El dios caído - Gareth Hanrahan - E-Book

El dios caído E-Book

Gareth Hanrahan

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Beschreibung

El final de la saga de fantasy oscuro más leída en español. Una ciudad de dragones y oscuridad... La Guerra de los Dioses ha llegado a Guerdon, la ciudad se ha dividido entre las tres potencias que la ocupan. Un frágil armisticio frena a los dioses, pero otras fuerzas peligrosas buscan ejercer su influencia en la ciudad.   Spar Idgeson, una vez heredero de la hermandad de los ladrones, se ha transformado en la piedra viva de la Nueva Ciudad. Pero su magia está fallando y la mafia de los dragones criminales de Ghierdana gana cada día más poder. Mientras tanto, al otro lado del mar, Carillon Thay, ladrona, santa y asesina de dioses; ahora está sola y busca desesperada la misteriosa tierra de Khebesh, en un intento por encontrar una cura para Spar. Pero, ¿qué esperanza tiene cuando incluso los dioses buscan venganza contra ella?

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Gareth Hanrahan

Traducción: David Tejera Expósito

Título original: The Broken God

Edición original: Orbit, un sello de Little Brown Book Group

© 2021 Gareth Hanrahan © 2021 Orbit, un sello de Little, Brown Book Group © 2019 Thea Dumitriu por la ilustración de cubierta © 2023 David Tejera Expósito por la traducción

© 2024 Trini Vergara Ediciones

www.trinivergaraediciones.com

© 2024 Gamon Fantasy

www.gamonfantasy.com

España · México · Argentina

ISBN: 978-84-19767-05-9

Este es para Cat.

Índice de contenidos
Portadilla
Legales
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Interludio I
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
Capítulo Diecinueve
Capítulo Veinte
Capítulo Veintiuno
Capítulo Veintidós
Capítulo Veintitrés
Capítulo Veinticuatro
Capítulo Veinticinco
Capítulo Veintiséis
Capítulo Veintisiete
Capítulo Veintiocho
Capítulo Veintinueve
Capítulo Treinta
Capítulo Treinta y uno
Capítulo Treinta y dos
Capítulo Treinta y tres
Capítulo Treinta y cuatro
Capítulo Treinta y cinco
Capítulo Treinta y seis
Capítulo Treinta y siete
Capítulo Treinta y ocho
Capítulo Treinta y nueve
Interludio II
Capítulo Cuarenta
Capítulo Cuarenta y uno
Capítulo Cuarenta y dos
Capítulo Cuarenta y tres
Capítulo Cuarenta y cuatro
Capítulo Cuarenta y cinco
Capítulo Cuarenta y seis
Epílogo
Agradecimientos
Nuestros autores y libros en Gamon
Gareth Hanrahan
Manifiesto Gamon

Prólogo

Otra vez el mismo sueño.

Otra vez el mismo día. Ya ha pasado más de un año.

En el sueño, Artolo de los Ghierdana se pavonea por una calle de Nueva Ciudad en Guerdon. Es primavera y la sangre alterada guía sus pasos. Echa un vistazo al paisaje improbable del lugar, lleno de chapiteles y puentes rocambolescos en los que parece que la espuma de las olas al romper se hubiese quedado convertida en mármol. Alza la vista a las torres, conjuradas todas justo en un instante por una creación defectuosa de los alquimistas, o eso dicen los rumores. Guerdon tiene fama en todo el mundo de ser lugar de maravillas forjadas por el gremio de alquimistas. Las armas que salen de sus fundiciones y de sus calderas cruzan el mar en dirección a la Guerra de los Dioses, y luego regresan en forma de oro y de plata.

A ojos de Artolo, Nueva Ciudad es un tamiz que ha dejado sin oro y sin plata tanto a él como a su familia. Un lugar que nació del caos en una crisis, y el caos siempre conlleva oportunidades para aquellos que tienen las agallas de aprovecharlas. Por ese motivo el Tío Abuelo lo ha escogido a él de entre todos los miembros de la familia para supervisar los negocios en Guerdon. Tiene las manos recias que se necesitan.

Lo ha dejado muy claro en los pocos meses que lleva allí. Ha conseguido desmantelar el sindicato del crimen local, la Hermandad, desde el barrio ruinoso que es la Ablución. Ahora los controla.

Y se ha encargado de todos los que se han atrevido a enfrentarse a él.

Porque, cuando enfadas a Artolo, también enfadas a los Ghierdana. Y nadie enfada a los Ghierdana.

Nadie enfada a los dragones.

Eso es solo el principio. Lo cierto es que Nueva Ciudad no le pertenece a nadie. La mitad de esos chapiteles mágicos están vacíos o los han reclamado okupas y refugiados que no tienen a nadie que los proteja y a quienes podría expulsarse sin problema. Guerdon aún se recupera tras lo acontecido en la Crisis. Esa especie de gólems, los hombres de sebo, ya no patrullan las calles. Los alquimistas han empezado a reconstruir las fábricas en ruinas, la Hermandad ha desaparecido, el parlamento se tambalea, vacilante, presidido por un comité de emergencia que se esfuerza por mantenerse unido. Hasta los dioses locales están moribundos.

Todas las cartas están sobre la mesa. La cosecha está lista para que alguien la recoja. Artolo pasa la mano enorme sobre el mármol liso de la barandilla del balcón, y se deleita con la sensación. Hace repiquetear el Anillo de Samara contra la superficie, y casi es capaz de sentir cómo tiembla toda la ciudad, cómo se estremece al rozarla, cómo le teme. Un caballo al que domar, una mujer a la que poseer.

Le resulta agradable. Le parece que es lo correcto. Se siente como aquella primera ocasión en la que el Tío Abuelo lo había llevado volando. Nueva Ciudad, ahí a su alrededor, bien podría ser como una nube en un cielo reluciente, mientras él se abalanza hacia su glorioso destino.

En el sueño, baja por una escalera. Sus hombres inclinan las cabezas mientras pasa, murmullan palabras de respeto. Pronto, toda la ciudad también se rendirá a él. El jefe Artolo, el favorito del Tío Abuelo. El elegido del Tío Abuelo.

Entra en el sótano. Dos de sus hombres lo esperan: su primo Vollio y Tiske. Hombres leales, aunque Tiske sea Eshdana. Es uno de los marcados por la ceniza y pertenece al linaje de los dragones. Tienen a una prisionera entre ellos. Una mujer joven de pelo negro que intenta zafarse, como si fuese una gata callejera. También grita como una.

—Silencio —espeta Artolo. La agarra por la barbilla y luego le gira la cabeza para verle bien la cara. Tiene la piel llena de unas pequeñas marcas oscuras que parecen cicatrices o quemaduras. También un amuleto feo de metal negro que le cuelga del cuello—. Me han dicho que me estabas espiando. Que me has robado. Que has apuñalado a tres de mis hombres.

—Tres que tú te hayas enterado —susurra ella.

—¿Sabes quién soy?

Artolo le aprieta la boca.

—Tolo —farfulla a modo de respuesta.

—¡Mal! —grita.

La suelta. Desenfunda la daga. La empuñadura es dorada y rematada con joyas. La hoja es el diente de un dragón, un regalo de Tío Geralt, reflejo de su autoridad como príncipe Ghierdana. Levanta la daga y se deleita con el peso, con la manera en la que le llena la mano. Es como si se hubiese forjado solo para él.

Artolo golpea a la mujer en la cara con la empuñadura y luego se la coloca delante de los ojos para que la vea.

—¿Ves esto? ¿Sabes lo que es? Soy jefe de los Ghierdana. Soy el Elegido del Dragón.

