Sociología de la vida cotidiana - Alvaro Francia - E-Book

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Alvaro Francia

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Beschreibung

Cinco o seis décadas atrás, algunos analistas comenzaron a percibir que las so­cie­dades in­dus­­­trializadas más avanzadas –el llamado Primer Mundo- es­ta­ba evo­lucionando hacia una nueva for­ma que al principio, y aunque más no fuera pa­­­ra te­ner un término de re­­fe­­­ren­cia, se la designó como "pos­in­dus­trial". Este vocablo origi­na­ria­men­te había si­do acuñado por el británico Art­hur Penty en 1917, cuando todavía no concordaba por com­ple­to con la realidad del momento, pero el so­­ciólogo es­tado­­­­uni­dense Daniel Bell lo rescató en 1962, pre­sen­tán­do­lo de una manera tal que consiguió des­per­tar el interés de la comunidad científica.Por supuesto, muchos objetaron la corrección de tal denominación y eso dio lu­gar a la apari­ción de muchas otras interpretaciones: la "sociedad de los servicios" de Kenneth Boulding y Half Dahrendorf; la "era de los sistemas" de Russell Ackoff; la "tercera ola" de Alvin Toffler; la "era pos­li­be­­ral" de Sir Geoffrey Vickers; la "sociedad activa" de Amitai Etzione; la "tec­­­no­cra­cia" de Jean May­naud; la "tecno­es­truc­tura" de John Kenneth Galbraith; la "sociedad tec­noló­gica" de Jacques Ellul; la "so­cie­dad del va­­­lor conoci­mien­to" de Taichi Sakai­ya; la "aldea global" de Marshall Mc­Lu­han; la "eco­no­­mía de la in­for­­mación" de John Naisbitt y Patricia Aburde­ne; el "sistema mundial" de Immanuel Waller­stein; la "era de la información" de Manuel Castells; la "so­­­­ciedad digi­tal" de Mercier, Plas­sard y Scardigli; la "sociedad postradicional" de Anthony Giddens; la "sociedad pos­­­ca­pi­ta­lis­ta" de Peter Drucker; la "sociedad posmoderna" -deri­va­da del con­cep­to de "pos­modernismo" que acu­ñara Fede­ri­­co de Onís en 1934 o del de "posmoder­ni­dad" que men­cionara el historiador Ar­nold Toynbee en 1947-; la "modernidad líquida" de Zygmunt Bauman y, por ahora, la "sociedad multimedial" y la "so­cie­dad de redes", ambas de tan reciente denominación que pocos las conocen en la actua­li­dad.Sea como sea, y cualquiera la denominación elegida, quedó claro que la evolución de la hu­ma­ni­dad ya había pa­sa­do por dos etapas fun­da­cionales que se extendieron por todo el mundo y que aho­­­­­ra estaba entrando en una tercera que, probablemente, pronto iniciaría su difusión universal: la pri­­­­­mera de esas eta­pas hacía re­fe­ren­cia a la sociedad agrí­co­la, aparecida unos 8000 años antes de Cris­to en Me­dio Oriente y representada por la "inven­ción" de la agri­cul­tura, fenómeno también de­no­mi­nado Re­vo­lu­ción Agrícola o Neolítica; la segunda era la so­­ciedad in­­dus­trial, surgida so­­bre la geo­gra­fía británica a fi­nes del siglo XVIII ‑1780 es la fecha con­­ven­­cional‑ al am­paro de la Re­volución In­dus­trial. Y, por úl­ti­­mo, la sociedad posindustrial, la que se efec­­ti­vi­zó en Es­ta­dos Unidos de América (EUA) cuan­do el número de obre­ros em­plea­dos en la fa­bri­ca­ción de bie­­nes –de bienes tangibles- igua­ló al número de tra­ba­ja­do­res ocu­pados en la genera­ción de servicios –bienes intangibles-, lo que tu­vo lugar en torno al año 1950, según se con­si­de­re o no a los tra­ba­ja­dores rurales, cuyo porcentaje, por lo demás, era y aún sigue siendo muy reducido.

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Seitenzahl: 504

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Sociología de la vida cotidiana

Alvaro Francia

Editorial Autores de Argentina

Francia, Alvaro
    Sociología de la vida cotidiana. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2014.    
    E-Book.
    ISBN 978-987-711-182-8          
    1. Sociología.
    CDD 301
Editorial Autores de Argentina
Diseño de portada: Justo Echeverría
Maquetado digital: Marina Di Ciocchis
www.autoresdeargentina.com

Índice

IntroducciónCAPÍTULO 1. LA EXPANSION Y EL DOMINIO DEL INDIVIDUO.

El proceso de individuación. Vicios y virtudes del individualismo. Individualismo y solidaridad. Altruismo y egoísmo. 

CAPÍTULO 2. EL DESMANTELAMIENTO DE LA SOCIEDAD PSICOANALIZADA.

El imperialismo freudiano. La sociedad tolerante y permisiva. La antinomia tolerancia-castigo. La cultura centrada en el niño. 

CAPÍTULO 3. LA SECULARIZACION DEL SENTIMIENTO RELIGIOSO.

La ateización de la vida pública. La religiosidad encubierta. Riqueza o pobreza: el dilema eclesiástico. La independencia de la ética. ¿Vientos de cambio? 

CAPÍTULO 4. LA CULTURA DEL CONSUMIDOR.

La revolución del consumo. La “artefactización” del consumo. Las críticas al consumismo. Las interpretaciones del consumo. El consumo filantró- pico. La concepción posmaterialista. El consumo de cultura, entreteni- miento y experiencias. El ánimo festivo. 

CAPÍTULO 5. LA TRANSFIGURACION DE LA FAMILIA.

Los lazos familiares: entre la biología y la cultura. La pareja y la familia: evolución histórica. ¿El fin del matrimonio y la familia nuclear? El retro- ceso de la tradición familiar. La diversificación familiar. 

CAPÍTULO 6. LA CULTURA DEL CUERPO.

El nacimiento de lo estético. La influencia de las revistas femeninas. La seducción del cuerpo. La tiranía de la delgadez y la belleza. La euforia del deporte. La revolución sexual. El imperio de la juventud. Los miedos del siglo XXI: enfermedad, muerte y violencia. 

CAPÍTULO 7. MUJERES: LA MITAD MARGINADA.

La proletaria de la historia. La revolución feminista. El feminismo y la Igle- sia. Las primeras fisuras del feminismo. El acoso sexual. La guerra de los sexos. El nuevo feminismo: de la igualdad a la diferencia. La reinvención del amor. El amor en los tiempos digitales. 

CAPÍTULO 8. LA ALDEA GLOBAL.

Las fuerzas de lo homogéneo. Las fuerzas de lo heterogéneo. El fenóme- no multirracial. El mandato de las tradiciones y los valores. Los peligros del universalismo. Los peligros de la diversidad. ¿Convergencia cultural o confrontación cultural? 

CAPÍTULO 9. LA CULTURA MULTIMEDIAL.

La revolución de la lectura. La eclosión de la opinión pública. El prota- gonismo de la palabra escrita. La influencia de los medios masivos de co­ municación. La televisión: el enemigo público No1. Los multimedios y la ética. Los multimedios y la desinformación. Las redes sociales. 

Bibliografía

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Introducción

Cinco o seis décadas atrás, algunos analistas comenzaron a percibir que las so­cie­dades in­dus­­­trializadas más avanzadas –el llamado Primer Mundo- es­ta­ba evo­lucionando hacia una nueva for­ma que al principio, y aunque más no fuera pa­­­ra te­ner un término de re­­fe­­­ren­cia, se la designó como “pos­in­dus­trial”. Este vocablo origi­na­ria­men­te había si­do acuñado por el británico Art­hur Penty en 1917, cuando todavía no concordaba por com­ple­to con la realidad del momento, pero el so­­ciólogo es­tado­­­­uni­dense Daniel Bell lo rescató en 1962, pre­sen­tán­do­lo de una manera tal que consiguió des­per­tar el interés de la comunidad científica.

Por supuesto, muchos objetaron la corrección de tal denominación y eso dio lu­gar a la apari­ción de muchas otras interpretaciones: la “sociedad de los servicios” de Kenneth Boulding y Half Dahrendorf; la “era de los sistemas” de Russell Ackoff; la “tercera ola” de Alvin Toffler; la “era pos­li­be­­ral” de Sir Geoffrey Vickers; la “sociedad activa” de Amitai Etzione; la “tec­­­no­cra­cia” de Jean May­naud; la “tecno­es­truc­tura” de John Kenneth Galbraith; la “sociedad  tec­noló­gica” de Jacques Ellul; la “so­cie­dad del va­­­lor conoci­mien­to” de Taichi Sakai­ya; la “aldea global” de Marshall Mc­Lu­han; la “eco­no­­mía de la in­for­­mación” de John Naisbitt y Patricia Aburde­ne; el “sistema mundial” de Immanuel Waller­stein; la “era de la información” de Manuel Castells; la “so­­­­ciedad digi­tal” de Mercier, Plas­sard y Scardigli; la “sociedad postradicional” de Anthony Giddens; la “sociedad pos­­­ca­pi­ta­lis­ta” de Peter Drucker;  la “sociedad posmoderna” -deri­va­da del con­cep­to de “pos­modernismo” que acu­ñara  Fede­ri­­co de Onís en 1934 o del de “posmoder­ni­dad” que men­cionara el historiador Ar­nold Toynbee en 1947-; la “modernidad líquida” de Zygmunt Bauman y, por ahora, la “sociedad multimedial” y la “so­cie­dad de redes”, ambas de tan reciente denominación que pocos las conocen en la actua­li­dad.

