Robert y los Catapila - Venance Konan - E-Book

Robert y los Catapila E-Book

Venance Konan

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Beschreibung

Catapila llega al pueblo y Robert lo acoge como a un hermano, entregándole un trozo del bosque que ha heredado de sus padres para que pueda trabajar la tierra y dar sustento a su familia. Como muestra de agradecimiento y respeto, cada noche Catapila trae de su plantación frutas y hortalizas que comparte con Robert. De vez en cuando, también le presta dinero que tiene la delicadeza de no reclamarle nunca. Hasta que un día Robert queda hechizado por el trasero de la hija de Catapila. Pocos días después, los Catapila deciden abandonar el pueblo. Empiezan así los problemas para Robert, acostumbrado ya a vivir de los Catapila, y al que le gusta más beber con los amigos, ir a entierros y rondar a las mujeres que trabajar. Una reflexión sobre la diferencia, el esfuerzo, el sentido de la propiedad y las supersticiones narrada con una buena dosis de sarcasmo. Una historia que nos muestra lo fácil que es pasar de la hospitalidad a la guerra y lo cómodo que es culpar al otro de nuestras desgracias.

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Venance Konan

Robert y los Catapila

Traducción de Alejandra Guarinos Viñals

Título original: Robert et les Catapila (del volumen Robert et les Catapila, recueil de nouvelles) © NEI-CEDA éditions, 2005

© de la traducción: Alejandra Guarinos Viñals, 2013

© de la edición: 2709 books, 2013 Sociedad limitada unipersonal Arpón, 18 – 03540 Alicante www.2709books.com [email protected]

Imagen de la cubierta: Johnston, A. Keith, The mountains, table lands, plains & valleys of Africa, Edinburgh, William Backwood and Sons, 1852. De la David Rumsey Map Collection, www.davidrumsey.com.

Coordinación editorial: Marina M. Mangado

La editora quiere expresar su agradecimiento a Albert, Begoña, Carmen, Fulgen y Óscar por su colaboración en este proyecto.

ISBN: 978-84-941711-0-9

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede realizarse con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones de reproducciones provisionales y de copia privada previstas por la ley.

Número de copia: 2709BW - Fecha: 27.09.2013

No se sabe muy bien en qué año llegó al pueblo. Tan solo que ha pasado mucho tiempo desde entonces. Aquí, los años se parecen tanto que siempre nos equivocamos cuando queremos contarlos.

Llegó delgadísimo, como todos los de su raza, en busca de una tierra menos dura que aquella que lo había visto nacer y donde, según nos contó, nada, absolutamente nada, crecía. Contaba incluso que allí, cuando uno se encontraba con un árbol tenía que andar durante kilómetros antes de ver otro. Lo mirábamos con los ojos muy abiertos pero sabíamos perfectamente que exageraba.

Fue Robert quien se lo encontró por la ciudad y lo trajo a nuestro pueblo. Se lo presentó al jefe de la tierra como su amigo, mejor dicho, como su hermano, y le dio un trozo de bosque que había heredado de sus padres. Condujo a su amigo a lo más profundo del bosque, donde solo se aventuran los cazadores más intrépidos debido a las bestias salvajes, y le dijo:

—Puedes empezar a trabajar la tierra a partir de ese árbol grande hasta aquel reguero de agua.

Era un buen trozo de bosque pero Robert estaba convencido de que su amigo no podría trabajar más que una pequeña parte. Robert nunca nos dijo la cantidad que le dio su amigo a cambio de ese trozo de bosque, pero durante algunos días fue un hombre próspero que invitaba a beber a todo el mundo, algo que hacía siempre que tenía dinero.

Por aquel entonces, nuestro pueblo era minúsculo y estaba perdido en medio del bosque. Sacábamos de ese bosque los recursos básicos. Nuestras necesidades no eran enormes y el bosque nos proveía de sobra. Nos daba berenjenas, tomates, pimientos, granos de palma, bananas, taros, ñames, gombos, carne. En resumen, todo lo que necesitábamos para alimentarnos. Nuestras mujeres cultivaban algo de arroz en las inmediaciones del pueblo y lo vendían para comprar otras cosas que el bosque no podía ofrecernos. Algunos hombres cultivaban también café y cacao pero no eran muchos.

El amigo de Robert se fue y regresó después con uno de sus hermanos pequeños, tan flaco como él y con un nombre tan impronunciable como el suyo. Robert les dio permiso para construirse una cabaña al lado de la suya. Dos días más tarde, la habían acabado ante la sorpresa de todo el pueblo. Y empezaron a ir al bosque. Se iban muy temprano por la mañana, incluso antes de la salida del sol, y no volvían hasta tarde, cuando ya era de noche. Nunca participaron en las veladas que organizábamos por las noches en las que cantábamos y recitábamos poemas, bebíamos vino de palma y copulábamos con las chicas detrás de las cabañas. Robert le insistió a su amigo para que viniera con su hermano a beber con nosotros, pero se negaba siempre con la excusa de que estaba cansado. Nos parecían raros pero, en el fondo, no eran más que gente de otra raza, distintos a nosotros y dejamos de interesarnos por ellos.

Al cabo de diez días, Robert terminó preguntándose qué narices podrían estar haciendo esos dos en el bosque y se fue a averiguarlo. Volvió corriendo, reunió a todos los hombres presentes en el pueblo y les pidió que lo siguieran.

—Si os lo cuento, jamás me creeríais. Venid a verlo vosotros mismos.

Y lo seguimos por el bosque.

Durante el trayecto, se negó rotundamente a responder a nuestras preguntas, solo decía:

—Venid y veréis. Si os lo cuento antes de que lo hayáis visto, me acusaréis de ser un mentiroso.

Anduvimos pues hasta el campo que Robert había dado a su amigo y lo que vimos fue realmente increíble.

—Pero, ¿cómo han podido hacer esto? —preguntó un hombre del grupo.

—Un hombre no puede hacer esto —dijo otro.

Lo que nuestros ojos veían superaba sencillamente lo imaginable. Los dos hombres habían talado todos los árboles y desbrozado todo el bosque con sus propias manos.

—¿Cómo es posible que un hombre trabaje así? —preguntó Robert.

—Parecen Caterpillars —respondió alguien.

A partir de ese día el amigo de Robert perdió su verdadero nombre, ya de por sí difícil de pronunciar. Se quedó con «Catapila», alteración de Caterpillar, y a su hermano se le llamó «Pequeño Catapila». Más tarde, cuando vinieron a instalarse con ellos más hombres y mujeres de su raza, los llamamos los Catapila. Los llamábamos así para reírnos de ellos pero ellos se sentían orgullosos de que los comparáramos con esas máquinas americanas que arrancaban árboles, enormes incluso, y aplanaban montañas.

La historia recorrió todo el pueblo y llegó incluso a los pueblos vecinos. Todos los días, los hombres atravesaban el bosque para ir a ver trabajar a Catapila y a su hermano. Por toda herramienta tenían machetes, escardillos y hachas. Verlos talar un árbol era todo un espectáculo. Se ponía cada uno en un lado y golpeaban con las hachas sin parar. Veíamos sus músculos tensos por el esfuerzo y relucientes de sudor. Una vez que habían hecho profundas muescas en el árbol, lo rodeaban para ver por qué lado tenía que caer y volvían a golpearlo hasta que el árbol comenzaba a inclinarse y se desplomaba gimiendo. Nos poníamos a aplaudir cada vez que un árbol caía con gran estruendo. Enseguida los cortaban en varios trozos y los transportaban fuera del campo. Nos decían que hacían carbón con ellos. No entendíamos por qué se tomaban tanta molestia pero, al fin y al cabo, no era asunto nuestro.

