El duelo - Joseph Conrad - E-Book

El duelo E-Book

Joseph Conrad

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Beschreibung

El argumento de esta pequeña pieza, la cual tuvo tres títulos (El duelo, Los duelistas, o Un asunto de honor, este último a sugerencia de su amigo Ford Madox Ford), nos lleva a las campañas napoleónicas entre 1801-1815. Más que centrarse exhaustivamente en el desarrollo militar de la época, el autor conduce su cámara hacia dos jóvenes oficiales.

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Seitenzahl: 155

Veröffentlichungsjahr: 2019

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El duelo

Joseph Conrad

Copyright © 2018 by OPU

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Table of Contents
El duelo
Joseph Conrad
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4

Capítulo1

Napoleón I, cuya carrera fue una especie de duelo contra la Europa entera, desaprobaba los lances de honor entre los oficiales de su ejército. El gran emperador militar no era un espadachín y tenía bien poco respeto por las tradiciones.

Sin embargo, la historia de un duelo, que ad­quirió caracteres legendarios en el ejército, corre a través de la epopeya de las guerras imperiales. Ante la sorpresa y la admiración de sus compañe­ros de armas, dos oficiales —como dos artistas dementes empeñados en dorar el oro o teñir una azucena- prosiguieron una lucha privada en me­dio de la universal contienda. Eran oficiales de caballería, y su contacto con el brioso y altivo ani­mal que conduce a los hombres a la batalla parece particularmente apropiado al caso. Seria difícil imaginar como héroes de esta leyenda a dos ofi­ciales de infantería, por ejemplo, cuya fantasía se encuentra embotada por las marchas excesivas, y cuyo valor ha de ser lógicamente de una natura­leza —más laboriosa. En cuanto a los artilleros e ingenieros, cuya mente se conserva serena gracias a una dieta de matemáticas, es simplemente im­posible imaginarlos en semejante trance.

Se llamaban estos oficiales Feraud y D'Hubert, y ambos eran tenientes de un regimiento de húsa­res, aunque no del mismo destacamento.

Feraud se encontraba ocupado en el servicio del cuartel, pero el teniente D'Hubert tenía la suerte de hallarse agregado a la comitiva del ge­neral comandante de la división como officier d'ordonnance. Esto sucedía en Estrasburgo, y en esta agradable e importante guarnición disfruta­ban ampliamente de un corto intervalo de paz. Y aunque ambos eran de carácter intensamente guerrero, gozaban de este periodo de calma, du­rante el que se afilaban las espadas y se limpiaban los fusiles; quietud grata para el corazón de un militar y sin desmedro para el prestigio de las armas, especialmente porque nadie creía en su sinceridad ni en su duración.

Bajo estas históricas circunstancias, tan favo­rables para la justa apreciación del solaz militar. en una hermosa tarde, el teniente D'Hubert se di­rigió por una tranquila callejuela de los alegres suburbios hacia las habitaciones del teniente Feraud, que residía en una casa particular con un jardín al interior, propiedad de una anciana sol­terona.

Su llamado a la puerta fue instantáneamente contestado por una joven ataviada con traje alsa­ciano. Su tez lozana y sus largas pestañas, bajadas con modestia ante el apuesto oficial, obligaron al teniente D'Hubert, siempre sensible a las emocio­nes estéticas, a suavizar la fría y severa, gravedad de su rostro. Al mismo tiempo, observó que la mu­chacha llevaba sobre el brazo un par de pantalo­nes de húsar, azules, con raya roja.

—¿Está el teniente Feraud? —preguntó con suavidad.

—No, señor. Salió esta mañana a las seis.

La hermosa criada trató de cerrar la puerta. Oponiéndose a su movimiento con suave firmeza, el teniente D'Hubert entró al vestíbulo haciendo tintinear las espuelas.

—Vamos, querida. No me va a decir usted que no ha vuelto desde esta mañana a las seis.

Al decir estas palabras, el teniente D'Hubert abrió sin ceremonias la puerta de un cuarto tan ordenado y confortable que sólo la presencia de­latora de botas, uniformes y accesorios militares lo convencieron de que se encontraba en el dor­mitorio del teniente Feraud. Al mismo tiempo ad­quirió la certidumbre de que éste no se encontraba en casa. La veraz criada lo había seguido y eleva­ba hacia él sus cándidos ojos.

