2,99 €
"Serás en la tierra" relata la historia de un periodista que -casi a desgano y más para satisfacer la insistencia de un hombre poderoso que por otra razón- inicia lo que aparentemente es una simple investigación biográfica que, poco a poco, va adquiriendo ribetes policiales hasta transformarse en un sutil thriller psicológico donde el investigador y el investigado terminan confundiéndose uno con otro, todo mezclado con un difuminado erotismo. "Serás en la tierra" y "Póquer de damas" -una novela anterior de Alvaro Francia– pueden leerse independientemente, pero ambas novelas tienen unos pocos personajes comunes y, de una extraña y mutua manera, las veladas incógnitas planteadas en una quedan resueltas en la otra y viceversa.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 621
Veröffentlichungsjahr: 2015
Índice
SinopsisCapítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6Capítulo 7Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10Capítulo 11Capítulo 12Capítulo 13Capítulo 14Capítulo 15Capítulo 16Capítulo 17Capítulo 18Capítulo 19Capítulo 20Capítulo 21Capítulo 22Capítulo 23Capítulo 24Capítulo 25Capítulo 26Capítulo 27Capítulo 28Capítulo 29Capítulo 30Capítulo 31
Serás en la Tierra
Álvaro Francia
Editorial Autores de Argentina
Francia, Alvaro
Serás en la Tierra. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2015.
E-Book..
ISBN 978-987-711-232-0
1. Narrativa Argentina. 2. Novela.
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail: [email protected]
Diseño de portada: Justo Echeverría
Diseño de maquetado: Maximiliano Nuttini
“Serás en la tierra” relata la historia de un periodista que -casi a desgano y más para satisfacer la insistencia de un hombre poderoso que por otra razón- inicia lo que aparentemente es una simple investigación biográfica que, poco a poco, va adquiriendo ribetes policiales hasta transformarse en un sutil thriller psicológico donde el investigador y el investigado terminan confundiéndose uno con otro, todo mezclado con un difuminado erotismo. “Serás en la tierra” y “Póquer de damas” -una novela anterior de Alvaro Francia– pueden leerse independientemente, pero ambas novelas tienen unos pocos personajes comunes y, de una extraña y mutua manera, las veladas incógnitas planteadas en una quedan resueltas en la otra y viceversa.
-¿No le parece a usted, señor Braun, que esa clase de investigación que me está proponiendo es más adecuada para un detective que para un periodista como yo? - pregunté con cortesía, como para que mi interlocutor no se sintiera ofendido, pero dejando traslucir, al mismo tiempo, mi escaso interés en el asunto.
Sentado frente a mí -ambos separados por el escritorio- y teniendo detrás de sí las paredes con estantes atiborrados de libros y carpetas de mi desordenada oficina, el señor Braun me miró con un rostro vacío de expresiones. Luego hizo una mueca que, supuse, equivalía a una sonrisa: una leve separación de labios y una contracción de párpados apenas perceptible. Finalmente meneó la cabeza con una lentitud tal que aumentó en forma significativa mi impaciencia y mi nerviosismo.
De todas maneras me contuve y esperé, aceptando el ritmo pausado que el señor Braun imponía a nuestra conversación, cosa que hice no solo por delicadeza sino porque todavía resonaban en mis oídos las palabras del jefe de redacción del periódico -mi inmediato superior- avisándome, casi advirtiéndome, que esa visita era la de un personaje muy importante que debía tratar con el mayor respeto posible.
Mientras tanto, el señor Braun había sacado de uno de sus bolsillos una cigarrera de plata y en ese momento me ofrecía un cigarrillo. Los cigarrillos eran raros -cortos, de sección ovalada y sin filtro- razón por la cual rechacé el ofrecimiento: no soy muy aficionado a lo desconocido. El señor Braun encendió uno tras golpearlo varias veces contra la tapa de la cigarrera -en un gesto tan arcaico que yo casi no recordaba- y de inmediato el reducido ambiente de la oficina se llenó de una dulce y fuerte fragancia.
Me acomodé en mi sillón, dispuesto a darle tiempo al señor Braun para que tomara la palabra -era su turno- y de paso lo observé con mayor detenimiento: alto, delgado, de espalda ancha y recta y de cabellera completa y canosa, ojos celestes de mirada autoritaria, bigotes cortos de tipo militar, rostro severo, gestos parsimoniosos pero enérgicos y decididos, y con una corrección de modales casi inhumana. Tendría unos sesenticinco años, pero había envejecido con mucha dignidad.
Comprobé, también, que vestía elegantemente, pero sin ninguna afectación. Sus zapatos -había estimado yo cuando cruzó las piernas- debían valer más que mi mejor y único traje; su traje más que todo el guardarropa que yo había juntado en mis cuarenta años de vida y su reloj el doble que mi auto. Sin duda, el señor Braun era una persona cuya presencia se notaba. Más aun: su presencia resultaba tan imponente que empequeñecía mi oficina, la llenaba hasta excederla.
-Admito que en primera instancia pensé en un detective, pero no encontré ninguno con el nivel cultural que requiere este trabajo - dijo imprevistamente y mirándome de manera inquisitiva, como estudiando mi reacción -. En cambio, he leído esas obras biográficas que usted escribió y el método de reconstrucción histórica que ahí aplica es lo que me parece más adecuado para encarar este caso.
En realidad, el señor Braun se refería a unos artículos míos aparecidos en el suplemento cultural del periódico durante los dos últimos años sobre la vida y obra de distintas personalidades del mundo de la literatura y las artes de nuestro país; artículos que, en cierta forma, me habían otorgado un inesperado prestigio en el ambiente cultural.
-Reconstrucción histórica - murmuré por lo bajo, como si estuviera hablando conmigo mismo, y luego reconocí:- Nunca lo había visto así.
-Yo sí - se apresuró a afirmar el señor Braun - Y por eso pensé en usted. Ya debe saber que me tomé la libertad de hablar con el propietario de este periódico, quien es amigo mío desde hace muchos años…
Me pareció que esa última frase quedaba intencionalmente inconclusa, quizá para transmitirme una velada amenaza, pero de inmediato me convencí a mí mismo que el señor Braun nunca podría caer en una actitud tan mezquina y que todo era producto de mi imaginación. Sin embargo, decidí mantenerme en estado de alerta: aun inmóvil, tan estático que casi no pestañeaba, el señor Braun exhalaba un aire inquietante.
-¿Quería averiguar mis antecedentes? - pregunté, mezclando cierto aire desafiante con un tono cáustico.
-Eso lo hice previamente - puntualizó el señor Braun con el rostro inmutable.
Asentí en silencio, esperando que continuara hablando, pero no lo hizo y siguió fumando tranquilamente. Entretanto, me esforcé por imaginar todo lo que el señor Braun podía haber averiguado sobre mí: que en la escuela primaria fui un alumno normal y uno brillante en la secundaria, con cuadro de honor y esas cosas; gran deportista en mi juventud, especialmente dedicado al rugby; cinco años en la Alianza Francesa y dominio absoluto de un idioma que no me gustaba y que hablaba con demasiado acento; estudios universitarios hasta obtener el título de licenciado en Literatura y posteriormente un doctorado; profesor en la Facultad de Filosofía y Letras; colaborador de varias revistas literarias que invariablemente se fundían y desaparecían a los pocos meses de existencia; el inicio de la actividad periodística como crítico literario y artístico; la pérdida de mis padres en un accidente automovilístico; un casamiento tardío -casi en la mitad de la treintena- que dio como resultado un matrimonio bien avenido, dos hijas y el fin de una vida relativamente despreocupada y bohemia.