Layaban, desbrozaban, talaban árboles, escardaban, no paraban salvo para beber agua o comer una ridícula banana a la brasa. Al principio, no nos cansábamos de ir a verlos trabajar. Pero una vez que todo el pueblo, incluyendo los ancianos, las mujeres y los niños, había ido varias veces a verlos con sus propios ojos, los dejamos tranquilos porque el camino para acceder a su plantación era largo y escarpado y, al final, nos resultaba demasiado pesado. Los habitantes de otros pueblos algo más alejados nos contaron que también ellos tenían hombres de esos. Los llamamos a todos los Catapila. Decidimos que todos eran tontos. Y desde entonces decimos que un hombre grande, fuerte y no muy inteligente es un Catapila.

Un día, Robert le preguntó a Catapila qué pensaba hacer con todo ese campo. Le contestó que pensaba plantar cacao, un poco de arroz, algunas bananas, tomates, berenjenas, gombos y pimientos. Robert le dijo que era tonto por querer cultivar hortalizas y bananas, porque allí, todo aquello crecía solo.

—Aquí, basta con escupir en el suelo, para que crezca una hortaliza. Y cuando haces caca, crece un banano allí donde la has hecho —le comentó.

Catapila no contestó y siguió yendo al campo con su hermano antes del amanecer para no volver hasta caer la noche. Solo descansaban un día a la semana. De hecho, ese día aprovechaban para ir a la ciudad a vender el carbón, las hortalizas y los animales que cazaban con trampas.

Así transcurrió mucho tiempo hasta que, un día, Catapila regresó a su país. Volvió con sus dos mujeres y sus cinco hijos. Su primera mujer era bastante mayor y muy poco agraciada. Sin embargo, la segunda era joven y guapa. Catapila nos contó que acababa de casarse con ella. Sus cinco hijos eran tres buenos mozos y dos muchachas. La mayor debía de tener unos dieciséis años, sus pechos eran redondos como naranjas maduras y su trasero prieto y respingón. Parecía muy mayor para su edad y sus miembros eran finos como los de una gacela. Era exactamente el tipo de chica que fascinaba a Robert. La segunda hija de Catapila apenas tenía diez años.

Enseguida Robert se puso a merodear alrededor de la pequeña Catapila, que era como llamamos a la hija mayor de Catapila. La muchacha, que ya se había percatado del jugueteo de Robert, hacía todo lo que podía para evitarlo. Pero una noche, Robert consiguió acorralarla detrás de una cabaña y empezó a sobarle el trasero y los pechos murmurándole al oído:

—Pequeña Catapila, ¿no te das cuenta de que te quiero? ¿Por qué intentas evitarme a toda costa?

La muchacha forcejeó y consiguió escaparse.

Al día siguiente, Catapila fue a quejarse al jefe del acoso de Robert a su hija. El jefe le contestó que siendo Robert su tutor, lo mejor era no darle importancia al asunto.

—Precisamente porque es mi tutor y lo respeto mucho es por lo que vengo a comentártelo, para resolver el asunto en familia —contestó Catapila.

El jefe llamó entonces a Robert para exponerle el problema.

—A ver, Catapila, entonces, ¿tú puedes ligar con nuestras hijas y hermanas y no quieres que toquemos a tu hija?

—Nunca he intentado ligar ni con tu hija ni con tu hermana —contestó Catapila.

—Siempre te dije que podías elegir a cualquier chica. De hecho, te pedí que escogieras la que te gustara y yo lo arreglaría todo.

—No lo hice, y me gustaría que respetases a mi hija como yo respeto a las vuestras.

—¿A qué te refieres con eso del respeto? ¿Me estás diciendo que no respetamos a nuestras hijas?

—No he dicho eso. Mi hija es todavía muy joven y, según nuestras costumbres, no debe estar con ningún hombre antes de casarse, si no sería una deshonra para nuestra familia.

—¿Me estás diciendo que nuestras familias han caído en deshonra porque nuestras hijas ya no son vírgenes?

—Yo no he dicho eso. Te pido simplemente que dejes en paz a mi hija.

—Jefe, ¿has visto lo desagradecida que es esta gente? Se creen con derecho a arrimarse a nuestras hijas y cuando queremos arrimarnos a las suyas, hablan de honor, como si nosotros no lo tuviésemos.

Aquello empezaba a convertirse en un diálogo de sordos, por no decir algo peor. Catapila prefirió dejarlo ahí después de insistirle al jefe para que convenciese a Robert de que no tocara a su hija.

Pocos días después, la familia Catapila al completo decidió construir un campamento en su plantación y se instaló allí. Catapila lo justificó por la cantidad de trabajo que tenía en ese momento en la plantación y las largas caminatas que tenían que hacerse a diario para ir y venir. Robert no era ningún pardillo. Entendió enseguida que lo que Catapila quería era alejar a su hija de él.

La mudanza de la familia de Catapila puso a Robert de muy mal humor. Parecía un libanés al que hubieran obligado a cogerse unas vacaciones. Durante días habló de la ingratitud de la gente como los Catapila a quienes les había ofrecido su hospitalidad, tratándolos como hermanos de padre y madre, y en agradecimiento lo querían acusar, a él, a Robert, de violador de niñas. Contó a todo el mundo que tan solo había querido pinchar a la pequeña Catapila a quien veía como a su propia hija.

—¿Qué pinto yo, Robert, consuelo de viudas, de chicas jóvenes y menos jóvenes, con una niña sucia de sexo maloliente como la pequeña Catapila? —decía.

Al final, Jeannot le preguntó por qué se quejaba tanto si en el fondo no le interesaba la pequeña Catapila. Robert le confesó que era la actitud de Catapila padre lo que le ofendía. Pero todo el mundo sabía que lo que realmente entristecía a Robert era el recuerdo del trasero de la pequeña Catapila que tuvo entre las manos. Ese culo, redondo y duro, y tan distinto a los de las chicas del pueblo, que eran anchos, gordos y flácidos a fuerza de ser manoseados. En nuestro pueblo, a las chicas se les empezaba a tocar el trasero muy pronto. La pequeña Catapila tenía la tez negra y brillante y Robert imaginaba que su trasero reluciría en la oscuridad. Cada vez que pensaba en él, tragaba saliva como haría un musulmán en cuaresma viendo pasar por delante de sus narices un plato de arroz con salsa de cacahuetes.

Pero lo que realmente le había roto el corazón a Robert y que no reconoció ante nadie era que, con su marcha, Catapila lo privaba de lo esencial para subsistir. Cuando Catapila vivía en el pueblo, todas las noches traía de su plantación bananas, hortalizas, granos de palma o algo de caza que compartía siempre con Robert. Y cada vez que este se quedaba sin blanca, algo muy habitual, le pedía dinero prestado a Catapila que luego nunca le devolvía. Y Catapila tenía la delicadeza de no reclamarle nunca lo que le había prestado. Cuando Robert tuvo su último hijo, el undécimo, escogió a Catapila como padrino del bebé. Este aceptó con alegría y le agradeció calurosamente a Robert el gran honor que le hacía. Pero se desengañó tan pronto como comprendió que ser padrino, en la mente de Robert, significaba que uno se hacía cargo del niño por completo. Era el padrino quien debía alimentarlo, vestirlo y cuidarlo cuando se ponía enfermo.

Resumiendo, Robert vivía holgadamente a costa de Catapila, algo que encontraba normal puesto que le había dado un trozo de su bosque y era su tutor. Robert no era un hombre que se matara a trabajar y no tenía rival como mantenido. Cuando acabó de estudiar —abandonó las clases tras la secundaria— vivió mucho tiempo en la ciudad, donde trabajó en varios oficios. Después tuvo problemas que lo llevaron durante algún tiempo a la cárcel. Nunca llegó a contarnos esos problemas y se conformaba con explicarnos que había sido víctima de la envidia de la gente, pero sabíamos que se trataba de una historia de dinero robado o defraudado. Un día regresó al pueblo con su mujer Rosalie. Pasaba el tiempo bebiendo y detrás de todas las mujeres solteras del pueblo y de los pueblos vecinos. El resultado fue que se convirtió en padre de once hijos de cuatro madres distintas. Hay que decir en su favor que es un galán, le encanta ir bien vestido y sabe cómo animar las fiestas.

