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"El emperador del Delta" tiene todos los ingredientes de un clásico policial negro: un ambiente sórdido plagado de corrupción y violencia, crímenes siniestros, víctimas y victimarios, un detective escéptico y sarcástico que parece mucho más fuerte de lo que realmente es y varias tramas oscuras que al final se resuelven de una manera satisfactoria aunque no siempre feliz. Sin embargo, y paralelamente, como un horizonte lejano que poco a poco se va acercando y ocupando un espacio creciente, hay una densa y larga historia que involucra al personaje central y que trata de sus efímeros encuentros amorosos hasta llegar a una pasión desenfrenada y embargada por un contundente erotismo. Acción, sexo, romance y violencia, todo mezclado con diálogos ingeniosos y punzantes, a veces desopilantes, que intercambian numerosos y extraños personajes, transforman a "El emperador del Delta" en una novela de rápida y atrapante lectura.
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Seitenzahl: 1030
Veröffentlichungsjahr: 2014
Francia, Alvaro El emperador del Delta. – 1a ed. – Don Torcuato : Autores de Argentina, 2015.
“El emperador del Delta” tiene todos los ingredientes de un clásico policial negro: un ambiente sórdido plagado de corrupción y violencia, crímenes siniestros, víctimas y victimarios, un detective escéptico y sarcástico que parece mucho más fuerte de lo que realmente es y varias tramas oscuras que al final se resuelven de una manera satisfactoria aunque no siempre feliz. Sin embargo, y paralelamente, como un horizonte lejano que poco a poco se va acercando y ocupando un espacio creciente, hay una densa y larga historia que involucra al personaje central y que trata de sus efímeros encuentros amorosos hasta llegar a una pasión desenfrenada y embargada por un contundente erotismo. Acción, sexo, romance y violencia, todo mezclado con diálogos ingeniosos y punzantes, a veces desopilantes, que intercambian numerosos y extraños personajes, transforman a “El emperador del Delta” en una novela de rápida y atrapante lectura.
En su ámbito habitual de trabajo –la comisaría vigésimocuarta del partido de Tigre de la provincia de Buenos Aires- Mika Konen resultaba mucho más conocido por el mote de <<el sueco>>, el que ya tenía tantos años de antigüedad que no eran pocos quienes lo confundían con su apellido. Por lo tanto, a nadie asombraba –ni siquiera a él mismo- que algunos lo llamaran <<agente Sueco>>, <<detective Sueco>>, <<inspector Sueco>> o, simplemente, <<Sueco>>. Y Konen había terminado por aceptarlo -quizá con más indiferencia que resignación- sin molestarse en perder tiempo haciendo aclaraciones que nadie escucharía. Finalmente, solía pensar, <<Sueco>> no es tan malo y algo de razón hay detrás de ese apodo.
De hecho, le habían endilgado otros apodos peores que, por suerte, habían quedado en el olvido muy pronto. Y que Ramón, el ordenanza de la comisaría, fuera el único que lo llamara <<chueco>> no significaba nada: todos sabían que el viejo había perdido el oído y parte de la oreja izquierda en la explosión de una garrafa de gas y que había quedado bastante sordo. Lo suficiente, al menos, como para no haberse enterado, a pesar del tiempo transcurrido, que por entonces el apodo vigente era <<Sueco>>.
Cuando esa mañana de junio Konen entró en la comisaría ya hacía más de una hora que su turno de trabajo había expirado. La ronda nocturna se había desarrollado sin mayores inconvenientes, sólo las habituales peleas de borrachos y prostitutas con destrozos materiales insignificantes y algunos robos pequeños –carteras y celulares- que no causaron heridos y ni siquiera justificaron hacer una denuncia que, por lo demás, todos sabían que era una pérdida de tiempo. Resumiendo, nada que fuera preciso reportar, lo que le brindaba a Konen la alentadora posibilidad de escribir <<sin novedad>> en el libro de actas y poder marcharse a su casa de inmediato.
Pero no tuvo suerte: una nota pegada sobre su escritorio lo conminaba a reunirse con el comisario Santoro. La nota terminaba con la palabra <<urgente>> subrayada tres veces y entre signos de admiración, como siempre hacía Doris, la jefa de recepción. De todas formas, Konen se tomó su tiempo. “Primero un café doble, luego veremos”.
Se sacó la gorra marinera de lana y la guardó en un bolsillo de su campera tipo cazadora, la que colgó en el respaldo de la silla, y después se dirigió a la máquina de café que estaba en un rincón de la amplia sala. Aprovechando que nadie parecía mirarlo, tomó la jarra de café llena a medias, la vació en el lavatorio del baño de mujeres y regresó junto a la cafetera, operación que le llevó no más de dos o tres segundos. Con parsimonia, inició el rito de la preparación de un café recién hecho y se dispuso a esperar el ansiado gorgoteo de la máquina, apoyado contra una columna y con los brazos cruzados sobre su pecho. El espejo situado al lado de la puerta del baño de mujeres le devolvió su imagen. “La viva imagen de la indolencia, como diría mi jefe”. Y Konen sonrió por su propio pensamiento.
El espejo mostraba la figura de un hombre de mediana edad y de una gran altura que una delgadez casi esquelética y una ropa muy holgada aparentaban incrementar, de hombros anchos y musculosos –lo que se debía a la práctica constante del remo y los ejercicios en la barra-, de brazos y antebrazos macizos, surcados por venas y tendones que parecían cables de acero y que remataban en unas manos de dedos largos y no tan gruesos como podría esperarse.
Su cintura era estrecha y la diferencia con los hombros tan pronunciada que bajo cada axila podía llevar un arma de calibre mayor sin que nadie lo notara, lo que en su oficio resultaba muy ventajoso. Sus piernas todavía mostraban la fortaleza de una antigua afición a las carreras maratónicas y la piel de su rostro parecía bronceada y hasta curtida por un sol implacable y eterno, lo que generaba marcados contrastes con sus cabellos no muy cortos de un rubio intenso, con sus ojos celestes descoloridos hasta lucir grises, con sus dientes blancos y parejos y con su barba apenas crecida –que algunos consideraban atractiva y otros repulsiva- de tonalidades levemente rojizas. Color que, según Konen gustaba comentar, se debía a los restos del tuco de los ravioles del último domingo.
La máquina de café comenzó a gotear el líquido dentro de la jarra de vidrio y el aroma impregnó de una manera deliciosa el olfato de Konen mientras su mirada abarcaba, rápida e involuntariamente, a los pocos compañeros de trabajo que en ese momento lo circundaban en la inmensa sala, todos bajo una luz artificial y cenital -tan intensa que lograba empalidecer a todos- que ni siquiera se apagaba cuando los rayos de sol de la media tarde entraban a raudales por los amplios ventanales que daban al río.
Isabel Lenicov, la abogada y fiscal, estaba de pie en el medio del recinto hablando con su celular, apoyada en uno de los tantos archivadores metálicos que poblaban la sala y sacudiendo nerviosamente unos documentos que sostenía en su otra mano: alta, delgada, rubia y aún soltera pese a sus cuarenta años. “Una edad muy difícil para una mujer”. Era elegante, pero lucía una elegancia fría y hasta con cierto aire masculino –cabellos a veces peinados con gel y tirados hacia atrás, camisas con corbatas- lo que explicaba de dentro de la Comisaría 24a., en los pasillos y en voz baja, se dijera que la fiscal era lesbiana, aunque Konen sospechaba que ese rumor había salido de la boca de un agente despechado porque no había logrado seducirla.
Otro agente, experto en siniestros automovilísticos y, aparentemente, también en sexualidades diferentes, aseguraba que era el tamaño de los pies lo que confirmaba el lesbianismo de cualquier mujer. Konen nunca lo había tomado en serio, pero en una reunión durante la cual había permanecido parado junto a la fiscal –una ceremonia con discursos, aplausos y hasta la orquesta municipal- se le ocurrió acercar con disimulo su propio zapato al de ella para hacer una rápida comparación y pudo comprobar que esa mujer calzaba, como mínimo, una talla 41.
