El enemigo de la muerte - Carlos Vásquez - E-Book

El enemigo de la muerte E-Book

Carlos Vásquez

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Beschreibung

 Los apuntes de Canetti podrían leerse de diversas maneras. Una de ellas, la que guía este libro, es una lectura que sigue las letras del alfabeto y establece un diálogo directo con los temas esenciales de su escritura.    En palabras de Canetti, "La resistencia contra el tiempo necesita sus frases cortantes, de lo contrario permanece obtusa y desvalida. Es difícil guardar para sí las frases que uno mismo ha encontrado y son cortantes. Sin embargo, únicamente los pensamientos sobre los que nadie sabe nada lo mantienen a uno con vida". 

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El enemigo de la muerte

Un abecedario de Elias Canetti

Carlos Vásquez

Literatura

Editorial Universidad de Antioquia®

Colección Literatura

© Carlos Vásquez

© Editorial Universidad de Antioquia®

ISBN: 978-958-501-055-0

ISBNe: 978-958-501-056-7

Primera edición: octubre del 2021

Hecho en Colombia / Made in Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad de Antioquia®

Editorial Universidad de Antioquia®

(57) 604 219 50 10

[email protected]

http://editorial.udea.edu.co

Apartado 1226. Medellín, Colombia

Imprenta Universidad de Antioquia

(57) 604 219 53 30

[email protected]

El enemigo de la muerteno fue escrito y, así, yo no he hecho nada. He merecido con creces la burla que cosecho por sus convicciones. Si estuviera aquí, si existiera físicamente, si de verdad estuviera aquí, nadie sería capaz de burlarse de él

Elias Canetti

Presentación

Se escribe para amansarse y para calmarse

EC

“Una frase es siempre Otro en relación a quien la escribe”. Eso afirma Elias Canetti en el ensayo Diálogo con el interlocutor cruel (1965), incluido en el libro La conciencia de las palabras (tomo V de su Obra completa en español). Eso pasa sobre todo con los diarios, en los que las frases se alzan como murallas y el que lleva uno va saltando encima de esas frases atreviéndose a ir cada vez más lejos. En ese ensayo, Canetti distingue tres formas de escritura: “los apuntes sueltos, las agendas y los diarios”. El ensayo es fascinante. Permite definir esas tres modulaciones, descubrir con gratitud y exaltación cómo, más allá de los géneros, la escritura multiplica sus formas para colmar una existencia. Elias Canetti fue maestro de esos tres géneros. Por desgracia, no existe aún la posibilidad de leer sus diarios ni agendas, él supo reservarlas un tiempo para que no causaran daño. Aquel ensayo permite, además, darse cuenta de que cada una de esas escrituras le conviene a ciertas cosas; la maestría está en inventarse una forma apropiada, no repetirse, evitar caer en esquemas. En ese sentido, Canetti es, como pocos escritores, un inventor. Se fue dando las formas que requería. Entre el ensayo, el poema, el drama, la novela, los apuntes, terminó desplegando una poética multiforme.

Desde muy pronto Elias Canetti descubrió que luchar contra la muerte era su destino. En un momento dado supo que la forma de hacerlo era escribir su libro. Tanto la lucha como el libro iban a ser su fracaso. Ambos, vencer a la muerte y hacerlo en un libro, fueron imposibles. La obra de Elias Canetti es el registro de lo imposible. El libro nunca llegó a ser escrito. Quedan de él tan solo fragmentos. Apuntes, apuntes, apuntes. Pero, ¿no exigía acaso la naturaleza del enemigo una escritura pulverizada, múltiple en sus estrategias, una demolición, más que algo construido? La idea misma de libro hace parte del enemigo a vencer. Sabemos hasta qué punto Canetti comprendió que las formas heredadas de escritura no convenían a su propósito. Que si elegía el terreno de la escritura eso suponía buscar la muerte precisamente allí, en las palabras. Entonces se dedicó a acariciarlas, amarlas, conocerlas y denunciar a la vez su compromiso con su feroz enemiga. ¿Decidió acaso abolirlas? Muy por el contrario, encontró en una escritura plural y discontinua la indestructibilidad de la vida. De ese modo, y quizás paradójicamente, las palabras son del hombre la eternidad.