Sea como sea, y cualquiera la denominación elegida, quedó claro que la evolución de la hu­ma­ni­dad ya había pa­sa­do por dos etapas fun­da­cionales que se extendieron por todo el mundo y que aho­­­­­ra estaba entrando en una tercera que, probablemente, pronto iniciaría su difusión universal: la pri­­­­­mera de esas eta­pas hacía re­fe­ren­cia a la sociedad agrí­co­la, aparecida unos 8000 años antes de Cris­to en Me­dio Oriente y representada por la “inven­ción” de la agri­cul­tura, fenómeno también de­no­mi­nado Re­vo­lu­ción Agrícola o Neolítica; la segunda era la so­­ciedad in­­dus­trial, surgida so­­bre la geo­gra­fía británica a fi­nes del siglo XVIII ‑1780 es la fecha con­­ven­­cional‑ al am­paro de la Re­volución In­dus­trial. Y, por úl­ti­­mo, la sociedad posindustrial, la que se efec­­ti­vi­zó en Es­ta­dos Unidos de América (EUA) cuan­do el número de obre­ros em­plea­dos en la fa­bri­ca­ción de bie­­nes –de bienes tangibles-  igua­ló al número de tra­ba­ja­do­res ocu­pados en la genera­ción de servicios –bienes intangibles-, lo que  tu­vo lugar en torno al año 1950, según se con­si­de­re o no a los tra­ba­ja­dores rurales, cuyo porcentaje, por lo demás, era y aún sigue siendo muy reducido.

La principal característica de esas sociedades o economías es que comienzan, como se ha di­­cho, in­tro­­duciendo una drás­­ti­ca y específica transformación ‑sea la “inven­ción” de la agri­cul­tu­ra, la apa­­ri­ción de las fá­bri­cas o el auge de los servicios‑ pero luego continúan con una serie in­finita y di­ná­mi­ca de cambios retro­ali­men­tados que tarde o temprano des­­­­pla­za los centros de producción y de po­­der pre­­­via­men­te exis­ten­tes hacia las nuevas ac­ti­vi­dades, afectando a todo el sis­tema sociocultural de una manera tan es­truc­tural y sistémica que en po­co tiempo se vuelve muy dificultoso determinar con pre­­­­­ci­sión cuáles fue­­ron las cau­sas ori­gi­na­les y cuáles los efectos de­ri­va­dos.

La evolución de esas so­­ciedades ‑más allá de los habituales altibajos‑ se realiza pau­­­la­ti­na­men­­te por la acu­­mulación de co­no­­ci­mientos y a veces bruscamente, a saltos, como con­­­­se­­­cuen­cia de al­­­­­guna idea o hecho re­vo­lucio­na­rio, aunque siempre de acuerdo a la ve­lo­ci­­dad his­tó­rica pro­pia de la épo­­­ca que tran­sitan, mi­diendo dicha velo­ci­dad por la cantidad de cambios sig­ni­fi­ca­tivos o inventos que tienen lu­­gar en un tiem­po dado.

La velocidad histórica de la sociedad agrícola era escasa­­­­: había muy poco conocimiento pa­ra acu­­­mu­lar y la gente actuaba guiada por la tradición, repitiendo rutinariamente lo que habían he­cho sus an­ces­tros y dejando escaso margen para los cambios y las mejoras, situación que se fue mo­­­­­­­­di­fi­can­do ‑siempre lentamente‑ durante los últimos siglos de la Edad Media, siendo éstos, en cierta for­ma, los precursores de la sociedad industrial.

La velocidad histórica de la sociedad industrial se aceleró no­to­ria­men­te: ya había mucho co­no­­cimiento acumulado y no faltaron en ese período ideas y hechos re­vo­lu­cio­narios; por otra parte, la cos­­tumbre de experimentar había comenzado a arraigarse en la mente de cierta gente y eso fue de mu­cha ayu­da. Por pri­mera vez, entonces, fue po­si­ble apreciar en el lapso de vida de un solo indivi­duo los cam­bios e in­­­cluso las me­­­­­jo­ras materiales, lo que permitió hacer realidad la noción de pro­gre­so: el pro­gre­so pasó a integrar parte de la experiencia humana. En apenas dos si­glos de “evo­lu­ción industrial”, la hu­ma­ni­dad avanzó mucho más que en los cien siglos de “evo­lu­ción agrícola”.

La velocidad histórica que distinguió a la sociedad posindustrial desde sus inicios fue abru­ma­­do­ra, a veces superando la capacidad de adaptación del ser humano. Más que de ve­lo­­­­cidad, hoy de­be­­ría hablarse de aceleración histórica ya que, casi de inmediato, en un sim­ple par­pa­­dear de ojos, to­­dos los sucesos quedan rele­ga­dos al pasado, ha­cién­do­le perder mu­cho de su pro­pia di­mensión al pre­­­sente y trans­formándolo en un con­tinuo y fugaz pa­sar y dejar de ser, lo que hace que sea el fu­tu­ro, y no el pasado, el sus­ten­to real de los acon­te­ci­mien­tos del pre­sen­te. Se ha per­­dido la certi­dumbre del pa­­­sa­do porque está cla­ro que el fu­tu­ro ya ha co­men­zado ‑so­mos funda­men­tal­men­­­te “futuridad”, decía Ortega‑ y eso aho­ra impone la obli­­­ga­ción de buscar la perspectiva más ade­cua­da para com­pren­der los tiempos que se viven o los que pronto se vivirán.

Esa aceleración histórica es una de las razones que explica la can­ti­­dad de denominaciones e in­terpretaciones que la sociedad posindustrial recibió en su corta vida de apenas me­­­­dio siglo o poco más, de­no­mi­na­ciones e interpretaciones que de una u otra forma se vinculaban a los distintos es­ta­dios o ni­ve­les tec­nológicos que se iban sorteando. El último de esos niveles, el más impactante y abru­mador, el que todavía nos sigue gol­peando con toda su fuerza, es el que co­men­zó a eviden­ciar­se a partir de la dé­cada de 1980 y que hoy, para bien o para mal, es una realidad in­cuestionable: la globalización. Al principio, y reducida a su aspecto más concreto o material, la globalización fue el re­sul­tado de la combi­na­­ción de la tecnología de las comunicaciones con la tecnología de la computa­ción, pero lue­go, con la suma de otras derivaciones e innovaciones de la ciencia y la técnica–como, pa­ra dar un úni­co ejemplo, todo lo vinculado a lo digital- y también por el efecto de la retroalimen­ta­ción, el ámbito de incumbencia se fue ampliando cada vez más hasta que la transformación se hizo integral.

La glo­ba­­­­li­za­ción original lleva tantos años de existencia que asombra que aún no haya re­ci­bi­do otra de­no­mi­­­­na­ción puesto que ya no tiene mucho que ver –por lo menos es fácil apreciar grandes di­fe­rencias- con la globalización actual, pese a que fueron ambas las que han conseguido reducir la su­­perficie del pla­­ne­ta a un mun­­do pe­que­­­­ño, casi íntimo y do­més­tico, donde todo lo que ocurre se en­cuen­tra al al­can­­ce de cual­quiera porque ha desaparecido de manera definitiva tanto la distancia geográfica como la distancia tem­po­ral: todo sucede a nuestro alrededor y en tiempo real. El con­jun­to de los seres que com­ponen la humanidad hoy se asemeja a una tribu o a un ba­­­rrio. En el mun­do actual, todos somos vecinos. A los fines prácticos, sean los que sean, nos encontramos todos muy cer­ca, y por cierto íntimamente, los unos de los otros (Bauman,a:23)

Aun así, me­nos visible y más intangible, menos conocida y más disimulada que esa glo­ba­li­za­­ción tec­­no­ló­gica o económica –material o concreta, si se quiere-, existe otra que también afecta a la población mundial: es la globaliza­ción so­cial o cul­tu­­ral. Este proceso, además de reciente en tér­mi­nos históricos,  es tan silencioso y encubierto que todavía no al­can­za a ser com­­­­­pren­di­­do o reco­no­ci­do en su justa dimensión, y eso está pro­­vocando es­­tu­por y des­o­rien­tación, con­tro­ver­sias y des­ilu­­sio­nes, in­cluso, a veces, has­ta la pre­sun­ción de que la so­­cie­dad se dirige hacia la catástrofe o que, di­rec­tamente, va a ser des­trui­da por completo. Nada que deba extrañarnos: si se fra­casa en la com­pren­­sión de lo que en el presente se vive, el úni­co futu­ro es el de­sas­­­tre. De hecho, un destacado sociólogo como Zygmunt Bauman (b) afirma que todo lo sólido que sustentaba la sociedad moderna se ha resquebrajado y se ha vuelto líquido, concepción que lo impulsa a creer que vivimos en una etapa que denomina “mo­der­nidad líquida” que deja poco  espacio para la comprensión.

No hay dudas de que las rea­li­da­des de la so­cie­dad industrial, como así también las históricas pre­ten­siones de ordenar lo caótico, comenzaron a derrum­barse hace tiem­po y que las nor­mas y rutinas que re­­gulan la con­duc­ta social día a día que­­dan des­­bordadas por las prác­­ti­­cas de la vi­­da coti­dia­na, dan­do lu­­gar a la sus­­­titución de los es­ti­los tradiciona­les de creer, pen­sar, sentir, actuar, vivir y con­­­­­vi­vir, pero es inútil evadirse y refugiarse en la nostalgia: no que­­da otra so­lu­ción que enfrentar ese mun­do nuevo y desconocido. Y lo peor del caso es que no se puede afir­mar que se vivirá un futuro mejor: lo único seguro es que se vi­vi­­rá de otra manera muy distinta porque lo cierto es que no estamos frente a un cambio –ni siquiera frente a un cambio de enormes proporciones- sino frente a una crisis.

La diferencia entre cambio y crisis parece exclusivamente semántica pero no lo es: la historia es­tá llena de cambios y, no obstante ello, las crisis, las crisis de verdad, escasean. Tampoco es po­si­ble argumentar que los cambios son algo así como pequeñas crisis o viceversa: entre cambio y crisis no hay una distinción de grado que permita comparaciones cuantificadas ya que la discrepancia es de esencia.