Imaginé, también, todo lo que el señor Braun difícilmente podía haber averiguado sobre mí: que estaba desilusionado de la docencia universitaria; que aunque mi trabajo en el periódico me gustaba, ya empezaba a encontrarlo agobiante; que tenía dos novelas a medio terminar por falta de tiempo -al menos esa era mi excusa favorita- y que a veces me sentía leve e inexplicablemente deprimido por mi futuro. Y así hubiera podido continuar de manera indefinida -inventariando circunstancias que quizás lograran explicar mi desamparo al comprender que mis decisiones ya no provenían de mi voluntad sino que constituían una simple reacción frente a las presiones externas- si un educado carraspeo del señor Braun no me hubiera sacado de mi abstracción. Volví a la realidad.
-De modo que, si conseguí entenderlo bien, usted me está proponiendo hacer la reconstrucción histórica de la vida de su hijo.
-Eso es precisamente lo que pretendo - corroboró el señor Braun, aplastando su cigarrillo en el cenicero de mi escritorio con un movimiento que me pareció deliberadamente lento. Luego siguió: -La vida de mi hijo no es de interés público, a diferencia de esas personas sobre las cuales usted ya ha escrito, pero me interesa saber lo que fue de él desde los seis años de edad, cuando dejé de verlo, en adelante. Me interesa a mí y también a usted.
-¿A mí? - exclamé sorprendido, pero manteniendo una aire de forzada serenidad.
-Sí, a usted, porque yo estoy dispuesto a pagar lo que realmente vale su trabajo. Solo tiene que decirme el precio.
Lo miré fijamente, tratando de descubrir si ese hombre estaba hablando en serio o no. Pero no tuve ninguna duda: las bromas debían ser muy poco habituales en la vida del señor Braun. De todas formas me dispuse a tantearlo, aunque con la mayor sutileza posible: pensé en una cantidad de dinero equivalente a tres años de mi sueldo -el tiempo que precisaría para terminar mis novelas- le agregué un año más en previsión de cualquier eventualidad, la multipliqué por dos y finalmente se la dije.
-De acuerdo - convino el señor Braun sin titubear un instante y con tono monocorde, inexpresivo, casi sin vida -. El cincuenta por ciento al inicio de la investigación y el resto a su término.
La rapidez con que el señor Braun había aceptado el precio de mi trabajo me asombró tanto que lamenté no haber pedido el doble: repentinamente había aflorado en mí una avaricia desconocida que resultaba difícil reprimir. Me reproché a mí mismo haber sido tan modesto, además de sutil.
-¿Y los gastos que toda la investigación requiera? - pregunté en un murmullo, sintiéndome miserable por ese vulgar regateo.
-Esos gastos serán pagados cada cuatro semanas contra entrega de un informe escrito, aunque sea esquemático, de los avances logrados durante ese intervalo. Mi abogado redactará un contrato y se pondrá en contacto con usted a la brevedad. ¿Comprendido?
Asentí con un movimiento de cabeza mientras por mi mente pasaban imágenes fugaces de un auto nuevo, de mi departamento reacondicionado y de unas próximas y maravillosas vacaciones con mi esposa y mis dos hijas en algún lugar del Caribe. Luego me encontré a solas en mi oficina, todavía de pie frente al escritorio, tras la sorpresiva despedida del señor Braun.
Permanecí así unos segundos, tratando de recuperarme de los efectos embriagadores de ese encuentro y diciéndome a mí mismo que debía calmarme y llamar a mi esposa para comunicarle la buena noticia... ¿O tal vez convenía esperar a que el asunto se concretara? Pero no tuve tiempo de resolver ese dilema porque mi jefe apareció en el vano de la puerta, desde donde me miró socarronamente.
-Por tu cara, diría que te han hipnotizado - comentó con ironía.
-Puede ser - dije, aparentando indiferencia.
-Los millonarios tienen la virtud de hipnotizar a la gente, debí advertírtelo.
-¿Quién es ese señor Braun?
-Parece ser que es un magnate industrial muy poderoso y, como si eso fuera poco, uno de los principales accionistas de este periódico, pero no sé nada más – contestó, entrando en la oficina y dejándose caer pesadamente en una silla - La noticia de su existencia me la transmitió el patrón hoy a la mañana. Me dijo que un tal Ulises Braun tenía interés en hablar con “ese muchacho de la sección literaria” y que arreglara la entrevista. Te confieso que eso de Ulises me impresionó bastante. Suena mitológico... ¿no es cierto?
-Eso no me dice nada del señor Braun.
-De todas formas - prosiguió, ignorando mi comentario - el patrón me comunicó que vas a dedicar parte de tu tiempo al señor Braun y que debo cubrir tus ausencias.
Me fastidió que el “patrón” -tal era la aséptica referencia de mi jefe hacia el director del periódico- tomara decisiones que me correspondían exclusivamente a mí. Pero decidí pasar eso por alto.
-No va a haber ausencias - aseguré rotundamente, aunque después lo pensé mejor y, advirtiendo las ventajas que podría obtener, agregué: -No muchas, por lo menos.
-Bien, ya nos arreglaremos.
Hubo un momento de silencio durante el cual intercambiamos, con una agradable conmoción de nostalgia, esas miradas comprensivas y solidarias que eran producto de una antigua amistad, silencio que dejó escuchar el apaciguado rumor de la ciudad y su tránsito que provenía del exterior, lejano y continuo como una catarata.
-¿Por qué estaban tan seguros de que aceptaría la propuesta del señor Braun? - pregunté al rato.
-Por dos razones - dijo mi jefe, mostrando una sonrisa torcida mientras enumeraba con sus dedos - La primera porque el patrón lo sabe todo y la segunda porque en esta vida todo tiene un precio, lo que hace que frente a determinadas situaciones nos dejemos embargar por la fiebre del oro. ¿Me equivoco?
No le contesté. Tampoco hacía falta.
Esa misma tarde -yo estaba corrigiendo un artículo- apareció en la oficina un hombre que se presentó como el abogado del señor Braun. Me sorprendió -vaya uno a saber por qué- verlo tan joven y de aspecto agradable y jovial. Con una sonrisa, pero sin ninguna explicación, me alcanzó un haz de hojas que extrajo de un portafolio: adiviné que era el contrato.
-Léalo tranquilo que yo lo espero - acotó.
Me senté tras invitar al Joven Abogado -ya había olvidado su nombre- a que me imitara y me dediqué a la lectura del contrato. Pese al rebuscado lenguaje, lo pude entender con claridad: no había nada que no se hubiera acordado previamente, con la excepción de un plazo máximo de seis meses para la finalización del trabajo, cosa que estimé aceptable. Lo que me asombró un poco fue un seguro de vida a mi nombre, con el señor Braun como único beneficiario y por un importe igual al de mis honorarios, que se agregaba al contrato. Evidentemente, el señor Braun no quería correr ningún riesgo: si yo moría antes de terminar la investigación, se aseguraba el retorno del dinero gastado. Más que contratar mis servicios, el señor Braun parecía haber hecho una inversión. Me resultó de mal gusto pero, como dijo mi jefe, todo tiene un precio.
También me resultó curioso la sugerencia –más que sugerencia sonaba como obligación- de que las comunicaciones orales se hicieran por teléfonos de líneas fijas y las escritas evitando los correos electrónicos, lo que me permitió intuir la existencia de una cierta paranoia precautoria. Nada que se diferenciara mucho de mi moderada desconfianza frente a los soportes digitales, razón por la cual no hice ninguna observación al respecto.
-Bien - acepté luego -. ¿Dónde tengo que firmar?
