Los Catapila, esos ingratos - Venance Konan - E-Book

Los Catapila, esos ingratos E-Book

Venance Konan

0,0
4,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Robert es el nuevo presidente de los jóvenes del pueblo y, como tal, encargado de organizar estrambóticos torneos de fútbol, entierros de personalidades del lugar y elecciones más o menos fraudulentas. Sueña con el futuro de altos vuelos que promete cada nuevo candidato y para conseguirlo cambiará de bando tanto como haga falta. Y también perseguirá a Los Catapila, esos ingratos extranjeros que han hecho florecer la economía y quieren, ¡maldición!, los mismos derechos que la gente del lugar. La segunda parte de la trilogía político-social marfileña de Venance Konan puede leerse como relato independiente o como continuación de Robert y los Catapila. El autor ofrece, con su humor habitual, las claves para entender la crisis que dividió Costa de Marfil en la primera década del 2000.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Venance Konan

Los Catapila, esos ingratos

Traducción de Alejandra Guarinos Viñals

Título original: Les Catapilas, ces ingrats © Jean Picollec Éditeur, 2009

© de la traducción: Alejandra Guarinos Viñals, 2018

© de la edición: 2709 books, 2018 Sociedad limitada unipersonal Arpón, 18 – 03540 Alicante www.2709books.com [email protected]

Imagen de la cubierta: Ivory Coast March 2011 offensive map (adaptación de Un-cotedivoire.png), Prioryman, Wikimedia Commons, 2011. Dominio público.

Coordinación editorial: Marina M. Mangado

La editora quiere expresar su agradecimiento a Carmen, Fulgen y Óscar por su colaboración en este proyecto.

ISBN: 978-84-946937-2-4

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede realizarse con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones de reproducciones provisionales y de copia privada previstas por la ley.

Número de copia: 2709BW - Fecha: 27.09.2018

Dedico este libro a todos mis parientes (mi madre en particular), a mis suegros (en concreto a Marcelle «Mamie» Boni y su marido Blaise Adou, mis tutores de París), a mis hermanos de siempre Honoré Pockpa, Vincent Niamien, Tiburce Koffi, a mi hermano mayor Jeannot Pockpa, que no sabe hasta qué punto me inspiró en esta novela, a mis amigos Koussoubé Yacouba, Bouréïma Ouédraogo de Uadagugú, así como a todos los Catapila de su familia.

Cuando murió el presidente de los jóvenes de nuestro pueblo, elegimos por unanimidad a Robert para reemplazarlo. De todas formas era el único candidato. A decir verdad, solo fue elegido por quienes estaban presentes en el bar del pueblo, donde pasábamos la mayor parte del tiempo, a los que había invitado a beber. Pero poca gente cuestionó su nombramiento cuando se supo que el nuevo presidente de los jóvenes era él. Robert siempre había sido un hombre de buen ver. Era alto, con las piernas algo arqueadas, tenía los dientes de arriba un poco separados y el cuello estriado. En nuestra cultura, era el prototipo de hombre atractivo. Además, era elegante —llevaba siempre los pantalones muy subidos, casi a la altura del pecho— y un excelente bailarín. Tenía todas las cualidades para dirigir a los demás. Amaba a las mujeres y ellas hacían lo propio. Se presentaba como el consolador de viudas, divorciadas, mujeres jóvenes y menos jóvenes, era el hombre más popular de nuestro pueblo.

Lo cierto es que Robert siempre se había considerado nuestro jefe. De niños, él dirigía nuestras expediciones para robar los huevos y las gallinas de los gallineros de nuestros parientes o los animales capturados en las trampas de sus campos. En una ocasión, robamos las hostias del viejo cura blanco que venía a decir misa al pueblo e hicimos una papilla con ellas añadiendo agua y azúcar. El cura dijo durante la misa que las hostias se convertirían en sangre en el estómago de los ladrones, eran la sangre de Cristo y solo los bautizados podían comerlas, de modo que iríamos al infierno. Durante días vivimos aterrorizados por si vomitábamos o cagábamos sangre, pero no pasó nada de eso y Robert nos explicó que el cura no era más que un mentiroso. Volvimos entonces a por una nueva caja de hostias. Pero el cura las había escondido en otro sitio.