De una manera regular, Elias Canetti empezó a llevar apuntes a partir de 1942. No dejó de hacerlo ya nunca. Dice que los apuntes deben ser “espontáneos y contradictorios”. Brotan de una alta tensión que califica de “insoportable”. Pero a la vez son livianos, simples, ligeros. Cuenta que un día, ese año, descubrió que la única manera de soportar la escritura de Masa y poder era llevando apuntes. Les dedicaba algunas horas del día, como una “válvula de escape”. Para escribir la obra de su vida abandonó toda actividad literaria. Dice que “un hombre es un ser plural, múltiple y solo puede vivir por cierto tiempo como si no lo fuese”.Los apuntes juegan el papel de liberación de esa multiplicidad ante la unidad impuesta de una concentración inaudita y tiránica. De pronto Canetti se vio apuntando “lo que se le venía a la cabeza”. Lo que anota no tiene ninguna función externa, no viene de ninguna parte ni va a ningún lado. Esos apuntes, en su mayoría, “son breves. Ágiles, fulminantes”. No contienen nada concluyente. Son pensamientos abiertos. Algo que no se verifica ni se puede dominar. Son como rayos. No tienen el carácter sentencioso de los aforismos. A diferencia de estos, los apuntes son provisionales, desprovistos de cualquier lección o verdad. Tampoco son vanidosos y no tienen ningún objetivo. No predicen. No imponen. No son concluyentes. Quien escribe apuntes es un juguete de su albur y capricho. Él no gobierna nada ni se propone ninguna cosa. Al escribir se sorprende. No sabía nada de eso, no sospechaba que eso existiera. Canetti los llama “ocurrencias”. A veces se contradicen. No se les puede exigir coherencia. Nada hay en ellos sistemático. No forman un organismo. Son inclasificables. Hay veces que no se ajustan a sus convicciones. Hay momentos en que esa ligereza se aparta y el escritor apunta lo que le es más propio y sincero.

Para responder a ese carácter, Elias Canetti define una estrategia centrada en el uso de los pronombres. Para los apuntes prefiere el pronombre “él”. No tanto el “tú” ni menos aún el “yo”. Moverse en la escala de los pronombres le permite dejarse llevar por la plasticidad. Lo importante es la espontaneidad, “oxígeno de los apuntes”. Los apuntes son el oasis del pensamiento. Hay quienes piensan que en los apuntes está lo esencial de su obra, que sus ideas se avienen a ellos. Algunos de sus maestros más queridos escribieron apuntes: Heráclito y Lichtenberg. Hay una serie de apuntes en que Canetti habla de esa eminencia. Eso conecta al estudioso con el tema central de su método. Si los apuntes pierden esa libertad, dejan de ser lo que son, y es de suponer que Canetti les dedicó cada vez más tiempo para poder respirar como escritor.

Es de esperar que los apuntes de Canetti puedan leerse de diversas maneras. Acaso la que más les conviene es la lectura al azar. Un apunte lo sorprende a uno, uno se topa con él y se produce el encuentro. Los apuntes se disponen, no se componen. Hablan de inmediato con entera naturalidad. Esa fue la forma en la que él los leyó por primera vez y quedó encantado. No sabe cómo escribir un apunte. Las exigencias estética y moral son inmensas. No cualquier cosa puede llamarse apunte. La respuesta a la pregunta acerca de la naturaleza de los apuntes de Elias Canetti exigiría todo un estudio. Supondría, por ejemplo, ponerlos en contacto con sus ideas. Ellos brotan de ellas. Y ellas de ellos. Si no hubiera sido por los apuntes, Masa y poder sería un libro magnífico, pero solo un libro. Eso se debe a que los apuntes son la raíz de todo el árbol de Canetti. Está también la lectura que se atiene a la cronología. A ella apelan los editores de la obra de Canetti en español. Esa opción es fecunda. No porque muestre un progreso de las ideas, la escritura de apuntes no progresa. Él leyó así los apuntes cuando lo hizo por segunda vez. Y queda la tercera, la que guía este libro, una lectura siguiendo las letras del alfabeto. Para lograrlo, él contó con el aporte extraordinario del Índice de nombres y conceptos llevado a cabo por el señor José Manuel de Prada Samper, incluido en el tomo IV de la edición de Galaxia Gutenberg. Ese índice le permitió entrar en los apuntes de una manera que hubiera disgustado a Canetti, justificada en su caso por el deseo de sintetizar “su” Canetti. Él espera que la traición sea comprendida por el lector, quien puede, si así lo quiere y con otra ley distinta, inventar su propio Canetti.