-Antes tiene que revisar esto - dijo el Joven Abogado, poniendo sobre el escritorio el portafolio.
Abrí el portafolio, tratando de controlar el repentino temblor de mis piernas, y en su interior encontré una carpeta con hojas escritas a máquina, un sobre grande lleno de fotografías con datos al reverso y, debajo de todo eso, varios fajos de billetes.
-¿Todo está en efectivo?
-En efectivo y sin ninguna clase de registro, lo cual permite evitar muchos inconvenientes – confirmó el Joven Abogado -. ¿Le molesta?
-No – dije, asintiendo de manera contradictoria con mi cabeza.
-¿Quiere contar el dinero? - me preguntó.
No le contesté. En realidad, me parecía tanto dinero que no me importaba que faltara un poco. Además, supe que no podría sentirme cómodo contando todos esos billetes, como un viejo avaro, delante de otra persona. Firmé donde me indicó y me quedé con una copia del contrato. Y también con el portafolio, que era de buena marca, muy fino y caro.
-Es un regalo de la casa – dijo el Joven Abogado, con una sonrisa irónica, antes de despedirse y después de estrecharme efusivamente la mano.
Quedé solo, con la vista clavada en el dinero y una sensación que no acertaba a descifrar claramente: por un lado me sentía eufórico por ser el poseedor de lo que para mí era una fortuna; por otro, preocupado por no saber qué hacer con ella. Comprendí, por primera vez en mi vida, que no resulta tan fácil ser rico.
Llegué a la oficina mucho más temprano de lo habitual porque tenía algunas cosas pendientes y no quería atrasarme en mi trabajo, de modo que dediqué toda la mañana a escribir las críticas de una obra teatral y de dos películas que había visto esa semana, y luego salí para depositar el dinero de mis honorarios en el banco.
En todo momento -incluso mientras escribía- el asunto de la investigación había dado vueltas por mi cabeza, dificultándome la concentración en otras cosas y generando una impaciencia que apenas podía dominar. La noche anterior había revisado superficialmente la información brindada por el señor Braun y había resuelto postergar el inicio de la investigación hasta el lunes pero, imprevistamente, durante el almuerzo decidí probar suerte con la primera entrevista de la “reconstrucción histórica de la vida y obra de Heriberto Braun”, como la habría denominado el señor Ulises Braun.
Llamé a la Señora Isabel Rainieri: era la hermana menor de Andrea Rainieri de Braun, la esposa de Ulises Braun y la madre de Heriberto. Me atendió una voz juvenil que confirmó ser la persona buscada y entonces le largué mi breve y sintético discurso de presentación que ya había usado con éxito en todas las investigaciones anteriores: una estrategia inicial que me había permitido ganar cuantiosas batallas. Cuando le propuse visitarla en media hora dudó un poco, pero al final aceptó.
Preparé el elemento principal para la entrevista, que consistía en un grabador a casete de tamaño tan reducido que cabía holgadamente en el bolsillo interior de mi blazer, provisto de un micrófono supersensible a cable que yo enganchaba en el ojal de la solapa y que todos confundían con el escudo de un club deportivo. Resultaba mucho más cómodo y rápido que las anotaciones en una libreta, hacía más fluida la conversación y el entrevistado se sentía más libre.
A las dos de la tarde en punto estaba subiendo por el ascensor de un viejo y lujoso edificio de la calle Maipú que hacía esquina con la Avda. Córdoba. El espejo del ascensor reflejaba la imagen de una única persona: un hombre maduro que apenas sobrepasaba los cuarenta años de edad, alto, robusto y con algunos kilos de más, casi rubio, de ojos celestes, cabellos rebeldes, mandíbula fuerte y nariz y boca pequeñas. Ropas sueltas y un poco arrugadas: blazer azul, pantalones grises, camisa a rayas celestes sobre fondo blanco con el botón superior desabrochado y corbata roja a medio ajustar. Uno podía pensar que ese señor era cualquier cosa -un antiguo jugador de rugby, por ejemplo- menos un profesor de literatura o un periodista de la sección cultural de un diario o de espectáculos de una radio.
La dueña de casa -una mujer regordeta, de cincuenticinco años o poco más, de cara risueña y ojos marrones de mirada inquieta- me hizo pasar a una sala en medio de la cual había una pequeña mesa cubierta con un tapete verde y sobre la que descansaban varios mazos de cartas, papeles y lápices.
-En el apuro de nuestra conversación olvidé advertirle que hoy es día de juego en mi casa - se lamentó mientras me ofrecía un asiento -. Pero tal vez tengamos tiempo.
Me senté y ella hizo lo mismo después de acercar una mesa rodante con los implementos para el café. Acepté un café sin azúcar y le escuché preguntarme si yo era el comentarista de espectáculos de la radio. Le contesté afirmativamente y ella quedó encantada.
-Tiene la misma voz – dijo, dándole a su comentario un sentido que no pude captar.
Disimuladamente, eché a funcionar el grabador e inicié la entrevista, pidiéndole a Isabel Rainieri que me hablara de su hermana Andrea y su cuñado Ulises.
-Oh, mi hermana Andrea... Han pasado tantos años y todavía la extraño... ¿Puede usted creerlo? Era hermosa y debo admitir que secretamente la envidié siempre por eso. Pero además de hermosa era muy alegre, llena de energía y capaz de animar la reunión más aburrida. Ahora tienen un nombre para esa clase de personas... ¿Cuál es? Es un nombre muy adecuado, por cierto... ¿Cuál es? Lo tengo en la punta de la lengua…
-No creo que sea importante, señora. Esa precisión de lenguaje...
-¡Vital! Esa es la palabra: vital. Pues sí, mi hermana era vital, muy vital. Tanto que contagiaba esa vitalidad a todos los que la rodeaban, y por eso me sorprendió muchísimo que se enamorara de Ulises, el muchacho más serio y aburrido de todos los que conocí por esa época.
-¿Recuerda el año?
-Sí, lo recuerdo perfectamente porque Ulises estaba en nuestra casa cuando escuchamos por la radio... ¿Se acuerda de aquellas radios enormes?...que los militares habían iniciado una revolución contra el presidente Frondizi.
-Supongo que se refiere al golpe de Estado de 1962, señora.
-Sí, eso. Revolución o golpe de Estado, es lo mismo. Por entonces ya hacía varios meses que Andrea y Ulises eran novios... ¿Mas café?...Como le decía, Ulises era muy serio. Apuesto, elegante y con mucho dinero, pero muy serio. Incluso para esa época, cuando los muchachos eran más serios que ahora. Yo misma, que por entonces era una adolescente, me di cuenta de eso. Hasta recuerdo que le tenía miedo a Ulises y que su presencia me hacía sentir muy incómoda. Y ahora que lo pienso, no tengo presente su sonrisa... ¿Puede usted creerlo? Era frío, distante, y en las reuniones familiares siempre prefería conversar con las personas mayores en vez de estar con los jóvenes. Nunca supe si era una pose o se comportaba así naturalmente. Le repito: era un pedazo de hielo. Como buen anglosajón. En cambio, mi marido nunca fue apuesto ni elegante ni tuvo dinero, pero desde el primer día me hizo sentir...me hizo sentir muy bien. Pero no creo que eso a usted le interese.
Sonreí para evitar la respuesta y me revolví un poco incómodo en el sillón. Luego pregunté:
-¿Cuándo se casaron Andrea y Ulises?
