El emperador del Delta - Alvaro Francia - E-Book

El emperador del Delta E-Book

Alvaro Francia

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Beschreibung

"El emperador del Delta" tiene todos los ingredientes de un clásico policial negro: un ambiente sórdido plagado de corrupción y violencia, crímenes siniestros, víctimas y victimarios, un detective escéptico y sarcástico que parece mucho más fuerte de lo que realmente es y varias tramas oscuras que al final se resuelven de una manera satisfactoria aunque no siempre feliz. Sin embargo, y paralelamente, como un horizonte lejano que poco a poco se va acercando y ocupando un espacio creciente, hay una densa y larga historia que involucra al personaje central y que trata de sus efímeros encuentros amorosos hasta llegar a una pasión desenfrenada y embargada por un contundente erotismo. Acción, sexo, romance y violencia, todo mezclado con diálogos ingeniosos y punzantes, a veces desopilantes, que intercambian numerosos y extraños personajes, transforman a "El emperador del Delta" en una novela de rápida y atrapante lectura.

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Seitenzahl: 1030

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Alvaro Francia

El emperador del Delta

Editorial Autores de Argentina

Francia, Alvaro El emperador del Delta. – 1a ed. – Don Torcuato : Autores de Argentina, 2015.       

E-Book.     ISBN 978-987-711-109-5               1. Narrativa Argentina. I. Título CDD A863
Editorial Autores de Argentina

Índice

SinopsisCapítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6Capítulo 7Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10Capítulo 11Capítulo 12Capítulo 13Capítulo 14Capítulo 15Capítulo 16Capítulo 17Capítulo 18Capítulo 19Capítulo 20Capítulo 21Capítulo 22Capítulo 23Capítulo 24Capítulo 25Capítulo 26Capítulo 27Capítulo 28Capítulo 29Capítulo 30Capítulo 31Capítulo 32Capítulo 33Capítulo 34Capítulo 35Capítulo 36Capítulo 37Capítulo 38Capítulo 39Capítulo 40Capítulo 41

2

SINOPSIS

“El emperador del Delta” tiene todos los ingredientes de un clásico policial negro: un ambiente sórdido plagado de corrupción y violencia, crímenes siniestros, víctimas y victimarios, un detective escéptico y sarcástico que parece mucho más fuerte de lo que realmente es y varias tramas oscuras que al final se resuelven de una manera satisfactoria aunque no siempre feliz. Sin embargo, y paralelamente, como un horizonte lejano que poco a poco se va acercando y ocupando un espacio creciente, hay una densa y larga historia que involucra al personaje central y que trata de sus efímeros encuentros amorosos hasta llegar a una pasión desenfrenada y embargada por un contundente erotismo. Acción, sexo, romance y violencia, todo mezclado con diálogos ingeniosos y punzantes, a veces desopilantes, que intercambian numerosos y extraños personajes, transforman a “El emperador del Delta” en una novela de rápida y atrapante lectura.

 

3

CAPÍTULO 1

En su ámbito habitual de trabajo –la comisaría vigésimocuarta del partido de Tigre de la pro­vincia de Buenos Aires- Mika Konen re­­sul­taba mu­cho más conocido por el mote de <<el sue­co>>, el que ya tenía tantos años de an­ti­güe­dad que no eran pocos quie­nes lo con­fun­dían con su ape­lli­do. Por lo tanto, a nadie asombraba –ni si­quiera a él mis­mo- que algunos lo lla­ma­ran <<agente Sueco>>, <<detective Sueco>>, <<inspector Sue­co>> o, sim­ple­men­te, <<Sue­­co>>. Y Ko­nen ha­bía terminado por acep­tarlo -quizá con más indi­fe­ren­cia que resignación- sin mo­­les­tar­se en perder tiem­po haciendo acla­raciones que na­die es­­cucharía. Fi­nal­mente, solía pensar, <<Sue­co>> no es tan malo y algo de ra­zón hay detrás de ese apodo.

De hecho, le habían endilgado otros apo­dos peores que, por suerte, habían quedado en el ol­vi­do muy pron­­to. Y que Ramón, el ordenanza de la co­misaría, fuera el único que lo llamara <<chueco>> no sig­ni­fi­ca­ba na­­­da: todos sabían que el viejo había perdido el oído y parte de la oreja izquierda en la ex­­plosión de una ga­­rrafa de gas y que había quedado bastante sordo. Lo su­ficiente, al menos, como pa­­ra no haberse en­te­ra­do, a pesar del tiempo transcurrido, que por entonces el apodo vi­gente era <<Sue­­co>>.

Cuando esa mañana de junio Konen entró en la comisaría ya hacía más de una hora que su tur­­no de tra­bajo ha­bía expirado. La ronda nocturna se había desarrollado sin mayores inconve­nien­tes, só­lo las ha­bi­tua­les peleas de borrachos y prostitutas con destrozos materiales insignificantes y algunos ro­bos pequeños –car­­teras y celula­res- que no causaron heridos y ni siquiera justificaron ha­cer una de­nun­cia que, por lo demás, todos sabían que era una pérdida de tiempo. Resumiendo, na­­­­da que fuera preciso re­­por­tar, lo que le brindaba a Konen la alen­ta­do­ra po­si­bi­li­dad de escribir <<sin no­ve­dad>> en el libro de actas y poder mar­­charse a su casa de in­me­diato.

Pero no tuvo suerte: una nota pegada sobre su es­­cri­to­rio lo conminaba a reunirse con el co­mi­sa­rio San­­to­ro. La no­ta terminaba con la palabra <<urgente>> sub­ra­yada tres veces y en­tre signos de ad­­mi­ra­ción, co­mo siem­pre hacía Doris, la jefa de recepción. De todas for­mas, Konen se tomó su tiem­po. “Primero un café doble, lue­go veremos”.

Se sacó la gorra marinera de lana y la guardó en un bolsillo de su campera tipo ca­za­dora, la que colgó en el res­­paldo de la si­lla, y después se dirigió a la máquina de café que es­ta­ba en un rin­cón de la am­plia sa­­la. Apro­ve­chan­­do que na­die parecía mirarlo, tomó la jarra de ca­fé llena a medias, la va­ció en el lavatorio del baño de mu­je­res y regresó jun­to a la cafetera, ope­ra­ción que le llevó no más de dos o tres segundos. Con parsimonia, inició el ri­­to de la pre­pa­ra­ción de un café recién hecho y se dis­puso a espe­rar el ansiado gor­goteo de la máquina, apo­ya­do con­­tra una co­lum­na y con los brazos cru­zados sobre su pecho. El espejo si­­tuado al lado de la puerta del baño de mu­­jeres le de­vol­vió su ima­gen. “La viva imagen de la indolencia, co­mo diría mi jefe”. Y Konen sonrió por su propio pen­­sa­mien­to.

El espejo mostraba la figura de un hombre de mediana edad y de una gran altura que una del­gadez ca­si esquelética y una ropa muy holgada aparentaban incrementar, de hombros an­chos y mus­cu­lo­­sos –lo que se debía a la práctica constante del remo y los ejer­ci­cios en la barra-, de brazos y an­te­bra­zos ma­cizos, sur­ca­dos por venas y tendones que parecían cables de ace­­ro y que remataban en unas ma­nos de de­dos lar­gos y no tan gruesos como podría esperarse.

Su cintura era estrecha y la diferencia con los hom­bros tan pronunciada que bajo cada axila po­día llevar un arma de calibre mayor sin que nadie lo no­ta­ra, lo que en su oficio resultaba muy ven­ta­joso. Sus piernas to­­­­­da­vía mostraban la fortaleza de una antigua afi­ción a las carreras ma­ratónicas y la piel de su rostro pa­re­cía bron­­­cea­da y hasta curtida por un sol im­pla­ca­ble y eterno, lo que genera­ba mar­­cados con­­tras­tes con sus ca­­­­­bellos no muy cortos de un rubio in­ten­so, con sus ojos celestes des­co­­lo­ridos has­­ta lucir grises, con sus dien­­­tes blancos y parejos y con su bar­ba apenas cre­cida –que al­gu­nos con­si­deraban atractiva y otros re­pul­si­va- de tona­li­da­des levemente ro­ji­zas. Color que, según Konen gustaba comentar, se debía a los restos del tuco de los ravioles del último domingo.

La máquina de café comenzó a gotear el líquido dentro de la jarra de vidrio y el aroma im­preg­nó de una ma­­ne­ra deliciosa el ol­fa­to de Konen mientras su mirada abarcaba, rápida e involunta­ria­mente, a los pocos compañeros de tra­bajo que en ese mo­men­to lo circundaban en la inmensa sala, todos bajo una luz artificial y cenital -tan intensa que lograba empalidecer a todos- que ni siquiera se apagaba cuando los rayos de sol de la media tarde entraban a raudales por los amplios ventanales que daban al río.

Isabel Lenicov, la abogada y fiscal, estaba de pie en el medio del recinto hablando con su ce­lu­lar, apo­yada en uno de los tantos archivadores metálicos que poblaban la sala y sa­cu­dien­­do nervio­sa­men­te unos do­­­cu­mentos que sostenía en su otra mano: alta, delgada, rubia y aún soltera pese a sus cua­renta años. “Una edad muy difícil para una mujer”. Era elegante, pero lucía una elegancia fría y has­ta con cier­to aire mas­­­cu­li­no –cabellos a veces peinados con gel y tirados hacia atrás, camisas con cor­ba­tas-  lo que explicaba de den­tro de la Comisaría 24a., en los pasillos y en voz ba­ja, se dijera que la fis­cal era les­bia­na, aunque Ko­nen sos­pechaba que ese rumor había salido de la boca de un agente des­­­pe­chado porque no había logrado se­­­du­­cirla.