Su aporte, si hay alguno, radicará en las palabras que eligió para cada letra. Cada una de ellas exigió dolorosas renuncias. Las omisiones son imperdonables y de su entera responsabilidad. Por lo demás, en este abecedario, todas las ideas son de Elias Canetti.

Sólo en sus frases dispersas y contradictorias consigue el hombre recogerse, ser un todo sin perder lo más importante, repetirse, respirarse, enterarse de sus gestos, fundamentar su acento, ensayar sus máscaras, temer sus verdades, convertir sus mentiras en vapor de verdades, encolerizarse para la muerte y desaparecer rejuvenecido (1973).*1

Introducción

Ninguna muerte acaba

EC

En 1993, un año antes de su muerte, Elias Canetti buscaba una palabra. Una sola para acariciarla, la palabra que queda, la única, la última. ¿Sabe alguien su última palabra? Sería como saber el instante de la muerte y eso es imposible. Es imposible morirse en un instante. No hay instante apropiado para morir. La muerte no es una oportunidad. Por eso no sirve para evadirse, escapar, ausentarse. La presencia y la ausencia quedan eclipsadas en ella, no hay sino el instante anterior. El que sigue no existe, de nada vale insistir. El presentimiento de la muerte, su incertidumbre radical, coinciden con el hallazgo de una palabra. La que le corresponde a uno. La que uno ha buscado toda la vida. Entre la fecha del nacimiento y la de la muerte hay una palabra. El que no sepa eso, el que no le consagre a esa palabra su vida, no sabe lo que es vivir. Un año antes de su muerte, Canetti insiste en eso: no quedan sino las palabras. Es lo único que vale la pena. Lo único que hay, la desnuda realidad. Sorprende que al final la fe en las palabras se mantenga. Eso hace a Canetti incomparable. Hay momentos en los que desfallece, es solo para tomar impulso, virar, entrar en las palabras con una fuerza renovada. “La muerte no tendrá señorío” mientras alguien encuentre la suya y la retenga y la haga sonar. ¿Es así? ¿Alguien ha hecho la prueba? Detrás de la palabra única se asoma la eternidad. La desnudez de la muerte no se compara con nada. Más fuerte que el despojo es el despojamiento del moribundo. Ante esa desprotección la muerte nada puede. Deja ella de existir, la palabra que calla es la muerte.

Él ha estado estudiando eso. Ahora que terminó su abecedario vuelve al comienzo, piensa en la forma de acompañar el libro. Debiera ser un epílogo. Es lo que piensa. En sana lógica. ¿Pero puede caber esa lógica aquí? Más bien aprovecha para decir aquello en lo que ha estado pensando. Quiere reducir su vida a un diálogo libre. Si se encontrara con Canetti no sabría qué decirle. Le daría vergüenza. No tiene aquella juventud de un discípulo. Pero no es su contemporáneo tampoco. Ni en saber ni en sabiduría. Guardaría silencio y a lo mejor también él. ¿Y si lo encontrara en la muerte, o más allá? Leyéndolo lo ha intentado. Y no ha encontrado sino palabras. Su palabra, la suya exclusiva, le sigue estando vedada. Cree que Canetti la tiene en la punta de la lengua. Pero Elias, ¿dónde se encuentra? Está en sus libros, desperdigada como un cuerpo en demolición. En sus apuntes, en los que el cuerpo desmembrado del pensamiento sostiene una idea. Una intención más bien: denunciar, desgarrar, desenmascarar a la muerte. Y vencerla, matar a la muerte para agudizar el absurdo. Para estar desnudo debo decirlo. Las palabras son la investidura que desviste. El despojamiento que da aliento al despojo.