-Ese mismo año, 1962. Fue una fiesta excepcional, a todo lujo, y la primera ocasión que yo vestí de largo. La próxima vez que venga... porque supongo que vendrá otra vez, ¿no es cierto?...voy a desempolvar las fotos que tengo y se las mostraré. Todo el mundo importante parecía estar en esa fiesta. Y después se fueron de luna de miel a Europa, en un transatlántico, durante varios meses. Muy romántico, aunque Ulises no fuera el compañero ideal. Pero al regreso mi hermana estaba muy contenta, casi como siempre.
-¿Casi?
-Sí, bueno, casi como siempre. Porque creí detectar en ella un cambio, como si la seriedad de Ulises se le hubiera contagiado un poco. Pero también pudo haber sido por el casamiento. En aquellos tiempos, una mujer no era la misma antes y después del casamiento, a diferencia de lo que ocurre ahora... ¿Usted me entiende, verdad? Aunque, para serle franca, también en la década del sesenta había historias raras. Siempre las hubo, si vamos al caso. Después ya no quedó ninguna duda: Andrea había cambiado y mucho. Pero me estoy adelantando a los hechos... ¿No es cierto?
-Me parece que sí - murmuré yo -. Estábamos en la luna de miel...
-Claro, claro, lo recuerdo. Al regreso de Europa ellos se quedaron unos pocos días en Buenos Aires, hasta que partieron hacia el campo, una estancia que tenían los Braun en Necochea, con una casa que parecía un castillo. Yo pasaba parte del verano ahí y esos eran los únicos momentos que podía hablar con mi hermana hasta el hartazgo, porque ella solo venía a Buenos Aires cada dos o tres meses y siempre por pocos días. Y en el año 1963, el nueve de octubre para ser exacto, nació mi sobrino Heriberto. Nombre raro y feo, por cierto, pero con un padre que se llama Ulises no puede esperarse gran cosa.
-¿Heriberto nació en Buenos Aires?
-No, señor, no. Nació en Mar del Plata porque se adelantó una o dos semanas debido a un accidente tonto. Nada importante, pero sí lo suficiente como para acelerar el parto. Recién pude ver a mi sobrino para las navidades de ese año porque Andrea no se movió del campo por la cuestión del reposo obligatorio. Y luego pareció gustarle esa vida solitaria y aburrida de la estancia, y sus visitas a la Capital se fueron espaciando cada vez más. Tenía una niñera que se ocupaba de Heriberto y mucho personal de servicio pero, por lo demás, estaba sola como una ostra. Y entonces los cambios de Andrea se hicieron evidentes: estaba muy nerviosa, distante y seria como su marido. Fumaba como un escuerzo y también descubrí que tomaba pastillas. Supongo que serían tranquilizantes. Parecía envejecer con rapidez y para fines de 1965 ya quedaba poco o nada de la Andrea que yo había conocido... ¿Puede usted creerlo?
-Sí, señora, le creo.
-Por entonces, y pese a que yo todavía era una adolescente, comencé mi vida sentimental y eso nos distanció más todavía. Incluso ya no le escribía tantas cartas. En 1966 ingresé en la Facultad de Derecho, aprovechando que el país vivía tiempos políticamente más tranquilos, y entonces, entre mis estudios y mis amistades y mi novio, ya casi no tenía tiempo para escribir o para ir a Necochea. En ese año, lo recuerdo bien, Andrea vino a Buenos Aires dos o tres veces para hacerse ver por un médico, pero luego Ulises consiguió que el médico fuera a la estancia e incluso fundó una clínica en Necochea. ¡Es increíble lo que puede hacer el dinero en cantidades suficientes!
-Sí, es cierto - comenté - Todo tiene un precio en esta vida.
-En 1967 Andrea no vino a la Capital, pero la vi durante las vacaciones de verano y de invierno. Y en 1968 todo siguió igual: Andrea sin moverse del campo, viendo crecer a su hijo. Heriberto era un primor, pero muy tranquilo y callado para su edad. Con decirle que nunca lo vi llorar, ni siquiera de bebé. En ese año me enteré que Andrea y Ulises no...es decir...tenían habitaciones separadas. No me pregunte más acerca de eso porque fue imposible averiguar algo: mi hermana, por entonces, se había recluido en un mutismo muy difícil de vencer. Y esa niñera que Ulises llamaba institutriz, pero que era una simple niñera, fue adueñándose de la casa. Cada vez que yo iba al campo encontraba que sus funciones se habían ampliado. Virtualmente parecía dirigir todo y a todos, y sólo retrocedía frente a Ulises. Nunca me gustó esa niñera.
-¿Recuerda el nombre de esa niñera?
-No, no, la verdad no lo recuerdo… Pero sé que era de origen alemán o sueco, que había nacido en la provincia de Misiones y que fue criada por las monjas ya que quedó huérfana muy joven. Era mayor que Andrea o tal vez de la misma edad, de aspecto inocente. Sospechosamente inocente, no sé si me entiende. Porque yo siempre le detecté algo de felino a esa mujer. Recuerdo que en la Nochebuena de 1968, que la pasamos juntos toda la familia en la estancia, mi prometido también, yo había bebido mucho champagne y, cuando me fui a dormir, entré por equivocación en la habitación de la niñera y la encontré frente al espejo, cepillándose el pelo, con los ojos y los labios muy pintados, y con un camisón negro muy atrevido. ¿Puede usted creerlo? Parecía otra persona, mucho mayor y mucho menos inocente. Ahora comprendo, con mi edad, que las personas, aun las más respetables, tienen ciertos vicios... Pero esa mujer, por lo menos, tendría que haber cerrado la puerta con llave. Por lo menos, eso es lo que yo pensé en aquel momento…
-A lo mejor esperaba a alguien - dije como al descuido, pero con todos los sentidos puestos en la reacción de la señora.
Ella no demostró haber captado mi intención y solo me ofreció más café, que yo acepté. Sin azúcar, por favor, le pedí.
-Mi familia y mi prometido se fueron apenas iniciado el año, pero yo me quedé con Andrea y Heriberto las tres primeras semanas de enero de 1969. Ulises no estaba, como sucedía la mayoría de las veces: viajes de negocios, según decía. Y unos días antes de mi regreso llegó a la estancia una amiga soltera de Andrea que vivía en Mar del Plata.
-¿Cómo se llamaba esa amiga de Andrea?
-Rosaura Gálvez, pero todos nosotros le decíamos Rosi. Y finalmente, en febrero o en marzo, apareció Andrea en nuestra casa de Buenos Aires, diciendo que su matrimonio había terminado de manera definitiva. Fue una tragedia familiar y todos lloraban, menos mi padre, que quería pedirle explicaciones a Ulises, y Andrea, la que parecía haberse sacado un peso de encima. Incluso... ¿puede usted creerlo?...las canas prematuras que Andrea tenía en esa época las perdió en poco tiempo y hasta recuperó la alegría perdida por su casamiento. Casi podría decirse que rejuveneció con su separación.
-¿Se pudo saber el motivo de esa separación?
-¡Nunca!
La respuesta de Isabel Rainieri había sido muy rápida y nerviosa, tal vez demasiado como para que fuera cierta, pero momentáneamente consideré mejor no insistir: sabía, por experiencia, que en las próximas entrevistas esas dudas podría confirmarse
-Y yo me casé en abril de ese mismo año, 1969, siendo casi una adolescente, y me fui a vivir a Mendoza porque mi marido es enólogo, y así nunca pude enterarme de las verdaderas causas que separaron a mi hermana y mi cuñado. Afortunadamente, Andrea no tenía problemas económicos y de inmediato se compró una casa en Vicente López, donde vivió el resto de su vida, sola con Heriberto. Y nunca más vio a Ulises: no le permitió ninguna visita y los asuntos de dinero los arreglaba un abogado que ya murió. Incluso mi hermana nos prohibió terminantemente, a mis padres y a mí, que mencionáramos el nombre de su marido.