-Está confirmado, Sueco: la fiscal es lesbiana – dijo el experto días después cuando Konen le comentó su hallazgo, y agregó, con un gesto groseramente elocuente -.Yo no perdería el tiempo con ella si lo que querés es…
La sexualidad de la fiscal no fue una desilusión para Konen porque las intenciones seductoras que de una u otra forma le había atribuido el experto con respecto a ella no existían, aunque reconoció que con el correr del tiempo podían haber tenido lugar. Por lo demás, en la expeditiva y drástica clasificación que Konen establecía para relacionarse con sus compañeros de trabajo –amigo, neutral y enemigo- la abogada Isabel Lenicov figuraba como neutral, con tantas probabilidades de pasar a amiga como a enemiga de un momento a otro. “Clasificación general: neutral e imprevisible”.
Un poco más lejos, los mellizos Garuzzo estudiaban unas fotografías pegadas sobre una pizarra y discutían animadamente. De mellizos no tenían nada: de hecho, uno de ellos, bajo y muy robusto, se llamaba Quinto porque fue, precisamente, el quinto hijo en nacer y el otro, alto y flaco, Octavio porque había nacido en el octavo lugar. Ni siquiera sus rostros se parecían, si bien ambos tenían el aspecto tipico de los mafiosos sicilianos. “Si Francis Coppola los hubiera conocido años atrás, seguro que los dos terminaban trabajando en El Padrino I y II; incluso en el Padrino III”. También se diferenciaban en su conducta: Quinto siempre representaba el papel del policía malo y Octavio el de policía bueno. “Clasificación general: neutrales o amigos, relativamente confiables los dos”.
El subcomisario Ernesto Pérez Duarte asomaba cada tanto la cabeza por la puerta de su despacho, lanzaba una mirada furtiva a alguno de sus subordinados, le hacía una seña y volvía a desaparecer. Era una persona que no llegaba a los cincuenta años pero que aparentaba más debido a su constante seriedad. Ni alto ni bajo, ni rubio ni morocho, ni flaco ni gordo, el subcomisario intentaba compensar su mediocridad física con trajes de una notoria calidad que la mayoría de las veces incluían hasta un chaleco.
-Ese traje es de Armani – le había comentado a Konen la fiscal en una oportunidad, dándole un codazo encubierto y en voz baja – No lo comprás por menos de mil o dos mil dólares.
Sin embargo, era difícil que el subcomisario lograra en alguna ocasión la elegancia que buscaba: en realidad, la ropa le quedaba como si la hubiera heredado de un tío obeso muerto por un exceso de presión cardíaca. Sus movimientos y sus gestos, en cambio, eran elegantes, con un cierto aire aristocrático que lo distinguían. Y era un tipo valiente, eso no podía negarse: Konen había podido comprobar que en los tiroteos el subcomisario no dudaba en arriesgar su vida y hasta la ropa cara que usaba.
Aun así, ambos sentían una mutua antipatía y desconfianza, razón por la cual apenas se hablaban. Sólo intercambiaban las habituales palabras de cortesía y evitaban por todos los medios posibles trabajar juntos en los mismos casos: cada uno hacía como si el otro no existiera y mantenían una considerable distancia, lo que se veía favorecido debido a la predilección de Konen por el turno nocturno. “Clasificación general: enemigo”.
Rita Ramos, la que recién acababa de entrar al recinto, había sido una profesora de gimnasia que con cierto retardo experimentó la vocación por el servicio policial. Era de estatura mediana, fornida sin ser gorda –aunque ella misma reconocía a regañadientes poseer unos kilos de más-, ansiosa, nerviosa, sincera hasta la grosería, muy mal hablada, aficionada a los refranes extraños, divorciada sin hijos y de unos treinticinco años. “Edad difícil para una mujer”. Morocha por naturaleza, cada tanto se teñía de rubio, un color de pelo que según el juicio de Konen le quedaba espantoso: no sólo la cara y los ojos de Rita sino también su cuerpo y hasta su personalidad combinaban mejor con una morocha.
-¿Te gusta mi nuevo peinado, Sueco? – le había preguntado Rita una vez inaugurado otro de sus “períodos rubios”.
-¿Te lo hicieron en la Escuela de Mecánica?
-¿Qué querés decir con eso?
-Que ese peluquero ha cometido en tu cabeza un delito no excarcelable, Rita. No creo que lo condenen a cadena perpetua, pero de cinco años no se salva…
En un principio, Rita y la fiscal se habían hecho muy amigas y siempre andaban juntas. Juntas iban al gimnasio, juntas realizaban las prácticas de tiro -aunque esto último no era obligación de la fiscal- y juntas se mantenían en el mismo turno de trabajo, todo lo que, como lógica consecuencia –y en especial por los antecedentes de la fiscal en relación a su sexualidad- dio lugar a una serie de rumores. Pero frente a eso rumores perversos, Rita tenía algo a su favor: sus pies eran pequeños, no superaban el 37.
-Me animo a decir que la agente Rita Ramos no es lesbiana, muchachos – dictaminó el experto en sexualidades diferentes en una reunión informal de agentes de la 24a. en el bar El Reloj de la estación de trenes de Tigre-. En el peor de los casos es bisexual, lo que siempre deja una leve esperanza. La cuestión es saber estimular ciertos lugares estratégicos
Sea como sea, algo que nadie pudo averiguar sucedió entre ellas dos y, casi repentinamente, esa estrecha amistad se enfrió. Por lo demás, con el tiempo Rita demostró de forma fehaciente su predilección por el sexo masculino, sin que eso significara, de ninguna manera, que resultaba una chica <<de fácil acceso>>, calificativo que era común escuchar durante las guardias en relación a cualquier mujer policía. La prueba estuvo en un ojo amoratado que durante dos semanas lució un joven oficial que, según algunos comentarios, no fue consecuencia de un acto de servicio sino de un intento de acercamiento íntimo que Rita habría considerado demasiado apresurado y descortés.
-La petisa se hace respetar – advirtió otro perito en cuestiones afectivas – Por lo tanto, muchachos, hay que tener cuidado.
Konen jamás había trabajado con Rita en ningún caso, pero en las pocas y breves conversaciones que habían mantenido –tanto por cuestiones profesionales como por razones convencionales o de urbanidad- había descubierto en ella un irreverente sentido del humor que le divertía y, además, un cierto grado de informalidad que posibilitaba, con cierta cautela, una mayor intimidad y hasta el nacimiento de la amistad. Con Rita Ramos las formalidades estaban de más y eso le resultaba cómodo y agradable a Konen, si bien nunca había pensado en ella como mujer, pese a que admitía que tenía un buen culo y un buen par de tetas. Nunca o casi nunca, porque los ocasionales festejos corporativos en los que abundaba el alcohol no contaban. “Clasificación general: amiga con limitaciones, confiable con limitaciones, irascible e imprevisible”.
Al fondo, en un escritorio y concentrada en la lectura de varios expedientes, se ubicaba una chica muy atractiva, de pelo castaño claro, casi rubio, y ojos muy grandes, de unos veinticinco años. “Edad muy difícil para una mujer”. Su cuerpo –que a Konen siempre le había parecido que poseía una distribución ósea y muscular muy superior a la distribución de la riqueza de muchos países- pregonaba de manera elocuente su juventud, si bien su forma de caminar, cautelosa y algo felina, insinuaba cierta experiencia propia de las mujeres adultas. Había ingresado poco tiempo atrás en la 24a. y Konen todavía no sabía su nombre. A su lado se encontraba otro joven agente que tenía una antigüedad mayor que la chica, quizá un año o más, y cuyo nombre Konen también desconocía. “Tengo que aprender los nombres de los dos, aunque más no sea por cortesía”.
El gorgoteo de la cafetera avisó que el proceso ya estaba terminado y Konen salió de su momentánea abstracción y empezó a buscar un pocillo grande.
-Sueco… ¡A mi oficina! – escuchó gritar a su jefe, el comisario Roberto Santoro.