Le pega la hoja contra el cuello y la presiona contra la piel.

Un poco más de presión y la piel se abrirá entre chorros carmesíes.

Un poco más de esfuerzo y conseguirá atravesar el cartílago y llegar a esa parte caliente que se le derramará por el brazo mientras nota cómo cede la tráquea.

—¡Hacerme enfadar a mí es lo mismo que hacer enfadar a los Ghierdana!

Ahí, en ese sótano, no hay testigos. Solo Vollio y Tiske. Solo las piedras relucientes de la imposible Nueva Ciudad. Pero Artolo disfruta de su discurso. Lo ha dicho antes, muchas veces. Lo hace por su propio bien, igual que todo lo demás. Le recuerda que tiene que ser fuerte. Le recuerda que el fracaso no es una opción.

Mira a la joven a los ojos. No ve miedo alguno. Ella no cree que él sea capaz de hacerlo. Eso lo enfada aún más.

—Robarme algo —dice— es lo mismo que robarle algo al dragón.

Se oye un chirrido y el ruido de una limadura, como si acabase de arrastrar la hoja por la piedra. Saltan chispas en los lugares donde la daga corta la piel suave de la garganta de la chica. La daga, su daga, la daga que es un diente de dragón, no consigue herirla.

No la hiere a ella, sino que de alguna manera le hace daño a la estancia en la que se encuentran. Se abren muchas heridas en las paredes blancas y relucientes, hendiduras profundas y húmedas que resquebrajan la piedra y que siguen el mismo trazo que acaba de seguir el cuchillo por la piel sin mácula del cuello.

Un milagro. Es un puñetero milagro.

Pero el Tío Abuelo le había dicho que no quedaban santos en Guerdon.

El suelo de piedra se agita, y tanto Vollio como Tiske sueltan a la chica. Caen en rincones opuestos de la estancia del sótano en la que se encuentran. El techo se funde, y unos dedos alargados de piedra reluciente caen de él como si fuesen estalactitas, y empiezan a entrecruzarse antes de que unas flores de piedra broten de ellas y separen el centro de la habitación del resto. Vollio y Tiske se quedan encerrados en un instante detrás de la roca. Artolo oye los gritos ahogados de nerviosismo.

La joven se incorpora despacio con una sonrisa retorcida en el rostro. Ruborizada a causa de la emoción. Ebria de poder.

Tras ella, la puerta del sótano se retuerce hasta que el dintel de piedra también termina por fundirse. La única salida del lugar se cierra para siempre. Artolo no pide ayuda.

La daga no sirve para hacerle daño. Le da un golpe con la empuñadura en toda la nariz.

Las paredes de la habitación… No, por los dioses de las profundidades. Toda Nueva Ciudad recibe el impacto. A ella no le afecta. Artolo le da un puñetazo en la cara, y es como si acabase de golpear una pared. Ve que los nudillos han empezado a sangrarle y que, para ella, lo que ocurre allí es como un juego.

Artolo no puede hacerle daño. No puede matarla. No tiene una pistola ni nada más destructivo. Necesita una pistola. ¿Por qué no trajo una puñetera pistola? Ha matado santos en el pasado, al otro lado del mar, pero lo ha hecho con armas. Y en presencia del Tío Abuelo.

No puede fallarle al Tío Abuelo. No puede fallarle al dragón.

El aire se agota ahí abajo. No puede respirar. No puede mantenerse en pie, y debido al pánico no tiene muy claro si el suelo se ha derrumbado bajo sus pies o si le han fallado las rodillas. La joven se alza frente a él, terrible y monstruosa de repente. Él se arrastra hacia detrás para alejarse, o lo intenta, pero el suelo está resbaladizo y liso como un espejo.

La joven coge la daga de diente de dragón y admira la empuñadura enjoyada. La gira en la mano con una habilidad fruto de la práctica y examina la hoja.

—La has mellado —dice—. Ya no sirve para nada. —Lanza la daga al suelo—. Pero tengo la mía —asegura mientras ríe y desenfunda una daga de una doblez oculta de su túnica.

Se suponía que Vollio iba a cachear a esa zorra por si llevaba armas encima.

—Llámame la Santa de las Dagas —dice la joven a medida que se le acerca. Después se detiene y mira hacia el techo—. ¿Qué? ¡A mí me gusta el nombre! —Hace una pausa, como si escuchase una voz que Artolo es incapaz de oír—. Bien. Pues conseguiré una puta daga mágica. Puede que una espada llameante. Pero antes…

Vuelve a centrar la atención en Artolo. Los ojos le relucen como la piedra de Nueva Ciudad bajo la luz del sol.

—Esta es mi ciudad. Sé lo que haces aquí. Sé lo que buscas.

Artolo piensa que es imposible que lo sepa. El Tío Abuelo le encargó una misión tan secreta que solo podía llevarla a cabo alguien de la familia. No puede saber nada sobre las armas del Hierro Negro. ¿Quién es esa chica?

—Te mataré —amenaza Artolo, haciendo acopio de los restos ajados de su coraje. Tiene que haber una manera de hacerle daño. Gas venenoso. Ácido. Hechicería. Llamas de dragón. Es humana—. Te mataré. A ti y a tu puñetera familia.

La joven se ríe.

—Llegas tarde. Pero si esto va de amenazas…

Cierra el puño, y la pared tras la que se encontraba Vollio imita el movimiento de su mano. Se oye un grito ahogado, y unos regueros rojos se deslizan por las hendiduras de la roca.

—Encontraré la manera.

La joven lo desdeña.

—Los Ghierdana no son bienvenidos en la ciudad. Vuelve y díselo al dragón. No tendrás una segunda oportunidad.

La chica gesticula, y la pared se abre detrás de él, se ondula y se agita hasta formar otra entrada. El olor a cementerio de los túneles de los ghouls se cuela en la estancia desde esa segunda entrada.

La joven lo pisotea como si fuese insignificante.

Lo desdeña como si fuese insignificante.

Nadie lo amenaza así. Es Artolo de los Ghierdana. El favorito del Tío Abuelo. ¡El Elegido del Dragón!

Tiene la daga de diente de dragón en la mano. Consigue ponerse en pie y salta hacia ella. La zorra mide la mitad que él, es pequeña y débil. No es más que una niña, milagros aparte. Solo tiene que cogerla por sorpresa y…

El sueño termina igual que siempre. Ella se da la vuelta como si lo hubiese visto venir. Le clava la daga justo debajo de las costillas, y aprovecha el impulso para rajarlo con un giro de muñeca. Las paredes blancas pasan a ser rojas, rojas y rojas. Y él cae, cae como si se hubiese resbalado por la espalda del Tío Abuelo.

El dragón prosigue su vuelo sin mirar atrás.

Capítulo Uno

Algunos días, Cari tiene que recordarse que hay cosas que no son un sueño.

El vaivén del navío le resulta muy familiar. El olor de mar, el hedor de las letrinas. Los chirridos de las cuerdas y de la madera, el impacto del agua en el casco, los gritos de los marineros… Eran elementos de su vida en el pasado, y ahora han vuelto a formar parte de ella. El ancho mundo, el mar que se extiende bajo el cielo. Se inclina sobre la barandilla de la proa del barco y contempla el horizonte. La extensión vacía lo hace sentirse como un ente anónimo, y eso le gusta. El mar abierto no acepta nombre alguno impuesto por los mortales o por los dioses. No acepta historia alguna, ya que existe en un instante presente y eterno. Sobre el océano, Cari se siente capaz de volver a nacer cada vez que se alzan las olas.

Cuando está en el océano, siempre le da la impresión de que su vida en tierra firme no es más que un sueño.

