El excomulgado - José Giovanni - E-Book

El excomulgado E-Book

José Giovanni

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El carismático Roberto Borgo llega a Marsella para liberar a su amigo Xavier Adé, encarcelado por un asesinato que no cometió. Borgo disparaba más rápido que los demás, siempre daba en el blanco y cuando dejaba caer su mirada negra como el carbón en el adversario, este sentía el peso de la muerte. Por ese motivo le llamaban La Scoumoune (El excomulgado)…, un nombre de mal agüero. Sin embargo, sus amigos le habían visto enternecerse una vez por una mujer y siempre con la música de un organillo. Como muchas de sus novelas, la obra fue llevada a la gran pantalla bajo la dirección del propio José Giovanni en 1972 con el título El clan de los marselleses.

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Akal / Básica de Bolsillo / 292

Serie negra

José Giovanni

El Excomulgado

Traducción: Esperanza Martínez Pérez

El carismático Roberto Borgo llega a Marsella para liberar a su amigo Xavier Adé, encarcelado por un asesinato que no cometió. Borgo disparaba más rápido que los demás, siempre daba en el blanco y cuando dejaba caer su mirada negra como el carbón en el adversario, este sentía el peso de la muerte. Por ese motivo le llamaban La Scoumoune (el Excomulgado)…, un nombre de mal agüero. Sin embargo, sus amigos le habían visto enternecerse una vez por una mujer y siempre con la música de un organillo. Como muchas de sus novelas, la obra fue llevada a la gran pantalla bajo la dirección del propio José Giovanni en 1972 con el título El clan de los marselleses.

José Giovanni ((1923-2004), pseudónimo de Joseph Damiani, nació en París, en el seno de una familia de orígenes corsos. En 1948 fue condenado a muerte por complicidad en un asesinato, pena que le fue conmutada por veinte años de trabajos forzados. Tras su salida de la cárcel en 1956, comenzó su carrera como escritor de novela negra, animada por el éxito de su autobiográfica La evasión, así como de guionista y director de cine, llevando muchos de sus relatos a la gran pantalla.

Diseño de portada

Sergio Ramírez

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

La Scoumoune

© Éditions Gallimard, 1972

© Ediciones Akal, S. A., 2014

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4101-6

I

Le llamaban La Roca.

Le esperaban cuatro hombres. Estaban sentados alrededor de una mesa y una lámpara iluminaba sus manos blancas, con la manicura recién hecha.

Allí estaba Fernand, el Italiano. Pero un italiano sensato, con un rostro tierno de vividor. Moreno, de media altura y bastante ancho de espaldas.

A su lado, con las piernas estiradas por debajo de la mesa, estaba sentado Jean Villanova, apodado Jean de las Américas, a causa de una juventud lucrativa dedicada a proporcionar chicas a los cabarés argentinos.

También estaba Charlot el Elegante, un personaje bien proporcionado, cuyo rostro redondo, con el afeitado apurado, se inclinaba de vez en cuando sobre el pecho, para mirarse el traje.

El cuarto respondía al nombre de Ficelle1. Era delgado, pero su apodo no le venía de ahí, sino de resultar muy correoso.

—Al tal Roca –explicaba Fernand– en su pueblo le llaman La Scoumoune. Quiere decir el Excomulgado –o, si se prefiere, el que trae mala suerte.

Villanova se enfadó.

—Precisamente no son tías lo que falta –masculló–. Pero ha tenido que ir a fijarse en la mía.

—Va a costarle una fortuna –murmuró Charlot el Elegante para consolarle.

—No recuerdo haber visto a La Scoumoune pagar una deuda –ni de juego ni de nada–, creyó oportuno precisar Fernand.

—Esta vez va a hacer honor a su apodo –anunció Villanova.

—También dijeron eso mismo otros antes, solo que la mala suerte no es para sí mismo, sino para los demás.

Se produjo un silencio.

—Depende de a qué «otros» te refieras –dijo Ficelle con retintín.

Villanova intervino sin venir a cuento, pues tenía prisa por dejar clara su postura.

—Exactamente –dijo–. Los he visto más espabilados que ese gilipollas… Mira, es sencillo, no quiero ni siquiera dejarle elección. O Maude, o nos la jugamos. No necesito pasta.

Había dicho «nos la jugamos». La unión hace la fuerza y, ya se sabe, las sardinas viven en bancos.