Cuando íbamos al colegio, Robert era quien dirigía nuestras cacerías de lagartijas de cabeza roja. Utilizábamos las cabezas para fabricar nuestros fetiches y atraer así a las chicas. Es infalible. Podéis probar. Matábamos una lagartija con un tirachinas, le cortábamos la cabeza y la poníamos a secar al sol durante varios días. Una vez bien seca, la poníamos al fuego para secarla del todo y la machacábamos hasta convertirla en un polvo negruzco. Cuando echábamos ese polvo en el pipí de una chica antes de que la espuma del pis desapareciera, caía rendida a los pies de quien lo había preparado, no fallaba. Lo más complicado era poner el polvo en el pipí antes de que la espuma se fuera. En clase, cuando una chica pedía permiso al maestro para ir a hacer pis en la maleza, siempre había un chico que de repente sentía una necesidad imperiosa de vaciar la vejiga. Se escondía entre los matorrales y esperaba a que la chica se hubiera ido para poner en el pipí el polvo de cabeza de lagartija. Pero lo normal era que ya no quedara espuma. Las chicas terminaron por darse cuenta de nuestras intenciones y cuando iban a hacer pis se aseguraban de que nadie las siguiera y se quedaban cerca del pipí hasta que la espuma desaparecía. Robert, que era el más listo, sí conseguía poner el polvo de cabeza de lagartija en el pipí de las chicas y por eso todas se enamoraban de él. Las lagartijas nos servían también de fetiches en los partidos de fútbol. Los jugadores más caguetas de nuestros respectivos pueblos llevaban siempre en el fondo del bolsillo una cabeza seca de lagartija envuelta en papel. Y gracias a ella marcaban goles o paraban la pelota antes de que se colara entre los postes.

Cuando Robert iba al instituto, era el joven más elegante y el mejor bailarín de jerk de toda la subprefectura. El jerk era entonces el baile de moda. Y cuando en vacaciones venía al pueblo con sus camisas ajustadas y unos pantalones de campana que le tapaban completamente los zapatos de plataforma, él solito se levantaba a todas las chicas mientras «se deslizaba» con la música de James Brown. «Deslizarse» consistía en bailar desplazándose lateralmente con una sola pierna, como hacía el cantante americano James Brown, nuestro ídolo en esa época.

Robert no se enfadaba nunca y siempre animaba los funerales. Generoso por naturaleza, nos invitaba a beber cuando tenía dinero y siempre tenía buenas ideas. Siempre se le ocurría cómo conseguir dinero, pero nunca lograba conservarlo. Decía que le habían echado un conjuro para no ser nunca rico. Además, era el descendiente del fundador del pueblo, que había matado a un chimpancé enorme de un solo puñetazo. Una historia que nuestros padres nos habían contado una y otra vez. Tenéis que conocerla.

Sucedió en tiempos remotos, cuando los hombres vivían y hablaban con los animales. El antepasado de Robert dejó su pueblo junto con todos sus parientes porque tuvo un sueño y comprendió que una gran desgracia amenazaba el poblado. Era de esos hombres que sabían interpretar los sueños y descifrar el vuelo de los pájaros y los excrementos de los animales. Avisó a todos los del pueblo del peligro que corrían y les propuso establecerse en otro lugar. Pero solo los miembros de su familia creyeron en él y lo siguieron. Estuvieron andando durante varios días hasta llegar al emplazamiento donde estamos ahora, que entonces no era más que un bosque oscuro, habitado solo por panteras, chimpancés, ciervos y antílopes. Tras observar los excrementos de las panteras, el antepasado de Robert decidió que en ese lugar debía fundar el pueblo.

Poco tiempo después de su partida, una extraña maldición se abatió sobre su antiguo poblado. De pronto, los habitantes se volvieron perezosos hasta el punto de pasarse todo el tiempo durmiendo, el mero hecho de levantarse para comer los agotaba. Los vecinos de los pueblos de alrededor que fueron allí padecieron el mismo maleficio. Algunas familias pudieron escapar y dar alcance al antepasado de Robert. Los demás pueblos rehuyeron ese poblado maldito, cuyos habitantes fueron muriendo uno tras otro de hambre y sed.