“Pero no fue un sueño, ¿verdad que no?”, piensa para sí mientras cierra los dedos alrededor del amuleto negro que vuelve a adornarle el cuello. No espera que nadie le responda allí… Spar se encuentra a medio mundo de distancia. Y, aunque Cari volviese a Nueva Ciudad y se dirigiese al corazón de la gran metrópolis que conjuró sin querer de su cadáver hace casi dos años, no sabe si su amigo sería capaz de responderle.

Aun así, reza para obtener una respuesta. Aguza el equivalente mental de lo que sería un oído.

Nada.

Tan solo el abrupto torbellino de sus pensamientos.

No puede evitar pensar que la ironía es bien curiosa. Huyó de casa hace mucho tiempo porque la acechaba el miedo a unos poderes invisibles que no dejaban de llamarla, y encontró sosiego en el anonimato del océano. La distancia consiguió acallar las voces. Cada milla que se alejaba de Guerdon era un bálsamo para su alma cubierta de cicatrices.

Ahora le aterroriza la ausencia de una voz en particular, y cada día de viaje en el barco es un día más que no debería perder. Ojalá hubiese podido teletransportarse por el mundo en lugar de tener que pasar meses viajando por la Guerra de las Dioses. Lo habría hecho, sin importar las consecuencias.

“Las cosas nunca son fáciles contigo”, piensa para sí. Tampoco hay respuesta. Solo un recuerdo de su prima Eladora, tumbada y sangrando en un callejón de la calle Desiderata, mientras le susurraba: “Siempre rompes las cosas bonitas”.

Esta vez no.

—¡Ilbarin! —se oye gritar a alguien desde el puesto del vigía—. ¡Tierra firme! ¡La Roca de Ilbarin!

Cari dirige la vista hacia el horizonte en busca de la montaña distante, pero no la ve desde donde se encuentra. Reprime las ganas de escalar por las jarcias para verla bien. Ha pasado la mitad de su antigua vida en las alturas y el agitar del mástil no le da miedo alguno, pero no puede renunciar a su premio. Le da unas palmaditas al fardo de hule que no pierde de vista desde hace seis meses y sopesa el reconfortante peso del libro del interior.

¿Peso reconfortante? Más que reconfortante es un puñetero inconveniente. El libro es grande hasta decir basta y la cubierta cuenta con herrajes de metal y una cerradura de dimensiones considerables. Es probable que también tenga sellos mágicos. Esa cosa podría detener una bala, y no de las más pequeñas. Si Cari se viera en mitad de un bombardeo de artillería (“otra vez”, piensa), seguro que no le vendría mal ocultarse bajo ese puñetero libro.

Es el grimorio de la doctora Ramegos, por darle un nombre al libro. Por lo que le había explicado Eladora, es una especie de diario mágico. Cari desearía saber cuáles son las páginas importantes de verdad. Si supiese cuáles son las partes valiosas, se limitaría a arrancarlas y envolverlas en el interior de un fardo mucho más cómodo. Pero no… En el interior solo ve unas runas arcanas incomprensibles. No es capaz de distinguir entre los secretos capaces de destrozar el mundo y el equivalente mágico de “Octavo día de problemas gástricos. Los movimientos intestinales de hoy han sido verdosos e inofensivos”, por lo que no le queda más remedio que llevar encima todo el puñetero libro. Carga con él desde Guerdon, y después Haith, para luego cruzar el mar hasta Varith, bajar al sur hacia Paravos, cruzando los Califatos hasta el Lumbremar y llegar cerca de Khebesh.

Ahora que lo piensa, haber pasado seis meses con ese libro podría considerarse una de sus relaciones más largas, y ni siquiera puede leerlo.

Vuelve a escuchar. A Spar siempre le gustaba cuando se ponía a despotricar. No ha dejado de catalogar sus pensamientos, de guardar para sí las cosas que sabe que él podría llegar a disfrutar. Pero ahora Spar no es más que una ausencia en su alma, una herida invisible. Un miembro fantasma que otras personas no tienen. Cari está sola con sus pensamientos, y nunca se ha llevado demasiado bien consigo misma.

Puede que parte de la tripulación del barco lo entienda. Algunos también han vivido a la sombra de la divinidad. No es un barco de Guerdon; subió a bordo en… ¿uno de los puertos del Califato ocupado? Puede que en Taervosa o en alguna de las otras muchas paradas de su viaje largo y serpenteante. Si no es un barco de Guerdon no tendrá una tripulación de Guerdon, por lo que a bordo habrá rozados por los dioses. Tienen a Eld, un labrador de climas y santo menor de Madre Nube. No deja de andar por ahí quejándose porque tiene los tobillos y la barriga hinchados, y de vez en cuando se le pide que invoque silfos para soplar las velas y acelerar el barco. Otro marinero tiene un Niño de las Tumbas de Ul-Taen sobre los hombros, remanente de un sacrificio infantil. Cari ve al Niño a veces, si la luz le da desde el ángulo adecuado. Y también hay un mercenario con el sigilo de la Reina Leona tatuado en el pecho.

Lo ha evitado durante todo el viaje.

Ya tiene enemigos más que suficientes para toda una vida.

La Roca de Ilbarin crece a medida que el barco se afana por atravesar un mar de escombros. Los restos de naufragios chocan con el casco una y otra vez. La tripulación se apresura hasta la barandilla para sondear la profundidad y comprobar la distancia hasta la quilla. Tienen cartas de navegación, claro, pero hoy en día son inútiles. Los dioses son capaces de resquebrajar los cimientos de los océanos para lanzárselos entre ellos.

Han pasado cinco años desde la última vez que Cari vio la Roca, pero aún recuerda Ciudad Ilbarin. Es posible que otros viajeros hablaran de las fuentes resplandecientes entre jardines verdes y frondosos, o de los templos de tejados dorados, pero lo que mejor recuerda Cari son los muelles y callejuelas abarrotados entre los almacenes, las posadas portuarias y los abaceros. Es el lugar donde pasó sus años de aprendizaje. Ahí y en la Rosa. Seguro que puede orientarse desde allí.

El barco cambia de rumbo. La distante Roca de Ilbarin desaparece detrás del bauprés y reaparece al otro lado al cabo de un instante. Ya no se dirigen a Ciudad Ilbarin, sino hacia el extremo norte de la isla.

Cari guarda el grimorio de Ramegos en la mochila y se la echa a la espada. El peso de la bolsa llena hace que se tuerza un poco, y el mar está muy picado por allí. Encuentra al capitán Dosca cerca, junto a la barandilla con el catalejo en ristre. Ha ocurrido algo.

—Oye —grita Cari. Él no le hace caso, por lo que le tapa el extremo del catalejo con la mano para bloquearle la visión. Entonces repara en la presencia de ella.

—He pagado el trayecto hasta Ciudad Ilbarin. Y te pagué más para ir directos. —De hecho, fue la primera vez de toda su vida que tenía el dinero para pagar el trayecto en lugar de tener que trabajar por él, y está decidida a hacer que el capitán cumpla con su parte del trato.

Dosca sorbe la saliva entre los dientes manchados.

—Hemos tenido que cambiar de rumbo —responde, despacio—. Ciudad Ilbarin ya no es segura. Ha habido una… inundación.

—Dijiste que me llevarías hasta Ciudad Ilbarin.

—No podemos atracar en la ciudad.

