La nieve roja - Alvaro Francia - E-Book

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Alvaro Francia

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Beschreibung

En el extremo norte de Suecia, en el distrito municipal de Kiruna y en medio de una fuerte tor­men­ta de nie­ve, una joven mujer aparece ahorcada frente a un hombre mayor, también asesinado, en el jar­dín trasero de una casa de campo: un doble homicidio que da inicio a una investigación policial -llevaba a cabo por el inspector Mika Konen y su nueva asistente, la agente Jona Rehn- donde se entremezclan grandes pasiones amorosas del pasado y del presente con viejas guerras y renovados odios.

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Seitenzahl: 619

Veröffentlichungsjahr: 2015

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La nieve roja

Álvaro Francia

Editorial Autores de Argentina 

SINÓPSIS

En el extremo norte de Suecia, en el distrito municipal de Kiruna y en medio de una fuerte tor­men­ta de nie­ve, una joven mujer aparece ahorcada frente a un hombre mayor, también asesinado, en el jar­dín trasero de una casa de campo: un doble homicidio que da inicio a una investigación policial -llevaba a cabo por el inspector Mika Konen y su nueva asistente, la agente Jona Rehn- donde se entremezclan grandes pasiones amorosas del pasado y del presente con viejas guerras y renovados odios.

INDICE

Sinopsis

Capitulo 1

Capitulo 2

Capitulo 3

Capitulo 4

Capitulo 5

Capitulo 6

Capitulo 7

Capitulo 8

Capitulo 9

Capitulo 10

Capitulo 11

Capitulo 12

Capitulo 13

Capitulo 14

Capitulo 15

Capitulo 16

Capitulo 17

Capitulo 18

Capitulo 19

Capitulo 20

Capitulo 21

Capitulo 22

Capitulo 23

Capitulo 24

Capitulo 25

Capitulo 26

Capitulo 27

Capitulo 28

Capitulo 29

Epilogo

Acotaciones finales

CAPÍTULO 1

El inspector atravesó el patio externo del hospital por entre las mesas que convocaban a una vein­te­na de pacientes –algunos de ellos sentados en sillas or­­topédicas, otros con bolsas de suero sostenidos por so­­portes metálicos que adosaban a sus cuerpos como si fueran perros falderos- y se acercó a la única en­fer­­me­­­ra ahí pre­sen­te, la que en ese momento clasificaba ele­men­tos sanitarios de distinta índole sobre una bandeja.

-Estoy buscando al paciente…

-Ya sé a quién busca usted, señor – respondió la enfermera, interrumpiendo al inspector sin apartar la atención de su tarea.

En un primer instante, el inspector se asombró por la capacidad adivinatoria de la en­fer­me­ra: había es­­­­ta­do en varias oportunidades en ese país y nunca se había percatado de esa notable capacidad de los su­­i­zos. Pero de inme­dia­to recordó que había llegado a ese hospital de campo en un auto policial con el co­mi­­sio­­na­do de Zurich y un chofer –ambos uniformados-, lo que se­gu­ra­men­te re­pre­sen­ta­ba una ruptura tan gro­­se­ra de la rutina aséptica que ahí debía regir, que todo el personal ya es­taría al tanto de lo sucedido. Y que hu­­­bie­ra de­­dicado más de una hora a conversar con el director del hos­pi­tal y con un par de médicos acerca del paciente en cuestión había ser­vido, sin ninguna duda, para que la noticia tuviera el tiempo ne­ce­sa­rio de expandirse de un extremo a otro.

La enfermera se volvió hacia el inspector, esbozando una sonrisa. Vestía de blanco desde los pies a la cabeza: za­patos blancos, medias blancas, guardapolvo blanco y una cofia, tam­­­­bién blanca, que con es­fuer­zo intentaba poner orden en una cabellera rubia salvajemente en­ru­la­da. Ko­nen apre­ció que la en­fer­me­ra era fea, con una nariz tan respingada que levantaba el labio su­pe­rior y de­ja­­ba ver algunos de sus gran­des dientes delanteros -lo que le daba el aspecto de un conejo- pero sus ojos, de un co­lor vio­lá­ceo, re­sul­­ta­ban muy atractivos. Incluso le pareció percibir que la enfermera trans­mi­tía una cier­ta vo­lup­tuo­sidad, una gra­­ta sensualidad.

“Ahora siempre encuentro algo lindo en las mujeres, aun en las más feas: debe ser la consecuencia de mi edad. ¡Voy a terminar siendo un viejo estúpido y sentimental!”

El inspector no pudo reprimir una sonrisa por sus propios pensamientos, lo que aprovechó –aunque más no fuera por retri­bución- para mostrársela a la en­fer­me­ra.

-Está allá, detrás de esos árboles – afirmó la enfermera, señalando con el mentón o con la nariz un ex­­tremo del jardín -. Siempre se oculta ahí para fumar después del almuerzo, creyendo que ninguna de no­so­tras se da cuenta de lo que hace.

-¿Y ustedes le permiten que fume?

La enfermera se encogió de hombros.

-Los médicos, por supuesto, se lo han prohibido: prohibir es uno de los mayores placeres de los mé­di­cos. Pero lo cierto es que fumar o no fumar ya no hace ninguna di­fe­ren­cia. Nosotras miramos para otro lado y lo dejamos fumar. Es mejor que aproveche mientras pueda ha­cer­lo…

El inspector notó que la enfermera había dejado su frase inconclusa de maneraintencional.

-Los médicos me comentaron que no estaba tan mal, aunque su enfermedad es terminal – murmuró el inspector.

-Su amigo, suponiendo que ese paciente sea su amigo, tiene períodos buenos y períodos malos, co­­mo siempre ocurre con la quimioterapia. Ha practicado de­por­tes toda su vida y eso todavía le otorga cier­ta prestancia, pero…

“Otra vez una frase inconclusa”.

El inspector asintió con la cabeza, le agradeció a la enfermera y echó a caminar sobre el césped cui­­da­do­­samente cortado del jardín, el que estaba atravesado por una red de angostos senderos de piedra pu­lida que recreaban un diseño geométrico. “Con toda pro­babilidad para que las sillas de ruedas puedan des­­li­zar­se”. Más allá de los árboles y de un río de escaso cau­dal, pudo observar un valle –sobre el que un trac­tor tra­bajaba la tierra seguido por una bu­lli­cio­sa ban­da­da de pájaros- que se extendía hasta una lejana cadena de pequeñas montanas. “Parece un paisaje de pos­tal tu­rís­tica”.

El inspector encontró a la persona que buscaba donde le había indicado la enfermera: estaba sen­ta­da en un banco de madera junto a una mesa sobre la cual se podían ver un paquete de cigarrillos y un en­cen­­de­dor -también un diminuto recipiente de lata que ofi­ciaba de cenicero-, con la vista perdida en el ho­rizonte y el aspecto de gozar pasivamente de las primeras horas de esa tibia tarde primaveral, abstraído por el paisaje,

Sin decir una palabra, y con cierta mesura –como si tuviera miedo de interrumpir ese íntimo mo­men­to de introspección- el inspector se acomodó en otro banco situado cerca del paciente, quien pareció no dar­se cuen­ta de esa presencia durante un largo rato. Cuando finalmente se volvió hacia él, lo hizo con una no­to­ria y quizá has­ta vo­lun­ta­ria falta de premura. Recién entonces el paciente le sonrió.

“Es maravilloso: en este país todos son­ríen”.

* * *

-Un último esfuerzo, Blackie, y ya llegamos – resopló Mika Konen, lanzándose decididamente hacia adelante y balanceando la mochila que cargaba en sus espaldas para que no le hiciera perder el equilibrio -. Solo quedan unos pocos pasos.

No fueron unos pocos pasos: Konen precisó muchos para alcanzar la cumbre de la colina. Y el es­fuer­zo resultó extenuante porque las piernas se le hundían en la nieve hasta casi la rodilla y el avan­ce de ese modo era muy lento. Pero una vez arriba sonrió satisfecho: el camino que quedaba por ha­cer era pen­diente abajo y la distancia que lo separaba de su cabaña no superaba los tres o cuatro kiló­me­tros. En con­di­cio­­nes normales, una caminata de una hora o menos, pero con esa cantidad de nieve caída requeriría el do­ble o el triple de tiempo.