—¡M, m! -farfulló el teniente D'Hubert muy desconcertado, pues ya había visitado todos los lugares -donde pudiera encontrarse un oficial de húsares en una hermosa tarde.

—De manera que ha salido. ¿Y sabe usted, por casualidad, querida, dónde fue esta mañana a las seis?

—No -contestó ella rápidamente-. Anoche llegó muy tarde, y lo sentí roncar. Lo oí trajinar cuando me levanté a las cinco. Se puso su unifor­me más viejo y salió. Asuntos de servicio, supongo. -¿De servicio? De ninguna manera —excla­mó el teniente D'Hubert—. Sepa, usted, ángel mío, que esta mañana salió a hora tan temprana a batirse en duelo con un civil.

Ella recibió la noticia sin un estremecimiento siquiera de sus obscuras pestañas. Era evidente que consideraba los actos del teniente Feraud muy por encima de toda critica. Sólo levantó un mo­mento los ojos con mudó sorpresa, y el teniente D'Hubert dedujo, de esta ausencia de emoción, que ella había visto al teniente. Feraud después de su salida matinal. Recorrió el aposento con la mirada.

—¡Vamos! -le dijo con confidencial familia­ridad—. ¿No se encontrará por acaso en algún sitio de la casa?

Ella sacudió la cabeza.

—¡Tanto peor para él! —comentó el teniente D'Hubert en un tono de absoluto convencimiento—. Pero estuvo esta mañana en la casa.

Esta vez la hermosa criada asintió levemente.

—¡Estuvo aquí! —exclamó D'Hubert—. ¿Y volvió a salir? ¿Para qué? ¿Por qué no se quedó tranquilamente en la casa? ¡Qué loco! Mi querida niña…

Su natural bondad de espíritu y un fuerte sen­tido de solidaridad hacia el compañero agudizaban el poder de observación del teniente D'Hubert. Im­primió a su voz la más persuasiva suavidad y, observando los pantalones de húsar que la mu­chacha aun sostenía, explotó el interés que ella demostraba en el bienestar y la dicha del teniente Feraud. Fue enérgico y convincente. Empleó sus bellos ojos bondadosos con excelentes resultados. Su ansiedad por encontrar al teniente Feraud, por el propio bien del oficial, venció por fin la resisten­cia de la joven. Desgraciadamente no tenía mucho que decir. Feraud había regresado a la casa poco antes de las diez, se dirigió directamente a su dor­mitorio y se echó sobre la cama ;para reanudar el sueño interrumpido. Lo había oído roncar más fuerte que antes, hasta muy avanzada la tarde. Luego se levantó, vistió su mejor uniforme y salió. Era todo lo que ella sabía.

Levantó los ojos y el teniente D'Hubert los escrutó con incredulidad.

—Es increíble. ¡Salir a pavonearse por la ciu­dad con su mejor uniforme! Mi querida niña, ¿no sabe acaso que esta mañana atravesó a ese civil de parte a parte con su sable? Lo traspasó como quien ensarta una liebre.

La hermosa criada escuchó la horrible noticia sin manifestar la menor aflicción. Pero apretó los labios con gesto pensativo.

—No anda paseando por la ciudad -observó en voz baja—. Lejos de ello.

—La familia del civil ha formado un tremen­do escándalo —continuó el teniente D'Hubert siguiendo el curso de sus pensamientos—. Y el general está indignado. Se trata de una de las familias más influyentes de la ciudad. Feraud de­bió, por lo menos, permanecer a mano…

—¿Qué le hará el general? -inquirió la joven con angustia.

—Puedo asegurarle que no le cortará la cabe­za -gruñó D'Hubert-. Su proceder es perfecta­mente censurable. Esta clase de bravatas le aca­rreará un sinfín de complicaciones.

—Pero no anda pavoneándose por la ciudad -insistió la criada en un tímido murmullo. —Tiene razón. Ahora que lo pienso, no lo he visto por ninguna parte. ¿Pero qué se ha hecho?

—Fue a hacer una visita —sugirió la criada al cabo de un momento de silencio.

El teniente D'Hubert se sobresaltó.

—¿Una visita? ¿Quiere usted decir que ha ido a visitar a una dama? ¡Qué desfachatez tiene este hombre! ¿Y cómo lo sabe, querida?