—Tengo amigos en el puerto. —Puede que usar el presente sea una suposición muy arriesgada por su parte. Tenía amigos en el puerto, hace ya mucho tiempo. Una especie de familia. Pasó cinco años a bordo de la Rosa. Hawse o Adro podrían ayudarla. Tal vez incluso acudiese a Dol Martaine si no le quedase más remedio. Ahora tiene dinero con el que pagar. El capitán Hawse es de Ilbarin y siempre había dicho que se retiraría allí. Cari piensa coger cualquier barco que le lleve a la tierra prohibida de Kebesh, pero no ha dejado de confiar en secreto que será la Rosa la que la lleve allí—. Tengo que ir a Ciudad Ilbarin.

Dosca hace una pausa larga y luego dice:

—Pues vamos a ir a Ushket.

—Ushket… ¡Ushket está a medio camino de la montaña, joder!

¿Cómo de grave ha sido la inundación? Mierda. ¿Será reciente esa información? Navegar desde Guerdon hasta Ilbarin suele llevar unas cuatro o cinco semanas, pero Cari, que siempre lo hace todo del revés, tomó el camino largo. No tenía la menor intención de acercarse a los dioses de Ishmere, no después de lo que le había hecho a su diosa de la guerra. Lleva meses de viaje, y casi no se ha enterado de ninguna noticia del sur hasta llegar a los Califatos. Y estaba tan ansiosa por encontrar un pasaje en dirección a Ilbarin que no tomó precauciones de ningún tipo.

—Te dejaremos en Ushket. No podemos hacer otra cosa.

Vuelve a levantar el catalejo.

—¿Qué es eso? —pregunta Cari.

Ve que se acerca otro navío, con una mancha de humo negro sobre él. Propulsado con alquimia. Es probable que se trate de una cañonera, a juzgar por el tamaño. ¿Será del ejército de Ilbarin? Extiende el brazo hacia el catalejo de Dosca, pero él lo pliega y se lo guarda antes de que Cari consiga agarrarlo.

—Una escolta. —Baja la mirada hacia Cari—. Será mejor que te escondas. Les diré que no llevamos pasajeros.

—¿Son de Ilbarin?

Dosca niega con la cabeza.

—No. Son Ghierdana.

Ghierdana. Piratas dragón de los cojones.

Tiene que correr. Esconderse. Cari se apresura a la cubierta inferior y se deja caer por la escalerilla estrecha sin prestar atención a los insultos que profiere Eld cuando pasa junto a él. Su enorme vientre lleno de viento ocupa el pasillo casi al completo. Se dirige a toda prisa hasta la esquina donde duerme y reúne todas las posesiones que ha traído. La bodega huele a huevos podridos, una peste que es capaz de aguantar solo porque dejan las portillas a medio abrir durante gran parte del tiempo. Desde allí abajo, alza la vista y ve una franja de cielo azul, y también oye los movimientos de la cubierta superior.

Un humo punzante surca esa franja azul, y Cari huele el tufillo de los gases del motor. La cañonera pasa junto a ellos. Oye gritos y golpes contra el casco mientras la gente sube a bordo. Cari encuentra un lugar donde esconderse, debajo de un catre, y se acurruca contra la esquina en la penumbra, como una niña que se escondiese de los monstruos. Sostiene una daga, lista para atacar. El corazón le late con tanta fuerza que siente que se le van a romper las costillas.

Ha perdido su instinto. En Guerdon era imparable, joder. Era la Santa de las Dagas. Era invencible gracias al apoyo de los milagros de Spar, quien también la protegía y recibía en su lugar todas las heridas que le infligían. Gracias a su ayuda, acabó a puñaladas ella sola con el puto sindicato del crimen de los Ghierdana. Los expulsó de Guerdon sin un rasguño. Solo unos pocos meses antes, no habría tenido que esconderse. Habría sabido dónde se encontraba cada uno de los cabrones de los Ghierdana, sentido sus pasos en el suelo de piedra. Las paredes se abrirían para ella, Nueva Ciudad se remodelaría a su voluntad. Habría conseguido hacer caso omiso de los disparos de las armas de fuego gracias a su piel dura como el mármol, y derrotar a docenas de hombres con la gracilidad cruel de una santa.

Los habría obligado a suplicar por su misericordia.

Que le rezasen a ella para conseguir dicha misericordia.

Una misericordia a la que se rendía a veces. Otras no.

“¿Crees que sabrán quién soy?”, piensa como si hablase con Spar, insensata. Bueno, es posible que no. Es posible que esté exagerando. Los Ghierdana son un grupo muy grande, un gremio de familias criminales, cada una de ellas liderada por un puñetero dragón de los que escupen fuego. Los que están ahora en Ilbarin no tienen por qué saber lo que ocurrió. Van tres veces, dos en Varinth y una en Paravos, que le ha dado la impresión de que alguien la sigue, pero se ha deshecho de sus perseguidores sin problema. No sabe siquiera si eran Ghierdana o no. Se ha granjeado muchos enemigos.

Puede que consiga salir al paso mintiendo, con la daga en un bolsillo y caminando por la cubierta con naturalidad.

“¿Quién? ¿Yo? No soy más que otra marinera de cubierta”.

Pero también cabe la posibilidad de que encuentren el puto libro.

Por eso permanece oculta y espera. Le duelen los músculos de los hombros y de las piernas por estar embutida en el hueco estrecho de debajo del catre. El canto de metal del libro se le clava en la región lumbar. Las cucarachas le recorren las manos y la clavícula. No se mueve. Se acobarda como una niña asustada.

Dos hombres abren la trampilla y bajan a la bodega. Ambos llevan atuendos militares, un conjunto dispar de partes y prendas de uniformes diferentes a los que les han quitado los distintivos. También van armados. Lo único que tiene ella es la pequeña daga que empuña. No cree que pueda contra dos. Dos… En otras circunstancias se habría reído al enfrentarse a doce de esos cabrones. Revisan la bodega, abren de una patada la puerta de la taquilla del contramaestre, le dan un somero repaso y luego se marchan. El crujido de las escaleras bajo sus botas indica que han vuelto a subir.

Cari suelta el aire.

“Principiantes, ¿verdad? No merecen ni que pierda el tiempo con ellos”.

Spar se reiría al oír algo así.

Cari se relaja un poco, pero aún oye cerca el rugido del motor de la cañonera.

La franja de luz azul se vuelve dorada a medida que el sol empieza a ponerse. Oye que Dosca grita órdenes encima de ella. El ruido de las velas al enrollarse, el repiqueteo de las cadenas y la típica sacudida cuando algo empieza a tirar del barco hacia delante. Los remolcan en dirección al puerto, y probablemente sea la cañonera de los Ghierdana. A Ushket, lo más seguro. El motor de la cañonera reduce la marcha y empieza a bregar mientras el barco se balancea.

Un plan: esperar a que lo hayan atado en el embarcadero. Aguardar a que se haga de noche. Escabullirse a la orilla y tomar rumbo sur rodeando la roca para llegar a Ciudad Ilbarin y a la última parte de su viaje a Khebesh. Aunque no cuente con los consejos milagrosos de Spar y aunque ese puto libro le pese tanto, aún es lo bastante astuta como para llegar a la orilla sin ser vista. Y, en caso de que la vean, pues bueno… Tiene mucha práctica apuñalando a los Ghierdana.

“Pero ya no eres invulnerable, así que no pueden tocarte”, se dice a sí misma con la voz de Spar.

La franja dorada de luz se vuelve naranja y luego gris. El anochecer llega mucho más rápido en esta parte del sur.

El ruido de los motores cesa en el exterior, y da paso al crujido de las cuerdas y al retumbar ahogado de la nave al acercarse a un embarcadero. Gritos de los estibadores. El final del viaje. El capitán Hawse enseñó a Cari a dar siempre las gracias a los dioses marinos locales después de un viaje seguro, pero no se atreve ni a susurrar.