Otro agente, experto en siniestros automovilísticos y, aparen­te­men­te, tam­bién en se­xua­­li­da­des di­fe­ren­tes, ase­gu­­ra­­ba que era el tamaño de los pies lo que con­firmaba el lesbia­nis­mo de cual­quier mujer. Ko­nen nun­ca lo ha­­­bía to­ma­do en serio, pero en una reunión durante la cual había per­ma­necido pa­­­rado junto a la fis­cal –una ce­­remonia con dis­cursos, aplausos y hasta la orquesta muni­ci­pal- se le ocu­­rrió acer­car con disimulo su propio za­pato al de ella para hacer una rápida comparación y pudo comprobar que esa mujer cal­zaba, como mí­nimo, una talla 41.

-Está confirmado, Sueco: la fiscal es lesbiana – dijo el experto días después cuando Konen le co­­­mentó su ha­llaz­go, y agregó, con un gesto groseramente elocuente -.Yo no perdería el tiempo con ella si lo que que­rés es…

La sexualidad de la fiscal no fue una desilusión para Konen porque las intenciones seductoras que de una u otra for­ma le había atribuido el experto con respecto a ella no existían, aunque re­co­no­ció que con el correr del tiempo po­dían haber te­ni­do lu­gar. Por lo demás, en la expeditiva y drástica cla­si­fi­ca­­ción que Konen establecía para relacionarse con sus compa­ñe­ros de trabajo –amigo, neutral y ene­mi­­go- la abogada Isabel Lenicov figuraba como neu­tral, con tantas pro­ba­bi­li­da­des de pasar a amiga co­mo a enemiga de un momento a otro. “Clasificación ge­ne­ral: neutral e imprevi­si­ble”.

Un poco más lejos, los mellizos Garuzzo estudiaban unas fotografías pegadas sobre una pizarra y dis­cu­tían ani­ma­da­­mente. De mellizos no tenían nada: de hecho, uno de ellos, bajo y muy robusto, se llamaba Quin­­to por­que fue, pre­cisamente, el quinto hijo en nacer y el otro, alto y flaco, Oc­ta­vio porque ha­bía nacido en el oc­tavo lugar. Ni siquiera sus ros­tros se parecían, si bien ambos tenían el aspecto ti­pi­co de los mafiosos si­ci­lia­nos. “Si Fran­cis Coppola los hu­bie­ra conocido años atrás, seguro que los dos terminaban trabajando en El Padrino I y II; incluso en el Padrino III”. Tam­bién se diferenciaban en su conducta: Quinto siempre re­pre­sen­­taba el pa­pel del policía malo y Oc­tavio el de policía bueno. “Clasificación general: neutrales o amigos, re­lativamente con­fiables los dos”.

El subcomisario Ernesto Pérez Duarte asomaba cada tanto la cabeza por la puerta de su des­pa­cho, lan­za­ba una mirada furtiva a alguno de sus subordinados, le hacía una seña y volvía a des­a­pa­re­cer. Era una per­sona que no llegaba a los cin­cuenta años pero que aparentaba más de­bido a su cons­tan­te seriedad. Ni al­to ni bajo, ni ru­­bio ni morocho, ni flaco ni gordo, el sub­co­mi­sario intentaba com­pen­sar su mediocridad fí­si­ca con trajes de una no­toria calidad que la ma­yoría de las veces in­cluían hasta un chaleco.

-Ese traje es de Armani – le había comentado a Konen la fiscal en una oportunidad, dándole un  codazo encubierto y en voz baja – No lo comprás por menos de mil o dos mil dólares.

Sin embargo, era difícil que el subcomisario lograra en alguna ocasión la elegancia que bus­ca­ba: en rea­li­dad, la ro­pa le quedaba como si la hubiera heredado de un tío obeso muerto por un exceso de presión car­día­­ca. Sus mo­vi­mien­tos y sus gestos, en cambio, eran elegantes, con un cierto aire aris­­to­crático que lo dis­tin­­­guían. Y era un ti­po va­lien­te, eso no podía negarse: Konen había podido com­­pro­bar que en los tiroteos el sub­­comisario no dudaba en arries­gar su vi­da y hasta la ropa cara que usaba.

Aun así, ambos sentían una mutua antipatía y desconfianza, ra­zón por la cual apenas se ha­bla­ban. Só­lo in­­­ter­cambiaban las habituales palabras de cortesía y evitaban por to­dos los me­dios po­si­bles tra­bajar jun­tos en los mis­mos casos: cada uno hacía como si el otro no existiera y mantenían una con­­si­derable distancia, lo que se veía fa­vorecido de­bi­do a la predilección de Ko­nen por el turno noc­turno. “Cla­­si­fi­ca­ción general: ene­mi­­go”.

Rita Ramos, la que recién acababa de entrar al recinto, había sido una profesora de gim­nasia que con cier­to re­tardo experimentó la vocación por el servicio policial. Era de estatura me­­diana, for­nida sin ser gorda –aunque ella misma reconocía a regañadientes poseer unos kilos de más-, ansiosa, ner­­­vio­sa, sincera hasta la grosería, muy mal hablada, aficionada a los refranes extraños, di­vor­­ciada sin hijos y de unos treinticinco años. “Edad di­fícil pa­ra una mujer”. Morocha por naturaleza, ca­­da tan­to se teñía de ru­bio, un color de pelo que según el jui­cio de Konen le quedaba es­pan­toso: no sólo la ca­ra y los ojos de Rita sino también su cuerpo y hasta su personalidad com­bi­na­ban me­jor con una mo­rocha.

-¿Te gusta mi nuevo peinado, Sueco? – le había preguntado Rita una vez inaugurado otro de sus “períodos rubios”.

-¿Te lo hicieron en la Escuela de Mecánica?

-¿Qué querés decir con eso?

-Que ese peluquero ha cometido en tu cabeza un delito no excarcelable, Rita. No creo que lo con­denen a cadena perpetua, pero de cinco años no se salva…

En un principio, Rita y la fiscal se habían hecho muy amigas y siempre andaban juntas. Juntas iban al gim­­na­sio, juntas realizaban las prácticas de tiro -aunque esto último no era obligación de la fis­cal- y juntas se mantenían en el mismo turno de trabajo, todo lo que, como lógica con­se­cuencia –y en es­pecial por los an­­tecedentes de la fis­cal en relación a su sexua­li­dad- dio lugar a una serie de ru­mores. Pe­ro frente a eso ru­mo­res perversos, Rita te­nía algo a su favor: sus pies eran pequeños, no superaban el 37.

-Me animo a decir que la agente Rita Ramos no es lesbiana, muchachos – dictaminó el experto en sexualidades di­fe­ren­tes en una reu­nión informal de agentes de la 24a. en el bar El Reloj de la esta­ción de trenes de Tigre-. En el peor de los ca­sos es bi­se­xual, lo que siempre deja una leve esperanza. La cuestión es saber estimular ciertos lu­ga­res estratégicos

Sea como sea, algo que nadie pudo averiguar sucedió entre ellas dos y, casi repenti­na­men­te, esa es­tre­cha amis­­tad se enfrió. Por lo demás, con el tiempo Rita demostró de forma feha­cien­te su pre­di­lec­ción por el se­xo mas­cu­li­no, sin que eso significara, de ninguna manera, que resultaba una chica <<de fá­cil acceso>>, ca­li­ficativo que era común es­cu­char durante las guar­dias en relación a cualquier mujer po­licía. La prueba es­tu­vo en un ojo amoratado que du­rante dos semanas lu­ció un joven oficial que, según algunos comentarios, no fue conse­cuen­cia de un acto de servicio sino de un intento de acer­­ca­miento ín­timo que Rita habría consi­de­ra­do demasiado apre­su­rado y descortés.

-La petisa se hace respetar – advirtió otro perito en cuestiones afectivas – Por lo tanto, mucha­chos, hay que tener cuidado.

Konen jamás había trabajado con Rita en ningún caso, pero en las pocas y breves con­ver­sa­cio­nes que ha­­­bían man­te­ni­do –tanto por cuestiones profesionales como por razones con­ven­cionales o de ur­banidad- ha­­­bía des­cu­bierto en ella un irreverente sentido del hu­mor que le di­vertía y, además, un cier­to grado de in­for­­­malidad que po­si­bilitaba, con cierta cautela, una ma­yor intimidad y hasta el na­cimiento de la amistad. Con Ri­­ta Ramos las for­ma­li­dades estaban de más y eso le resultaba có­mo­do y agradable a Konen, si bien nun­ca ha­bía pensado en ella co­mo mujer, pese a que admitía que te­nía un buen culo y un buen par de tetas. Nun­ca o casi nunca, porque los oca­sio­nales festejos cor­po­ra­tivos en los que abun­daba el alcohol no con­ta­ban. “Cla­si­­fi­cación general: amiga con li­mi­ta­cio­nes, confiable con limi­ta­cio­nes, irascible e imprevisible”.