Cuando tenía dinero, en su casa siempre era día de fiesta. Su mujer cultivaba algo de arroz en las inmediaciones del pueblo. Sus hermanos pequeños eran policías o profesores en la capital e iba a verlos con frecuencia para que le diesen dinero. Cuando le preguntaban, a veces, por qué no se dedicaba a la agricultura, ya que había heredado un gran bosque, respondía que él había ido a la escuela y que ese tipo de tareas estaban destinadas a gente como los Catapila.

Robert estaba enfadado porque contaba con Catapila para que le dejase dinero y poder ir a la ciudad donde actuaba su orquesta preferida con motivo del funeral de una importante personalidad originaria de la región. A Robert le encantaban los funerales. Se le conocía en toda la región como un gran animador de funerales y por nada del mundo quería perderse este. Necesitaba dinero para desplazarse hasta la ciudad y para poder invitar a algunas chicas a copas. Cinco mil francos eran más que suficientes. Y fue justo ese momento el que eligió Catapila, la única persona que todavía le prestaba dinero en el pueblo, para irse de allí. Robert estaba convencido de que Catapila lo había hecho a posta para fastidiarle el funeral y no estaba dispuesto a que se saliese con la suya tan fácilmente. Decidió ir a buscarlo a su campamento y se encaminó hacia la plantación de Catapila.

Durante el trayecto, Robert se maldijo por haber dado a Catapila ese pedazo de bosque tan alejado del pueblo. Si le hubiese entregado un trozo más próximo, Catapila no habría tenido ningún pretexto para irse del pueblo, y él, Robert, habría podido ligarse a su hija de trasero prieto y respingón. Y, sobre todo, ahora no estaría sudando como un leproso por ese camino lleno de socavones.

Robert encontró en el campamento a la mayor de las mujeres de Catapila. El resto del clan debía de estar en el campo. La señora Catapila comentó a Robert que su marido estaba en la ciudad de compras y que no volvería hasta el día siguiente.

—Pero, ¿por dónde ha ido? —preguntó Robert.

Catapila no podía ir a la ciudad sin pasar por el pueblo. El vehículo que hacía el trayecto a la ciudad pasaba una vez al día y todavía no había pasado cuando Robert salió del pueblo. Y tampoco se encontró con Catapila por el camino. Eso significaba que Catapila había llegado al pueblo justo en el momento en que Robert se iba. Robert se dijo que con algo de suerte podría darle alcance en el pueblo.

—Entonces, tu marido pasa por el pueblo y no viene a saludarme —dijo Robert—. ¿Qué modales son esos?

—Quizá llegó en el momento en que tú salías del pueblo —contestó la señora Catapila.

Eso Robert lo daba por hecho. Solo hablaba por hablar. Ahora, tenía prisa por irse. Ya no escuchaba a la señora Catapila que lo invitaba a sentarse y a beber agua. «¿Pero esta se cree que yo he venido hasta aquí a beber agua?», se decía Robert. Retomó el camino de regreso aligerando el paso. Había olvidado a la pequeña Catapila de trasero prieto a la que le hubiera gustado volver a ver. Su única preocupación era alcanzar a Catapila en el pueblo antes de que se fuera a la ciudad. Llegó al pueblo jadeando. El vehículo acababa de irse. Cuando llegó a su casa, Rosalie le comentó que Catapila había pasado por allí para saludarlo, justo al poco de haberse ido, y le había dejado un agutí.

—¿Un agutí? ¿Se cree que lo que me hace falta ahora es un agutí? —gritó Robert furioso.

Al día siguiente, Robert estaba sentado en su casa, completamente desolado, como un campesino dioula que descubre en su noche de bodas que su mujer no es virgen. Todos en el pueblo sabían que cuando Robert se encontraba así es que necesitaba dinero con urgencia. Robert le daba vueltas y más vueltas al problema sin encontrar ninguna solución. Solo necesitaba cinco mil francos. Tras mucho reflexionar, se dijo que con dos mil francos tendría de sobra. Necesitaba mil francos para pagarse el transporte hasta la ciudad y otros mil para regresar.

Nuestro pueblo está a cuarenta y cinco kilómetros de la ciudad. Primero, había que recorrer veinticinco kilómetros por una pista en estado lamentable hasta llegar a la carretera asfaltada. Desde allí, era fácil encontrar algún vehículo para hacer los veinte kilómetros restantes. Al final, Robert se dijo que con mil francos se apañaría. Sabía que una vez en la ciudad, encontraría a alguien que se hiciese cargo de él. Había vivido allí lo suficiente como para tener muchos amigos. Una vez en la ciudad, encontraría a alguno que lo invitase a beber, otro que le diese de comer y, por supuesto, una amiga que lo alojase. Seguro que encontraría dinero para volver al pueblo. Tenía que llegar a ese funeral como fuese. Era una cuestión de vida o muerte para él.

El difunto, al que conocía más bien poco, era el director general de un ministerio en la capital. Era uno de los altos cargos de la región. Todo el mundo iba a estar allí. Ministros, directores, todas las personalidades regionales con un cargo en la capital o fuera de ella, todos los artistas, entre los que se encontraba su cantante preferido y, sobre todo, chicas. Vendrían de todos sitios, de todas las tallas, de todos los pesos, de todos los tonos y de todas las categorías. Era imposible que Robert no hiciese alguna nueva amiga. En el fondo, era esa la razón por la que necesitaba una pequeña cantidad de partida. Él ya contaba con conseguir una parte de todas las donaciones que se hiciesen durante el velatorio.

Robert conocía a la mayoría de las personalidades de la región. Sabía qué tenía que hacer para que soltaran dinero. ¿No era él, Robert, quien les hacía las campañas en época electoral? A Robert le entraban ganas de llorar cada vez que pensaba que semejantes perspectivas podrían desvanecerse por un miserable billete de mil francos. Había intentado pedir el dinero prestado a alguien del pueblo pero había fracasado. Primero, porque todo el mundo andaba sin blanca como él y segundo porque Robert debía demasiado dinero a demasiadas personas en el pueblo. ¡Cómo iba a hacerse andando los veinticinco kilómetros que separaban el pueblo de la carretera asfaltada!

Allí estaba Robert, sentado solo en su casa mientras Rosalie y los niños estaban en el campo de arroz. Allí estaba, preguntándose cómo conseguían hacerse ricas ciertas personas mientras que él seguía siendo un pobre de solemnidad a pesar de todos sus esfuerzos por salir de la miseria. Se estaba lamentando de lo injusto que es este mundo, y en especial esta tierra, cuando de repente vio aparecer a Catapila y a su hermano. Catapila llevaba un gran saco y su hermano una caja de botellas de vino en la cabeza. Robert enseguida se dijo que esa caja de botellas de vino tenía que ser para él; si no, no se hubiesen tomado la molestia de llevarla hasta su casa. Desconocía las razones de semejante presente pero se levantó para dar un abrazo a los visitantes.

—¿Qué tal estáis, queridos hermanos? ¿Os han dicho que pasé a saludaros? Como hacía mucho que no os veía, estaba preocupado y me acerqué a ver si la familia seguía bien.

—Ayer fuimos a la ciudad y acabamos de regresar —dijo Catapila.

Pequeño Catapila descargó la caja de botellas de vino y todos se sentaron. Los saludos llevaron su tiempo. Robert preguntó por cada uno de los miembros de la familia Catapila, por el estado de la plantación y por las ventas del cacao. Dio unos cuantos consejos sobre el trabajo en el campo, sobre el cultivo del cacao, cuando en su vida había plantado cacao. En realidad, estaba intentado averiguar el motivo de la visita de los Catapila. Al final, Robert se calló y Catapila aprovechó para sacar de su saco un par de botellas de licor envueltas en periódicos viejos. Las puso encima de la caja de vino antes de retomar la palabra.