Un cambio, un cambio de enormes proporciones, estuvo representado por la Revolución Neo­lítica o Agrícola, cuando la humanidad abandonó un estilo de vida definido –la caza, la pesca, la re­colección y el nómade deambular- por otro nuevo que consistía en combinar la agricultura con la ganadería y el sedentarismo. En aquellas épocas, y más allá de la incertidumbre generalizada, la gente tenía una clara idea de la antigua vida que aban­do­naba y de la nueva que aceptaba, de lo an­ti­guo que quedaba en el pasado y de lo nuevo que surgía en el futuro: eran realidades concretas, fáciles de apreciar a simple vista.

La Caída de Roma en el siglo V de la era cristiana originó  de manera gradual el feudalismo, el que a su vez fue arrasado por el capitalismo comercial y por una incipiente industrialización a partir del siglo XIII y quinientos años más tarde estalló la Revolución Industrial: también todos esos fueron cam­bios muy importantes, de tremenda significación y el impacto que experimentó el sistema socio­cul­tural en cada una de esas circunstancias históricas resultó muy fuerte y traumático, pero la len­titud de esos procesos hizo de sus efectos algo notorio y dejó tiempo a una paulatina adaptación.

Las crisis se desarrollan de muy distinta manera, tal como es factible evaluar con la primera crisis de la cultura occidental: el Renacimiento. Alrededor del año 1400, las clases cultas dejaron de creer en Dios –fenómeno que primero tuvo lugar en Ita­lia  y luego se extendió a muchos países de Eu­ropa- y de ese modo la sociedad comenzó a abandonar el tradicional teocentrismo. Eso hubiera po­­di­do ser un cambio –un cambio significativo- y sin embargo fue mucho más que eso. ¿Por qué? Por­que durante dos largos siglos no se encontró con qué reemplazar a Dios y, por lo tanto, nadie sabía a qué atenerse y tampoco cuál era el rumbo a seguir. Lo que predominaba era la total con­fu­sión y absoluta des­o­rien­tación: se vivía una crisis.

Finalmente fue la ciencia la que ocupó el espacio de Dios, y muchos, casi todos, se volcaron a ella con el mismo fanatismo que sus ancestros le habían otorgado a lo divino. Y lo que se vive en la actualidad es una especie de renacimiento, una verdadera crisis donde lo que prima es no sólo la confusión y la desorientación sino, también –debido a la aceleración histórica y de una forma muy notoria- la tran­sitoriedad. Asombra, incluso, que nadie haya propuesto calificar a la época actual como “la era de la transitoriedad”.

Todo lo arriba expuesto sirve para aclarar que lo que se pre­ten­de en las páginas que siguen no es una comprensión exhaustiva y precisa sino, tan solo, una apro­xi­ma­ción, una simple aproxi­ma­ción, a los principales fenó­me­nos y conflictos sociales de la actualidad con la intención de demostrar, en una me­di­da quizá mí­ni­ma, que no son tan caóticos y erráticos como parecen a pri­­me­­ra vis­­­­ta y que tie­nen un ori­gen y un de­­s­a­rro­llo relativamente cono­ci­dos que a veces dan lugar a tendencias que, den­­­tro de ciertos lí­mi­tes y cierto rango, podrían resultan pre­vi­si­bles en un futuro, siempre y cuando a ese futuro no se le exi­ja más que el corto pla­zo. Tampoco se pretende –y conviene aclararlo desde el principio-  es­ta­ble­cer una visión nor­ma­ti­va: dada la persistencia y constancia de los cambios, se hace casi impo­si­ble cualquier propuesta ética o moral, en particular teniendo en cuenta que ahora se están rechazando los valores tradicionales y buscando desesperadamente crear otros nuevos que todavía, y en gran parte, son desconocidos o inciertos: hoy se sabe con mucha más certeza lo que no se quiere que lo que sí se quiere.

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CAPÍTULO 1

Expansión y dominio del individuo

 

 

El proceso de individuación

El antecedente histórico y concreto más remoto del proceso de individuación de la cultura occidental –más allá de ciertos esbozos al respecto de algunos filósofos griegos y hasta de las enseñanzas de Cris­to- quizá pueda en­­con­trarse en la Carta Mag­na que vio la luz en In­gla­terra en 1215, donde por pri­mera vez se re­co­no­ce ofi­­cial­men­te la exis­­ten­cia de los individuos, aunque recién en el Rena­ci­mien­to esa noción co­men­zó a ad­­­qui­rir masa crí­ti­­ca –en par­te debido a la decadencia del poder de la Iglesia políticamente oficializada- pa­ra hacer eclosión, ya sin lugar a du­das, en medio de la Reforma pro­­­testante: casi por accidente y sin que nada ni nadie lo pro­pusiera de manera es­pe­cí­fica, la Re­for­ma abrió el ca­mino hacia la in­di­­vi­dua­ción sobre la cual tra­­ba­jaron los filósofos des­de el siglo XVI.

Mucho había ayudado la invención de la im­pren­ta a mediados del siglo XV y la con­si­guien­te apa­rición y di­­fusión de los libros y folletines: la imprenta y la Re­for­ma protestante sim­bo­lizan un con­jun­to circunstancial fatal para el sen­­timiento corporativo de la Edad Me­dia. La im­pren­ta es la tec­no­lo­gía del individualismo, dice Mc­Lu­han (a:224), y agrega que la por­ta­­­­bi­­lidad del libro contribuyó bas­tan­te al nue­vo culto del individuo al terminar de­­fi­ni­tivamente con el monopolio de las bi­blio­te­cas cleri­ca­les de los monasterios. La posibilidad de im­primir y publicar li­bros en los idiomas vernáculos per­­mitió que surgiera un nú­me­ro cre­cien­te de escri­to­res y un número mayor de lectores, quienes in­di­vi­dual­men­te pasaron a ocu­­par una posición singular y a se­pa­rarse de la voz común de lo colectivo.

En todas las obras escritas por los filósofos de la época surge la plena conciencia de una fron­­­tera entre lo antiguo y lo moder­­­no, en­­­­­tre lo colectivo y lo individual: los verdaderos valores pasan a ser los pri­va­dos, los personales, los in­­di­vi­duales. La aceptación del derecho a la elección individual pre­­­­­do­mi­na­ba ya en Occidente en el siglo XVII (Hunt­ing­ton:83). La Revolución Gloriosa que tuvo lu­gar en In­gla­terra en 1688 instituyó es­pe­cí­fi­ca­mente la li­mi­­tación del poder político, abriendo el es­pa­cio a la li­ber­tad individual, y un siglo des­pués la De­claración de los De­­­rechos del Hombre y del Ciu­da­­­dano, pro­­­­ducto de la Revolución Fran­ce­sa, sería, en cier­ta forma, la re­pre­sen­tación con­­creta de la expan­sión y dominio del in­­­­dividuo, de la individualidad y del individualismo: la libertad económica, social y política de la mo­der­­ni­dad se define entonces en fun­ción de la libertad individual.

Los individuos adquirieron autonomía al margen de la comunidad aldeana, de las familias pa­triarcales, de los gremios, de la Iglesia, del Estado absolutista y de las castas donde las hubo (Se­bre­li:264). También la ciudad con sus multitudes anónimas y el capitalismo con sus relaciones mercan­ti­les abstractas colaboraron con el proceso de individuación. La vi­­da, que en los tiempos an­tiguos ha­bía sido cosmocéntrica y en los medievales teocén­tri­­ca, desde entonces pasó a ser an­tro­po­céntrica y a gi­rar al­­rededor del espacio individual: si el indi­vi­dualis­mo no llega a ser un fin en sí mismo, por lo me­nos se transforma en el único camino.

Los pri­me­­ros habitantes de las ciudades, es decir los bur­gue­ses, dejaron de lle­var una vida pública y co­lec­ti­va, como era típico en la Edad media, para ejer­cer­la a puertas cerradas en el interior de sus ca­sas, lo que fa­vo­reció aún más la preocupación por uno mis­mo: espejos y autorretratos se ha­cen algo co­mún des­­de entonces y expresiones como “confianza en sí mismo”, “amor propio” y “au­to­estima” se trans­­for­­man en las divisas clave que guían a la reali­za­ción personal.

Los derechos esenciales de toda sociedad moderna y democrática –especialmente el de la vi­da y el de la li­­bertad-, como así también sus inmensas implicancias, son una consecuencia di­recta del pro­ceso de individuación que permitió al hombre escapar de ese orden mayor, público y co­lec­ti­vo, don­de obligatoriamente estaba inmerso sin posibilidades de afirmar sus diferencias ni de prac­­ti­car elec­ciones vitales, y abrirle las puertas a las más variadas alternativas: individuali­za­ción tam­­­­bién sig­nifica que surgen fuentes cultura­les favorables a la creatividad. En conclusión, se trata de combi­nar de­rechos económi­cos, sociales y políticos que po­sean un vigoroso fundamento in­di­vi­dua­­­lis­ta ya que la fuente última de po­der reside ahora en el individuo.

Y una vez que el individuo particular ‑con sus in­tereses, necesidades y derechos‑ lle­gó a con­fi­­gurar el núcleo de la sociedad, la concepción individualista hizo posible que la idea de la de­mo­­cra­cia si­­guie­ra prosperando hasta la instauración definitiva de la libertad. Sin in­di­vi­­dua­lis­mo no puede ha­ber li­­­be­­rtad. De ese modo, aquella persona incapaz de de­ter­mi­nar su propio des­­tino en términos de me­tas personales, aquella persona que durante siglos había si­do un actor de re­­parto o de un or­den in­sig­ni­ficante, llegó a transformarse en el protagonista principal de la sociedad ac­tual, en un in­di­vi­duo quí­mi­camente puro.

