Serás en la tierra - Alvaro Francia - E-Book

Serás en la tierra E-Book

Alvaro Francia

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Beschreibung

"Serás en la tierra" relata la historia de un periodista que -casi a desgano y más para satisfacer la insistencia de un hombre poderoso que por otra razón- inicia lo que aparentemente es una simple investigación biográfica que, poco a poco, va adquiriendo ribetes policiales hasta transformarse en un sutil thriller psicológico don­de el investigador y el investigado terminan confundiéndose uno con otro, todo mezclado con un difuminado ero­tismo. "Serás en la tierra" y "Póquer de damas" -una novela anterior de Alvaro Francia– pueden leerse in­de­pen­dientemente, pero ambas novelas tienen unos pocos personajes comunes y, de una extraña y mutua manera, las veladas in­cógnitas planteadas en una quedan resueltas en la otra y viceversa.

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Seitenzahl: 621

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Índice

SinopsisCapítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6Capítulo 7Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10Capítulo 11Capítulo 12Capítulo 13Capítulo 14Capítulo 15Capítulo 16Capítulo 17Capítulo 18Capítulo 19Capítulo 20Capítulo 21Capítulo 22Capítulo 23Capítulo 24Capítulo 25Capítulo 26Capítulo 27Capítulo 28Capítulo 29Capítulo 30Capítulo 31

Serás en la Tierra

Álvaro Francia

Editorial Autores de Argentina

Francia, Alvaro

Serás en la Tierra. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2015.

E-Book..

ISBN 978-987-711-232-0

1. Narrativa Argentina. 2. Novela.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: [email protected]

Diseño de portada: Justo Echeverría

Diseño de maquetado: Maximiliano Nuttini

SINOPSIS

“Serás en la tierra” relata la historia de un periodista que -casi a desgano y más para satisfacer la insistencia de un hombre poderoso que por otra razón- inicia lo que aparentemente es una simple investigación biográfica que, poco a poco, va adquiriendo ribetes policiales hasta transformarse en un sutil thriller psicológico don­de el investigador y el investigado terminan confundiéndose uno con otro, todo mezclado con un difuminado ero­tismo. “Serás en la tierra” y “Póquer de damas” -una novela anterior de Alvaro Francia– pueden leerse in­de­pen­dientemente, pero ambas novelas tienen unos pocos personajes comunes y, de una extraña y mutua manera, las veladas in­cógnitas planteadas en una quedan resueltas en la otra y viceversa.

CAPÍTULO 1

-¿No le parece a usted, señor Braun, que esa clase de investigación que me está proponiendo es más ade­cua­da para un detective que para un periodista como yo? - pregunté con cortesía, como para que mi in­­­terlocutor no se sintiera ofendido, pero dejando traslucir, al mismo tiem­po, mi escaso interés en el asun­to.

Sentado frente a mí -ambos separados por el escritorio- y tenien­do detrás de sí las paredes con es­­tan­tes ati­­­borrados de libros y carpe­tas de mi desordenada oficina, el señor Braun me miró con un ros­tro va­cío de expre­siones. Luego hizo una mueca que, supuse, equivalía a una sonrisa: una leve se­pa­ra­ción de la­bios y una con­trac­ción de párpados apenas perceptible. Finalmente meneó la cabeza con una len­titud tal que au­mentó en forma sig­nificativa mi impaciencia y mi nerviosismo.

De todas maneras me contuve y esperé, aceptando el ritmo pausado que el señor Braun im­po­nía a nues­tra conversación, cosa que hice no solo por delicadeza sino porque todavía re­sonaban en mis oídos las pa­labras del jefe de redacción del periódico -mi inme­diato superior- avisán­do­me, casi advirtiéndome, que esa vi­sita era la de un personaje muy impor­tante que debía tratar con el mayor respeto posi­ble.

Mientras tanto, el señor Braun había sacado de uno de sus bolsi­llos una cigarrera de plata y en ese mo­­men­to me ofrecía un cigarrillo. Los cigarrillos eran raros -cortos, de sección ovalada y sin filtro- ra­zón por la cual re­­cha­cé el ofrecimien­to: no soy muy aficionado a lo desconocido. El señor Braun encendió uno tras golpearlo varias ve­­ces contra la tapa de la ci­garrera -en un gesto tan arcaico que yo casi no recorda­ba- y de inmediato el re­du­ci­­do am­biente de la ofi­ci­na se llenó de una dulce y fuerte fragancia.

Me acomodé en mi sillón, dispuesto a darle tiempo al señor Braun para que tomara la palabra -era su turno- y de paso lo observé con ma­yor detenimiento: alto, delgado, de espalda ancha y recta y de ca­be­lle­ra completa y canosa, ojos celestes de mirada autoritaria, bigotes cortos de tipo militar, rostro severo, gestos parsimoniosos pero enérgicos y decididos, y con una corrección de modales casi inhumana. Tendría unos se­­­senticinco años, pero ha­bía envejecido con mucha dignidad.

Comprobé, también, que vestía elegantemente, pero sin ninguna afecta­ción. Sus zapatos -había esti­ma­do yo cuan­do cruzó las piernas- debían valer más que mi mejor y único traje; su traje más que todo el guar­da­rro­pa que yo ha­bía juntado en mis cuarenta años de vida y su reloj el doble que mi auto. Sin duda, el señor Braun era una per­so­na cuya presencia se notaba. Más aun: su presencia resultaba tan imponente que empequeñecía mi oficina, la lle­na­ba hasta excederla.

-Admito que en primera instancia pensé en un detective, pero no encon­tré ninguno con el nivel cul­tu­ral que re­quiere este trabajo - dijo imprevistamente y mirándome de manera inquisitiva, como estudiando mi reac­ción -. En cam­bio, he leído esas obras biográficas que usted escri­bió y el método de recons­truc­ción his­tó­rica que ahí aplica es lo que me parece más adecuado para encarar este caso.

En realidad, el señor Braun se refería a unos artículos míos aparecidos en el suplemento cultural del pe­rió­di­­co durante los dos últi­mos años sobre la vida y obra de distintas personalidades del mundo de la literatura y las ar­­­tes de nues­tro país; artículos que, en cierta forma, me habían otorgado un inesperado prestigio en el ambiente cul­­­tural.

-Reconstrucción histórica - murmuré por lo bajo, como si estuviera hablando conmigo mismo, y luego re­co­no­cí:- Nunca lo había visto así.

-Yo sí - se apresuró a afirmar el señor Braun - Y por eso pensé en us­ted. Ya debe saber que me tomé la li­bertad de hablar con el propieta­rio de este periódico, quien es amigo mío desde hace muchos años…

Me pareció que esa última frase quedaba intencionalmente incon­clusa, quizá para transmitirme una ve­lada amenaza, pero de inmediato me convencí a mí mismo que el señor Braun nunca podría caer en una ac­titud tan mez­quina y que todo era producto de mi imaginación. Sin em­bargo, decidí man­te­­nerme en estado de alerta: aun in­mó­vil, tan estático que casi no pestañeaba, el señor Braun exhalaba un aire inquietante.

-¿Quería averiguar mis antecedentes? - pregunté, mezclando cierto aire desafiante con un tono cáus­­tico.

-Eso lo hice previamente - puntualizó el señor Braun con el rostro inmutable.

Asentí en silencio, esperando que continuara hablando, pero no lo hizo y siguió fumando tran­qui­­­­lamente. Entretanto, me esforcé por imaginar todo lo que el señor Braun podía haber averiguado so­bre mí: que en la es­cue­la primaria fui un alumno normal y uno brillante en la secundaria, con cuadro de ho­nor y esas cosas; gran deportista en mi juventud, especialmente dedicado al rugby; cinco años en la Alian­za Francesa y do­minio absoluto de un idio­ma que no me gustaba y que ha­bla­ba con demasiado acen­­to; estudios univer­si­ta­rios hasta obtener el título de li­cen­cia­do en Literatura y pos­teriormente un doc­­­torado; profesor en la Facultad de Filosofía y Letras; colabora­dor de va­rias revis­tas literarias que in­va­­­riablemente se fundían y desaparecían a los pocos meses de existencia; el inicio de la acti­vidad pe­rio­dís­tica como crítico literario y artístico; la pér­di­da de mis padres en un accidente au­to­movilístico; un ca­samiento tardío -casi en la mitad de la treintena- que dio como resultado un matrimonio bien avenido, dos hi­jas y el fin de una vida relativamente despreo­cu­pada y bo­­hemia.