Ya no tendrá que esperar mucho.

Vuelve a oír el crujir de las escaleras, que gruñen bajo mucho peso. Distingue el siseo de un aparato respiratorio. La luz del día casi se ha esfumado, por lo que Cari solo ve una silueta. Un casco de metal. Un traje de goma cubierto de tubos y placas de metal, que reluce con sigilos arcanos. La figura blindada avanza con pesadez hacia el centro de la bodega y se detiene para examinar la estancia. Cari se vuelve a acurrucar en su escondite. El corazón vuelve a latirle con fuerza. Se le seca la boca de nuevo.

No es la primera vez que ve algo parecido a esa figura blindada. Se supone que los trajes así sirven para proteger a los portadores de los efluvios alquímicos, las plagas, las toxinas, el humo punzante y todo eso, pero también ha visto adaptaciones como trajes de contención para los que ya están contaminados y no tienen cura. En Guerdon hay un comerciante de artefactos alquímicos de segunda mano llamado Dredger que usa uno. Y también el Caballero Febril, el matón que trabajaba para Heinreil, el antiguo jefe criminal de la ciudad.

Spar mató al Caballero Febril, y estuvo a punto de morir al hacerlo a pesar de que en ese momento tenía la fuerza de un Hombre de Piedra. Cari acabó con Heinreil con solo un pensamiento, pero por aquel entonces era capaz de obrar milagros. Ahora solo tiene una daga, y no cuenta con milagros ni poderes sobrenaturales que la ayuden.

La armadura del Caballero Febril era como una caldera con patas, el acorazado de los callejones, llena de remaches y de placas. El traje que tiene ahora delante es delicado y ornamentado… ¿Será más frágil? El casco está hecho a imagen y semejanza de un jabalí, y la bestia tiene las fauces abiertas para dejar al descubierto un rostro desapasionado de metal. Es el de una mujer fría y cruel, con lentes verdes en lugar de ojos.

“Tienes que ir a por el tubo de respiración, a por las articulaciones —piensa—. No puedes atravesar la armadura. —Nota la empuñadura de la daga resbaladiza en la mano. Se enjuga el sudor de la palma en la camisa y vuelve a agarrarla—. Ve a por el tubo”.

La figura blindada levanta una mano y balbucea algo; en ese momento, la luz inunda la bodega. Una docena de pequeños globos flotantes de iluminación líquida bailotean por los aires. Luces de hechicería: esa cabrona blindada es una hechicera. Joder. El miedo de Cari se mezcla con el frío propio de la incertidumbre. Los hechiceros son difíciles de juzgar y un hueso duro de roer en combate. Una no sabe lo buenos que son hasta que empiezan a lanzar hechizos. Es imposible saber lo fuertes que son, porque todo depende de lo desesperados que estén. La magia hace que les ardan las entrañas.

Un recuerdo, el mismo que le viene siempre a la cabeza cuando cierra los ojos: Spar que cae, rebotando una y otra vez, mientras se abalanza al vacío desde el tejado del Bazar Marino para luego estrellarse contra el suelo. Su rostro aterrorizado, que la mira suplicante mientras se aleja, mientras ella no puede hacer nada porque un hechizo la ha paralizado.

Por los infiernos, ¿qué va a hacer contra un hechicero? Si aún fuera santa, tendría algo de protección divina. Los santos y la hechicería forman parte del éter. Los santos pueden imponerse a los hechizos a base de fuerza bruta, destrozar encantamientos y romper protecciones como si fuesen barreras físicas. Si Cari aún contase con la bendición de Spar, si aún fuera la Santa de las Dagas, podría cargar a través de los hechizos del hechicero como un ladrillo a través de una tela de araña.

Pero ahora está impotente. Desamparada como una maldita mosca.

Las lentes chirrían y chasquean cuando el casco se gira despacio para examinar la estancia. Cari se pone tensa, lista para escabullirse fuera del escondite y atacar cuando la vea.

La hechicera se toma su tiempo. Si es lo bastante rápida, tal vez salga de debajo del catre y llegue hasta ella antes de que consiga lanzar un hechizo. Tal vez.

Las luces de hechicería avanzan hacia ella.

“Ve a por el tubo de respiración —piensa—. Y a ver si hay suerte”.

—¿Bruja? —grita uno de los Ghierdana en la cubierta superior—. Te necesitamos aquí arriba.

La hechicera acorazada cierra una mano con fuerza. Las luces desaparecen. En ese momento, vuelve a oír el mejor sonido del mundo, el más compasivo y bienaventurado: pasos que hacen crujir la escalera.

Cari se desliza fuera del escondrijo y arrastra la maleta pesada tras ella. Encima, el estruendo de una discusión: los Ghierdana quieren que Eld, el santo de Madre Nube, los acompañe. Y él no está por la labor. Cari oye entre el ruido, que Eld ha intentado soplar un espíritu silfo allí mismo para enfrentarse a los Ghierdana.

Una táctica de combate terrible para él, y una distracción perfecta para ella, sobre todo ahora que oye que Eld ha empezado a aullar de dolor.

Cari se escabulle por la cubierta hacia la trampilla de popa. Escala una montaña de cajas, engancha la mochila a un tornillo perfecto que estaba por ahí y luego se impulsa por la trampilla medio abierta para llegar a la cubierta. Echa un vistazo hacia la proa. Eld no deja de retorcerse por la cubierta. Ve la forma fantasmal del espíritu de viento a medio salir de un corte abierto en el vientre de Eld, pero la hechicera blindada se ha colocado sobre él. Un guantelete extendido que reluce a causa de la energía. La hechicera ha paralizado al espíritu con su energía mágica, y este se ha quedado a medio camino en su tentativa de salir del cuerpo de Eld. Unas ráfagas de viento soplan del estómago hinchado del hombre, de los extremos de ese corte propio de una cesárea. La mayoría de los Ghierdana se han reunido alrededor de la escena, con la única salvedad de una pareja de pistoleros que vigilan al capitán Dosca y al resto de la tripulación.

Nadie mira en dirección de Cari.

Extiende un brazo hacia la trampilla y desengancha la mochila. El peso casi hace que vuelva a caer a la bodega, pero consigue tirar de ella y ponérsela a salvo en la espalda. Hay una pasarela de embarque, pero Eld no deja de retorcerse junto a ella, por lo que Cari se escabulle hacia una de las letrinas del barco, una plataforma pequeña y precaria que cuelga de un costado, cerca de la popa.

Desde allí, consigue descender hasta el muelle.

El lugar es de construcción reciente, con el hormigón suave e impoluto. Todo cuanto lo rodea está impregnado de una extrañeza muy intensa, como si hubiesen atracado en mitad de la plaza del mercado. Cari encuentra un lugar donde esconderse entre varias cajas apiladas cerca de una valla. Hay un silencio sepulcral, y las calles al otro lado de la valla están desiertas. Es difícil de decir a la luz tenue, pero es como si hubiesen tallado el puerto en la parte anegada de Ushket. Ve un canal estrecho que sin duda antes era una calle. Seguro que la cañonera arrastró el barco de Dosca por ahí, ya que es el único camino que llega hasta el mar. Las ruinas que hay a ambos lados del canal están quemadas y destrozadas. Puede que a causa del fuego de un dragón. O de un milagro.

Hay cuatro barcos más amarrados en el muelle, como si fuesen un grupo de prisioneros encadenados. Y Cari comprende que eso es lo que es en realidad: una prisión para los barcos. Solo se puede entrar o salir de allí con un remolcador y con un timonel que conozca las aguas. Supone que habrá todo tipo de obstáculos y peligros en esas aguas: edificios en ruinas que sobresalen como arrecifes y capaces de romper el casco de los navíos. Una prisión para barcos, y sabe quiénes son los carceleros. Los Ghierdana.