-¿Tampoco permitió que el señor Braun viera a su hijo?
-Por lo menos esa fue siempre su intención, aunque no sé si lo logró -corroboró ella con una involuntaria desolación-. Sea como sea, por influencia de su madre o no, lo cierto es que Heriberto siempre odió a su padre. Sus razones habrá tenido, supongo yo.
-¿Y por qué Heriberto odiaba a su padre? ¿Cuáles fueron las razones…?
-Eso tampoco lo sé. Por su parte, Andrea no volvió a casarse y jamás tuvo otro hombre, viviendo desde entonces únicamente para su hijo y para su jardín y sus plantas. ¡Y para su perro! Esa familia siempre adoró a los perros. Una vida marchitada a los veintisiete años, aunque, justo es reconocerlo, física y espiritualmente mejoró bastante, como ya le dije. Mientras tanto yo regresé a Buenos Aires de manera definitiva en 1988, cuando la industria vitivinícola se vino abajo. En ese año, también, se casó Heriberto, tan repentinamente que no pude asistir a su boda, y al año siguiente Andrea murió de un derrame cerebral. Sucedió en forma imprevista... ¿Puede usted creerlo?
-Espere, señora, por favor – le pedí -. Usted va muy rápido… ¿Qué puede decirme del casamiento de Heriberto?
-Nada: en esa oportunidad yo no estuve presente.
-Usted comentó que ese casamiento fue muy repentino…
-En realidad, Heriberto y Bárbara se casaron de apuro: por aquella época eso comenzó a ser una situación bastante común.
-Comprendo.
-Y también fue repentina la muerte de Andrea. En el velorio estaba Heriberto con su rostro inmutable, sin una sola lágrima, con la vista fija en el ataúd y prestando escasa o ninguna atención a los que iban a darle el pésame. Ulises fue el que se ocupó de todo y lo recuerdo dando órdenes a diestra y siniestra, atendiendo a cada uno de los presentes con su aristocrática y habitual corrección y asumiendo el papel de un esposo modelo. Yo intercambié con él unas pocas palabras.
-¿Ulises habló con su hijo en el velorio?
-Ulises lo intentó una vez, al menos eso pude ver, pero Heriberto ni le contestó. No sé si lo hizo porque todavía seguía resentido con su padre o, simplemente, a causa del dolor producido por la muerte de su madre. Es difícil decirlo porque Heriberto siempre me pareció un muchacho muy raro. En ese sentido, parecía haber heredado mucho de su padre, además de su aspecto físico.
-¿Llegó a conocerlo mucho a Heriberto?
-No - respondió Isabel, tras fruncir la cara ante mi pregunta - Solamente lo vi cuatro o cinco veces antes de la muerte de Andrea y nunca conversamos mucho. Sin embargo, pese a conocerlo poco, siempre supe que Heriberto era muy raro y por eso no me extrañó lo que terminó sucediendo.
En ese momento escuché el timbre y, cuando la puerta se abrió, entraron tres mujeres. Corté el encendido del grabador, me levanté y fui presentado a ese ruidoso grupo como “el conocido comentarista radial”, lo que me hizo sonreír con una leve y vanidosa alegría.
Me despedí de las señoras, prometiéndole a Isabel Rainieri una próxima visita para terminar nuestra entrevista, y luego bajé por la Avda. Córdoba rumbo al edificio del periódico, bastante satisfecho con el primer encuentro de la investigación y considerándolo como un buen augurio.
Ya en mi oficina, cerré la puerta con llave, me tiré en el sillón con los pies sobre el escritorio –amurallado de libros y carpetas- y escuché el casete de la entrevista. Me pareció interesante, con un contenido informativo que no había podido apreciar previamente, y terminé reconociendo que solo hubiera precisado unos minutos extras para completarla y mejorarla. Faltaba averiguar el nombre de la niñera y su dirección.
Me puse a pensar en la niñera. La noche anterior, en mi casa, había visto fotos de ella con Heriberto, con Andrea e incluso con Ulises Braun, pero no le había prestado mucha atención. Al reverso de esas fotos, una letra grande y elegante -probablemente la del señor Braun- especificaba el nombre de los fotografiados, pero en el caso de la niñera, lo recordaba con claridad, no decía más que “institutriz”. Y eso no me servía de mucho.
Obedeciendo a un repentino impulso, decidí llamar al Joven Abogado, de quien seguía olvidando el nombre. El mismo se había ofrecido a solucionarme todos los problemas que surgieran en la investigación y, por otra parte, en el contrato estipulaba que todo contacto, en primera instancia, debía hacerlo a través de él.
-Necesito el nombre y la dirección de la institutriz de Heriberto - le pedí.
Accedió amablemente a mi pedido y prometió buscar esos datos, pero cuando al rato me llamó noté en su voz un timbre solemne e intranquilo.
-Lo siento, no tengo esa información. Incluso me parece que esa persona no es relevante en su investigación...
-Eso lo decido yo - lo frené - Y ya he decidido que es relevante.
-¿Cómo lo sabe?
-Lo intuyo. Y por eso preciso esa información -insistí antes de colgar.
Eran casi las cinco de la tarde y opté por dedicar el resto de mi jornada laboral al periódico, de modo que revisé la pila de libros que tenía sobre mi escritorio y elegí los que a primera vista aparentaban ser más interesantes, a los cuales me dedicaría durante el fin de semana. En ese momento volvió a sonar el teléfono: era el señor Braun.
-¿Para qué precisa a la institutriz de Heriberto? - me preguntó, manteniendo su formalidad pero con una voz que dejaba traslucir cierto fastidio.
-Solo podré decírselo cuando la vea.
-Escuche: yo dejé de ver a mi hijo antes de que él cumpliera los seis años y lo mismo le sucedió a esa institutriz. Por otra parte, como le dije previamente, a mí me interesa la vida de mi hijo desde los seis años en adelante. ¿Comprende?
-Perfectamente, señor Braun. Pero a mí me interesa la vida de su hijo desde su nacimiento. Esa es la forma en que yo trabajo.
Hubo un silencio en la línea durante el cual me pregunté si yo no estaría sobrepasando los límites de mis funciones o atribuciones, haciendo peligrar -quizá caprichosamente- la mejor oportunidad de mi vida. Pero decidí mantenerme en esa posición.
-¿Es necesario? - inquirió el Señor Braun, usando, por primera vez desde que lo conocía, lo que parecía un tono de claudicación.
-Por supuesto que lo es - confirmé - Además, en el contrato quedó establecido que usted facilitaría, por todos los medios posibles, esta investigación. Y pese a ello, tan pronto recurro a usted, me encuentro con lo que podría considerarse como una negativa a colaborar.
Hubo otra pausa, pero en esa oportunidad me di cuenta de que yo lo tenía agarrado de las pelotas al viejo Braun, lo que me provocó una íntima satisfacción. La estrategia de la victimización que yo había practicado en anteriores investigaciones seguía rindiendo frutos, pensé.
-Está bien - acordó finalmente, con una inflexión de cansancio en su voz - Mi abogado se comunicará con usted a la brevedad.
Corté y esperé el llamado, fumando y con los pies sobre el escritorio. No tardó, como había supuesto.
-Usted ganó el primer round - dijo el Joven Abogado.
-Espero que sea el último.
-No sea haga ilusiones: el señor Braun nunca se rinde y sus peleas duran muchos rounds. Y es preciso que vaya sabiendo algo: el señor Braun siempre gana, ya sea por puntos o por knock out técnico.