Imaginé, también, todo lo que el señor Braun difícilmente podía haber ave­riguado sobre mí: que es­taba de­s­­ilusionado de la docencia universitaria; que aunque mi trabajo en el periódico me gustaba, ya em­­pe­za­ba a en­con­trar­lo agobiante; que tenía dos novelas a medio terminar por falta de tiempo -al me­nos esa era mi excusa favorita- y que a ve­ces me sentía leve e inexplicablemente deprimido por mi futuro. Y así hu­bie­ra podido con­ti­nuar de manera in­defini­da -inventariando circunstancias que qui­zás lograran explicar mi desamparo al com­pren­der que mis de­ci­sio­nes ya no provenían de mi voluntad sino que constituían una simple reacción frente a las presiones externas- si un edu­­ca­do carraspeo del señor Braun no me hu­­­bie­ra sacado de mi abstracción. Volví a la realidad.

-De modo que, si conseguí entenderlo bien, usted me está proponiendo hacer la reconstrucción histórica de la vida de su hijo.

-Eso es precisamente lo que pretendo - corroboró el señor Braun, aplastando su cigarrillo en el ce­ni­ce­ro de mi escritorio con un movi­miento que me pareció deliberada­mente lento. Luego siguió: -La vida de mi hi­jo no es de in­­terés público, a diferencia de esas personas sobre las cuales usted ya ha escrito, pero me in­te­resa saber lo que fue de él desde los seis años de edad, cuando dejé de verlo, en adelante. Me in­te­re­sa a mí y también a usted.

-¿A mí? - exclamé sorprendido, pero manteniendo una aire de forzada serenidad.

­-Sí, a usted, porque yo estoy dispuesto a pagar lo que realmente vale su trabajo. Solo tiene que de­cir­me el precio.

Lo miré fijamente, tratando de descubrir si ese hombre estaba hablando en serio o no. Pero no tu­­ve nin­guna duda: las bromas debían ser muy poco habituales en la vida del señor Braun. De todas for­­­­­mas me dis­puse a tan­tearlo, aunque con la mayor sutileza posible: pensé en una cantidad de dinero equivalente a tres años de mi sueldo -el tiempo que pre­cisaría para termi­nar mis novelas- le agregué un año más en previsión de cualquier even­tua­lidad, la multipliqué por dos y fi­nal­men­te se la dije.

-De acuerdo - convino el señor Braun sin titubear un instante y con tono monocorde, inexpresivo, casi sin vida -. El cincuenta por cien­to al inicio de la investigación y el resto a su término.

La rapidez con que el señor Braun había aceptado el precio de mi trabajo me asombró tanto que la­men­té no haber pedido el doble: repentinamente había aflorado en mí una avaricia des­­­­­conocida que resultaba difícil re­pri­mir. Me reproché a mí mismo haber sido tan modesto, además de sutil.

-¿Y los gastos que toda la investigación requiera? - pregunté en un murmullo, sintiéndome miserable por ese vulgar regateo.

-Esos gastos serán pagados cada cuatro semanas contra entrega de un informe escrito, aunque sea es­que­­má­­ti­co, de los avances logrados durante ese intervalo. Mi abogado redactará un contrato y se pondrá en con­­­­­­­tac­­to con usted a la brevedad. ¿Comprendido?

Asentí con un movimiento de cabeza mientras por mi mente pasaban imágenes fugaces de un auto nue­vo, de mi departamento reacondicionado y de unas próximas y maravillosas vacaciones con mi es­­­po­sa y mis dos hijas en algún lugar del Caribe. Luego me encontré a solas en mi ofi­­cina, todavía de pie frente al es­cri­torio, tras la sor­pre­si­va despedida del señor Braun.

Permanecí así unos segundos, tratando de recuperarme de los efectos embriagadores de ese en­cuen­tro y di­­ciéndome a mí mismo que debía calmarme y llamar a mi esposa para comunicarle la bue­na no­ti­cia... ¿O tal vez con­­venía esperar a que el asunto se concretara? Pero no tuve tiempo de resolver ese dilema por­que mi jefe apa­re­ció en el vano de la puerta, desde donde me miró socarro­na­men­te.

-Por tu cara, diría que te han hipnotizado - comentó con ironía.

-Puede ser - dije, aparentando indiferencia.

-Los millonarios tienen la virtud de hipnotizar a la gente, debí advertírtelo.

-¿Quién es ese señor Braun?

-Parece ser que es un magnate industrial muy poderoso y, como si eso fuera poco, uno de los principales ac­cionistas de este perió­dico, pero no sé nada más – con­­testó, en­trando en la oficina y dejándose caer pesa­da­men­te en una silla - La noticia de su existencia me la trans­mitió el pa­trón hoy a la mañana. Me dijo que un tal Ulises Braun tenía interés en hablar con “ese mu­­chacho de la sección li­te­ra­ria” y que arreglara la entrevista. Te confieso que eso de Ulises me impre­sionó bas­tante. Suena mitológico... ¿no es cierto?

-Eso no me dice nada del señor Braun.

-De todas formas - prosiguió, ignorando mi comentario - el patrón me comunicó que vas a dedicar par­te de tu tiempo al señor Braun y que debo cubrir tus ausencias.

Me fastidió que el “patrón” -tal era la aséptica referencia de mi jefe hacia el director del pe­rió­dico- to­ma­ra de­­ci­siones que me correspondían exclusiva­men­te a mí. Pero decidí pasar eso por alto.

-No va a haber ausencias - aseguré rotundamente, aunque después lo pensé mejor y, advirtiendo las ven­­­­­­­­ta­jas que podría obtener, agregué: -No muchas, por lo menos.

-Bien, ya nos arreglaremos.

Hubo un momento de silencio durante el cual intercambiamos, con una agradable conmoción de nos­tal­gia, esas miradas comprensivas y solidarias que eran producto de una antigua amistad, silencio que dejó es­cuchar el apa­ciguado rumor de la ciudad y su tránsito que provenía del exterior, lejano y con­ti­nuo como una catarata.

-¿Por qué estaban tan seguros de que aceptaría la propuesta del se­ñor Braun? - pregunté al rato.

-Por dos razones - dijo mi jefe, mostrando una sonrisa torcida mientras enu­meraba con sus dedos - La pri­mera porque el patrón lo sabe todo y la segunda porque en esta vida todo tiene un precio, lo que hace que frente a de­terminadas situaciones nos dejemos embargar por la fiebre del oro. ¿Me equi­vo­co?

No le contesté. Tampoco hacía falta.

Esa misma tarde -yo estaba corrigiendo un artículo- apareció en la oficina un hombre que se pre­sen­tó co­mo el abogado del señor Braun. Me sor­pren­dió -vaya uno a saber por qué- verlo tan joven y de aspecto agra­dable y jo­vial. Con una sonrisa, pero sin ninguna explicación, me alcanzó un haz de ho­jas que extrajo de un portafolio: adi­viné que era el con­tra­to.

-Léalo tranquilo que yo lo espero - acotó.

Me senté tras invitar al Joven Abogado -ya había olvidado su nombre- a que me imitara y me de­­diqué a la lectura del contrato. Pese al rebuscado lenguaje, lo pude entender con claridad: no había na­­da que no se hu­biera acordado previamente, con la excep­ción de un plazo má­xi­­­mo de seis meses pa­ra la finalización del tra­ba­jo, cosa que estimé aceptable. Lo que me asombró un poco fue un seguro de vi­da a mi nombre, con el se­ñor Braun como único beneficiario y por un importe igual al de mis hono­ra­rios, que se agregaba al con­tra­to. Evidentemente, el señor Braun no quería correr nin­gún riesgo: si yo mo­ría antes de terminar la in­ves­ti­ga­ción, se aseguraba el retorno del di­ne­ro gas­ta­do. Más que con­tratar mis servicios, el señor Braun parecía ha­ber hecho una inversión. Me resultó de mal gusto pero, como dijo mi jefe, todo tiene un precio.

También me resultó curioso la sugerencia –más que sugerencia sonaba como obligación- de que las co­mu­ni­caciones orales se hicieran por teléfonos de líneas fijas y las escritas evitando los correos electrónicos, lo que me per­mitió intuir la existencia de una cierta paranoia precautoria. Nada que se diferenciara mucho de mi moderada des­confianza frente a los soportes digitales, razón por la cual no hice ninguna observación al respecto.

-Bien - acepté luego -. ¿Dónde tengo que firmar?

-Antes tiene que revisar esto - dijo el Joven Abogado, poniendo sobre el escritorio el portafolio.