Por un instante, Konen siguió revolviendo toda la pila de pocillos sin encontrar ninguno de la medida que prefería, de modo que tuvo que conformarse con dos pequeños.
-Chueco, te están llamando – le dijo el ordenanza que pasaba a su lado.
-Ya lo sé, Ramón, ya lo sé – respondió Konen con fastidio, llenando los dos pocillos.
Después se dirigió a la oficina de su jefe, con un pocillo en cada mano y haciendo equilibrio entre los escritorios y las personas que poblaban el recinto que bullía de actividad: el pitido de las computadoras, el ronroneo de las impresoras, los teléfonos que sonaban, los variados ring-tones de los celulares y los comentarios de hombres y mujeres que iban y venían saturaban la acústica ambiental. Entró, cerró la puerta con el talón –lo que produjo una extraña sensación de vacío, como si el mundo exterior hubiera desaparecido- y se sentó frente al comisario con un suspiro de alivio.
-¿Qué tal, jefe?
El comisario le contestó con un gruñido y le entregó una carpeta que contenía varias fotografías, a la vez que tomaba uno de los pocillos que Konen había dejado sobre el escritorio y lo llevaba a su boca. Dio un sorbo y puso cara de asco.
-Mierda… ¡Está amargo!
-Era para mí, jefe.
-La próxima vez que me traigas un café que sea con azúcar – recomendó Santoro, sin escuchar las últimas palabras de su subordinado -. Una sola cucharita me basta… ¿Qué te parecen esas fotos?
Konen dedicó unos minutos a estudiar las fotos: mostraban a tres mujeres tiradas de costado sobre el césped, casi en la misma posición fetal. “Posición decúbito lateral, como dirían los forenses”. Las mujeres eran jóvenes y vestían de manera similar: todas con jeans, dos con camisas y la tercera con un pulóver. Otras tres fotos eran las típicas que sacaban en la morgue: rostros pálidos, ojos cerrados y cabellos peinados hacia atrás. “Máscaras mortuorias, caras inexpresivas como jugadores de póquer profesionales”. Incluso en dos de las fotos podían verse las costuras de la autopsia que desde las clavículas bajaban hasta unirse al esternón, y en otra los hematomas en el cuello, propios del estrangulamiento. Todas las fotos eran en color –las ropas así lo confirmaban- pero los rostros de las chicas parecían haber sido tomadas en blanco y negro. “Es muy difícil encubrir la lividez cadavérica: la muerte ahuyenta todos los colores”.
-¿Qué te parece? – insistió Santoro
-Lo de siempre, por más lamentable que sea – opinó Konen, encogiéndose de hombros – ¿Acaso tienen algo de particular?
-Sí, tienen una maldita particularidad: las tres son uruguayas y las tres aparecieron asesinadas en el partido de Tigre. Además, entraron a la Argentina por el puerto del Tigre y sus cadáveres fueron encontrados en el territorio de la Comisaría 24a., lo que significa que nos toca a nosotros ocuparnos de este asunto – y Santoro continuó, con un grado de exasperación que Konen le había visto en muy escasas ocasiones: – Para colmo, hay implicancias políticas detrás de todo esto.
-¿A qué se refiere, jefe?
-Tres uruguayas jóvenes asesinadas, una en octubre del año pasado, otra en febrero de este año y la tercera a fines de mayo, es demasiado fuerte para cualquiera. ¡Incluso para nosotros! Tres asesinatos en siete meses y tres cadáveres a pocas manzanas unos de otros. Es demasiado, Sueco, demasiado. No me extraña que el canciller de Uruguay haya hablado con nuestro canciller, y éste con el gobernador de la provincia y éste, a su vez, con el comisionado policial de la provincia y con el intendente del partido de Tigre, todos los que se lanzaron sobre mí en busca de explicaciones o de un chivo expiatorio. Hay que tener presente que faltan cinco meses para las elecciones y nadie quiere problemas de esta clase ni grandes repercusiones mediáticas. Ya sabés… la inseguridad y todo eso.
-Bueno, jefe, todo indica que usted es el último eslabón de la cadena.
-¿Es así como pensás consolarme?
Konen volvió a encogerse de hombros y permaneció callado. “Debí quedarme en mi casa, como aconsejaba mi horóscopo”.
-Por otra parte, yo no soy el último eslabón de esta cadena maldita, soy el anteúltimo.
-¿Y quién es el último eslabón? – preguntó Konen con cautela, empezando a sospechar la respuesta.
-El último eslabón sos vos, Sueco… – afirmó Santoro, echándose sobre el respaldo de su sillón rodante y esbozando una sonrisa.
-¿Y yo qué hice?
-Hasta ahora nada, pero lo vas a tener que hacer: resolver este problemita.
-No parece tan pequeño como usted dice, jefe.
-Es posible, pero sin ninguna duda este asunto requiere cierta delicadeza y por eso pensé en vos.
-Usted siempre comentó que yo no tengo ninguna delicadeza, jefe. Incluso recuerdo que en varias ocasiones dijo que mi delicadeza era la misma que despliega un elefante borracho en una cristalería.
-¿Dije eso? – inquirió Santoro con una mueca irónica en su boca –. No fui muy ingenioso, debo reconocerlo. ¡Ni siquiera original!
Konen no hizo más que gruñir. Esperó pacientemente y mientras tanto observó con detenimiento al comisario. Santoro tenía unos cincuenticinco años, una altura considerable, ojos y cabellos castaños, arrugas gestuales que surcaban la frente y las mejillas como profundas cicatrices y, casi contradiciendo la dureza de su rostro, una sonrisa eterna en sus labios con la cual seducía y convencía a casi todo el mundo, lo que en ciertas oportunidades también incluía a Konen. Esa sonrisa amplia y seductora, propia de las personas satisfechas consigo mismas y con el mundo en el cual vivían, junto a la simpatía natural y espontánea de Santoro y a la habilidad para arreglar los números de modo tal que el porcentaje de casos resueltos se mantuviera alto, le había solucionado muchas dificultades a la 24a. y por esa razón era respetado y estimado tanto por sus subordinados como por sus superiores, sobre todo por el intendente del partido de Tigre. “Clasificación general: casi amigo y relativamente confiable”.
-De todas maneras, estoy dispuesto a darte la oportunidad de demostrar tu delicadeza.
-Gracias, jefe. Me siento muy honrado. Pero no entiendo muy bien la razón de esa delicadeza que se me exige…
-En este caso, delicadeza significa que debés trabajar en silencio para evitar filtraciones de información que lleguen a la prensa. Tiempo atrás a vos te decían <<el mudo>> y eso es lo que se precisa ahora: que permanezcas mudo. La prensa ya se ocupó oportunamente de estos asesinatos, es cierto, pero no los ha vinculado entre sí. Tuvimos suerte ya que, en caso contrario, los medios hubieran comenzado a hablar de un asesino serial de inmediato. A los periodistas les encantan los asesinos seriales.
-¿Y está confirmado que no hay ninguna vinculación entre esos tres asesinatos?
-Es muy probable que la haya, pero lo importante, Sueco, es que no tiene que haber ninguna vinculación y no tiene que existir ningún asesino serial – explicó el comisario, poniendo un marcado énfasis en la palabra <<no>> -. ¿Comprendés?
-Estoy empezando a comprender, jefe.
-Así me gusta, Sueco. Siempre dije que eras un tipo inteligente.
-¿Puedo trabajar con alguien?
-Es difícil, Sueco, casi imposible. Hay gente que tuvo que tomarse las vacaciones del año pasado que están a punto de vencer y por eso nos quedamos con tres personas menos en junio. Lemos se rompió una pierna en un acto de servicio, lo que implica dos o tres meses de vacaciones forzadas. Rita Ramos está muy ocupada con el asunto de los desarmaderos de autos y con la licencia de Lemos se quedó sin el compañero que la protegía, por lo cual tengo que destinarla a trabajos menores. Por otra parte, los mellizos Garuzzo siguen con el tema del robo de los cables de fibra óptica. Además, Sueco, vos siempre trabajaste solo, ya sea porque nadie te soporta o porque preferís andar por tu cuenta sin compañeros, haciendo las travesuras, por llamarlas de alguna forma, que te caracterizan.