-Ya casi estamos en casa, Blackie – murmuró.

Konen avanzó un poco más hacia una roca que por estar protegida por un árbol no había sido cu­bier­ta totalmente por la nieve y se sentó sobre ella después de barrer su superficie con las manos en­guan­ta­das. Se sacó la mochila de su espalda -dejándola entre sus pies- y libre de ese peso suspiró aliviado.

El paisaje que se ofrecía ante sus ojos era, supuestamente, el que rodeaba a su cabaña -situada al fon­­­do del valle y donde se iniciaba la llanura-, un paisaje que conocía muy bien, pero nun­ca lo había visto tan nevado y eso provocaba un cambio significativo que lo desorientó lo suficiente como para empezar a du­dar.

-¿Estaremos perdidos, Blackie?

Esa posibilidad no era muy alentadora, si bien tampoco resultaba dramática: los alimentos se ha­bían acabado y la última comida –un magro conejo que Blackie logró atrapar con mucha dificultad debido a la falta de práctica- era un re­cuerdo lejano del día anterior. Y el abrigo exiguo: nadie podía prever una tor­men­ta de nieve a principios de la primavera. Y mucho menos que esa tormenta durara tanto.

-Eso del cambio climático ha de ser cierto, Blackie. Y vos que siempre fuiste escéptico al res­pec­to…

Konen revolvió el interior de la mochila y extrajo los prismáticos, con los cuales echó un vistazo a los alrededores buscando algún punto de referencia que le permitiera ubicarse geográficamente. No era ta­rea fácil: solo podían verse árboles que emergían rígidamente de un manto de nieve que cubría todo con una capa que en las partes llanas alcanzaba los treinta o cuarenta centímetros. Además, las penumbras tras­­­lúcidas de los ins­tan­tes previos al amanecer no ayudaban mucho y hacían todo impreciso, difuminando el paisaje.

Konen se colgó los prismáticos del cuello y comenzó a preparar una pipa –comprobó, fastidiado, que apenas le quedaba tabaco- y mientras lo hacía escuchó la respiración agitada de Blackie, que fi­nal­men­­te se echó a su lado con la larga lengua rosada colgando de sus fauces.

-Estás tan cansado como yo, ¿verdad?

Blackie -un boyero bernés que se encontraba tan cubierto de nieve que nadie hubiera podido re­co­no­cer su raza- pareció concordar con su amo y a tal efecto le movió el rabo levemente. Konen dedicó unos mi­­nutos a acariciar el lomo del perro y luego encendió la pipa, saboreando con frui­ción el aroma de esa mez­­­cla de tabaco Virginia y picaduras de marihuana que él mismo solía preparar mientras dejaba vagar su mi­rada por el horizonte que lentamente, muy lentamente, iba abriendo una franja de luminosidad creciente en el cielo.

Al rato –ya había terminado de fumar su pipa- Konen notó que las orejas de Blackie se tensionaban repentinamente y que su hocico apuntaba en una dirección determinada. Sus fauces se cerraron, con­te­nien­do la respiración, y los pelos del lomo se le erizaron.

Konen tomó los prismáticos y empezó a inspeccionar los terrenos que yacían pendiente abajo. No pudo observar nada de interés ni distinto a lo que ya había visto antes hasta que, finalmente, un movimiento atrajo su atención: algo se agitaba en medio de los árboles. Ajustó la visión de los prismáticos y así logró des­­cubrir un animal grande –un reno- que caminaba por un claro del bosque.

-Es un reno, Blackie – comentó Konen en un susurro, con un tono de voz que calmara la ansiedad del perro -. Seguramente está desorientado. Y tan sorprendido por la tormenta como no­so­tros… ¿No te pa­re­ce, Blackie?

Konen volvió a fijar la vista en el reno. Comprendió que lo que en un principio le había parecido un cla­ro del bosque no era otra cosa que la ruta, tan tapada de nieve que resultaba casi im­po­si­ble reconocerla como tal. En ese momento, el reno marchaba como un caballo en un desfile, levantando mucho las patas para desenterrarlas de la nieve -lo que le otorgaba un aspecto cómico- y explorando su entorno con cautela.

Blackie comenzó a esbozar un gruñido y Konen lo sosegó de inmediato con una caricia.

-Tranquilo, Blackie, tranquilo – le dijo en voz baja.

CuandoKonen enfocó otra vez los prismáticos sobre el reno, descubrió que había frenado su ca­mi­nar y que miraba con desconfianza a su derecha, a lo que podría ser la cuneta de la ruta. El animal in­ten­tó re­tro­ce­der pero al comprobar que eso era muy difícil por la altura de la nieve, optó por avanzar muy des­pa­cio, dando un pequeño rodeo, para luego acelerar su paso. Konen lo siguió con la vista hasta que de­s­a­pa­reció en un re­codo del camino, tras lo cual se concentró en lo que había asustado al reno. No tardó en en­con­trarlo: un bulto grande, casi enorme, al costado de la ruta, de for­mas redondeadas y cu­bierto de nieve.

-¿Será una roca, Blackie?

Pero Konen supo que eso era poco probable: el municipio nunca hubiera permitido la permanencia de una roca tan cerca de la ru­ta que resultaba peligrosa para los automovilistas.

-Debe ser otra cosa, Blackie. Tendríamos que inspeccionar un poco lo que sucede ahí abajo… Fi­nal­­­­mente, está en nuestro camino a casa.

Konen se calzó la mochila a su espalda, aspiró a pleno pulmón el aire frío de ese amanecer indeciso y tras un profundo suspiro de resignación inició el descenso, uti­lizando cada tanto los árboles para disminuir la velocidad que la pendiente imponía a su caminar. Blackie, mientras tanto, lo pre­ce­día, impaciente: a ve­ces se paraba para volverse hacia su amo, lo apuraba con sus ladridos y seguía avanzando a los saltos. Tar­­daron media hora en llegar y ese esfuerzo, pese a ser mucho menor que el exigido por el ascenso pre­vio, los dejó agotados otra vez.

-Es un auto, Blackie – comentó Konen cuando la cercanía le permitió reparar que una parte libe­ra­da de nieve mostraba claramente un puerta metálica con su vidrio subido -. Es un auto que se des­ba­rran­có en medio de la tor­menta, seguro.

Y entonces, maldiciendo por lo bajo, temió lo peor: hallar una persona muerta por congelamiento en el interior del auto.

-Espero que este auto no arruine nuestras vacaciones, Blackie.

Konen se agachó sobre el auto y usando sus manos como anteojeras pegó la nariz en el vidrio para ojear el interior: la luz escaseaba ahí adentro pero, en principio, parecía no haber nadie, lo que de inmediato lo tranquilizó. Después accionó la manija de la puerta y pudo abrirla sin dificultad y continuar con su escru­ti­nio

-Nadie, Blackie, nadie… ¡Por suerte!

La puerta trasera, en cambio, resultó imposible abrirla, como si la nieve la hubiera soldado a la ca­rro­ce­ría. Necesitaba romper el hielo que se había formado y en el acto Konen desistió de esa tarea: prefirió buscar un sitio donde sentarse a descansar. Cuando finalmente descargó la mochila de su espalda comen­zó a buscar su celular.

-Voy a llamar a la estación policial, Blackie. Es posible que alguien haya denunciado la desaparición de una persona.

* * *

Uno de los pequeños placeres que la comisaria principal Marit Jansson se concedía a sí misma to­das las mañanas –incluso las esporádicas mañanas de los sábados- consistía en llegar a su oficina media ho­ra antes de que se iniciaran las actividades ofi­cia­les de la estación policial de Kiruna y así, sin que nadie la importunara -en soledad y tranquila, con el bal­sá­mi­co silencio de las compu­ta­do­ras e impresoras apaga­das que la ausencia de los ring tones de los celulares acentuaba- poder tomar café y mirar por el amplio ven­­ta­nal del primer piso el lento despertar del día y las fas­cinantes variaciones de color que el sol iba pro­vocando en los alrededores del pequeño y austero edificio.