Abrí el portafolio, tratando de controlar el repentino temblor de mis piernas, y en su interior en­con­­­tré una car­peta con hojas escritas a máquina, un sobre grande lleno de fotografías con datos al reverso y, debajo de to­do eso, varios fa­jos de billetes.

-¿Todo está en efectivo?

-En efectivo y sin ninguna clase de registro, lo cual permite evitar muchos inconvenientes – confirmó el Jo­ven Abogado -. ¿Le molesta?

-No – dije, asintiendo de manera contradictoria con mi cabeza.

-¿Quiere contar el dinero? - me preguntó.

No le contesté. En realidad, me parecía tanto dinero que no me importaba que faltara un poco. Ade­­más, supe que no podría sentirme cómodo contando todos esos billetes, como un viejo avaro, de­lan­­te de otra persona. Fir­­mé donde me indicó y me quedé con una copia del con­trato. Y también con el portafolio, que era de buena mar­ca, muy fino y caro.

-Es un regalo de la casa – dijo el Joven Abogado, con una sonrisa irónica, antes de despedirse y después de estrecharme efusivamente la mano.

Quedé solo, con la vista clavada en el dinero y una sensación que no acertaba a descifrar cla­ra­men­te: por un lado me sentía eufórico por ser el poseedor de lo que para mí era una fortuna; por otro, preo­cupa­do por no sa­ber qué hacer con ella. Comprendí, por primera vez en mi vida, que no resul­ta­ tan fácil ser rico.

CAPÍTULO 2

Llegué a la oficina mucho más temprano de lo habitual porque te­nía algunas cosas pendientes y no que­ría atrasarme en mi trabajo, de modo que dediqué toda la mañana a escribir las críticas de una obra tea­tral y de dos pe­­lículas que había visto esa semana, y luego salí para depositar el dinero de mis ho­­norarios en el banco.

En todo momento -incluso mientras escribía- el asunto de la investigación había dado vueltas por mi ca­be­za, dificultándome la con­centración en otras cosas y generando una impaciencia que apenas podía do­mi­nar. La no­che anterior había revisado superficialmente la informa­ción brindada por el señor Braun y había re­suelto postergar el inicio de la investigación hasta el lunes pero, imprevistamente, durante el almuerzo de­­cidí probar suerte con la pri­­mera entrevista de la “reconstrucción históri­ca de la vida y obra de Heri­ber­to Braun”, como la habría de­no­mi­nado el señor Ulises Braun.

Llamé a la Señora Isabel Rainieri: era la hermana menor de Andrea Rainieri de Braun, la esposa de Uli­ses Braun y la madre de Heriberto. Me atendió una voz juve­nil que confirmó ser la persona bus­ca­da y en­ton­ces le lar­gué mi breve y sinté­tico discurso de pre­sen­ta­ción que ya había usado con éxito en todas las in­ves­tigaciones an­te­rio­res: una estrategia inicial que me había permitido ganar cuantiosas batallas. Cuan­do le propuse visitarla en me­dia hora dudó un poco, pero al final aceptó.

Preparé el elemento principal para la entrevista, que consistía en un grabador a casete de ta­ma­ño tan re­du­ci­do que cabía holgadamente en el bolsillo interior de mi blazer, provisto de un micrófono su­per­­sen­si­ble a cable que yo enganchaba en el ojal de la solapa y que todos confundían con el escudo de un club de­por­tivo. Resultaba mucho más cómodo y rápido que las anotaciones en una libreta, hacía más fluida la con­ver­sación y el entrevistado se sen­tía más libre.

A las dos de la tarde en punto estaba subiendo por el ascensor de un viejo y lujoso edificio de la calle Mai­pú que hacía esquina con la Avda. Córdoba. El espejo del ascensor reflejaba la imagen de una úni­ca per­so­na: un hom­­bre maduro que apenas sobrepasaba los cuarenta años de edad, alto, robusto y con algunos kilos de más, casi ru­bio, de ojos celestes, cabellos re­beldes, mandí­bu­la fuerte y nariz y boca pequeñas. Ropas suel­tas y un poco arru­ga­das: blazer azul, pan­ta­lo­nes grises, camisa a ra­yas celestes sobre fondo blanco con el botón superior des­a­bro­cha­do y corbata roja a me­dio ajustar. Uno podía pen­sar que ese señor era cualquier cosa -un antiguo jugador de rugby, por ejem­plo- menos un profesor de literatura o un periodista de la sección cultural de un diario o de es­pec­tá­cu­los de una radio.

La dueña de casa -una mujer regordeta, de cincuenticinco años o poco más, de cara risueña y ojos ma­rro­nes de mirada inquie­ta- me hizo pasar a una sala en medio de la cual había una pe­que­ña me­sa cu­bier­ta con un ta­pe­te verde y sobre la que descansaban varios ma­zos de cartas, papeles y lápices.

-En el apuro de nuestra conversación olvidé advertirle que hoy es día de juego en mi casa - se la­men­tó mien­­tras me ofrecía un asiento -. Pero tal vez tengamos tiempo.

Me senté y ella hizo lo mismo después de acercar una mesa rodante con los implementos para el ca­fé. Acep­té un café sin azúcar y le escu­ché preguntarme si yo era el comentarista de espectáculos de la radio. Le con­tes­té afirmativamente y ella quedó encantada.

-Tiene la misma voz – dijo, dándole a su comentario un sentido que no pude captar.

Disimuladamente, eché a funcionar el grabador e inicié la entre­vista, pidiéndole a Isabel Rainieri que me ha­­­blara de su hermana Andrea y su cuñado Ulises.

-Oh, mi hermana Andrea... Han pasado tantos años y todavía la extraño... ¿Puede usted creerlo? Era her­­mo­­sa y debo admitir que secretamente la envidié siempre por eso. Pero además de hermosa era muy ale­gre, llena de energía y capaz de animar la reunión más aburrida. Ahora tienen un nom­bre para esa clase de per­sonas... ¿Cuál es? Es un nombre muy adecuado, por cierto... ¿Cuál es? Lo tengo en la punta de la len­gua…

-No creo que sea importante, señora. Esa precisión de lenguaje...

-¡Vital! Esa es la palabra: vital. Pues sí, mi hermana era vital, muy vital. Tanto que contagiaba esa vi­ta­li­dad a to­dos los que la rodeaban, y por eso me sorprendió muchísimo que se enamorara de Uli­ses, el mu­chacho más se­rio y aburrido de todos los que conocí por esa época.

-¿Recuerda el año?

-Sí, lo recuerdo perfectamente porque Ulises estaba en nuestra casa cuando escuchamos por la ra­dio... ¿Se acuerda de aquellas radios enor­mes?...que los militares habían iniciado una revolución contra el presidente Frondizi.

-Supongo que se refiere al golpe de Estado de 1962, señora.

-Sí, eso. Revolución o golpe de Estado, es lo mismo. Por entonces ya ha­cía va­rios me­ses que Andrea y Uli­ses eran novios... ¿Mas café?...Como le decía, Ulises era muy se­rio. Apuesto, ele­­gante y con mu­cho dinero, pero muy serio. Incluso para esa época, cuando los mucha­chos eran más se­rios que ahora. Yo mis­ma, que por en­ton­ces era una adolescente, me di cuenta de eso. Hasta re­cuerdo que le te­nía miedo a Ulises y que su presencia me ha­­cía sentir muy incómoda. Y ahora que lo pienso, no tengo pre­­sen­te su sonrisa... ¿Puede usted creer­­lo? Era frío, dis­tante, y en las reu­nio­nes familiares siempre prefería conversar con las personas ma­yo­res en vez de es­tar con los jó­­venes. Nun­ca su­pe si era una pose o se comportaba así na­­turalmente. Le repito: era un pedazo de hielo. Como buen an­glosa­jón. En cambio, mi marido nunca fue apues­to ni elegante ni tuvo di­ne­ro, pero desde el primer día me hizo sen­tir...me hizo sentir muy bien. Pero no creo que eso a usted le interese.

Sonreí para evitar la respuesta y me revolví un poco incómodo en el sillón. Luego pregunté:

-¿Cuándo se casaron Andrea y Ulises?