-Muchas veces he trabajado en equipo, jefe, y nunca tuve problemas.
-Vos no tuviste problemas, pero el que recibió las quejas por tu comportamiento fui yo.
-Me parece que está exagerando, jefe.
-Con vos las exageraciones siempre se quedan cortas, Sueco. Y sea como fuere, debemos acostumbrarnos a la idea de que las cosas no funcionan como en las series de la televisión yanqui: allá tienen un equipo de cinco o diez personas para resolver un caso y acá tenemos un solo agente para resolver cinco o diez casos. De todas formas, Sueco, a Rita y los mellizos a veces les queda algo de tiempo libre y quizá estén dispuestos a ayudarte. Pero recordá que este caso es tuyo y que no debés brindar mucha información ni siquiera a tus colaboradores: únicamente la información mínima y necesaria. Delicadeza, Sueco, te pido y te exijo delicadeza.
-¿Tengo que cambiar de turno?
-Elegí el turno que más te convenga, Sueco: no quiero privarte del complemento por nocturnidad, pero supongo que hay indagaciones que tendrás que hacer de día. El turno es tu elección. Yo quiero resultados y los horarios no me interesan.
Konen asintió con la cabeza. “Eso significa que trabajaré de noche y de día y con seguridad cobrando la mitad de las horas extras”.
El comisario juntó las fotografías con otros documentos de la carpeta, la cerró y se la alcanzó a Konen: era una forma de poner fin a la conversación.
-Que tengas suerte, Sueco.
Konen volvió a su escritorio con la carpeta. Podía irse a su casa porque ya eran casi las diez de la mañana y su turno había terminado dos horas antes –de hecho, esa idea pasó por su cabeza- pero no estaba cansado ni tenía sueño, de modo que decidió adelantar algo en su nuevo caso y se puso a trabajar con la computadora.
Como no quería llenar su mente de nombres y apellidos que en poco tiempo tendría que olvidar, decidió enumerar a cada una de las chicas asesinadas: la que murió en octubre recibió el número 1, la de febrero el número 2 y la última, muerta una quincena atrás, el número 3. Ese sistema de numeración o codificación también le servía a Konen para despersonalizar a las víctimas y amortiguar el impacto emocional que provocaba cualquier acto criminal y que, en determinadas circunstancias, podía entorpecer la investigación.
Los protocolos de la autopsia a los cuales logró acceder, más allá del complejo y farragoso idioma forense, informaban que, respectivamente, las chicas habían sido asesinadas por estrangulación, por apuñalamiento y por un golpe en la nuca con un objeto contundente y plano. Esos distintos modos de operar permitían presumir que no se trataba de un mismo homicida, lo cual, en cierta forma, descartaba la existencia de un asesino serial, a lo que debía sumarse una precisión técnica de la criminalística: un asesino serial es aquel que comete no menos de cuatro asesinatos.
“El comisario y hasta el intendente quedarán satisfechos por esa conclusión”. Por otra parte, estrangular, apuñalar y golpear eran los procedimientos habituales en los crímenes pasionales y entonces alejaban aún más la posibilidad de un crimen serial: algo alentador, por cierto, pero que no siempre se cumplía.
Había otros datos a tener en cuenta: las chicas tenían diecinueve, veinte y veintidós años de edad -la última un embarazo de dos meses en el momento de su muerte- y ninguna había sido encontrada en la escena del crimen, de acuerdo a lo que demostraban los cambios de lividez, lo que quería decir que después de asesinarlas alguien las había llevado hasta el lugar donde fueron halladas, una faena que no era lo corriente en los asesinatos pasionales ya que requería una mínima planificación y ciertas precauciones.
Los tres informes policiales coincidían en asegurar que las chicas desempeñaban tareas de meseras o camareras en distintos bares del municipio sin dar el nombre de ninguno de esos establecimientos. En los tres casos, algunos testigos –también sin nombres- las reconocieron como meseras o camareras, pese a que no aportaron mayores precisiones al respecto.
Konen apoyó su espalda en el respaldo del sillón, alejándose un poco de la computadora y pensando en la forma de solucionar esa falta de información. No resultaría fácil: las chicas eran uruguayas y seguramente no tenían permiso de trabajo, razón por la cual no debían figurar en la nómina de empleados de ninguna empresa. Si trabajaban lo hacían en negro, no pagaban impuestos, carecían de protección sindical y prácticamente no existían en ninguna clase de registro oficial. Tampoco ayudaba el tiempo transcurrido desde el hallazgo de los cadáveres: cualquier homicidio que no se resuelve en la primera semana tenía muchas probabilidades de quedar impune.
Automáticamente, casi sin tener conciencia de lo que hacía, Konen tanteó sus bolsillos superiores y extrajo con lentitud los elementos necesarios para encender su pipa. Alternaba la pipa con los cigarrillos, pero la pipa lo relajaba y lo ayudaba a pensar: para ciertos momentos, la pipa era ideal.
-Sueco, supongo que no pretenderás fumar acá adentro – dijo la fiscal con tono de protesta -. Está terminantemente prohibido…
Konen la escuchó, pero no hizo ninguna señal que así lo indicara. “Las mujeres homosexuales son más insoportables que las heterosexuales”. Aparentando indiferencia a todo lo que lo rodeaba, prosiguió con el rito de preparar la pipa a la vez que se acercaba a la computadora para continuar su análisis. La lectura de los informes le ofreció otro detalle que podía tener cierta relevancia: al parecer, las tres chicas ejercían la prostitución. Nada seguro, de acuerdo al lenguaje usado en el informe, pero era algo probable. En el informe de la número 2 se hablaba de <<trabajadora sexual>>, lo que a veces se usaba para evitar la mención del vocablo <<prostituta>>. “Vivimos la época de los eufemismos”.
-¿Alguien de los aquí presentes estuvo vinculado a los asesinatos de las chicas uruguayas? – preguntó Konen, echando un rápido vistazo a todos los demás y mostrando las fotografías.
-Yo estuve en uno de esos casos – confirmó el mellizo Quinto, levantando la mano como un alumno en la escuela -. Una chica muy joven, apuñalada.
-¿Era una prostituta?
-Sí, era una prostituta.
-¿Estás seguro de que era una prostituta?
-Para el petiso Garuzzo todas las mujeres son prostitutas – terció Rita, esbozando una sonrisa y jugueteando con un bolígrafo entre sus dientes.
Rita era la única en toda la 24a. que se animaba a llamar <<petiso>> a Quinto Garuzzo, lo que constituía una especie de devolución de atenciones puesto que Quinto siempre se dirigía a ella llamándola <<petisa>>. Nada que provocara tensiones en el ámbito de trabajo, sólo una divertida competencia que normalmente alegraba hasta a los mismos involucrados. Seguro que ambos se querían y se respetaban, pero lo disimulaban.
-Bueno, tal vez no fuera prostituta – admitió Quinto Garuzzo con desgano, para agregar tras una breve pausa, haciendo una mueca con su boca: -Pero les aseguro a todos que esa chica cobraba por sus favores sexuales.
Todos rieron, incluso Rita.
-¿Alguien más sabe algo de estas chicas uruguayas?
Nadie dijo nada y entonces Konen cerró la carpeta y la computadora, tomó su campera y salió.
E
n su ámbito habitual de trabajo –la comisaría vigésimocuarta del partido de Tigre de la provincia de Buenos Aires- Mika Konen resultaba mucho más conocido por el mote de <<el sueco>>, el que ya tenía tantos años de antigüedad que no eran pocos quienes lo confundían con su apellido. Por lo tanto, a nadie asombraba –ni siquiera a él mismo- que algunos lo llamaran <<agente Sueco>>, <<detective Sueco>>, <<inspector Sueco>> o, simplemente, <<Sueco>>. Y Konen había terminado por aceptarlo -quizá con más indiferencia que resignación- sin molestarse en perder tiempo haciendo aclaraciones que nadie escucharía. Finalmente, solía pensar, <<Sueco>> no es tan malo y algo de razón hay detrás de ese apodo.