-¿Qué sabe de la niñera? -pregunté, pasando a lo que me interesaba.
-¿Tiene lápiz y papel para anotar?
Tomé los datos, corté y luego me preparé para irme. En los bolsillos del blazer guardé el grabador y cuatro casetes vírgenes, además de los tres libros que me había propuesto leer. De antemano me preparé a escuchar las protestas de mi esposa por estropear la ropa de esa manera, pero era algo que no podía remediar porque nunca había logrado acostumbrarme a usar portafolios. Una pena, realmente, porque el portafolio que el Joven Abogado me había regalado era muy elegante.
Me desperté temprano, con la tenue luz listada de las persianas que anunciaba el amanecer. Faltaba casi una hora para que sonara el despertador y eso me hizo estremecer de gozo pensando en el buen rato que todavía disponía para seguir durmiendo. Pero entonces recordé que era sábado, que la presencia del reloj no tenía por qué alarmarme y que podía remolonear en la cama hasta la hora que quisiera. Una de las ventajas de los periodistas que se ocupan de la sección literaria es que están libres de los apuros y urgencias de las noticias políticas, económicas, deportivas o policiales y que, además, no precisan trabajar los fines de semana. De todas maneras, perdí el sueño y experimenté un repentino impulso de levantarme para continuar estudiando la carpeta y las fotos que me había entregado el señor Braun.
Vestido con mi pijama, y después de prepararme un café, me dirigí a la pequeña habitación que utilizaba como escritorio, evitando hacer ruidos para no despertar a mi esposa o a las nenas. Cerré la puerta silenciosamente y, ya instalado en mi mesa de trabajo, saqué de un cajón el sobre con las fotos, desplegándolas adelante de mí. Las ordené cronológicamente y así pude comprobar que había saltos de varios años. Eso no me preocupó mucho: sabía que era uno de los tantos obstáculos que iba a encontrar en la investigación. Y seguramente no el último.
Muchas de las fotos eran en blanco y negro, lo que, sin duda, dificultaba un poco la correcta identificación de las personas, pero las de color abundaban y hasta incluían varios primeros planos de Heriberto. Tomé la lupa y las analicé con detenimiento: quería formarme la imagen más exacta posible de ese muchacho. Después de dos horas de estudio pude lograr una serie de datos bastante completa que fui anotando prolijamente en una libreta.
A los treinta años -las últimas fotos correspondían a esa edad-, Heriberto tenía una estatura que estimé en un metro ochenta; era delgado, poco robusto y de brazos de escasa musculatura, como si no fuera afecto a los deportes. Por el contrario, sus piernas -había una foto de él en Villa Gesell con jeans recortados- eran largas y fuertes. Piernas de corredor o de gran caminador, me dije a mí mismo. Caderas estrechas y hombros no muy anchos. Piel siempre bronceada, aun en pleno invierno, según había verificado con atención. Su peso debía oscilar entre los setenticinco y setentiocho kilos.
Era rubio, bastante rubio, con una cabellera no muy corta y peinada hacia atrás de manera desordenada, lo que constituía una constante desde su adolescencia. En los primeros seis años -todas fotos de la estancia con un fondo típicamente rural- sus cabellos parecían peinados a la gomina, seguramente por influencia del padre, quien no debía tolerar ningún tipo de rebelión. Ni siquiera la capilar. La barba que usaba -aparentemente lo hacía desde 1990, cuando tenía veintisiete años- estaba recortada, aunque sin mucho cuidado, era de color más oscuro que su cabello y a veces, según la foto, de tonalidades rojizas. Tenía ojos muy claros, celestes como los de su padre, que casi quedaban ocultos entre la barba y unas tupidas cejas.
Su nariz era grande y fina -también igual a la del viejo Braun- y su boca amplia con un labio inferior carnoso y sensual que parecía contradecir la fuerza de su barbilla. Y los dientes perfectos, heredados tanto por vía materna como paterna. En general, el aspecto de Heriberto resultaba muy atractivo, con rasgos físicos que parecían remarcar más una delicadeza casi aristocrática que una fisonomía estrictamente varonil. Muchas mujeres estarían dispuestas a arruinar sus vidas por él, pensé. Seguí con los pequeños detalles. Por ejemplo, tenía el mentón partido, el que se hacía evidente desde los diez años de edad hasta desaparecer por la barba. Y carecía de cicatrices visibles.
Otra foto -la más interesante de todas- lo mostraba a Heriberto montado a horcajadas en una silla, con los brazos cruzados sobre el respaldo y el mentón apoyado sobre las manos, en un nítido primer plano. Podían verse nítidamente sus dedos, largos y finos. Pero lo que me fascinó de esa foto fue la expresión de su rostro. Y tan pronto concentré mi mirada en sus ojos -donde creí descubrir un aire introvertido y reservado que lo hacía parecer mayor, el asomo de una felicidad fugaz, la señal de una nostalgia indefinida- sentí un estremecimiento que recorrió todo mi cuerpo.
La sonrisa de Heriberto era muy sugestiva. La estudié con la lupa en las fotos más recientes y en todas ellas encontré, en su esbozo, el mismo gesto levemente irónico, quizá mezclado con un poco de desdén o arrogancia. Y otro detalle que al principio había pasado por alto: el ceño siempre fruncido, lo que indicaba un cierto grado de preocupación constante. Sorpresivamente, experimenté el vehemente deseo de ahondar en la personalidad de ese individuo hasta desentrañar sus emociones y pensamientos más íntimos. Y me prometí a mí mismo que iba a lograrlo.
Tiempo después, cuando entró mi esposa en la habitación, todavía seguía con la vista clavada en las fotos, como si esa excesiva concentración pudiera revelarme los más guardados secretos de Heriberto, como si quisiera impregnarme de su esencia. Elena me trajo otro tazón de café, tres medialunas y dos besos.
-Voy a averiguar lo de la heladera y las cortinas - me dijo mientras peinaba mis cabellos con sus dedos -. ¿Precisás el auto?
-No.
-Bien, entonces me llevo a las chicas así no te molestan. ¿Vas a trabajar mucho?
-Creo que sí. Además tengo que hacer algunos llamados telefónicos.
Cuando se fue, el departamento quedó en silencio, lo que aproveché para seguir trabajando. Me dediqué a estudiar las fotos de la institutriz. En realidad, tuve que admitir que Isabel Rainieri tenía razón: no era institutriz, ya que la persona que cuida un niño hasta la edad de seis años es una simple niñera, aunque tal vez la hubieran contratado como futura institutriz.
Había varias fotos de la niñera, por lo habitual con Heriberto en sus diversos años de infante. Y siempre parecía vestir recatadamente y con las mismas ropas: una pollera oscura, una blusa blanca cerrada hasta el cuello y una chaqueta gris según las estaciones. Aparentemente sin ningún maquillaje, y con su cabello rubio claro recogido en una trenza que caía por la espalda. Tenía algo así como una cara anticuada y una belleza insípida.
De ese grupo de fotos, dos resultaban muy interesantes: la primera -levemente fuera de foco- mostraba a Andrea arrodillada en un jardín junto a su hijo, el que recién parecía haberse caído, y atrás a la niñera y a Ulises, mirándose entre sí de una manera rara, como si tuvieran cierto grado de intimidad. No pude descubrir nada más, pero era notorio que esa fotografía había sido tomaba de improviso, quizá captando gestos o miradas furtivas que yo no lograba descifrar.