—Robert, desde que nos encontramos por primera vez en la ciudad, me has tratado como a un hermano. Me acogiste en tu casa, abriéndome su puerta y la de tu corazón. Hombres como tú no hay muchos en este mundo. Y nunca te agradeceré lo suficiente todo lo que has hecho por mí. Entre hermanos, claro está, puede haber alguna desavenencia. A veces, los dientes muerden a la lengua pero eso no les impide estar toda la vida juntos. Pero entre hermanos, sobre todo cuando uno tiene tu sabiduría, todo se arregla en familia y eso es justo lo que ha pasado con nosotros.

Robert no sabía adónde quería llegar Catapila. Por eso, respondió con prudencia.

—Aquí decimos que el hombre es el bien más preciado de este mundo. Y también decimos que cuando un extranjero llega a tu casa es como una bendición que el cielo te ha enviado.

Se agasajaron así durante un buen rato hasta que Catapila planteó el motivo de su visita. Quería que Robert le diera un trocito de bosque a su hermano. Este había crecido, estaba en edad de casarse y había demostrado que era capaz de llevar su propia plantación.

Antes de que Robert pudiese decir nada, prosiguió:

—Sé que aquí no es costumbre vender la tierra y que nunca venderás tu bosque. Por tanto, no consideres lo que te voy a dar como el precio de una transacción. Entre hermanos, lo suyo es que, cuando uno gana un poco, lo comparta con el resto aunque no lo necesiten.

Había sacado de su bolsillo un voluminoso sobre.

—Te he traído esta caja de botellas de vino, estas dos botellas de güisqui y estos doscientos mil francos para que puedas ocuparte de tu hijo, mi ahijado. Sé que no es mucho pero, este año, la cosecha ha sido muy mala y los precios han bajado tantísimo que, dentro de nada, vamos a tener que dejar de cultivar cacao.

Robert pensaba haber oído mal y quería pedirle a Catapila que repitiese lo que acababa de decir. Catapila seguía hablando mientras rebuscaba en su saco.

—Quisiera que dieses estos dos trajes de tela wax y estos treinta mil francos a mi mamá (llamaba así a la mujer de Robert) y este pantalón, esta camisa y estos zapatos a mi ahijado.

Catapila dejó de hablar para que Robert lo asimilase. Justo antes de que Catapila llegara, Robert estaba absolutamente desesperado por un simple billete de mil francos. Y, mira tú por dónde, acababan de caerle del cielo doscientos treinta mil. La verdad, no es que Dios sea grande, es que además no duerme. Robert hizo como que no le importaba demasiado el sobre que contenía el dinero y que Catapila había dejado en el suelo, al lado de la caja de vino, y cogió las dos botellas de güisqui. Eran de su marca preferida. Dos botellas enteras para él, para Robert. Hacía muchos meses que no había bebido güisqui de esa marca. Y una caja de vino para acompañarlas.

Robert ya se podía imaginar lo que iba a pasar esa noche. Escogería a los que iba a invitar. Para empezar, todos los que se habían negado a prestarle dinero estaban descartados. Iba a ser una noche calentita, calentita. ¡Y encima, mañana a la ciudad! Ya no necesitaba esperar las donaciones del velatorio. Iba a ser él quien las hiciese. Ya no necesitaba esperar a que lo invitasen a beber. Sería él quien invitase. Ya no tendría por qué hacerle la pelota a ninguna personalidad para agenciarse un miserable billete de cinco o diez mil francos. Mañana todo el mundo sabría quién era él, Robert, consuelo de viudas, de chicas jóvenes y menos jóvenes; él, el descendiente del fundador de ese pueblo que de un puñetazo mató un gorila adulto en el bosque.

Quiso echarse en brazos de Catapila y besarlo pero se esforzó en mantenerse impasible. Se dirigió a Catapila en tono desinteresado.

—Catapila, ¡pero qué poco me conoces después de todo el tiempo que hemos pasado juntos! ¿Piensas que tienes que darme todo esto por lo que me pides? Nosotros, cuando decimos que alguien es nuestro hermano es que lo consideramos de verdad como tal. Daríamos, incluso, la vida por él. Cuando uno da la vida por alguien, ¿cómo no va a compartir con él lo que tiene? Este bosque ha sido el que ha alimentado a nuestros antepasados, primero a mi abuelo, fundador de este pueblo, y luego a nosotros. Y continuará alimentando a todas las generaciones venideras. Cuando mi abuelo, que era un gran cazador, ya sabes que era tan fuerte que de un solo puñetazo mató a un gorila enorme…

—Ahora entiendo por qué eres tan fuerte —exclamó Catapila con los ojos llenos de admiración.

—Pues sí, todos sus descendientes son como él —contestó Robert con suficiencia—. Yo ya no voy a cazar porque aquí no quedan gorilas. Por eso, cuando mi abuelo descubrió este lugar donde había de todo, fue a buscar a todo el mundo para compartir con ellos lo que Dios le había dado. Y nosotros, sus descendientes, somos tan generosos como él. Este bosque es lo bastante grande para todo el mundo. Si tú eres mi hermano, entonces tu hermano es también mi hermano. Por eso, si tu hermano pequeño quiere un trozo de bosque para trabajar a tu lado, eres tú el que tienes que delimitar el trozo que puede cultivar. Eres tú quien sabe lo que es capaz de hacer. He estado observando a este hombrecito y sé que es bueno, es muy trabajador y está muy bien educado. La educación es muy importante. Cuando se tiene un hermano pequeño bien educado, uno se enorgullece de sí mismo.

Robert siguió así un buen rato, luego cogió el sobre y se lo metió en el bolsillo. Después, invitó a Catapila y a su hermano a acompañarlo para ver al jefe de la tierra y ponerlo al tanto. Guardó las bebidas en su cuarto y se fueron. Durante el trayecto, Robert le dijo a Catapila que no le hablase del dinero a Rosalie.

—Ya sabes cómo son las mujeres; si el marido no está ahí para administrar el dinero, lo único que saben hacer es gastárselo.

Catapila asintió y le comentó que algo de eso sabía puesto que tenía dos mujeres. Robert le pidió que previera algo para el jefe de la tierra. Catapila le contestó que ya había pensado en ello y que tenía previstos cincuenta mil francos y una botella de ginebra.

—¡Cómo que cincuenta mil! —dijo Robert—. ¿Acaso fue su abuelo el que fundó este pueblo? Dame el dinero; ya me encargo yo.

Catapila le dio el dinero y se lo metió en el bolsillo.

Cuando llegaron a la casa del jefe de la tierra, Robert le comunicó que había decidido darle otro trozo de su bosque al hermano de Catapila porque era una buena persona y estaba bien educado. Y puesto que él era el jefe de la tierra, él, Robert, le entregaba veinticinco mil francos y una botella de ginebra. El jefe de la tierra se lo agradeció afectuosamente y le dijo a Catapila que Robert siempre había sido un chico serio, muy respetuoso con las tradiciones. Encontró muy normal que Pequeño Catapila tuviera su propia plantación porque desde que vivían en el pueblo, él, el jefe de la tierra, siempre lo había considerado como un verdadero hijo del pueblo.

Cuando Catapila y su hermano se marcharon, Robert se plantó en medio de la única calle de nuestro pueblo y respiró profundamente. Tenía ganas de golpearse el pecho como hizo su abuelo tras haber matado al gorila de un solo puñetazo. Vio a Gaston y Rigobert, sus mejores amigos del pueblo, y les hizo señal de seguirlo a su casa. Rosalie estaba ya de vuelta del campo y se afanaba en la cocina. Robert le entregó los dos trajes de wax, la ropa del niño y cinco mil francos. Sacó una botella de güisqui y empezó la fiesta. Enseguida todo el pueblo supo que en casa de Robert había fiesta. Este se olvidó de quiénes no le habían prestado dinero y todo el mundo fue invitado.

Las dos botellas de güisqui se acabaron enseguida. Y la caja con las botellas de vino también. La fiesta se trasladó entonces al bar del pueblo. Hicieron falta otras tres cajas de vino para saciar nuestra sed y para que Robert, borracho, terminara en la cama con Anastasie, una chica con la que ya había tenido un hijo. Anastasie aprovechó para sacarle veinte mil francos para comprar ropa a su hijo.