Se escabulle, con los hombros hundidos bajo el peso de la mochila, y corre por el borde del muelle entre las sombras. Carillón desaparece en la noche mientras los últimos rayos del sol se desvanecen.

Las calles son poco familiares, y los edificios, extraños; los más cercanos se apelotonan a lo largo de calles inclinadas, pero oye el canto de los pájaros y huele vegetación no muy lejos de allí, por lo que también tiene que haber jardines. Hay luna nueva, y el ocaso avanza muy rápido. Chapotea en los charcos y rodea el cieno y los escombros que hay por todas partes. Le recuerda a algunas zonas de Guerdon después del ataque de la flota Kraken de Ishmere. Seguro que aquí también ocurrió algo parecido: los dioses se apoderaron del mar y lo usaron como arma, lanzaron todo un océano sobre la ciudad.

Necesita salir de las calles antes de que la vean. Los pisos inferiores de los edificios parecen inundados y abandonados. Ve una puerta abierta, rota y con una de las hojas colgando de los goznes, apoyada en la otra como un borracho que buscase dónde sostenerse. Cari se desliza por el hueco y llega hasta un pasillo que en el pasado tal vez fuera lujoso. La pintura descascarillada de la madera podrida le mancha las manos. Tiene frente a ella unas escaleras que suben, pero oye un ronquido a lo lejos y supone que aún habrá gente en los pisos superiores. El inferior está lleno de remolinos de barro y restos flotantes, pero no hay huellas recientes más allá de las escaleras. Fuerza una puerta para entrar en un apartamento en ruinas donde esconderse durante la noche. Ya verá qué hace por la mañana para escapar de la ciudad; rodeará la montaña en dirección a Ciudad Ilbarin y encontrará un barco que vaya hacia el sur, por ejemplo. Se sienta en un rincón, seca, dolorida y agotada.

Cari abre la mochila y comprueba, por enésima vez, que el grimorio sigue en el interior. Es lo único que tiene para comerciar con los hechiceros de Khebesh.

Vuelve a oír las palabras de Eladora en su mente:

“Llévales esto. Cámbialo por lo que necesitas. No sé si podrán ayudar al señor Idgeson, pero espero que sea posible”.

“Ya no queda nada, Spar”, dice para sí. Puede que, de alguna manera, también se lo haya dicho a él.

El chapoteo del agua en las calles la calma hasta que se queda dormida.

Capítulo Dos

El dragón Taras vuela en círculos sobre Guerdon.

La gigantesca silueta del Tío Abuelo surca los cielos y planea con alas membranosas tan anchas que proyectan sombras sobre el mundo. Unos músculos titánicos se mueven debajo de su vieja piel, marcada con miles de cicatrices. Algunas tienen siglos de antigüedad, producto de flechas y de virotes de ballestas, de las jabalinas y las lanzas de los santos. Otras son recientes: heridas de bala, quemaduras de ácido, la pátina sangrienta del humo punzante o marcas de los zarcillos y las garras de monstruos divinos. La Guerra de los Dioses ha hecho mella en todos, piensa Rasce. También en el Tío Abuelo Taras.

Pero el dragón es invencible.

Desciende en círculos. La máscara de Rasce resultó dañada por una bala perdida durante el asalto con bombardeo, lo que ha dejado una telaraña de grietas en su campo de visión. Tiene que ladear la cabeza de un lado a otro para ver diferentes partes de Guerdon a medida que se extiende bajo él. Desde allí, el Tío Abuelo parece abarcar todo el mundo; da igual adónde mire Rasce, siempre ve una parte del dragón: la punta de un ala, una garra o la cola.

—¿No te parece un paisaje bonito? —retumba el Tío Abuelo.

Rasce siente las palabras en lugar de oírlas, las vibraciones que recorren sus muslos, su espina dorsal y retumban dentro de su casco.

Nunca se atrevería a llevarle la contraria al Tío Abuelo, pero la ciudad que hay debajo de ellos le resulta singularmente horrenda. A esa altura, le da la impresión de que sería capaz de extender el brazo y cogerla al completo con una sola mano. Las fábricas de los alquimistas parecen máquinas complejas manchadas con nubes de humo aceitoso, encajadas como frutos entre las calles y los bloques de viviendas que se extienden por el interior a lo largo del curso de un río enterrado en su mayor parte. A medida que el Tío Abuelo desciende en círculos, la menguante luz del sol se refleja en algunos canales o en un tramo expuesto del río, por lo que la ciudad reluce como si alguien hiciera señas con un espejo. En otros lugares, la ciudad muestra cicatrices de las guerras recientes. La fortaleza de Puesto de la Reina está en ruinas; en la bahía no queda nada de la antigua prisión de la isla Memoria, con la única salvedad de ruinas de piedra rota y ennegrecida por el fuego.

Allí también hay joyas. Catedrales y palacios en Colina Sagrada. El montículo silencioso del parlamento sobre Colina Alcázar, que no es una visión muy agradable pero sí un lugar valioso. Y justo debajo, el destino al que se dirigen: la grandiosa perla que es Nueva Ciudad. Una belleza sin par, un distrito de torres y cúpulas de mármol, de bulevares que brillan a la luz del sol y de callejuelas que parecen escarcha sobre los nervios de una hoja.

El Dentista les dijo que se trataba de un lugar conjurado, algún tipo de accidente alquímico que había hecho que una ciudad entera brotase de la noche a la mañana.

Cerca de allí hay otro distrito, uno igual de antinatural en la actualidad. Los tejados de los templos de Ishmere se alzan como aletas de tiburón a través de la penumbra púrpura que rodea lo que algunos llaman el Distrito de los Templos, pero en el idioma irregular del Armisticio el nombre oficial es Zona de Ocupación de Ishmere. Al igual que la nueva ciudad ha recibido el nombre de Zona de Ocupación de Lyrix, y gran parte de la ciudad desde la frontera de Colina Sagrada hasta los barrios más septentrionales es la Zona de Ocupación de Haith. ZOI, ZOL y ZOH.

Las abreviaciones sirven para eliminar la extrañeza y la vergüenza, maneras de categorizar lo impensable. La ciudad ha escapado de la destrucción y de la conquista gracias a que ha invitado a todos sus posibles conquistadores a compartir el tesoro, al igual que una mujer que se ofreciese a los vencedores: tomad mi cuerpo, haced lo que queráis conmigo, pero perdonad la vida de mis hijos.

En el caso de Guerdon, perdonad la vida de mis necesarias fábricas alquímicas, de mis palacios y de mis mansiones. Perdonad la de mis mercados y la de mi acceso sin límites al comercio armamentístico, perdonad a mi riqueza. La ciudad ha encontrado la seguridad tras conseguir mantener el equilibrio en el filo de una navaja.

¿Es bonita? Rasce reflexiona al respecto. Ha visto muchas ciudades desde los cielos, y muchas de ellas eran gloriosas. Ha visto templos que parecen capullos de cristal en flor, zigurats de obsidiana escalonados, casas alargadas y de techos dorados donde festejaban los héroes. Ha visto lugares más bonitos, pero todos quedaban reducidos a cenizas tras el paso del dragón. Guerdon es un lugar horrible desde los cielos. Poco más que una bestia de piedra enorme cubierta de heridas que ha conseguido arrastrarse hasta la costa para morir. Pero ve el gentío en las calles y los muelles abarrotados a pesar de la altura.

Huele el dinero. Siente el poder.

No es bonita, pero eso no es lo que ansía el dragón.