Al fondo, en un escritorio y concentrada en la lectura de varios expedientes, se ubicaba una chi­ca muy atractiva, de pelo castaño claro, casi rubio, y ojos muy grandes, de unos vein­ti­cinco años. “Edad muy difícil para una mu­jer”. Su cuerpo –que a Konen siempre le había parecido que poseía una dis­tribución ósea y muscular muy superior a la distribución de la riqueza de muchos países- pre­go­na­ba de manera elocuente su ju­ventud, si bien su for­ma de caminar, cautelosa y algo fe­­­lina, insinuaba cier­ta experiencia propia de las mujeres adultas. Ha­­­bía ingresado poco tiempo atrás en la 24a. y Ko­nen todavía no sabía su nombre. A su lado se en­con­traba otro jo­ven agente que tenía una anti­güe­­dad ma­yor que la chica, quizá un año o más, y cuyo nombre Konen tam­­­bién desconocía. “Ten­go que apren­der los nom­bres de los dos, aunque más no sea por cortesía”.

El gorgoteo de la cafetera avisó que el proceso ya estaba terminado y Konen salió de su mo­men­tánea abs­­trac­ción y empezó a buscar un pocillo grande.

-Sueco… ¡A mi oficina! – escuchó gritar a su jefe, el comisario Roberto Santoro.

Por un instante, Konen siguió revolviendo toda la pila de pocillos sin encontrar ninguno de la medida que pre­­fe­ría, de modo que tuvo que conformarse con dos pequeños.

-Chueco, te están llamando – le dijo el ordenanza que pasaba a su lado.

-Ya lo sé, Ramón, ya lo sé – respondió Konen con fastidio, llenando los dos pocillos.

Des­pués se dirigió a la oficina de su jefe, con un pocillo en cada mano y haciendo equi­li­brio entre los es­cri­­to­rios y las personas que poblaban el recinto que bullía de actividad: el pitido de las computadoras, el ron­ro­neo de las impresoras, los teléfonos que sonaban, los variados ring-tones de los celulares y los co­men­ta­rios de hombres y mujeres que iban y venían satura­ban la acústica am­bien­tal. Entró, cerró la puerta con el ta­­lón –lo que produjo una extraña sen­sación de vacío, como si el mun­do exterior hubiera desaparecido- y se sentó frente al comi­sa­rio con un sus­piro de ali­vio.

-¿Qué tal, jefe?

El comisario le contestó con un gruñido y le entregó una carpeta que contenía varias foto­gra­fías, a la vez que to­maba uno de los pocillos que Konen había dejado sobre el escritorio y lo llevaba a su boca. Dio un sor­bo y puso cara de asco.

-Mierda… ¡Está amargo!

-Era para mí, jefe.

-La próxima vez que me traigas un café que sea con azúcar – recomendó Santoro, sin escu­char las úl­ti­mas pa­­­la­bras de su subordinado -. Una sola cucharita me basta… ¿Qué te parecen esas fo­tos?

Konen dedicó unos minutos a estudiar las fotos: mostraban a tres mujeres tiradas de costado sobre el cés­­ped, casi en la mis­ma posición fetal. “Posición decúbito lateral, como dirían los fo­ren­ses”. Las mujeres eran jó­ve­nes y vestían de ma­nera similar: todas con jeans, dos con camisas y la ter­cera con un pulóver. Otras tres fotos eran las típicas que sa­caban en la mor­gue: rostros pálidos, ojos ce­rra­dos y cabellos pei­na­dos hacia atrás. “Máscaras mortuorias, caras inexpresivas como juga­do­res de pó­quer profesionales”. In­clu­so en dos de las fotos po­dían ver­se las costuras de la autopsia que desde las cla­vículas bajaban hasta unir­se al es­ter­nón, y en otra los hematomas en el cuello, pro­pios del es­tran­gu­la­miento. Todas las fotos eran en color –las ropas así lo confirmaban- pero los ros­tros de las chicas pa­re­cían haber sido tomadas en blanco y negro. “Es muy difícil encubrir la lividez cadavérica: la muerte ahuyenta todos los colores”.

-¿Qué te parece? – insistió Santoro

-Lo de siempre, por más lamentable que sea – opinó Konen, encogiéndose de hombros – ¿Aca­so tienen algo de particular?

-Sí, tienen una maldita particularidad: las tres son uruguayas y las tres aparecieron asesinadas en el partido de Tigre. Además, entraron a la Argentina por el puerto del Tigre y sus cadáveres fueron en­­con­tra­dos en el terri­to­rio de la Comisaría 24a., lo que significa que nos toca a nosotros ocuparnos de este asun­to – y San­­­­­­toro continuó, con un grado de exasperación que Konen le había visto en muy es­ca­sas ocasiones: – Pa­ra col­­mo, hay implicancias po­lí­ti­cas detrás de todo esto.

-¿A qué se refiere, jefe?

-Tres uruguayas jóvenes asesinadas, una en octubre del año pasado, otra en febrero de este año y la ter­cera a fines de mayo, es demasiado fuerte para cualquiera. ¡Incluso para nosotros! Tres ase­si­natos en sie­te meses y tres ca­dá­ve­res a pocas manzanas unos de otros. Es demasiado, Sueco, de­ma­sia­do. No me ex­­traña que el canciller de Uruguay haya hablado con nuestro canciller, y éste con el go­ber­nador de la pro­vin­cia y éste, a su vez, con el co­­misionado policial de la provincia y con el intendente del partido de Tigre, to­dos los que se lanzaron sobre mí en busca de explicaciones o de un chivo expia­to­rio. Hay que tener pre­sen­te que faltan cinco meses para las elec­cio­nes y nadie quiere problemas de esta clase ni grandes re­per­cu­siones mediáticas. Ya sabés… la inseguridad y todo eso.

-Bueno, jefe, todo indica que usted es el último eslabón de la cadena.

-¿Es así como pensás consolarme?

Konen volvió a encogerse de hombros y permaneció callado. “Debí quedarme en mi casa, co­mo acon­­se­ja­ba mi horóscopo”.

-Por otra parte, yo no soy el último eslabón de esta cadena maldita, soy el anteúltimo.

-¿Y quién es el último eslabón? – preguntó Konen con cautela, empezando a sospechar la res­pues­ta.

-El último eslabón sos vos, Sueco… – afirmó Santoro, echándose sobre el respaldo de su si­llón rodante y es­bo­zan­do una sonrisa.

-¿Y yo qué hice?

-Hasta ahora nada, pero lo vas a tener que hacer: resolver este problemita.

-No parece tan pequeño como usted dice, jefe.

-Es posible, pero sin ninguna duda este asunto requiere cierta delicadeza y por eso pensé en vos.

-Usted siempre comentó que yo no tengo ninguna delicadeza, jefe. Incluso recuerdo que en va­rias oca­siones dijo que mi delicadeza era la misma que despliega un elefante borracho en una cris­ta­­le­ría.

-¿Dije eso? – inquirió Santoro con una mueca irónica en su boca –. No fui muy ingenioso, debo re­co­no­cer­lo. ¡Ni siquiera original!

Konen no hizo más que gruñir. Esperó pacientemente y mientras tanto observó con deteni­mien­to al co­mi­­­sa­rio. Santoro tenía unos cincuenticinco años, una altura considerable, ojos y cabellos cas­ta­ños, arrugas ges­­tuales que surcaban la frente y las mejillas como profundas cicatrices y, casi con­­tradi­cien­do la dureza de su rostro, una son­­risa eterna en sus labios con la cual seducía y con­ven­cía a casi to­do el mundo, lo que en cier­­tas oportunidades tam­­bién in­cluía a Konen. Esa son­ri­sa amplia y se­duc­to­ra, propia de las personas sa­tis­fechas consigo mismas y con el mundo en el cual vivían, jun­to a la sim­pa­tía natural y espontánea de San­to­ro y a la habilidad para arre­glar los números de mo­do tal que el por­cen­taje de casos resueltos se man­tu­vie­ra alto, le había solucionado mu­­­chas di­fi­­cul­tades a la 24a. y por esa razón era respetado y estimado tanto por sus subordinados como por sus su­­periores, sobre todo por el in­ten­dente del partido de Tigre. “Clasi­fi­ca­ción general: casi amigo y relativamente confiable”.

-De todas maneras, estoy dispuesto a darte la oportunidad de demostrar tu delicadeza.

-Gracias, jefe. Me siento muy honrado. Pero no entiendo muy bien la razón de esa delicadeza que se me exi­­ge…

-En este caso, delicadeza significa que debés trabajar en silencio para evitar filtraciones de in­for­mación que lle­­­­guen a la prensa. Tiempo atrás a vos te decían <<el mudo>> y eso es lo que se pre­ci­sa ahora: que per­­­ma­nezcas mu­do. La prensa ya se ocupó oportunamente de estos asesinatos, es cierto, pe­ro no los ha vin­­cu­­lado entre sí. Tu­vi­­mos suerte ya que, en caso contrario, los medios hu­bie­ran co­men­zado a hablar de un asesino serial de inmediato. A los periodistas les encantan los ase­si­nos se­ria­les.

-¿Y está confirmado que no hay ninguna vinculación entre esos tres asesinatos?

-Es muy probable que la haya, pero lo importante, Sueco, es que no tiene que haber nin­gu­na vin­­­­culación y no tiene que existir ningún asesino serial – explicó el comisario, poniendo un marcado énfasis  en la pa­la­bra <<no>> -. ¿Comprendés?

-Estoy empezando a comprender, jefe.

 -Así me gusta, Sueco. Siempre dije que eras un tipo inteligente.

-¿Puedo trabajar con alguien?