Al día siguiente, Robert se duchó, se afeitó, se peinó con esmero, se perfumó y se puso el traje de las grandes ocasiones. Rosalie lo alcanzó cuando se disponía a salir del patio. Le detalló la lista de todo lo que faltaba en casa y le habló de lo difícil que le era llegar a fin de mes; habló tantísimo que Robert le dio quince mil francos para que lo dejase en paz y se fue. Antes de que llegara el autocar que lo iba a llevar, Robert invitó a beber a todos aquellos que se encontraban en el bar. Y pagó todas sus deudas. No era mucho. Tan solo veintisiete mil francos que había pedido prestados para beber e invitar a beber. El autocar llegó y Robert se fue hacia la ciudad.

Robert se fue el viernes por la mañana y regresó el lunes por la noche. Uno de sus amigos le tuvo que dejar dos mil francos para que pudiera volver al pueblo.

En el autocar, Robert hacía cuentas una y otra vez. No entendía por qué no le quedaba nada de todo el dinero que Catapila le había entregado. La víspera de su marcha, había comprado tres cajas de vino y había dado veinte mil francos a esa desvergonzada de Anastasie. El día en que se marchó, había invitado a cinco cervezas de las grandes y pagado todas sus deudas. ¡Ah, claro! También estaba lo que le había dado a su mujer. Ya en la ciudad, se había encontrado con unos amigos a los que había invitado a beber. Y después, se tropezó con Eleonor, una chica a la que había conocido durante un funeral del pueblo vecino y con la que no pudo acostarse porque tenía la regla. Esta vez, tras comer y beber en un maquis, pudieron rematar la faena en un hotelito de paso antes del inicio del velatorio. Le dio algo de dinero porque le dijo que tenía que ir a la peluquería al día siguiente.

Durante el velatorio, donó veinticinco mil francos. ¡Qué menos! Él, el descendiente directo del fundador de su pueblo, ese al que todo el mundo veneraba en el cantón por haber matado un gorila de un solo puñetazo. Sobre todo, después de que ese perro de Nestor, cuyo padre había combatido contra el suyo en la lucha por la independencia del país, entregase quince mil francos. Robert le cerró el pico a Nestor con su donación y, a partir de ese momento, se supo quién era quién en el cantón. También le dio dinero al encargado de anunciar su presencia, que alabó su nombre como el digno descendiente de su abuelo, la personificación misma de la generosidad.

Después, lo abordó una joven de trasero redondo y duro, como el de la pequeña Catapila, y remataron la faena rápidamente entre dos coches, en plena oscuridad. Ella insistió en que le diera algo de dinero, él se lo dio y quedó con ella para el día siguiente. Se llamaba Edwige.

Al día siguiente, después del entierro, siguió la fiesta con sus amigos a los que hacía meses que no había visto. Edwige acudió a la cita y pasaron la noche juntos. La fiesta siguió el domingo. Y el lunes por la mañana, una vez pagada la factura del hotel, le dio a Edwige, que tenía que ir a toda costa a ver a su madre enferma, el último billete de cinco mil francos que le quedaba en el bolsillo. Robert tuvo que recorrerse toda la ciudad hasta dar con el amigo que le prestó el dinero para poder volver al pueblo.

Sentado en el autocar, no entendía la rapidez con la que se había volatilizado tanto dinero. Y se acordó de lo que una vieja vidente le había dicho cuando tuvo aquellos problemas en la ciudad. Durante el tiempo que estuvo trabajando como almacenero en la ciudad, su sueldo se esfumaba con la misma rapidez. A partir del día cinco se quedaba sin blanca; su familia y él sobrevivían gracias al menudeo que hacía Rosalie. Cuando le acusaron de meter la mano en la caja de la empresa en la que trabajaba, aunque él solo había cogido el dinero prestado —un millón doscientos mil francos que pensaba devolver después de hacer un negociete—, el dinero se había esfumado en menos de un mes sin saber muy bien en qué se lo había gastado.

Tras pasar tres meses en la cárcel, fue a consultar a esa mujer de gran reputación por sus dotes como vidente. Ella le desveló que lo estaba siguiendo un espíritu maligno que le robaba todo el dinero que ganaba. Le había recetado hacer unos sacrificios para ahuyentarlo pero no los había hecho. Y, ese día, cuando Robert regresaba del funeral de esa personalidad a la que apenas conocía, estaba convencido de que todo el problema venía de ahí: el dinero se le esfumaba por no haber hecho los sacrificios que le habían prescrito. Y juró llevarlos a cabo tan pronto como tuviera algo de dinero.

Robert llegó al pueblo con el mal humor de los días de abstinencia. Rosalie, que conocía muy bien a su marido, sabía que acababa de hacer una tontería. Y a él nadie le ganaba en despilfarrar dinero. Sabía que Catapila le había dado dinero a Robert y se imaginaba que debía de ser una cantidad importante puesto que a ella le había dado veinte mil francos y, además, había saldado todas sus deudas en el pueblo. Durante toda la noche, Robert tuvo que aguantar las recriminaciones de Rosalie; se quejaba, de nuevo, de la maldición que la había condenado a casarse con un inútil, un borracho, un mujeriego y un irresponsable, mientras que su hermana, que ni siquiera había terminado la educación primaria, había tenido la suerte de casarse con un gendarme que acababa de abrirle un salón de costura.

—¿Y qué, si es un gendarme? —preguntó Robert enfadado.

—En cualquier caso, siempre será mejor que ser un parado —replicó Rosalie.

Y siguió. Habló de aquel hombre, un aduanero que la cortejaba y al que había rechazado porque acababa de conocer a Robert. Recordaba que su madre le había dicho que era tonta de remate por rechazar a un aduanero, porque los aduaneros, al margen de su graduación y del día del mes, siempre tenían dinero.

—Ay, ¡si hubiera escuchado a mi madre!

Robert se enfadó y le dijo que fuese a buscar a su aduanero y lo dejase en paz.

—¿Crees que con el pedazo barriga que tienes, algún hombre, aparte de mí, Robert, te va a mirar?

Rosalie le contestó que si tenía esa barriga era porque había parido a sus hijos y que se pasaba el día en el campo para darles de comer mientras que el señorito Robert, que no era consciente de que iba envejeciendo, se pasaba el tiempo corriendo detrás de crías que tenían la edad de sus hijas y cuyo sexo todavía apestaba a orina.

Al final, desesperado, Robert salió del patio y se fue al bar. Todo el mundo estaba allí. Acogimos a Robert como a un jefe. Todavía recordábamos que tres días antes nos había invitado a beber y no sabíamos que ya estaba sin blanca. Pedimos bebida en su nombre. No dijo que no. Enseguida volvió a estar de buen humor. Y cuando volvió a acostarse al lado de Rosalie, que le daba claramente la espalda, volvía a tener una deuda de seis mil trescientos francos en el pueblo, a la que había que sumar los dos mil francos que había pedido prestados en la ciudad y que, de todas formas, no tenía ninguna intención de devolver.

En el pueblo, la vida retomó su curso. Poco después, Catapila le presentó a Robert a otro de sus hermanos. Le entregaron dinero y bebidas como hicieron la vez anterior y Robert les dio otro trozo de su bosque. Después, llegaron otros dos y, al final, a Robert le quedó poca cosa del bosque salvo unos bancales en las inmediaciones del pueblo donde Rosalie cultivaba el arroz. Los demás habitantes del pueblo que tenían bosque cedieron a los Catapila algún trozo. Los nuevos Catapila se reagruparon alrededor de los primeros, los de Robert, y terminaron formando un gran campamento, casi un pueblo nuevo.