-Ese mismo año, 1962. Fue una fiesta excepcional, a todo lujo, y la primera oca­sión que yo vestí de largo. La próxima vez que ven­ga... porque supongo que vendrá otra vez, ¿no es cierto?...voy a desempolvar las fotos que ten­­go y se las mos­tra­ré. Todo el mundo importante parecía estar en esa fiesta. Y después se fueron de lu­na de miel a Eu­ropa, en un trans­atlántico, durante varios meses. Muy romántico, aunque Uli­ses no fue­­ra el compañero ideal. Pe­ro al regreso mi her­mana estaba muy contenta, casi como siem­pre.

-¿Casi?

-Sí, bueno, casi como siempre. Porque creí detectar en ella un cambio, como si la seriedad de Ulises se le hubiera con­­ta­giado un poco. Pero también pudo haber sido por el casamiento. En aquellos tiempos, una mujer no era la mis­ma antes y des­­­pués del casamiento, a diferencia de lo que ocurre ahora... ¿Usted me en­tien­de, verdad? Aunque, para serle fran­ca, también en la década del sesenta había historias raras. Siempre las hubo, si vamos al ca­so. Des­pués ya no quedó ninguna duda: Andrea ha­bía cambiado y mucho. Pero me estoy adelantando a los he­chos... ¿No es cierto?

-Me parece que sí - murmuré yo -. Estábamos en la luna de miel...

-Claro, claro, lo recuerdo. Al regreso de Europa ellos se quedaron unos pocos días en Buenos Aires, has­ta que partieron hacia el campo, una estancia que tenían los Braun en Necochea, con una casa que pa­re­­cía un cas­ti­llo. Yo pasaba parte del verano ahí y esos eran los únicos momentos que podía ha­blar con mi her­mana hasta el har­­tazgo, porque ella solo venía a Buenos Aires cada dos o tres meses y siem­­pre por po­cos días. Y en el año 1963, el nueve de octubre para ser exacto, nació mi sobrino He­ri­ber­to. Nombre raro y feo, por cierto, pero con un padre que se llama Ulises no puede esperarse gran cosa.

-¿Heriberto nació en Buenos Aires?

-No, señor, no. Nació en Mar del Plata porque se adelantó una o dos semanas debido a un accidente ton­­­­­to. Na­da importante, pero sí lo suficiente como para acelerar el parto. Recién pude ver a mi so­bri­no pa­ra las navidades de ese año porque Andrea no se movió del campo por la cuestión del reposo obli­ga­to­rio. Y lue­go pareció gustarle esa vida solitaria y aburrida de la estancia, y sus visitas a la Capital se fue­­ron es­pa­cian­do cada vez más. Tenía una ni­­ñera que se ocupaba de He­riberto y mucho personal de servicio pero, por lo demás, estaba sola como una ostra. Y entonces los cambios de Andrea se hicieron evi­­­den­tes: estaba muy ner­viosa, distante y seria como su mari­do. Fumaba como un escuerzo y tam­­bién descubrí que tomaba pasti­llas. Supongo que serían tran­qui­lizantes. Parecía envejecer con ra­pidez y pa­ra fi­­­nes de 1965 ya quedaba poco o nada de la Andrea que yo había conocido... ¿Puede usted creerlo?

-Sí, señora, le creo.

-Por entonces, y pese a que yo todavía era una adolescente, co­mencé mi vi­da sentimental y eso nos dis­tan­ció más todavía. Incluso ya no le escri­bía tantas cartas. En 1966 in­gresé en la Fa­cul­tad de Derecho, apro­ve­chan­do que el país vivía tiempos políticamente más tran­­quilos, y en­­tonces, entre mis es­tu­dios y mis amistades y mi novio, ya casi no te­nía tiempo para es­cri­bir o para ir a Ne­co­chea. En ese año, lo recuerdo bien, Andrea vino a Bue­nos Aires dos o tres veces pa­ra hacerse ver por un mé­dico, pero luego Ulises consiguió que el médico fuera a la es­­tan­cia e incluso fun­dó una clínica en Ne­co­chea. ¡Es increíble lo que puede hacer el dinero en cantidades su­fi­cientes!

-Sí, es cierto - comenté - Todo tiene un precio en esta vida.

-En 1967 Andrea no vino a la Capital, pero la vi durante las va­­caciones de verano y de invierno. Y en 1968 to­­do siguió igual: Andrea sin moverse del campo, viendo crecer a su hijo. Heriberto era un pri­mor, pe­ro muy tran­qui­lo y callado para su edad. Con decirle que nunca lo vi llorar, ni si­­quiera de bebé. En ese año me en­teré que Andrea y Ulises no...es de­cir...tenían habitaciones sepa­ra­das. No me pre­gun­te más acer­ca de eso porque fue imposible ave­­ri­guar algo: mi hermana, por enton­ces, se ha­bía recluido en un mu­­tismo muy di­fí­cil de vencer. Y esa niñera que Uli­­ses llamaba institutriz, pe­ro que era una sim­ple ni­ñe­ra, fue adue­ñándose de la casa. Cada vez que yo iba al cam­po en­contraba que sus funciones se habían am­­pliado. Virtualmente pa­­recía dirigir todo y a todos, y sólo retrocedía fren­­te a Uli­ses. Nunca me gustó esa niñera.

-¿Recuerda el nombre de esa niñera?

-No, no, la verdad no lo recuerdo… Pero sé que era de origen alemán o sueco, que había na­cido en la pro­vin­cia de Misiones y que fue cria­da por las monjas ya que quedó huér­fana muy joven. Era ma­yor que An­drea o tal vez de la misma edad, de aspecto inocente. Sospe­cho­sa­men­te inocente, no sé si me en­­tiende. Porque yo siempre le detecté algo de felino a esa mujer. Recuerdo que en la No­che­buena de 1968, que la pa­­­samos jun­tos toda la fa­mi­lia en la es­tan­cia, mi pro­me­ti­do también, yo ha­bía bebido mucho cham­pag­ne y, cuando me fui a dor­mir, entré por equi­­vo­ca­ción en la ha­bitación de la niñera y la encontré fren­te al espejo, cepillándose el pelo, con los ojos y los la­bios muy pin­­ta­dos, y con un ca­mi­­són negro muy atre­vido. ¿Puede usted creerlo? Parecía otra persona, mucho ma­yor y mu­cho me­nos ino­cen­te. Aho­ra com­prendo, con mi edad, que las personas, aun las más respe­tables, tienen ciertos vi­cios... Pero esa mu­jer, por lo menos, tendría que haber cerrado la puerta con llave. Por lo menos, eso es lo que yo pensé en aquel momento…

-A lo mejor esperaba a alguien - dije como al descuido, pero con todos los sentidos puestos en la reac­­ción de la señora.

Ella no demostró haber captado mi intención y solo me ofreció más café, que yo acepté. Sin azú­car, por favor, le pedí.

-Mi familia y mi prometido se fueron apenas iniciado el año, pero yo me quedé con Andrea y He­ri­berto las tres primeras semanas de enero de 1969. Ulises no estaba, como sucedía la mayoría de las veces: via­jes de ne­go­cios, según decía. Y unos días antes de mi regreso llegó a la estancia una amiga soltera de An­­drea que vivía en Mar del Plata.

-¿Cómo se llamaba esa amiga de Andrea?

-Rosaura Gálvez, pero todos nosotros le decíamos Rosi. Y finalmente, en febrero o en marzo, apareció Andrea en nues­­­­­­tra ca­sa de Buenos Aires, diciendo que su matrimonio había terminado de manera definitiva. Fue una tra­gedia familiar y todos lloraban, menos mi padre, que quería pedirle explicaciones a Ulises, y An­drea, la que parecía haberse sa­ca­do un peso de encima. In­cluso... ¿puede usted creerlo?...las ca­nas pre­ma­turas que Andrea tenía en esa época las perdió en poco tiempo y hasta recuperó la alegría perdida por su casamiento. Casi podría decirse que re­ju­­veneció con su separación.

-¿Se pudo saber el motivo de esa separación?

-¡Nunca!

La respuesta de Isabel Rainieri había sido muy rápida y nerviosa, tal vez demasiado como para que fuera cier­ta, pero mo­men­tá­nea­mente consideré mejor no insistir: sabía, por experiencia, que en las próximas entrevistas esas dudas podría confirmarse

-Y yo me casé en abril de ese mis­mo año, 1969, siendo casi una adoles­cen­te, y me fui a vivir a Men­doza porque mi marido es enólogo, y así nun­ca pude enterarme de las ver­da­­deras cau­sas que se­pa­ra­ron a mi hermana y mi cuñado. Afortunadamente, Andrea no tenía proble­mas econó­mi­cos y de inmediato se com­pró una casa en Vi­cen­te López, donde vivió el resto de su vi­da, sola con Heri­ber­to. Y nunca más vio a Ulises: no le permitió ninguna visita y los asuntos de dinero los arreglaba un abo­­gado que ya murió. Incluso mi hermana nos prohibió terminan­te­mente, a mis padres y a mí, que men­­­­cio­ná­ra­mos el nombre de su ma­ri­do.