En la segunda, fechada en 1966 y en una playa que al reverso figuraba como Costa Bonita, Quequén, se podía ver un primer plano de Andrea con su hijo y al fondo la niñera, vistiendo una malla negra y enteriza, y con las piernas abiertas en una posición casi desafiante. No era lo que uno esperaría de la niñera -de acuerdo a lo que mostraban las otras fotos- y eso me desorientó un poco. Además, con la lupa pude comprobar que el cuerpo de esa mujer en traje de baño poseía mayores encantos de los que permitían suponer sus ropas habituales: tenía un busto bastante desarrollado, piernas largas y bien torneadas y, aunque su cintura era tan ancha como sus caderas, irradiaba una marcada sensualidad. En resumen, nadie acusaría a ese cuerpo de poseer un aspecto virginal. La discreta opacidad que parecía caracterizar a todas las institutrices y la imagen clásica y grisácea que todas las institutrices mostraban en las películas –incluso en la literatura- no se conciliaban con esa mujer.
Revisé esas dos fotos de nuevo, tratando de no dejarme guiar por mis prejuicios, lo que no siempre me resulta fácil, y llegué a las mismas conclusiones. Entonces guardé todo -ya era más del mediodía- y tomé la decisión de llamar a la señora Annette Hansen, antigua institutriz de Heriberto.
Me atendió ella personalmente, me presenté y le lancé el discurso que tenía preparado para esas ocasiones. Se mantuvo reacia pero, finalmente, pude convencerla y arreglar una cita para ese mismo día a las cuatro de la tarde, en su casa de San Fernando. Suspiré aliviado cuando corté: lo peor, lo más estresante para mí de todas las investigaciones, siempre habían sido esas llamadas telefónicas.
Opté por viajar en tren -lo que me brindaba la oportunidad de leer y así ganar algo de tiempo en mi trabajo de crítico literario- y llegué con la suficiente anticipación como para recorrer sin ningún apuro el barrio donde vivía la niñera: era tranquilo y de aspecto humilde, de casas angostas y pequeñas, con una sola planta y un escaso jardín delantero, pero, en general, muy bien cuidadas. La de Annette Hansen no resultó una excepción, según logré apreciar cuando toqué el timbre exactamente a la hora convenida, obedeciendo a mi neurosis por la puntualidad.
Me abrió la puerta una mujer sexagenaria, de cuerpo macizo y paso firme, de corta cabellera tirada hacia atrás -lo que hacía resaltar poderosamente los rasgos de su rostro, en especial los ojos claros y los fuertes pómulos- y de boca y nariz pequeñas. De inmediato reconocí a la niñera de las fotografías, admitiendo, con dolor, que treinta años no pasan en vano. Sin embargo -algo positivo tenía que existir- la vejez había hecho más expresivo aquel rostro de fría belleza.
Con una amabilidad disminuida por la desconfianza, la señora Hansen me hizo pasar al fondo de la casa, a una especie de jardín de invierno a través de cuyos grandes ventanales pegaba el sol con fuerza, provocando una temperatura de invernadero y dándole al aire un sabor a cosa usada. Nos sentamos en unos sillones de mimbre y me ofreció café, lo que rechacé debido al calor.
-Por lo menos pruebe mi limonada - pidió con voz suave.
Acepté. La probé y me pareció excesivamente dulce para mi gusto. De todas maneras la alabé y así conseguí la primera sonrisa de la señora Hansen. Ella estaba nerviosa y tensa y yo no podía encontrar una estrategia razonable para lograr un mejor clima. Por suerte, ella misma me brindó la solución.
-¿Usted es el comentarista de cine?
Conversamos de cine un buen rato y luego, sin darle tiempo a que su reciente comodidad se diluyera, le pedí que me hablara de Heriberto. Pareció sorprendida por mi requerimiento, como si yo hubiera venido a otra cosa.
-No es mucho lo que puedo decirle de Heriberto. En realidad, antes de que cumpliera los seis años dejé de verlo. El señor Braun me contrató, a través de una familia de Necochea, a fines de 1963, cuando Heriberto tenía unas pocas semanas. Su madre, la señora Andrea, le tenía mucho cariño a su bebé, como es lógico suponer, pero carecía por completo de los conocimientos necesarios para atenderlo y cualquier problema que surgía la ponía muy nerviosa. Ser madre no es una cuestión instintiva, como algunos creen, y no sé lo que ella hubiera podido hacer sin mi ayuda.
En ese momento Annette Hansen interrumpió su relato para mirarme fijamente, como buscando mi aprobación, lo que hice con un leve gesto de mi cabeza.
-Desde el primer instante en que la vi me di cuenta de que la señora Andrea había pasado toda su vida alejada de las preocupaciones y responsabilidades de la gente madura y de las tareas del hogar, y que el bebé la sobrepasaba y la asustaba. Eso, para mí, y de acuerdo a mi experiencia, era lo habitual con las madres primerizas: no me sorprendía en lo absoluto. Y yo comprendía con claridad el temor que la señora Andrea sufría frente a su bebe: los bebés son muy frágiles. O aparentan serlo, que para el caso es lo mismo. Por todo eso me animo a asegurarle que virtualmente fui yo quien crió a Heriberto, al menos durante los primeros dos años, que son los más difíciles. Usted lo debe saber si es que tiene hijos.
-Sí, tengo dos hijas - respondí, alentándola para que siguiera.
-¡Ah, dos hijas, qué bien! - exclamó ella con un efímero entusiasmo en su tono monocorde, y luego prosiguió: -Le contaba que yo crié a ese chico. Siempre fue muy sano y aunque el señor Braun había conseguido asistencia médica periódica, nunca nos dio ningún susto serio y no recuerdo que hayamos recurrido al pediatra de urgencia. Dormía mucho, profundamente, y jamás lloraba. En ese aspecto tuvimos suerte porque no pasamos ni una sola noche en vela durante toda su crianza. Una curiosidad, por cierto, una bendición del cielo. Usted debe saberlo tanto como yo. La cuestión es que Heriberto creció sin mayores dificultades y a los cinco años se transformó en un niño hermoso. Y también a esa edad comenzaron a notarse, por lo menos yo los observé, los primeros rasgos de su personalidad.
Cortó su relato otra vez, dejando vagar su mirada por las macetas que nos rodeaban, seguramente con la intención de ordenar la profusión de sus recuerdos. Le di tiempo para que lo hiciera, pero no mucho.
-Específicamente… ¿a qué se refiere?
-Por ejemplo, se hizo poco sociable, sintiéndose molesto y nervioso por la presencia de las personas que siempre lo habían apreciado y mimado, optando, finalmente, por esconderse de ellas, lo que incluía a su propio padre. Durante algún tiempo fui la única amiga de Heriberto, pero después pareció aburrirse de mí y terminó rechazándome como a todos los demás. Y a partir de entonces el niño pasó la mayor parte del día solo, indiferente a lo que sucedía a su alrededor, y hasta llegó a perder su sonrisa, cosa que me extrañó mucho. El señor Braun y su esposa no se dieron cuenta de nada porque no tenían experiencia alguna, pero yo empecé a vigilarlo con mayor atención, aunque a cierta distancia para que no se sintiera perseguido.
Hubo otra pausa y yo volví a sentirme incómodo. Si esto sigue así no vamos a terminar nunca, pensé. Por suerte, ella prosiguió sin que hiciera falta mi ayuda.
-Y así pude comprobar, con absoluta certeza, que la actitud de ese niño era muy rara para su edad. Incluso demostró que tenía una astucia propia de un adulto. Le digo esto porque recuerdo muy bien que a Heriberto no le gustaba dormir la siesta -lo que en el campo es una especie de institución- y entonces simulaba obedecer a sus padres y sin protestar subía a su habitación, para luego salir a hurtadillas, cuando todos en la estancia estaban durmiendo.
