar un circulito parejo entre el labio superior e inferior, pensar en el musculito que está a cada lado del circulito, como un pilar, un sostén que mantiene firme ese espacio”. No me costó mucho obtener un sonido bastante limpio, especialmente en el registro medio. “Pero, para los “chuicos” (se refería a las notas graves) relaja más y abre el espacio”. “Y para que las notas agudas salgan ‘al almíbar’ (quería decir que fueran un hilito delgado y cristalino) cierra bien el espacio, firme”. La hora de clase se me hizo muy corta –lo que se ha repetido sin excepción. “Para volver al metro te conviene primero hacer una izquierda” (gran risotada mía, entendiendo su uso de nuestro idioma “anglificado”. “Y no olvides tus vidrios”, mientras me pasaba los anteojos, ¡otro anglicismo cómico!

Así fui avanzando, mejorando el sonido, siempre tomando mis notas. Mirko mostraba una paciencia infinita. Era extraordinario musicalmente. Le ayudaba mucho poder reconocer las notas (sus frecuencias) al oído, es decir, tenía lo que conocemos como oído absoluto (que él graciosamente denominaba “oído obsoleto”). Usaba este atributo para estudiar el sonido que emiten las ballenas para comunicarse –su interés por los animales era notable. Trataba de encontrar patrones de frecuencia y duración del sonido de las ballenas y correlacionarlos con su significado. O a veces para seguir con su humor: “¡Oh, esa guagua llora en mi bemol!”. Por mi parte, a mí me ayudaba el tener relativamente buena lectura a primera vista (“a primera bestia” en términos de Mirko). Mirko además tenía un conocimiento profundo de teoría musical, composición, bajo cifrado y progresión de acordes. “No es lo mismo el quinto grado que modular a la dominante”, me decía. “¿Reconoces la sexta napolitana, la escuchas?”. “Nunca quintas u octavas paralelas”. “Trata de que el bajo tenga cierta independencia”.

La Niña me recibía siempre con el mismo fervor y, como decía Mirko, “ella asistía a clases”. De a poco fui conociendo más de su casa y de Mirko mismo. Gran talento musical y sensibilidad artística: pintor de respetado nivel (se juntaba todos los miércoles para pintar en diferentes zonas de la ciudad, a distintas horas, cuadros de naturaleza), lector y escritor de poesías, siempre había mantenido una vida muy reservada. Trataba de evitar las aglomeraciones, o subir la escala convencional de los músicos tratando de pertenecer a orquestas de la ciudad o nacionales, había terminado sus estudios en el conservatorio y se había dedicado a sus alumnos privados. Muchos de ellos de carrera muy destacada, en EEUU, en orquestas importantes o en Europa. La sala que primero me llamó la atención fue la inmediatamente contigua a la que usábamos para nuestras clases. Grandes cantidades de instrumentos musicales, partituras, atriles, estuches de instrumentos, pautas con notas musicales a mano, de bellísima factura artística –todas hechas por Mirko, cuya caligrafía ha sido para mí siempre una obra de arte en sí misma, especialmente comparada con la mía propia. Muchos instrumentos me eran desconocidos. “Son instrumentos de música hindú”, me dijo. El tambura, parecido quizás a la tiorba, el ektara, una cuerda única, una caña de bambú y una calabaza, el sitar, similar al laúd o al banjo, perfecto para tocar glisandos. Diferentes tipos de flautas hindúes, y de percusión. Era la tabla –me llamó la atención su belleza, una especie de tambor metálico con una membrana, tocada con los dedos o la palma de la mano– el instrumento hindú que más dominaba Mirko. Podía llegar a percutir ritmos muy complejos. “Yo enseño también la tabla, tengo varios alumnos, además de la flauta”.

Supe que en su juventud había hecho estudios específicos de música hindú en una importante universidad en la India, varios años, transformándose en pionero de esa música, así como de su cultura, en nuestro país. Casi todos los meses con su grupo musical, daba conciertos o tocaba en ceremonias culturales hindúes. Uno nunca lo podía encontrar si lo llamaba durante el día; era preferible hacerlo en la noche, tarde, tarde. Y menos domingo en la mañana, pues estaría en “misa”, es decir, su religiosa visita al mercado persa de cada fin de semana, donde retornaba con su edición especial de alguna pieza literaria que podía ser El sombrero de tres picos de Alarcón, o los Himnos Homéricos, Cuentecillos tradicionales de la España del siglo de Oro, Capitanes sin barco de Augusto D’Halmar, o un LP con alguna sinfonía de su admirado Sibelius, por alguna orquesta reputada del pasado remoto. Ahora si él llamaba, tenía uno que estar preparado para un inicio de conversación sin contexto, sin siquiera un “aló”: “¿Se halla mi alumno?”.