La imperiosa necesidad de soledad que Marit Jansson experimentaba en esos momentos obedecía, también, a una cuestión es­tric­ta­mente materialista –y a la vez egoísta, ella misma lo reconocía- puesto que el café que utilizaba para llenar un termo de medio litro –su dosis matutina- provenía de una recóndita selva africana con un mi­cro­clima muy propicio para el cultivo de los granos –de hecho, y según le habían co­men­ta­do, el mejor mi­cro­clima del mundo-, lo que elevaba el precio del kilo a niveles tan altos que impulsaba a acapararlo como si fuera oro y también impedía compartirlo con sus compañeros de trabajo, todos ávidos con­sumidores de ese brebaje de sibaritas.

La exorbitancia del precio Marit Jansson lo había podido comprobar de una forma casi cómica pero con­cluyente cuando su hijo me­nor, un adolescente de diecisiete años, pagó por un viejo Volvo el equi­va­len­te a ocho kilos de ese café. “Es un lujo asiático”. Pero se consoló pensando que era el único lujo que se da­ba. “Por lo demás, me lo pue­do permitir”

Con un pocillo de café en una mano, un cigarrillo apagado en la otra –Marit Jansson se obligaba a no encender ese cigarrillo durante el mayor tiempo posible- y frente a la ventana, un auto desconocido que en­tró en la pla­­ya de estacionamiento de la estación policial despertó su curiosidad. Lo vio deambular con len­titud, indeciso, hasta que al final se estacionó en la parte más alejada de la puerta principal, permitiendo que una mujer se bajara de él.

-Jona Rehn – murmuró la comisaria al reconocerla, esbozando una sonrisa de alegría.

Jona Rehn y Marit Jansson habían coincidido en varios cursos de perfeccionamiento del Ministerio de Justicia llevados a cabo en Estocolmo, Gotemburgo y Malmö, los suficientes como para ir forjando una re­lación que ca­recía de intimidad pero que entretenía a ambas. Ni siquiera el lamentable accidente que le cos­tara a Jona Rehn la pérdida del ojo derecho -tres años atrás- había logrado una mayor intimidad entre ellas hasta que en el último curso que hicieron juntas en el otoño pasado algo cambió. Una noche, durante el festejo de fin de curso y compartiendo tragos con los demás compañeros, Jona Rehn la llevó aparte a Ma­rit Jans­son y le preguntó si todas las vacantes de su comisaría estaban cubiertas.

-Siempre falta gente, Jona – le había respondido Marit Jansson en esa oportunidad -. Ya sabés co­mo es eso: el presupuesto policial nunca es suficiente y por lo tanto debemos arre­glarnos como podamos con los escasos recursos a nuestro alcance. Además, hay muy poca gente dispuesta a trasladarse a El Gran Nor­te, a una zona casi deshabitada y con un clima extre­mo.

-¿Ni siquiera la posibilidad de una vida mucho más tranquila que la de las grandes ciudades resulta atractiva?

-La vida tranquila se terminó en la década del noventa, Jona. No solo estamos muy cerca de la fron­te­ra con Noruega, sino también de Finlandia, que es la vía de acceso terrestre que suelen usar los rusos, los estonios, los letones y los lituanos, muchos de los cuales forman bandas dedicadas al tráfico de drogas y a la trata de mujeres que en los úl­ti­mos tiempos han provocado hechos de inusitada violencia. La violencia de esa zona ya no es la tradicional, la que todos conocemos.

-Peleas de borrachos, robos de poca monta, ruidos molestos, alteración del orden público y cada tan­to, para matizar el aburrimiento de la policía, algún crimen pasional derivado del adulterio. ¿No es así, Marit?

-Eso sigue ocurriendo, Jona. Y seguirá ocurriendo, seguro. Pero esas bandas que ya te mencioné a ve­­ces chocan entre sí y se matan.

-Con los típicos daños colaterales que producen víctimas inocentes…

-Por supuesto: eso nunca falta, Jona. Pero, además, esas bandas tienen un considerable efecto de con­­­tagio entre la población na­ti­va, es­­pecialmente entre los jóvenes que sufren una histórica falta de trabajo y la habitual incertidumbre frente al futuro. Eso impulsa el robo de autos, los que cruzan la frontera de Fin­lan­dia y de ahí son llevados a Rusia y a los países bálticos. Como podés apre­ciar, Jona, el norte, El Gran Nor­te, ya no es una zona tan idílica como mucha gente cree.

-Aun así, Marit…

Y Jona Rehn dejó su frase inconclusa con una intencionalidad tal que Marit Jansson comprendió en el acto lo que sucedía: su colega, su amiga, estaba buscando un lugar donde refugiarse para sanar sus he­ri­das. Nada nuevo para Marit Jansson: buena parte del personal de su seccional estaba compuesto por quie­­nes pretendían huir de algún trauma afectivo. “El Gran Norte es el albergue de los corazones des­tro­za­dos y de las almas melancólicas”.

-¿Querés ir a trabajar a…?

Jona Rehn asintió con la cabeza, la mirada expectante clavada en los ojos de Marit Jansson, la res­pi­ración contenida.

-Pues, Jona, no sé qué decirte… ¿Lo has pensado bien?

-Creo que sí, Marit.

-Me parece que tenés dudas…

-Bueno, sí, es posible, Marit… Pero necesito cambiar de aire. De eso no hay dudas.

-Lo que sobra en el norte es aire, Jona. Aire, viento helado y nieve durane seis meses seguidos. También sobra el aburrimiento: la vida en el norte para una persona sola, sin pareja y sin hijos, es muy aburrida, muy solitaria. Y sospecho que ese es tu caso.

-¿Es tan notorio?

-Hagamos lo siguiente - propuso Marit Jansson, pasando por alto la pregunta de su interlocutora -. Po­nete en comunicación conmigo dentro de un mes… ¿Te alcanza ese tiempo para tomar una decisión de­fi­­ni­ti­va?

CAPÍTULO 2

-¿Le molesta que fume? – preguntó el inspector.

-Al contrario, me encanta – respondió el paciente, reacomodándose en su banco para enfrentar al ins­­pector -. Particularmente si me convida un cigarrillo.

-¿Acaso se le acabaron? – inquirió el inspector con sorna, dirigiendo una indisimulada mirada al pa­que­te de cigarrillos que yacía sobre la mesa.

-No se me acabaron, por suerte. Pero acaparo los cigarrillos co­mo una ardilla sus bayas – repuso, agre­­gan­do al instante con una mueca de resignación: - No me resulta fácil con­­­­seguir cigarrillos con el her­me­­tis­mo claustrofóbico que rige en este hospital.

-Mi idea era fumar en pipa…

-Hágalo sin inhibiciones – pidió el paciente con énfasis, casi como si fuera una orden -. El aroma del ta­baco de pipa me gusta y mi olfato se lo agradecerá.

-¿No me meterán preso por fumar en un hospital? Tengo entendido que en este país las leyes son muy estrictas.

-Ya sospechaba yo que usted no era suizo.

-No lo soy, es cierto – reconoció el inspector.

-No es necesario que lo lamente: hay cosas peores que no ser suizo y, por lo demás, existen mu­chos países mejores que Suiza. De todas formas, y no por elogiarlo en vano, debo admitir que usted habla un alemán casi perfecto, solo con un acento apenas perceptible que me permite presumir que ese idioma no es el materno.

-No se equivoca.

-Incluso me animaría a decir que usted es escandinavo – aventuró el paciente, entrecerrando los ojos en una fingida expresión de agudo escrutinio -. Pero confieso que no lo digo únicamente por mi co­no­ci­miento de los acen­tos, sino también por su aspecto físico.

-Sigue sin equivocarse: soy escandinavo. Sin embargo, nací en Argentina.

-Vaya, eso sí que es una rareza – exclamó el paciente, sonriendo abiertamente y exagerando de ma­­­­­nera teatral su sorpresa -. Nunca has­ta ahora había conocido a un escandinavo de origen sudamericano, se lo aseguro.

-Pues lamento decirle que acaba de equivocarse: nosotros ya nos hemos conocido. Fue un me­s atrás. Quizá lo recuerde…

* * *

A Jona Rehn le alcanzó una quincena, no más: así lo recordó Marit Jansson desde su íntimo atalaya del pri­mer piso, mien­tras la veía caminar de prisa hacia el edificio con un morral colgando del hombro, es­qui­­van­do los montí­cu­los de nieve que todavía salpicaban la playa de estacionamiento y arrebujada en un anorak demasiado grueso para la época y que la asemejaba a un explorador polar.