Hay un punto de intersección, una encrucijada: protegerse de los muertos limitándose o abrirse a ellos. Esas aperturas Canetti las perforó toda su vida. Pasadizos, pasajes en lo pasajero. Líneas de eternidad entre los efímeros. Pasar a través de los muertos para devolverlos. Alentarlos, insuflarles vida. Es asunto de respiración. Eso lo aprendió de su amigo Broch. Cada ser tiene su aliento. Y mientras cada quien no descubra el suyo, no respira. Atravesar. Pasar. Desplazarse. Inventarse metamorfosis. El que gobierna sus metamorfosis no muere. La muerte no cambia de aspecto. Ella bloquea el cambio y por eso es mortífera. La metamorfosis es la pasión de la compasión. Uno es el otro hacia el que uno va. El puente son las palabras. Uno pasa de uno a otros diciendo nombres. Salvando los nombres de su apariencia mortífera. Esa doble naturaleza de los nombres fascinó a Canetti: ellos sirven para hacer vivir o para matar. El paso entre los vivos y los muertos. Hay que vencer las ideas, las creencias, los prejuicios. Es un giro radical y hay que darlo si queremos resucitar a alguien. Pero llevamos, como el nombre, la muerte incrustada en nosotros. Eso lo dice todo el mundo: lo pregonan los filósofos y lo verifican los hombres de ciencia. Pero la muerte es una nada. No significa nada. No existe siquiera. La muerte es una pose, una investidura. La muerte no tiene realidad. Nos asentamos en la realidad / irrealidad de la muerte. Y en ese lugar vivimos una vida falsa y cobarde. Se incrusta, es decir, nos da “órdenes”. La muerte es un terrible “aguijón”. Ordena, impone y manda. Hay que liberarse de ella. Arrancar de tajo el terrible aguijón. Pero de otro modo, interrumpiendo la lógica del poder que mata todo. Hay que cortar el circuito de las órdenes. Deshacerse, con ademanes, de las manos y de todo aquello que prolonga el imperio de las órdenes. Mientras más terrible se vuelve ese imperio, más hay que insistir. Pero, ¿cómo?

Canetti despliega discreción, temeridad, inteligencia, método. Inventa, crea, se recrea. Muestra, por encima de todo, obstinación. Es su “teatro de la crueldad”. La víctima es él, es capaz de llevar en su cuerpo a todas las víctimas, liberarlas sin intentar redimirlas. El escritor no es un héroe. Sirve una causa, la de todos, la única causa que justifica vivir. ¿Se justificaría llegar a viejo si no fuera por eso? Canetti quiso llegar a los cien. Pensaba en personas de noventa años, personas longevas con ímpetu intacto. Envejecer para no engañarse y no engañar a nadie. Decirlo con palabras cada vez más difíciles y puras. Apuntes pequeños y concisos. Al final Canetti se dio cuenta de que estaba abandonándose. Y se propuso, ya viejo, volver a él. Y, quizás como nunca antes, habló en primera persona. No para defender su persona sino para apersonarse de la protección de muchas personas. La escritura de Canetti toma la vía de la misericordia. Hay que execrar a la muerte diciendo la verdad, restituir en las palabras la pureza moral. El dolor es la llama en la que la virtud abrasa el cuerpo.

“Conocí hombres de noventa y seis y noventa y cuatro y noventa y ocho”. Seres íntegros y animados. Seres amantes de la conversación. Inquietos y quietos en el silencio. Seres preparados para decir cosas. Algo, una sola cosa. Seres perfilados cada uno, en su sola palabra. Formando el coro de las múltiples palabras de los inmortales. El propio Canetti ya sabía todo aquello de lo que la muerte es capaz. Y de lo que hace capaz al hombre. Había llevado consigo la terrible inquietud moral de ser un superviviente. La muerte pavorosa de los otros lo había perfilado. Para suspender la peligrosa satisfacción de la supervivencia hizo prevalecer la vergüenza, la culpa de sobrevivir lo llevó a enrostrarle toda su vileza a la muerte. Quizás su abuelo hubiera sobrevivido a la crueldad. Él no hubiera resistido ver arrastrados a sus seres queridos al oprobio y la humillación. Se habría quitado la vida. Solo que la inversión del signo moral de la supervivencia, la más dura de las metamorfosis, le permitió seguir adelante y llegar a viejo en el siglo de las matanzas. No habría resistido que hubieran gaseado a su madre y a su esposa y a su hermano. Se salvó de eso. Otros no lo lograron. Esa diferencia se vuelve un tono. Canetti fue un testigo. Pero no estuvo allí. En los campos. Solo que fue capaz de atravesar el siglo genocida con su clarividencia. Y vencer a la muerte en su elemento, la muerte en masa cuyo presentimiento lo llevó a estudiar media vida el fenómeno de las masas.