No podíamos quejarnos mucho de ellos porque venían a vendernos bananas, tomates y berenjenas, y a comprarnos el arroz para llevarlo a la ciudad a descascarillarlo y volver a revendérnoslo mucho más caro. Percibíamos algún tipo de estafa en esta transacción pero no teníamos elección. Nuestras mujeres se negaban a descascarillar el arroz machacándolo en los morteros porque les salían ampollas en las manos, y nosotros no podíamos comernos el arroz con cáscara. También hay que decir que, gracias a los Catapila, un tendero mauritano se instaló en nuestro pueblo y que nuestro mercado se convirtió en el más grande del cantón. Además, los compradores de los productos venían de vez en cuando con máquinas para arreglar la carretera de nuestro pueblo, e incluso abrieron una pista hasta el campamento de los Catapila. Y sobre todo, siempre nos apañábamos para sacarles dinero cuando estábamos sin blanca. En fin, no se metían en nuestros asuntos. Ellos hacían su vida y nosotros la nuestra. Todo el mundo sabía cuál era su lugar. Todo transcurría sin problemas hasta que surgió la historia de la camioneta.

Robert tuvo que irse a la capital durante cierto tiempo. La mujer de su hermano pequeño, profesor en un instituto, había perdido a su madre y Robert fue a confortarlos. Tras dos meses de consuelo, el hermano pequeño hizo comprender a Robert que su mujer se había recuperado de la muerte de su madre y que podía regresar al pueblo.

Robert regresó al pueblo con el humor de perros de sus peores días. Para empezar, su hermano pequeño no le había dado más que cinco mil francos para el transporte desde la capital hasta el pueblo. Cuando llegó, no le quedaban en el bolsillo más que trescientos cincuenta francos. Además, según supimos más tarde, su hermano pequeño debió de decirle algunas palabras hirientes: «Ya va siendo hora de que te comportes como alguien responsable», «Si hubieras sacado provecho del bosque que nuestros padres nos dejaron en lugar de venderlo, no tendrías que andar mendigando», y otras cosas por el estilo.

Estábamos en el bar cuando Robert bajó del autocar. Al verle la cara de pocos amigos, supimos que volvía del viaje sin blanca. Se reunió con nosotros en el bar y empezó a tratar a su hermano de maleducado y desagradecido. Le invitamos a una cerveza pero no fue suficiente para calmarlo. Se levantó y se fue a comprar cigarrillos a la tienda del mauritano. Se disponía a cruzar de nuevo la calle cuando una flamante camioneta pasó disparada levantando polvo.

—Decidme si lo he soñado —dijo Robert cuando volvió a su sitio—. ¿Era Catapila el que iba al volante de esa camioneta?

—Sí, era él —respondió Rigobert.

—¿De quién es la camioneta?

—Suya.

Robert pidió una botella grande de cerveza. Se sirvió un vaso y se lo bebió de un trago.

—¿Desde cuándo tiene una camioneta?

—Desde hace un mes, más o menos.

—¿Y de dónde ha sacado el dinero para comprársela?

—Como si no conocieras a esa gente —dijo Gaston—. Son todos unos ladrones. Lo habrá robado en algún sitio.

Robert terminó su cerveza sin decir palabra y se fue a casa. A partir de ese día, se convirtió en otro hombre. Se pasaba el día echando pestes de todo. Echaba pestes de sus hermanos pequeños, a los que él, Robert, había cuidado como a sus propios hijos y que, hoy, como eran profesores (de hecho, ¿cuánto gana un profesor?) se permitían hablarle como si fuera un don nadie; echaba pestes de la ingratitud de sus amigos, a quienes siempre invitaba a beber cuando tenía dinero y que, ahora, se burlaban de él porque no tenía un céntimo; echaba pestes de Rosalie, que no sabía más que pedir dinero y abrir las piernas para parir hijos sin preguntarse cómo los iba a alimentar; echaba pestes del gobierno, que detestaba a la gente de esa región y que, por eso, no hacía nada para encontrarles trabajo; y, finalmente, echaba pestes de la raza de los Catapila, a los que había acogido, hospedado, alimentado, a quienes había dado lo más preciado que tenía, es decir, su bosque, y que hoy se pavoneaban al volante de camionetas y osaban echarle encima una nube de polvo, a él, a Robert, su benefactor.

Un día, en el bar, mientras soltaba la letanía de sus quejas, Gaston le preguntó por qué estaba en ese estado.

—Tiene envidia de Catapila por la camioneta —dijo Rigobert.

—¿Envidia yo? ¿Yo, Robert, el descendiente del fundador de este pueblo, envidia de un hombre de la raza de Catapila? ¿Pero, tú me has visto bien?

—Deja de decir tonterías. Tienes envidia. Desde hace una semana no hablas de otra cosa.

Robert casi se atraganta. Se levantó y se puso a gritar.

—¡Yo, Robert! ¡Yo, envidioso! ¿Me estás tomando el pelo? ¿No fui yo quien le di ese bosque a Catapila? ¿Y voy a tenerle envidia? Si quieres que te diga la verdad, en realidad me da pena. ¿Lo viste cuando llegó aquí la primera vez? Era todo huesos y no tenía ni con qué abrigarse. Fui yo quien le di uno de mis viejos pantalones. Si no fuera un desagradecido, como todos los de su raza, al menos eso lo reconocería.

—El problema es que ahora está metido en carnes, tiene una camioneta que te echa encima una nube de polvo y le tienes envidia.

Robert quiso abalanzarse sobre Rigobert pero nos interpusimos y conseguimos evitar la pelea.

Catapila pasaba al volante de su camioneta a diario y para Robert tan solo oír el ruido de ese vehículo ya era una tortura. Nuestro pueblo era muy pequeño, tenía una sola calle y era imposible no oír el ruido de esa camioneta, daba igual dónde estuvieses. Era Catapila, iba a vender los productos de las plantaciones a la ciudad y abastecía a todas las tiendas del cantón. De hecho, era él quien abastecía de vino y cerveza al bar de nuestro pueblo, lugar donde pasábamos la mayor parte del día. Además, era él quien prestaba dinero a intereses usureros a todo el mundo, incluso a la gente de la ciudad. Se decía que hasta el viceprefecto y el diputado le debían dinero. Robert añadió a su lista de quejas la mala educación de Catapila, que ya no se dignaba a parar y saludarlo cuando cruzaba el pueblo, y la mala educación de los pequeños Catapila que hacían carreras por el pueblo con sus motocicletas. Cuando a Robert dejaron de interesarle los traseros de las jovencitas comprendimos que su estado era realmente grave.

Fue en aquella época cuando Pequeño Robert volvió al pueblo. Pequeño Robert era el hijo de Marguerite, la hermana mayor de Robert. Pequeño Robert y su tío tenían muchas cosas en común, hasta tal punto que nos preguntábamos si al poner el nombre del hermano al hijo, Marguerite no había transferido al segundo los defectos del primero. Los dos dejaron de estudiar al finalizar la secundaria y compartían el mismo gusto por las mujeres y las fiestas y una cierta aversión hacia el esfuerzo. Pequeño Robert vivía en la capital, en casa de Gaétan, su primo, y tuvieron algún lío. En el pueblo nos contaron que Pequeño Robert iba detrás de la misma mujer que Gaétan, pero él nos aseguró que no eran más que chismes de envidiosos. Sea como fuere, Gaétan puso a Pequeño Robert de patitas en la calle. Pequeño Robert quiso vivir con Athanase, otro de sus primos, pero este vivía en un estudio con su amiga y no quiso que se quedara con él. Pequeño Robert estuvo dando vueltas por la capital durante algunos días, sin que ninguno de sus parientes quisiera recibirlo, hasta que no tuvo más remedio que regresar al pueblo. Y en el pueblo, pasaba el tiempo como su tío, es decir, bebiendo, comiendo, detrás de las chicas y durmiendo.

Al cabo de algún tiempo, Robert se puso a echar pestes de los sobrinos gandules que solo sabían estar cruzados de brazos y que se pasaban el día comiendo y durmiendo mientras que gente como los Catapila se enriquecía y se permitía llenar de polvo a los descendientes del fundador del pueblo.

Robert despotricaba tantísimo que un día su sobrino le dijo:

—Pero tío, ¿qué quieres que haga? ¿Acaso es culpa mía si, como tú, no he tenido suerte en la vida?

