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El fallo E-Book

Antonis Samarakis

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Beschreibung

En una isla de un país indeterminado, un hombre está tomando un café tranquilamente cuando es detenido por el Servicio Especial, un cuerpo de policía cuyo único objetivo es la defensa del régimen. Mientras se lo llevan a comisaría para interrogarlo, los dos agentes se muestran cordiales y charlan con el detenido, que se muestra dócil. Pero ¿es culpable o inocente? ¿Por qué los policías lo tratan tan bien? ¿Qué pretenden? ¿A qué se debe la actitud sumisa del detenido? ¿Es auténtica o espera una oportunidad para escapar? ¿Qué hay detrás de cada palabra, cada gesto, cada mirada…? El fallo, publicado en 1965 —justo antes de que se impusiera en Grecia la Dictadura de los Coroneles—, mereció el prestigioso Premio de los Doce y la admiración de escritores como Agatha Christie, Graham Greene, Luis Buñuel y Georges Simenon. Bajo la apariencia de una novela de suspense, este inquietante clásico moderno de las letras griegas esconde el irreprimible grito de la humanidad contra la represión y el totalitarismo. «Una verdadera obra maestra». – Graham Greene «El fallo tiene gran interés psicológico. Cada día hay menos escritores dotados de esa originalidad e imaginación». – Agatha Christie

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EL AUTOR

Antonis Samarakis nació en 1919 en Atenas. Tras estudiar Derecho, empezó a trabajar en el Ministerio de Trabajo hasta la dictadura de Ioannis Metaxás. Durante la ocupación alemana de Grecia participó en la resistencia y, por ello, en 1944 fue detenido y condenado a muerte por los nazis, aunque logró escapar. Después de la Segunda Guerra Mundial regresó a su antiguo trabajo en el Ministerio y empezó su carrera literaria con el libro de relatos Se busca esperanza (1954), al que siguió su primera novela, Señal de peligro (1959). El éxito le llegó con el fallo (1965), considerada su obra maestra y merecedora del Premio de Novela de los Doce y el Gran Premio Internacional de Literatura Policiaca. el fallo ha sido traducido a treinta y tres idiomas y cuenta también con una versión cinematográfica dirigida por Peter Fleischmann en 1975. Fue una novela visionaria de hacia donde se dirigía el país, ya que, dos años después de su publicación, se impuso en Grecia la Dictadura de los Coroneles. Samarakis trabajó como experto en la Organización Internacional del Trabajo en la onu y en 1989 fue nombrado embajador de buena voluntad de unicef. Falleció en Pilos en 2003 siendo una voz imprescindible de la sociedad griega.

LOS TRADUCTORES

Rufino Cuesta Moreno es profesor de Literatura en la Escuela Europea de Bad Vilbel (Hesse, Alemania). Es un apasionado de la literatura, el cine, la ópera, los viajes y los idiomas, y un gran conocedor de Grecia, país que ha recorrido de norte a sur y de isla en isla. También es traductor de poesía medieval griega y de autores de la talla de Karyotakis o Zeotokás.

Margarita Ramírez-Montesinos es catedrática de Cultura Clásica de enseñanza media. Estudió griego moderno y ha traducido al castellano Leonis: Euripidis Pendolasis, cuentos de la niñez y El demonio, de Iorgos Zeotokas, en colaboración con Rufino Cuesta. En solitario es traductora de las antologías de cuentos El mar es nuestro destino y Cuentos eróticos, junto con la novela El padre de los tiempos, de Paulos Matesis, y La vida en la tumba, de Mirivilis, premiada en 2016 por la Fundación Griega de Traductores de Literatura.

EL FALLO

Primera edición: febrero de 2023

Título original: Το λάθος

© 2013 by Psichogios Publications S. A.

© de la traducción: Rufino Cuesta Moreno y Margarita Ramírez-Montesinos

© de la nota del editor: Jan Arimany

© de esta edición:

Trotalibros Editorial

C/ Ciutat de Consuegra 10, 3.º 3.ª

AD500 Andorra la Vella, Andorra

[email protected]

www.trotalibros.com

Publicada con el apoyo del Ministerio de Cultura y Deportes de Grecia y la Fundación Helénica para la Cultura en el marco del programa GreekLit.