-Es difícil, Sueco, casi imposible. Hay gente que tuvo que tomarse las vacaciones del año pa­sa­do que es­tán a punto de vencer y por eso nos quedamos con tres personas menos en junio. Lemos se rompió una pier­na en un ac­to de servicio, lo que implica dos o tres meses de va­ca­ciones forzadas. Rita Ra­mos está muy ocupada con el asunto de los desarmaderos de autos y con la licencia de Le­mos se que­dó sin el com­pa­­ñero que la protegía, por lo cual tengo que destinarla a trabajos menores. Por otra parte, los mellizos Ga­ru­zzo siguen con el tema del robo de los cables de fibra óptica. Ade­más, Sueco, vos siempre trabajaste so­lo, ya sea porque nadie te soporta o por­que preferís andar por tu cuenta sin com­pañeros, haciendo las tra­ve­suras, por llamarlas de alguna forma, que te carac­te­ri­zan.

-Muchas veces he trabajado en equipo, jefe, y nunca tuve problemas.

-Vos no tuviste problemas, pero el que recibió las quejas por tu comportamiento fui yo.

-Me parece que está exagerando, jefe.

-Con vos las exageraciones siempre se quedan cortas, Sueco. Y sea como fuere, debemos acos­­tumbrar­nos a la idea de que las cosas no funcionan como en las series de la televisión yanqui: allá tienen un equipo de cinco o diez personas para resolver un caso y acá tenemos un solo agente para resolver cinco o diez ca­sos. De todas formas, Sueco, a Rita y los mellizos a veces les queda algo de tiem­po libre y quizá estén dis­pues­­tos a ayudarte. Pe­­­ro recordá que este caso es tuyo y que no de­bés brindar mucha información ni si­quie­­­ra a tus colaboradores: úni­­camente la información mínima y nece­sa­ria. Delicadeza, Sueco, te pido y te exi­­jo delicadeza.

-¿Tengo que cambiar de turno?

-Elegí el turno que más te convenga, Sueco: no quiero privarte del complemento por noctur­ni­dad, pero su­­­pon­go que hay indagaciones que tendrás que hacer de día. El turno es tu elección. Yo quiero resultados y los horarios no me interesan.

Konen asintió con la cabeza. “Eso significa que trabajaré de noche y de día y con seguridad co­bran­do la mi­tad de las horas extras”.

El comisario juntó las fotografías con otros documentos de la carpeta, la cerró y se la alcanzó a Konen: era una forma de poner fin a la conversación.

-Que tengas suerte, Sueco.

Konen volvió a su escritorio con la carpeta. Podía irse a su casa porque ya eran casi las diez de la ma­ña­na y su turno había terminado dos horas antes –de hecho, esa idea pasó por su cabeza- pero no es­taba can­­­sado ni tenía sueño, de modo que decidió adelantar algo en su nuevo caso y se pu­­so a tra­ba­jar con la com­putadora.

Co­mo no quería llenar su mente de nombres y apellidos que en poco tiempo tendría que ol­vi­dar, de­cidió enu­­me­rar a ca­da una de las chicas asesinadas: la que murió en octubre recibió el número 1, la de febrero el nú­mero 2 y la úl­ti­ma, muerta una quincena atrás, el número 3. Ese sistema de nu­­me­ra­ción o codifi­ca­ción también le servía a Konen pa­ra des­per­so­nalizar a las víctimas y amor­ti­guar el im­pac­to emocional que provocaba cualquier acto criminal y que, en determinadas cir­cuns­tan­cias, podía entorpecer la investigación.

Los protocolos de la autopsia a los cuales logró acce­der, más allá del com­­­­plejo y farragoso idio­ma fo­ren­se, in­for­ma­ban que, respectivamente, las chicas habían si­do ase­sinadas por es­tran­gu­la­ción, por apuñala­mien­­­to y por un golpe en la nuca con un ob­jeto con­tun­den­te y plano. Esos distintos mo­dos de operar per­mi­tían pre­su­mir que no se tra­taba de un mismo homicida, lo cual, en cier­ta for­­­ma, descartaba la existencia de un ase­si­no serial, a lo que debía sumarse una pre­ci­­sión técnica de la cri­mi­na­lís­ti­ca: un asesino serial es aquel que co­mete no me­nos de cuatro ase­si­na­tos.

“El comisario y has­ta el in­ten­dente que­­­­darán sa­­tisfechos por esa con­­clusión”. Por otra parte, es­­tran­­gu­lar, apuñalar y golpear eran los procedimientos habituales en los crí­me­nes pa­sio­na­les y en­­­ton­ces ale­ja­ban aún más la posibilidad de un crimen serial: algo alen­ta­dor, por cierto, pero que no siem­­pre se cum­plía.

Había otros datos a tener en cuenta: las chicas tenían diecinueve, vein­te y veintidós años de edad -la úl­ti­ma un em­­ba­­razo de dos meses en el momento de su muerte- y ninguna había si­­do en­con­tra­da en la es­ce­na del cri­men, de acuerdo a lo que demostraban los cambios de lividez, lo que quería decir que después de ase­­­­si­nar­las alguien las había llevado has­ta el lugar donde fueron halladas, una fae­na que no era lo corriente en los asesinatos pasionales ya que re­que­ría una mínima planificación y ciertas pre­cau­cio­nes.

Los tres informes policiales coincidían en asegurar que las chicas desempeñaban tareas de me­­se­ras o ca­­ma­re­ras en dis­tin­tos bares del municipio sin dar el nombre de ninguno de esos esta­ble­ci­­mientos. En los tres casos, al­gunos testigos –también sin nombres- las reconocieron como meseras o ca­mareras, pese a que no aportaron ma­­yores precisiones al respecto.

Konen apoyó su espalda en el respaldo del sillón, alejándose un poco de la computadora y pen­san­do en la forma de so­lucionar esa falta de información. No resultaría fácil: las chicas eran uru­guayas y seguramente no te­nían permiso de trabajo, razón por la cual no debían figurar en la nómina de em­plea­dos de ninguna em­­­­­­presa. Si tra­bajaban lo hacían en negro, no pagaban impuestos, carecían de pro­tec­ción sindical y prác­ti­ca­­­mente no existían en ninguna clase de registro oficial. Tampoco ayu­daba el tiem­po transcurrido desde el ha­­­­­llazgo de los cadáveres: cual­quier homicidio que no se re­suel­ve en la primera semana tenía muchas pro­­babilidades de quedar impune.

Automáticamente, casi sin tener conciencia de lo que hacía, Konen tanteó sus bolsillos su­pe­rio­res y extrajo con lentitud los elementos necesarios para encender su pipa. Alternaba la pipa con los ci­ga­rrillos, pero la pipa lo relajaba y lo ayudaba a pensar: para ciertos momentos, la pi­pa era ideal.

-Sueco, supongo que no pretenderás fumar acá adentro – dijo la fiscal con tono de protesta -. Es­tá ter­mi­nan­­te­mente prohibido…

Konen la escuchó, pero no hizo ninguna señal que así lo indicara. “Las mujeres homosexuales son más in­­so­por­tables que las heterosexuales”. Aparentando indiferencia a todo lo que lo rodeaba, pro­­siguió con el ri­­to de pre­pa­rar la pipa a la vez que se acercaba a la computadora para continuar su análisis. La lec­tura de los informes le ofre­ció otro detalle que podía tener cierta re­le­van­cia: al parecer, las tres chicas ejer­cían la pros­­titución. Nada se­gu­ro, de acuerdo al lenguaje usado en el informe, pero era algo pro­bable. En el in­for­me de la nú­me­ro 2 se hablaba de <<trabajadora sexual>>, lo que a veces se usaba para evitar la mención del vocablo <<pros­ti­tu­ta>>. “Vi­vi­mos la época de los eufemis­mos”.

-¿Alguien de los aquí presentes estuvo vinculado a los asesinatos de las chicas uruguayas? – pre­guntó Ko­­nen, echando un rápido vistazo a todos los demás y mostrando las fotografías.

-Yo estuve en uno de esos casos – confirmó el mellizo Quinto, levantando la mano como un alum­­no en la es­cuela -. Una chica muy joven, apuñalada.

-¿Era una prostituta?

-Sí, era una prostituta.

-¿Estás seguro de que era una prostituta?

-Para el petiso Garuzzo todas las mujeres son prostitutas – terció Rita, esbozando una sonrisa y ju­­gue­te­an­­do con un bolígrafo entre sus dientes.

Rita era la única en toda la 24a. que se animaba a llamar <<petiso>> a Quinto Garuzzo, lo que constituía una es­­pe­cie de devolución de atenciones puesto que Quinto siempre se dirigía a ella lla­mán­­do­la <<peti­sa>>. Na­da que pro­vo­ca­ra tensiones en el ámbito de trabajo, sólo una divertida com­pe­tencia que nor­mal­men­te ale­gra­ba has­ta a los mis­mos involucrados. Seguro que ambos se querían y se res­pe­ta­ban, pero lo di­si­mu­la­ban.

-Bueno, tal vez no fuera prostituta – admitió Quinto Garuzzo con desgano, para agregar tras una bre­ve pau­sa, ha­ciendo una mueca con su boca: -Pero les aseguro a todos que esa chica cobraba por sus favores se­xuales.

Todos rieron, incluso Rita.

-¿Alguien más sabe algo de estas chicas uruguayas?

Nadie dijo nada y entonces Konen cerró la carpeta y la computadora, tomó su campera y salió.