—¿Cómo que no has tenido suerte? Yo sí que puedo decir que no he tenido suerte, pero tú no. ¿Qué pasa con el bosque de tu familia?

—Es que los Catapila se han quedado con todo.

Robert se enfureció.

—¿Qué dices, que se lo han quedado todo? ¿Acaso es de ellos? Lo único que hemos hecho ha sido dejárselo. ¿Catapila no remueve cielo y tierra cuando presta dinero para que se lo devuelvan? ¿Y tú prestas tu bosque y no pides que te lo devuelvan?

—Yo no les dejé nada.

—Pero, ¿de quién es el bosque? Es tuyo. Eres el hijo de mi hermana, por tanto, es tuyo. Y eres tú el que va a ir a reclamarles tu bosque. No seré yo quien lo haga por ti. Además, yo ya estoy viejo. Eres tú quien va a tener que ocuparse de la familia.

A pesar de la sugerencia de su tío, Pequeño Robert no tenía ningún interés en reclamar nada de nada a los Catapila.

Robert fue de casa en casa explicando a unos y otros que éramos estúpidos por continuar viviendo en la pobreza mientras que Catapila y los suyos se hacían con todo el dinero de la región para construirse su propia región.

—¿Os parece lógico que no participen en la vida del pueblo? ¿Acaso alguno de ellos ha construido aquí una sola casa de obra para quedarse? ¿Por qué no asisten a las reuniones del pueblo?

Al principio, Catapila asistía a las reuniones del pueblo. Casi todas tenían como fin la organización de funerales o fiestas para celebrar que algún hijo de nuestra región había obtenido algún cargo. Cada vez que había comicios, celebrábamos la elección del nuevo diputado aunque hubiera salido reelegido el mismo. Festejábamos que algunos de los hijos de la región hubiesen sido nombrados ministros, miembros del Consejo Económico y Social, comisarios de policía, miembros de gabinete de la Asamblea Nacional o directores de un instituto. Y siempre leíamos una moción de apoyo al jefe de Estado por las grandiosas acciones que llevaba a cabo para el desarrollo de nuestro país y por la confianza depositada en los hijos de la región, reafirmándonos así en nuestro indefectible apego a su persona. Cuando se instaló aquí, Catapila asistía a las reuniones, que duraban todo el día y que solían terminar a tortazos. Desertó cuando se instaló en su campamento.

Cuando alguien le recordaba a Robert que fue él el primero en vender su bosque a los Catapila, contestaba que él solo les había dado un trocito para que no se murieran de hambre, pero que esos ladrones habían aprovechado para cogerlo todo y, ahora, era el mismísimo Catapila quien repartía el bosque entre sus hermanos y sus hijos, como si fuera el propietario y que, en cualquier caso, si fuéramos de verdad un pueblo como debe de ser, no podíamos quedarnos así, con los brazos cruzados, mirando cómo comían y cómo nos tiraban su basura encima.

Poco a poco, empezamos a creer que los Catapila eran, efectivamente, maleducados, insolentes, irrespetuosos, desagradecidos, ladrones, sucios, invasores, en resumidas cuentas, insoportables. Y la idea de echarlos empezó a rondarnos la cabeza.

—Si los expulsamos, ¿quién se quedará con las plantaciones? Ya no tendremos que molestarnos en desbrozar, talar árboles ni plantar. Ya lo han hecho ellos todo. Nosotros no tendremos más que recolectar —nos repetía a diario Robert para animarnos.

Él le había echado el ojo a la camioneta de Catapila.

—Es imprescindible que le impidamos escaparse con la camioneta —nos repetía.

Ahora, solo nos faltaba encontrar una excusa para echar a los Catapila.

Una mañana, a las nueve, Robert fue a despertar a su sobrino y le dijo con voz firme y mirada amenazante:

—Ahora mismo vas a ir a reclamar tu plantación. Y te prohíbo volver al pueblo hasta que no hayas solucionado este asunto.

Pequeño Robert se dijo que el asunto tenía que ser muy serio para que su tío estuviese despierto a esa hora.

—¿No podemos esperar a que amanezca? —preguntó.

Robert abrió la ventana y la luz inundó la habitación.

—¿Esperar a que amanezca? ¡Levántate, pedazo de vago!

Pequeño Robert salió, se fue a despertar a dos de sus amigos y salieron en dirección al bosque con los ojos todavía pegados.

Una vez allí, encontraron al hijo mayor de Catapila trabajando en un campo de arroz. Pequeño Robert se plantó delante de él y le increpó:

—Oye tú, ¿qué estás haciendo en mi campo?

Pequeño Catapila lo miró sorprendido pero no dijo nada.

—¿Has oído lo que te he dicho? —repitió Pequeño Robert—. ¿Qué estás haciendo en mi campo?

—¿Tu campo? ¿Cómo que tu campo? —preguntó Pequeño Catapila.

—¿Sabes quién soy yo? Soy Pequeño Robert, el descendiente del fundador de este pueblo, el que mató a un gorila de un solo puñetazo. Este bosque pertenece a mi familia, y ahora, estás justo en mi parcela.

—Pero fue tu tío el que le vendió esta parcela a mi padre —dijo Pequeño Catapila.

—¿Cómo que vendió? ¿Estás loco? ¿Acaso se vende el bosque en el lugar de donde venís?

Entonces Pequeño Robert soltó a Pequeño Catapila un insulto que había aprendido en la capital y que significaba en el idioma de los Catapila «el sexo de tu padre». Pequeño Catapila había heredado la fuerza de su padre en el trabajo. Tenía fama en su comunidad por la rapidez con que talaba los árboles, incluso los más grandes. También había heredado de su padre el sentido del ahorro. Pero, al contrario que su padre que no se enfadaba nunca, Pequeño Catapila era un tipo irascible. Y no le gustó, nada, pero nada de nada, que Pequeño Robert se metiese con el sexo de su padre.

Para ellos era un insulto muy grave y un digno hijo de su padre tenía que exigir de inmediato un desagravio a quien lo había proferido. Acusó a Pequeño Robert de canalla, de vago y de hijo de vago. A Pequeño Robert no le gustó lo más mínimo semejante insulto a sus antepasados. Ofendido, se encaró a Pequeño Catapila. Los dos jóvenes permanecieron frente a frente. Pero ser el descendiente de un hombre que mató a un gorila de un puñetazo no lo capacita a uno necesariamente para llevar a cabo la misma proeza, sobre todo si uno se ha pasado la mayor parte de la vida bebiendo, corriendo detrás de las mujeres y durmiendo. Pequeño Robert se lanzó contra Pequeño Catapila. Era digno hijo de su padre, un talador de árboles hecho y derecho. De un solo puñetazo, al igual que el abuelo de Pequeño Robert hizo con el gorila, Pequeño Catapila tumbó a su adversario dejándolo boca abajo en el fango. Se quedó allí, sin moverse. Los dos amigos de Pequeño Robert quisieron abalanzarse sobre Pequeño Catapila. Este agarró su machete, dio un salto hacia atrás y esperó a sus adversarios, replegado sobre sí mismo, con el machete en alto como una fiera dispuesta a saltar sobre su presa. Los dos amigos de Pequeño Robert se miraron, echaron un vistazo a la retaguardia y viendo que el camino estaba despejado salieron disparados.

En la entrada del pueblo, se pusieron a gritar:

—¡Han matado a Pequeño Robert! ¡Los Catapila han matado a Pequeño Robert!

Fuimos hacia donde estaban. Se tiraron al suelo gritando que Pequeño Catapila había matado a Pequeño Robert, descuartizándolo con el machete como si de un vulgar agutí se tratara. Cuando Robert oyó aquello, se abalanzó contra un muro con la intención de partirse la cabeza. Lo detuvieron a tiempo. Quiso lanzarse al fuego. De nuevo, pudieron retenerlo. Entonces empezó a revolcarse por el suelo llorando por su querido sobrino, el hijo de su adorada hermana Marguerite, el único sobrino con el que contaba para cuando llegase a la vejez. Suplicó que lo dejasen morir. La pena que sentía Robert nos rompía el corazón y estábamos todos al borde de las lágrimas. Nos costó un buen rato calmarlo.