Las panteras y los chimpancés eran los animales más poderosos de ese bosque y no se tenían ningún aprecio. El primer encuentro del antepasado de Robert al llegar al bosque fue con las panteras. Habló con ellas largo y tendido, les ofreció una joven virgen de su clan como prueba de amistad y firmaron un pacto de no agresión: ellas aceptaron que se instalara allí con su clan a condición de que no las atacara nunca, y viceversa. Cada año le entregaban al jefe de las panteras una joven virgen. A partir de ese momento, la pantera se convirtió en el tótem del pueblo. Ahora ya no hay panteras en esta región, pero en los viejos tiempos nuestros parientes vivían en armonía con ellas. Entraban en las cabañas para lamer el fondo de las ollas y de vez en cuando venían a cuidar de los niños cuando los padres iban a trabajar al campo. Los chimpancés, que no soportaban la supremacía de las panteras en el bosque, vieron con muy malos ojos la llegada de los hombres y la amistad que habían entablado con sus enemigas. Propusieron a los hombres una alianza para echar a las panteras, pero el antepasado de Robert, que era un hombre de palabra, no renunció al acuerdo establecido con ellas. Entonces los chimpancés decidieron echar a los hombres de su bosque. Un día en que el antepasado de Robert y el resto de su familia estaban en el campo vieron acercarse hacia ellos a un grupo de chimpancés con aire belicoso. El ancestro de Robert les preguntó la razón de su visita y los primates respondieron con gruñidos dando así a entender que no habían ido a conversar. El antepasado de Robert pidió a sus familiares que se rezagaran y él avanzó hacia los chimpancés. El más fuerte se separó del grupo y arremetió contra él con los brazos en alto. El hombre, de piernas cortas como las de un japonés, se mantuvo firme, esquivó el ataque y lanzó un potente puñetazo contra la mandíbula del animal al tiempo que le asestaba una patada en los huevos. El chimpancé se desplomó ante el enorme estupor de sus congéneres. El ancestro de Robert se golpeó entonces el pecho y soltó tal grito que dejó al bosque aterrorizado. Los chimpancés, atemorizados, se esfumaron en un santiamén. Desde entonces se esconden cuando se acerca el hombre.

Más tarde, mucho después de la muerte del antepasado de Robert, unos hombres de piel muy clara que se cubrían el cuerpo con telas llegaron a la región. Empezaron a matar a las panteras con palos que escupían fuego, para alegría de los chimpancés. Las panteras, con miradas cargadas de sorpresa y dolor, huyeron a lo más profundo del bosque maldiciendo a esos extraños hombres. Algunos de nuestros antepasados también huyeron al bosque y allí se encontraron con las panteras y les explicaron lo que les pasaba. Los nuevos hombres los mataban también a ellos o los azotaban para hacerlos trabajar muy duro. Las panteras, atemorizadas por los palos que escupían fuego, enseñaron a nuestros antepasados cómo transformarse en panteras para luchar contra los hombres de piel clara. Aquellos ancestros fueron los primeros iniciados de la sociedad secreta de los hombres pantera. Regresaron al pueblo y una noche en que la luna se escondió tras el gran bosque se transformaron en panteras y despedazaron a unos jóvenes imprudentes con los que se habían tropezado. Pero nunca se atrevieron a acercarse a los hombres de piel clara porque ellos también temían los palos mágicos que alcanzaban a hombres y animales a distancia. Se contentaron con atacar a hombres como ellos y reinaron mucho tiempo en nuestros bosques sembrando el terror en las noches sin luna. Hace algunos años, los gendarmes detuvieron a los últimos hombres pantera de nuestra región. Eran tres. Llevaban pieles de pantera con falsas garras de acero y atacaban a quienes se aventuraban a caminar solos por la espesura al caer la noche. Violaban a las mujeres y asesinaban a los hombres para robarles. Esos no eran los auténticos hombres pantera. En tiempos de nuestros antepasados, los iniciados se transformaban en panteras de verdad y se comportaban como tales.

Cuando nosotros vinimos al mundo estábamos en la recta final de lo que nuestros parientes llamaban colonización, un período en el cual el país estaba liderado por los blancos, y nos encaminábamos hacia la llamada independencia. Nuestra familia nos había contado historias increíbles sobre la época de la colonización. Nos decían que los obligaban a trabajar gratis para los blancos, que eran otras personas negras como ellos quienes los azotaban, que algunos de ellos fueron a hacer la guerra al país de los blancos y que allí incluso se acostaron con mujeres blancas. También nos habían hablado del día en que, todavía niños, se encontraban junto con sus parientes —hombres y mujeres— bajo un árbol cerca de una carretera, cuando un blanco aparcó el coche a su lado. Bajó, se sacó el miembro y se puso a orinar frente a ellos, como si no hubiera nadie. Nuestros familiares empezaron a reírse y a hacer comentarios sobre lo pequeña que tenía la picha, les recordaba a un gusano un poco más gordo que el resto. El blanco le preguntó al chófer el motivo de tales risotadas. Este le explicó que les había sorprendido ver a un hombre sacar su miembro así, sin más, delante de un grupo en el que había mujeres. Y el blanco les preguntó si a ellos les incomodaba orinar delante de ovejas o perros y si se preocupaban por averiguar si había hembras entre ellos.