-¿Y qué hacía Heriberto en esos momentos?
-Yo descubrí su juego porque en varias oportunidades lo seguí, pudiendo observar así que emprendía correrías que siempre lo llevaban a los establos o a los corrales, donde había vacas y caballos. Heriberto tenía pasión por los animales: les hablaba como si fueran humanos y ellos parecían entenderlo. Era difícil que pasara un día sin que él no hiciera entrar furtivamente un perro o un gato a su habitación para que le hicieran compañía durante la noche.
-¿Heriberto era muy afecto a los animales?
-Sí, amaba a los animales, se sentía muy feliz entre ellos y solo en esas ocasiones se le podía ver una sonrisa. A su vez, los animales le correspondían de la misma manera. Fíjese usted cómo sería la atracción que Heriberto ejercía sobre los animales, que las vacas... ¿alguna vez encontró animal más estúpido que las vacas?...que las vacas lo seguían al igual que al flautista de Hamelin. Pero, la verdad sea dicha, más que parecerse al flautista del cuento, Heriberto me recordaba a San Francisco de Asís, y la última imagen suya que tengo, unos días antes de que la madre se lo llevara para siempre, es justamente muy semejante a la de ese santo: con los brazos levantados y las palmas de sus manos llenas de maíz molido, dando de comer a un montón de palomas y gaviotas que revoloteaban a su alrededor, y con una sonrisa de felicidad en su rostro que ya no mostraba más a las personas. Pero yo sabía que todos esos problemas de conducta de Heriberto se originaban, en gran parte, en las dificultades matrimoniales de sus padres, razón por la cual tuve que callarme.
-¿Cuáles eran los motivos de esas dificultades matrimoniales?
-Bueno, la señora Andrea fue siempre muy nerviosa, por lo menos desde que la conocí, y eso se acentuó con el tiempo. A veces, ella pasaba días sin hablarle a su marido e incluso dejaron de dormir en la misma habitación.
-Entiendo lo que dice, pero no me ha explicado los motivos...
-No los sé – reconoció ella con un leve encogimiento de hombros - No podría decirle nada concreto. Pero finalmente se separaron en 1969, lo que no fue una sorpresa para mí.
-¿Sabe por qué se separaron?
-Recuerdo todo con claridad, a pesar de haber sido bastante confuso, por cierto: todavía estábamos a mitad del verano, el señor Braun se había ausentado para atender sus otras obligaciones y la señora Andrea tenía un único huésped, su hermana menor Isabel, una chica muy insolente y malcriada que gozaba haciendo sufrir al personal de servicio y también a mí. A fin de enero, la señorita Isabel se volvió a Buenos Aires, al mismo tiempo que llegaba a la estancia una vieja amiga de la señora Andrea que vivía en Mar del Plata y que se llamaba Rosaura Gálvez. Poco después regresó el señor Braun y a la semana, poco más o poco menos… Bueno, sucedió lo que sucedió…
Y la señora Hansen calló, apretando los labios y sacudiendo la cabeza enérgicamente, lo que le otorgó a su cabellera un resplandor casi eléctrico causado por los rayos directos del sol que atravesaban los ventanales.
-¿Y qué sucedió? – la insté yo con una controlada impaciencia.
-Pues… Lo cierto es que esa tarde salimos a pasear en carro. La señora Andrea, Heriberto, yo y una criadita de quince años, Adelina, a la cual el niño estaba muy apegado y que se ocupaba de manejar los caballos. La señorita Rosaura se había quedado en la casa porque se sentía mal, le dolía la cabeza o algo por el estilo. Y apenas iniciado el paseo tuvimos que suspenderlo por una tormenta que se acercaba y entonces volvimos a toda prisa. Cuando bajamos del carro, frente al pórtico, Heriberto encontró una rana y la tomó, seguramente para agregarla a su colección de bichos raros, pero la señora Andrea quiso impedírselo. Fue en vano: Heriberto se negó a obedecer y salió corriendo hacia adentro de la casa, a los saltos por la escalera y buscando esconderse en cualquier habitación, perseguido por su madre y Adelina, y yo atrás de ellas, y así, por accidente, todos terminamos descubriendo a la señorita Rosaura y al señor Braun, en uno de los cuartos de huéspedes, sobre la cama y en una situación...una situación...
Ella me miró, turbada y buscando mi ayuda, pero no se la brindé: mi tarea de investigador no incluye la piedad. Me modo que permanecí callado, obligándola, casi, a que describiera lo ocurrido. Pero no lo hizo. Por lo menos, no lo hizo con la precisión de detalles que mi investigación requería.
-Sí, en una situación muy enojosa, verdaderamente muy enojosa – concluyó ella, evitando mi mirada.
-Supongo que usted se refiere a…
-Sí, me refiero a eso, precisamente. A mí no me cabe ninguna duda de que todo fue culpa de esa Rosaura Gálvez, ya que su conducta en ese aspecto siempre dejó mucho que desear y siempre sospeché que podía pasar lo que finalmente pasó, pero para la señora Andrea pareció ser la gota que rebalsó el vaso. Principalmente, según pude escucharle, porque el niño tuvo que presenciarlo todo. Esa misma noche, y pese a la tormenta que se había desatado, la señorita Rosaura desapareció de la estancia, y al día siguiente lo hizo la señora Andrea con su hijo. Yo me quedé hasta junio en el campo, porque sospeché que el señor Braun tenía la esperanza de que su esposa volviera, y recién me fui cuando la ruptura entre ellos resultó ser definitiva. Desde esa fecha vivo en Buenos Aires, en esta casa que yo elegí y que me regaló el señor Braun.
Apagué el grabador y conversamos durante unos pocos minutos, pero el calor que hacía en ese ambiente pudo más que mi cortesía y me fui pronto, tras alegar que ignoraba las respuestas a las preguntas que, en rápida sucesión, ella me formuló en relación a Heriberto y Ulises Braun. Encontré en la calle la frescura que necesitaba y caminé despacio rumbo a la estación, disfrutando de esa tarde otoñal.
La entrevista había resultado satisfactoria aunque, por otra parte, tuve que admitir que algunas cuestiones quedaban pendientes. No eran muy importantes, pero de todas formas me hubiera gustado saber por qué razón el señor Braun le había comprado esa casa a la niñera de su hijo. ¿Tal vez como una indemnización por los cinco o seis años de trabajo? Y si esto fuera así... ¿por qué la niñera se había mostrado tan poco agradecida y relatado circunstancias nada favorables al señor Braun? ¿Por despecho, quizá? Decidí no preocuparme más por todos esos interrogantes ya que era posible que el transcurrir del tiempo los resolviera, como siempre sucedía, o que no estuvieran conectados de manera específica o directa con la vida de Heriberto.
Llegué a la estación junto con un tren casi vacío, lo que me permitió sentarme y continuar con la lectura de mi libro: comprobé que había avanzado bastante en esa tarea y que, incluso, había hecho unas cuantas anotaciones en los márgenes para el comentario final, pese al escaso tiempo que le había dedicado. Eso era producto de una habilidad que pronto, muy pronto, debe adquirir un crítico literario: aprender a leer entre líneas y -según los libros- entre hojas y también entre capítulos.
En casa no encontré a nadie. Solo una nota de Elena avisándome que teníamos gente a cenar. Me recosté un rato. Tuve la clara conciencia de ir quedándome dormido y recuerdo que sonreí pensando que mis dos hijas me despertarían saltando sobre mí, como lo hacían siempre en esos casos.