In­clu­so pudo notar, cuan­do la tuvo más cerca, que Jona lucía distinto, muy distinto: ya no llevaba su ne­gra y ri­za­da cabellera caí­da a los costados de su rostro y con un flequillo que ocultaba la ausencia de su ojo derecho –a lo que siem­pre sumaba unos anteojos ahumados o espejados- sino que en ese momento se su­­jetaba el pelo con una coleta en la nuca y el flequillo había desaparecido, como así también los anteojos, to­­do lo que permitía ad­vertir claramente un parche de color oscuro que tapaba su ojo de la misma forma que usaban los pi­ratas de las películas.

-Jona no solo ha dejado de ocultar la pérdida de su ojo: hace ostentación de eso – se dijo Marit Jans­­­­­son a sí misma, negando con un movimiento de su cabeza -. Como si a partir de ahora Jona hubiera optado por hacer frente a to­do el mundo.

-¿Café? – le preguntó Marit cuando Jona se sentó frente al escritorio, tras dejar el morral tirado des­cui­dadamente en el suelo.

-Por supuesto: este clima lo impone…

-Te lo advertí, Jona.

-No es una queja, Marit, te lo aseguro: es la comprobación de una realidad. Nada más.

-Y para que esa realidad sea más precisa, te informo que ya pasamos lo peor del invierno – declaró Marit, alcanzándole un pocillo de café.

-No lo parece.

-Es que tuvimos una tormenta de nieve inesperada para esta época…

-Ya me lo advirtieron en el hotel.

-¿Vas a vivir ahí?

-Solo por un tiempo, hasta que logre alquilar algo. El recepcionista del hotel me dijo que es fácil con­se­guir una casa para alquilar.

-Es fácil porque las casas deshabitadas abundan, Jona. Pero quizá te convenga más alquilar un de­par­­ta­men­to acá mismo, en el pueblo. En la ciudad, quiero decir… Estarías más cerca de la comisaría y la vi­da social te resultaría de más fácil acceso.

-Lo que menos me preocupa en este momento es la vida social, Marit. Y en una casa podría tener un perro o un gato. O los dos, si vamos al caso…

“Una casa con perros y gatos y alejada de la vida social. Con­fir­ma­do: esta chica es uno de los tan­tos corazones destrozados que busca refugiarse en El Gran Nor­te”. Y Marit se vio obligada a disi­mu­lar la son­risa que su propio pen­sa­miento había co­men­za­do a es­bozarle.

-Te esperaba el lunes, Jona.

-Sí, lo sé. Pero estaba impaciente por ver mi sitio de trabajo y conocer a mis colegas. Hoy no me voy a quedar mucho tiempo, no quiero molestar con anticipación.

-No es molestia, Jona. Al contrario: vas a ser bienvenida. Aburrido o no, acá siempre tenemos mu­cho tra­bajo y poco personal. De modo que…

Jona sonrió, agradecida.

-Veo que cambiaste tu look – comentó Marit después de una larga pausa silenciosa dedicaba a to­mar café -. ¿Eso tiene alguna relación con el cambio de paisaje, con el cambio de la ciudad al campo?

-En realidad, me cansé de sorprender a todos cuando descubrían con tardanza que me faltaba un ojo: me miraban como si fuera un fenómeno de circo o una jirafa con dos cabezas. Ahora, sin fle­quillo y sin an­­teojos de sol, saben de lejos que soy tuerta y así no sorprendo a nadie.

Marit se conmovió internamente, sacudida por una cierta y culposa incomodidad que no había po­di­do evitar frente a ese rostro que en otras épocas había sido atractivo, de rasgos fi­nos y armoniosos, incluso dotado de una alegre espontaneidad, y que en ese momento, de manera con­tun­den­te y muy contrastante, mostraba una expresión de dureza –acentuada por un ceño permanentemente fruncido y apenas suavizaba por ocasionales y escuetas sonrisas- y, además, expo­­­nía un parche de cuero negro al lado de un inquieto y centelleante ojo gris. ”Espero habituarme y su­pe­rar cualquier ma­la impresión”.

-Lo tuyo parece un desafío… - atinó a decir Marit.

-En los últimos seis meses toda mi vida se transformó en un desafío, Marit. No lo busqué pero tengo que enfrentarlo.

Marit enarcó una ceja de manera inquisitiva, pero no se animó a expresar su pregunta con palabras. “Si quiere hablar, que lo haga ella guiada por su propio impulso”.

-Sí, Marit, como ya sospecharás, me acabo de divorciar.

-En este edificio el divorcio parece estar de moda, es lo más común: la mayoría somos mujeres y to­das divorciadas.

-En Suecia parece estar de moda. Y en el mundo también.

-¿Muchos años de matrimonio?

-Diez.

-¿Fueron suficientes?

-No lo sé, Marit…. Yo todavía estaba enamorada de mi marido.

-¿Y tu marido?

-Parece que no puesto que se enamoró de otra.

-Seguramente una niña de veinticinco años, ¿no es así?

-De veintisiete. Diez años menor que yo y trece menor que mi marido… Es decir, mi ex ma­ri­do.

-A mi marido también le pasó algo similar, solo que a una edad más avanzada. Por esa razón re­sul­ta­­ba patético verlo encima de una moto y luciendo una campera de cuero que en su espalda llevaba el dibujo de una calavera con dos huesos cruzados.

-¿La crisis de los cincuenta?

-La crisis de los cincuenta, efectivamente, y con una exactitud científica. ¡Fue deprimente! Hasta me ha­cía sentir vergüenza ajena. Es evidente que los hombres crecen, envejecen y mueren, pero nunca ma­du­ran. En fin, lo mejor es dejar de hablar de nuestros ex maridos, Jona: tengo miedo de terminar di­cien­do que to­dos los hombres son unos cer­dos, lo que tam­bién sería patético.

-A veces lo pienso…

-Yo también, Jona. Sin embargo, te aconsejo que no lo digas… Y ahora veamos tu oficina.

Era grande y muy luminosa pese a que el sol recién estaba apareciendo detrás de las montañas que podían verse en el horizonte. Dos mesas con sus correspondientes equipos de computación, varias si­llas modernas aparentemente muy cómodas, estanterías llenas de libros y carpetas adosadas a paredes li­bres de adornos o cuadros –a excepción de una pizarra y dos carteleras de corcho- y un mueble metálico que oficiaba de ar­chivador.

-Es mejor que la que tenía en Estocolmo…

-No es solo tuya, Jona: vas a tener que compartirla.

-¿Con quién?

-Mika Konen, el segundo de a bordo.

-¿Qué tal es esa persona?

-Es un viejo gruñón, pese a que, como yo, no tiene más de cincuenta años.

-¿Otro que padece la crisis de los cincuenta?

-Se comenta que Mika Konen sufre una crisis todos los días…

-¿Es de esos?

-Es difícil saber realmente cómo es Konen, ni siquiera él debe saberlo. Pero es eficiente en su tra­ba­jo y eso es lo que cuenta.

-Resuelve los problemas…

-Casi siempre los resuelve, Jona. Por las buenas o por las malas, habitualmente por las malas. Y por esa razón hay que vigilarlo y contro­lar­lo muy de cerca. Esa será una de tus tantas tareas, la que tendrás que llevar a cabo de manera sutil…

-¿Yo? – exclamó Jona sorprendida.

-Sí, vos, Jona. Y vas a tener la suficiente autoridad porque sos la tercera de a bordo… No lo olvides nun­ca.

-¿Recién llego y ya soy la tercera en jerarquía en esta seccional? – preguntó Jona, más sorprendida aún.

-Esa es la ventaja que ofrecen todos los tediosos cursos de perfeccionamiento que hicimos: te otor­gan mucho puntaje y elevan tu jerarquía

-Entre el resto del personal voy a generar mucha… mucha…

-¿Envidia?

-Suspicacia, por lo menos.

-Sin ninguna duda, pero tendrás que acostumbrarte.