E

n su ámbito habitual de trabajo –la comisaría vigésimocuarta del partido de Tigre de la pro­vincia de Buenos Aires- Mika Konen re­­sul­taba mu­cho más conocido por el mote de <<el sue­co>>, el que ya tenía tantos años de an­ti­güe­dad que no eran pocos quie­nes lo con­fun­dían con su ape­lli­do. Por lo tanto, a nadie asombraba –ni si­quiera a él mis­mo- que algunos lo lla­ma­ran <<agente Sueco>>, <<detective Sueco>>, <<inspector Sue­co>> o, sim­ple­men­te, <<Sue­­co>>. Y Ko­nen ha­bía terminado por acep­tarlo -quizá con más indi­fe­ren­cia que resignación- sin mo­­les­tar­se en perder tiem­po haciendo acla­raciones que na­die es­­cucharía. Fi­nal­mente, solía pensar, <<Sue­co>> no es tan malo y algo de ra­zón hay detrás de ese apodo.

De hecho, le habían endilgado otros apo­dos peores que, por suerte, habían quedado en el ol­vi­do muy pron­­to. Y que Ramón, el ordenanza de la co­misaría, fuera el único que lo llamara <<chueco>> no sig­ni­fi­ca­ba na­­­da: todos sabían que el viejo había perdido el oído y parte de la oreja izquierda en la ex­­plosión de una ga­­rrafa de gas y que había quedado bastante sordo. Lo su­ficiente, al menos, como pa­­ra no haberse en­te­ra­do, a pesar del tiempo transcurrido, que por entonces el apodo vi­gente era <<Sue­­co>>.

Cuando esa mañana de junio Konen entró en la comisaría ya hacía más de una hora que su tur­­no de tra­bajo ha­bía expirado. La ronda nocturna se había desarrollado sin mayores inconve­nien­tes, só­lo las ha­bi­tua­les peleas de borrachos y prostitutas con destrozos materiales insignificantes y algunos ro­bos pequeños –car­­teras y celula­res- que no causaron heridos y ni siquiera justificaron ha­cer una de­nun­cia que, por lo demás, todos sabían que era una pérdida de tiempo. Resumiendo, na­­­­da que fuera preciso re­­por­tar, lo que le brindaba a Konen la alen­ta­do­ra po­si­bi­li­dad de escribir <<sin no­ve­dad>> en el libro de actas y poder mar­­charse a su casa de in­me­diato.

Pero no tuvo suerte: una nota pegada sobre su es­­cri­to­rio lo conminaba a reunirse con el co­mi­sa­rio San­­to­ro. La no­ta terminaba con la palabra <<urgente>> sub­ra­yada tres veces y en­tre signos de ad­­mi­ra­ción, co­mo siem­pre hacía Doris, la jefa de recepción. De todas for­mas, Konen se tomó su tiem­po. “Primero un café doble, lue­go veremos”.

Se sacó la gorra marinera de lana y la guardó en un bolsillo de su campera tipo ca­za­dora, la que colgó en el res­­paldo de la si­lla, y después se dirigió a la máquina de café que es­ta­ba en un rin­cón de la am­plia sa­­la. Apro­ve­chan­­do que na­die parecía mirarlo, tomó la jarra de ca­fé llena a medias, la va­ció en el lavatorio del baño de mu­je­res y regresó jun­to a la cafetera, ope­ra­ción que le llevó no más de dos o tres segundos. Con parsimonia, inició el ri­­to de la pre­pa­ra­ción de un café recién hecho y se dis­puso a espe­rar el ansiado gor­goteo de la máquina, apo­ya­do con­­tra una co­lum­na y con los brazos cru­zados sobre su pecho. El espejo si­­tuado al lado de la puerta del baño de mu­­jeres le de­vol­vió su ima­gen. “La viva imagen de la indolencia, co­mo diría mi jefe”. Y Konen sonrió por su propio pen­­sa­mien­to.

El espejo mostraba la figura de un hombre de mediana edad y de una gran altura que una del­gadez ca­si esquelética y una ropa muy holgada aparentaban incrementar, de hombros an­chos y mus­cu­lo­­sos –lo que se debía a la práctica constante del remo y los ejer­ci­cios en la barra-, de brazos y an­te­bra­zos ma­cizos, sur­ca­dos por venas y tendones que parecían cables de ace­­ro y que remataban en unas ma­nos de de­dos lar­gos y no tan gruesos como podría esperarse.

Su cintura era estrecha y la diferencia con los hom­bros tan pronunciada que bajo cada axila po­día llevar un arma de calibre mayor sin que nadie lo no­ta­ra, lo que en su oficio resultaba muy ven­ta­joso. Sus piernas to­­­­­da­vía mostraban la fortaleza de una antigua afi­ción a las carreras ma­ratónicas y la piel de su rostro pa­re­cía bron­­­cea­da y hasta curtida por un sol im­pla­ca­ble y eterno, lo que genera­ba mar­­cados con­­tras­tes con sus ca­­­­­bellos no muy cortos de un rubio in­ten­so, con sus ojos celestes des­co­­lo­ridos has­­ta lucir grises, con sus dien­­­tes blancos y parejos y con su bar­ba apenas cre­cida –que al­gu­nos con­si­deraban atractiva y otros re­pul­si­va- de tona­li­da­des levemente ro­ji­zas. Color que, según Konen gustaba comentar, se debía a los restos del tuco de los ravioles del último domingo.

La máquina de café comenzó a gotear el líquido dentro de la jarra de vidrio y el aroma im­preg­nó de una ma­­ne­ra deliciosa el ol­fa­to de Konen mientras su mirada abarcaba, rápida e involunta­ria­mente, a los pocos compañeros de tra­bajo que en ese mo­men­to lo circundaban en la inmensa sala, todos bajo una luz artificial y cenital -tan intensa que lograba empalidecer a todos- que ni siquiera se apagaba cuando los rayos de sol de la media tarde entraban a raudales por los amplios ventanales que daban al río.

Isabel Lenicov, la abogada y fiscal, estaba de pie en el medio del recinto hablando con su ce­lu­lar, apo­yada en uno de los tantos archivadores metálicos que poblaban la sala y sa­cu­dien­­do nervio­sa­men­te unos do­­­cu­mentos que sostenía en su otra mano: alta, delgada, rubia y aún soltera pese a sus cua­renta años. “Una edad muy difícil para una mujer”. Era elegante, pero lucía una elegancia fría y has­ta con cier­to aire mas­­­cu­li­no –cabellos a veces peinados con gel y tirados hacia atrás, camisas con cor­ba­tas-  lo que explicaba de den­tro de la Comisaría 24a., en los pasillos y en voz ba­ja, se dijera que la fis­cal era les­bia­na, aunque Ko­nen sos­pechaba que ese rumor había salido de la boca de un agente des­­­pe­chado porque no había logrado se­­­du­­cirla.

Otro agente, experto en siniestros automovilísticos y, aparen­te­men­te, tam­bién en se­xua­­li­da­des di­fe­ren­tes, ase­gu­­ra­­ba que era el tamaño de los pies lo que con­firmaba el lesbia­nis­mo de cual­quier mujer. Ko­nen nun­ca lo ha­­­bía to­ma­do en serio, pero en una reunión durante la cual había per­ma­necido pa­­­rado junto a la fis­cal –una ce­­remonia con dis­cursos, aplausos y hasta la orquesta muni­ci­pal- se le ocu­­rrió acer­car con disimulo su propio za­pato al de ella para hacer una rápida comparación y pudo comprobar que esa mujer cal­zaba, como mí­nimo, una talla 41.

-Está confirmado, Sueco: la fiscal es lesbiana – dijo el experto días después cuando Konen le co­­­mentó su ha­llaz­go, y agregó, con un gesto groseramente elocuente -.Yo no perdería el tiempo con ella si lo que que­rés es…

La sexualidad de la fiscal no fue una desilusión para Konen porque las intenciones seductoras que de una u otra for­ma le había atribuido el experto con respecto a ella no existían, aunque re­co­no­ció que con el correr del tiempo po­dían haber te­ni­do lu­gar. Por lo demás, en la expeditiva y drástica cla­si­fi­ca­­ción que Konen establecía para relacionarse con sus compa­ñe­ros de trabajo –amigo, neutral y ene­mi­­go- la abogada Isabel Lenicov figuraba como neu­tral, con tantas pro­ba­bi­li­da­des de pasar a amiga co­mo a enemiga de un momento a otro. “Clasificación ge­ne­ral: neutral e imprevi­si­ble”.

Un poco más lejos, los mellizos Garuzzo estudiaban unas fotografías pegadas sobre una pizarra y dis­cu­tían ani­ma­da­­mente. De mellizos no tenían nada: de hecho, uno de ellos, bajo y muy robusto, se llamaba Quin­­to por­que fue, pre­cisamente, el quinto hijo en nacer y el otro, alto y flaco, Oc­ta­vio porque ha­bía nacido en el oc­tavo lugar. Ni siquiera sus ros­tros se parecían, si bien ambos tenían el aspecto ti­pi­co de los mafiosos si­ci­lia­nos. “Si Fran­cis Coppola los hu­bie­ra conocido años atrás, seguro que los dos terminaban trabajando en El Padrino I y II; incluso en el Padrino III”. Tam­bién se diferenciaban en su conducta: Quinto siempre re­pre­sen­­taba el pa­pel del policía malo y Oc­tavio el de policía bueno. “Clasificación general: neutrales o amigos, re­lativamente con­fiables los dos”.

El subcomisario Ernesto Pérez Duarte asomaba cada tanto la cabeza por la puerta de su des­pa­cho, lan­za­ba una mirada furtiva a alguno de sus subordinados, le hacía una seña y volvía a des­a­pa­re­cer. Era una per­sona que no llegaba a los cin­cuenta años pero que aparentaba más de­bido a su cons­tan­te seriedad. Ni al­to ni bajo, ni ru­­bio ni morocho, ni flaco ni gordo, el sub­co­mi­sario intentaba com­pen­sar su mediocridad fí­si­ca con trajes de una no­toria calidad que la ma­yoría de las veces in­cluían hasta un chaleco.