Los intelectuales que durante siglos habían preten­dido hacer creer que el in­di­­viduo no se per­­­tenecía a sí mis­mo sino a un gru­po -a una clase social, a un par­tido po­lítico, a un gremio, a una ca­­­­te­goría profesional, a una determinada re­­ligión- dejaron de ser es­cu­chados: las re­laciones eco­­nó­mi­­cas, so­ciales y políticas se hicieron, para siempre, individuales y específicas. De ese modo, el in­di­vi­duo ter­minó re­belándose con­tra la prepotencia del anonimato y de lo impersonal, im­po­niendo nue­vas pau­tas que han conmocionado por com­­pleto al sistema sociocultural y gene­­rado una muta­ción so­­ciológica glo­bal o una nue­va revolu­ción individua­lista cen­trada exclu­si­va­mente en la rea­­li­­­zación per­sonal: ésta adquiere una má­xi­­ma relevancia que se ma­­ni­fiesta cla­ra­men­te en el hipe­r­in­di­­vi­dua­lis­mo y nar­ci­sis­mo que caracteriza al hombre contem­po­rá­neo, guiado por la creencia de que esas dos ac­titudes son las que más ayuda le brindan pa­ra li­diar con las ansie­da­des y tensiones de la vida ac­tual.

Lo que siguió a ese proceso fue casi una consecuencia lógica: los inflexibles imperativos de la religión y de la ideología terminan per­­diendo su espacio en el ámbito pú­blico y privado de las per­so­nas y las tradicionales exhortacio­­nes moralizantes que inducían a vivir para el pró­jimo o para los de­más empezaron a carecer de resonancia co­­lectiva: la nueva mo­ral de los individuos -la moral in­di­vi­dual que ha asumido el papel más destacado en la so­­ciedad moder­na- ya no acepta las obli­ga­cio­nes ni las sanciones impuestas desde arriba o desde afuera. Ya no se pe­­ca de in­mo­ral cuan­do se pien­­­sa en uno mismo: el referente del “yo” ha ganado carta de ciudadanía (Lipovetsky,­a:131).

Pe­­ro todo eso ‑alegan los analistas‑ no im­plica que el indi­vi­duo contemporáneo sea más egoís­­­­­ta que el de otros tiem­pos sino, simplemen­te, que es menos hipócrita y que ya no tiene reparos ni vergüenza en expresar sus prio­­ridades indi­vi­dualistas: las etiquetas sociológicas o psicológicas –co­­­­­­­­mo la de “hiperindividualismo” o la de “nar­­cisismo”‑ sólo son nuevos nombres para sentimientos tan an­­­tiguos como el hombre, por más que suenen in­­tencional y catastróficamente novedosos. Tam­po­­co im­plica que no pueda criticarse al individualismo, ni si­quie­ra argumentado que criticar al indi­vi­dua­lis­mo es criticar a la democracia o al pluralismo: la cuestión del indivi­­duo se presenta en el mun­do mo­der­no como una mezcla conflictiva y peligrosa de debilidad y poder que re­quie­­­re protección pe­ro tam­bién límites (Heler:16).

En el mundo actual el individualismo se ha vuelto legítimo, lo que facilita el predominio de la bús­­­­que­da del ego y del éxtasis. Es una profunda revolución si­­len­ciosa de la relación interpersonal: lo que aho­ra importa es ser uno mismo, florecer independientemente de los criterios de los demás. To­dos los cambios y transformaciones producidos en el sistema sociocultural se en­tre­mez­clan de ma­ne­­­ra com­pleja con el individualismo. Parodiando a Marx, podría decirse que lo que hoy rige no es la “dic­ta­du­ra del proletariado” sino la “dictadura del individuo”, ya que lo más sig­ni­­­ficativo que trata de im­­poner la sociedad posindustrial es la nue­va li­ber­­tad que impulsa al individuo a una elección ince­san­te, a de­mostrar a diario que ya se alcanzó la ma­­durez, a hacerse responsable de sus actos; en po­­cas pa­la­bras, a pensar por sí mismo. Kant, muy interesado en la libertad individual, reitera hasta el can­san­cio la máxima “piensa por ti mis­mo” que la Ilustración hiciera nacer.

Y no es fácil obligarse a vivir bajo esa máxima ya que requiere una fortaleza que no siempre los individuos tienen y mantienen. La afir­ma­ción po­­sitiva de sí mismo está acom­pañada por la obliga­to­riedad de hacerse cargo de su pro­pia vi­­da y asumirla co­mo una nueva y pe­sada tarea: la auto­no­mía no sólo implica responsabilidades y pa­de­ci­mien­­tos sino, también, acep­tar que la lucha se trasla­dó al fuero interno de uno mismo. La libertad personal es lo que le permite a uno estable­cer­se como un individuo, a la vez que lo desagre­ga del mundo colectivo, im­po­nién­­dole in­depen­dien­te­men­te la pers­­­pectiva de un ac­tor ra­cio­nal con respecto a sus fines. De ahí que todos los que tra­­di­­cio­nal­men­te se atri­bu­ye­ron la ca­­­pacidad de pensar por los de­más –utilizando para tal fin las más diversas ideo­logías o religiones- se opongan con te­na­cidad al in­di­vi­dua­lis­­mo.

Glorias y miserias del individualismo

Ahora bien: ¿ese individualismo es positivo o negativo? Las críticas abun­dan, y en general hacen hin­ca­pié en ese exacerbado relativismo que ha invadido al in­di­vi­dua­lismo y que, supuesta­men­te, le hace per­­der al hombre la pers­­­pec­tiva de lo que está bien y de lo que está mal, impul­sán­do­lo hacia un va­cío ab­soluto de valores: el indi­vi­­dualismo ha dado lugar a un ser co­di­cio­so que exige gratificaciones in­­­me­dia­tas y que vive en un estado de de­seo inagotable, perpetua­men­te insatisfecho, poco dis­pues­to a in­vo­lucrarse en el amor para evi­tar la dependencia excesiva de los demás, sólo in­te­­­resado por el “aquí y ahora” y por los vínculos transitorios y guiado exclusi­va­men­te por las ansias de crecimien­to psico­ló­gi­co y por la búsqueda del éxito narcisista, el que con­sis­te en algo tan insus­tan­­cial como el afán de ser ampliamente admirado, y no por los pro­pios logros sino, simplemente, por lo que se es, en forma acrítica y sin reservas.

Todo lo anterior es lo menos que dice Lasch (a) a lo largo de su obra, conceptos con los cua­les muchos coinciden, refiriéndose a lo que su­cedía en EUA ‑y por lo tanto a lo que tarde o temprano tam­bién tendría lugar en el resto del Primer Mun­do y finalmente en el Tercer Mundo hasta hacerse pla­netario por completo‑ durante la década de 1970, la llamada “década del yo”. Pero no fal­tan re­gis­tros mu­cho más antiguos de tiempos donde predominaba lo co­lectivo y el in­­dividualismo casi no exis­tía y que, aun así, abundan en críticas a la sociedad. En una tum­ba egip­cia del año 3000 a.C. pue­­de leer­se: “Vivimos en una época de de­ca­den­cia; los jóvenes ya no res­pe­tan a sus ma­yores, son gro­se­ros y mal sufridos; concurren a las ta­ber­nas y pier­den toda no­ción de tem­plan­za”, y una ins­crip­ción ba­bilónica del año 1000 a.C. reseña que “la juventud de hoy es­tá co­rrom­pi­da hasta el corazón; es ma­la, atea y perezosa y jamás será lo que la juventud ha de ser ni se­­rá nunca ca­­paz de preservar la cul­tura” (Watzlawick et al:53).

  Apre­­­cia­cio­nes similares podrían lle­nar miles de páginas des­de el inicio de la cultura occiden­tal hasta la fecha ya que, como conceptualización, el individualismo siempre resultó ambiguo porque es posible em­plear­­lo tanto en oposición a “colectivismo” como en oposición a “altruismo”, alternativa, esta última, que de inmediato lo con­­­­­vierte en sinónimo de “egoísmo”, y de ahí que el individualismo pa­ra algunos sea una idea moral y pa­ra otros, si se lo asocia al egoísmo, un fenómeno amoral (Taylor:56).

Platón atacó duramente al individualismo, equi­pa­rándolo al egoísmo, para defender los me­ca­­­­­­nis­­mos de iden­­tificación colectiva de su anhelada so­ciedad tribal donde el individuo era una par­te in­­sig­­ni­ficante de un organismo mucho mayor: la fa­mi­­­lia, el clan o la polis. Esa pretensión platónica no só­­lo no alen­­­­taba demasiado la manifestación de las ambiciones e ini­­­­ciativas per­so­na­­les sino que las te­­­mía: el individualismo com­petitivo, capaz de valorizar las aventuras perso­na­­­les y liberarse del cepo de las tradiciones de la vida cotidiana, era un escándalo en una sociedad in­ves­ti­da de va­lo­res corpo­rativos y colectivos.

Esa misma concepción platónica fue retoma­­da por otros filósofos, laicos y religiosos, que a tra­­vés de los siglos han logrado trasladar casi hasta nuestros días un sentimiento negativo con res­pec­­to al in­­­di­vi­dua­lismo. Los laicos, por­que muchos de ellos pretendieron sus­tituir a Dios por la razón, guiados por un fanatismo racionalista que los llevó a crear una “razón de Estado” su­­perior al poder di­­­vino de los re­yes que terminó intelectualizando el to­talitarismo y justificando los crímenes más abe­­­­­rrantes: la Re­volución Francesa, con los fundamentos teóricos que le precedieron y los actos san­­­­grien­­­­­­tos que le siguieron, constituye el ejemplo más conspicuo. Y los religiosos porque muchos de ellos no acep­­­­­­taron ni comprendieron que, quizás de una for­­­­ma sutil o velada, Cristo había dado el pri­mer pa­so en el pro­­ceso de individuación y li­be­ración cuan­­do se mostró dispuesto a perdonar a to­dos los seres humanos indivi­dualmente -como per­sonas in­­­­de­pendientes frente al poder temporal y ca­­­­pa­ces de hacerse responsables de sus actos- y no co­mo par­­­­tes integrantes de una comunidad o pue­blo, de una masa donde la responsabilidad se di­­­luía o de­s­­­­a­parecía por completo. En un sentido es­pecíficamente in­dividual, aquel mandato bíblico ‑”ama a tu pró­­­jimo como a ti mismo”- es claro y de­fi­nitorio y es­ta­blece una neta prioridad.