-Vaya, vaya – murmuró Jona, y tras echar otro vistazo a la oficina, razonó: -. Este señor Konen pa­re­ce ser muy ordenado: no hay un papel fuera de lugar.

-Hace una semana que Konen está de vacaciones y todavía falta otra para que vuelva, en el su­pues­­to caso que resuelva tomársela, cosa a la que es muy renuente. Yo siempre tengo que obligarlo a va­ca­cionar por cuestiones burocráticas.

-¿No tiene familia?

-Un padre finlandés que ya murió, una madre sueca que vive en el sur, una hija escocesa que hace años que está deambulando por el mundo y un pe­rro que nunca se despega de él: esa es toda su familia. Y qui­zá algo más, aunque no es seguro. Con Konen nunca se sabe a qué atenerse: es de esos que han na­ci­do más para irse que para quedarse– explicó Marit con rapidez y des­­gano porque esas cuestiones per­so­na­les prefería evitarlas -. Pe­ro en tér­mi­nos generales es muy orde­na­do con los pa­peles, en particular por­­que no le gusta hacer los informes. Se­gu­ra­men­te te pedirá a vos que los hagas.

-¿Y tengo que hacer eso?

-La decisión final será tuya, Jona. En última instancia, él es tu jefe inmediato. Sea como sea, Konen siem­pre ha logrado que los demás, especialmente las chicas, le hagan las tareas de oficina que le disgustan y nunca hubo quejas al res­­pecto. De alguna manera lo compensa…

-¿De qué manera? – inquirió Jona con tanto resquemor que Marit comprendió que ella temía alguna referencia sexual.

-Bueno… Es de esos hombres que te arreglan el lavarropas, te destapan el fregadero, se ocupan de tu auto… Incluso podés llamarlo a las cuatro de la mañana porque se te rompió la calefacción y siempre es­ta­rá dis­­­puesto a ayudarte. Las malas lenguas afirman que nunca duerme, pese a que es fácil encontrarlo en su ofi­­cina haciendo una siesta.

-Siempre es bueno un hombre con esas habilidades y cualidades – manifestó Jona sonriendo con alivio -. ¡Son muy útiles! Lástima que normalmente sean machistas a la vieja usanza…

-Konen lo es y de una forma que ya no existe, Jona: en ese sentido parece un dinosaurio. Pero es posible que esa sea la imagen que pretende proyectar porque es difícil saber si él está hablando en serio o no. De todas formas, acá la ma­yo­ría somos mujeres y eso lo contiene un poco. En diez o veinte años tal vez de­je de ser machista o de aparentar serlo si es que to­davía está vivo.

La conversación fue interrumpida por la aparición de la recepcionista, la que le entregó a Marit una nota. Marit presentó a las otras dos mujeres y las dejó para volver a su oficina, donde al rato se encontró con Jona.

-¿Podrías empezar a trabajar hoy? – le preguntó Marit, mostrándole la nota.

-No tengo nada mejor que hacer, de modo que…

-Acabamos de recibir un informe de Konen diciendo que descubrió un auto abandonado en las cer­ca­nías de su cabaña, en el Parque Nacional Abisko y frente al lago Torneträsk, a unos setenta kilómetros de acá por la ruta E10, y que es posible que su conductor esté perdido en medio de la tormenta de nieve. Y co­mo Konen está de vacaciones nosotros tenemos que ocuparnos de ese asunto porque la zona pertenece a nuestra jurisdicción.

-Solo tenés que decirme cómo llegar allá.

Marit tomó un papel y escribió unos números que le entregó a Jona.

-Estas son las coordenadas de la cabaña de Konen para que la agregues al GPS de tu auto. ¿Te­nés GPS, verdad?

Jona asintió.

-En esta zona el GPS es fundamental: ha salvado muchas vidas. Hay que tener presente que en muy poco tiempo, de acuerdo a la intensidad de una tormenta de nieve, todo tu entorno queda cubierto por un manto blanco donde puede ser imposible encontrar alguna referencia geográfica si estás fuera de la ciu­dad. En el caso que la tormenta te agarre en un auto, no podés alejarte más de tres metros porque después no lo volvés a encontrar. Y si parás el motor por un lapso superior a las tres o cuatro horas ya no arrancará ja­más. Afor­­tu­na­da­men­te, la gente de la zona es muy solidaria –este clima inhóspito así lo impone- y es raro que te nie­guen asistencia o que rehúyan auxiliarte. Pero si algunas de esas personas que se te acercan con bue­nas intenciones hablan con un acento raro, no te descuides…

-¿Extranjeros?

-Extranjeros, inmigrantes, lo que sean, Jona. Konen los tiene catalogados como personas de sos­pe­cho­sos hábitos alimenticios e higiénicos. Lo más probable es que algunos de ellos pretendan convencerte pa­­ra que trabajes de prostituta o le compres drogas.

-Lo tendré en cuenta, Marit – musitó Jona, dubitativa, tragando saliva y levemente asustada -. Te lo prometo.

-Con Konen vas a aprender todas esas cosas porque es un experto en supervivencia. A veces pien­so que él es un descendiente directo de El Hombre de las Nieves. Por lo demás, Konen siempre aconseja a to­dos llevar en sus bolsillos el GPS, el celular, algunos tampones y una cajita de condones.

-Es muy precavido ese hombre…

-En esta zona hay que serlo, Jona. No queda otra. El territorio que debemos cubrir es muy amplio y el personal es muy escaso, razón por la cual conviene ser muy prudente antes de embarcarse en una situación peligrosa sin los refuerzos adecuados porque esos refuerzos pueden tardar mucho en llegar. Y en el auto no debe faltar nunca una manta y un par de guantes: con veinte grados bajo cero, el simple hecho de cambiar una goma pinchada se vuelve una ta­rea engorrosa sin los guantes. Mucha gente ha perdido los dedos de la mano por congelamiento. Y tam­bién las orejas son muy sensibles.

-Lo recordaré.

-Bien. La ruta hasta la cabaña de Konen es asfaltada y presumo que ya ha de estar libre de nieve, por lo cual podrás llegar sin inconve­nien­tes.

-He visto las máquinas barredoras cuando venía para acá.

-Sí, acostumbran salir tan pronto termina de nevar. Una vez en la cabaña, la que se encuen­tra en un bos­que a unos doscientos metros de la ruta, lo llamás a Konen al celular y él te informará cómo se­­guir. Ko­nen calcula que el auto está a dos o tres kilómetros de la cabaña. Quizá tengas que ir caminando.

-He dedicado muchos años de mi vida a caminar y correr… Excepto en los últimos seis meses, lo hice de forma contínua.

- Eso es bueno… ¿Tenés la placa y el arma reglamentaria?

-Sí.

-Bien. Ahora te voy a dar un termo con un café que le gusta mucho a Konen y después pedile a Ge­t­ta, la re­cep­cionista, que verifique estos números: a veces confundo las coor­de­nadas. ¿De acuerdo?

-De acuerdo.

-Suerte, Jona.

CAPÍTULO 3

-De modo que, según usted, ya nos hemos conocido.

-Sí – replicó el inspector -. Fue hace un mes, le reitero: no ha pasado tanto tiempo como para olvi­dar­lo.

-Le aconsejo no confiar demasiado en mi memoria: ya no es la de antes.

El inspector permaneció callado y optó por extraer de uno de los bolsillos de su chaqueta todos los im­ple­men­tos necesarios para armar una pipa, lo que hizo con la suficiente parsimonia como para tener la oportu­ni­dad, cada tanto, de ob­servar con mayor detenimiento a su interlocutor. Su rostro no se mos­traba tan demacrado como era de esperar y si bien sus arru­­gas gestuales indicaban –de acuerdo a lo que sabía- más edad de la que real­men­te te­nía, aún con­servaba una mirada inteligente y vivaz -tam­bién algo sarcástica- que junto con un leve bron­cea­do le otor­gaba un aspecto relativamente saludable. Por lo demás, su cuerpo man­tenía la cons­ti­tu­ción robusta de un deportista.