-Ese traje es de Armani – le había comentado a Konen la fiscal en una oportunidad, dándole un  codazo encubierto y en voz baja – No lo comprás por menos de mil o dos mil dólares.

Sin embargo, era difícil que el subcomisario lograra en alguna ocasión la elegancia que bus­ca­ba: en rea­li­dad, la ro­pa le quedaba como si la hubiera heredado de un tío obeso muerto por un exceso de presión car­día­­ca. Sus mo­vi­mien­tos y sus gestos, en cambio, eran elegantes, con un cierto aire aris­­to­crático que lo dis­tin­­­guían. Y era un ti­po va­lien­te, eso no podía negarse: Konen había podido com­­pro­bar que en los tiroteos el sub­­comisario no dudaba en arries­gar su vi­da y hasta la ropa cara que usaba.

Aun así, ambos sentían una mutua antipatía y desconfianza, ra­zón por la cual apenas se ha­bla­ban. Só­lo in­­­ter­cambiaban las habituales palabras de cortesía y evitaban por to­dos los me­dios po­si­bles tra­bajar jun­tos en los mis­mos casos: cada uno hacía como si el otro no existiera y mantenían una con­­si­derable distancia, lo que se veía fa­vorecido de­bi­do a la predilección de Ko­nen por el turno noc­turno. “Cla­­si­fi­ca­ción general: ene­mi­­go”.

Rita Ramos, la que recién acababa de entrar al recinto, había sido una profesora de gim­nasia que con cier­to re­tardo experimentó la vocación por el servicio policial. Era de estatura me­­diana, for­nida sin ser gorda –aunque ella misma reconocía a regañadientes poseer unos kilos de más-, ansiosa, ner­­­vio­sa, sincera hasta la grosería, muy mal hablada, aficionada a los refranes extraños, di­vor­­ciada sin hijos y de unos treinticinco años. “Edad di­fícil pa­ra una mujer”. Morocha por naturaleza, ca­­da tan­to se teñía de ru­bio, un color de pelo que según el jui­cio de Konen le quedaba es­pan­toso: no sólo la ca­ra y los ojos de Rita sino también su cuerpo y hasta su personalidad com­bi­na­ban me­jor con una mo­rocha.

-¿Te gusta mi nuevo peinado, Sueco? – le había preguntado Rita una vez inaugurado otro de sus “períodos rubios”.

-¿Te lo hicieron en la Escuela de Mecánica?

-¿Qué querés decir con eso?

-Que ese peluquero ha cometido en tu cabeza un delito no excarcelable, Rita. No creo que lo con­denen a cadena perpetua, pero de cinco años no se salva…

En un principio, Rita y la fiscal se habían hecho muy amigas y siempre andaban juntas. Juntas iban al gim­­na­sio, juntas realizaban las prácticas de tiro -aunque esto último no era obligación de la fis­cal- y juntas se mantenían en el mismo turno de trabajo, todo lo que, como lógica con­se­cuencia –y en es­pecial por los an­­tecedentes de la fis­cal en relación a su sexua­li­dad- dio lugar a una serie de ru­mores. Pe­ro frente a eso ru­mo­res perversos, Rita te­nía algo a su favor: sus pies eran pequeños, no superaban el 37.

-Me animo a decir que la agente Rita Ramos no es lesbiana, muchachos – dictaminó el experto en sexualidades di­fe­ren­tes en una reu­nión informal de agentes de la 24a. en el bar El Reloj de la esta­ción de trenes de Tigre-. En el peor de los ca­sos es bi­se­xual, lo que siempre deja una leve esperanza. La cuestión es saber estimular ciertos lu­ga­res estratégicos

Sea como sea, algo que nadie pudo averiguar sucedió entre ellas dos y, casi repenti­na­men­te, esa es­tre­cha amis­­tad se enfrió. Por lo demás, con el tiempo Rita demostró de forma feha­cien­te su pre­di­lec­ción por el se­xo mas­cu­li­no, sin que eso significara, de ninguna manera, que resultaba una chica <<de fá­cil acceso>>, ca­li­ficativo que era común es­cu­char durante las guar­dias en relación a cualquier mujer po­licía. La prueba es­tu­vo en un ojo amoratado que du­rante dos semanas lu­ció un joven oficial que, según algunos comentarios, no fue conse­cuen­cia de un acto de servicio sino de un intento de acer­­ca­miento ín­timo que Rita habría consi­de­ra­do demasiado apre­su­rado y descortés.

-La petisa se hace respetar – advirtió otro perito en cuestiones afectivas – Por lo tanto, mucha­chos, hay que tener cuidado.

Konen jamás había trabajado con Rita en ningún caso, pero en las pocas y breves con­ver­sa­cio­nes que ha­­­bían man­te­ni­do –tanto por cuestiones profesionales como por razones con­ven­cionales o de ur­banidad- ha­­­bía des­cu­bierto en ella un irreverente sentido del hu­mor que le di­vertía y, además, un cier­to grado de in­for­­­malidad que po­si­bilitaba, con cierta cautela, una ma­yor intimidad y hasta el na­cimiento de la amistad. Con Ri­­ta Ramos las for­ma­li­dades estaban de más y eso le resultaba có­mo­do y agradable a Konen, si bien nun­ca ha­bía pensado en ella co­mo mujer, pese a que admitía que te­nía un buen culo y un buen par de tetas. Nun­ca o casi nunca, porque los oca­sio­nales festejos cor­po­ra­tivos en los que abun­daba el alcohol no con­ta­ban. “Cla­si­­fi­cación general: amiga con li­mi­ta­cio­nes, confiable con limi­ta­cio­nes, irascible e imprevisible”.

Al fondo, en un escritorio y concentrada en la lectura de varios expedientes, se ubicaba una chi­ca muy atractiva, de pelo castaño claro, casi rubio, y ojos muy grandes, de unos vein­ti­cinco años. “Edad muy difícil para una mu­jer”. Su cuerpo –que a Konen siempre le había parecido que poseía una dis­tribución ósea y muscular muy superior a la distribución de la riqueza de muchos países- pre­go­na­ba de manera elocuente su ju­ventud, si bien su for­ma de caminar, cautelosa y algo fe­­­lina, insinuaba cier­ta experiencia propia de las mujeres adultas. Ha­­­bía ingresado poco tiempo atrás en la 24a. y Ko­nen todavía no sabía su nombre. A su lado se en­con­traba otro jo­ven agente que tenía una anti­güe­­dad ma­yor que la chica, quizá un año o más, y cuyo nombre Konen tam­­­bién desconocía. “Ten­go que apren­der los nom­bres de los dos, aunque más no sea por cortesía”.

El gorgoteo de la cafetera avisó que el proceso ya estaba terminado y Konen salió de su mo­men­tánea abs­­trac­ción y empezó a buscar un pocillo grande.

-Sueco… ¡A mi oficina! – escuchó gritar a su jefe, el comisario Roberto Santoro.

Por un instante, Konen siguió revolviendo toda la pila de pocillos sin encontrar ninguno de la medida que pre­­fe­ría, de modo que tuvo que conformarse con dos pequeños.

-Chueco, te están llamando – le dijo el ordenanza que pasaba a su lado.

-Ya lo sé, Ramón, ya lo sé – respondió Konen con fastidio, llenando los dos pocillos.

Des­pués se dirigió a la oficina de su jefe, con un pocillo en cada mano y haciendo equi­li­brio entre los es­cri­­to­rios y las personas que poblaban el recinto que bullía de actividad: el pitido de las computadoras, el ron­ro­neo de las impresoras, los teléfonos que sonaban, los variados ring-tones de los celulares y los co­men­ta­rios de hombres y mujeres que iban y venían satura­ban la acústica am­bien­tal. Entró, cerró la puerta con el ta­­lón –lo que produjo una extraña sen­sación de vacío, como si el mun­do exterior hubiera desaparecido- y se sentó frente al comi­sa­rio con un sus­piro de ali­vio.

-¿Qué tal, jefe?

El comisario le contestó con un gruñido y le entregó una carpeta que contenía varias foto­gra­fías, a la vez que to­maba uno de los pocillos que Konen había dejado sobre el escritorio y lo llevaba a su boca. Dio un sor­bo y puso cara de asco.

-Mierda… ¡Está amargo!

-Era para mí, jefe.

-La próxima vez que me traigas un café que sea con azúcar – recomendó Santoro, sin escu­char las úl­ti­mas pa­­­la­bras de su subordinado -. Una sola cucharita me basta… ¿Qué te parecen esas fo­tos?

Konen dedicó unos minutos a estudiar las fotos: mostraban a tres mujeres tiradas de costado sobre el cés­­ped, casi en la mis­ma posición fetal. “Posición decúbito lateral, como dirían los fo­ren­ses”. Las mujeres eran jó­ve­nes y vestían de ma­nera similar: todas con jeans, dos con camisas y la ter­cera con un pulóver. Otras tres fotos eran las típicas que sa­caban en la mor­gue: rostros pálidos, ojos ce­rra­dos y cabellos pei­na­dos hacia atrás. “Máscaras mortuorias, caras inexpresivas como juga­do­res de pó­quer profesionales”. In­clu­so en dos de las fotos po­dían ver­se las costuras de la autopsia que desde las cla­vículas bajaban hasta unir­se al es­ter­nón, y en otra los hematomas en el cuello, pro­pios del es­tran­gu­la­miento. Todas las fotos eran en color –las ropas así lo confirmaban- pero los ros­tros de las chicas pa­re­cían haber sido tomadas en blanco y negro. “Es muy difícil encubrir la lividez cadavérica: la muerte ahuyenta todos los colores”.