—Maude vale una fortuna –declaró Charlot con una especie de añoranza.

No era el único que sabía que Villanova estaba locamente enamorado de ella. Entre chulos, eso no se nombra. Ese sentimiento es como una tara.

—Por La Scoumoune, no hay problema, contestó Fernand. Hasta donde yo sé, está tieso. Y, además, no os hagáis ilusiones, no paga a nadie.

Jeannot Villanova sonrió con tristeza. Había tratado a esa chica como a una reina y le había dejado por un pelagatos.

—Era la más –dijo–. Se podía dar la gran vida… cuando pienso que se ha largado con…

—Ya volverá –afirmó Ficelle.

—Sí, sí. Y nada volverá a ser igual. Adiós a la buena vida. Voy a mandarla con Max una temporada, a ver si aprende –dijo Jean.

—Para mandarla allí, primero tienes que saber dónde está, dejó caer sin más Fernand el Italiano.

—Ya nos dirá su amorcito dónde para –aseguró Ficelle.

—Os he dicho lo que pensaba –dijo Fernand–. Vosotros veréis.

Charlot el Elegante se perfiló la raya del pantalón. Jean miró el reloj.

—Ya tiene que estar al llegar –dijo.

Se encontraban en una sala de juegos. La pala de un crupier descansaba encima de una gran mesa rectangular. Otras mesas estaban cubiertas con fundas. El local estaba situado en el quai de Riveneuve, en Marsella, en el primer piso, encima de un bar de apariencia modesta.

Ficelle se levantó y se acercó a una ventana. A través de las ranuras de las persianas cerradas, miraba el viejo puerto y la calma chicha del agua.

—Me da en la nariz que no va a venir –dijo pasado un momento.

—Siempre viene –dijo Fernand–. Ni siquiera ha preguntado para qué. Ha dicho que era lo suyo, verse.

Como para darle la razón, se oyó llamar despacio a la puerta que daba al pasillo. Ficelle se incorporó inmediatamente al grupo de la mesa y Fernand se levantó.

—Hola –dijo.

—Hola –respondió el recién llegado.

Intercambiaron un apretón de manos, y La Roca se dirigió al centro de la habitación. Era un poco más alto de la media. Toda su persona se concentraba en el brillo de sus ojos negros. No llevaba sombrero y la forma alargada de su rostro encajaba bien con su personalidad. No cabía imaginar esa mirada más que en un rostro acerado como el suyo.

Fernand le señaló a Jeannot Villanova.

—Este es el hombre de Maude –dijo–. Los otros son amigos.

La Scoumoune hizo un gesto con la mano, que podía interpretarse como un saludo colectivo. Jeannot se había levantado. Se pegó a la pared y apoyó la mano izquierda en una enorme mesa rectangular.

—¿No pediste información a nadie? –atacó.

—No –contestó La Scoumoune–. Nos conocimos y nos gus­tamos.

—Y creíste que era virgen y que vivía con su mamá, ¿no? ¿Es eso lo que te dijo? –rio sarcástico Jean de las Américas.

—No intenté averiguarlo. Estábamos bien juntos, y punto.

—Pues te vas a empezar a encontrar mal de repente –dijo Jean en tono más bajo y mirando a sus amigos.

El labio de La Scoumoune esbozó una mueca apenas perceptible. Se sentó en una silla tapizada de tela granate.

—Os habéis paseado por todos los bares –dijo Ficelle–. ¿No te llamó la atención que la conociera tanta gente?

—Cada uno a lo suyo. La curiosidad no es mi fuerte.

—¡Tu fuerte es liarte con las tías de los que están de viaje! ¡Es más fácil cuando el hombre no está!...

—De viaje, o no, me da igual.

—¿Qué quiere decir eso? –terció Charlot.

—Quiere decir que esa mujer me gusta y que lo demás…

Hizo un gesto vago.

—Lo demás somos nosotros –dijo Jeannot separándose de la pared. Eres muy joven y no das la talla. Vas a darnos la dirección de Maude y vas a marcharte de la ciudad. Y da las gracias. ¡Vamos! Te escuchamos…

—La ciudad me gusta mucho –respondió tranquilamente La Scoumoune–. En cuanto a la chica, no me da la impresión de que se te vaya a tirar al cuello.