ISBN: 978-99920-76-39-2

Depósito legal: AND.2-2023

Maquetación y diseño interior: Klapp

Corrección: Marisa Muñoz y Antonio Navarro

Diseño de la colección y cubierta: Klapp

Impresión y encuadernación: Liberdúplex

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

ANTONIS SAMARAKIS

EL FALLO

TRADUCCIÓN DE

RUFINO CUESTA MORENO Y

MARGARITA RAMÍREZ-MONTESINOS

PITEAS · 17

A Elenitsa

No, no escuché lo que me dijo. En aquel preciso instante nos cruzamos con un gigantesco camión frigorífico, de fruta, creo; no lo puedo asegurar. Lo cierto es que el camión levantó una gran nube de polvo y armó tal escándalo que me resultó imposible oírlo.

—¿Qué has dicho? —le pregunté—. Con el ruido del camión no te he entendido ni media palabra.

El mánager me miró de reojo, como si le molestara tener que repetirlo.

—Te preguntaba —se decidió por fin— que qué demonios estás mirando todo el rato.

No le respondí al instante. Primero hice sonar mis llaves, que como de costumbre las llevaba en la mano, en un llavero de aro, para entretenerme. Luego me rasqué la oreja derecha —¿la derecha?— y dije, con retintín:

—¡Estoy disfrutando de la naturaleza!

—¿Quéééééé? —preguntó, sorprendido como si le hubiera dado un cólico nefrítico o le hubiera picado una avispa o hubiera visto un fantasma o algo por el estilo, y me miró de reojo, sonriendo. Pero menuda sonrisa, puro sarcasmo.

—Disculpa —le dije—, no entiendo cómo te puede molestar que disfrute de la naturaleza, aunque ya, ya se te nota en la cara. Oye, ¿a ti no te emociona la naturaleza? ¿No? Esta maravilla de paisaje, tan idílico, como un paréntesis de alegría en medio de tantos sitios grises y desagradables y repletos de fábricas como aquellos por los que acabamos de pasar...

Me fulminó con su mirada y no rechistó. El sarcasmo de su sonrisa parecía tenerlo estampado en la cara.

—¿Qué te pasa, que no pías? ¿De verdad que no te dice nada todo este panorama? —E insistí, con voz engolada—: Colinas magistralmente modeladas; esbeltos árboles que a derecha e izquierda se cimbrean como si nos hicieran una reverencia; el riachuelo que serpea incesante y desaparece; pajarillos que rasgan el aire y nos saludan planeando; flores silvestres de mil colores que nos alegran la vista y desprenden su aroma embriagador...

—¡Ooooooh! —exclamó, como si le hubiera dado un cólico nefrítico o le hubiera picado una avispa, etc.

—¿Sabes lo que eres? —le solté—. O mejor, ¿sabes lo que no eres? Pues... no eres una persona normal. Me apuesto lo que quieras a que estás lleno de complejos.

Me miró con visible preocupación.

—Conque soy un acomplejado... —dijo, como hablando consigo mismo.

—¡Y que lo digas! ¿Quieres saber en qué me baso? Mira, la naturaleza nos abre sus brazos de par en par, en una orgía de colores y de olores, y tú, como si oyeras llover. Toda la magia de este paisaje es como si no existiera para ti. Estas preciosas y encantadoras granjas de tejados rojos y ventanas verdes y amarillas, los niños que cantan y juegan alrededor de los animalitos, las gallinitas, los cerditos gruñones…

—Animalitos, gallinitas, cerditos gruñones —dijo con el tono del escolar que repite la lección como un papagayo.

—¡Vamos, hombre! —insistí en mi afán de hacer proselitismo—. Abre los ojos y retén este magnífico rosa que colorea suavemente en el horizonte. Abre tu corazón y...

—¡Ya basta! —me interrumpió—. ¡Me declaro culpable! Sí que tenía que haberme fijado en el paisaje, y que tenía que haberme emocionado también, vale.

Y se levantó el sombrero, que se le había caído un poco y le impedía ver bien.

—¡Por fin! —suspiré, satisfecho por su cambio de actitud—. Más vale tarde que nunca.

—¡Mira! Allí... a la derecha... en esa granja de las ventanas amarillas, la que tiene muchos balcones —me dijo, señalando con el dedo—. El primero... el segundo balcón a la derecha, veo un magnífico rosa...

—¿Rosas?

—¡Bragas!

—¡Qué ordinario!

—¿Ordinario por qué? —protestó al instante—. Que te digo que se las he visto perfectamente, palabra de honor. La gordita esa que está allí subida limpiando los cristales lleva bragas rosas.