-¿Qué te parece? – insistió Santoro

-Lo de siempre, por más lamentable que sea – opinó Konen, encogiéndose de hombros – ¿Aca­so tienen algo de particular?

-Sí, tienen una maldita particularidad: las tres son uruguayas y las tres aparecieron asesinadas en el partido de Tigre. Además, entraron a la Argentina por el puerto del Tigre y sus cadáveres fueron en­­con­tra­dos en el terri­to­rio de la Comisaría 24a., lo que significa que nos toca a nosotros ocuparnos de este asun­to – y San­­­­­­toro continuó, con un grado de exasperación que Konen le había visto en muy es­ca­sas ocasiones: – Pa­ra col­­mo, hay implicancias po­lí­ti­cas detrás de todo esto.

-¿A qué se refiere, jefe?

-Tres uruguayas jóvenes asesinadas, una en octubre del año pasado, otra en febrero de este año y la ter­cera a fines de mayo, es demasiado fuerte para cualquiera. ¡Incluso para nosotros! Tres ase­si­natos en sie­te meses y tres ca­dá­ve­res a pocas manzanas unos de otros. Es demasiado, Sueco, de­ma­sia­do. No me ex­­traña que el canciller de Uruguay haya hablado con nuestro canciller, y éste con el go­ber­nador de la pro­vin­cia y éste, a su vez, con el co­­misionado policial de la provincia y con el intendente del partido de Tigre, to­dos los que se lanzaron sobre mí en busca de explicaciones o de un chivo expia­to­rio. Hay que tener pre­sen­te que faltan cinco meses para las elec­cio­nes y nadie quiere problemas de esta clase ni grandes re­per­cu­siones mediáticas. Ya sabés… la inseguridad y todo eso.

-Bueno, jefe, todo indica que usted es el último eslabón de la cadena.

-¿Es así como pensás consolarme?

Konen volvió a encogerse de hombros y permaneció callado. “Debí quedarme en mi casa, co­mo acon­­se­ja­ba mi horóscopo”.

-Por otra parte, yo no soy el último eslabón de esta cadena maldita, soy el anteúltimo.

-¿Y quién es el último eslabón? – preguntó Konen con cautela, empezando a sospechar la res­pues­ta.

-El último eslabón sos vos, Sueco… – afirmó Santoro, echándose sobre el respaldo de su si­llón rodante y es­bo­zan­do una sonrisa.

-¿Y yo qué hice?

-Hasta ahora nada, pero lo vas a tener que hacer: resolver este problemita.

-No parece tan pequeño como usted dice, jefe.

-Es posible, pero sin ninguna duda este asunto requiere cierta delicadeza y por eso pensé en vos.

-Usted siempre comentó que yo no tengo ninguna delicadeza, jefe. Incluso recuerdo que en va­rias oca­siones dijo que mi delicadeza era la misma que despliega un elefante borracho en una cris­ta­­le­ría.

-¿Dije eso? – inquirió Santoro con una mueca irónica en su boca –. No fui muy ingenioso, debo re­co­no­cer­lo. ¡Ni siquiera original!

Konen no hizo más que gruñir. Esperó pacientemente y mientras tanto observó con deteni­mien­to al co­mi­­­sa­rio. Santoro tenía unos cincuenticinco años, una altura considerable, ojos y cabellos cas­ta­ños, arrugas ges­­tuales que surcaban la frente y las mejillas como profundas cicatrices y, casi con­­tradi­cien­do la dureza de su rostro, una son­­risa eterna en sus labios con la cual seducía y con­ven­cía a casi to­do el mundo, lo que en cier­­tas oportunidades tam­­bién in­cluía a Konen. Esa son­ri­sa amplia y se­duc­to­ra, propia de las personas sa­tis­fechas consigo mismas y con el mundo en el cual vivían, jun­to a la sim­pa­tía natural y espontánea de San­to­ro y a la habilidad para arre­glar los números de mo­do tal que el por­cen­taje de casos resueltos se man­tu­vie­ra alto, le había solucionado mu­­­chas di­fi­­cul­tades a la 24a. y por esa razón era respetado y estimado tanto por sus subordinados como por sus su­­periores, sobre todo por el in­ten­dente del partido de Tigre. “Clasi­fi­ca­ción general: casi amigo y relativamente confiable”.

-De todas maneras, estoy dispuesto a darte la oportunidad de demostrar tu delicadeza.

-Gracias, jefe. Me siento muy honrado. Pero no entiendo muy bien la razón de esa delicadeza que se me exi­­ge…

-En este caso, delicadeza significa que debés trabajar en silencio para evitar filtraciones de in­for­mación que lle­­­­guen a la prensa. Tiempo atrás a vos te decían <<el mudo>> y eso es lo que se pre­ci­sa ahora: que per­­­ma­nezcas mu­do. La prensa ya se ocupó oportunamente de estos asesinatos, es cierto, pe­ro no los ha vin­­cu­­lado entre sí. Tu­vi­­mos suerte ya que, en caso contrario, los medios hu­bie­ran co­men­zado a hablar de un asesino serial de inmediato. A los periodistas les encantan los ase­si­nos se­ria­les.

-¿Y está confirmado que no hay ninguna vinculación entre esos tres asesinatos?

-Es muy probable que la haya, pero lo importante, Sueco, es que no tiene que haber nin­gu­na vin­­­­culación y no tiene que existir ningún asesino serial – explicó el comisario, poniendo un marcado énfasis  en la pa­la­bra <<no>> -. ¿Comprendés?

-Estoy empezando a comprender, jefe.

 -Así me gusta, Sueco. Siempre dije que eras un tipo inteligente.

-¿Puedo trabajar con alguien?

-Es difícil, Sueco, casi imposible. Hay gente que tuvo que tomarse las vacaciones del año pa­sa­do que es­tán a punto de vencer y por eso nos quedamos con tres personas menos en junio. Lemos se rompió una pier­na en un ac­to de servicio, lo que implica dos o tres meses de va­ca­ciones forzadas. Rita Ra­mos está muy ocupada con el asunto de los desarmaderos de autos y con la licencia de Le­mos se que­dó sin el com­pa­­ñero que la protegía, por lo cual tengo que destinarla a trabajos menores. Por otra parte, los mellizos Ga­ru­zzo siguen con el tema del robo de los cables de fibra óptica. Ade­más, Sueco, vos siempre trabajaste so­lo, ya sea porque nadie te soporta o por­que preferís andar por tu cuenta sin com­pañeros, haciendo las tra­ve­suras, por llamarlas de alguna forma, que te carac­te­ri­zan.

-Muchas veces he trabajado en equipo, jefe, y nunca tuve problemas.

-Vos no tuviste problemas, pero el que recibió las quejas por tu comportamiento fui yo.

-Me parece que está exagerando, jefe.

-Con vos las exageraciones siempre se quedan cortas, Sueco. Y sea como fuere, debemos acos­­tumbrar­nos a la idea de que las cosas no funcionan como en las series de la televisión yanqui: allá tienen un equipo de cinco o diez personas para resolver un caso y acá tenemos un solo agente para resolver cinco o diez ca­sos. De todas formas, Sueco, a Rita y los mellizos a veces les queda algo de tiem­po libre y quizá estén dis­pues­­tos a ayudarte. Pe­­­ro recordá que este caso es tuyo y que no de­bés brindar mucha información ni si­quie­­­ra a tus colaboradores: úni­­camente la información mínima y nece­sa­ria. Delicadeza, Sueco, te pido y te exi­­jo delicadeza.

-¿Tengo que cambiar de turno?

-Elegí el turno que más te convenga, Sueco: no quiero privarte del complemento por noctur­ni­dad, pero su­­­pon­go que hay indagaciones que tendrás que hacer de día. El turno es tu elección. Yo quiero resultados y los horarios no me interesan.

Konen asintió con la cabeza. “Eso significa que trabajaré de noche y de día y con seguridad co­bran­do la mi­tad de las horas extras”.

El comisario juntó las fotografías con otros documentos de la carpeta, la cerró y se la alcanzó a Konen: era una forma de poner fin a la conversación.

-Que tengas suerte, Sueco.

Konen volvió a su escritorio con la carpeta. Podía irse a su casa porque ya eran casi las diez de la ma­ña­na y su turno había terminado dos horas antes –de hecho, esa idea pasó por su cabeza- pero no es­taba can­­­sado ni tenía sueño, de modo que decidió adelantar algo en su nuevo caso y se pu­­so a tra­ba­jar con la com­putadora.

Co­mo no quería llenar su mente de nombres y apellidos que en poco tiempo tendría que ol­vi­dar, de­cidió enu­­me­rar a ca­da una de las chicas asesinadas: la que murió en octubre recibió el número 1, la de febrero el nú­mero 2 y la úl­ti­ma, muerta una quincena atrás, el número 3. Ese sistema de nu­­me­ra­ción o codifi­ca­ción también le servía a Konen pa­ra des­per­so­nalizar a las víctimas y amor­ti­guar el im­pac­to emocional que provocaba cualquier acto criminal y que, en determinadas cir­cuns­tan­cias, podía entorpecer la investigación.

