El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde - Robert Louis Stevenson - E-Book

El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde E-Book

Robert Louis Stevenson

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Beschreibung

El bien y el mal siempre han representado un conflicto para los seres humanos. Lo que algunos condenan como malo, para otros representa el resto, el gusto culposo, como le sucede al Dr. Jekyll, quien encuentra una atracción seductora en el mal. Esta obra, además de retratar crudamente la hipocresía que prevalecía en la Inglaterra victoriana, nos muestra esa lucha interna por la disyuntiva de la bondad y la maldad que mantiene en vilo a muchos, y que nadie está exento de sucumbir hacia la tentación.

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El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde

El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886)Robert Louis Stevenson

Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]ón: Julio 2022

Imagen de portada: James Norval - Verlore siel 1934Traducción: Benito RomeroProhibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde

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La historia de la puerta

En busca de míster Hyde

El doctor Jekyll estaba completamente a gusto

El caso del asesinato de Carew

El incidente de la carta

El extraño incidente ocurrido al doctor Lanyon

El incidente de la ventana

La última noche

La declaración del doctor Lanyon

Declaración completa de Harry Jekyll sobre el caso

.

A Katharine De Mattos

Es locura separar lo que Dios quiso unir; siempre seremos los frutos del árbol y del viento. Muy lejos del hogar, para ti y para mí se hincha siempre leve la retama en un país del Norte.

La historia de la puerta

Míster Utterson, abogado, era un hombre de semblante duro, jamás suavizado por una sonrisa. Era directo, discreto y frío al hablar; emocionalmente retraído; delgado, alto, serio, melancólico y, tal vez, de alguna manera, digno de amor. Con sus amigos, sobre todo cuando el vino era de su gusto, algo casi humano asomaba a sus ojos; algo que nunca era expresado con palabras, pero que se manifestaba no sólo mediante esos silenciosos símbolos de la sobremesa, sino, más frecuentemente y con mayor intensidad, a través de los actos de su vida. Era disciplinado, austero consigo mismo. Cuando se encontraba solo, bebía ginebra para mitigar su gusto por los vinos ligeros.

Amaba el teatro, pero hacía veinte años que no asistía a una representación. Mostraba tolerancia hacia los demás, y algunas veces se sorprendía, casi con gusto, con un poco de envidia incluso, ante el brío y el entusiasmo puesto en una alguna fechoría. De cualquier manera, casi siempre se mostraba más dispuesto a ayudar que a censurar. "Siento debilidad por la herejía de Caín —solía decir con cierto aire divertidamente arcaico—. Dejo que mi hermano se vaya al diablo a su manera." Con ese carácter, tenía con regular frecuencia el poco envidiable honor de ser el último amigo honorable y la última influencia benéfica en la vida de los hombres que iban cuesta abajo. Y para esos hombres, cuando se presentaban en su casa, nunca mostró el más leve cambio en su actitud.

Es de suponer que tal actitud no le costaba ningún trabajo a míster Utterson por su natural reserva, e incluso sus amistades parecían fundarse en una similar liberalidad de buen talante. Una característica de un hombre modesto es el aceptar un círculo de amistades ya modelado por las manos de la oportunidad; y ése era el modo del abogado.

Eran sus amigos quienes tenían su misma personalidad, o aquellos a quienes había conocido durante más tiempo; sus afectos, como la hiedra, eran fruto del tiempo, y no implicaban propensión hacia el objeto. De ahí, sin duda, el lazo que le unía a míster Richard Enfield, pariente lejano suyo y hombre muy conocido en toda la ciudad. Muchos se preguntaban qué podían ver esos dos el uno en el otro, o cuáles temas compartían. Quienes se los habían encontrado en sus paseos del domingo contaban que no decían nada, parecían singularmente aburridos y saludaban con evidente alivio la aparición de un amigo. Con todo, los dos hombres otorgaban la mayor importancia a esas excursiones, las consideraban la joya principal de cada semana, y no sólo dejaban de lado oportunidades de placer, sino que incluso se resistían a las llamadas del deber con objeto de disfrutarlas sin interrupción.

En uno de esos recorridos, sus pasos les condujeron a una calle en un barrio de negocios de Londres. La calle era pequeña y tranquila, pero presenciaba un próspero atareamiento en los días laborables. Parecía que los habitantes eran personas con recursos y con esperanzas de mejorar aún más su posición, y empleaban el excedente de sus ganancias en coquetería; de modo que los escaparates de las tiendas de toda la calle tenían un aire de invitación, como filas de dependientas sonrientes. Incluso en domingo, pese a estar velados sus más floridos encantos y estar prácticamente vacía de transeúntes, la calle resplandecía en contraste con el sucio vecindario, como una hoguera en el bosque; y, con sus persianas recién pintadas, sus bronces perfectamente pulidos, y la limpieza y alegría de toda la escena, atraía y complacía de inmediato la mirada del viandante.