La inquietud del dragón retumba a lo largo de su titánica silueta cuando pasan por el Distrito de los Templos, y las nubes serpentean en respuesta. Es el lugar donde se ocultan los retoños monstruosos de Madre Nube. Rasce siente el desagrado del dragón en sus huesos.

—Deberíamos volar sobre la ZOH. Para asustarlos.

Un tubo transporta el sonido de su voz hasta el oído del Tío Abuelo. De lo contrario, tendría que gritar a todo pulmón para comunicarse con él desde el lomo.

—Hoy no —dice el Tío Abuelo—. Nada de provocaciones. Ya hemos tenido guerra suficiente. Toca negociar.

Guerra suficiente. Rasce se toca la insignia poco familiar que lleva en su armadura de vuelo: el sigilo del ejército de Lyrix. Hace veinte años, fueron ellos quienes dispararon al Tío Abuelo.

Descienden en dirección a una de las estructuras con cúpula de Nueva Ciudad. Thyrus, otra dragona, patrulla los cielos del lugar y se dirige hacia el Tío Abuelo cuando desciende un poco más. El rostro de la jinete Ghierdana del lomo de Thyrus queda oculto tras la máscara, pero Rasce se la imagina con el ceño fruncido. Le sonríe.

Un estandarte de Lyrix se agita a la brisa marina, pero luego el aire cambia de dirección, por efecto del impulso de las alas enormes del Tío Abuelo cuando el dragón aterriza en una plaza. Unos soldados de Lyrix protegen el perímetro del enclave militar. El dragón cruza por un agujero que hay en un lado de la cúpula, torpe y pesado ahora que está en el suelo. Los dragones están hechos para volar.

Rasce desmonta. Tiene las extremidades dormidas y doloridas después de un vuelo tan largo. Él también se ha convertido en una criatura de aire y fuego, no de la mera tierra. Se estira y siente el dolor de brazos y piernas. Es joven y fuerte, pero solo es un mortal. Muchas generaciones de sus ancestros han volado a lomos del Tío Abuelo, y todos ellos están muertos, mientras que el dragón sigue vivo.

Dentro de la cúpula, dragón y jinete se deshacen de sus adornos militares. Los soldados de Lyrix ayudan a Rasce a quitarse la pesada máscara respiratoria y la armadura de vuelo. Retiran pieza a pieza la loriga blindada que protege el vientre del Tío Abuelo de los disparos antiaéreos. Desenganchan las cinchas que, hasta hace poco, contenían las bombas alquímicas. Los soldados están nerviosos en presencia del dragón; el Tío Abuelo aguanta la torpeza indecisa todo lo que puede, pero la impaciencia del dragón se impone al final. Se arranca la última de las cinchas y luego avanza hacia la salida a pisotones.

Un oficial que Rasce recuerda que es el comandante Estavo se apresura y balbucea algo sobre un informe sobre el bombardeo. Tiene un fajo de documentos en la mano: puede que se trate de informes de daños, o de una sugerencia de los objetivos para la próxima misión. Hace un amago de saludo militar, pero se contiene. Rasce y el dragón aún son criminales para el estado de Lyrix, aunque uno de ellos sea un criminal capaz de partir en dos un navío de guerra o incinerar a todo un ejército desde las alturas, lo que convierte a los dragones en elementos esenciales para la guerra. Mientras dure, habrá una tregua entre las autoridades y las familias de los Ghierdana.

—Gran Taras… —empieza a decir Estavo, que se dirige al Tío Abuelo por su nombre.

—Mi sobrino se encargará —retumba el Tío Abuelo sin detenerse, y Estavo no es tan estúpido como para interponerse en el camino del dragón. Impotente, se da la vuelta hacia Rasce.

—Informaré más tarde, señor —dice Rasce, que esboza una sonrisa al pronunciar «señor». Tanto el comandante como Rasce saben que es una situación absurda, un lobo que finge hablar con solemnidad con las ovejas—. Puede que mañana. O pasado.

Suelta el casco dañado en manos de Estavo y sigue al Tío Abuelo al exterior.

Primero toca negociar.

Los sacerdotes dicen que, hace mucho tiempo, el pueblo de Lyrix era malvado e inmoral. Eran avariciosos y codiciosos, lujuriosos e iracundos. Mentían y jugaban sucio, blasfemaban y asesinaban. Los dioses se enfadaron, se apropiaron de los pecados de la gente, y de esos pecados nacieron los dragones: seres creados para ser azotes divinos y convertir dichos pecados en sufrimiento redentor. Pero, en lugar de eso, los dragones se dirigieron a lo peor de lo peor, a los criminales y los piratas de las islas de los Ghierdana, y dijeron: “¿Acaso no somos iguales? Ambos somos odiosos a ojos de los demás. Unámonos y démosles una lección a esos cabrones”.

Y los dragones azotaron al pueblo de Lyrix a su manera. Les recordaron sus pecados a los habitantes y los condujeron a los cariñosos brazos de los dioses. Pero también obtuvieron beneficios de ellos.

La calle del exterior es demasiado estrecha para que el Tío Abuelo la recorra con facilidad. Las puntas de las alas abren surcos en las paredes a ambos lados. Los niños corren detrás del dragón y cogen los guijarros que deja a su paso, con la creencia de que les darán buena suerte. El Tío Abuelo gruñe divertido y se apoya deliberadamente en una pared, lo que hace que caiga una cascada de yeso que también empiezan a recoger.

Rasce se agacha bajo una de las patas delanteras del Tío Abuelo y trota junto a su cabeza para hablar con él.

—Estavo querrá que volvamos a volar hacia el sur en menos de una semana. ¿Cuánto tiempo te llevarán esos negocios tuyos?

—Eso depende de ti, sobrino. Hay trabajo que hacer en la ciudad, pero mejor espera a que podamos hablar en privado.

El Tío Abuelo ha reclamado una parte de Nueva Ciudad para convertirla en su residencia temporal mientras esté en Guerdon; todos los que se encuentran en ese recinto son Ghierdana o Eshdana y han jurado servir al Tío Abuelo o a otra de las familias de dragones. Hay tres dragones más en Guerdon. No, dos ahora que Viridasa se ha marchado al sur. Pero ninguno de ellos es tan glorioso ni poderoso como el Tío Abuelo.

—Deberíamos aprovechar la ventaja mientras reina el caos entre las tropas de Ishmere.

Desde la muerte de la diosa de la guerra de Ishmere, el antiguo Imperio Sagrado ha empezado a flaquear. El ejército de Lyrix ha empezado a presionar en muchos frentes. A Rasce no le importa demasiado la suerte que corran los soldados, pero si le presionan admitiría que tiene cierta preferencia por la victoria de Lyrix frente a los demás, por que los dioses de su tierra natal derrumben los templos de Ishmere y los de los demás, pero es como preferir una comida con la que estás familiarizado: lo malo conocido. Por él, Lyrix puede irse a los infiernos junto a los demás. Lo único que le importa es la suerte que corran los Ghierdana. La victoria hará que el botín de los dragones crezca aún más.

Y le resulta glorioso estar ahí arriba, a lomos del dragón, tener bajo su control esa fuerza y ese fuego. Señalar un templo, o una torre de guardia fortificada, o una formación de infantería en tierra, y saber que podría destruirlo todo con un chasquido de los dedos. ¿Cómo va a importar quién es el enemigo cuando tienes tanto poder?

Ser el Elegido del Dragón es algo glorioso.

—Lo haremos a mi manera, sobrino —dice el Tío Abuelo—. Y cuando yo lo decida. Pero ahora, tengo que hablar con el doctor Vorz.