Los protocolos de la autopsia a los cuales logró acce­der, más allá del com­­­­plejo y farragoso idio­ma fo­ren­se, in­for­ma­ban que, respectivamente, las chicas habían si­do ase­sinadas por es­tran­gu­la­ción, por apuñala­mien­­­to y por un golpe en la nuca con un ob­jeto con­tun­den­te y plano. Esos distintos mo­dos de operar per­mi­tían pre­su­mir que no se tra­taba de un mismo homicida, lo cual, en cier­ta for­­­ma, descartaba la existencia de un ase­si­no serial, a lo que debía sumarse una pre­ci­­sión técnica de la cri­mi­na­lís­ti­ca: un asesino serial es aquel que co­mete no me­nos de cuatro ase­si­na­tos.

“El comisario y has­ta el in­ten­dente que­­­­darán sa­­tisfechos por esa con­­clusión”. Por otra parte, es­­tran­­gu­lar, apuñalar y golpear eran los procedimientos habituales en los crí­me­nes pa­sio­na­les y en­­­ton­ces ale­ja­ban aún más la posibilidad de un crimen serial: algo alen­ta­dor, por cierto, pero que no siem­­pre se cum­plía.

Había otros datos a tener en cuenta: las chicas tenían diecinueve, vein­te y veintidós años de edad -la úl­ti­ma un em­­ba­­razo de dos meses en el momento de su muerte- y ninguna había si­­do en­con­tra­da en la es­ce­na del cri­men, de acuerdo a lo que demostraban los cambios de lividez, lo que quería decir que después de ase­­­­si­nar­las alguien las había llevado has­ta el lugar donde fueron halladas, una fae­na que no era lo corriente en los asesinatos pasionales ya que re­que­ría una mínima planificación y ciertas pre­cau­cio­nes.

Los tres informes policiales coincidían en asegurar que las chicas desempeñaban tareas de me­­se­ras o ca­­ma­re­ras en dis­tin­tos bares del municipio sin dar el nombre de ninguno de esos esta­ble­ci­­mientos. En los tres casos, al­gunos testigos –también sin nombres- las reconocieron como meseras o ca­mareras, pese a que no aportaron ma­­yores precisiones al respecto.

Konen apoyó su espalda en el respaldo del sillón, alejándose un poco de la computadora y pen­san­do en la forma de so­lucionar esa falta de información. No resultaría fácil: las chicas eran uru­guayas y seguramente no te­nían permiso de trabajo, razón por la cual no debían figurar en la nómina de em­plea­dos de ninguna em­­­­­­presa. Si tra­bajaban lo hacían en negro, no pagaban impuestos, carecían de pro­tec­ción sindical y prác­ti­ca­­­mente no existían en ninguna clase de registro oficial. Tampoco ayu­daba el tiem­po transcurrido desde el ha­­­­­llazgo de los cadáveres: cual­quier homicidio que no se re­suel­ve en la primera semana tenía muchas pro­­babilidades de quedar impune.

Automáticamente, casi sin tener conciencia de lo que hacía, Konen tanteó sus bolsillos su­pe­rio­res y extrajo con lentitud los elementos necesarios para encender su pipa. Alternaba la pipa con los ci­ga­rrillos, pero la pipa lo relajaba y lo ayudaba a pensar: para ciertos momentos, la pi­pa era ideal.

-Sueco, supongo que no pretenderás fumar acá adentro – dijo la fiscal con tono de protesta -. Es­tá ter­mi­nan­­te­mente prohibido…

Konen la escuchó, pero no hizo ninguna señal que así lo indicara. “Las mujeres homosexuales son más in­­so­por­tables que las heterosexuales”. Aparentando indiferencia a todo lo que lo rodeaba, pro­­siguió con el ri­­to de pre­pa­rar la pipa a la vez que se acercaba a la computadora para continuar su análisis. La lec­tura de los informes le ofre­ció otro detalle que podía tener cierta re­le­van­cia: al parecer, las tres chicas ejer­cían la pros­­titución. Nada se­gu­ro, de acuerdo al lenguaje usado en el informe, pero era algo pro­bable. En el in­for­me de la nú­me­ro 2 se hablaba de <<trabajadora sexual>>, lo que a veces se usaba para evitar la mención del vocablo <<pros­ti­tu­ta>>. “Vi­vi­mos la época de los eufemis­mos”.

-¿Alguien de los aquí presentes estuvo vinculado a los asesinatos de las chicas uruguayas? – pre­guntó Ko­­nen, echando un rápido vistazo a todos los demás y mostrando las fotografías.

-Yo estuve en uno de esos casos – confirmó el mellizo Quinto, levantando la mano como un alum­­no en la es­cuela -. Una chica muy joven, apuñalada.

-¿Era una prostituta?

-Sí, era una prostituta.

-¿Estás seguro de que era una prostituta?

-Para el petiso Garuzzo todas las mujeres son prostitutas – terció Rita, esbozando una sonrisa y ju­­gue­te­an­­do con un bolígrafo entre sus dientes.

Rita era la única en toda la 24a. que se animaba a llamar <<petiso>> a Quinto Garuzzo, lo que constituía una es­­pe­cie de devolución de atenciones puesto que Quinto siempre se dirigía a ella lla­mán­­do­la <<peti­sa>>. Na­da que pro­vo­ca­ra tensiones en el ámbito de trabajo, sólo una divertida com­pe­tencia que nor­mal­men­te ale­gra­ba has­ta a los mis­mos involucrados. Seguro que ambos se querían y se res­pe­ta­ban, pero lo di­si­mu­la­ban.

-Bueno, tal vez no fuera prostituta – admitió Quinto Garuzzo con desgano, para agregar tras una bre­ve pau­sa, ha­ciendo una mueca con su boca: -Pero les aseguro a todos que esa chica cobraba por sus favores se­xuales.

Todos rieron, incluso Rita.

-¿Alguien más sabe algo de estas chicas uruguayas?

Nadie dijo nada y entonces Konen cerró la carpeta y la computadora, tomó su campera y salió.

En su ámbito habitual de trabajo –la comisaría vigésimocuarta del partido de Tigre de la pro­vincia de Buenos Aires- Mika Konen re­­sul­taba mu­cho más conocido por el mote de <<el sue­co>>, el que ya tenía tantos años de an­ti­güe­dad que no eran pocos quie­nes lo con­fun­dían con su ape­lli­do. Por lo tanto, a nadie asombraba –ni si­quiera a él mis­mo- que algunos lo lla­ma­ran <<agente Sueco>>, <<detective Sueco>>, <<inspector Sue­co>> o, sim­ple­men­te, <<Sue­­co>>. Y Ko­nen ha­bía terminado por acep­tarlo -quizá con más indi­fe­ren­cia que resignación- sin mo­­les­tar­se en perder tiem­po haciendo acla­raciones que na­die es­­cucharía. Fi­nal­mente, solía pensar, <<Sue­co>> no es tan malo y algo de ra­zón hay detrás de ese apodo.

De hecho, le habían endilgado otros apo­dos peores que, por suerte, habían quedado en el ol­vi­do muy pron­­to. Y que Ramón, el ordenanza de la co­misaría, fuera el único que lo llamara <<chueco>> no sig­ni­fi­ca­ba na­­­da: todos sabían que el viejo había perdido el oído y parte de la oreja izquierda en la ex­­plosión de una ga­­rrafa de gas y que había quedado bastante sordo. Lo su­ficiente, al menos, como pa­­ra no haberse en­te­ra­do, a pesar del tiempo transcurrido, que por entonces el apodo vi­gente era <<Sue­­co>>.

Cuando esa mañana de junio Konen entró en la comisaría ya hacía más de una hora que su tur­­no de tra­bajo ha­bía expirado. La ronda nocturna se había desarrollado sin mayores inconve­nien­tes, só­lo las ha­bi­tua­les peleas de borrachos y prostitutas con destrozos materiales insignificantes y algunos ro­bos pequeños –car­­teras y celula­res- que no causaron heridos y ni siquiera justificaron ha­cer una de­nun­cia que, por lo demás, todos sabían que era una pérdida de tiempo. Resumiendo, na­­­­da que fuera preciso re­­por­tar, lo que le brindaba a Konen la alen­ta­do­ra po­si­bi­li­dad de escribir <<sin no­ve­dad>> en el libro de actas y poder mar­­charse a su casa de in­me­diato.

Pero no tuvo suerte: una nota pegada sobre su es­­cri­to­rio lo conminaba a reunirse con el co­mi­sa­rio San­­to­ro. La no­ta terminaba con la palabra <<urgente>> sub­ra­yada tres veces y en­tre signos de ad­­mi­ra­ción, co­mo siem­pre hacía Doris, la jefa de recepción. De todas for­mas, Konen se tomó su tiem­po. “Primero un café doble, lue­go veremos”.

Se sacó la gorra marinera de lana y la guardó en un bolsillo de su campera tipo ca­za­dora, la que colgó en el res­­paldo de la si­lla, y después se dirigió a la máquina de café que es­ta­ba en un rin­cón de la am­plia sa­­la. Apro­ve­chan­­do que na­die parecía mirarlo, tomó la jarra de ca­fé llena a medias, la va­ció en el lavatorio del baño de mu­je­res y regresó jun­to a la cafetera, ope­ra­ción que le llevó no más de dos o tres segundos. Con parsimonia, inició el ri­­to de la pre­pa­ra­ción de un café recién hecho y se dis­puso a espe­rar el ansiado gor­goteo de la máquina, apo­ya­do con­­tra una co­lum­na y con los brazos cru­zados sobre su pecho. El espejo si­­tuado al lado de la puerta del baño de mu­­jeres le de­vol­vió su ima­gen. “La viva imagen de la indolencia, co­mo diría mi jefe”. Y Konen sonrió por su propio pen­­sa­mien­to.