Hay que escribir. No hay otro camino. A veces son frases mal hechas que quizás nadie leerá o comprenderá. Pero estoy convencido de que hay que escribir. Al morir uno no deja nada. Eso creía Canetti. Y por estar absolutamente de acuerdo, creo que es de los pocos a los que hay que leer. Si queremos saber. Si aspiramos a comprender. Si nos atrevemos a actuar. Al igual que los de Pessoa, los apuntes de Elias Canetti seguirán apareciendo. Los muertos no escriben. Dan testimonio de ceniza. Las almas no hablan, las almas respiran. Todo se disuelve en nada, por fortuna en la nada la muerte no reina. La escritura es un contagio, una respiración compartida. Las palabras son el aliento que mantiene unidos a los vivos y los muertos. Asombro, lo que vuelve siempre es la muerte. Qué hacer para conjurar su eterno retorno. Hay que continuar. Seguir aquello que no es continuo, detener la continuidad repetitiva del horror y la masacre. Continuar lo que no tiene continuación. Lo que se repite siempre. Lo único en lo que Nietzsche tuvo razón: el pánico y el chasquear de dientes. La escritura es la interrupción. La demolición de la continuidad. A cada logro una ruptura. Todos los proyectos se concentran en uno. Y ese, vivir, está condenado al fracaso. Escribir es fracasar. Hay que escribir el fracaso y fracasar al hacerlo. Ocho novelas y una sola novela. Un libro para dos libros. Tres dramas en lugar de una vida como dramaturgo. En 1942 Canetti descubrió los apuntes, su forma de no ahogarse y poder respirar. Los apuntes fueron continuos como los días, cada uno de los cuales no continúa en nada los otros. La sucesión de los días es la interrupción violenta que condena la muerte. Los apuntes son inútiles, luminosos, abruptos, conmovedores en su claridad y belleza. No forman entre ellos una constelación. Son puntos inmensamente separados dispuestos por la abismalidad de un alma.

La escritura de apuntes no tiene nada en común con la despreocupación o la negligencia. Brotan de un espíritu desvelado. Un espíritu que no deja por ello de prestar atención y ofrecer su cuidado. Un espíritu responsable de todo, de nada y de todo, de todos y cada uno. Esa preocupación se vuelve, en los apuntes, ocupación insomne. Canetti amaba escribir en la noche mientras los otros dormían. Eso le hacía sentir una responsabilidad incondicional. El que escribe se hace cargo de todos. Se escribe para desaparecer, para empequeñecerse. Pero no con la intención de evadirse. Se escribe para borrarse y aparecer donde uno es necesitado por alguien. La escritura es la forma depurada de la misericordia. Pero esa exigencia no despierta arrogancia. Es plena en humildad y pudor. Escribir no hace ruido. Al escribir uno se cuida de no despertar a nadie. ¿Desaparecerías si fuera posible? La opción es tentadora. Pero no puede ser así, al menos no del todo. Hay que velar sin que nadie lo sepa. En medio de lápices afilados. La imagen de Canetti frente a sus lápices es la de un santo en tiempos modernos. El escritor se desprecia, se ignora, no busca el éxito ni adopta ninguna pose. Es discreto, casi gris, es una sombra de su propia persona. Solo en esa ignorancia de sí mismo puede responsabilizarse de otros. Debe metamorfosearse, ser el drama de muchos es su máximo arte. El escritor se ve obligado a dedicarse a la muerte de los otros. En la forma de un compañero. El sentimiento de fracaso es terrible, se renueva con cada muerte. Pero el ímpetu no cesa. La ira lúcida se mantiene encendida. Vivir y perder. Sobrevivir para sufrir su propio reproche. Canetti es un testigo en el siglo de los sobrevivientes. Siente vergüenza ante todas las víctimas. Sabe que no merece estar vivo. Primo Levi dice lo mismo, los mejores están muertos. La única manera de vencer el oprobio de la supervivencia es dando testimonio en nombre de las víctimas. Si no fuera así, ¿tendría algún sentido llegar a viejo?