Sin disimular su femenino desprecio por la lentitud de la imaginación masculina, la bella criada le recordó que el teniente Feraud se había puesto su mejor uniforme antes de salir. También se había ataviado con su más flamante. dolmán, agregó en un tono que hacia pensar que esta con­versación comenzaba a exasperarla, y se volvió bruscamente de espaldas.

Sin poner en duda la exactitud de la informa­ción, el teniente D'Hubert no comprendió de in­mediato que lo adelantaba mucho en su misión oficial. Pues su búsqueda del teniente Feraud tenia, en efecto, un carácter oficial. No conocía a nin­guna de las mujeres a quien este individuo, que esa misma mañana había herido gravemente a un hombre, pudiera visitar por la tarde. Ellos dos se conocían apenas. Perplejo se mordía el dedo enguantado.

—¡Una visita! —exclamó—. ¡Iría a visitar al diablo!

Volviéndole la espalda mientras doblaba los pantalones de húsar sobre una silla, la muchacha protestó con una risita irritada:

—¡No, por Dios! Fue a visitar a Madame de Lionne.

El teniente D'Hubert lanzó un suave silbido. Madame de Lionne era la esposa de un alto fun­cionario, mantenía un concurrido salón y tenía fama de elegante y erudita. El marido era un civil ya anciano, pero el salón era de carácter militar y juvenil. El teniente D'Hubert no silbó porque le desagradara perseguir hasta aquel recinto al te­niente Feraud, sino porque habiendo llegado hacía poco tiempo a Estrasburgo, no había tenido ocasión aún de procurarse una tarjeta de presenta­ción para Madame de Lionne. "¿Y qué estaría ha­ciendo ahí aquel fanfarrón de Feraud, pensó. No le parecía la especie de hombre apropiada para…

—¿Está segura de lo que dice? —preguntó el teniente D'Hubert.

La muchacha lo estaba. Sin volverse para mi­rarlo, le explicó que el cochero de la casa vecina conocía al maitre d'hótel de Madame de Lionne. Por este conducto, ella obtenía sus informaciones. Y estaba absolutamente segura. Al hacer esta afirmación, suspiró. El teniente Feraud iba allá casi todas las tardes, agregó:

—¡Ah! ¡Bah! —exclamó irónicamente el te­niente D'Hubert. Su opinión sobre Madame de Lionne descendió varios grados. El teniente Feraud no parecía un individuo particularmente merece­dor del aprecio de una mujer que se reputaba inteligente y elegante. Pero no había nada que hacer. En el fondo, todas eran iguales, mucho más prácticas que idealistas. Pero el teniente D'Hubert no se dejó distraer por estas reflexiones.

—¡Truenos y centellas -exclamó en voz al­ta-. El general va allí a veces. Si por desgracia lo encuentra ahora haciéndole la corte a una dama, se armará un escándalo. Le puedo asegurar que nuestro general no goza de un carácter fácil.

—!Apresúrese, entonces! ¡No se quede aquí parado, ya que le he dicho dónde se encuentra! - gritó la muchacha, enrojeciendo hasta los ojos.

—Gracias, querida. No sé qué habría hecho sin usted.

Después de manifestarle su agradecimiento en una forma agresiva, que al principio fue violen­tamente resistida, pero luego tolerada con una rígida y aun más desagradable indiferencia, el te­niente D'Hubert se marchó.

Con aire marcial y abundante tintinear de espuelas y sables, avanzó rápidamente por las ca­lles. Detener a un compañero en un salón donde no era conocido, no lo incomodaba en lo más mí­nimo. El uniforme es un pasaporte. Su situación como oficier d'ordonnance del general le añadía aplomo. Además, ahora que sabía dónde encontrar al teniente Feraud, no le quedaba otra alternativa. Era asunto de servicio.