—¡Ella no tiene nada que decir, ya lo diré yo! –zanjó Jean.

—No me apetece obligarla a volver.

Charlot el Elegante también se había levantado. La Roca estaba encerrado en un semicírculo.

—Te estamos dando una oportunidad –dijo Ficelle–, no deberías dejarla pasar…

Hablaba con la cabeza agachada y un ligero titubeo en la voz.

—Sois muy amables –pronunció La Scoumoune mirando a Fernand el Italiano.

—He hecho lo que he podido –explicó este último.

He hablado con ellos, pero ya ves, en cuestión de chavalas, son ellos los que imponen la ley en la ciudad, y esto podría acabar mal si la mujer de Jeannot no volviera.

—Escúchale –intervino Ficelle–. Te conoce y nos conoce a nosotros también. Te interesa escucharle…

Jean se dirigió a la puerta, echó el cerrojo y volvió a plantarse delante del hombre que había violado la regla.

—No deberías haber hecho eso –le reprendió La Scoumoune, como hubiese podido decir «no deberías haber jugado a trébol».

—Por algo hay que empezar –se pitorreó Charlot.

—Es una pena que no podamos entendernos –murmuró La Scoumoune.

Seguía sentado en la silla. Clavó sus ojos negros en Villanova y este tuvo la impresión de que le tocaban. Las paredes rebotaron dos detonaciones muy secas que dejaron a los asistentes con la boca abierta.

El cuerpo de Jeannot de las Américas inició un giro y se desplomó. La Scoumoune volvió a dejar el arma en su sitio, sin ni siquiera intentar amenazar a los demás.

—Es una pena que no nos hayamos entendido –repitió levantándose.

Su actitud reflejaba una especie de hastío.

—Espero que nos entendamos mejor a partir de ahora –añadió paseando la mirada por los supervivientes.

—¿Por qué has hecho eso? –dijo Charlot sin apartar los ojos del muerto.

Ni siquiera era una pregunta.

—Por algo hay que empezar –respondió La Scoumoune.

Esbozó una sonrisa. Se le veía la fila de dientes de arriba. Los caninos sobresalían.

—Siempre hay un medio de arreglar las cosas –afirmó Ficelle.

—No soporto las amenazas –dijo La Scoumoune girándose hacia él.

Pero era imposible encontrar la mirada de Ficelle. Era capaz de cambiar el sentido del viento.

—Estaba loco por esa chavala… No merecía la pena –dijo.

—Puedes irte si quieres –dijo La Scoumoune a Fernand–. Me habría gustado evitarte todo esto, ya que habías organizado la cita, pero tú también lo has visto… Llegó a cerrar la puerta y todo. Era él o yo. Tarde o temprano, habríamos llegado al mismo punto.

Fernand el Italiano se dirigió a la salida y descorrió los cerrojos.

—Hay una puerta trasera cruzando el patio –le dijo Charlot.

—Ya lo sé. Si necesitáis que os eche una mano, avisad –dijo Fernand señalando el cuerpo.

—Nos apañaremos –eludió La Scoumoune.

Fernand salió y cerró la puerta despacio. El ruido de las detonaciones no llamaba la atención a nadie. Vivían en una época, en Marsella, en que los disparos formaban parte de los ruidos familiares.

—¿Qué vamos a hacer con él? –preguntó Charlot.

—Vamos a ponernos un mono de trabajo, así cambias de atuendo –ordenó La Scoumoune–. ¿De quién es este garito?

—Era suyo.

—Excepto Maude, ¿quién conocía sus negocios?

—Nosotros dos –afirmó Ficelle–. Trabajábamos juntos desde hace mucho tiempo.

—No merece la pena mezclar a la chica en este asunto. Tú, ocúpate del casino –dijo a Charlot–. El bareto de abajo, ¿de quién es?

—De él también, pero tiene un gerente. En primer lugar, no es la misma clientela que aquí. Compró las dos cosas, porque el bareto iba con esta sala –explicó Charlot.

—Eso simplifica las cosas de momento. ¿Qué más tenía a la vista?

Los dos hombres se miraron sin responder.

—Pregunto esto para saber si alguien puede echarle de menos –dijo La Scoumoune–. A vosotros os interesa que no se sepa nunca nada y que nunca se pronuncie mi apodo…

Hablaba despacio y le estaban entendiendo muy bien.