—¡Qué ordinario!

—Y, además, de encaje.

No tenía ningún sentido continuar con aquella conversación. Tenía los nervios de punta y, como para expulsar los demonios del cuerpo, me volví hacia la derecha y escupí. El viento me lo devolvió con acuse de recibo y me salpicó en la cara. En el ojo derecho.

Luego sobrevino un silencio de un cuarto de hora, quizás más.

De repente, observé que el mánager estaba conduciendo solo con la mano izquierda y con la derecha se rebuscaba por todos los bolsillos. ¿Qué diablos buscaba tanto tiempo? No, no me gustaba ni un pelo lo que veía. Porque no era nada gracioso ver cómo alguien conducía con una sola mano por la Nacional 37, a las nueve y veinte de la mañana, una hora punta, y con la otra se hurgaba en los bolsillos. ¡Vamos, hombre! Y además la aguja marcaba una velocidad constante de 110 por hora...

Por fin, de un bolsillo de la chaqueta, o del chaleco —un chaleco de cuadros amarillos y negros, a la última, que a mí me gustaba mucho—, sacó unos chicles.

—¡Los encontré! —gritó entusiasmado—. Siempre que salgo de viaje me echo unos chicles al bolsillo. Imprescindibles. Quitan la sed. Lo que pasa es que soy un pelma para encontrarlos. A veces ni recuerdo en qué bolsillo los he metido. Y como estoy lleno de bolsillos, pues tengo que rebuscarme por todas partes.

Se llevó un chicle a la boca y, girándose hacia su derecha, sacó dos del paquete.

—Uno para cada uno —dijo.

—Gracias —contestó él, y cogió los chicles con que nos obsequiaba el mánager—. Yo también tengo una sed terrible.

Tomó su chicle y, volviéndose hacia mí, me dio el que me correspondía. No, yo no tenía una sed terrible, no tenía ni pizca de sed, lo acepté. ¿Por qué no iba a hacerlo?

No es que los tres estuviésemos muy cómodos en el asiento de delante, tampoco íbamos demasiado apretados. Al salir por la mañana, a las siete en punto, dos horas y media antes, al mánager se le había ocurrido decir:

—Vamos a ponernos los tres delante, así estaremos mejor, uno al lado del otro. Charlando se nos pasará el viaje sin darnos cuenta.

Se admitió la propuesta por mayoría absoluta, así que entramos, algo apretados lógicamente, y pusimos las maletas detrás.

—¿Sabéis una cosa? —dijo el mánager mientras mascaba el chicle—. No es que vayamos a llegar a tiempo de coger el ferry, es que vamos a llegar un cuarto de hora o incluso veinte minutos antes. ¡Este coche es una maravilla!

—No solo el coche, también el conductor —dijo el otro, guiñándome un ojo.

—¿Una maravilla, el mánager?

—Quiero decir que es un todoterreno.

—Bueno, eso sí. El mánager es un artista del volante.

—¿Qué pasa ahí? ¿Es que me estáis criticando? —preguntó el mánager, sonriendo—. ¿Os estáis riendo de mí? Agradezco los cumplidos de todas formas, así que muchas gracias.

Iba a decir algo, me callé. Me empezó a doler el estómago y me cambió el humor al instante.

El miércoles anterior, hacía ya una semana, había sentido por primera vez aquel extraño dolor. Fue el miércoles por la tarde, estaba en la oficina escribiendo o hablando por teléfono —sí, hablando por teléfono—, cuando me sobrevino de repente. No era exactamente lo que se dice un dolor, era más bien una punzada, como si me estuvieran hundiendo un dedo a presión. Duró unos segundos y después se fue como había venido.

Desde entonces no ha dejado de darme la lata, tres o cuatro veces al día, a cualquier hora, sin el menor aviso. En la oficina, en casa, en la calle.

A mis treinta y cinco años, era la primera vez que sentía una molestia en el estómago. Lo curioso era que mi mujer se había asustado mucho más que yo. Me gruñía una y otra vez que no debía perder el tiempo, que fuera a hacerme una revisión lo antes posible, «cuanto antes, mejor». No es que yo dejara de estar asustado, con el trabajo en la oficina —en los últimos días se habían superado todas las previsiones—, ¡de dónde iba a sacar tiempo y ganas para visitar médicos! La verdad es que hay que contar con otra cosa, yo tiendo a dejarlo todo para otro día, soy así por naturaleza. De todas formas iría a la primera de cambio. Me había decidido por un especialista que me había recomendado con entusiasmo un colega. No por nada, sino por quitarme ese peso de encima. Algo de tipo nervioso, casi seguro. Mucho trabajo en el despacho, mucha tensión, demasiados cafés, demasiados cigarrillos.