En muchas otras ocasio­nes, más cercanas a nuestros tiempos, la historia ha presenciado épo­cas durante las cua­les las consecuen­cias de la eclosión del individualismo y del abandono de las tra­­­­diciones generaron fuertes cues­tio­na­mien­tos de ín­­dole moral. En el Renacimiento, los sectores pri­­vi­le­gia­dos de la po­bla­ción manifestaron un pú­bli­co y notorio afán de fa­ma y ri­que­zas que a veces los hi­zo caer en la frivolidad y la voluptuosidad más extre­mas, amén de una falta de solida­ridad que que­­da fe­hacientemente demostrada por el contraste entre los fastuo­sos palacios de los privilegiados y las cho­­­zas que albergaban a la gente común. Con todo, y paradójicamente, esa época hoy es re­cor­dada en la ac­­­­­tua­li­dad como una de las más gloriosas de la cultura occidental.

Durante el siglo XIX lo habitual fue que la mayoría de los escritores y filósofos criticaran la fal­­ta de va­­­lores mo­rales de las clases altas, lo que en gran parte atribuían al individualismo, pero en el siglo XX esa crítica se generalizó y se fortaleció cuando logró institucionalizarse: ya no era sólo la Igle­sia sino también casi todos los partidos políticos y sus respectivas ideologías los que se volvieron en contra del individualismo, de lo individual y del individuo. Comunistas y fascistas, colectivistas o po­pulistas de derecha o izquierda, socialistas mo­de­ra­dos o no, devotos de cualquier religión, los mo­vi­­mien­tos englobados genéricamente en la New Age y hasta los ecologistas han transformado al in­di­vi­dua­lismo en el demonio que debía ser exorcizado de la cultura planetaria.

Incluso desde el neo­li­be­ra­lismo económico –un sistema ideológico que desde 1991, con la implosión de la Rusia soviética y la desaparición de un contrincante político, se transformó en la exa­cer­­ba­ción del homo oeconomicus y llegó a generar una especie de eli­tismo autoritario o una versión re­mozada de darwinismo social- no se han quedado atrás en su ataque y acusan al individualismo de haber con­tri­bui­do al de­s­a­rro­llo de esa enfer­mi­za frivolidad que hoy padece la huma­ni­dad: el neo­li­be­ra­lismo económico es demasiado frío e impersonal, quizá también escasamente flexible, como para soportar el espíritu jubiloso, sibarita y complaciente del individualismo de nuestros días, pese a que, por cier­to, ese in­di­vi­dualismo fue el que, en su origen, sentó las bases doctrinarias del neoliberalismo econó­mi­co.

En los últimos tiempos –fin del siglo XX y principio del XXI- la tradicional embestida contra el in­dividualismo que despliegan filósofos e intelectuales ha sumado a sus críticas un pronóstico catas­tró­fico: el fin del individualismo está cercano -dicen con frecuencia- casi al alcance de la mano. Cu­rio­sa reiteración: se viene escu­chan­do desde los al­bo­res de la civilización y en referencia a cual­­quier co­sa. Nada que asombre: el ser humano siempre mos­tró una insana pasión por el apocalipsis y has­ta existen los que se con­si­de­ran optimistas sólo por­que estiman que la mecha de la bomba es lar­ga. Así como hubo épocas en que la cohesión de la so­­ciedad se mantenía por el imaginario del pro­gre­so, hoy se man­tie­ne por el imagi­na­rio de la ca­tás­tro­fe (Baudrillard,a:159). Pero esa clase de augurios bíblicos, ese fúnebre ardor premonitorio, forma parte de las pa­sio­nes hu­ma­nas más comunes –como si graduarse de pensador incluyera obligatoriamente recrear un pro­nós­ti­co catastrófico específico- y son muchos los que asumen esa postura frente a todo cam­bio de enor­me gra­vitación. Sin embargo, y más allá de las luces y sombras que nun­­­ca faltan, nada per­mi­te co­rro­borar el cataclismo total ni la disolución o el fin de los valores morales de nuestros días.

En el mundo de las ideas es difícil encontrar un concepto que haya sido tan estigmatizado co­­mo el del individualismo. Ese repudio generalizado se debe a que el individualismo puede ser ana­li­zado desde muy diversos ángulos -psicológicos, sociológicos, políticos, económicos y hasta re­li­gio­sos- puesto que, en apariencia, ya no hay aspecto de la vida humana donde no intervenga –de ma­ne­ra di­rec­ta o in­direc­ta- el individualismo. Y es precisamente en esa circunstancia propia del indivi­dua­lismo -en don­­de al­gu­nos quizá estimen que reside su principal fuerza- donde se encuentra su mayor debilidad ya que esa ex­cesiva exposición lo transforma en un blanco fácil, casi obligatorio e in­evi­table, de cual­quier ata­que: en numerosas oportunidades, y por ese impulso avasallador que lo lle­va a adelantarse a los hechos, el individualismo se vuelve política­men­te incorrecto, lo que en un mun­­­do afecto a los eufemismos, como el actual, resulta imperdonable.

No obs­tante, debe reconocerse que cada tanto esos pronósticos catastróficos aciertan. Eso es imposible ne­garlo, pero cabría preguntarse si esta vez acertarán. Y al respecto existen dudas, muchas dudas. Por cierto, en algunos oídos todavía resuena “el fin de la historia” que anunciara un pensador –Francis Fukuyama- en la década del 90. Y que se haya equivocado –como era previsible- no impidió que otros, tal vez envalentonados por esa au­dacia, afirmaran que el individualismo ya ha­bía muerto. Según sus propias palabras, mu­chos asistieron a su entierro y otros tantos presenciaron su cremación. Sin embargo, el in­­­di­vi­dua­lis­mo todavía sigue vivo, con todas sus glorias y sus mi­se­rias. Sus pocas glorias y sus mu­chas miserias, alguien podría alegar, razón por la cual resulta más co­­rrecto hablar del dominio y la expan­sión del individuo –como especificamos al principio de este ca­pí­tulo- y no del triunfo del in­di­vi­duo –lo que en realidad sería una victoria pírrica- porque es coherente presumir, la cautela así lo im­pone, que el individualismo no es la pa­nacea uni­ver­sal ni mucho menos: es­tá muy lejos de la per­fec­ción y probablemente ni siquiera sea per­fec­ti­ble sino todo lo contrario. Sim­­ple­men­te, es lo que hay. Y, de hecho, aquí y en todo lo que sigue no se tra­ta de elogiarlo, sino de ad­­mitir su existencia y su pre­­­do­mi­nio –gus­te o disguste- y describir cómo afecta el comporta­mien­to hu­mano.

En la actualidad, y pese a los reiterados ataques que debe y seguramente deberá soportar el in­dividualismo, su do­minio se extiende de manera abru­ma­do­ra y hasta descontrolada –de mucha ayuda en ese proceso ha sido el des­pres­­ti­­gio del co­lectivismo relacionado con los regímenes tota­li­ta­rios y po­pu­lis­tas‑ y no só­lo en el mundo desarrollado sino también en el mundo emergente: para bien o para mal, la idea de in­di­­viduo se ha convertido en rea­li­dad y ex­pe­riencia y hasta parece ser la úni­ca que valida todo. Incluso ese exacerbado amor a sí mismo que –específicamente en el ámbito sen­ti­men­tal- genera una marcada ausencia de compromiso. Porque –y eso parece evidente más allá de to­­da duda- el individualismo ha decretado casi la muerte definitiva del compromiso. Adquirir com­pro­mi­sos a largo plazo, así como depender de los compromisos de los otros -afirma Bauman (a:54)- es­tá asumiendo cada vez más la apariencia de una conducta irracional, al desentonar más y más con la experiencia de la vida diaria. Y eso es fácil de entender porque si bien existe el largo plazo, todos vivimos en el corto plazo.

Existe la creencia de que, en última instancia, el individua­­lismo representa el elemento dis­­tin­ti­vo de la so­cie­dad mo­der­­na –con todas sus glorias y miserias, reiteramos-, instituyéndose así como la afir­­ma­ción de la ma­yo­ría de edad de los hom­­bres y de la consi­guien­­te necesidad de superar de­fi­ni­ti­­va­men­te las tu­te­las y ha­cerse dueño de sí mis­mo. Sygmunt Bauman –el so­ció­logo que hoy parece estar de moda en el mundo- le otorga una importancia decisiva al individualismo y a la libre elección individual en el sistema sociocultural de la actualidad. Parodiando a Sartre, se podría decir que el hombre de nuestros días está con­denado al individualismo.

También son muchos  quienes rechazan las visiones apocalípticas: hay que deshacerse de la idea ca­ri­­­ca­tu­resca de un mun­do en el que todos los cri­terios se van a pique, en el que los hombres no es­ta­rían ya sujetos por ninguna creen­cia o por nin­guna dispo­si­­ción de natura­­leza moral (Lipovets­ky,a:148). En términos generales, el in­di­vidualismo de hoy, tanto como el de ayer, im­pul­sa la rup­tu­­­ra de las nor­­mas tradicionales, lo que puede ser bueno y malo a la vez: el joven em­pren­dedor que de­­sa­rrolla una nue­va empresa o una nueva tecnología rompe las normas que impe­ran en la so­cie­dad y lo mis­mo hace el cri­mi­­nal que asalta y mata, tal como hacía el artista rena­cen­tis­ta que im­po­nía nue­vos cri­terios en el arte o el prín­­cipe siniestro que se valía de cualquier me­dio pa­ra lograr sus fi­­nes.