Solo el cuello de la camisa, el que le quedaba muy holgado pese a estar abrochado, podía ser in­di­cio de un re­pen­tino y poco natural adelgazamiento. Y otro síntoma del estado general del paciente que el ins­pector descu­brió en ese mis­mo instante: el abrigo con el que enfundaba su torso –un pulóver de co­lor blan­co, de lana muy gruesa y dibujos alpinos-, resultaba notoriamente excesivo en una tar­de tan calu­ro­sa. Lo mismo podía decirse de una gorra, también de lana, que coronaba la cabeza del paciente. “Pero acaso no sea más que un tipo friolento”.

-¿No lo recuerda, entonces? – insistió el inspector.

-No lo recuerdo para nada. Y espero que no lo tome como una ofensa personal.

-No es tan dramático, ni siquiera ofensivo – lo tranquilizó Konen, consciente de que esa con­ver­sa­ción se estaba transformando en un juego dialéctico que seguramente iba a estar plagado de mentiras e iro­nías -. De hecho, hay unas cuan­tas personas que no me re­cuerdan y muchas más que prefieren olvidarme.

-Será por eso que no recuerdo su nombre…

-Eso tampoco me extraña: todavía no se lo he dicho.

-¿Y piensa decírmelo alguna vez o va seguir manteniendo ese misterioso anonimato?

-Bueno… Creo que ya ha llegado el momento de que lo sepa: mi nombre es Mika Konen.

* * *

Konen despertó de un sueño en el que había caído sin darse cuenta cuando escuchó sonar su ce­lu­lar en un bolsillo del anorak. Estaba recostado contra un abeto y la cabeza echada hacia atrás, con to­dos los músculos del cuerpo doloridos, los dedos de las manos sin sensibilidad alguna y aterido de frío. A sus pies yacía Blackie, hundido en la nieve y mi­rán­dolo con expectación. “Podíamos haber dor­mi­do adentro del auto, quizá con el motor encendido, la ca­le­­facción funcionando y hasta oyendo la música de la radio”.

Verificó en el celular de quién era el llamado. Fue un intento vano: número desconocido. “Espero que no sea para promocionar el último modelo de Volvo”.

-Soy Jona Rehn…

Konen había escuchado ese nombre, pero en ese momento no pudo relacionarlo con nada ni nadie. “¿Esta mujer pretenderá ofrecerme un crédito bancario a bajo interés?

-Sí… ¿Qué pasa?

-Soy la nueva agente de la comisaría… Encantada de conocerte…

Un vago recuerdo golpeó de inmediato la mente de Konen: Marit le había hablado de la remota po­si­bi­lidad de que ingresara una nueva agente a la seccional.

-Ah, sí, ya sé. Encantado de conocerte…

-Estoy frente a tu cabaña, Konen…

-¿Qué cabaña?

-La tuya… Recién acabo de llegar.

-¿Y qué hacés en mi cabaña?

-Marit Jansson me ordenó que viniera para ocuparme de un auto abandonado y de un posible con­duc­tor perdido en la tormenta.

-Yo no pedí que mandaran a nadie…

-Ya estoy aquí y ahora espero instrucciones.

-¿Qué instrucciones?

Hubo una corta pausa de silencio.

-Konen… ¿De qué mierda estamos hablando?

“Vaya, me tocó una agente grosera y confianzuda”.

-¿Te parece que ese es el vocabulario adecuado para hablar con tu jefe?

Otra pausa.

-Es una broma, ¿verdad?

-Bueno… ¿Qué querés hacer?

-Llegar hasta el auto e inspeccionarlo: esas son mi órdenes. Y reemplazarte porque tengo entendido que estás de vacaciones.

-He decidido suspender mis vacaciones…

-Lo hubieras pensado antes, ahora estoy acá. ¿Cómo hago para llegar al auto?

-Bueno… Vas a tener que venir caminando…

-Aprendí a caminar hace treintiseis años.

“Joven, lo cual explica que sea grosera y confianzuda. Y además malhumorada, cosa que quizá se re­lacione con su ciclo menstrual”.

-En principio, tendrás que entrar a la cabaña…

-¿La llave está en el marco de la puerta?

-No.

-¿Debajo del felpudo?

-Tampoco.

-¿Tapada por una de las dos macetas del porche?

-Ni por asomo.

-¿Y dónde mierda está?

-No sé: la perdí hace dos años y nunca más la encontré.

-¿Y cómo entro? Si me explicaras…

-Intenté hacerlo pero hablás muy rápido… ¿Siempre sos tan ansiosa, Jona?

Jona no respondió de inmediato pero Konen pudo escuchar unos ruidos a través del celular.

-La puerta estaba sin llave…

-Eso era justamente lo que quería explicarte, Jona.

-Bien, bien… ¿Ahora qué hago?

-En la cocina, a un costado de la heladera, hay un tablero con varias llaves. La más larga, de unos diez centímetros, es la que abre el cobertizo que se encuentra detrás de la casa. Ahí podrás ver, colgadas de las paredes, raquetas de nieve. Calzate un par y traé otro para mí… ¿De acuerdo?

-Voy a ver…

Minutos después Konen volvió a escuchar a Jona. Su respiración sonaba agitada.

-Ya está todo listo… ¿Qué más?

-Bien, Jona, bien. Ahora, si mirás hacia el noroeste, verás un estrecho sendero entre los árboles…

-¿Dónde queda el noroeste?

-El noroeste queda al noroeste… ¿Acaso no conocés los puntos cardinales?

-He vivido toda mi vida en la ciudad y ahí no existen los puntos cardinales… Pero de todas maneras hay un sendero estrecho cerca…

-A eso me refiero, Jona. Tenés que internarte en ese sendero que después de varias vueltas te lle­va­rá hasta una ruta ancha que seguramente estará cubierta de nieve y de ahí debés rumbear hacia el nor­te…

-¿Otra vez con esa mierda de los puntos cardinales?

-Quiero decir que debés seguir subiendo por la ruta: es ligeramente empinada. Y al rato llegarás a una bifurcación que se abre hacia la izquierda.

-¿Hacia el oeste?

-Hacia el sudoeste, Jona, porque la bifurcación forma un ángulo muy agudo respecto de la ruta…

-Ya sabía yo que eso de los puntos cardinales no iba a funcionar.

-… y des­pués no tardarás mucho en encontrarme.

-De acuerdo, nos vemos.

-Esperá, Jona, esperá… ¿Fumás?

-Sí… ¿Te molesta?

-Al contrario, me encanta. Traé todos los cigarrillos que tengas al alcance de tus manos.

-¿Algo más?

-Sí, suerte.

Konen volvió a recostarse contra el árbol, con un cansancio que hacía mucho no experimentaba. La es­casez de comida y de café de los últimos dos días, la insuficiencia de un abrigo apropiado, la limitación del tabaco, la ausencia de alcohol –la petaca de whisky que habitualmente lo acompañaba en todas sus ex­cur­­siones campestres no duró más que la primera noche de tormenta- y, en particular, una meteorología im­­pre­visible y extrema que duplicó el tiempo de la travesía, le habían generado una privación cons­tante más fuer­te de lo que su cuerpo, aparentemente, podía so­portar. “Me estoy poniendo viejo”.

Con cierto esfuerzo, sacudió la cabeza y se obligó a sí mismo a iniciar la actividad, cualquiera que ella fuera. Se preparó una pipa –rascando las últimas hebras del fondo del pequeño morral- y aspiró con de­lei­te el aroma del tabaco mezclado con la picadura de marihuana, sintiendo que una especie de elixir es­ti­mu­lante co­men­­zaba a recorrer sus venas.

-Hay que reconocer que la marihuana que le confisqué a esos marroquíes es muy buena, Blackie. Es­­pero encontrarme pronto con otros marroquíes.

El sol ya había salido por encima de las montañas y sus rayos se filtraban a través de los árboles, mostrando motas de polvo o polen que parecían flotar perezosamente en el aire, otor­gando una leve ca­li­dez a la mañana –pese a que todavía no eran las diez- y alejando de manera definitiva la po­­sibilidad de una pró­­xi­­ma nevada. Es­timó que la temperatura ya debía rondar los cero grados y que al me­dio­día se po­dría ele­var a seis u ocho, quizá más, lo que daría inicio a un rápido deshielo y a un torrente de agua y barro que ba­jaría hasta el valle, ocasionando bastantes disturbios. Pero nada que estuviera fue­ra de control en esa zona del norte, pensó Konen con resignación.