—¡Cruce a la vista! —avisó el mánager con la misma expresión con la que hubiese dicho «¡Arriba las manos!».

—¡Qué va! —dije—. ¿Ya hemos llegado al cruce?

—¡Claro! ¿En qué estarás pensando? ¡Con los 110 que nos estamos metiendo entre pecho y espalda no hay distancias que valgan! En diez minutos estamos en el cruce con la Nacional 40. Entonces dejamos la 37 y entramos en la 40, en un santiamén nos ponemos en el puerto ¡y al ferry!

—Estupendo. De momento, todo está saliendo a pedir de boca.

Para qué habría dicho nada el mánager. Conforme nos acercábamos al cruce, la circulación se hacía más densa. Y había que conducir con sumo cuidado.

—¿Y esa cicatriz debajo de la oreja? —le pregunté al otro—. Es la primera vez que la veo. No me había fijado hasta ahora.

—Ah, una vieja historia —dijo sin dejar de mascar el chicle que le había dado el mánager—. Estreptococos.

—¿Sí?

—De chaval, a los dieciséis años, tuve una infección de estreptococos. Fíjese, hace ya de eso quince años. Me dio fuerte aquí, en el oído derecho, en la raíz. Se me inflamó muchísimo. Me operaron, me hicieron una incisión bastante profunda para limpiarlo y que saliera el pus. Y de la operación, me quedó esta cicatriz.

—No se nota mucho. Hombre, si uno se fija... se nota. De todas formas te lo puedes quitar con rayos. Es muy sencillo.

—Ya lo he pensado.

—¿Y por qué no te decides? ¿Te da miedo?

Se echó a reír.

—Cuesta decidirse, lo intentaré, ahora que lo dice. Sí, cuando volvamos de la capital, me lo pensaré.

Tuvimos un imprevisto en el cruce. Un autobús que chocó con un camión, o con otro autobús, no viene al caso; tampoco entonces nos importó gran cosa. Lo que sí nos parecía serio era el atasco con el que nos habíamos topado, un verdadero caos, cientos de coches detenidos sin poder avanzar.

—Buena la hemos hecho —suspiró el mánager mientras frenaba—. Como el tráfico vaya así de lento, lo tenemos claro. Y no hay vuelta de hoja, el ferry no va a salir más tarde por nuestra cara bonita. A las once y diez, sale a las once y diez pase lo que pase.

Salí del coche y me dirigí hacia el campo.

—Vuelvo enseguida —les avisé—. En dos minutos estoy listo.

—¡Detrás de aquel seto! —me gritó el mánager—. Desde allí no te ven ni con anteojos. ¿Por qué me miras así?

—Es que no voy a lo que tú piensas —le respondí.

Me dirigí hacia un macizo de flores silvestres que había visto. En un momento hice un ramo magnífico. Unas florecillas encantadoras cuyo nombre ignoraba por completo.

Con mucho cuidado coloqué mi ramo entre la bandeja y el parabrisas. Y no lo hice yo solo, el otro se apresuró a ayudarme. El mánager nos lanzaba miradas intermitentes cargadas de ese soterrado sarcasmo suyo.

—Se me ha pegado el chicle en una muela —dijo el otro—. Tengo una muela picada desde hace tiempo, aquí, a la derecha, la penúltima por arriba. Cuando me entra comida o agua, sobre todo si está fría, y no digamos ya del frigorífico, me entra un dolor que veo las estrellas.

—¿Y qué haces que no vas a que te la empasten? Lo más seguro es que necesites una funda. Toma, no es un consuelo, pero toma esta flor, por haberme ayudado a colocar el ramo. Póntela en la solapa.

Le entusiasmó, cualquiera diría que le hubiese regalado un tesoro. Se puso la flor —una de color violeta— en el ojal de la solapa y se miró en el parabrisas para ver cómo le quedaba.

—Queda muy bien —dijo orgulloso—. Un perfecto dandy, el mismísimo aspecto de un dandy, con la flor en el ojal.