Es cierto que en la nueva sociedad predomina la incertidumbre y la in­­esta­bi­li­dad -lo que a mu­­chos hace creer que se vive en un laberinto sin salida- pero no por eso se carece de prin­­­cipios, aun­que sea de principios mínimos. Que las reli­gio­nes y las ideologías hayan quedado relegadas por­que muchas veces sirvieron para crear y va­lidar sis­temas totalitarios y que, como consecuencia, el pasado y lo tradicional se diluyan en gran par­­­­te y casi sin nos­tal­gias, co­mo si toda la gente se sa­ca­ra de encima un pesado lastre, no lle­va obli­­gatoriamente a la orgía ge­­ne­­­ralizada de Sodoma y Gomorra sino hacia una sociedad fun­dada en la mo­ral de la subjeti­va­ción. O, simplemente, hacia una nueva moral a la que no le faltan cá­no­nes que merezcan respeto y tolerancia.

Así como antes la ética social im­­ponía la virtud y el rigor y, con res­pec­to a los deseos, su pos­ter­gación y hasta su re­­­nuncia, hoy se universali­za una nueva ética indivi­dual, espontánea y fran­ca, que actúa más como límite que como principio, que en esen­­cia busca el de­recho a la satis­fac­ción in­me­­diata de lo deseado, que mantiene par­cial­­mente su com­­pro­mi­so social y que no se preo­cu­pa de­ma­siado por los deberes u obligaciones: lo que prevalece es la afirmación de cada ser par­ti­cu­lar ‑en cuerpo y alma‑ a crear y regir su pro­­pia individualidad. Por más lamentable que sea para algunos, cuando la gente deja de creer en las bon­da­des paradisíacas del Otro Mundo y en la vida después de la muerte, lo que importa es el presente, el aquí y ahora. Así, a secas, con toda su contundencia.

Es posible que la sociedad ideal no sea la que hoy, según expresa Touraine (a:75), se mues­tra cada vez más confusa, la sociedad que priva de normas a ámbitos cada vez más vastos de la con­­­­­ducta, la sociedad que coloca a los individuos más a menudo en situación de marginalidad que de pertenencia, de cambio que de identidad, de ambivalencia que de convicciones claramente po­si­ti­vas o negativas, pero mucho menos lo es aque­lla donde rige el control omnipresente y totalitario. Pen­­­sar que todos los valores se diluyen y que to­das las costumbres se quebrantan, pensar siempre lo peor –su­­perando el límite de la estrategia  prudente y ca­yen­do en una psicosis negativa- distrae la aten­­ción de las posibilidades positivas y orienta la mente hacia enfo­­ques ex­­­tremistas e irreales.

No obstante, hay indicios de que en la ac­tua­li­dad el individuo in­siste en ha­cer una de­mo­­­cra­cia a su medida, una de­­mocracia individual donde lo po­lítico y lo so­­cial se expliquen por lo individual, y no desde arriba sino des­de abajo. Por lo tanto, par­­ticipar de la creen­cia de que el individua­­­­lismo es la principal amenaza pa­ra la in­­tegración social ‑ac­­­ti­tud en la que se em­­pecinan cier­tos nostálgicos y que ha impulsado a muchos a usar el eufe­mis­mo de “singular” para re­ferirse a lo individual o a la in­di­vidualidad- ya ha dejado de ser co­­­he­ren­te y de aportar so­lu­cio­nes: las formas de desintegración más graves de la ac­tua­lidad son las que im­pi­den al individuo ac­tuar co­mo sujeto (Touraine,a:272).

También es posible pensar que en el fondo de ese debate entre el individualimo y el colec­ti­vis­mo sub­­yace un viejo malentendido, dada la ambigüedad que ya mencionáramos con respecto al in­­­dividualismo: aparentemente exis­te un individualismo particularizado y utilitario que se satisface en el lo­gro del propio interés material, desagregado por completo del bien común y de la sociedad y re­pre­sen­tado por ese “espíritu de cuer­po” que caracteriza a lo corporativo, y otro muy distinto que se po­­dría denominar individualismo expresivo o explícito, de índole general y centrado en la propia rea­li­za­ción interior sin descartar lo exterior, contingencia que, más que permitirle la integración activa con el res­to de la comunidad, lo impulsa a ello con las limitaciones cautelosas que impone la sub­je­ti­va­ción. El malentendido surgiría, entonces, de confundir un tipo de individualismo con el otro.

Tampoco faltan autores que se niegan a aceptar una neta diferenciación entre lo social y lo in­di­vidual, con­­siderando que esos dos ámbitos no son independientes ni estancos sino que se re­tro­ali­mentan mutuamente. Una persona se reconoce como individuo, como ser individual, en relación a to­dos los otros seres que lo rodean: uno y otros son las dos caras de una misma moneda y no puede ser de manera distinta. Creer lo contrario sería admitir que el individuo practica una especie de au­tis­mo vocacional o un autismo voluntariamente elegido.

Una idea que muchos comparten –y que en relación a este tema adquiere una importancia vital- es la que expresa Mannheim (:25s): hay que acabar con la ficción de la total in­­de­pendencia del individuo fren­­­te al grupo con cuyo esquema el individuo piensa y actúa, la ficción de su­poner que el individuo elabora una concepción del mundo sólo con los elementos que le ofrece su pro­pia expe­rien­cia, porque así no se pue­­­­de apre­ciar el papel que la sociedad y lo social des­em­pe­ñan en la for­ma­ción de la personalidad individual como re­­­sultado de la vida en común y de la inter­ac­ción con los de­más. De ahí que cada vez sea más común la aparición –por lo menos la propuesta- de soluciones individuales a problemas sociales, y que los tradicionalmente aficionados a las soluciones sociales como forma de enfrentar los problemas individuales se vuelvan más tolerantes al respecto. De ahí, tam­bién, que gracias a la cultura audiovisual –configurada por la televisión, la informática y las redes sociales- se haya fusionado en una unidad lo íntimo y lo privado, lo individual y lo social.

Incluso esa necesidad cuasi biológica y tan íntima e innata que hasta podría decirse que re­sul­ta metaindividual más que individual -además de la consecuencia directa de un natural indivi­dua­lismo- como lo es la pretensión de distinguirse y diferenciarse de los demás, jamás lograría sa­tis­fa­cerse sin prestar atención a lo social que a cada persona circunda. Se demanda autonomía y singu­la­ridad, pero también se desea ser como los demás; se demanda libertad pero también se de­sea la se­guridad que brinda el apoyo de los otros: con las palabras de Simmel (:24), hay un debate interno en­tre el impulso a fundirnos con nuestro grupo social y el afán de destacar fuera de él nuestra indi­vi­dua­­li­dad. De hecho, un régimen político centrado en el in­di­vi­dua­­lismo só­lo conduciría al fracaso si no es com­pensado o moderado por aquellas tenden­cias de la so­cia­bi­li­dad, y tal vez eso explique el des­ca­la­bro que el liberalismo económico extre­mo ha generado en mu­chos países en el período que si­guió a la finalización de la guerra fría y que Ulrich Beck califica co­mo “se­gunda modernidad”.

En última instancia, todo es una cuestión de dosis: si se lle­va la noción de individuo hasta sus lí­mites, lo único que se obtiene es una monstruosidad, y lo mismo sucede si se hace lo propio con la no­ción de lo colectivo o de grupo. La vida en la sociedad mo­derna es el campo de batalla de lo individual y lo social, pero un campo de batalla que poco a po­co va difuminando la violencia en pos de una mayor armonía y un mayor consenso. En ese sentido, es posible –como dice Bauman (a:26)- que pronto nos veamos forzados a comprender que no hay sustituto aceptable para el diálogo.

Pero no es fácil alcanzar el equilibrio o la dosis correcta, y así co­mo en la historia pre­via se exa­­geró con el colectivismo hoy hay evidencias de un frenesí indivi­dua­lis­ta que está pro­vo­cando un des­control social y económico que puede tener graves consecuencias si no se lo co­rrige a tiempo. La idea de que en la sociedad lo único que importa es la elección individual des­en­fre­na­da no deja de ser con­­flictiva, muy conflictiva. Incluso la misma acción de elegir es conflictiva porque obliga a aceptar una responsabilidad a la que pocos acceden gratuitamente puesto que conlleva una carga psicoló­gi­ca bas­tante pesada –a veces excesivamente pesada, se podría decir- como todo aquello que, por de­­finición, debe ser elaborado en un ámbito de libertad donde el individuo se encuentra con su más ín­­­tima so­le­dad, lo que siempre, sin duda, genera intranquilidad, ansiedad, riesgo, incertidumbre y mie­­­do.

Está claro, entonces, que para cualquiera el costo de la individuación es muy alto, tanto que no todos se muestran dispues­tos a pagarlo. En especial porque –comparativamente hablando- el cos­to de la dependencia –a veces hasta el de la esclavitud- es mucho me­nor y, por esa misma ra­zón, tentador. De ahí que nunca deje de mencionarse “el miedo a la libertad” que Eric Fromm res­ca­ta­ra –quizá de un oscuro rincón del alma humana- medio siglo atrás. Con todo, puede decirse que a aque­llos que opten por el individualismo y la realización per­so­­nal de sus ambiciones no les queda otra que aceptar esos peligros. Como ya dijimos, el individuo está condenado a  la libertad y es esa misma libertad la que parece estar convirtiéndose en la meta a perseguir, en la utopía a alcanzar, aunque ello implique una sociedad de individuos unidos solamente por su propia soledad, por su pro­pio aislamiento.

¿Quién se atreve a condenar las florecientes desigualdades y el de­rrumbamiento social en­gen­­drados por los libres mercados ‑se pregunta Gray (:140), mezclando el pesimismo y la resig­na­ción que implica conocer la respuesta de antemano‑ cuando éstos no son más que la consecuencia del de­­recho a la li­bertad individual en el ámbito econó­mi­co? ¿Quién se animaría a prohibirles a las mu­jeres el ejercicio de sus oficios y profesiones con la intención de que regresen a sus hogares y así so­­lucionen o mitiguen los des­ór­de­nes internos de la familia que la so­cie­dad moderna pa­de­ce? Mien­tras el costo de la inseguridad social y de la falta de cohesión familiar no supere al beneficio de la li­ber­­tad individual y la realización personal no habrá cambios pero, no obstante, siempre queda la es­pe­ranza de una moderación que haga ra­zo­na­ble el riesgo y to­lerable la incertidumbre.