A partir de la segunda o tercera clase era de regla que apenas comenzada, se escuchase la radio del vecino, puesta al máximo en su patio, justo adyacente al muro que lo separaba del pasillo perteneciente a la casa de Mirko, con música estridente, con el solo fin de interrumpir o alterar nuestra clase. “Es el Chupacabras”, me dijo Mirko. El Chupacabras se molestaba apenas escuchaba el primer sonido proveniente de una clase de Mirko, fuera de música clásica o hindú. Más adelante, no se conformaba con esto, y veíamos cómo, de pronto, comenzaba a caer por encima del muro agua a manguerazos e, incluso, basura. Aparentemente el Chupacabras llevaba un negocio ilícito, pirateaba discos o casetes de música popular. ¡Si hubiese sido de música clásica, alguno de ellos podría haber llegado al mercado persa, y así a la casa del mismo Mirko, por una vía más indirecta que la aérea, por sobre el muro! Solo una vez vi al famoso personaje. Llegaba yo a la clase, y después de tocar el timbre, vi llegar al vecino, un grandote algo más joven que Mirko, quien me miró enfurruñado, sin duda entendiendo que venía a una lección de música. Sin embargo, de pronto ya nunca más escuché al Chupacabras durante nuestras sesiones. “¿Qué pasó con el vecino?”, le pregunté a Mirko. “No, nada”, dijo Mirko, “hace un mes nos topamos afuera, comenzó a lanzarme improperios, y cuando me mentó la madre, entonces de un solo jab de izquierda, lo tumbé al suelo”. Y así el Chupacabras aparentemente aprendió su lección.

La siguiente sala estaba exclusivamente dedicada a albergar su cuantiosa biblioteca en estantes armados por él mismo, que llegaban hasta el alto techo y a cuyos niveles superiores se alcanzaba solo con una escalera de tijera construida por el mismo Mirko y que mantenía junto a los estantes. Desde los clásicos en bonitas ediciones, pasando por literatura medieval (El Sendebar en edición anotada), múltiples colecciones de cuentos medievales, el Calila y Dimna (también anotado), como la gran novela india El Mahabharata, El Panchatantra, y otros libros de la cultura y filosofía hindúes, análisis de la estética de los rasa (se refería a la “esencia”), libros de la historia india y la civilización Harappa, etc.

Particularmente fanático de la generación del 98, de cuyos autores poseía las obras completas y otras sueltas en ediciones críticas. “Son tres las obras en español que todo hispanoparlante debe leer, está obligado a leer, y más de una vez: El Quijote, La Regenta, y La Celestina”, me dijo en una oportunidad. Sé además que Mirko tiene una serie de escritos suyos, nunca he podido acceder eso sí a ellos y siempre me he preguntado si son narrativas, aunque sospecho más bien que sean pequeñas obras o esbozos poéticos. Y, por supuesto, textos musicales, curiosos tratados de prehistoria de la música con los himnos más antiguos conocidos, como el Himno de Ugarit, of Himnos Hurrianos, pasando por tratados de música como el antiguo libro de armonía elemental de Bussler, de fines del siglo XIX que Mirko seguía recomendando para iniciarse en el estudio de progresión de acordes, el tratado de armonía de Rameau, el tratado de Quantz de técnica en la flauta traversa, en fin, libros de música medieval, renacentista, barroca, clásica o romántica, y biografías de su adorado Sibelius.

Lamentablemente me tocó continuar mi vida en el extranjero, y si bien visito mi país con frecuencia y sin falta veo en mis cortas estadías a Mirko –tocamos dúos “de a dos” como dice él, o a veces con otros invitados concertistas en grupos algo mayores–, sin lugar a dudas es la pérdida de la interacción continua con este Quijote de los siglos veinte y veintiuno, de los aspectos que más lamento desde la lejanía.