Entonces se levantó, tiró agua al suelo y juró sobre la tumba de su abuelo vengar a su sobrino. Dijo que si los hombres de ese pueblo no tenían cojones, él los tenía y que ya mismo se iba a echar a Catapila y a los suyos, que no habían traído más que desgracias desde que habían llegado al pueblo. Se quitó la camisa, se remangó los pantalones, su untó la cara con carbón y tomó el camino del bosque con un machete en la mano. Nosotros también nos armamos con machetes y mazos y lo seguimos con los tambores dando gritos de guerra como en los tiempos gloriosos de nuestros antepasados. Éramos diez.

Encontramos a Catapila y los suyos reunidos delante de su campamento. Ellos también iban armados con machetes, con hachas y hasta con dos fusiles. Uno de esos fusiles había pertenecido a Rigobert, que se lo había dado a uno de los Catapila a cambio de un préstamo contraído hacía ya tres años. Rigobert había prometido que devolvería el préstamo al cabo de un mes pero, por lo visto, se había olvidado y ese día se reencontraba con su fusil pero esta vez apuntándole. Catapila se acercó a nosotros y preguntó a Robert sobre la razón de tan insólita visita.

—¿Cómo te atreves a preguntarme eso? ¡Habéis matado a mi sobrino, lo habéis descuartizado con el machete y, encima, te atreves a dirigirme la palabra!

—¿Quién ha matado a tu sobrino? —preguntó Catapila con aire sorprendido.

Robert casi se ahoga de la rabia.

—Tu hijo ha matado a Pequeño Robert y lavaremos su sangre con vuestra sangre.

—¿A Pequeño Robert? ¡Si está aquí!

Los hombres se separaron y pudimos ver, entre dos cajas, a Pequeño Robert tumbado en una estera con la cabeza apoyada en los muslos desnudos de la pequeña Catapila, la que había hechizado a Robert. Mientras, la madre de la chica ponía compresas calientes en los labios de Pequeño Robert. Nos acercamos. Tenía los dos labios hinchadísimos y le faltaban cuatro dientes. Estaba atontado pero vivito y coleando.

—¿Pero, qué le habéis hecho a mi sobrino? —gritó Robert cogiéndolo en brazos.

Cuando los dos amigos de Pequeño Robert salieron disparados del campo de batalla, Pequeño Catapila corrió a avisar a su padre pensando que había matado a Pequeño Robert. Este llegó y se encontró a Pequeño Robert vapuleado, con la boca ensangrentada, pero vivo. Lo llevaron al campamento y la mujer de Catapila lo curó. Enseguida nos oyeron venir con nuestros tambores y nuestros cantos de guerra.

—No es más que una pelea entre dos jóvenes —dijo Catapila—. No vamos a empezar una guerra por esto.

Estábamos desconcertados. Habíamos venido a vengar a Pequeño Robert, al que creíamos muerto y descuartizado. Y resulta que estaba allí, delante de nosotros, vivito y coleando y con la cabeza entre los muslos relucientes de la pequeña Catapila. Es verdad que le faltaban cuatro dientes pero uno no se mata por eso. Sobre todo porque la relación de fuerzas nos era desfavorable. Éramos diez, armados con machetes y mazas, y ellos eran una veintena de tiarrones, armados con machetes, con hachas y con dos fusiles. Robert seguía gritando que nunca perdonaría la afrenta que se le había hecho a través de su sobrino, perpetrada por personas a las que había acogido como hermanos, a las que había dado su bosque. Pero ninguno de nosotros tenía ganas de recibir un hachazo o un balazo por los dientes de Pequeño Robert. En lugar de tratar de calmar a Robert, Catapila decidió dirigirse a Rigobert, el mayor entre nosotros.

—Ya has visto, Rigobert, nuestros hijos se han peleado. Nosotros, sus padres, todavía no sabemos por qué. Creo que nuestro deber como padres es calmarlos antes que nada y ver qué los ha empujado a esto. Después, puesto que somos hermanos, arreglaremos esto en familia.

Catapila se comprometió enseguida a llevar a curar a la ciudad a Pequeño Robert y ponerle dientes nuevos. Luego, entró en su cabaña y sacó dos botellas de güisqui. Rigobert, que de improviso se proclamó jefe del grupo, nos calmó y, al final, nos sentamos y firmamos la paz sobre los cadáveres de las dos botellas de güisqui. Robert seguía refunfuñando. Catapila, que lo conocía muy bien, le llevó una caja de vino que lo calmó del todo. Catapila prometió ir al pueblo a solucionar el asunto en familia. Cuando terminamos la última botella de vino, todos volvíamos a ser hermanos. Arrancamos a Pequeño Robert de los muslos de la pequeña Catapila, nos abrazamos todos y regresamos al pueblo.

Tal y como había prometido, Catapila envió a Pequeño Robert al hospital de la ciudad y le cambió los cuatro dientes. Pequeño Robert insistió en que quería uno de oro y lo consiguió. No podía estar más orgulloso de su nueva dentadura. Se pasaba el tiempo sonriendo para exhibir su nuevo diente de oro, sobre todo cuando se cruzaba con alguna chica. Catapila vino al pueblo a resolver el asunto en familia. Se discutió mucho. Robert decía que su dignidad, su honor y el de todas las generaciones, incluyendo al anciano fundador del pueblo, habían sido ridiculizados por el puñetazo que Pequeño Catapila había dado a Pequeño Robert. Y para lavar semejante afrenta no bastaban simples excusas. Al final, aceptó una oveja, mucho alcohol y cien mil francos. Y la paz regresó al pueblo, durante cierto tiempo.

Cuando, cuatro días más tarde, Robert se quedó una vez más sin blanca, el ruido de la camioneta de Catapila empezó a torturarlo de nuevo. Comenzó a recorrer otros pueblos donde también había Catapila y se propuso meter en la cabeza de los jóvenes desocupados que les bastaba con echar a los Catapila y apropiarse de sus plantaciones para hacerse ricos como ellos, conducir bonitas camionetas y darse el gusto de tener todas las chicas guapas de la región e, incluso, de la ciudad.

Las actividades de Robert llegaron a oídos del diputado de nuestra región, que lo invitó a su casa en secreto. Lo felicitó por lo que estaba haciendo y lo animó en el noble combate que llevaba a cabo para restituir a nuestros padres los bosques tan injustamente expoliados por los Catapila con la complicidad de todos los corruptos del gobierno. Le comentó que tenía el apoyo de toda la gente importante de la región y le entregó dinero para que organizase a los jóvenes del cantón.

Para Robert, la organización consistió en reunir a los jóvenes de cada pueblo, ofrecerles koutoukou, nuestro aguardiente tradicional, y criticar enérgicamente a los que habían robado nuestros bosques. Iba con regularidad a rendir cuentas al diputado, que le entregaba dinero en cada visita. Y Robert empezó a considerarse un hombre importante. Ahora les contaba a las mujeres que estaba en política y no frecuentaba más que a gente muy importante.

Robert instigó tanto y tan bien a los jóvenes de los pueblos que un día pasó lo que tenía que pasar. Un incidente enfrentó a un joven del tercer pueblo después del nuestro contra un joven Catapila y nuestro joven sufrió una herida mortal. En el momento en el que se supo que había muerto, todo el cantón se puso en pie de guerra. Esta vez, los Catapila se habían pasado de la raya. Nadie podría reprocharnos que los echáramos de nuestras tierras. ¿De verdad pensaban que podíamos seguir viviendo con gente que, además de haber expoliado las tierras de nuestros antepasados, ahora empezaba a masacrarnos? Estaba claro que nos enfrentábamos a un caso de legítima defensa y que nadie, absolutamente nadie, ni siquiera los blancos a los que tanto les gusta meterse donde no los llaman, podían quitarnos la razón.