De hecho, le habían endilgado otros apodos peores que, por suerte, habían quedado en el olvido muy pronto. Y que Ramón, el ordenanza de la comisaría, fuera el único que lo llamara <<chueco>> no significaba nada: todos sabían que el viejo había perdido el oído y parte de la oreja izquierda en la explosión de una garrafa de gas y que había quedado bastante sordo. Lo suficiente, al menos, como para no haberse enterado, a pesar del tiempo transcurrido, que por entonces el apodo vigente era <<Sueco>>.
Cuando esa mañana de junio Konen entró en la comisaría ya hacía más de una hora que su turno de trabajo había expirado. La ronda nocturna se había desarrollado sin mayores inconvenientes, sólo las habituales peleas de borrachos y prostitutas con destrozos materiales insignificantes y algunos robos pequeños –carteras y celulares- que no causaron heridos y ni siquiera justificaron hacer una denuncia que, por lo demás, todos sabían que era una pérdida de tiempo. Resumiendo, nada que fuera preciso reportar, lo que le brindaba a Konen la alentadora posibilidad de escribir <<sin novedad>> en el libro de actas y poder marcharse a su casa de inmediato.
Pero no tuvo suerte: una nota pegada sobre su escritorio lo conminaba a reunirse con el comisario Santoro. La nota terminaba con la palabra <<urgente>> subrayada tres veces y entre signos de admiración, como siempre hacía Doris, la jefa de recepción. De todas formas, Konen se tomó su tiempo. “Primero un café doble, luego veremos”.
Se sacó la gorra marinera de lana y la guardó en un bolsillo de su campera tipo cazadora, la que colgó en el respaldo de la silla, y después se dirigió a la máquina de café que estaba en un rincón de la amplia sala. Aprovechando que nadie parecía mirarlo, tomó la jarra de café llena a medias, la vació en el lavatorio del baño de mujeres y regresó junto a la cafetera, operación que le llevó no más de dos o tres segundos. Con parsimonia, inició el rito de la preparación de un café recién hecho y se dispuso a esperar el ansiado gorgoteo de la máquina, apoyado contra una columna y con los brazos cruzados sobre su pecho. El espejo situado al lado de la puerta del baño de mujeres le devolvió su imagen. “La viva imagen de la indolencia, como diría mi jefe”. Y Konen sonrió por su propio pensamiento.
El espejo mostraba la figura de un hombre de mediana edad y de una gran altura que una delgadez casi esquelética y una ropa muy holgada aparentaban incrementar, de hombros anchos y musculosos –lo que se debía a la práctica constante del remo y los ejercicios en la barra-, de brazos y antebrazos macizos, surcados por venas y tendones que parecían cables de acero y que remataban en unas manos de dedos largos y no tan gruesos como podría esperarse.
Su cintura era estrecha y la diferencia con los hombros tan pronunciada que bajo cada axila podía llevar un arma de calibre mayor sin que nadie lo notara, lo que en su oficio resultaba muy ventajoso. Sus piernas todavía mostraban la fortaleza de una antigua afición a las carreras maratónicas y la piel de su rostro parecía bronceada y hasta curtida por un sol implacable y eterno, lo que generaba marcados contrastes con sus cabellos no muy cortos de un rubio intenso, con sus ojos celestes descoloridos hasta lucir grises, con sus dientes blancos y parejos y con su barba apenas crecida –que algunos consideraban atractiva y otros repulsiva- de tonalidades levemente rojizas. Color que, según Konen gustaba comentar, se debía a los restos del tuco de los ravioles del último domingo.
La máquina de café comenzó a gotear el líquido dentro de la jarra de vidrio y el aroma impregnó de una manera deliciosa el olfato de Konen mientras su mirada abarcaba, rápida e involuntariamente, a los pocos compañeros de trabajo que en ese momento lo circundaban en la inmensa sala, todos bajo una luz artificial y cenital -tan intensa que lograba empalidecer a todos- que ni siquiera se apagaba cuando los rayos de sol de la media tarde entraban a raudales por los amplios ventanales que daban al río.
Isabel Lenicov, la abogada y fiscal, estaba de pie en el medio del recinto hablando con su celular, apoyada en uno de los tantos archivadores metálicos que poblaban la sala y sacudiendo nerviosamente unos documentos que sostenía en su otra mano: alta, delgada, rubia y aún soltera pese a sus cuarenta años. “Una edad muy difícil para una mujer”. Era elegante, pero lucía una elegancia fría y hasta con cierto aire masculino –cabellos a veces peinados con gel y tirados hacia atrás, camisas con corbatas- lo que explicaba de dentro de la Comisaría 24a., en los pasillos y en voz baja, se dijera que la fiscal era lesbiana, aunque Konen sospechaba que ese rumor había salido de la boca de un agente despechado porque no había logrado seducirla.
Otro agente, experto en siniestros automovilísticos y, aparentemente, también en sexualidades diferentes, aseguraba que era el tamaño de los pies lo que confirmaba el lesbianismo de cualquier mujer. Konen nunca lo había tomado en serio, pero en una reunión durante la cual había permanecido parado junto a la fiscal –una ceremonia con discursos, aplausos y hasta la orquesta municipal- se le ocurrió acercar con disimulo su propio zapato al de ella para hacer una rápida comparación y pudo comprobar que esa mujer calzaba, como mínimo, una talla 41.
-Está confirmado, Sueco: la fiscal es lesbiana – dijo el experto días después cuando Konen le comentó su hallazgo, y agregó, con un gesto groseramente elocuente -.Yo no perdería el tiempo con ella si lo que querés es…
La sexualidad de la fiscal no fue una desilusión para Konen porque las intenciones seductoras que de una u otra forma le había atribuido el experto con respecto a ella no existían, aunque reconoció que con el correr del tiempo podían haber tenido lugar. Por lo demás, en la expeditiva y drástica clasificación que Konen establecía para relacionarse con sus compañeros de trabajo –amigo, neutral y enemigo- la abogada Isabel Lenicov figuraba como neutral, con tantas probabilidades de pasar a amiga como a enemiga de un momento a otro. “Clasificación general: neutral e imprevisible”.
Un poco más lejos, los mellizos Garuzzo estudiaban unas fotografías pegadas sobre una pizarra y discutían animadamente. De mellizos no tenían nada: de hecho, uno de ellos, bajo y muy robusto, se llamaba Quinto porque fue, precisamente, el quinto hijo en nacer y el otro, alto y flaco, Octavio porque había nacido en el octavo lugar. Ni siquiera sus rostros se parecían, si bien ambos tenían el aspecto tipico de los mafiosos sicilianos. “Si Francis Coppola los hubiera conocido años atrás, seguro que los dos terminaban trabajando en El Padrino I y II; incluso en el Padrino III”. También se diferenciaban en su conducta: Quinto siempre representaba el papel del policía malo y Octavio el de policía bueno. “Clasificación general: neutrales o amigos, relativamente confiables los dos”.
El subcomisario Ernesto Pérez Duarte asomaba cada tanto la cabeza por la puerta de su despacho, lanzaba una mirada furtiva a alguno de sus subordinados, le hacía una seña y volvía a desaparecer. Era una persona que no llegaba a los cincuenta años pero que aparentaba más debido a su constante seriedad. Ni alto ni bajo, ni rubio ni morocho, ni flaco ni gordo, el subcomisario intentaba compensar su mediocridad física con trajes de una notoria calidad que la mayoría de las veces incluían hasta un chaleco.
-Ese traje es de Armani – le había comentado a Konen la fiscal en una oportunidad, dándole un codazo encubierto y en voz baja – No lo comprás por menos de mil o dos mil dólares.