Ficelle se decidió a responder:

—Tiene dos burdeles en el extranjero.

—Con un socio –se apresuró a añadir Charlot.

—¿Adónde, en el extranjero?

—En Argentina.

—Argentina es muy grande…

—En Buenos Aires –murmuró Ficelle.

Charlot no parecía congratularse de que Ficelle diera tanta información gratis.

—¿Conocéis al socio?

—Un figura –dijo Charlot–, suele venir dos veces al año.

—Sí, un duro –remató Ficelle–. Quizás has oído hablar de él, un tal Max Rinval.

—Ya tendremos tiempo de conocernos, no hay prisa.

La Scoumoune se agachó y dio la vuelta al cuerpo. Ni rastro de sangre. Las balas habían debido producir hemorragias internas. De nuevo Ficelle se acercó a la ventana. El sol de invierno del final de la mañana refulgía tímidamente en las pequeñas embarcaciones.

—¿A qué hora suele abrir esto? –preguntó La Scoumoune.

—Sobre las seis –dijo Charlot.

—No nos va a dar tiempo –dijo La Scoumoune.

Cruzó la sala y giró el picaporte de una puerta. Daba a un trastero que cerraba con llave.

—Valdrá –dijo–. Vamos a meterlo ahí adentro hasta el amanecer. A esa hora, es más seguro bajarlo y llevarlo a otro sitio. Ayudadme…

Agarraron el cadáver por los brazos y las piernas y lo trasladaron al trastero. La Roca cerró la puerta y se metió la llave en el bolsillo.

—Ya está. Haceros esta tarde con una lona y unas correas. Nos veremos aquí al final de la noche.

Los miró. Su orgullo les estaba jugando una mala pasada. No habían aceptado, pero tampoco se habían opuesto, lo que venía a ser lo mismo.

—¿Qué vamos a hacer con él? –murmuró Charlot mirando a Ficelle.

Habían venido para dar un toque a un menda que se había equivocado de mujer y, de repente, se encontraban con un cadáver bajo el brazo.

—Hay que enterrar a los amigos –dijo La Scoumoune–. Somos como si dijéramos socios.

No veían más salida que ayudarle. Ficelle ya estaba pensando en el futuro.

—Puedes contar con nosotros –dijo.

La Roca había visto a hombres vencidos por el miedo. También había visto a los hombres ganar tiempo.

—Conocéis la región mejor que yo. Habrá que pensar en un rincón tranquilo.

Se dirigía a la salida mientras hablaba y no se dio la vuelta para despedirse.

Vivía en la parte alta de la Canebière, a la izquierda según se mira a la iglesia de los Réformés. En el segundo piso de un edificio viejo. La vivienda constaba de una estancia grande con tres ventanas que daban a la avenida. El dormitorio, la cocina y el cuarto de baño daban al patio.

Encontró a Maude en casa. Una rubia platino que bien podía hacer publicidad de colchones de alta gama. Chocaba verla de pie. Parecía haber nacido para estar tumbada. Y no precisamente sola.

Esa era también la impresión de La Scoumoune desde que la conocía.

—¿Todavía no te has vestido? –preguntó entrando en la habitación.

—¿Te molesta? –respondió acariciándose la nuca.

El gesto debía procurarle cierto placer, además de ponerle de relieve el pecho.

—Tengo hambre y he quedado a primera hora de la tarde.

—Si tienes curro –le respondió en un tono de seriedad fingida–, no digo nada.

Se limitó a mirarla. Debían de dolerle los ojos porque los cerró. En cuanto le dirigía su mirada de lobo, ella sentía miedo y se le disparaba el deseo.

—Venga… –dijo él.

Retiró las sábanas con las largas piernas. Con la punta del pie, buscó las chinelas tiradas en la alfombra. Él estaba de pie con la mirada perdida, lejos de allí. Ella suspiró y, ante la inutilidad de sus esfuerzos, entró en el cuarto de baño.

—¿Sabes algo? –preguntó desde el quicio.

—¿De…?

—De Jeannot… Tenía que haber llegado ayer.

—No creo que se mueva.

—¿Qué? –gritó intentando que se oyera la voz por encima del ruido del agua.

Él se tumbó en la cama y encendió un cigarrillo. No era su estilo levantar la voz. Maude apareció enseguida, envuelta en un albornoz.