Vorz. O el Dentista, como lo llaman algunos. Es el médico del Tío Abuelo, el responsable de quitar los dientes de las fauces del dragón cuando un nuevo miembro de la familia llega a la mayoría de edad y se gana la daga. Pero es algo más: también es el consejero del Tío Abuelo, el único miembro del círculo íntimo que no forma parte de la familia. Es un Eshdana, unido a ellos mediante un juramento en lugar de mediante la sangre. Nunca será un Elegido del Dragón. Puede que eso le permita hablar con el Tío Abuelo con más sinceridad, o puede que sea por saber que ha alcanzado cénit de su ambición y no puede llegar más alto.

Siempre hay un consejero que susurra al oído del Tío Abuelo. Cuando Rasce era joven, el puesto lo ocupaba una antigua reina pirata de la costa de Hordinger, tatuada y salvaje. No dejaba de comer grasa de foca, que se le derramaba entre las comisuras de los labios mientras hablaba con el dragón. La familia la odiaba, y se resbaló en lo alto de un acantilado y murió cuando Rasce tenía cinco años. Después de la de Hordinger llegó Marko. No, después había sido el turno de esa sacerdotisa anciana, la que tejía mantones de duelo, y después había venido Marko, que era amigo de todo el mundo con esa sonrisa fácil y haciendo tratos y dando palmaditas en la espalda, secándose la frente sudorosa a causa del calor del verano de la isla. Era un puesto que siempre ocupaba alguien útil para el Tío Abuelo, que tenía alguna habilidad o algún contacto que la familia no podía conseguir.

Y luego, un día, Marko desapareció y Vorz ocupó su lugar. El Dentista, con su bolsa de cuero con instrumental médico, su colección de pociones y bebedizos. Se dice que es un alquimista renegado, un exiliado del gremio de alquimistas de Guerdon por llevar a cabo experimentos innombrables. Tiene la piel pálida y llena de surcos, el semblante de un enterrador. Siempre habla entre susurros o siseos. Viste todo de negro, como un sacerdote, y camina como si moverse muy rápido fuese a destrozar su cuerpo descompuesto. Rasce ha visto esa manera de actuar con anterioridad, en mendigos y estafadores que fingen tener estigmas divinos o ser víctimas de la hechicería, que insinúan haber pagado un precio físico terrible por conseguir un poder definitivo. La mayoría de las veces no es más que puro teatro, una manera de sugerir que tienen capacidades sobrenaturales al tiempo que se libran de hacer nada.

La mayoría de las veces. La manera en la que el Tío Abuelo usa a Vorz es indicativo de que el tipo tiene poderes.

Y, aunque Vorz no sea más que un hombre, el Tío Abuelo exige privacidad. Rasce da unas palmaditas en el hombro escamoso del dragón y se marcha. En realidad, las conversaciones con Vorz son agotadoras, como hablar con un libro de contabilidad. No hay fuego que avive el alma de ese hombre.

La multitud no se aparta para dejar pasar a Rasce.

En casa, nadie se atrevería a interponerse en su camino. Todo el mundo dejaría paso al Elegido del Dragón. En casa, todos se acercarían para saludarlo, estrecharle la mano y solicitar su bendición. Las mujeres no dejarían de mirarlo y susurrar sobre él, el joven príncipe Ghierdana. En casa, todos saben que tiene el favor del dragón.

Pero aquí está perdido tan pronto como se aleja de la sombra del Tío Abuelo. Sí, unos pocos lo conocen, pero solo saben que es uno más de los Ghierdana. No conocen su estatus social. Son ajenos a lo que significa el diente de dragón que lleva a la cadera. En esa multitud es uno más. Atado a la tierra, incapaz de surcar los cielos.

Se abre paso a empellones por la multitud y empieza a recorrer las calles serpenteantes del enclave de los Ghierdana en Nueva Ciudad. Le apetece volver a sentir la brisa en la cara. Hay muchos chapiteles y torres en la ciudad, que se alzan como tubos de desagüe o témpanos en dirección a las nubes enfrentadas. Los gases amarillos de las fábricas de los alquimistas, el color plomizo natural de los cielos de Guerdon y, sobre la ZOI, unas nubes más extrañas…, retoños vivos de la diosa de los cielos, tentáculos zigzagueantes que parecen medusas sobre las azoteas, penachos de incienso que brotan de los templos, escaleras y alcázares efímeros que terminan sin previo aviso. Tiene que haber una manera de subir en alguna parte, pero Nueva Ciudad es absurdamente confusa, un laberinto de puentes y pasarelas, de escaleras y arcadas.

Rasce encuentra una escalera que parece llevar a un piso superior, pero acaba antes de llegar. Nueva Ciudad es un lugar inacabado; como si el milagro que la creó se hubiese desvanecido antes de terminar. Suelta un taco y se apresura a bajar por los escalones.

—Primo, ¿te has perdido?

Vyr lo llama desde el pie de las escaleras. Mirar a Vyr es como contemplar un fantasma invocado por una pitonisa para advertir de un terrible destino. Vyr y Rasce son primos hermanos. Tiene más o menos la misma edad, la misma altura y la misma complexión. La misma piel olivácea, el mismo pelo negro. Incluso sus rostros son similares, aunque Vyr ha pasado demasiado tiempo allí, debajo de esos cielos lúgubres, y ahora tiene cierto aspecto enfermizo. Da la impresión permanente de que está a punto de vomitar. Y, por supuesto, Vyr no tiene una daga de diente de dragón, ni tampoco el anillo encantado de Samara que adorna el dedo de Rasce.

Vyr mira el anillo y es incapaz de ocultar su envidia.

“Y mi padre nunca avergonzó a la familia, cosa que sí hizo el tío Artolo”.

—Está claro que me he acostumbrado a volar. Todo tiene un aspecto diferente desde las alturas.

—¿Cómo va la guerra? —pregunta Vyr.

—Como si los dioses fueran gatos y el mundo un zurrón —responde Rasce—. ¿Dónde te has metido? ¿Aún conservas todos los dientes o el Dentista ha ejercido su oficio contigo?

—Lo cierto es que no lo he visto mucho. Me he dedicado a atender nuestros negocios en la zona. No sé a qué se ha dedicado, además de contar monedas y preparar sus elixires —gruñe Vyr—. Nueva Ciudad es nuestra, todos sus burdeles y sus casas de apuestas. Las líneas de paz nos acorralan aquí. Nos han dejado la peor parte del trato mientras ellos saquean lo demás, un lugar donde casi no hay oro. Tendríamos que haber exigido Serran y Bryn Avane, no este sitio.

Vyr divaga sobre los problemas, sobre disputas referentes a pases y permisos, intríngulis legales, una letanía de nombres y de facciones que Rasce no se molesta en seguir.

Bosteza. Los negocios son aburridos. Son para que gente aburrida como Vyr y el Dentista se encarguen de ellos. Un dragón duerme en un lecho de oro, descansa y sueña durante meses hasta que llega el momento de entrar en acción. El momento de volar.

—Necesito un baño, una copa de vino y una cama, primo. Rápido.

Empieza a caer la noche, y los muros de Nueva Ciudad relucen un poco, un resplandor que brota de su interior. Es como si hubiese fuego dentro de esa piedra blanca, y Rasce lo encuentra muy agradable.

Rasce sigue el mismo camino que Vyr, pero la ciudad es confusa. Se equivoca de calle en un momento dado, y vuelven a llegar a los pies de la escalera. No, es una casi idéntica, tan parecida a la primera como él se parece a Vyr. Pero esa sí que está completa, y llega hasta la entrada de la torre a la que quería llegar. ¡