Sin embargo, era difícil que el subcomisario lograra en alguna ocasión la elegancia que buscaba: en realidad, la ropa le quedaba como si la hubiera heredado de un tío obeso muerto por un exceso de presión cardíaca. Sus movimientos y sus gestos, en cambio, eran elegantes, con un cierto aire aristocrático que lo distinguían. Y era un tipo valiente, eso no podía negarse: Konen había podido comprobar que en los tiroteos el subcomisario no dudaba en arriesgar su vida y hasta la ropa cara que usaba.
Aun así, ambos sentían una mutua antipatía y desconfianza, razón por la cual apenas se hablaban. Sólo intercambiaban las habituales palabras de cortesía y evitaban por todos los medios posibles trabajar juntos en los mismos casos: cada uno hacía como si el otro no existiera y mantenían una considerable distancia, lo que se veía favorecido debido a la predilección de Konen por el turno nocturno. “Clasificación general: enemigo”.
Rita Ramos, la que recién acababa de entrar al recinto, había sido una profesora de gimnasia que con cierto retardo experimentó la vocación por el servicio policial. Era de estatura mediana, fornida sin ser gorda –aunque ella misma reconocía a regañadientes poseer unos kilos de más-, ansiosa, nerviosa, sincera hasta la grosería, muy mal hablada, aficionada a los refranes extraños, divorciada sin hijos y de unos treinticinco años. “Edad difícil para una mujer”. Morocha por naturaleza, cada tanto se teñía de rubio, un color de pelo que según el juicio de Konen le quedaba espantoso: no sólo la cara y los ojos de Rita sino también su cuerpo y hasta su personalidad combinaban mejor con una morocha.
-¿Te gusta mi nuevo peinado, Sueco? – le había preguntado Rita una vez inaugurado otro de sus “períodos rubios”.
-¿Te lo hicieron en la Escuela de Mecánica?
-¿Qué querés decir con eso?
-Que ese peluquero ha cometido en tu cabeza un delito no excarcelable, Rita. No creo que lo condenen a cadena perpetua, pero de cinco años no se salva…
En un principio, Rita y la fiscal se habían hecho muy amigas y siempre andaban juntas. Juntas iban al gimnasio, juntas realizaban las prácticas de tiro -aunque esto último no era obligación de la fiscal- y juntas se mantenían en el mismo turno de trabajo, todo lo que, como lógica consecuencia –y en especial por los antecedentes de la fiscal en relación a su sexualidad- dio lugar a una serie de rumores. Pero frente a eso rumores perversos, Rita tenía algo a su favor: sus pies eran pequeños, no superaban el 37.
-Me animo a decir que la agente Rita Ramos no es lesbiana, muchachos – dictaminó el experto en sexualidades diferentes en una reunión informal de agentes de la 24a. en el bar El Reloj de la estación de trenes de Tigre-. En el peor de los casos es bisexual, lo que siempre deja una leve esperanza. La cuestión es saber estimular ciertos lugares estratégicos
Sea como sea, algo que nadie pudo averiguar sucedió entre ellas dos y, casi repentinamente, esa estrecha amistad se enfrió. Por lo demás, con el tiempo Rita demostró de forma fehaciente su predilección por el sexo masculino, sin que eso significara, de ninguna manera, que resultaba una chica <<de fácil acceso>>, calificativo que era común escuchar durante las guardias en relación a cualquier mujer policía. La prueba estuvo en un ojo amoratado que durante dos semanas lució un joven oficial que, según algunos comentarios, no fue consecuencia de un acto de servicio sino de un intento de acercamiento íntimo que Rita habría considerado demasiado apresurado y descortés.
-La petisa se hace respetar – advirtió otro perito en cuestiones afectivas – Por lo tanto, muchachos, hay que tener cuidado.
Konen jamás había trabajado con Rita en ningún caso, pero en las pocas y breves conversaciones que habían mantenido –tanto por cuestiones profesionales como por razones convencionales o de urbanidad- había descubierto en ella un irreverente sentido del humor que le divertía y, además, un cierto grado de informalidad que posibilitaba, con cierta cautela, una mayor intimidad y hasta el nacimiento de la amistad. Con Rita Ramos las formalidades estaban de más y eso le resultaba cómodo y agradable a Konen, si bien nunca había pensado en ella como mujer, pese a que admitía que tenía un buen culo y un buen par de tetas. Nunca o casi nunca, porque los ocasionales festejos corporativos en los que abundaba el alcohol no contaban. “Clasificación general: amiga con limitaciones, confiable con limitaciones, irascible e imprevisible”.
Al fondo, en un escritorio y concentrada en la lectura de varios expedientes, se ubicaba una chica muy atractiva, de pelo castaño claro, casi rubio, y ojos muy grandes, de unos veinticinco años. “Edad muy difícil para una mujer”. Su cuerpo –que a Konen siempre le había parecido que poseía una distribución ósea y muscular muy superior a la distribución de la riqueza de muchos países- pregonaba de manera elocuente su juventud, si bien su forma de caminar, cautelosa y algo felina, insinuaba cierta experiencia propia de las mujeres adultas. Había ingresado poco tiempo atrás en la 24a. y Konen todavía no sabía su nombre. A su lado se encontraba otro joven agente que tenía una antigüedad mayor que la chica, quizá un año o más, y cuyo nombre Konen también desconocía. “Tengo que aprender los nombres de los dos, aunque más no sea por cortesía”.
El gorgoteo de la cafetera avisó que el proceso ya estaba terminado y Konen salió de su momentánea abstracción y empezó a buscar un pocillo grande.
-Sueco… ¡A mi oficina! – escuchó gritar a su jefe, el comisario Roberto Santoro.
Por un instante, Konen siguió revolviendo toda la pila de pocillos sin encontrar ninguno de la medida que prefería, de modo que tuvo que conformarse con dos pequeños.
-Chueco, te están llamando – le dijo el ordenanza que pasaba a su lado.
-Ya lo sé, Ramón, ya lo sé – respondió Konen con fastidio, llenando los dos pocillos.
Después se dirigió a la oficina de su jefe, con un pocillo en cada mano y haciendo equilibrio entre los escritorios y las personas que poblaban el recinto que bullía de actividad: el pitido de las computadoras, el ronroneo de las impresoras, los teléfonos que sonaban, los variados ring-tones de los celulares y los comentarios de hombres y mujeres que iban y venían saturaban la acústica ambiental. Entró, cerró la puerta con el talón –lo que produjo una extraña sensación de vacío, como si el mundo exterior hubiera desaparecido- y se sentó frente al comisario con un suspiro de alivio.
-¿Qué tal, jefe?
El comisario le contestó con un gruñido y le entregó una carpeta que contenía varias fotografías, a la vez que tomaba uno de los pocillos que Konen había dejado sobre el escritorio y lo llevaba a su boca. Dio un sorbo y puso cara de asco.
-Mierda… ¡Está amargo!
-Era para mí, jefe.
-La próxima vez que me traigas un café que sea con azúcar – recomendó Santoro, sin escuchar las últimas palabras de su subordinado -. Una sola cucharita me basta… ¿Qué te parecen esas fotos?
Konen dedicó unos minutos a estudiar las fotos: mostraban a tres mujeres tiradas de costado sobre el césped, casi en la misma posición fetal. “Posición decúbito lateral, como dirían los forenses”. Las mujeres eran jóvenes y vestían de manera similar: todas con jeans, dos con camisas y la tercera con un pulóver. Otras tres fotos eran las típicas que sacaban en la morgue: rostros pálidos, ojos cerrados y cabellos peinados hacia atrás. “Máscaras mortuorias, caras inexpresivas como jugadores de póquer profesionales”. Incluso en dos de las fotos podían verse las costuras de la autopsia que desde las clavículas bajaban hasta unirse al esternón, y en otra los hematomas en el cuello, propios del estrangulamiento. Todas las fotos eran en color –las ropas así lo confirmaban- pero los rostros de las chicas parecían haber sido tomadas en blanco y negro. “Es muy difícil encubrir la lividez cadavérica: la muerte ahuyenta todos los colores”.