A dos puertas de una esquina, a mano izquierda yendo hacia el este, interrumpía la línea la entrada a un patio; y, justo en aquel punto, la mole un tanto siniestra de un edificio lanzaba su techo saliente sobre la calle. Tenía dos pisos de altura, ni una sola ventana, sólo una puerta en el piso inferior, una frente lisa de descolorido muro en el piso superior; y todos sus rasgos eran señales de una negligencia prolongada y sórdida. La puerta, que no estaba equipada con ninguna campanilla o picaporte, tenía ampollas de pintura caída. Las prostitutas se apostaban en aquel abrigo y encendían cerillas contra los paneles; los niños vendían baratijas en los peldaños; el colegial había probado su cuchillo en las molduras; y, por cerca de una generación, no había nadie que echara a aquellos ociosos visitantes o reparara sus estragos.

Enfield y el abogado estaban al otro lado de la calle; pero cuando llegaron frente a la entrada, el primero levantó su bastón y la señaló.

—¿Se ha fijado usted alguna vez en esa puerta? —preguntó; y, después de que su acompañante le contestara afirmativamente, añadió: —Está relacionada en mi mente con una historia muy extraña.

—¿De veras? —dijo Utterson, con un ligero cambio de tono—. ¿Y qué historia es ésa?

—Bien, pues fue de este modo —contestó míster Enfield—, yo regresaba a mi casa desde un lugar lejano, hacia las tres, en una negra mañana de invierno, y mi ruta pasaba por un sector de la ciudad donde no había literalmente nada que ver, como no fuera luces de farolas. Calle tras calle, todo el mundo dormido; calle tras calle, todo encendido como para una procesión y tan vacío como una iglesia; hasta que al fin entré en ese estado mental en que un hombre escucha, y escucha, y empieza a anhelar la presencia de un policía. De repente, vi a dos personas: una de ellas era un hombrecillo que iba renqueando hacia el este, a buen paso, y la otra una niña de unos ocho o diez años que caminaba lo más aprisa que podía hacia un cruce. Pues bien, uno y otra llegaron con toda normalidad a la esquina; y entonces vino la parte horrible del asunto; ya que el hombre caminó tranquilamente sobre el cuerpo de la niña, y la dejó chillando en el suelo. No parece gran cosa cuando se cuenta, pero resultaba estremecedor verlo. No parecía un hombre; era como una fuerza maligna irresistible.

Di un grito de alerta, eché a correr, cogí por el cuello a aquel tipo y le hice volver al sitio donde ya se había formado un grupo alrededor de la niña que chillaba. El estaba perfectamente tranquilo y no opuso resistencia, pero me lanzó una mirada tan fea que me hizo sudar como cuando se corre. La gente que había acudido era la familia de la niña; y pronto apareció el médico al que la niña había salido a buscar. Bueno, la niña no había sufrido grandes daños, y sobre todo estaba asustada, según el matasanos; y usted podría suponer que terminó ahí la cosa. Pero se dio una circunstancia curiosa. Yo le había tomado aversión al tipo desde el primer vistazo. Lo mismo ocurría con la familia de la niña, cosa que era muy natural. Pero lo que me chocó fue el caso del médico. Era el típico boticario de mollera cerrada, sin edad ni rasgos particulares, con un fuerte acento de Edimburgo, y tan sensible como una gaita escocesa. Pues bien, le sucedió como a todo el resto de nosotros: cada vez que miraba a mi prisionero, el matasanos, según vi, sentía náuseas y empalidecía con el deseo de matarlo. Yo sabía lo que tenía en mente, del mismo modo que él sabía lo que había en la mía; y, puesto que matarlo era imposible, tomamos la siguiente opción. Dijimos al hombre que podíamos y estábamos dispuestos a hacer tanto escándalo del suceso, que su nombre apestaría de un extremo a otro de Londres. Si tenía amigos o cierto crédito, haríamos que los perdiera. Y, durante el tiempo en que pusimos el asunto al rojo vivo, hacíamos un gran esfuerzo por contener a las mujeres de lanzarse sobre él, ya que estaban furiosas como arpías. Nunca he visto un cerco de rostros tan llenos de odio; y ahí, en medio, estaba el tipo, con una especie de oscura frialdad burlona; asustado, desde luego, pude darme cuenta; pero aguantando, aguantando como Satán.

—Si deciden ustedes convertir este accidente en una cosa capital —nos dijo—, no puedo, naturalmente, hacer nada. Todo caballero desea evitar las escenas. Digan la cifra.