Rato después, cuando terminó de fumar la pipa, limpió la cazoleta golpeándola en el taco de su bota y se levantó, sacudiéndose la parte trasera de sus pantalones.Se sentía físicamente recuperado y admitió que solo le faltaría un buen pocillo de café para estar en óptimas condiciones.

-¿Esta Jona Rehn será lo suficiente inteligente como para venir provista de un termo de café? ¿Qué te parece a vos, Blackie?

Con una curiosidad postergada, Konen se acercó al auto y dio una vuelta a su alrededor. Ló­gi­ca­men­te, aún seguía cubierto por el hielo, pero tras patear varias veces el paragolpes delantero pudo de­jar al des­­cubierto la patente. Anotó el número en la li­breta que siempre llevaba consigo y luego prosiguió con la ins­­pección. En el interior no encontró nada fuera de lo habitual –la llave de contacto colocada en el lugar correspondiente y el cenicero rebozando colillas no le brindaron indicios relevantes- y solo la colorida fo­lle­te­ría que extrajo de la guantera le confirmaron que el auto había sido alquilado en un aeropuerto cuyo nom­bre era indescifrable.

-Lo que temía, Blackie: un turista, nacional o extranjero, que se baja de un avión y alquila un auto pa­­­ra viajar por sitios que seguramente desconoce y que en un determinado momento es sorprendido por una tormenta que ni si­quiera los nativos de esta zona esperaban. Quiere proseguir su camino hasta que pier­de el control del auto y lo desbarranca sin posibilidad alguna de recuperación, de modo que espera que la tormenta amaine pero su im­pa­ciencia lo impulsa a salir a pie y entonces no tarda mucho en perderse y morir congelado al pie de un árbol, lo que al final, como es de esperar, arruina nuestras vacaciones, Blackie. Todo muy triste. Y mucho más triste cuando no tenés tabaco ni whisky.

Konen cerró la puerta para impedir que Blackie entrara al auto –el perro estaba ansioso por hacer­lo- y justo en ese instante comprendió que había pasado por alto un detalle muy importante: la puerta del con­duc­tor era la única parte de la carrocería del auto que estaba libre de hielo y nieve, lo que significaba, sin nin­­­guna duda, que el conductor la había abierto después de que terminara de nevar.

“Es decir, tres o cuatro horas atrás, como máximo cinco”.

* * *

Hacía unos veinticinco años que Jona Rehn no utilizaba las raquetas para caminar por la nieve. Lo ha­bía hecho recién entrada en la adolescencia –por primera y única vez- en ocasión de un viaje turístico al que su padre había llevado a toda la familia con la excusa de visitar un fiordo noruego en cu­yo fondo, y a muy es­ca­sa profundidad, se encontraba el aco­­razado alemán Tirpitz, gemelo del Bismarck, hun­­dido por avio­nes in­gle­ses durante la Segunda Guerra Mun­dial. La pasión de su padre por todo lo relacionado con esa guerra era ya una especie de tradición.

Jona había acompañado a su padre en esa excursión –su ma­dre y sus dos hermanas mayores eli­gie­ron dar una vuelta por una feria artesanal-, excursión que consistía en un paseo marítimo a bordo de un pe­queño bar­­co que en un determinado momento se estacionaba sobre el acorazado y que, gracias a una sección trans­­­pa­rente de la quilla alrededor del cual los turistas se arrodillaban, permitía a todos tener una vi­sión ní­ti­da, aunque al mismo tiempo fantasmagórica, de ese mítico navío de guerra. Nada memorable, re­cor­dó Jona, quien por entonces no pudo compartir el entusiasmo de su padre pese a que lo simuló.

Lo memorable para Jona –de hecho, había quedado grabado en la piedra de su memoria como es­cul­­pido por un cincel filoso y penetrante- fue la caminata que hizo la tarde siguiente sola con su padre –esa vez el resto de la familia había elegido recorrer la ciudad de Trondheim- por un valle cubierto de nieve, sur­ca­do por un arroyo congelado y rodeado de minúsculas co­li­nas. Ese día su padre se dispuso a enseñarle a caminar con las ra­que­tas.

-¿Es muy difícil, papá?

-Es muy fácil, hija. Especialmente para las mujeres.

-¿Por qué para las mujeres…?

-Porque caminar con raquetas es lo más parecido a bailar un vals: solo es cuestión de encontrarle el ritmo.

-Nunca bailé un vals, papá…

-Es poco probable que lo hagas alguna vez, hija, porque ya no está de moda. Pero por lo menos apren­derás a caminar con raquetas de nieve, lo que ya es algo. Ya verás…

-¿Y cómo hago, papá?

-Tenés que abrir un poco las piernas y dar un primer paso, sea con el pie derecho o con el iz­quier­do.

-¿Puede ser con el derecho, papá?

-Puede ser con el derecho, hija.

-¿Así, papá?

-Así, muy bien…

-¿Y ahora?

-Ahora levantás el pie izquierdo después de un rítmico balanceo del cuerpo y das el segundo paso con ese mismo pie…

-¿Así, papá?

-Muy bien… muy bien… Y ahora otro balanceo rítmico del cuerpo y el tercer paso…

-¿Lo estoy haciendo bien, papá?

-Perfecto, hija, perfecto… Unicamente precisás algo de velocidad… Así… así… otro balanceo… otro paso… Uno… dos… uno… dos… El próximo año ya podrás participar en los juegos olímpicos, hija… ¡Se­guro! Y qui­zá hasta escalar el Monte Blanco con las raquetas… No me caben dudas al respecto Uno…dos… uno… dos…

-¿Estás seguro, papá?

-Por supuesto, hija. Ya casi estoy viendo una fotografía tuya haciendo cumbre en el Everest con una raqueta de nieve en cada mano y apareciendo en la primera plana del Dagens Nyheter.

-Papá… Eso no puede ser cierto…

No fue cierto, pero aquel día fue memorable. Y por esa razón Jona apenas tardó unos minutos en en­­con­trar el ritmo adecuado para caminar con las raquetas, haciéndolo cada vez con mayor na­tu­ra­li­dad hasta que ya no precisó pensarlo porque los movimientos le salían es­pon­táneamente, instintivamente, lo que le permitió de­dicar su aten­ción a los acontecimientos que habían ocupado las primeras horas de su mañana.

El encuentro con Marit Jansson –que tanta ansiedad previa le había provocado porque sabía que iba a ser muy dis­tin­to a los sostenidos durante los cursos de perfeccionamiento, cuando ellas podían hablar de igual a igual, li­be­­ra­das casi por completo del ejercicio de las jerarquías- resultó mejor de lo esperado y has­ta muy agradable. Marit se ha­bía mostrado sincera y ostensiblemente ale­gre por su presencia, incluso agradecida por integrarse a la co­misaría como nueva agente, y las dos o tres opor­­tunidades en que dejó es­ta­blecida su jerarquía lo hizo de una forma muy sutil, casi amistosa, como estableciendo la posibilidad de que siempre existiría en el desempeño de sus funciones laborales un margen de libertad y decisión propia que quedaba a cargo de su sub­or­di­nada. Eso era maravilloso y auguraba un clima armonioso en el trabajo, aunque Jona sabía muy bien que nunca faltarían problemas y roces con los demás integrantes del plantel.

La conversación con Getta –como casi siempre sucedía con el personal administrativo- había sido sos­tenida en otro tono, mucho menos profesional y con los habituales ingredientes de esa compli­ci­dad que ter­mina recreando historias de dudosa verosimilitud o los chismes que nunca están ausentes en cualquier oficina y en los que es difícil no involucrarse de una u otra manera. Y Jona, con un cierto grado de culpa, re­co­noció que en no pocas ocasiones disfrutaba de esas habladurías. Por eso había prestado atención a los co­­mentarios de Getta cuando le pidió que verificara las coordenadas de la cabaña de Konen antes de regis­trar­­las en el GPS de su auto.

-No tengo nada que verificar – afirmó Getta tras un rápido vistazo al papel y un gesto muy elocuente e intrigante a la vez -. La comisaria conoce esas coordenadas a la perfección.

“¿Serán amantes Marit Jansson y Mika Konen?”.