La lucha contra la muerte fue desde un comienzo su única idea. El cimiento, el acontecimiento de la muerte de su padre a temprana edad. El niño tenía seis años. No pudo perdonarle nunca a la vida esa muerte. El resentimiento de esa muerte adoptó tonos morales diversos: odio, ira, ceguera. Canetti se dedicó a cultivar un alma ultrajada por el absurdo de esa muerte. Para él fue un inaceptable saqueo. Desde ese momento le declaró a la muerte una enemistad que no se callaría nunca. Fue la razón de su vida y el sentido de su escritura. No fue la única muerte, sacudido como estuvo ante la muerte de sus seres queridos y ante el apogeo y la soberanía de la muerte, en el siglo de la muerte en masa. La lucha contra la muerte supone una fe: el carácter indestructible de toda vida. Canetti busca una forma para esa fe. Esa forma no está en ninguna religión, eso lo supo después de estudiarlas todas. La suya era una fe sin forma pero no una pasión informe. La búsqueda de la escritura coincide con el intento de darle forma a su fe. El superviviente Canetti se pregunta cómo puede vivir aún si muere a su alrededor tanta gente. Siente la atracción horrenda del poder, quedarse solo como el único. Esquiva esa atracción, lucha a brazo partido por cada vida. Retiene, forcejea en cada vida en peligro con la muerte y pierde una y otra vez. ¿Cómo no dejar de creer? La fragilidad de la fe está en el fracaso repetido. Se fascina con la muerte. Incluso piensa que habría que inventarse al Amigo de la muerte para medirse con él. La galería de la Historia le ofrece varios modelos. El poderoso quiere, por sobre todo, ser el único. Él, forzado por la muerte a serlo, se topa frente a frente con esa figura. Combate con ella y es vencido. La lucha contra la muerte es el contenido de una fe que busca su forma. Si Canetti pensó en varias suertes de escritura fue por eso: la pasión de forma del artista mantiene vivo el contenido que lleva. El contenido se aviene a su forma en los apuntes. Creo que es lo que Canetti terminó concluyendo: su libro contra la muerte era un libro imposible. Al igual que en el combate con la muerte, también en la escritura no quedan sino restos. ¿Puede enseñar la derrota algo que mantenga viva la llama de la fe? Canetti evita una respuesta frívola. Dirá más bien que no conoce una fe que merezca ese nombre que no esté colmada de incertidumbre. La fe se yergue sobre la derrota de sus presupuestos. Una vida que triunfa no necesita alimentarse desde dentro. Solo la fe, inútil e imposible, constituye una vida auténtica. El que cree nada cree, no sabe nada, cree sobre el abismo de su inmensa ignorancia. Sabe lo que no sabe, ve lo que no se deja ver. El alma creyente está inundada de dudas. La fe es el naufragio del espíritu.

Ante la muerte inmisericorde le toca al escritor ser testigo. La muerte es horrible y es injusta. Ante la injusticia de la muerte el escritor no puede acostumbrarse. Mucho menos aceptar esa injusticia. El hombre de fe lucha denodado contra esa injusticia. La vida es eterna, la lucha contra la muerte no acaba nunca. Hay que reconocer la derrota, pero no se la puede aceptar. Reconocer es conocer y dar testimonio del carácter absurdo e inaceptable de la muerte. ¿A qué lleva esta certeza? Todo indica que el escritor de fe está solo en su lucha. Si hubiera alguien. Pero no hay nadie. Las instituciones, las creencias, los juicios de valor, el conocimiento y las normas morales, la vida práctica, todo aquello que nos hace hombres se apoya en la muerte. Como si solo aceptándola fuera posible vivir. Los filósofos son los voceros de esa aceptación que otorga confianza. Dicen que se vive para la muerte y que en el fondo de la vida es la muerte la que respira. Estoy solo, no hay nadie que me entienda, Canetti presintió que su idea despertaba burlas o, si mucho, una delicada indulgencia. Nadie parece darse cuenta. No hay sino perpetradores o, si mucho, administradores de la muerte y masas de espectadores obedientes. Uno solo se dispone a enfrentarla. Él se imagina ese hombre solo. En su momento él también morirá. Pero, ¿acaso cuando alguien muere alguien se muere? ¿Puede alguien llegar a morir su muerte? Uno vive solo, lucha contra la muerte, pero nadie, que se sepa, muere a solas o en compañía. Sobre este punto el pensador francés Maurice Blanchot lo ha dicho todo. Incluso, ha dicho con palabras el silencio de todas las palabras que brota de allí. Estoy escribiendo y pienso en eso. Y en por qué no pensó Canetti en Blanchot, ¿acaso no se conocieron Blanchot y Canetti? ¿Acaso por lo menos se leyeron? A él le complacería, le haría sentir que, en lugar de uno, eran dos, que en el lugar en que uno estaba aparecieron dos. Solo que a él esa soledad no le arredra. El hombre de fe es un solitario. Solo contra el mundo, como se dice. La vida práctica y la conservación no es lo suyo. Él busca ofrendarse por la vida eterna. Hay gente para todo, pero para luchar contra la muerte parece que no hay nadie. Tal vez solo uno. La escritura es el mito recuperado de un solo hombre.

Además de ser un libro de apuntes, Elias Canetti comprende que el libro contra la muerte debe ser un libro póstumo. Nadie que esté cerca suyo debe estar en él, debe ser un libro discreto. Al mismo tiempo debe ser un libro sin autor. Los apuntes deberían ser anónimos, como si hubieran sido escritos por ninguna persona. Nada que permita reconocer a alguien, la voz de una sola persona. Un libro cuya unidad de propósito admita la polivocidad y la masa. El autor habrá de contenerse una vez ha descubierto que el libro es un fracaso, que no hay libro, que ese libro desborda con mucho su idea. Pero eso no quita que sea completo. En ese libro debe estar todo, debe contener completo su contenido en su forma. La materia incontenible por fin contenida. Solo así lo que ese libro dice será completamente veraz. El libro contra la muerte es al mismo tiempo el libro sobre ella y el autor debe estar muerto para que la forma del libro no se convierta en un campo de lucha. Ninguna contradicción y, por ello mismo, ninguna necesidad de defensa. El libro se sostiene solo, insostenible en su forma, retiene la totalidad de su contenido. Ha cesado la lucha o a lo mejor sigue en otro terreno. Ninguna muerte termina nunca. El libro contra la muerte es el armisticio de una lucha infinita. No debo ver ese libro, hay algo en él que no es digno del tiempo. Una contemporaneidad que arriesgaría contemporizarse. Todo es de la muerte y en esa posesión absoluta es donde puede combatírsela. El combatiente no debe estar ahí, su tiempo no coincide con el de ella. En esa apertura de la no pertenencia se juega la posibilidad de vencerla.

He sacrificado mi vida y de mí no queda casi nada. Casi no hay obra o, más bien, comprendo que no podía haberla. La obra lleva a la satisfacción y la placidez. Uno descansa en ella y en ella se reconoce. Elias Canetti sacrifica la suya a la visión del horror. La muerte en masa es el horror que suspende la obra. En lugar de esta no quedan sino fragmentos. Para ver desde ahí a todos los muertos. Escribir es ver, dar testimonio de las vidas segadas. Canetti piensa que esa visión es directa, no hay mediación, ningún espejo dulcificado. Es el horror visto a la cara. Escribir supone aprender a respirar. El aire está viciado. El imperio de la muerte impone el ahogo. Se escribe en penosas condiciones de aliento. El escritor respira penosamente el aire de todos. Ese aire está lleno de palabras. Palabras entrecortadas, alientos rotos. Para ayudar a respirar a cada persona su aire. El escritor vive en un extremo desamparo. No sabe protegerse, apenas alcanza a guardar a los que tiene cerca: padres y hermanos, la mujer amada, la pequeña hija que fue para él un giro abrupto. Quizás el más extremo corte, la vía hacia la inmortalidad. Momentos agudos en que el hombre cambia sus anhelos por un poco de aire. Justificación plena de las edades de la vida. Decisiones extremas. Dejar de ser alguien, renunciar a todo. Desnudarse progresivamente. Aproximarse al nudo de la disolución. Demolerse progresivamente. Esa es la constante. El único auxilio son las palabras. El nudo que nos ata a las otras personas. Salvar a las palabras, cuidarlas y labrarlas. Eso exige una disposición hacia la claridad, el escritor debe decir lo que oye. Escribir es escuchar. En momentos lúcidos de la vida, Canetti se dedicó al aprendizaje de la escucha, la sustancia inconfundible de cada persona, la máscara que cada una expone. El rostro son las palabras, la voz es el órgano de la respiración. El aire que cada uno devuelve amansado. Cada persona busca su intimidad. Hay que atravesar el círculo de los fines y situarse ante alguien. Mirarlo, reconocerlo, rescatarlo. Es lo que creo, lo creo porque así lo pienso. Pensar y creer están hechos de la sustancia singular que es cada uno. La lucha contra la muerte está alimentada por el amor. Un amor tangible. El círculo sagrado de unas cuantas personas. Canetti las halló y les dedicó su vida. Lo que resulta irónico es que perdió paulatinamente a cada una de esas personas. No pudo salvarlas y en la vejez siente vergüenza y desazón por no haber podido retenerlas. Qué hice para que esa persona no muriera. Esa es la pregunta, una pregunta llena de fracaso y angustia. Pero, a la vez, una pregunta que dispone, indispone, inquieta y propone. Ahora se trata de hallar la manera de devolver el aire a los muertos.

No pienso en mí, pienso en mis muertos. Pienso en los condenados, los amenazados, los perseguidos. Con ellos voy y vuelvo. De la muerte a la vida, por un puente que no puede estar roto. Escribir es trazar un puente entre vivos y muertos. Escribo de prisa, hay algo por hacer, debo moverme, traer, nunca llevar. Uno no acompaña a los moribundos. Cuando Canetti acompaña con su hermano el cuerpo de su madre al cementerio se siente exultante. Hay una rabia contenida. El camino es de retorno. En 1937 sabe que el escritor debe saber recuperar a los muertos. Es un propósito imposible y por eso lo enciende con su fe. No pudo acompañar a su padre, su madre lo expulsó de esa muerte. Dedicó su vida a recuperarlo. A él, y con él a todos los muertos. Las imágenes de la muerte de su padre, recogidas en su autobiografía, son el más bello testimonio de su obra. La historia de su vida está enmarcada en esos dos movimientos: la muerte invisible de su padre, la visibilidad jubilosa y trágica de la de su madre. Para decir, con entera valentía y temeridad, que desprecia la muerte y rechaza todo aquello “que no sea respiración, sensación y lucidez”. La del escritor es la soledad de alguien absolutamente poblado. Debo estar solo para acoger a muchos. Solo entre las palabras, el aliento inconfundible de cada persona. Canetti se iba a los bares a oír respirar. No entendía el sentido de las palabras, escuchaba palabras, su ritmo, su acento, sus declives. Aprendió a escribir lo que debía escribir oyendo palabras desnudas. La unidad perfecta del contenido y la forma. No desprecio a nadie, acojo cada ser, sobre todo las personas corrientes, las que no tienen historia, las personas que luchan contra la muerte con su respiración. No puedo defenderme, estoy abierto, soy un campo de refugiados. Hombres de todas las lenguas, personas de todas las procedencias. No desprecio a nadie. Como si estuviera en un campo de concentración, arrojado a la inminencia de la muerte por asfixia y por gas. El testimonio de Canetti del horror de los campos es desnudo y discreto. No habla de lo que no vio, respeta a los que vieron y dejaron de respirar, los gaseados por cientos de miles y millones. “Cogí el siglo por la garganta” quiere decir: apreté la garganta de la muerte química, para arrancar de la asfixia y el ahogo a tantos seres inermes. Es eso y nada más, si lo digo así es porque lo creo. Y si escribí este pequeño libro es porque estoy convencido de que se escribe para arrancarle a la muerte tanto ser amenazado por la asfixia.