—¿Qué decías?

—Que no va a moverse.

—¡Que te crees tú eso! No tienes ni idea del tipo de hombre que es.

—Me dijiste que se volvía baboso como una bayeta. ¿O lo he soñado?

—No compares. Conmigo, sí, se ponía como tonto. Pero otra cosa era con sus amigos y todo lo demás. Mira, apuesto a que tiene arrestos todavía para separarnos.

—Me sorprendería –murmuró él.

—¿Que te sorprendería? Pues a mí no. ¡Y le conozco muy bien!

—Eso no quiere decir nada… Bueno, en mi opinión, lo mejor que puede hacer es marcharse de la ciudad.

—¿Marcharse de la ciudad? ¡Él! ¡Palabra de honor, ni que fueras novato!

—¿No confías en mí?

Hablaba en un tono uniforme, tranquilo.

Ella permaneció en silencio unos segundos.

—Sí…, por supuesto que sí… –dijo al fin.

Se sentía inexplicablemente serena.

—Entonces, no hablemos más del asunto. Iré a verle y se marchará de la ciudad.

Se estaba vistiendo. La sensualidad dirigía sus más mínimos movimientos; tenía una forma especial de pasarse las manos por el cuerpo. Como si no le perteneciera. La Scoumoune evitó mirarla.

—Está forrado –creyó oportuno añadir.

A La Scoumoune se le metió en los ojos el humo del cigarrillo. Intentó apartarlo con la mano.

—Ya sabes, la pasta, igual que viene, se va.

—Puedo ayudarte –le propuso.

Él ya lo había pensado vagamente. En cierto modo, Villanova no debería haberla dejado sin hacer nada. Ella había llevado la dirección de un burdel que él había vendido para invertir en Argentina.

—Ya veremos uno de estos días –prometió.

—Si se raja, tú podrás imponer la ley en la ciudad –declaró.

Ella conocía bien al grupo de chulos. Con Jeannot, había visto y oído de todo. Pero un tío con el carácter de La Roca era diferente.

—La ley… –murmuró–. No he venido a eso.

—No te costará nada, ¿sabes? Necesitan juntarse diez para solucionar un problema con las chicas. Unos figurines, eso es lo que son. Se pasan el día en la manicura.

—¿Los conoces a todos?

—¡Claro! Jeannot lo dirigía todo. En tiempos, era Max. Jeannot solo tuvo que continuar.

—¿Max?

—Su socio en Argentina, y también en algunos negocios aquí. Un tío nervioso. Le tenían pánico. En el burdel, había algunas chicas suyas. En cuanto oían que iba a venir, temblaban las muy desgraciadas.

—¿Cómo es el tío?

—Unos cuarenta años, un guaperas con cara de pocos amigos. Ya verás cómo se presenta en cuanto se entere de lo tuyo con Jeannot.

La miraba sorprendido. No era frecuente encontrar una chica tan franca. Necesitaba ayuda para lo que había venido a hacer en la ciudad, y se preguntaba hasta qué punto podía contar con ella.

—¿Por qué me miras así? –murmuró.

Desvió la mirada y ella se sintió liberada. Se levantó para ponerse un abrigo. Le gustaban los colores oscuros. Estaba pensando y no le apetecía hablar.

Salieron. Ella iba dando saltitos a su lado. Nunca la cogía del brazo en la calle. Tenía el coche aparcado un poco más adelante. Era un modelo modesto, de tracción delantera.

—¿Adónde vamos? –preguntó ella.

—Donde ayer.

Y la respuesta no invitaba a seguir hablando.

Un pequeño restaurante, en el quinto pino, por la Madrague. El dueño del local, un hombre de piel cobriza y rostro anguloso, no parecía próspero.

—¿Quién es? –había preguntado Maude–. ¿Es mexicano, español, piel roja…?

—No tengo ni idea, pregúntaselo a él.

Y no se había atrevido. Le parecía que La Roca y el personaje se conocían. Por pequeños detalles. Un gesto o un intercambio de miradas casi imperceptible.

En ese restaurante se bebía tres veces más que en cualquier otro. Y Maude, que creía haber probado platos verdaderamente exóticos, quedó sorprendida. El salvaje, como ella le llamaba, le había enseñado lo que era una cocina picante.

Los recibió con una sonrisa de lo más espontánea. Cuando sonreía daba la impresión de que iba a echarse encima de uno.