-¿Tampoco permitió que el señor Braun viera a su hijo?

-Por lo menos esa fue siempre su intención, aunque no sé si lo logró -corroboró ella con una in­vo­lun­ta­ria desolación-. Sea como sea, por in­fluencia de su madre o no, lo cierto es que Heriberto siempre odió a su padre. Sus razones habrá tenido, supongo yo.

-¿Y por qué Heriberto odiaba a su padre? ¿Cuáles fueron las razones…?

-Eso tampoco lo sé. Por su parte, An­drea no volvió a casarse y jamás tuvo otro hombre, viviendo desde entonces únicamente pa­ra su hi­jo y para su jardín y sus plantas. ¡Y para su perro! Esa familia siempre adoró a los perros. Una vida marchitada a los veintisiete años, aun­que, justo es reco­no­­cer­lo, fí­si­ca y espiritualmente me­joró bas­tante, como ya le dije. Mientras tanto yo regresé a Buenos Aires de manera defini­ti­va en 1988, cuando la in­dus­tria vitivinícola se vino aba­jo. En ese año, también, se casó Heriberto, tan repen­tina­men­te que no pude asis­tir a su boda, y al año si­guien­te Andrea murió de un derrame cerebral. Su­­ce­dió en forma im­prevista... ¿Pue­de usted creerlo?

-Espere, señora, por favor – le pedí -. Usted va muy rápido… ¿Qué puede decirme del casamiento de Heri­ber­to?

-Nada: en esa oportunidad yo no estuve presente.

-Usted comentó que ese casamiento fue muy repentino…

-En realidad, Heriberto y Bárbara se casaron de apuro: por aquella época eso comenzó a ser una situación bastante común.

-Comprendo.

-Y también fue repentina la muerte de Andrea. En el velorio estaba Heriberto con su rostro inmu­table, sin una sola lágrima, con la vis­ta fija en el ataúd y prestando escasa o ninguna aten­ción a los que iban a darle el pé­same. Ulises fue el que se ocupó de todo y lo re­cuerdo dan­do ór­de­nes a dies­tra y siniestra, atendiendo a cada uno de los presentes con su aristo­crática y habitual co­rrec­ción y asu­mien­­do el papel de un esposo modelo. Yo in­ter­cam­bié con él unas po­cas palabras.

-¿Ulises habló con su hijo en el velorio?

-Ulises lo intentó una vez, al menos eso pude ver, pero Heriberto ni le contestó. No sé si lo hizo por­que to­­da­­vía seguía resentido con su padre o, simplemente, a causa del dolor producido por la muerte de su ma­­dre. Es di­fí­cil decirlo porque Heriberto siempre me pareció un mu­chacho muy raro. En ese sentido, parecía haber heredado mucho de su padre, además de su aspecto físico.

-¿Llegó a conocerlo mucho a Heriberto?

-No - respondió Isabel, tras fruncir la cara ante mi pregunta - Sola­mente lo vi cuatro o cinco veces an­tes de la muerte de Andrea y nunca conversamos mucho. Sin embargo, pese a conocerlo poco, siempre su­pe que Heri­ber­to era muy raro y por eso no me extrañó lo que terminó sucediendo.

En ese momento escuché el timbre y, cuando la puerta se abrió, entraron tres mujeres. Corté el en­cen­dido del grabador, me levanté y fui presentado a ese ruidoso grupo como “el conocido comenta­ris­ta ra­dial”, lo que me hi­zo sonreír con una leve y vanidosa ale­gría.

Me despedí de las señoras, prometiéndole a Isabel Rainieri una próxima visita para terminar nuestra en­tre­vis­ta, y luego bajé por la Avda. Córdoba rumbo al edificio del perió­di­co, bastante satisfecho con el pri­mer en­cuentro de la investigación y considerándolo como un buen augurio.

Ya en mi oficina, cerré la puerta con llave, me tiré en el sillón con los pies sobre el escritorio –amurallado de libros y carpetas- y es­cu­ché el ca­sete de la entrevista. Me pareció interesante, con un contenido informativo que no había po­dido apre­ciar pre­via­men­te, y terminé recono­ciendo que solo hubiera precisado unos minutos extras para com­ple­tar­la y mejorarla. Fal­ta­ba averiguar el nombre de la niñera y su dirección.

Me puse a pensar en la niñera. La noche anterior, en mi casa, había visto fotos de ella con He­ri­ber­to, con An­drea e incluso con Ulises Braun, pero no le había prestado mucha atención. Al reverso de esas fo­tos, una letra gran­de y elegante -pro­ba­ble­mente la del se­ñor Braun- especificaba el nombre de los foto­grafiados, pero en el caso de la niñera, lo recordaba con cla­ridad, no decía más que “institutriz”. Y eso no me servía de mucho.

Obedeciendo a un repentino impulso, decidí llamar al Joven Aboga­do, de quien seguía olvidan­do el nom­bre. El mismo se había ofrecido a solucionarme todos los problemas que surgieran en la in­ves­­­ti­ga­ción y, por otra par­te, en el contrato estipulaba que todo contacto, en pri­me­ra instancia, debía hacerlo a través de él.

-Necesito el nombre y la dirección de la institutriz de Heriberto - le pedí.

Accedió amablemente a mi pedido y prometió buscar esos datos, pero cuando al rato me llamó noté en su voz un timbre solem­ne e intranquilo.

-Lo siento, no tengo esa información. Incluso me parece que esa persona no es relevante en su in­ves­ti­ga­ción...

-Eso lo decido yo - lo frené - Y ya he decidido que es relevante.

-¿Cómo lo sabe?

-Lo intuyo. Y por eso preciso esa información -insistí antes de colgar.

Eran casi las cinco de la tarde y opté por dedicar el resto de mi jornada laboral al periódico, de modo que re­visé la pila de libros que tenía sobre mi escritorio y elegí los que a primera vista aparentaban ser más in­te­re­san­tes, a los cuales me dedicaría durante el fin de semana. En ese momento volvió a sonar el teléfono: era el señor Braun.

-¿Para qué precisa a la institutriz de Heriberto? - me preguntó, manteniendo su formalidad pero con una voz que dejaba traslucir cierto fastidio.

-Solo podré decírselo cuando la vea.

-Escuche: yo dejé de ver a mi hijo antes de que él cumpliera los seis años y lo mismo le sucedió a esa ins­­­ti­tu­triz. Por otra parte, como le dije previamente, a mí me interesa la vida de mi hijo desde los seis años en adelante. ¿Com­prende?

-Per­fectamente, señor Braun. Pero a mí me interesa la vida de su hijo desde su nacimiento. Esa es la for­ma en que yo trabajo.

Hubo un silencio en la línea durante el cual me pregunté si yo no estaría sobre­pa­sando los lími­tes de mis fun­­­ciones o atribuciones, haciendo peligrar -quizá caprichosamente- la mejor oportunidad de mi vida. Pero de­cidí mantenerme en esa posición.

-¿Es necesario? - inquirió el Señor Braun, usando, por primera vez desde que lo conocía, lo que pa­re­cía un to­no de claudicación.

-Por supuesto que lo es - confirmé - Además, en el contrato quedó establecido que usted fa­cilitaría, por to­dos los medios posibles, esta inves­ti­ga­­ción. Y pese a ello, tan pronto recurro a usted, me encuentro con lo que po­dría considerarse como una ne­gativa a colaborar.

Hubo otra pausa, pero en esa oportunidad me di cuenta de que yo lo tenía agarrado de las pe­lo­tas al viejo Braun, lo que me provocó una íntima satisfacción. La estrategia de la victimización que yo había practicado en an­te­rio­res investigaciones seguía rindiendo frutos, pensé.

-Está bien - acordó finalmente, con una inflexión de cansancio en su voz - Mi abogado se comunicará con us­ted a la brevedad.

Corté y esperé el llamado, fumando y con los pies sobre el escri­torio. No tardó, como había su­pues­­to.

-Usted ganó el primer round - dijo el Joven Abogado.

-Espero que sea el último.

-No sea haga ilusiones: el señor Braun nunca se rinde y sus peleas duran muchos rounds. Y es preciso que vaya sabiendo algo: el señor Braun siempre gana, ya sea por puntos o por knock out técnico.