-¿Qué te parece? – insistió Santoro
-Lo de siempre, por más lamentable que sea – opinó Konen, encogiéndose de hombros – ¿Acaso tienen algo de particular?
-Sí, tienen una maldita particularidad: las tres son uruguayas y las tres aparecieron asesinadas en el partido de Tigre. Además, entraron a la Argentina por el puerto del Tigre y sus cadáveres fueron encontrados en el territorio de la Comisaría 24a., lo que significa que nos toca a nosotros ocuparnos de este asunto – y Santoro continuó, con un grado de exasperación que Konen le había visto en muy escasas ocasiones: – Para colmo, hay implicancias políticas detrás de todo esto.
-¿A qué se refiere, jefe?
-Tres uruguayas jóvenes asesinadas, una en octubre del año pasado, otra en febrero de este año y la tercera a fines de mayo, es demasiado fuerte para cualquiera. ¡Incluso para nosotros! Tres asesinatos en siete meses y tres cadáveres a pocas manzanas unos de otros. Es demasiado, Sueco, demasiado. No me extraña que el canciller de Uruguay haya hablado con nuestro canciller, y éste con el gobernador de la provincia y éste, a su vez, con el comisionado policial de la provincia y con el intendente del partido de Tigre, todos los que se lanzaron sobre mí en busca de explicaciones o de un chivo expiatorio. Hay que tener presente que faltan cinco meses para las elecciones y nadie quiere problemas de esta clase ni grandes repercusiones mediáticas. Ya sabés… la inseguridad y todo eso.
-Bueno, jefe, todo indica que usted es el último eslabón de la cadena.
-¿Es así como pensás consolarme?
Konen volvió a encogerse de hombros y permaneció callado. “Debí quedarme en mi casa, como aconsejaba mi horóscopo”.
-Por otra parte, yo no soy el último eslabón de esta cadena maldita, soy el anteúltimo.
-¿Y quién es el último eslabón? – preguntó Konen con cautela, empezando a sospechar la respuesta.
-El último eslabón sos vos, Sueco… – afirmó Santoro, echándose sobre el respaldo de su sillón rodante y esbozando una sonrisa.
-¿Y yo qué hice?
-Hasta ahora nada, pero lo vas a tener que hacer: resolver este problemita.
-No parece tan pequeño como usted dice, jefe.
-Es posible, pero sin ninguna duda este asunto requiere cierta delicadeza y por eso pensé en vos.
-Usted siempre comentó que yo no tengo ninguna delicadeza, jefe. Incluso recuerdo que en varias ocasiones dijo que mi delicadeza era la misma que despliega un elefante borracho en una cristalería.
-¿Dije eso? – inquirió Santoro con una mueca irónica en su boca –. No fui muy ingenioso, debo reconocerlo. ¡Ni siquiera original!
Konen no hizo más que gruñir. Esperó pacientemente y mientras tanto observó con detenimiento al comisario. Santoro tenía unos cincuenticinco años, una altura considerable, ojos y cabellos castaños, arrugas gestuales que surcaban la frente y las mejillas como profundas cicatrices y, casi contradiciendo la dureza de su rostro, una sonrisa eterna en sus labios con la cual seducía y convencía a casi todo el mundo, lo que en ciertas oportunidades también incluía a Konen. Esa sonrisa amplia y seductora, propia de las personas satisfechas consigo mismas y con el mundo en el cual vivían, junto a la simpatía natural y espontánea de Santoro y a la habilidad para arreglar los números de modo tal que el porcentaje de casos resueltos se mantuviera alto, le había solucionado muchas dificultades a la 24a. y por esa razón era respetado y estimado tanto por sus subordinados como por sus superiores, sobre todo por el intendente del partido de Tigre. “Clasificación general: casi amigo y relativamente confiable”.
-De todas maneras, estoy dispuesto a darte la oportunidad de demostrar tu delicadeza.
-Gracias, jefe. Me siento muy honrado. Pero no entiendo muy bien la razón de esa delicadeza que se me exige…
-En este caso, delicadeza significa que debés trabajar en silencio para evitar filtraciones de información que lleguen a la prensa. Tiempo atrás a vos te decían <<el mudo>> y eso es lo que se precisa ahora: que permanezcas mudo. La prensa ya se ocupó oportunamente de estos asesinatos, es cierto, pero no los ha vinculado entre sí. Tuvimos suerte ya que, en caso contrario, los medios hubieran comenzado a hablar de un asesino serial de inmediato. A los periodistas les encantan los asesinos seriales.
-¿Y está confirmado que no hay ninguna vinculación entre esos tres asesinatos?
-Es muy probable que la haya, pero lo importante, Sueco, es que no tiene que haber ninguna vinculación y no tiene que existir ningún asesino serial – explicó el comisario, poniendo un marcado énfasis en la palabra <<no>> -. ¿Comprendés?
-Estoy empezando a comprender, jefe.
-Así me gusta, Sueco. Siempre dije que eras un tipo inteligente.
-¿Puedo trabajar con alguien?
-Es difícil, Sueco, casi imposible. Hay gente que tuvo que tomarse las vacaciones del año pasado que están a punto de vencer y por eso nos quedamos con tres personas menos en junio. Lemos se rompió una pierna en un acto de servicio, lo que implica dos o tres meses de vacaciones forzadas. Rita Ramos está muy ocupada con el asunto de los desarmaderos de autos y con la licencia de Lemos se quedó sin el compañero que la protegía, por lo cual tengo que destinarla a trabajos menores. Por otra parte, los mellizos Garuzzo siguen con el tema del robo de los cables de fibra óptica. Además, Sueco, vos siempre trabajaste solo, ya sea porque nadie te soporta o porque preferís andar por tu cuenta sin compañeros, haciendo las travesuras, por llamarlas de alguna forma, que te caracterizan.
-Muchas veces he trabajado en equipo, jefe, y nunca tuve problemas.
-Vos no tuviste problemas, pero el que recibió las quejas por tu comportamiento fui yo.
-Me parece que está exagerando, jefe.
-Con vos las exageraciones siempre se quedan cortas, Sueco. Y sea como fuere, debemos acostumbrarnos a la idea de que las cosas no funcionan como en las series de la televisión yanqui: allá tienen un equipo de cinco o diez personas para resolver un caso y acá tenemos un solo agente para resolver cinco o diez casos. De todas formas, Sueco, a Rita y los mellizos a veces les queda algo de tiempo libre y quizá estén dispuestos a ayudarte. Pero recordá que este caso es tuyo y que no debés brindar mucha información ni siquiera a tus colaboradores: únicamente la información mínima y necesaria. Delicadeza, Sueco, te pido y te exijo delicadeza.
-¿Tengo que cambiar de turno?
-Elegí el turno que más te convenga, Sueco: no quiero privarte del complemento por nocturnidad, pero supongo que hay indagaciones que tendrás que hacer de día. El turno es tu elección. Yo quiero resultados y los horarios no me interesan.
Konen asintió con la cabeza. “Eso significa que trabajaré de noche y de día y con seguridad cobrando la mitad de las horas extras”.
El comisario juntó las fotografías con otros documentos de la carpeta, la cerró y se la alcanzó a Konen: era una forma de poner fin a la conversación.
-Que tengas suerte, Sueco.
Konen volvió a su escritorio con la carpeta. Podía irse a su casa porque ya eran casi las diez de la mañana y su turno había terminado dos horas antes –de hecho, esa idea pasó por su cabeza- pero no estaba cansado ni tenía sueño, de modo que decidió adelantar algo en su nuevo caso y se puso a trabajar con la computadora.
Como no quería llenar su mente de nombres y apellidos que en poco tiempo tendría que olvidar, decidió enumerar a cada una de las chicas asesinadas: la que murió en octubre recibió el número 1, la de febrero el número 2 y la última, muerta una quincena atrás, el número 3. Ese sistema de numeración o codificación también le servía a Konen para despersonalizar a las víctimas y amortiguar el impacto emocional que provocaba cualquier acto criminal y que, en determinadas circunstancias, podía entorpecer la investigación.