—¡Amigoz! –exclamó–, oz eztaba ezperando.

Se sentaron en el rincón menos sucio de la pequeña sala.

—¿Qué vaiz a tomar?

—Lo mismo que ayer –dijo La Scoumoune.

—Eso sí que es un alarde de imaginación –se quejó Maude.

Bajo la estrecha mesa, se rozaban las rodillas. Con una mano larga y nerviosa, La Scoumoune cogió la pequeña mano blanca de la joven.

—Vamos a charlar un momento a ver si cambiamos el mal rollo –dijo amablemente–. Oye, ¿llegaste a conocer a un chico que se llamaba Adé?

Ella abrió los ojos como platos.

—¿Te refieres a Xavier Adé?

—Así es.

—Pues claro, todo el mundo le conocía en esta ciudad.

Ella hablaba de ello como de un cataclismo, y una sonrisa dulcificó los rasgos de La Scoumoune. Cuando sonreía, cambiaba por completo.

—Le ocurrió algo, ¿sabes eso también?

—Bueno, contaron muchas cosas. El que mejor te podría informar de todo esto quizá sea Villanova… (Resopló con fuerza.) ¡Dios mío, esto me abrasa la boca!

—¡No bebas, come pan! –le aconsejó La Scoumoune–, y luego prosiguió. Por supuesto, pero, suponiendo que no me apetezca hablar de eso con él, ¿quién se te ocurre?

La mirada de Maude le penetró.

—¿Qué significa para ti el tal Adé?

A La Scoumoune no le gustaban ese tipo de preguntas. Pero necesitaba obtener información.

—Pongamos que he venido a propósito a encargarme de él.

—En serio, ¿te empeñas en que hablemos de todo esto aquí, ahora? ¿No quieres que hablemos de nosotros?

—Hazme el favor –terció La Scoumoune–, cuéntame primero lo que sabes sobre Xavier… Es importante para mí…

—¡Ah!... –exclamó, y se avivó el poder que La Scoumoune ejercía sobre ella. Pues era amigo de Villanova, estaban en el mismo barco.

—¿Y qué más?

—Pues…, si estoy enterada es porque venía a ver a una chica que trabajaba en mi casa. Incluso parecía que le gustaba… Y en ese momento, le cargaron con un asesinato…

—¿Era un chulo? –se sorprendió.

—No. No tocaba el dinero de la chica. Ella se quedaba con todo lo que ganaba y, al final, terminó sabiéndose. Era la mejor pagada y encima pretenciosa como no te imaginas. ¿Sabes lo que se ponía por las mañanas para estar en casa?

—Prefiero que me cuentes lo que ocurrió con Xavier, cariño. Terminamos el tema y no volvemos a hablar de ello.

—Bueno pues… La tía se sentía muy protegida, así que un buen día los tíos vinieron a ver a Xavier Adé…

—¿Vinieron a buscarle?

—Ya sabes cómo suelen terminar ese tipo de líos. Unas chicas se quejaron a los hombres y ellos vinieron a decir dos cosas a Xavier.

—¿Y qué pasó?

Se reprimía para no inclinarse hacia delante.

—Pues entonces, Xavier fue a ver a Villanova para aclarar las cosas. Le dijo que se había puesto de acuerdo con el anterior chulo y que la mujer le pertenecía. Nadie intentó comprenderlo. A nosotros, con tal de que el antiguo no apareciera, nos daba lo mismo.

—¿Crees que la chica sigue estando en la misma casa?

—No. Cuando metieron a Xavier en chirona, volvió a caer bajo la autoridad de los demás. La cambiaron de casa para borrar recuerdos desagradables. Está currando con Ficelle, un colega de Villanova.

La cosa no pintaba tan mal. Antes de conocer a Maude, La Scoumoune se preguntaba cómo se las iba a ingeniar para arrancar alguna información a los delincuentes locales. Ahora ya tenía mucho más claras las cosas.

—Me gustaría ir a ver a esta chica de tu parte. Así no desconfiará.

—Pues claro. Pregunta por Marceline. Es una morena de ojos azules, muy vistosa.

—¿Con la boca grande?

—¿Por qué con la boca grande?

—Porque es el tipo de tías que le gustan a Xavier, morenas y con la boca grande.