La casa de Madame de Lionne presentaba un aspecto imponente. Abriéndole la puerta de un gran salón de reluciente suelo, un criado de librea lo anunció y se apartó en seguida para darle paso. Era día de recepción. Las damas lucían enormes sombreros recargados con profusión de plumas; con sus cuerpos enfundados en vaporosos vestidos blancos, suspendidos desde las axilas hasta la punta del escotado zapato de raso, semejaban frescas ninfas en medio de un despliegue de gargan­tas y brazos desnudos. En cambio los hombres que con ellas departían estaban ataviados con pesados ropajes multicolores, con altos cuellos hasta las orejas y anchos fajines anudados a la cintura. El teniente D'Hubert cruzó airosamente la sala in­clinándose reverente ante la esbelta forma de una mujer recostada en un diván, le presentó las ex­cusas por su intrusión, que nada podría justificar si no fuera la extrema urgencia de la orden oficial que debía comunicar a su camarada Feraud. Se proponía regresar en una oportunidad más nor­mal para disculparse por interrumpir la intere­sante plática…

Antes de que terminara de hablar, la dama extendió hacia él, con exquisita languidez, un be­llo brazo desnudo. Respetuosamente rozó la mano con sus labios e hizo la observación mental de que era huesuda. Madame de Lionne era una rubia de cutis maravilloso y rostro alargado.

—C' est ça! -dijo con una sonrisa etérea que descubría una hilera de anchos dientes—. Venga esta noche a defender su causa.

—No faltaré; madame.

Entretanto, magnifico en su flamante dolmán y sus relucientes botas, el teniente Feraud se man­tenía sentado a corta distancia del diván, con una , mano apoyada en el muslo y la otra atusando la retorcida guía del mostacho. Respondiendo a una significativa mirada de D'Hubert, se levantó con desgano y lo siguió al hueco de una ventana.

—¿Qué desea de mí? —preguntó con asom­brosa indiferencia.

El teniente D'Hubert no podía comprender que, con plena inocencia y total -tranquilidad de conciencia, el teniente Feraud considerara su due­lo desde un punto de vista en el cual no figuraban el remordimiento ni siquiera el temor racional a las consecuencias posibles. Había escogido por pa­drinos a dos experimentados amigos. Todo se había hecho de acuerdo a las reglas que rigen esta clase de aventuras. Además, es evidente que los duelos se llevan a cabo con el propósito deli­berado de, por lo menos, herir a alguien, cuando no de matarlo. El civil resultó herido. También eso estaba en orden. El teniente Feraud se sentía perfectamente tranquilo; pero D'Hubert tomó su calma por afectación, y le habló con cierta viveza.

—El general me ha enviado para ordenarle que se retire inmediatamente a sus habitaciones y que permanezca allí estrictamente arrestado.

Tocaba ahora al teniente Feraud el sentirse asombrado.

—¿Qué diablos me dice usted? -murmuró débilmente, y se sumió en tan honda reflexión, que sólo pudo seguir mecánicamente los movi­mientos del teniente D'Hubert.

Los dos oficiales -el uno alto, de facciones interesantes y con unos bigotes color maíz; el otro bajo, macizo, con una nariz ganchuda y una masa de cabellos negros y crespos- se acercaron a la dueña de casa para despedirse Mujer de gustos eclécticos, Madame de Lionne sonrió a ambos ofi­ciales con imparcial sensibilidad y una igual par­ticipación de Interés. Madame de Lionne disfrutaba de la infinita variedad de la especie humana. Todos los ojos siguieron a los oficiales que salían, y cuando se hubieron alejado, uno o dos de los in­vitados que ya habían tenido conocimiento del duelo comunicaron la noticia a las frágiles damas que la acogieron con débiles exclamaciones de hu­mana comprensión.

Entretanto, los dos húsares caminaban jun­tos: el teniente Feraud esforzándose en captar las razones ocultas de los sucesos que en esta opor­tunidad escapaban al dominio de su inteligencia; el teniente D'Hubert fastidiado con el papel que se le había asignado, pues las instrucciones del general puntualizaban claramente que debía aten­der, en persona, a que el teniente Feraud cumplie­ra con exactitud e inmediatamente las órdenes impartidas.

"Al parecer, el jefe conoce bien a este ani­mal", pensó, observando a su compañero, cuya cara redonda, redondos ojos y hasta los retorci­dos bigotes, parecían animados por la exaspera­ción mental que le producía lo incomprensible.

Luego en voz alta manifestó en tono de re­proche:

—El general está indignado con usted.

El teniente Feraud se detuvo bruscamente al borde de la acera y exclamó con acento de indu­dable sinceridad:

—¿Pero por qué diablos está indignado?