La lealtad colectiva, el altruismo o los incentivos morales son actitudes poco fre­cuentes, de es­­­­ca­sa cre­­dibilidad y duración, más allá del voluntarismo que los impulsa en ciertos mo­men­tos crí­ti­cos. Una sociedad que en su división del trabajo y en su diferenciación funcional no pue­da ofre­cer a ca­­da in­­di­viduo una serie de campos de acción en los que la plena ini­cia­ti­va y el jui­cio in­dividual lo­gren ejercerse, tampoco conseguirá elaborar una completa concepción del mundo in­di­vi­dualista y ra­­cio­na­lis­ta que pretenda convertirse en una realidad social efectiva. Por lo demás, el in­di­­vidualismo de hoy no consiste en rechazar los modelos so­­ciales: en el fon­do, la cultura del in­di­vi­duo es lo que sus­­­tituye las reglas heterónomas de la religión y la tradición por las reglas autó­no­mas del mundo hu­ma­­­no­social (Lipovetsky,b:133).

Pese a todas las críticas que re­cibe, el individuo hedonista y narcisista que en la ac­tualidad pa­­rece im­perar en el mundo ‑ese ser que asume la idea del placer como sistema de vi­da y que vive pa­­ra sí mismo‑ ha esta­ble­cido las pautas inherentes a los derechos humanos, al femi­nis­mo, al eco­lo­gis­mo, al pacifismo, a la tolerancia y a la honestidad; consume grandes cantidades de vio­­lencia y por­­nografía a través de los mass media, pero rechaza la violencia y condena los ex­ce­sos sexuales en la vida cotidiana; cuida y adora a su cuerpo como si fuera un templo, pero se rebela con­tra los pa­de­cimientos ajenos y ac­túa masivamente al res­­pecto; se encierra en la intimidad de su vi­­da pri­vada pero a la vez genera un “yo re­la­cio­nal” que lo mantiene en permanente contacto con los de­más, con el otro. El neoindividuo es una partícula in­teractiva, comunica­­cional, en feed back per­­petuo, co­­nec­ta­­do a la Red y visualizando el podio (Baudrillard,b:160).

También el in­di­­vi­dua­lis­mo exi­ge la tole­ran­cia y así pacifica los conflictos externos, pero am­pli­fi­ca los internos o subjetivos; fa­­vo­rece la autono­mía y las libertades privadas, pero posibilita la so­le­dad; impulsa al progreso pe­ro no siem­­pre a la fe­li­cidad. Porque, en esencia, la diferencia que me­dia entre el individualismo de otros siglos y el del si­glo XXI es que el de antes era un atributo ex­clu­si­vo de las élites de poder, basado en lo he­re­ditario o en lo corpora­­tivo, mientras que el actual ha in­va­­dido los sec­tores sociales medios, a ve­ces también los inferiores, y se fun­damenta mayoritaria­men­te en la me­­ritocracia.

Individualismo y solidaridad

Del individualismo actual ha surgido una doctrina de la responsabilidad individual que se ha­ce comunita­ria, quizá obedeciendo al precepto bíblico -“ama a tu prójimo como a ti mismo”- y crean­do así una nueva éti­­­ca. No se trata de una ética ampliamente ideologizada como la que sirvió de ex­cu­­sa para iniciar muchas re­vo­lu­­ciones y movimientos del siglo XX que luego terminaron transfor­mán­­­­dose en regímenes totalitarios o mos­­tran­do sus aficiones antidemocráticas, y tampoco toma co­mo refe­ren­te exclusivo la eliminación total y ab­so­lu­ta de la corrupción y la inmoralidad en la so­cie­dad por­que ya no se satisface en las imposibilidades absur­das, si­­no que pretende ‑luchando contra la im­­punidad- re­du­cirlas a un mínimo tolerable y armónico con la eficiencia.

De ma­ne­ra constante, o aunque más no sea en la medida de lo posible, esa nueva ética lle­va en sí misma los prin­ci­pios de la solidaridad: si el sufrimiento invade países lejanos, se organizan ayu­das de urgencia; si el pla­ne­ta está en pe­ligro, se impulsa el respeto por la naturaleza; si el capi­ta­lis­mo es alcanzado por la corrupción, se mo­­raliza la práctica de los negocios; si la ciencia traspasa cier­tos lí­mites, se la vigila y controla; si el pe­riodis­­mo abusa de las funciones asignadas y distorsiona la rea­li­dad, se le impone una deontología específica. En el si­­glo XXI las demandas de ética y trans­pa­rencia serán exigencias constantes, como ya se puede presumir gracias a las redes sociales.

Cada país, cada cultura, se expresa a través de un individualismo propio, y aun dentro del mun­­­­­­­­do des­a­­rrollado existen grandes diferencias. El de EUA es, uná­nimemente y de acuerdo a la ma­yoría de los analistas, el de mayor intensidad. Ninguna cul­tura está tan consagrada a ha­cer que los sueños de cada individuo se conviertan en realidad y de ahí que se aliente al individuo a es­for­zar­­se al má­ximo. Quizá a eso se deba que EUA tenga la canti­dad más grande de ganadores del Pre­mio No­bel, de científicos destacados, de empresarios exi­to­sos, de capitales de riesgo, de trabajos cien­­tíficos brillantes, de nue­­vas patentes, de nuevos em­pleos y emprendimientos creados por año, de inventores de pautas universales, de millonarios que apenas han superado la adolescencia, etcétera.

Se trata de un in­dividualismo contradictorio, no siempre fácil de encasillar, esquivo a las de­fi­­­nicio­nes sucintas, di­ná­mico y multifacético, al que reiteradamente se lo acusa, y con razón, de ser de­ma­siado com­­­­petitivo y la principal cau­sa de la notoria desigualdad social de ese país ‑superior a la de cualquier otro del mundo desarrollado‑ sin que eso permita compren­der­lo por completo, como su­cede con la am­plia difusión del trabajo voluntario y solidario, el que en EUA alcanza niveles jamás vis­tos en ningún sitio del planeta. Para más del 75% de los estadounidenses la solidaridad y el in­te­rés pú­bli­co ocupan el mismo lugar de importancia que la realización individual, el éxito profesional y la expan­sión de las libertades individuales (Tomlinson:241).

Japón, en cambio -una sociedad catalogada por todos como esencial­men­te comunitaria y don­­­de se su­pone que el individualismo está fuerte y socialmente controlado- carece de antecedentes en ese tipo de trabajo y en comparación existen pocas organizaciones comunales de ayu­da. Y en el res­­to de Asia se rei­tera el mis­­­mo pa­­no­ra­ma, y con tal in­­tensidad que países como China, Vietnam, Sin­­gapur y Corea del Norte casi no tie­­nen or­ga­ni­za­cio­­nes preocupadas por los derechos hu­ma­nos -los que aparentan re­pre­sen­tar un “lujo” que no figura den­tro de sus prio­ri­­da­­des- e incluso han llegado a re­­cha­zar la insisten­cia de las empresas estadounidenses en ese aspecto alegan­­do que sólo es un in­­ten­to de res­tar­le com­petitividad a los productos asiáticos (Naisbitt,a:79).

Bourdieu (:7) afirma en reiteradas ocasiones que una ciencia que pretenda com­pren­der y expli­­car las prácticas sociales obligatoriamente deberá romper con muchas falsas dicotomías, entre ellas la que opone el individuo a la sociedad. El “nuevo individualismo” que acompaña a la moderna glo­bali­za­ción no es refractario a la coo­pe­ra­ción ‑afirma Giddens (a:87)‑; la cooperación, en lugar de la je­rar­quía, es estimulada positivamente por él. Esto es lo que permite hablar de un “indivi­dua­lis­mo so­­li­da­rio” en el que la formación de la iden­­tidad personal depende de una creciente conciencia re­­fle­xi­va de las relaciones con los otros. El avan­zado proceso de individuación no ha impuesto, de nin­gu­na ma­ne­ra, el abando­­no de la ayuda a los des­am­pa­rados ni la despreocupación por la beneficencia porque en el meollo de la cues­­­tión se tra­ta más del triunfo de la individualidad que del individuo. Sin el ideal de una entrega per­­sonal, sin com­prometerse de­ma­­­siado, quizá a condición de que sea fácil y dis­tan­te, se continúa prac­­ticando la ge­nerosidad so­cial. El indivi­­dua­lismo no es sinónimo de egoísmo ni des­­tru­ye la preo­cu­­pación ética y en lo más pro­fun­do genera un al­truis­­­mo indoloro de masas (Lipo­vets­ky,a:133).

Ahora es­tá de moda hablar de la falta de solidaridad que como con­­­­se­­cuencia del individua­lis­­mo exa­cer­ba­do campea en las sociedades modernas y desarrolladas y se la com­­­­­­para, de una ma­ne­­­ra nostál­gica, con la solidaridad y fraternidad que caracterizaba a la Edad Media. Las so­­­­ciedades me­­die­vales, tal como hoy son las africanas, eran sociedades de solidaridad, afirma Duby (:28), ex­­pre­­sando una creencia popularmente muy difundida. Pues bien: resulta difícil sa­ber a qué socie­­da­des afri­­ca­nas se refiere Duby, ya que las informaciones que periódicamente llegan del continente ne­gro no pa­re­cen con­firmar sus apreciaciones. Existe ahí, claro está, una fuerte solidaridad tribal, pero és­ta no ha impedido gue­rras, civiles o no, tan cruen­­­­tas como las de Biafra, Senegal, Mauritania, Bu­run­di, Ruanda, Sie­rra Leo­­­na, Etio­pía y Eritrea, pa­­norama que en los últimos tiempos se rei­­teraron en otras culturas de Eu­ropa Oriental, Asia y Me­dio Oriente, supuestamente también so­­lidarias. Y a eso po­dría agre­gar­se la existencia de los “ni­ños sol­da­dos” tan comunes en Afri­ca y Asia: niños de seis a quin­ce años que in­tegran bandas de ase­si­nos bajo la dirección de guerrilleros y que la Unicef estima en unos tres­­cien­tos mil.