—¡Casi nada! ¿Y no les pedía también el número que calzaban? Debería haberla pedido a Papá Noel –dijo divertida.

—Era como todos. Cuando no encontraba «su tipo», se conformaba con lo que cayera.

—Era como tú, se justificaba –dijo Maude con un mohín coqueto.

—Yo creo que ya he encontrado mi tipo.

No había retirado la mano. La mantenía encima de la de Maude, que había dejado el tenedor, renunciando a utilizar solo la mano derecha. Los dedos de La Scoumoune presionaron más fuerte y el corazón de Maude se desbocó.

—Qué raro estás hoy –dijo en un hilo de voz.

Estaba acostumbrado. Hasta donde recordaba, la gente quedaba desconcertada cuando se enternecía y soltaba frases amables.

—Estás aquí –dijo simplemente–, y acabó la comida sumido en un sinfín de pensamientos.

El «salvaje» quitaba la mesa con movimientos lentos y extrañamente precisos, como si se tratara de un rito. Maude pensó que no siempre se había dedicado a este oficio. La Scoumoune le seguía con la mirada y cuando volvió con dos copas en la mano y una botella de un licor oscuro, le preguntó:

—¿Sigues teniendo tu cacharro?

—¡Zi!

Cuando hablaba, el aire vibraba como una hoja de puñal que se clava, pero el mango sigue temblando.

—¿Puedo oírlo?

—Eztaz en tu caza.

La Scoumoune se levantó.

—Ven –dijo a Maude.

Se dirigieron a la habitación contigua. Había que bajar dos escalones. El techo era bajo, con las vigas vistas. Las paredes estaban adornadas con objetos extraños, de colores chillones.

La Scoumoune descolgó una navaja de hoja ancha y plana. Sonreía. Maude miró al «salvaje». También estaba sonriendo. Se acercó a su amante instintivamente. Él volvió a dejar la navaja en su sitio y se dirigió al fondo de la estancia.

Se inclinó sobre un mueble, lo descolgó con cuidado de la pared. Luego, lo miró casi con ternura, como se mira a un niño. Maude no se atrevía a tocar las incrustaciones de nácar en la madera negra. La Scoumoune manipuló una manivela corta, en un lateral del objeto, y se escaparon unas notas de música, rápidas, con un silencio por medio.

Los dos hombres se miraron. La Scoumoune se alejó y se sentó en un catre. Su amigo giró la manivela y el organillo desgranó su melodía.

La Scoumoune se tumbó y cerró los ojos. Maude permanecía inmóvil en el centro de la habitación. Le daba la impresión de que estaba de sobra.

La Scoumoune yacía como un muerto y la extraña música se amplificaba. Estaba flotando entre dos aguas. Se sentía transportado fuera de sí, como desdoblado, y se sorprendía de sus recuerdos.

Siempre ocurría lo mismo. Cuando por fin se paró la música, La Scoumoune se sentó y se levantó.

—Todavía funciona –dijo como sorprendido.

—Todavía funsiona –repitió el hombre.

El ruido de los tacones de Maude en las baldosas rompió el encanto.

—Qué viejo es ese trasto –dijo.

—Estas cosas no tienen edad –dijo La Scoumoune dirigiéndose a la salida.

Los dos hombres apenas se despidieron y Maude se percató de que su compañero no había pagado la cuenta.

En el coche que les llevaba al centro de la ciudad, La Scoumoune volvió sobre el tema que habían dejado:

—Me gustaría ir a ver a la tal Marceline ahora.

—No abren hasta las tres o las cuatro. A esta hora, las chicas estarán comiendo, si es que te abren…

—Me abrirán. ¿Quieres esperarme en el buga?

—Si no vas a tardar mucho…

—No creo.

Antes de ir a ver al abogado defensor de Xavier, prefería informarse un poco. Para que Maude no llamara la atención inútilmente, aparcó el coche en una calle perpendicular y subió tranquilamente la rue Mission-de-France. Los prostíbulos tienen las puertas cerradas. Llamó a una de aspecto chabacano. El timbre debió sonar muy adentro. Él apenas lo oyó.

Se abrieron los ventanucos de un judas.

—Está cerrado, señor.

—Vengo de parte de Ficelle.

—Espere un poco.

Pensó que las cosas mejorarían dentro de unos días. Por el momento, ¡menuda pinta debía de tener en esa puerta!