Los protocolos de la autopsia a los cuales logró acceder, más allá del complejo y farragoso idioma forense, informaban que, respectivamente, las chicas habían sido asesinadas por estrangulación, por apuñalamiento y por un golpe en la nuca con un objeto contundente y plano. Esos distintos modos de operar permitían presumir que no se trataba de un mismo homicida, lo cual, en cierta forma, descartaba la existencia de un asesino serial, a lo que debía sumarse una precisión técnica de la criminalística: un asesino serial es aquel que comete no menos de cuatro asesinatos.
“El comisario y hasta el intendente quedarán satisfechos por esa conclusión”. Por otra parte, estrangular, apuñalar y golpear eran los procedimientos habituales en los crímenes pasionales y entonces alejaban aún más la posibilidad de un crimen serial: algo alentador, por cierto, pero que no siempre se cumplía.
Había otros datos a tener en cuenta: las chicas tenían diecinueve, veinte y veintidós años de edad -la última un embarazo de dos meses en el momento de su muerte- y ninguna había sido encontrada en la escena del crimen, de acuerdo a lo que demostraban los cambios de lividez, lo que quería decir que después de asesinarlas alguien las había llevado hasta el lugar donde fueron halladas, una faena que no era lo corriente en los asesinatos pasionales ya que requería una mínima planificación y ciertas precauciones.
Los tres informes policiales coincidían en asegurar que las chicas desempeñaban tareas de meseras o camareras en distintos bares del municipio sin dar el nombre de ninguno de esos establecimientos. En los tres casos, algunos testigos –también sin nombres- las reconocieron como meseras o camareras, pese a que no aportaron mayores precisiones al respecto.
Konen apoyó su espalda en el respaldo del sillón, alejándose un poco de la computadora y pensando en la forma de solucionar esa falta de información. No resultaría fácil: las chicas eran uruguayas y seguramente no tenían permiso de trabajo, razón por la cual no debían figurar en la nómina de empleados de ninguna empresa. Si trabajaban lo hacían en negro, no pagaban impuestos, carecían de protección sindical y prácticamente no existían en ninguna clase de registro oficial. Tampoco ayudaba el tiempo transcurrido desde el hallazgo de los cadáveres: cualquier homicidio que no se resuelve en la primera semana tenía muchas probabilidades de quedar impune.
Automáticamente, casi sin tener conciencia de lo que hacía, Konen tanteó sus bolsillos superiores y extrajo con lentitud los elementos necesarios para encender su pipa. Alternaba la pipa con los cigarrillos, pero la pipa lo relajaba y lo ayudaba a pensar: para ciertos momentos, la pipa era ideal.
-Sueco, supongo que no pretenderás fumar acá adentro – dijo la fiscal con tono de protesta -. Está terminantemente prohibido…
Konen la escuchó, pero no hizo ninguna señal que así lo indicara. “Las mujeres homosexuales son más insoportables que las heterosexuales”. Aparentando indiferencia a todo lo que lo rodeaba, prosiguió con el rito de preparar la pipa a la vez que se acercaba a la computadora para continuar su análisis. La lectura de los informes le ofreció otro detalle que podía tener cierta relevancia: al parecer, las tres chicas ejercían la prostitución. Nada seguro, de acuerdo al lenguaje usado en el informe, pero era algo probable. En el informe de la número 2 se hablaba de <<trabajadora sexual>>, lo que a veces se usaba para evitar la mención del vocablo <<prostituta>>. “Vivimos la época de los eufemismos”.
-¿Alguien de los aquí presentes estuvo vinculado a los asesinatos de las chicas uruguayas? – preguntó Konen, echando un rápido vistazo a todos los demás y mostrando las fotografías.
-Yo estuve en uno de esos casos – confirmó el mellizo Quinto, levantando la mano como un alumno en la escuela -. Una chica muy joven, apuñalada.
-¿Era una prostituta?
-Sí, era una prostituta.
-¿Estás seguro de que era una prostituta?
-Para el petiso Garuzzo todas las mujeres son prostitutas – terció Rita, esbozando una sonrisa y jugueteando con un bolígrafo entre sus dientes.
Rita era la única en toda la 24a. que se animaba a llamar <<petiso>> a Quinto Garuzzo, lo que constituía una especie de devolución de atenciones puesto que Quinto siempre se dirigía a ella llamándola <<petisa>>. Nada que provocara tensiones en el ámbito de trabajo, sólo una divertida competencia que normalmente alegraba hasta a los mismos involucrados. Seguro que ambos se querían y se respetaban, pero lo disimulaban.
-Bueno, tal vez no fuera prostituta – admitió Quinto Garuzzo con desgano, para agregar tras una breve pausa, haciendo una mueca con su boca: -Pero les aseguro a todos que esa chica cobraba por sus favores sexuales.
Todos rieron, incluso Rita.
-¿Alguien más sabe algo de estas chicas uruguayas?
Nadie dijo nada y entonces Konen cerró la carpeta y la computadora, tomó su campera y salió.
En su ámbito habitual de trabajo –la comisaría vigésimocuarta del partido de Tigre de la provincia de Buenos Aires- Mika Konen resultaba mucho más conocido por el mote de <<el sueco>>, el que ya tenía tantos años de antigüedad que no eran pocos quienes lo confundían con su apellido. Por lo tanto, a nadie asombraba –ni siquiera a él mismo- que algunos lo llamaran <<agente Sueco>>, <<detective Sueco>>, <<inspector Sueco>> o, simplemente, <<Sueco>>. Y Konen había terminado por aceptarlo -quizá con más indiferencia que resignación- sin molestarse en perder tiempo haciendo aclaraciones que nadie escucharía. Finalmente, solía pensar, <<Sueco>> no es tan malo y algo de razón hay detrás de ese apodo.
De hecho, le habían endilgado otros apodos peores que, por suerte, habían quedado en el olvido muy pronto. Y que Ramón, el ordenanza de la comisaría, fuera el único que lo llamara <<chueco>> no significaba nada: todos sabían que el viejo había perdido el oído y parte de la oreja izquierda en la explosión de una garrafa de gas y que había quedado bastante sordo. Lo suficiente, al menos, como para no haberse enterado, a pesar del tiempo transcurrido, que por entonces el apodo vigente era <<Sueco>>.
Cuando esa mañana de junio Konen entró en la comisaría ya hacía más de una hora que su turno de trabajo había expirado. La ronda nocturna se había desarrollado sin mayores inconvenientes, sólo las habituales peleas de borrachos y prostitutas con destrozos materiales insignificantes y algunos robos pequeños –carteras y celulares- que no causaron heridos y ni siquiera justificaron hacer una denuncia que, por lo demás, todos sabían que era una pérdida de tiempo. Resumiendo, nada que fuera preciso reportar, lo que le brindaba a Konen la alentadora posibilidad de escribir <<sin novedad>> en el libro de actas y poder marcharse a su casa de inmediato.
Pero no tuvo suerte: una nota pegada sobre su escritorio lo conminaba a reunirse con el comisario Santoro. La nota terminaba con la palabra <<urgente>> subrayada tres veces y entre signos de admiración, como siempre hacía Doris, la jefa de recepción. De todas formas, Konen se tomó su tiempo. “Primero un café doble, luego veremos”.
Se sacó la gorra marinera de lana y la guardó en un bolsillo de su campera tipo cazadora, la que colgó en el respaldo de la silla, y después se dirigió a la máquina de café que estaba en un rincón de la amplia sala. Aprovechando que nadie parecía mirarlo, tomó la jarra de café llena a medias, la vació en el lavatorio del baño de mujeres y regresó junto a la cafetera, operación que le llevó no más de dos o tres segundos. Con parsimonia, inició el rito de la preparación de un café recién hecho y se dispuso a esperar el ansiado gorgoteo de la máquina, apoyado contra una columna y con los brazos cruzados sobre su pecho. El espejo situado al lado de la puerta del baño de mujeres le devolvió su imagen. “La viva imagen de la indolencia, como diría mi jefe”. Y Konen sonrió por su propio pensamiento.