Todos los numerosos estudios antropológicos de las últimas décadas que cita Marc Ross en “La cul­­­­­­tu­ra del conflicto”, y hasta los mismos que él ha llevado a cabo, demuestran fehacientemente que en las so­­­­cie­da­des agrícolas o preindustriales existen los mismos conflictos que en las modernas y que en no pocas oportu­ni­dades son más violentas, y que lo fueron, incluso, antes de sus contactos con Occidente. Esas culturas tal vez no hayan vi­vido en un estado de guerra permanente, como ase­gu­­raba Hobbes, pero tampoco en una idí­lica paz perpetua como creía Rousseau. Y como supone Du­­by.

En cuanto a la solidaridad medieval, nos permitimos cuestionarla: si bien las pequeñas co­mu­nidades feu­dales estaban regidas por una íntima fraternidad que les permitía a todos compartir sus escasas riquezas, no debe olvidarse que el señor feudal era el amo y los campesinos sus sier­vos, la vigencia del derecho de per­na­da, los impuestos en especies que empobrecían aun más a los po­­­bres y la total exclusión de quienes se ne­ga­ban a aceptar ese tipo de vida. En la Edad Media qui­zá no exis­tie­ra la espantosa soledad del miserable que se puede apreciar en nuestros días, pero mu­cha gente no toleraba quedar encapsulada dentro de esas co­mu­ni­­dades asfixiantes y se marchaba a los bos­ques: éstos representaban de manera conspicua el sitio de la li­bertad y de la independencia, re­­co­no­ce el mis­mo Duby.

Por lo demás, a los leprosos se los aislaba; a los judíos se los trans­for­ma­ba en víctimas pro­pi­­ciatorias cuando alguna circunstancia nefasta conmovía la tranquili­­­dad social; no se toleraban prác­­­ti­cas religiosas distintas de las oficiales; se rechazaba a los inmigrantes; los ca­­­ba­lleros an­dan­tes, hoy ro­mánticas figuras históricas, saqueaban a los campesinos cuando no se mataban entre ellos mis­mos en salvajes torneos; la tortura y la ejecución pú­bli­ca de los delin­cuen­­tes, locos y ho­mo­se­xuales era común; la Inquisición institucionalizaba la caza de brujas, los sa­cer­­dotes di­­­rigían sus ce­remonias desde su jerárquico bienestar, desinteresán­dose por completo de las angustias de los po­­­­bres, y las cor­tes reales y papales deslumbraban con un lujo gro­­­se­ro en tiem­pos tan míseros.

La solidaridad de aquella gente era una de tipo local, restringida geográficamente por los lí­mi­­tes territo­riales del feudo, y todo lo exterior era considerado sospechoso, amenazante, enemigo, por­que se vivía en me­dio de una permanente inseguridad que desde el principio generó un pensar ma­niqueo y paranoico que no ad­­mi­­­­tía matices intermedios y que instituyó un autoritarismo sacra­li­za­do y un gran número de marginados: con las limitaciones que corresponden, esa solidaridad me­die­val era el equivalente actual de la solidaridad interna y grupal, totalmente independiente del resto de la socie­dad e indiferente del respeto ajeno, con que hoy se ex­pre­­­san diversos entes corporativos co­mo los sin­dicatos, los pandilleros urbanos y hasta la Mafia.

Por cierto, resultaba ser una solida­ridad muy poco alentadora que sería insoportable para el in­­dividualismo moderno y para quienes se preocu­pan míni­­­mamente por la libertades y los derechos ci­­­­viles; una solidaridad que imponía a cada persona y a ca­da clase so­­cial una determinada función que debía cumplirse de manera estricta e inmutable. Como todos los principios o ideales de la Edad Me­­dia, instituía un mode­­lo cla­sis­ta y aristocrático dotado de una inconmovible jerarquía: ningu­no de sus defen­sores actuales sería ca­­­­paz de vivir dentro de esa solidaridad ‑a menos que ocupara el lu­gar del amo‑ pero ese de­talle ja­­más puso coto a sus veleidades retóricas. ¿De dónde sur­­ge, enton­ces, esa supuesta so­lidaridad y fra­ternidad de las sociedades predesarrolladas o preca­pi­talistas?

Fue Bar­tolomé de Las Ca­sas quien, durante la colonización de América, inauguró esa es­pe­cie de “an­tro­po­logía idílica” que describía a los na­­­tivos de esas tierras como seres inocentes y pací­fi­cos ‑versión que poco se ajustaba a la ver­da­dera conducta de los aztecas y de los incas‑ y que des­pués Mon­taigne y Rousseau se ocuparían de difundir por toda Europa, dando origen al “ideal pas­to­ril”, “mi­­to agra­rio” o “culto del noble salvaje” en el que recayeron y abunda­ron los representantes de la Ilus­­­­­tra­ción, los revoluciona­­rios franceses, los académicos alemanes o los so­cia­lis­tas europeos, lle­nan­­­do pá­­ginas de elo­gios a las cua­­­lidades morales que caracterizaban a los campesinos, en opo­si­ción a los ha­bi­tan­tes de las ciu­­da­des. Los campesinos son como la ma­yoría de las gentes: tienen al­gu­nas cuali­da­des muy agrada­bles pero también muestran rasgos de ca­rácter que difícilmen­­te pue­dan equipararse al ideal pasto­ril (Foster:43s).

La conclusión es que siempre ha sido muy difícil dominar o controlar el espíritu competitivo de los hom­­­­­bres, aun en las pequeñas y cerradas comunidades de antaño, mientras que en las mo­der­­nas es casi impo­­­­sible. Fuera de las dictaduras, no se dispone de otros medios para controlar la com­­­­­pe­ten­cia en nuestras so­cieda­des, y de ahí las reservas y temores que la solidaridad comunitaria ha­­­bi­tual­mente despierta: la crítica más im­­­por­tante que se le hace al comunitarismo es que produciría una reglamentación de la opinión, la repre­sión de la disidencia y la institucionalización de la intole­ran­­­cia, todo ello en nombre de la moralidad (Lasch,b:97).

Pa­­ra el individualismo moderno, el con­cep­­to de “comunidad”, verdadera y específicamente en­­tendido, sue­na co­­mo una invitación al fana­tis­­mo que atenta contra la libertad intelectual y la to­le­ran­cia, a la vez que ame­naza al cos­mopo­li­tis­mo y a la diversidad, es decir a la misma esencia de las so­­ciedades civilizadas. No to­dos están de acuerdo, por su­puesto, pero sea como sea hoy agoniza el mi­to agrario en su forma clásica puesto que se vi­ve una cul­tu­ra esencial­mente urbana, y sólo per­sis­te en boca de viejos y melancólicos intelectuales que ape­nas so­­breviven ‑siem­pre en las ciudades, co­mo es de esperar- y en los representantes de la sim­plis­ta visión de la New Age.

Se sigue hablando, quizá con cierta añoranza, de la vida rural, pero los pocos seres urbanos que vuel­ven a ella lo hacen en viviendas rodeadas de rutas asfaltadas y jardines asépticos, don­de la ma­yoría de las ali­­mañas silvestres -exponentes de la tan “apreciada” biodiversidad- son eli­mi­­nadas por medios quí­mi­­cos y donde jamás faltan todas las comodidades modernas: el ideal pas­to­ril de an­ta­ño se ha trans­for­mado en la pa­sión actual por el suburbio residencial o el country clubque genera esas co­mu­ni­da­des “envasadas” llenas de hogares “enva­sa­dos” y vida social “envasada”, to­do re­gi­men­tado dentro de espacios sobrevigilados con acceso restringido que per­­miten evi­­tar cualquier “en­cuen­tro insa­tis­fac­torio”. Hasta es posible que en esos ámbitos se toleren algunas emociones fuertes siem­pre que no sean verdaderas y que no impliquen peligros o sorpresas desagradables.

Curiosamente, cuando en EUA ese individualismo aparenta estar perdiendo compe­ti­tividad, en Europa va logrando día a día más adeptos. En Inglaterra, Italia, España y Francia es notable el re­­­­cru­decimiento del in­di­­­­­vidualismo. Tanto el “dinero fácil” como los gold­en boys, típicos de EUA, han lo­­grado la consagración cultural en Francia y despiertan más admiración que desconfianza (Li­po­­vetsky,a:191): es la hora de los ganadores, de los comunicadores mediáticos, de los yuppies que se ven legitimizados por una cultura favorable. Tam­­­po­co Holanda, Suecia y Alemania pueden man­te­ner­se al margen de esa tendencia e incluso Japón, el po­­­­lo opues­­to de EUA en esa clasi­fi­ca­ción, hoy se sien­te conmocionado por la creciente ola de individualismo que em­barga a los jó­­venes adul­tos y que im­plica la paulatina desaparición del capitalismo solidario que siempre se di­jo que ca­rac­te­ri­zaba a esa nación.

Por  otra parte, no debe olvidarse que también con respecto a la solidaridad existe cierta am­bi­­güedad de criterio: por cuestiones  tradicionales, especialmente religiosas, siempre se pretendió di­so­­­ciar la solidaridad de las cuestiones económicas o monetarias cuando lo cierto es que esa sepa­ra­ción no tiene razón de ser. Más aún: como bien lo demuestra Fukuyama (a), la vida económica de las so­­­ciedades modernas y avanzadas está pro­­fundamente invadida por factores culturales como la con­­­­­­­fianza social, los lazos morales y la solidaridad, y es precisamente la ausencia de ellos lo que atra­­­­­­­sa el crecimiento y desarrollo de las naciones.