La inocencia de espíritu del fiero gascón se reflejó en el gesto desesperado con que se cogió la cabeza, como para impedir que estallara de per­plejidad y confusión.

—Por el duelo —dijo cortante el teniente D'Hubert. Se sentía profundamente molesto por lo que consideraba una farsa perversa.

—¡El duelo! El…

El teniente Feraud pasó de un paroxismo de asombro a otro. Dejó caer las manos y se echó a andar lentamente, tratando de ajustar la infor­mación que se le daba a su actual estado de ánimo. Era imposible. Entonces prorrumpió indignado:

—¿Iba yo a dejar que aquel inmundo conejo civil se limpiara las botas con el uniforme del 7.0 regimiento de húsares?

El teniente D'Hubert no podía permanecer insensible a este simple argumento. El individuo .era un loco, pensó, pero de todos modos había mucho de razón en lo que decía.

—Naturalmente no sé hasta qué punto su acto sea justificado —empezó conciliador—. Y acaso el mismo general no esté bien informado. Esa gen-te lo tiene aturdido con sus lamentaciones.

—¡Ah! El general no está bien informado —masculló el teniente Feraud, apresurando el paso a medida que aumentaba su cólera ante la injus­ticia de su destino—. No está bien… ¡Y, sin em­bargo, ordena que se me arreste, con sólo Dios sabe qué consecuencias!

—No se exalte así —le reconvino el otro—.

La familia de su adversario es muy influyente y el asunto está tomando mal cariz. El general tuvo que atender inmediatamente sus quejas. No creo que tenga intención de ser demasiado severo con usted. Pero lo mejor que puede hacer es mante­nerse retirado por algún tiempo.

—Estoy muy agradecido al general —mur­muró rabiosamente entre dientes el teniente Feraud—. Y tal vez se le ocurra que también debo estarle agradecido a usted… , por la molestia que se ha dado en ir a buscarme al salón de una dama que…

—Francamente —lo interrumpió el teniente D'Hubert con una sonrisa ingenua—, me parece que debiera estarlo. No sabe cuánto me costó ave­riguar dónde se encontraba. No era precisamente el lugar donde debía usted lucirse en las presen­tes circunstancias. Si el general lo hubiera sor­prendido allí, haciéndole la corte a la diosa del templo… ¡Oh, Dios mío!… Usted sabe que de­testa que lo molesten con quejas de sus oficiales. Y esta vez el caso tenía, más que nunca, los carac­teres de una simple baladronada.

Los dos oficiales habían llegado ya a la puerta de calle de la casa donde vivía el teniente Feraud. Este se volvió hacia su acompañante.

—Teniente D'Hubert —dijo—; tengo que de­cirle algo que no podría exponer aquí en la calle. No puede usted negarse a subir.

La hermosa criada había abierto la puerta. El teniente Feraud pasó como una exhalación junto a ella, que levantó los ojos para dirigir una an­gustiada e interrogadora mirada al teniente D'Hubert, el cual se limitó a encogerse ligeramen­te de hombros mientras seguía a. su compañero con cierta reticencia.

Ya en su aposento, el teniente Feraud se des­abrochó el dolmán, lo lanzó sobre la cama y, cru­zando los brazos sobre el pecho, se volvió hacia el otro húsar.

—¿Cree usted que soy hombre que se resigne mansamente a una injusticia? —preguntó en tono enfático.

—¡Oh, sea razonable! —aconsejó el teniente D'Hubert con alguna irritación.

—¡Soy razonable! ¡Soy perfectamente razo­nable! —replicó el otro, esforzándose en domi­narse—. No puedo pedir explicaciones al general por su proceder, pero usted va a responderme por su propia conducta.

—No tengo por qué escuchar sus tonterías —murmuró el teniente D'Hubert con una leve mue­ca desdeñosa.

—¿Conque lo llama tonterías? Me parece que he hablado bien claro, a menos que usted no en­tienda el francés.

—¿Qué significa todo esto?

—¡Significa —gritó súbitamente el teniente Feraud— que le voy acortar a usted las orejas para que aprenda a no molestarme más con las órdenes del general cuando estoy en compañía de una dama!

Un profundo silencio siguió a esta loca de­claración, y, por la ventana abierta, el teniente D'Hubert escuchó el tranquilo canto de los pája­ros. Tratando de conservar la calma, dijo en­tonces: