El entierro de mi tío - Venance Konan - E-Book

El entierro de mi tío E-Book

Venance Konan

0,0
1,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

El viejo tío Kouadjo muere y su sobrino vuelve al pueblo para asistir a su entierro. Allí, se encuentra con sus hermanos y juntos rememoran las andanzas del viejo y temido tío, estupendo camorrista que ha dejado muchos enemigos a sus espaldas. El retraso del coche fúnebre, la lluvia, los escarceos amorosos de uno de los sobrinos y la aparición de Kouakou Ba, el eterno rival del tío, son algunos de los acontecimientos que complicarán la tarea de dar sepultura al anciano. Un breve relato que nos cuenta la divertida historia de la muerte por enfado del tío Kouadjo y las peripecias familiares para conseguir enterrarlo, y que nos acerca otra visión sobre la colonización, las religiones, la muerte y las supersticiones.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Venance Konan

El entierro de mi tío

Traducción de Alejandra Guarinos Viñals

Título original: L’enterrement de mon oncle (del volumen Robert et les Catapila, recueil de nouvelles) © NEI-CEDA éditions, 2005 (edición en papel)

© de la traducción: Alejandra Guarinos Viñals, 2013

© de la edición: 2709 books, 2013 Sociedad limitada unipersonal Arpón, 18 – 03540 Alicante www.2709books.com [email protected]

Imagen de la cubierta: Hall, Sidney, Western Africa, London, Longman, Rees, Orme, Brown & Green, 1829. David Rumsey Map Collection, www.davidrumsey.com.

Coordinación editorial: Marina M. Mangado

La editora quiere expresar su agradecimiento a Carmen, Fulgen y Óscar por su colaboración en este proyecto; y a Pierre Henri Anoy por compartir su saber marfileño.

ISBN: 978-84-941711-1-6

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede realizarse con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones de reproducciones provisionales y de copia privada previstas por la ley.

Número de copia: 2709BW - Fecha: 12.12.2013

Mi tío Kouadjo había muerto. ¿A qué edad? Puede que tuviera ochenta años. A lo mejor más, a lo mejor menos, no teníamos ni idea. Oficialmente, tenía setenta y cinco. Pero todos sabíamos que esa edad se había fijado de forma totalmente arbitraria. En tiempos de mi tío, es decir en los del colono blanco, esa época donde no existía registro civil, se establecía la edad un poco de cualquier manera. Contando los dientes, por ejemplo. Mi tío tenía sus treinta y dos dientes cuando el colono se los contó. Y ya estaban firmemente asentados. El colono miró a mi tío, de constitución poco robusta, y le asignó una edad que, según todo el mundo, estaba muy por debajo de su edad real. Yo siempre había conocido a mi tío ya viejo, siempre con el pelo canoso y la espalda algo encorvada.

Mi tío Kouadjo había muerto de forma un tanto sorprendente. Podría decirse que había muerto de ira. Un hombre le faltó al respeto y mi tío Kouadjo se pasó todo el día insultándolo. Aunque el hombre, un tal Kouassi Kla, se había ido hacía mucho tiempo, mi tío seguía repitiendo cada media hora: «Kouassi Kla toi bi. ¿Cómo se atreve a tratarme a mí así? ¿Es que no sabe quién fundó este pueblo? ¡Se va a enterar! Le voy a pegar un tiro y así sabrá quién soy yo».

Nadie sabía lo que Kouassi Kla le había hecho a mi tío. Mi tío Kouadjo era una persona iracunda, y punto. Cualquier tontería bastaba para ofenderle. Una palabra, una mirada o un silencio, incluso esquivar la mirada al cruzarte con él en alguna callejuela del pueblo era motivo más que suficiente para faltarle al respeto. Cubría de insultos al que lo ofendía, quien, para evitar faltarle al respeto de verdad y habida cuenta de su edad, prefería irse. «Ô toi bi, te voy a pegar un tiro» era el insulto preferido de mi tío. Por suerte, a lo largo de su larguísima existencia, mi tío solo mató algunos ciervos.

Era el peor cazador del pueblo. Cuando iba a cazar y veía al animal, apuntaba y cerraba los ojos al disparar. A mí me da que, en realidad, a mi tío no le gustaba la caza. Había comprado un fusil, como todo buen campesino baoulé, y se sacrificaba yendo al rito de la caza. Por decencia, no podía pedir a nadie que fuese a cazar los animales que de vez en cuando iban a comerse sus plantas. El día que mató su primer ciervo, de pura casualidad, todos los hombres del pueblo fueron a darle la enhorabuena. Mi tío creyó percibir cierta burla detrás de sus sonrisas. Se enfadó y soltó unos cuantos «ô toi bi» a todos los presentes. A su vez, estos se enfadaron y todo acabó en una gran bronca.

Mi tío era un desastre como cazador, pero eso sí, en cambio, era un excelente camorrista. Cuando era más joven, todo aquel que le faltaba al respeto podía estar seguro de encontrarse con sus puños. Pero con la edad, había dejado de pelearse y se había convertido en un viejo cascarrabias que insultaba a todo el mundo en el pueblo, por todo y por nada.

Aquel día pues, Kouassi Kla había ofendido a mi tío y este se pasó horas insultándolo. Se calmó hacia el mediodía, justo el tiempo para comer, y luego retomó los insultos. A primera hora de la tarde, cuando el calor se vuelve fuego, su hermana, nuestra tía, que vivía con él en el pueblo, desesperada le gritó:

—¡Eh, Kouadjo! Estoy harta y el resto también lo está. ¡Cárgate de una vez a Kouassi Kla y acabemos con esto ya!

El tío Kouadjo, aturdido por el exabrupto no dijo ni mu. Entró en su cuarto y cerró la puerta con llave.

Hacia las seis, hora de la cena, su hermana se dio cuenta de que estaba todavía en su cuarto. Creyendo que seguía enfadado, le pidió perdón a través de la puerta cerrada. Como no contestaba, golpeó la puerta varias veces antes de avisar a los demás familiares. Durante un buen rato, todos le estuvieron suplicando antes de decidirse a romper la puerta. Su cuerpo empezaba a enfriarse. No se había suicidado. Entre los baoulé, uno se suicida colgándose de un árbol o disparándose una bala en la boca. Todos dieron por hecho que había muerto de ira. Para mi hermano Bébert, sin embargo, había muerto simplemente de una crisis aguda de hipertensión. Nuestra tía nos había dicho que, durante los últimos años, mi tío se quejaba a menudo de fuertes dolores de cabeza. Y como el resto de los habitantes del pueblo, prefería curarse con medicamentos tradicionales. De todas formas, tampoco tenía otra opción. El centro de salud moderno más cercano era el hospital de Dimbokro, a más de treinta y cinco kilómetros del pueblo. Y en ese hospital, había que pagar por todo. Incluso por ver al enfermero, que no prescribía más que larguísimas recetas imposibles de pagar.

En el pueblo se lloró a mi tío, pero no por mucho tiempo y, a decir verdad, sin ponerle corazón, salvo en el caso de su hermana. Porque en el pueblo se huía de mi tío como de la peste.

Ese viernes por la tarde, nosotros, sus sobrinos, estábamos en Dimbokro para recoger su cadáver. Hacía mucho calor, como siempre en Dimbokro. No se movía ni una hoja. Parecía que el aire, anestesiado por el calor, hubiese preferido pararse. El cielo estaba plomizo como si fuese a llover. Allí estábamos, sentados bajo los árboles, en el patio de la morgue, esperando el coche fúnebre. Había dos. Uno estaba estropeado y el otro había llevado un ataúd a otro pueblo. Nos habían asegurado que estaría de regreso antes de las dos. Pero eran casi las cuatro y todavía no había llegado. Aguantábamos como podíamos el calor húmedo. Para colmo de males, mi hermano Bébert había traído de Abiyán una botella de ron que nos habíamos bebido a morro. El sudor nos había pegado la ropa a la piel. Entonces, para matar el tiempo, mis hermanos mayores, que habían conocido mejor a mi tío, nos contaron sus extravagancias. Ya me las habían contado varias veces pero seguía disfrutando cuando volvía a escucharlas.

Mi tío Kouadjo había sido uno de los pocos hombres del pueblo que fue a la escuela. Fue en la época en que los colonos obligaban a los padres a mandar a sus hijos a la escuela. A los padres de mi tío no les dio tiempo a esconderlo, como hicieron con mi padre, y mi tío tuvo que ir a la escuela contra su voluntad y la de sus padres. Pero mi tío no aguantaba los latigazos. Al cabo de algunos años, se peleó con su profesor y se reunió con nuestro padre en su escondite, en aquel momento, un campamento perdido en medio del bosque donde los enviados por los colonos nunca se atrevieron a adentrarse. Al final, mi tío nunca llegó tan lejos en la escuela como para hacer un trabajo de blanco en la ciudad, y se quedó en el pueblo de campesino, como el resto de sus hermanos; ahora bien, sí que llegó lo suficientemente lejos como para ser intérprete del sacerdote blanco, que venía todos los domingos para intentar hacer de nuestros padres unos buenos cristianos.

Mi tío se mostraba muy receloso cuando explicaba la Biblia. No soportaba que no se le prestase la suficiente atención. Claro que, esperar que unos baoulé analfabetos estuviesen muy atentos mientras otro, medio iletrado, intentaba explicarles el misterio de la Trinidad o las sutilezas del Evangelio según San Juan, era mucho esperar. Es más, esperar que campesinos baoulé polígamos, que pasaban la mayor parte del tiempo poniéndose los cuernos los unos a los otros, hasta el punto de preferir transmitir su herencia a sus sobrinos, los hijos de sus hermanas de madre, para asegurarse de que se trataba de la misma sangre; esperar pues, que esos mismos campesinos creyesen, sin partirse de risa, que una mujer a la que su marido nunca había tocado pudiese quedarse embarazada siendo todavía virgen y sin haber sido infiel, era una auténtica utopía.

Un domingo, cuando el tío Kouadjo estaba explicando el nacimiento de Cristo y cómo José —al que un ángel había comunicado que el embarazo de María era obra del Señor— se hizo cargo de ese niño, percibió la sonrisa burlona de Kouakou Ba. Mi tío se paró y le soltó:

—¡Ô toi bi! ¿De qué te ríes?

Pero Kouakou Ba era tan pendenciero como el tío Kouadjo. Se levantó y replicó:

—¡Ô bobo ô toi bi! ¿Quién te crees que eres para insultarme así?

Enseguida la iglesia se dividió en dos bandos. Los partidarios de Kouakou Ba y los del tío Kouadjo. El sacerdote, que no entendía el porqué de ese repentino subidón de adrenalina, levantó la vista al cielo y gritó:

—¡Silencio!

Todos se volvieron a sentar. Pero Kouakou Ba murmuró algo lo suficientemente alto para que lo oyeran:

—De todas formas, solo tú puedes creerte semejante historia.

Estallaron algunas risitas. Eso fue el colmo para mi tío. Kouakou Ba acababa de meter el dedo en su llaga secreta. Todos sabían en el pueblo que, al tío Kouadjo, su primera mujer lo había engañado sin ningún escrúpulo y, lo que es peor, no había tenido hijos. Se abalanzó sobre su adversario y los dos se cayeron rodando por el polvo en mitad de los bancos. El sacerdote, estupefacto, se situó prudentemente detrás del altar. Fueron necesarios seis robustos campesinos para separarlos y llevarlos a sus casas.

Cuando era mucho más joven, nuestro tío estuvo casado con una hermosa muchacha del pueblo vecino. Pero tuvieron que pasar dos años para que ella se quedara embarazada. Al cabo de los nueve meses, dio a luz a una preciosa niña mestiza. Al principio, el sospechoso fue el sacerdote, que en ese momento era uno de los pocos blancos que frecuentaban el pueblo, pero la esposa infiel confesó que había sido Farès, un libanés de Dimbokro que venía a comprar el café y el cacao a los campesinos de nuestro pueblo. Mi tío le dio una buena tunda a su mujer y la echó de casa junto al bebé. Los padres de la esposa fueron a presentarle sus disculpas y le devolvieron la dote, ya que el adulterio había sido flagrante. A veces, en el pueblo, para reírse de nosotros, nos preguntaban por nuestra prima blanca. Su madre se fue con ella a vivir a Bouaké y nunca más volvimos a saber de ella.

Nuestro tío se volvió a casar pero se deshizo de su segunda mujer al cabo de los tres años porque no le daba hijos. Fue al casarse por tercera vez cuando comprendió que el problema era suyo. Era estéril. Tomó todo tipo de medicamentos pero nada funcionó. Entonces, dejó libre a su mujer, que regresó a su pueblo para volver a casarse. Cuentan que todo esto pudo contribuir a forjar el mal carácter del tío Kouadjo. Entre los baoulé, ser estéril era un destino muy cruel para las mujeres, a quienes se consideraba malditas y responsables de todas las desdichas que sucedían en el pueblo. Pero para los hombres no lo era aún menos, ya que se les tenía por impotentes. Y un baoulé impotente no era un verdadero baoulé, teniendo en cuenta que para los baoulé, a parte de los blancos, solo ellos merecían el título de Hombre.

Nuestro tío volcó su amor en nosotros, los hijos de su único hermano de la misma madre. Su padre tuvo tres mujeres y una quincena larga de hijos. Fue tío Kouadjo quien escogió en un calendario los ridículos nombres que tenemos, el sacerdote lo animó a ello. Éramos ocho niños nacidos de las dos mujeres de mi padre. Por orden sería: Théogène, director de un colegio de Abiyán; Épiphane, que murió hace dos años; Dagobert, desempleado; Immaculée, casada con un gendarme; Fiacre, profesora de letras y amante de un farmacéutico; Wenceslas, se fue a Francia a la aventura y no hemos vuelto a saber de él; Théodule, que acababa de terminar su licenciatura en Derecho; y yo, Baudouin, el último, estudiante de segundo de inglés. Solo Dagobert renegaba de su nombre. No porque le pareciese ridículo, sino porque lo encontraba muy wobé. «Solo a un wobé le puede gustar llamarse Dagobert, Robert o Rigobert», decía. Prefería que lo llamasen Bébert, y quien lo llamaba Dagobert recibía como respuesta un rotundo: «¡Tu puta madre!». En el pueblo, lo llamaban N’guessan porque era el tercer hijo varón.

Fue mi tío Kouadjo quien animó, incluso ayudó, a nuestro padre a que sus hijos asistieran a la escuela de la ciudad. A Théodule y a mí, los dos últimos, nos educó nuestro hermano mayor y lo seguimos por todo Costa de Marfil, según el destino que le era asignado, hasta que se estableció definitivamente en Abiyán.

Nuestro padre y su hermano se querían mucho. En el pueblo sus casas eran vecinas y formaban, junto con otra de un tío que emigró a Guiglo, lo que llamábamos el gran patio. Los dos hombres se quedaron en el pueblo cuando sus otros hermanos, más jóvenes, se fueron hacia el oeste. Cuando los bosques empezaron a escasear en el centro-este del país, en nuestra región, también llamada «El bucle del cacao», los hombres duros emigraron al oeste del país donde todavía podían encontrarse tierras de cultivo. Los baoulé son campesinos, cultivan café y cacao, y están siempre a la búsqueda de nuevos bosques. Se dice de ellos que cuando ven un bosque virgen se excitan tanto como un gouro cuando ve a una mujer desnuda. Nuestros tíos estaban dispersos entre Oumé, Daloa, Soubré y Guiglo y no venían al pueblo más que una vez al año, durante las fiestas de Semana Santa, o por algún funeral. Nuestras tías se habían casado en otros pueblos o habían muerto y solo mi tía Amoin, que había regresado al pueblo tras la muerte de su marido, vivía en el gran patio con sus dos hermanos. Todos sabían del cariño que se tenían los dos hermanos.

Sin embargo, eso no quita para que, cuando nuestro padre murió fulminado por un rayo en su plantación, quisieran acusar a mi tío Kouadjo de haberlo matado utilizando la brujería. Pero la acusación se paró en seco cuando el primero que se atrevió a formularla públicamente se topó con el puño de mi tío. Aun así, en el pueblo siguieron pensando que seguramente nuestro tío tenía algo que ver con la muerte de nuestro padre.

Una tarde, nuestro padre estaba en su plantación de cacao cuando lo sorprendió una tormenta. Fue a refugiarse bajo un viejo árbol en la entrada de la plantación. Y fue ahí donde cayó el rayo. La tormenta cesó poco después. Para los baoulé, solo un brujo puede provocar una muerte semejante. El brujo es siempre un familiar de la víctima. No hubo que buscar muy lejos. Además, mi tío Kouadjo, único hermano de la misma madre que el difunto, era el heredero. Cuando dos años después mi hermano Épiphane se mató en un accidente de coche, se confirmó lo que todo el mundo pensaba. Durante su entierro, una mujer entró en trance y reveló que el tío Kouadjo era el autor del accidente, al igual que del rayo que había matado a nuestro padre. Habría decidido acabar con todos los hijos de su hermano para vengarse por el hecho de no haber tenido hijos él. Mi tío le soltó un buen par de bofetadas y el espíritu de mi hermano, al que se suponía morando en ella, regresó de inmediato por donde había venido. La mujer sintió el dolor producido por las bofetadas. Su marido se enfadó y se abalanzó sobre mi tío Kouadjo, pero acabó en el suelo con dos dientes menos.

Hizo falta una semana de discusiones para solucionar la historia. Al final, mi tío Kouadjo aceptó pagar una multa: una oveja y dos botellas de ginebra, no por ser un brujo, sino por los dos dientes del marido. Théogène, que entonces era jefe de estudios en un instituto de Bouaké nos aconsejó que, a partir de ese momento, evitáramos a nuestro tío. Él mismo empezó a espaciar sus visitas al pueblo. Cuando no tenía más remedio que ir, por un funeral, por ejemplo, o para ver a mi madre, evitaba ir a saludar a nuestro tío y, sobre todo, pasar la noche en el pueblo. Un día le pregunté si de verdad creía que nuestro tío había matado a nuestro padre y nuestro hermano. Me contestó:

—Nosotros, los que hemos ido al colegio, queremos ver los acontecimientos de forma racional. Pero es un error. Somos africanos y no podemos dejar de lado ciertas cosas. La brujería es una realidad. Tú no has vivido mucho tiempo en el pueblo y algunas cosas pueden parecerte inverosímiles. Pero yo te aseguro que he visto cosas increíbles y con esas cosas no se juega.

—¿Y tú de verdad crees que el tío Kouadjo es capaz de crear un rayo y dirigirlo hacia nuestro padre y, estando en el pueblo, hacer además que el coche de Épiphane se chocara contra un taxi en Abiyán? —le pregunté.

—No te imaginas de lo que son capaces los brujos —y cortó por lo sano.

A Épiphane le gustaban tres cosas: las mujeres, el alcohol y la velocidad. Con treinta y dos años, era el director financiero de una empresa que exportaba café y cacao. Tras la devaluación del franco CFA, hubo un boom en el precio de estos productos. La empresa en la que trabajaba mi hermano, perteneciente a uno de sus amigos, ganaba mucho dinero. También Épiphane. Y se lo pulía, como todo buen marfileño que se hace rico de la noche a la mañana. Tenía tres coches: un Mercedes cupé 320, un Trooper todoterreno y un Jaguar. Solo bebía champán, como todos sus amigos, y se hacían llamar los Golden Boys. Se pasaba todas las noches en la discoteca y no llevaba zapatos de menos de cinco mil francos. Una noche, en la que celebraba una fiesta con unos amigos en una discoteca de la Zone 4, decidió volver a su casa hacia las dos de la madrugada. Uno de sus amigos, un europeo, que vio que iba borracho como una cuba, le aconsejó no conducir y le propuso acompañarlo a casa. Todo el mundo se echó a reír. Mi hermano le contó que conducía mejor estando bebido. Y todos estaban convencidos de ello. Yo también, la verdad. Lo vi borracho varias veces y era incapaz de abrir la puerta del coche pero, una vez el motor en marcha, recobraba todos los sentidos y se hacía el trayecto de Abiyán a Dimbokro en menos de dos horas. Esa noche, los semáforos no funcionaban en el cruce del instituto técnico de Cocody. Épiphane no vio el taxi que venía de Deux-Plateaux. Costó horrores sacar los cuerpos despedazados de Épiphane, de su acompañante y del taxista.

Tras la bronca en la iglesia, mi tío Kouadjo y Kouakou Ba decidieron, cada uno por su lado, no volver a poner un pie allí si lo hacía el otro. Pero el domingo siguiente, mi tío Kouadjo se cruzó con Kouakou Ba en la entrada de la iglesia.

—¡Sal de aquí! —le dijo.

—¿Acaso esta es tu casa? —le replicó el otro.

El sacerdote, que asistió a la escena, se interpuso entre ellos. Pero mi tío no quiso saber nada. No volvería a poner un pie en la iglesia si Kouakou Ba la pisaba. El sacerdote estuvo hablando un buen rato con mi tío. Le explicó que Jesús había comido con pecadores y malhechores en la misma mesa, que incluso pidió a su Padre que perdonase a aquellos que lo estaban crucificando. Mi tío terminó por calmarse. Aceptó volver a la iglesia con la única condición de que Kouakou Ba se disculpase. Kouakou Ba no quiso. Era él quien había sido insultado por Kouadjo. El sacerdote se cansó de tanta palabrería. Mi tío Kouadjo volvió a su casa aclarando: «Mientras Kouakou Ba vaya a la iglesia, ni muerto pondré un pie allí». Y no volvió a pisarla hasta su muerte, a pesar de los intentos del sacerdote, de todos los cristianos y hasta del jefe del pueblo, que seguía siendo un adorador empedernido de fetiches ancestrales.

El sacerdote tuvo que enfrentarse entonces a un problema de traducción. Aparte de mi tío, solo los tres profesores, sus alumnos y un viejo excombatiente entendían el francés. Pero uno de los profesores era voltense, el otro era de Dahomey —en esa época la mayoría de los profesores del país venían de esas dos zonas— y el tercero era baoulé, y musulmán. El excombatiente se ofreció como traductor. El sacerdote se negó. El excombatiente era un viejo borracho con un francés macarrónico siempre aderezado con «vaya mierda», «puto alemán» y «tu’res tonto». El sacerdote tuvo que optar por escoger a un alumno de quinto de primaria, la clase más avanzada. Pero el resultado fue todavía más desastroso que con mi tío. Al final, los habitantes del pueblo, que no entendían nada del mensaje bíblico, decidieron que era más prudente no renegar de sus fetiches. Todo lo que asimilaron fue que el fetiche de los blancos se llamaba Jesús y que era un gran fetiche puesto que los blancos eran los más fuertes. Todo lo demás era demasiado complicado. Y consideraron que si los blancos y los negros vivían bien juntos, que si desde la Independencia el blanco no los había azotado más, y que si encima el presidente era un negro —un baoulé para más señas— no había razón alguna para pensar que los fetiches baoulé no pudiesen cohabitar con el fetiche blanco.

Mis hermanos también nos contaron aquella ocasión en que nuestro tío discutió con el fetiche del pueblo. Lo llamaban el Do. Era una máscara que se guardaba en el bosque sagrado donde solo los iniciados podían acceder. Algunas noches, uno de los iniciados se ponía la máscara y venía a bailar a la plaza del pueblo. A las mujeres no se les permitía verlo. Cuando sonaba el cuerno anunciando la salida del Do, todas las mujeres del pueblo se precipitaban hacia sus cabañas y se tumbaban con la cara pegada al suelo para no ver ni siquiera su sombra. Una noche en la que el Do estaba bailando en la plaza del pueblo, mi tío Kouadjo, que se aburría en casa desde la muerte de su hermano, se acercó a ver la ceremonia. Estaba apoyado en un muro y miraba cómo bailaba el Do. Este lo vio. Giró varias veces y terminó apoyándose en mi tío aplastándolo contra el muro. Mi tío le dio un empujón en la espalda para quitárselo de encima. El fetiche dio un paso adelante e hizo como si fuese a caerse. El gentío lanzó un «¡oh!» de estupor. El fetiche se sentó en el suelo moviendo la cabeza y gruñendo. Estaba enfadado. Quienes tocaban los tambores y las campanillas se acercaron y lo rodearon. Acto seguido, a mi tío lo condenaron a sacrificar un buey por haber pegado al fetiche. Protestó diciendo que no le había pegado. Que solo lo había empujado para quitárselo de encima. Es más, estaba seguro de que el portador del fetiche lo había aplastado contra el muro adrede. Y que si este casi se había caído al empujarlo era porque había bebido demasiado. Dicho esto, mi tío Kouadjo se fue a su casa muy enfadado.

Por la mañana muy temprano, el jefe del pueblo y los notables llamaron a la puerta de mi tío Kouadjo. Había ofendido al fetiche y eso estaba sancionado con la muerte del culpable, a menos que llevase a cabo el sacrificio de un buey. Mi tío fue intransigente. Dijo que todo aquello era un timo y que cada vez que los adoradores del Do tenían ganas de comer un buey o un cordero, sacaban la máscara y se las arreglaban para endosarle a alguien una multa. A menudo, cuando sonaba el cuerno, a algunas mujeres que se encontraban alejadas de sus casas no les daba tiempo a llegar y se cruzaban con la máscara. Tenían entonces que dar en ofrenda un cordero. Cuando ocurría también una desgracia en el pueblo, como un incendio, una serie de fallecimientos o una sequía demasiado larga, el Do designaba a un culpable y este, en general y como por casualidad, era alguien que había tenido alguna historia con el portador de la máscara. No señor, todo aquello era un engaño y él, Kouadjo, se negaba a pagar. Prefería morir antes que darle un buey a ese borracho de Kouassi —el portador de la máscara— y a su banda.

Mi tío Kouadjo se mantuvo en sus trece a pesar de todas las amenazas y, al final, fue Théogène quien pagó el buey. No para complacer a su tío, sino porque temía que la maldición del Do recayese sobre toda la familia.

Empezaba a anochecer cuando llegó el coche fúnebre. Se había estropeado regresando del pueblo. Metimos el cuerpo de mi tío Kouadjo en el coche y cogimos la carretera hacia el pueblo. Pero en cuanto dejamos la carretera asfaltada para tomar la pista, se puso a llover.

—Esto es cosa del tito, que quiere hacerse notar —dijo Bébert.

Y cinco kilómetros después, nuestro autobús se hundió en el barro. Era el autocar grande de sesenta plazas del instituto que dirigía Théogène. Mi hermano nos había dejado dos días antes con Immaculée, la mayor de nuestras hermanas, para preparar el funeral, que deseaba que fuese magnífico. Una vez muerto mi tío, al que tenía por brujo, ya no temía quedarse a dormir en el pueblo.

Todos nuestros esfuerzos para sacar el autocar fueron en vano. Cuanto más insistía el chófer, más se hundía el autocar en el barro. Hubo que ir a buscar ayuda al pueblo vecino, a unos dos kilómetros de allí. Como yo era el más joven, me tocó a mí el marrón. Me puse en marcha bajo la lluvia. En la oscuridad de la noche, creía ver la silueta encorvada de mi tío detrás de cada árbol. «Los muertos no están muertos», dijo el poeta. Mi tío estaba bien muerto. Nunca más lo oiremos decir: «Ô toi bi». Y nunca más le faltará nadie al respeto. Su cuerpo se pudrirá bajo el suelo de nuestro pueblo, tal y como pasó antes con mi madre, muerta al poco de nacer yo, mi padre, mi hermano y todos nuestros antepasados. Pero, y su alma, ¿dónde estaba en ese momento? Los cristianos dicen que el alma sube al cielo para que Dios la juzgue. ¿Subía justo en el momento en que uno moría o deambulaba entre nosotros durante algún tiempo? Los baoulé dicen que el alma va a Blolo, el otro mundo, para empezar una nueva vida, al término de la cual, vuelve a este mundo para reencarnarse en otro cuerpo. ¿Dónde está Blolo, ese otro mundo? No debe de estar muy lejos del nuestro ya que hay almas que vienen a veces a trasegar las marmitas de nuestras madres, en las cocinas, buscando comida. En las fiestas del ñame, ponemos foutou mezclado con aceite rojo en un rincón, bajo el canari, en honor a los muertos. Algunos vienen a vengarse de quienes los mataron o los maltrataron mientras vivían.

Sabía que mi tío no me haría nada esa noche en la que andaba bajo la lluvia en búsqueda de unos brazos fuertes que nos ayudaran a sacar el autocar del barro. Porque mi tío, allí, en Blolo, sabía que yo lo quería mucho. Cuando Théogène decidió evitarlo porque sospechaba que era un brujo, yo seguí visitándole. Tras el bachillerato, cuando consideraron que era lo suficientemente mayor para ir y venir solo, sin necesidad de pedir permiso a mi hermano mayor, venía con frecuencia al pueblo durante las vacaciones e iba a casa de mi tío. Iba a que me contase la historia del pueblo, de nuestra familia o simplemente para estar con él, porque era el tío más adorable del mundo y yo lo quería. Sabía que no había matado a mi padre ni a mi hermano. Sabía que mi padre había muerto por haberse resguardado bajo un árbol durante la tormenta.

Théogène quería que creyese otra cosa porque era africano. Pero en África, los árboles también atraen los rayos. También en África, un hombre borracho que conduce a tumba abierta por las calles de la ciudad puede cruzarse con un taxi. Mi tío no era un brujo. Mi tío Kouadjo sabía, lo sabía de sobra, que los brujos no existían y que todo eso no era más que un gran engaño. Me había dicho que no podían existir. A menos que uno admitiese que el africano fuese un ser con un fondo malo, maldecido por Dios y que solo sabía hacer el mal. Théogène afirmaba que los brujos eran capaces de hacer caer un rayo sobre un hombre, de provocar accidentes de tráfico y enfermedades. ¿Por qué, entonces, no han inventado la electricidad? ¿Por qué, entonces, no hacen caer la lluvia cuando la sequía acaba con nuestras plantaciones? ¿Por qué no alejan las enfermedades y las catástrofes? Todo eso no era más que fachada. Pero claro, al africano le gustan las apariencias. Al sentirse incapaz de explicar algunos fenómenos de la naturaleza, prefiere refugiarse en el engaño. Y, desde entonces, en este continente, todo el mundo vive instalado en el engaño. Los políticos engatusan a la población con el espejismo de un desarrollo imposible para explotarlos mejor. Los intelectuales son unos impostores que no tienen más que un saber de relumbrón y, en el fondo, son todavía más retrógrados que los campesinos a los que menosprecian. ¿Quién alimenta a los hechiceros y los brujos sino la llamada élite con todos sus títulos? ¿Por qué razón ningún brujo capaz de hacer caer un rayo viene con ese poderío a sacar el autocar del barro? ¡Todo eso no son más que apariencias y engaño!

De pronto, tropecé con un cuerpo arrodillado en la oscuridad. El cuerpo se estiró de repente, lanzándome hacia atrás y desapareció en el bosque.

El corazón dejó de latirme. ¿Era acaso un brujo que preparaba alguna acción maléfica? Me levanté y empecé a correr hacia el pueblo del que distinguía las luces. Oí a alguien corriendo detrás de mí y gritando:

—¡Espera, espérame, no tengas miedo!

Aceleré hasta llegar a la primera cabaña del pueblo y entré en el patio. El hombre que me perseguía me alcanzó allí. Una mujer vieja que salía del cercado entelado que hacía de letrina, común en nuestros pueblos, nos miraba sorprendida. Del tirón, le conté lo que acababa de pasar. El que me perseguía se puso a reír. Estaba haciendo sus necesidades en el borde de la carretera cuando tropecé con él. Debido a la lluvia, no me había oído venir y yo, absorto en mis pensamientos, no lo había visto. Él, aterrado, había huido hacia la maleza sin haberse podido siquiera limpiar el culo. En nuestros pueblos no tenemos váter y todos hacen sus necesidades en la maleza. Cuando llueve, el problema empeora sin que ningún brujo haya conseguido resolverlo hasta la fecha.

Todos los hombres fuertes del lugar, en total una veintena, seguidos de todos los niños, me acompañaron cargados con picos y azadas. Y tras media hora de esfuerzos, conseguimos sacar el autocar.

Eran ya las nueve de la noche cuando llegamos al pueblo, todos llenos de barro. El cuerpo del tío Kouadjo ya estaba expuesto en su casa. Las mujeres estaban sentadas alrededor, llorando. Tras asearnos, fuimos a inclinarnos sobre su cadáver. Era la primera vez que lo veía desde su muerte. Lo habían vestido con un traje negro, un par de zapatos y unos guantes blancos. Nosotros nos ponemos nuestra mejor ropa cuando hacemos un gran viaje, como ir a Europa, por ejemplo. El marfileño que viaja a Francia irá siempre con traje, aunque no se lo ponga habitualmente. La muerte es el más grande de los viajes. Por eso, no escatimamos en medios para que el muerto aparezca en Blolo con sus mejores galas. Mi tío tenía los labios ligeramente levantados y parecía que estaba riéndose con sorna.

Théogène estaba en misa y repicando. Él, que sospechaba que el tío Kouadjo era un brujo, estaba empeñado en organizarle un bonito funeral, aunque en el fondo estaba encantado de que nuestro tío hubiera muerto. Hizo instalar unos toldos en el patio e hizo venir a un grupo de música tradicional y a un coro cristiano para el velatorio. También había alquilado un grupo electrógeno en Dimbokro para asegurar la iluminación porque no había electricidad en nuestro pueblo. Pero la lluvia seguía cayendo y nadie tenía ganas de pasar la fría noche a la intemperie.

Théodule, Bébert y yo fuimos al único bar del pueblo, situado en el patio de un profesor, a beber unas cervezas calientes porque no había frigorífico. Hacia la medianoche, Bébert, borracho perdido, comentó que necesitaba a toda costa acostarse con una mujer. Nada más llegar había visto a una muchacha. Se fue a buscarla y Théodule y yo regresamos a casa a acostarnos, estábamos cansadísimos. Mientras, el coro seguía con sus cantos.

A la mañana siguiente, a las diez, nos arreglamos para el N’zié, ceremonia que consiste en ofrecer donaciones, en metálico o en especie, a la familia del difunto. Seguía lloviendo. Según lo establecido, se celebraría luego una misa en la pequeña iglesia del pueblo antes de la inhumación. Théogène tenía previsto pronunciar una oración fúnebre. Hacia el mediodía tendría que haber acabado todo. Teníamos que regresar a Abiyán después de comer. Théogène, el nuevo jefe de familia, que se tomaba su papel muy en serio, tenía que quedarse en el pueblo para solucionar los asuntos de rigor, en concreto los relacionados con la herencia de mi tío que, en principio, recaía en él. Para Bébert, era eso lo que justificaba tanto celo.

Aunque mi tío hubiese dejado de frecuentar la iglesia después de su bronca con Kouakou Ba, es decir desde hacía muchísimo tiempo, antes incluso de que yo naciera, jamás renunció formalmente a la fe cristiana. Y el joven sacerdote marfileño, que había reemplazado al sacerdote blanco, ya demasiado viejo, lo había dejado bien claro: «La persona bautizada es cristiana hasta su muerte».

Un poco antes de la ceremonia de N’zié, un hombre se acercó a Théogène, le dijo algo al oído y ambos se retiraron enseguida a un patio del vecindario. Después, Théogène hizo llamar al jefe del pueblo. Este, a su vez, llamó a uno de nuestros tíos y, poco a poco, la asamblea al completo se reunió en el otro patio. Théodule y yo nos acercamos para saber qué estaba pasando.

Sucedía que el hombre que le había hablado a Théogène al oído, un campesino llamado Yao, acusaba a Bébert de haberse acostado con una muchacha de su patio. Y quería que el asunto se solucionase de inmediato. Théogène y el jefe le propusieron que esperase a que enterrásemos a tío Kouadjo, pero Yao no atendía a razones. Bébert lo había ofendido; además, tenía que regresar a Abiyán justo después del entierro y no iba a volver al pueblo en algún tiempo. El asunto era delicado porque todos sabían que la muchacha en cuestión tenía previsto ser la segunda esposa de Yao. Se trataba de un caso claro de adulterio. Y aunque los baoulé sean todos unos adúlteros empedernidos, no les gusta en absoluto que les sean infieles. Si el adulterio era probado, Bébert tendría que pagar una multa. Ahora bien, no podía juzgarse un caso de adulterio justo cuando nos disponíamos a enterrar a mi tío Kouadjo. Intentaron hacer entrar en razón a Yao. No quiso saber nada. Al final, llamaron a Bébert. Ya estaba borracho.

Lo cierto es que llevaba borracho desde que perdió su empleo como contable y su mujer lo abandonó llevándose a su hija. Bébert negó conocer a la muchacha en cuestión y añadió:

—¿Pero qué se me ha perdido a mí con la mujer de un patán como Yao?

A Yao el comentario no le gustó excesivamente. Y contestó:

—Escucha, Dagobert… —empezó diciendo.

—¡Tu puta madre! —le soltó Bébert.

A un baoulé no se le dice: «¡Tu puta madre!». Yao se abalanzó sobre Bébert, lo tiró al suelo y se sentó sobre él. Se disponía a partirle la cara de un puñetazo cuando fueron a separarlos. Una vez fuera del alcance de su adversario, al que sujetaban con fuerza, Bébert lo cubrió de insultos de cosecha propia: «Pedazo de mamón, sinvergüenza, patán…». Todo el pueblo había abandonado el funeral para asistir a la pelea. Hacía mucho que en el pueblo no se vivía una buena pelea. Desde que mi tío Kouadjo se hizo viejo. Solo había peleas entre chiquillos o cuando los maridos sacudían a sus mujeres. En definitiva, nada interesante.

Pasó mucho tiempo hasta que el jefe pudo calmar los ánimos. El asunto se complicaba. Pero había que solucionarlo cuanto antes porque el cuerpo de mi tío Kouadjo estaba esperando. Se llevaron a los niños y pidieron a Bébert que contestara si sí o si no, y sin comentarios de mal gusto, solo si sí o si no se había acostado con la muchacha. Lo negó de nuevo y añadió que podía demostrar su inocencia porque habíamos pasado la noche con él en el mismo cuarto. Bébert mentía. Yo había pasado la noche en el mismo cuarto y la misma cama que Théodule, junto con Kevin Anderson y Yann Rodrigue, los dos hijos de Théogène, que compartieron la misma esterilla. Pero no podía traicionar a mi hermano. Así es que testifiqué que había pasado la noche en el mismo cuarto que Bébert y que no había venido ninguna mujer. Yao estalló:

—Está mintiendo como su hermano. En esta familia son todos unos mentirosos.

Gritos de indignación en la familia. Immaculée y Fiacre, mis dos hermanas, querían sacarle los ojos a Yao. Lo insultaron a conciencia hasta que el jefe consiguió que la calma volviera de nuevo. Immaculée exigió que Yao presentara sus disculpas de inmediato y que ofrendase un buey, sí, un buey, para lavar la ofensa que se había hecho a nuestra familia acusándola de mentirosa.

Discutieron largo y tendido. El jefe, harto de la intransigencia de mis hermanas, les explicó que les interesaba dar su brazo a torcer por el mero hecho de que había sido nuestro hermano el primero en ser acusado de adulterio y fue él quien, después, empezó a insultar a Yao y, finalmente, éramos nosotros quienes teníamos un cadáver pendiente de enterrar antes de regresar a Abiyán.

—Nosotros tenemos todo el tiempo del mundo. Por tanto, si queréis que esto dure, puede durar eternamente —amenazó el jefe.

Para zanjar la cuestión, llamaron a la muchacha, que temblaba como un flan. Apenas tenía dieciséis años. Con una voz casi inaudible, confesó que se había cruzado con Bébert la noche anterior, que este le pidió que lo acompañase a su cuarto, que aceptó por cortesía, que estuvieron un rato charlando y que eso fue todo.

—¿Cómo que eso fue todo? —gritó el futuro marido, aunque ya cornudo—. Volvió por la mañana y dice que fue todo.

La muchacha bajó la cabeza sin contestar. Fue justo ese el momento en el que Dios sabe qué mosca picó a Théodule, por lo general bastante comedido y hasta entonces asistiendo a la escena con aire divertido. Levantándose gritó:

—¡Esto es un auténtico delito! ¿Cómo es posible que esta chiquilla pueda ser la mujer de un vejestorio como Yao?

Se quedaron todos mirándolo, atónitos. Théogène, que tenía prisa por acabar con esta historia para ocuparse de mi tío, lo instó a callarse. Pero Théodule estaba lanzado.

—¡Pero bueno! ¿En qué mundo vivimos? Habría que detenerlo y enchironarlo por corrupción de menores, y al jefe del pueblo también, por cómplice. Y a pesar de todo, Bébert sigue siendo el acusado. ¡Menudo disparate!

Al jefe empezaron a hinchársele las narices.

—Théogène —comentó— dile a tus hermanos que si me faltan al respeto, esto va a acabar mal.

Théogène, asustado, agarró del brazo a Théodule y lo hizo salir de la reunión advirtiéndole:

—Con estas cosas no se juega.

Tras una larga discusión, aderezada con los gritos de Bébert, que amenazaba con matar a Yao, el jefe decidió suspender el asunto hasta que el tío Kouadjo fuese enterrado. Eso sí, quedaba descartado entonces que regresáramos a Abiyán tras el entierro. Solo podríamos irnos una vez juzgado el caso de adulterio. Todo el mundo se dirigió hacia el lugar del funeral. El sacerdote ya había llegado y estaba que se subía por las paredes. Despachamos la ceremonia de N’zié. La verdad es que con todas las enemistades que mi tío se había granjeado en el pueblo y tras la historia de adulterio de su sobrino Bébert, pocos estaban dispuestos a dar algo a su familia para el entierro. Pusimos el cuerpo en el ataúd. Era un ataúd blanco con un cristal a la altura de la cara. Apilamos un montón de telas kita de gran valor, las pesadas pulseras de oro de mi tío y su fusil. Aquí, hacemos así las cosas. Enterramos a los hombres con todas sus pertenencias. Con lo cual, todas las riquezas que produce nuestra sociedad se sepultan bajo tierra junto a los muertos mientras que los vivos siguen viviendo en la miseria. Transportamos el ataúd a la iglesia y lo colocamos frente al altar. La lluvia empezó a caer de nuevo. Y justo en el momento en que el sacerdote se disponía a oficiar la misa, llegó un hombre viejo con un bastón. Cuando Théogène lo vio, se levantó y murmuró algo al oído del sacerdote, y después al del hombre viejo. Este último se sentó y dijo con voz firme:

—Yo no me voy de aquí.

Todos se volvieron hacia él. Los jóvenes no lo recordaban pero los viejos sí. Era Kouakou Ba, el viejo enemigo del tío Kouadjo. Théogène no había olvidado que mi tío Kouadjo dijo un día: «Mientras Kouakou Ba esté en la iglesia, ni muerto pondré un pie en ella». Mi tío Kouadjo estaba muerto y su cadáver estaba en la iglesia. ¿Tenía derecho Kouakou Ba a estar allí también? Théogène creía que no. Se lo explicó al joven sacerdote que no tenía ni idea de aquella vieja historia. El sacerdote le contó que Jesús, al morir, había reconciliado a todos los enemigos y que no había razón alguna para que Kouakou Ba saliera de la iglesia. Théogène le contestó:

—Usted es sacerdote pero también es africano. Con estas cosas no se juega. Además, fue su última voluntad.

—No es cierto —interrumpió Kouakou Ba—. No dijo nada antes de morir y esa historia se remonta a hace más de cuarenta años. Con todos los pecados que Kouadjo cometió en este mundo, tendré que rezar yo también para que Dios, Nuestro Señor, le abra su puerta.

Se arrodilló y permaneció en actitud de recogimiento. Théogène, no sabiendo qué decir, permaneció callado.

Durante la misa, que el sacerdote despachó en menos de treinta minutos, todos tenían los ojos fijos en el ataúd de mi tío Kouadjo, como si temiesen que fuera a levantarse de golpe y gritar: «¡Ô toi bi!». Incluso el sacerdote, que después de todo era marfileño, y que pensaba seguramente como Théogène que con esas cosas no se jugaba, echaba algún que otro vistazo furtivo al ataúd. La misa se desarrolló sin incidentes para tranquilidad de todos, y trasladamos el ataúd al cementerio. Seguía lloviendo. El cementerio estaba en la otra punta del pueblo. El sol empezaba a ponerse. Cuando llegamos, descubrimos ¡oh, sorpresa! que la tumba, situada al final de una cuesta, estaba llena de agua, a punto de rebosar.

Théogène se lamentó:

—Ya os lo había dicho yo. Con estas cosas no se juega. Esto ha pasado porque Kouakou Ba ha ido a la iglesia.

No quedaba más remedio que vaciar la tumba de agua. No podíamos volver a llevar el cuerpo al pueblo. Lo nunca visto. Tampoco podíamos abandonarlo allí. Por tanto, estábamos obligados a esperar bajo la lluvia sin ningún lugar donde resguardarnos. Bébert propuso meter el ataúd en el agua. Dijo que una vez cubierta la tumba, nadie sabría que estaba bajo el agua. Total, ¿qué nos hacía pensar que el resto de las tumbas no estaban también llenas de agua? Todos le dijeron que se había vuelto loco y cerró la boca.

Tuvimos que ir al pueblo a por cubos y cinco jóvenes se ofrecieron voluntarios para vaciar la tumba a cambio de dos botellas de ginebra. Se las bebieron tomándose todo su tiempo antes de empezar a vaciar la tumba. A Bébert le pareció que no iban lo bastante deprisa y empezó a recriminarles:

—¡Panda de gandules! ¿Os creéis que no tenemos nada mejor que hacer? ¡Tenemos que volver a Abiyán enseguida! Además, ¿cómo es posible que nadie haya venido a asegurarse de que la tumba estaba en buen estado antes de que saliéramos del pueblo?

A uno de los poceros, la ginebra se le subió a la cabeza. Dejó el cubo y dijo:

—Yo no soy sobrino de Kouadjo. Solo quería ayudar. Pero si el parado este de Dagobert se va a dedicar a insultarme…

—¡Tu puta madre! —le gritó Bébert.

El joven agarró a Bébert por el cuello, le escupió en la cara y apretándolo bien fuerte le dijo:

—Escúchame bien, durante toda su vida tu tío se dedicó a fastidiar a todos en el pueblo. Si lo que quieres es tomar el relevo, desde ya te digo que yo también soy un pendenciero. ¡Parado de mierda!

Estaba estrangulando a Bébert. Immaculée se abalanzó sobre él gritando:

—¡Vas a matar a mi hermano!

El joven la empujó con la mano pero ella se resbaló en el barro y cayó al suelo. Se puso a dar alaridos:

—¡La pierna! ¡La pierna! Me ha roto la pierna.

Corrimos hacia ella para levantarla. No tenía absolutamente nada roto pero seguía chillando que tenía la pierna rota. El joven que tenía agarrado a Bébert dejó de apretar. Y Bébert aprovechó para soltarle un patadón en la tibia. El joven chilló y le endiñó a Bébert un puñetazo que lo tumbó en el barro. Théodule y mis hermanas se tiraron encima del joven. Sus amigos vinieron a socorrerlo y entonces se armó la marimorena. El sacerdote, que intentaba calmar los ánimos, terminó en el suelo. Théogène lo ayudó a levantarse y le comentó:

—¿Lo ve? Todo esto es porque Kouakou Ba ha ido a la iglesia. Con estas cosas no se juega.

Corrió a avisar al jefe del pueblo. Me fui tras él.

—Lo sabía —dijo el jefe del pueblo cuando Théogène le contó lo que estaba pasando en el cementerio.

—Todo esto es cosa de tu tío. Esta mañana, cuando he visto cómo tus hermanos insultaban a todo el mundo, he comprendido que Kouadjo estaba detrás de esto.

Entró en su cabaña y salió con una botella de ginebra. Llenó un vaso y empezó a derramarlo por el suelo, gota a gota, suplicando a nuestro tío:

—Kouadjo, te lo suplico. Si te hemos ofendido, perdónanos. Si tus sobrinos te han ofendido, perdónalos y ve en paz.

Estuvo hablando un buen rato hasta dejar el vaso vacío. Después, se puso el pagne y nos fuimos al cementerio. La pelea ya había acabado. Pero parecían todos chiquillos que se habían entretenido revolcándose en el barro. El jefe se acercó al ataúd, miró a mi tío y exclamó:

—¡Qué, Kouadjo! ¡Incluso frente a tu propia tumba tienes que seguir dando guerra!

Y regresó al pueblo tras pedir a los jóvenes que vaciaran la tumba de agua.

Cuando la tumba estuvo vacía, colocamos el ataúd sobre unos troncos de madera y lo cubrimos con una tela kita. Buscamos al sacerdote para que dijese la última oración, pero había desaparecido. Fuimos al pueblo. Su coche ya no estaba. Se había ido sin avisar al haberse dado cuenta de que, sin lugar a dudas, con esas cosas efectivamente no se juega. Volvimos al cementerio y pasamos unas cuerdas bajo el ataúd. Théogène se sacó del bolsillo el texto con la oración fúnebre:

—Querido tito…

En ese instante, vimos a una mujer vieja que venía corriendo del pueblo. Llevaba en la cabeza un barreño que iba balanceándose hacia delante y hacia atrás. Se puso a dar saltitos alrededor de la tumba.

—Pero, ¿a qué viene esto? —preguntó Bébert, tan intrigado como nosotros. Tenía el labio partido y se le estaba empezando a hinchar.

La mujer vieja se plantó delante de nuestra tía y se puso a hablar dando saltitos mientras el barreño seguía zarandeándose hacia delante y hacia atrás. No entendía lo que estaba diciendo pero vi a mis tías, a mis tíos y a Théogène tirarse al suelo y suplicar:

—Perdón, Kouadjo, no te enfades, perdón.

Un joven del pueblo nos explicó que era nuestro tío quien hablaba a través de la vieja que estaba en trance. Y nuestro tío estaba enfadado porque lo enterráramos un domingo.

Bébert gritó:

—¡Pero bueno, si hoy es sábado! ¿Acaso allí no tienen calendarios o qué?

Le ordenaron que se callara. Mi tío seguía hablando. Y nuestros familiares, arrodillados en el barro, le suplicaban llorando. Después, la mujer vieja volvió al pueblo dando saltitos con el barreño todavía en la cabeza.

Nos explicaron que el sol estaba a punto de ponerse y que, para los baoulé, ya estábamos en el día siguiente. De forma que a un niño nacido un lunes por la tarde se le ponía el nombre del martes. Estábamos a sábado y eran las cinco y diez de la tarde. Era domingo, pues. Nosotros los baoulé no enterramos a una persona de la edad de mi tío en domingo. Por eso, mío tío Kouadjo estaba enfadado.

—¿Entonces, qué? ¿Qué quiere que hagamos? —preguntó Bébert—. Habrá que enterrarlo aunque esté enfadado.

Había que calmar la ira de mi tío. De nuevo, fuimos a buscar al jefe que llegó con su botella de ginebra. Siempre hay botellas de ginebra debajo de las camas de los jefes en los pueblos baoulé. Retomó sus libaciones delante del ataúd y, una vez más, suplicó a mi tío Kouadjo que fuese en paz. Luego, le dejó claro que si estábamos allí, era por su culpa. Y el jefe le recordó a mi tío Kouadjo todo lo que había hecho desde la víspera. El coche fúnebre estropeado, la lluvia, el autocar atascado, el adulterio de Bébert, el enfrentamiento que este había provocado en el pueblo, la tumba llena de agua, la pelea en el cementerio, todo eso era cosa del tío Kouadjo. Notábamos al jefe enfadado con el tío Kouadjo. Ahora lo regañaba:

—Mira la que has organizado. ¿Qué te han hecho tus sobrinos para que los trates así? ¿Y nosotros, qué te hemos hecho nosotros? ¡Ya no eres un crío! Libera a tus sobrinos y déjanos en paz.

Vació en el suelo toda la botella de ginebra. ¿Nos habría perdonado entonces mi tío Kouadjo? Bébert gritó:

—Total, que al final no fui yo quien le echó un polvo a la mujer de ese imbécil de Yao. Fue el tito.

Yao estaba presente en el cementerio. Estaba vigilando a Bébert para que no se escapase después del entierro sin que su caso se hubiera juzgado. Loco de ira, arremetió contra Bébert.

—¿No iréis a empezar de nuevo? —bramó Théogène.

Demasiado tarde. Yao lanzó a Bébert sobre el ataúd del tito. El ataúd se deslizó sobre los troncos y acabó en el fondo de la tumba con Bébert encima. Todos se quedaron boquiabiertos. Mi tío Kouadjo acababa de enterrarse él solito. Las palabras del jefe debían de haberlo irritado.

—¡Socorro! ¡Socorro! —gritaba Bébert desde la tumba.

Lo ayudamos a salir de allí. El jefe se acercó a la tumba. La tela que cubría el ataúd se había resbalado y se podía ver la cara de nuestro tío a través del cristal del ataúd.

—¿Qué? ¿Estarás contento? —le preguntó el jefe con gesto airado.

Y a través del cristal, parecía de verdad que mi tío Kouadjo estaba riéndose con sorna.

Breve vocabulario para entender mejor la historia

Aceite rojo: Aceite sin refinar que se obtiene de la palma africana de aceite.

Baoulé: Pueblo de Costa de Marfil que vive, principalmente, en el centro del país. A pesar de la introducción de nuevas religiones, la mayoría mantiene la tradición animista y de culto a los ancestros. Voz marfileña, se pronuncia baulé.

Blolo: El más allá del universo religioso-cultural del pueblo baoulé, en el que viven los seres sobrenaturales y las almas de los ancestros. Voz marfileña, se pronuncia bloló.

Canari: Recipiente de tierra cocida de fabricación artesanal. Voz francesa, se pronuncia canarí.

Cocody: Distrito municipal de Abiyán, situado en la zona continental de la capital económica de Costa de Marfil, al norte de la laguna Ébrié. Es conocido por sus barrios residenciales, en los que viven marfileños acomodados, expatriados occidentales y diplomáticos, y donde también se encuentra la Universidad Félix Houphouët-Boigny. Voz francesa, se pronuncia cocodí.

Deux-Plateaux: Barrio residencial de Cocody, distrito municipal de Abiyán. Voz francesa, se pronuncia deplató.