-Siendo así… - fue lo que Jona se había animado a comentar.

-De modo que vas a encontrarte con Mika Konen…

-Sí… ¿Por qué?

-Es un tipo de cuidado. ¡Muy imprevisible! Un día puede aparecer con un ramo de rosas y besarte en la frente y otro día sacarte la ropa y violarte sobre la mesa de su oficina.

-Pero eso es…. ¡Una barbaridad!

-Bueno, Jona, es una forma de expresarse. Tampoco hay que tomar las cosas al pie de la letra. Pero lo cierto es que en este pueblo, quizá en to­da esta región, los hombres escasean y están acos­tum­bra­dos a hacer lo que quieren.

-Supongo que habrá ciertos límites, ¿no?

-Sí, los hay, pero no precisamente porque las mujeres nos preocupemos mucho por imponérselos. La necesidad a veces nos obliga a ser muy tolerantes.

-Vaya… ¿Y por qué no hay hombres en la región?

-Los jóvenes, sean hombres o mujeres, se van para seguir estudiando en la universidad y las únicas que vuelven son algunas mujeres, generalmente después de un divorcio muy conflictivo y con un par de críos.

Jona se había estremecido al escuchar las palabras de Getta: casi con una insidiosa precisión, pa­re­cía describir su propio caso.

-Claro que hay hombres – prosiguió Getta, esbozando una triste sonrisa -. Pero mayoritariamente son un desastre. Aquí mismo, en la comisaría, ya lo podrás comprobar vos misma, los pocos hombres que hay tienen más de cuarenta años de edad, mientras que las mujeres, que somos muchas, no llegamos a los cuarenta y a veces ni a treinta… Vos tenés menos de cuarenta, ¿verdad?

-Sí, pero eso va a durar solo tres años – había admitido Jona, agregando de inmediato, con la in­ten­ción de crear una diferencia, aunque fuera una mínima diferencia, con el modelo establecido por Getta: -Y no tengo hijos.

-Bueno, ya sabés lo que tenés que hacer al respecto: conseguirte un perro y permitirle que duerma con vos en la cama. Tal vez sea la única manera de calentarte, sobre todo en invierno.

-Bueno… Eso es justamente lo que tenía pensado hacer.

Y entonces, al unísono, echaron a reír.

-De cualquier forma, Jona, no todo es tan dramático. Yo exagero un poco para que me entiendas me­­­jor. ¿Te das cuenta? Muchas de no­so­tras lo pasamos muy bien acá, siempre que no seamos muy exi­gen­tes. Y por eso te in­formo que esta no­che, como casi todos los viernes, nos reunimos en el Wayne´s Coffee que está frente a la plaza: hoy tenemos la excusa de la fiesta de la primavera. Hay un par­ti­do de fút­bol a las seis, juegan el Baden y el Malmö, creo, y después… ¡Mucha cerve­za! Incluso en algunas oportu­ni­dades ponen música y hasta podemos bailar o hacer karaoke. Y co­mo las chicas nuevas siem­pre des­pier­tan la curiosidad de los hombres, es posible que logres hacer ciertas amistades. Si querés venir…

La conversación con Konen, en cambio –la conversación telefónica- había sido tan extraña que no per­mitía augurar nada: por momentos divertida, por momentos sarcástica, por momentos intrigante. Pero in­tuía que con ese hombre podía llegar a llevarse bien, pese a lo difícil que ya le habían dicho que era su per­so­nalidad. Nada muy desalentador ya que, en su corta vida, Jona había aprendido que cualquier perso­na­li­dad, ana­lizada de cerca, es complicada. Y en última instancia, Konen resultaba ser su inmediato superior, aun­­­­que em­peza­ba a sospechar que en esas tierras tan inhóspitas las jerarquías eran muy flexibles. Por lo de­­­más, tenía la es­­pe­ran­za de lograr ar­monizar con la mayoría de quienes a partir de ese presente consti­tu­ye­ran su futuro cír­culo ín­timo: se había prometido a sí misma que así lo haría. Su salud mental se lo im­po­nía, y con mucha más razón si seguía pensando en construir en el norte un refugio donde albergar su vida.

Cuando llegó a la ruta –la que estaba completamente cubierta de nieve, como ya le había anticipa­do Ko­­nen- Jona tomó a la derecha sin dudar un instante. “Ahora estoy yendo hacia el norte”. El espacio por don­de en ese momento caminaba era mucho más abierto que el angosto sendero que había dejado atrás y as­piró con cierto deleite ese aire puro, excesivamente puro, casi aséptico, de la mañana.

Del bosque que la rodeaba no emanaba ningún ruido –ni siquiera el trinar de los pájaros rompía el si­­lencio- y solo escuchaba el crujir de los cristales de hielo que sus pasos producían. El paisaje exudaba so­le­dad, lo que para una ha­bi­tan­te de la ciudad como ella resultaba raro y reconfortante, aunque también pre­sentaba un aspecto levemente ame­nazante. Jona se estremeció y echó un rápido y nervioso vistazo a su es­­palda, pero siguió caminando.

El ascenso de la suave pendiente le requirió un esfuerzo mayor pero logró mantener el ritmo –uno… dos… uno… dos…- y así pron­to empezó a sentir calor, circunstancia que la obligó a abrir la aleta de la ca­pu­cha de su anorak que le tapaba la boca y la nariz. Y quizá por eso, o porque la visión periférica iz­quier­da era su lado bueno, pudo cap­tar el movimiento de una sombra entre los árboles a la distancia de un cen­te­nar de metros.

Jona frenó su caminar de inmediato y bajó el cierre de su abrigo para tener acceso a la pistola que lle­­vaba en la cintura: recién cuando su mano enguantada palpó la culata del arma se quedó un poco más tran­­­quila. Pe­ro no mucho. “Tendría que haber averiguado qué tipo de alimañas recorren estos bos­ques”.

Mientras tanto, la sombra, que había permanecido quieta hasta ese momento, inició una serie de sal­­­­tos sobre la nieve y entre los árboles que al final la hizo aparecer en medio de la ruta, más adelante e in­te­­­r­rumpiendo el camino de Jona.

“Un reno… un maldito reno. ¡Vaya susto que me ha dado!”

Jona respiró aliviada, con su aliento echando tanto vapor como una vieja locomotora. De todas for­mas, no se descuidó: sabía que los renos no eran predadores del ser humano pero a veces atropellaban a la gente. “No sería un buen comienzo terminar hos­pitalizada luego de ser arrollada por un bicho de estos. Sería el hazmerreír de toda la estación policial”.

El reno –parado en el medio de la ruta, seguramente sorprendido por hallarse al descubierto- y Jo­na se miraron en silencio durante unos segundos hasta que, de repente, el animal decidió continuar su mar­cha -sin prisa, como demostrando que nada temía de esa insignificante figura que había osado acercársele- y se in­ternó otra vez en el bosque, hacia la derecha de la ruta.

Jona mantuvo la presión de su mano sobre la culata de su arma hasta que el reno desapareció de su vista y después siguió su camino, con más energía que antes. “Uno… dos… uno… dos…”.

CAPÍTULO 4

-Mika Konen… Mika Konen… - murmuró el paciente con un gesto tan leve de su cabeza que Konen no supo si atribuirlo a su enfermedad o a la intención de afirmar algo-. Intuyo que usted es originario de Fin­landia… ¿Me equivoco?

-No se equivoca: usted parece tener una envidiable lucidez para acertar casi siempre.

-Aun así, y pese a esa lucidez que usted menciona, no recuerdo que alguien nos haya presentado al­­guna vez: su nombre sería muy difícil de olvidar, señor Konen.

-Nadie nos presentó…

-Pues esa simple cuestión, si fuéramos ingleses, nos impediría hablar: los in­gle­ses tienen la arro­gan­te costumbre de hablar solo con quienes han sido presentados previamente, señor Ko­nen.

-Afortunadamente, ni usted ni yo somos ingleses.

-Usted lo ha dicho muy bien, señor Konen: tenemos la suerte de no ser ingleses.

-Por lo tanto, podemos hablar…

-Efectivamente, señor Konen: podemos hablar. De hecho, lo estamos haciendo. Y hasta ahora no nos ha ido tan mal.

-Ya habrá tiempo para eso.