Siempre he estado impresionado por las decisiones tomadas en su vida por Mirko. Nunca buscar la fama o tratar de destacar ante el público, llevar una vida modesta, solitaria, ascética, diría yo –vegetariano estricto, de muy escasos recursos materiales (sus alumnos se podían contar ya en esa época con los dedos de una mano)– y, sin embargo, siempre dentro del marco de sus valores espirituales y culturales. No dudo de que es un ejemplo para todos nosotros, en este mundo donde perseguimos la mayoría objetivos externos –de tipo material, o reconocimiento, o poder. Mirko simboliza la esperanza, la luz, la guía, el norte, de que a pesar de todo lo que vemos día a día, no somos tan malos. De alguna manera, de cada clase me iba yo ahíto de alegría, me cuesta expresarlo, de optimismo, de positividad, de ganas de vivir. Busquemos a los Mirkos, encontremos al Mirko que hay en todos nosotros. Él nos indica el camino correcto, la confirmación de que existe algo grande detrás de todos nosotros, y un rumbo que no puede sino concluir en algo mayestático.

Hoy pienso que él supera los 90 años y entiendo que continúa su rutina musical e intelectual, independiente, con su círculo muy reducido de gente con la que interactúa y seguro con aquella Niña tirándole el “plut” desde el cielo.

Nuestras tertulias

Conversando con mi amigo, sentados en el mismo banco de la plaza donde alguna vez nos juntamos a estudiar en los últimos días de colegio, así, de sopetón, le digo: “Echo de menos las reuniones familiares que se repetían todos los años en nuestra casa”. Él se sorprendió tanto con la falta de contexto, como con el tono lleno de tristeza de mi afirmación. Y, sin necesidad de ningún comentario suyo, respondiendo solo a su gesto de interrogación, comencé el siguiente relato:

Las tertulias a que me refiero, infalibles en la víspera de Año Nuevo, y una o dos veces durante el año para la celebración del cumpleaños de alguno de los adultos –ya sea de mis padres, cuñados, o primos de mi padre–, las esperábamos con genuino entusiasmo y emoción. Ocasionalmente, se citaba a una velada “de emergencia” para celebrar un galardón, homenaje o condecoración que alguno de estos brillantes adultos recibía de una universidad, nacional o extranjera. Y ciertamente era un privilegio para un niño como yo –era el menor de los tres hermanos– poder escuchar las conversaciones intelectuales que dominaban aquellas veladas; mi padre, médico, profesor e investigador; su cuñado, físico afamado, tanto en el nuevo como en el viejo continente por sus descubrimientos e inventos; el primo de mi padre, lógico, matemático y genio (es la imagen que siempre llevaré de él), esposas y primas de exquisito talento artístico, destacadas unas en pintura, otras en escultura, algunas residentes en Norteamérica, otras en Europa y que viajaban especialmente para participar de estas verdaderas tertulias.

Ya en los días previos, se respiraba en casa un ambiente especial; nuestra adorada nana, secundada ahora por algún familiar o amiga suya, estaba ya laborando, junto a mi madre, como digo, varios días antes de cada evento. En esas agitadas jornadas, cargábamos con innumerables bolsas de mercancías compradas por mi madre, ella siempre con una sonrisa en el rostro, y nosotros con una excitación especial, ya que en alguna bolsa vendrían unas golosinas, pastillas, marshmallows (¡las famosas sustancias!) o galletas. De regla se recibía a los familiares con aperitivos, pisco sour o «cola de mono» e interminables picadillos. Recuerdo que se preparaba un gran pavo relleno con papitas duquesas, precedido por palta reina, variedad de ensaladas, espárragos con mayonesa (a mi madre le fascinaban), frutas, helados, tortas siempre de merengue con lúcuma. Esto es lo que ha quedado en mi memoria, probablemente solo sea una muestra de las múltiples delicias que nuestra nana –algunos años después contratada por una prestigiosa cadena de restaurantes de comida chilena–, su gran mano, preparaba con amor para todos.

“¿Qué había antes de que comenzara el mundo?”, le preguntaba yo repetidamente al tío físico. “Bueno, antes del Big Bang no existía ni tiempo, ni distancia, ambos comenzaron con el Big Bang”, explicaba con paciencia. Por supuesto eran palabras claras que yo no era capaz (¡ni aún hoy!) de comprender cabalmente. “Tú sabes que en el fondo tiempo y distancia son tan dependientes, que se pueden considerar lo mismo...”, y miraba seguramente mi rostro sorprendido, dubitativo, perplejo. Pero escucharlo era siempre un placer. La conversación nunca exenta de humor, rápidamente saltaba a la historia de un profesor invitado de no sé qué país de Europa del norte, que según mi tío contaba cuán mal se manejaba en nuestro país, y como ejemplo decía que el día anterior él –el profesor invitado– “iva manejjjando perrrfectamente, y choké”. Como buen genio, su día estaba cargado de múltiples pequeños incidentes que reflejaban su dificultad con actividades rutinarias, en contraste con el hombre brillante que era en las intelectuales.