-¿Qué sabe de la niñera? -pregunté, pasando a lo que me interesaba.

-¿Tiene lápiz y papel para anotar?

Tomé los datos, corté y luego me preparé para irme. En los bolsi­llos del blazer guardé el gra­ba­dor y cuatro ca­setes vírgenes, además de los tres libros que me había pro­puesto leer. De antemano me preparé a es­cuchar las pro­testas de mi esposa por estropear la ropa de esa manera, pero era algo que no podía re­mediar porque nunca ha­bía logrado acostumbrarme a usar portafolios. Una pena, realmente, porque el portafolio que el Joven Abogado me había regalado era muy elegante.

CAPÍTULO 3

Me desperté temprano, con la tenue luz listada de las persianas que anunciaba el amanecer. Fal­taba casi una hora para que sonara el despertador y eso me hizo estremecer de gozo pensando en el buen rato que todavía dis­ponía para seguir durmiendo. Pero entonces recordé que era sábado, que la presencia del re­loj no tenía por qué alar­marme y que podía remolonear en la cama hasta la hora que quisiera. Una de las ven­tajas de los periodistas que se ocupan de la sección literaria es que están libres de los apuros y urgencias de las noticias políticas, eco­nó­mi­cas, deportivas o policia­les y que, además, no precisan trabajar los fines de se­mana. De todas maneras, perdí el sue­ño y ex­pe­rimenté un repentino im­pul­so de levantarme para continuar es­tudiando la carpeta y las fotos que me había entre­ga­­do el se­ñor Braun.

Vestido con mi pijama, y después de prepararme un café, me dirigí a la pequeña habitación que uti­li­za­ba co­mo escri­torio, evi­tan­do ha­­cer ruidos para no des­pertar a mi esposa o a las nenas. Cerré la puerta si­len­ciosa­men­te y, ya ins­ta­la­do en mi mesa de trabajo, saqué de un cajón el sobre con las fotos, des­ple­gán­do­las adelante de mí. Las or­dené cronológi­ca­mente y así pude comprobar que había saltos de varios años. Eso no me preocupó mucho: sa­bía que era uno de los tantos obstáculos que iba a encontrar en la in­ves­­tigación. Y segura­men­­te no el último.

Muchas de las fotos eran en blanco y negro, lo que, sin duda, dificultaba un poco la correcta iden­ti­fi­cación de las personas, pero las de color abundaban y hasta incluían varios primeros planos de Heriberto. Tomé la lu­pa y las ana­licé con de­te­ni­­miento: quería formarme la imagen más exacta posible de ese muchacho. Después de dos ho­ras de estudio pude lo­grar una serie de datos bastante completa que fui ano­tan­do prolijamente en una li­bre­­ta.

A los treinta años -las últimas fotos correspondían a esa edad-, Heri­ber­to tenía una estatura que es­ti­mé en un metro ochenta; era delgado, poco robusto y de brazos de escasa musculatura, como si no fuera afecto a los de­portes. Por el contrario, sus piernas -había una foto de él en Villa Gesell con jeans recortados- eran largas y fuer­tes. Pier­nas de corredor o de gran caminador, me dije a mí mis­mo. Ca­deras estrechas y hom­bros no muy anchos. Piel siem­pre bronceada, aun en pleno invierno, se­gún había verificado con aten­ción. Su peso debía oscilar entre los se­ten­ticinco y setentiocho kilos.

Era rubio, bastante rubio, con una cabellera no muy corta y peinada hacia atrás de manera de­s­or­denada, lo que constituía una constan­te desde su adolescencia. En los primeros seis años -todas fotos de la es­tancia con un fondo típicamente rural- sus cabellos parecían peinados a la gomina, seguramente por influencia del padre, quien no debía tolerar ningún tipo de re­belión. Ni siquiera la capilar. La barba que usa­ba -aparen­temente lo hacía desde 1990, cuando tenía veintisiete años- estaba re­cortada, aunque sin mucho cui­da­do, era de color más oscuro que su cabello y a veces, según la foto, de tonalidades rojizas. Tenía ojos muy claros, celestes como los de su padre, que ca­si quedaban ocultos entre la barba y unas tupidas cejas.

Su nariz era grande y fina -también igual a la del viejo Braun- y su boca amplia con un labio inferior car­noso y sensual que parecía contradecir la fuerza de su barbilla. Y los dientes per­fec­tos, he­re­da­dos tanto por vía ma­terna co­mo paterna. En general, el aspecto de Heriberto resultaba muy atractivo, con rasgos fí­si­cos que parecían re­mar­car más una delicadeza casi aristocrática que una fisonomía estrictamente va­ro­nil. Muchas mu­je­res estarían dis­pues­tas a arruinar sus vidas por él, pensé. Seguí con los pequeños detalles. Por ejemplo, tenía el men­­tón partido, el que se hacía evidente desde los diez años de edad hasta des­aparecer por la barba. Y carecía de ci­ca­trices vi­si­bles.

Otra foto -la más interesante de todas- lo mostraba a Heriberto montado a horcajadas en una si­lla, con los brazos cruzados sobre el respaldo y el mentón apoyado sobre las manos, en un nítido primer plano. Po­dían verse ní­tidamente sus dedos, largos y finos. Pero lo que me fascinó de esa foto fue la expresión de su rostro. Y tan pronto con­centré mi mirada en sus ojos -donde creí descubrir un aire introverti­do y reser­va­do que lo ha­cía parecer mayor, el asomo de una felicidad fugaz, la señal de una nostalgia indefinida- sentí un es­tremecimiento que recorrió todo mi cuerpo.

La sonrisa de Heriberto era muy sugestiva. La estudié con la lupa en las fotos más recientes y en to­das ellas encontré, en su esbozo, el mismo gesto levemente irónico, quizá mezclado con un poco de des­dén o arro­gancia. Y otro detalle que al principio había pasado por alto: el ceño siempre fruncido, lo que indicaba un cier­to grado de preo­cupación cons­tante. Sorpresivamente, experimenté el vehemente deseo de ahondar en la perso­na­li­dad de ese in­dividuo hasta desentrañar sus emociones y pensamientos más ín­timos. Y me pro­metí a mí mismo que iba a lo­grar­lo.

Tiempo después, cuando entró mi esposa en la habitación, todavía seguía con la vista clavada en las fotos, co­mo si esa excesiva concentración pudiera revelarme los más guardados secre­tos de Heriber­to, co­mo si quisiera im­pregnarme de su esencia. Elena me trajo otro ta­zón de café, tres me­dia­lunas y dos besos.

-Voy a averiguar lo de la heladera y las cortinas - me dijo mientras peinaba mis cabellos con sus dedos -. ¿Pre­­cisás el auto?

-No.

-Bien, entonces me llevo a las chicas así no te molestan. ¿Vas a tra­bajar mucho?

-Creo que sí. Además tengo que hacer algunos llamados telefónicos.

Cuando se fue, el departamento quedó en silencio, lo que aproveché para seguir trabajando. Me de­di­qué a estudiar las fotos de la institutriz. En realidad, tuve que admitir que Isa­bel Rainieri tenía razón: no era ins­titutriz, ya que la persona que cuida un niño hasta la edad de seis años es una simple niñera, aunque tal vez la hubieran con­tra­ta­do como futura institutriz.

Había varias fotos de la niñera, por lo habi­tual con Heriberto en sus diversos años de in­fan­te. Y siempre parecía vestir recatadamente y con las mis­mas ropas: una pollera os­cura, una blusa blanca ce­rrada hasta el cuello y una chaqueta gris según las estaciones. Apa­rentemente sin ningún maquillaje, y con su ca­be­llo rubio claro re­co­gi­do en una trenza que caía por la espalda. Tenía algo así como una cara an­ticuada y una be­lle­za insí­pi­da.

De ese grupo de fotos, dos resultaban muy interesantes: la primera -levemente fuera de foco- mos­tra­ba a An­drea arrodillada en un jardín junto a su hijo, el que recién parecía haberse caído, y atrás a la niñera y a Ulises, mi­­rándose entre sí de una manera rara, como si tuvie­ran cierto grado de intimidad. No pude des­cu­brir nada más, pe­ro era notorio que esa fotografía había sido tomaba de improviso, quizá captando gestos o miradas furtivas que yo no lograba descifrar.

En la segunda, fechada en 1966 y en una playa que al reverso fi­­guraba como Costa Bonita, Que­quén, se po­día ver un primer plano de An­drea con su hijo y al fondo la ni­ñe­ra, vistiendo una malla ne­gra y en­te­riza, y con las piernas abiertas en una posición casi desafiante. No era lo que uno esperaría de la niñera -de acuerdo a lo que mos­­traban las otras fotos- y eso me desorientó un poco. Además, con la lupa pude com­probar que el cuerpo de esa mujer en traje de baño poseía mayores encantos de los que permitían su­po­ner sus ropas habituales: tenía un bus­to bastante desarrollado, piernas largas y bien torneadas y, aunque su cin­tura era tan ancha como sus caderas, irradiaba una marcada sen­sualidad. En resumen, nadie acusaría a ese cuerpo de po­seer un aspecto virginal. La discreta opacidad que parecía caracterizar a todas las institutrices y la ima­gen clásica y grisácea que todas las institutrices mostraban en las películas –incluso en la literatura- no se conciliaban con esa mujer.

Revisé esas dos fotos de nuevo, tratando de no dejarme guiar por mis prejuicios, lo que no siem­pre me re­sul­ta fácil, y llegué a las mismas conclusiones. Entonces guardé todo -ya era más del me­dio­día- y tomé la decisión de llamar a la señora Annette Hansen, antigua institutriz de Heriberto.

Me atendió ella personalmente, me presenté y le lancé el discurso que tenía preparado para esas oca­sio­nes. Se mantuvo reacia pero, final­mente, pude convencerla y arreglar una cita para ese mis­mo día a las cuatro de la tarde, en su casa de San Fernando. Suspiré aliviado cuan­do corté: lo peor, lo más estresante para mí de todas las investiga­ciones, siempre habían sido esas llamadas telefónicas.

Opté por viajar en tren -lo que me brindaba la oportunidad de leer y así ganar algo de tiempo en mi tra­bajo de crítico literario- y llegué con la suficiente anticipación como para recorrer sin ningún apuro el barrio don­de vivía la niñera: era tranquilo y de aspecto hu­milde, de casas angostas y pequeñas, con una sola planta y un escaso jardín de­lantero, pero, en general, muy bien cuidadas. La de Annette Han­sen no resultó una excepción, según logré apre­ciar cuando toqué el timbre exactamente a la hora con­venida, obedeciendo a mi neu­rosis por la puntualidad.

Me abrió la puerta una mujer sexagenaria, de cuerpo macizo y paso firme, de corta cabellera tirada hacia atrás -lo que hacía resaltar poderosamente los rasgos de su rostro, en especial los ojos claros y los fuer­tes pó­mu­los- y de boca y nariz pequeñas. De inmediato reconocí a la niñera de las foto­gra­fías, ad­mi­tien­do, con dolor, que trein­­­­ta años no pasan en vano. Sin embargo -algo positivo tenía que existir- la vejez había he­cho más expresivo aquel rostro de fría belleza.

Con una amabilidad disminuida por la desconfianza, la señora Hansen me hizo pasar al fondo de la ca­sa, a una especie de jardín de in­vierno a través de cuyos grandes ventanales pegaba el sol con fuerza, pro­vocando una tem­peratura de invernadero y dándole al aire un sabor a cosa usada. Nos sen­ta­mos en unos si­llones de mimbre y me ofreció café, lo que rechacé debido al calor.

-Por lo menos pruebe mi limonada - pidió con voz suave.

Acepté. La probé y me pareció excesivamente dulce para mi gusto. De todas maneras la alabé y así con­se­guí la primera sonrisa de la señora Hansen. Ella estaba nerviosa y tensa y yo no podía en­con­trar una es­trategia ra­zo­nable para lograr un mejor clima. Por suerte, ella mis­ma me brindó la solución.

-¿Usted es el comentarista de cine?

Conversamos de cine un buen rato y luego, sin darle tiempo a que su reciente comodidad se di­lu­ye­ra, le pe­­dí que me hablara de Heriber­to. Pareció sorprendida por mi requerimiento, como si yo hu­­biera venido a otra co­sa.

-No es mucho lo que puedo decirle de Heriberto. En realidad, antes de que cumpliera los seis años dejé de verlo. El señor Braun me contrató, a través de una familia de Necochea, a fines de 1963, cuando He­ri­­berto tenía unas pocas semanas. Su madre, la señora Andrea, le tenía mucho cariño a su be­bé, como es ló­gico suponer, pero carecía por completo de los conocimientos necesarios para atenderlo y cualquier pro­ble­ma que surgía la ponía muy ner­viosa. Ser madre no es una cuestión instintiva, como al­gunos creen, y no sé lo que ella hubiera podido hacer sin mi ayuda.

En ese momento Annette Hansen interrumpió su relato para mirarme fijamente, como buscando mi apro­ba­ción, lo que hice con un leve gesto de mi cabeza.

-Desde el primer instante en que la vi me di cuen­ta de que la se­ñora Andrea había pasado toda su vida ale­jada de las preocupaciones y res­pon­sa­bi­li­dades de la gente ma­dura y de las tareas del hogar, y que el bebé la so­bre­pasaba y la asustaba. Eso, para mí, y de acuerdo a mi experiencia, era lo habitual con las madres primerizas: no me sorprendía en lo ab­so­luto. Y yo com­prendía con claridad el temor que la señora Andrea sufría frente a su bebe: los bebés son muy frá­gi­les. O aparentan serlo, que para el caso es lo mismo. Por todo eso me animo a asegurarle que virtualmente fui yo quien crió a Heri­ber­to, al menos durante los pri­me­ros dos años, que son los más difíciles. Usted lo de­be saber si es que tiene hijos.

-Sí, tengo dos hijas - respondí, alentándola para que siguiera.

-¡Ah, dos hijas, qué bien! - exclamó ella con un efímero entusiasmo en su tono monocorde, y luego pro­­si­guió: -Le contaba que yo crié a ese chico. Siempre fue muy sano y aunque el señor Braun había con­se­gui­do asis­ten­cia médica periódica, nunca nos dio ningún susto se­rio y no recuerdo que hayamos re­cu­rri­do al pe­diatra de ur­gen­­cia. Dor­mía mucho, profundamente, y jamás lloraba. En ese aspecto tuvimos suerte porque no pa­­samos ni una so­la noche en ve­la durante toda su crianza. Una curiosidad, por cierto, una bendición del cielo. Usted debe saberlo tanto como yo. La cuestión es que Heriberto creció sin mayores dificultades y a los cin­co años se trans­for­mó en un ni­ño hermoso. Y también a esa edad comenzaron a no­tarse, por lo menos yo los observé, los pri­meros rasgos de su persona­lidad.

Cortó su relato otra vez, dejando vagar su mirada por las macetas que nos rodeaban, seguramente con la in­tención de ordenar la profusión de sus recuerdos. Le di tiempo para que lo hiciera, pero no mucho.

-Específicamente… ¿a qué se refiere?

-Por ejemplo, se hizo poco sociable, sintiéndose molesto y nervioso por la pre­sen­cia de las personas que siem­pre lo ha­bían apreciado y mi­ma­do, op­tan­do, fi­nal­men­te, por esconderse de ellas, lo que incluía a su pro­pio pa­dre. Durante al­gún tiempo fui la única amiga de Heriberto, pero después pa­­reció aburrirse de mí y terminó recha­zán­dome como a to­dos los demás. Y a partir de entonces el niño pa­só la mayor parte del día solo, indiferente a lo que sucedía a su al­rededor, y hasta llegó a perder su sonrisa, co­sa que me extrañó mucho. El señor Braun y su es­posa no se dieron cuen­ta de nada porque no tenían expe­riencia alguna, pero yo empecé a vigilarlo con mayor atención, aunque a cier­ta distancia para que no se sin­tiera perseguido.

Hubo otra pausa y yo volví a sentirme incómodo. Si esto sigue así no vamos a terminar nunca, pensé. Por suerte, ella prosiguió sin que hiciera falta mi ayuda.

-Y así pude comprobar, con abso­lu­ta certe­za, que la actitud de ese niño era muy rara pa­ra su edad. Incluso demostró que tenía una as­tu­cia propia de un adulto. Le digo esto porque recuerdo muy bien que a Heriberto no le gustaba dormir la siesta -lo que en el campo es una especie de insti­tución- y en­ton­ces simulaba obedecer a sus padres y sin pro­tes­tar su­bía a su habitación, para luego salir a hurtadillas, cuan­­­do todos en la estancia estaban dur­miendo.

-¿Y qué hacía Heriberto en esos momentos?

-Yo des­cubrí su juego porque en varias opor­tunidades lo seguí, pu­dien­do observar así que emprendía co­rrerías que siempre lo llevaban a los establos o a los corrales, don­de ha­bía vacas y caballos. Heri­ber­to tenía pa­sión por los animales: les hablaba como si fueran hu­ma­nos y ellos pa­recían entenderlo. Era difícil que pasa­ra un día sin que él no hiciera entrar furti­va­men­te un perro o un gato a su habitación para que le hi­cie­ran compañía durante la noche.

-¿Heriberto era muy afecto a los animales?

-Sí, amaba a los animales, se sentía muy feliz en­tre ellos y solo en esas oca­siones se le podía ver una son­ri­sa. A su vez, los animales le correspondían de la misma ma­ne­ra. Fí­je­­se usted cómo sería la atracción que He­ri­ber­to ejercía sobre los animales, que las va­cas... ¿alguna vez encontró animal más estúpido que las vacas?...que las vacas lo seguían al igual que al flau­tista de Hamelin. Pero, la verdad sea dicha, más que parecerse al flautista del cuento, Heriberto me re­cor­daba a San Francisco de Asís, y la últi­ma imagen suya que ten­go, unos días antes de que la madre se lo lle­vara para siempre, es justamente muy semejan­te a la de ese santo: con los brazos levan­ta­dos y las pal­mas de sus manos llenas de maíz molido, dando de comer a un montón de palomas y gaviotas que re­­vo­lo­tea­­ban a su alrededor, y con una son­risa de felici­dad en su rostro que ya no mostraba más a las per­so­nas. Pe­ro yo sabía que todos esos pro­blemas de conducta de Heriberto se originaban, en gran parte, en las di­fi­cul­tades matrimoniales de sus padres, razón por la cual tuve que callarme.

-¿Cuáles eran los motivos de esas dificultades matrimoniales?

-Bueno, la señora Andrea fue siempre muy nerviosa, por lo menos desde que la conocí, y eso se acen­­tuó con el tiempo. A veces, ella pasaba días sin hablarle a su marido e incluso dejaron de dor­mir en la mis­­ma ha­bi­ta­ción.

-Entiendo lo que dice, pero no me ha explica­do los motivos...

-No los sé – reconoció ella con un leve encogimiento de hombros - No podría decirle nada concreto. Pero fi­nalmente se sepa­raron en 1969, lo que no fue una sor­­­­presa para mí.

-¿Sabe por qué se separaron?

-Recuerdo todo con claridad, a pesar de haber si­do bastante confuso, por cierto: todavía estába­mos a mi­tad del ve­ra­no, el señor Braun se había ausentado para atender sus otras obligaciones y la se­ño­ra An­drea tenía un úni­co hués­ped, su herma­na menor Isabel, una chica muy insolente y malcriada que go­zaba ha­­ciendo sufrir al per­so­­nal de ser­vi­­cio y también a mí. A fin de enero, la señorita Isabel se vol­vió a Buenos Ai­res, al mismo tiempo que lle­­ga­ba a la es­­­tancia una vieja amiga de la señora Andrea que vivía en Mar del Pla­ta y que se llamaba Rosaura Gál­vez. Poco des­pués regresó el señor Braun y a la se­mana, poco más o poco menos… Bueno, su­ce­dió lo que su­ce­dió…

Y la señora Hansen calló, apretando los labios y sacudiendo la cabeza enérgicamente, lo que le otorgó a su cabellera un resplandor casi eléctrico causado por los rayos directos del sol que atravesaban los ventanales.

-¿Y qué sucedió? – la insté yo con una controlada impaciencia.

-Pues… Lo cierto es que esa tarde salimos a pasear en carro. La señora Andrea, Heriberto, yo y una cria­di­ta de quince años, Ade­li­na, a la cual el niño estaba muy apegado y que se ocupaba de manejar los ca­ballos. La se­ño­­rita Rosaura se ha­bía quedado en la casa porque se sentía mal, le dolía la cabeza o algo por el estilo. Y apenas ini­­cia­­do el paseo tuvimos que sus­pen­der­­­lo por una tormenta que se acercaba y entonces volvimos a to­da pri­sa. Cuan­do bajamos del carro, frente al pór­ti­co, Heriberto en­contró una rana y la tomó, seguramente pa­­ra agregarla a su colección de bichos raros, pero la se­ño­ra Andrea quiso impedírselo. Fue en vano: He­riberto se negó a obedecer y salió corriendo hacia aden­tro de la ca­­sa, a los saltos por la escalera y bus­­cando esconderse en cualquier ha­bi­ta­ción, perseguido por su madre y Ade­li­na, y yo atrás de ellas, y así, por accidente, to­dos terminamos descubriendo a la señorita Ro­sau­ra y al señor Braun, en uno de los cuar­tos de hués­pe­des, sobre la cama y en una situación...una situación...

Ella me miró, turbada y buscando mi ayuda, pero no se la brindé: mi tarea de investigador no incluye la piedad. Me modo que permanecí callado, obligándola, casi, a que describiera lo ocurrido. Pero no lo hizo. Por lo me­nos, no lo hizo con la precisión de detalles que mi investigación requería.

-Sí, en una situación muy enojosa, verdaderamente muy enojosa – concluyó ella, evitando mi mirada.

-Supongo que usted se refiere a…

-Sí, me refiero a eso, precisamente. A mí no me ca­­be ninguna duda de que to­do fue culpa de esa Rosaura Gálvez, ya que su conducta en ese aspecto siem­­­pre dejó mucho que de­sear y siempre sospeché que podía pasar lo que finalmente pasó, pero para la señora Andrea pareció ser la gota que rebalsó el vaso. Prin­ci­palmente, según pude es­cu­char­le, porque el niño tuvo que presenciarlo todo. Esa misma noche, y pese a la tormenta que se había de­sa­ta­do, la señorita Rosaura desapareció de la estancia, y al día siguiente lo hizo la señora Andrea con su hijo. Yo me que­dé has­ta ju­nio en el campo, porque sospeché que el se­ñor Braun tenía la esperanza de que su es­po­sa vol­vie­ra, y recién me fui cuando la ruptura entre ellos resultó ser definitiva. Desde esa fecha vivo en Buenos Aires, en esta casa que yo elegí y que me regaló el señor Braun.

Apagué el grabador y conversamos durante unos pocos minutos, pero el calor que hacía en ese am­­biente pudo más que mi cortesía y me fui pronto, tras alegar que ignoraba las respuestas a las pre­gun­tas que, en rápida su­cesión, ella me formuló en relación a Heriberto y Ulises Braun. Encontré en la ca­lle la fres­cu­ra que necesitaba y ca­­miné despacio rumbo a la estación, disfrutando de esa tarde oto­ñal.

La entrevista había resultado satisfactoria aunque, por otra parte, tuve que admitir que algunas cues­­tio­nes que­daban pendientes. No eran muy importantes, pero de todas formas me hubiera gustado saber por qué razón el se­ñor Braun le había comprado esa casa a la niñera de su hijo. ¿Tal vez como una indem­ni­za­ción por los cinco o seis años de trabajo? Y si esto fuera así... ¿por qué la ni­ñera se había mos­­­­trado tan poco agra­decida y relatado cir­cuns­­tan­cias nada favorables al señor Braun? ¿Por des­pe­cho, quizá? Decidí no preo­cuparme más por todos esos in­­terrogantes ya que era posible que el transcurrir del tiempo los re­sol­vie­ra, como siempre sucedía, o que no es­tu­vie­ran conectados de manera específica o directa con la vida de Heriberto.

Llegué a la estación junto con un tren casi vacío, lo que me permitió sentarme y con­tinuar con la lec­tu­ra de mi libro: comprobé que había avanzado bastante en esa tarea y que, incluso, ha­bía hecho unas cuan­tas anota­cio­nes en los márgenes para el comenta­rio final, pese al escaso tiempo que le había dedicado. Eso era pro­ducto de una habilidad que pronto, muy pronto, debe adquirir un críti­co literario: apren­der a leer entre lí­neas y -según los li­bros- entre hojas y también entre capítulos.

En casa no encontré a nadie. Solo una nota de Elena avisándome que teníamos gente a cenar. Me re­costé un rato. Tuve la clara conciencia de ir quedán­do­me dormido y recuerdo que son­reí pensando que mis dos hijas me des­pertarían saltando sobre mí, como lo hacían siempre en esos casos.