Por suerte el atasco duró poco. El mánager empezó a adelantar y no tardamos en recuperar los 110 por hora.

—¡Por fin he logrado despegarme el chicle! —nos informó.

Echó hacia atrás la cabeza, entornó los párpados y estiró la pierna derecha. Inmediatamente después la recogió y estiró la izquierda. Y yo, por mi parte, seguía mirando hacia afuera, como de costumbre, disfrutando del paisaje, desde luego, pero controlando cualquier movimiento suyo por imperceptible que fuera. «Si se le ocurre hacer un movimiento sospechoso, en el bolsillo izquierdo le espera mi pistola».

Dos círculos pequeños. Uno al lado del otro. El de la derecha, un poco mayor. Unos círculos no precisamente perfectos, sino más bien irregulares, casi elípticos.

Se aflojó el nudo de la corbata, que le estaba molestando desde hacía tiempo. Lo llevaba muy apretado. Pensó luego en agacharse para atarse los cordones; se acababa de dar cuenta de que se le habían desatado y se arrastraban como lombrices. Pero no se agachó. Hizo otra cosa. Cogió el dibujo que había hecho y, acercándolo y alejándolo con la mano, lo examinó con mucho interés. ¡Había quedado muy bien! Con dos trazos nerviosos, a lápiz, había conseguido justo lo que quería. Dos círculos pequeños. Uno al lado del otro. El de la derecha, un poco mayor. Unos círculos no precisamente perfectos, sino más bien irregulares, casi elípticos.

Dejó el papel —no tenía otra cosa a mano y había cogido el papel del interior de la cajetilla— junto al cenicero. Uno de esos baratos de aluminio, lleno de bollos; de propaganda, puede que de una compañía aérea, no se había fijado bien. Cuando, diez minutos antes, había hecho su aparición en el Café Sport, no se había dirigido a ninguna de las muchas mesas que había libres al lado de la entrada. Fue directamente a sentarse al fondo del salón.

Excepto dos o tres, todas las mesas estaban allí vacías. Eligió una cerca de la pared, adosada a un enorme espejo rectangular de marco dorado —dorado, negruzco, deteriorado— sobre el que dos angelotes antipáticos se miraban cara a cara. De un gusto pésimo. Y gordos, como si estuvieran sometidos a una dieta de sobrealimentación con aditivo de b12. Cada uno tocaba su trompeta. Música celestial, sin lugar a dudas. Se sentó de espaldas al espejo. La idea de tenerlos delante de sus narices le producía náuseas.

El sitio que había elegido tenía otro inconveniente: estaba al lado del servicio. Y a pesar del aviso escrito en una cartulina rosa y clavado con unas chinchetas en la madera de la puerta:

DESPUÉS DE USAR EL EXCUSADO

NO OLVIDEN CERRAR LA PUERTA

La Dirección

la maldita puerta se quedaba siempre abierta o entornada. Y olía, aunque no mucho. Pero olía.

Por un momento pensó en cambiar de sitio, pero le dio pereza moverse. Además, no iba a estar mucho tiempo en el Café Sport. Las seis y once, marcaba el reloj del establecimiento, un reloj de pared, con péndulo, una antigualla con la esfera llena de polvo y unas señales muy curiosas, quizás cagadas de mosca. Las seis y trece, marcaba el suyo. A las siete se habían citado en Correos, nada más entrar, delante de la ventanilla de «Certificados para el Extranjero».

Correos quedaba a unos cinco minutos del Café Sport. Saldría un poco antes para llegar a la cita el primero. No quería inquietarla, retrasarse y que lo tuviese que esperar taconeando sobre las losetas del vestíbulo o mordiéndose las uñas, sola, en medio de desconocidos que a esa hora de la tarde no hacen sino molestar. Porque Correos, como tantos otros sitios, está lleno de individuos que, además de incordiar a las mujeres que no van acompañadas, se pegan a sus faldas.

—Un coñac. Doble. Y un lápiz negro —le pidió a un camarero que lo abordó cuando aún no se había sentado.

El camarero, sin mostrar el mínimo gesto de perplejidad, muy serio, eso sí, lo miró de reojo y repitió:

—Un lápiz. Y negro.

De aquella cara avinagrada se podría haber esperado un «no servimos lápices, señor», pero no dijo tal cosa. Buscó y rebuscó por sus bolsillos y al final sacó un lápiz negro con el extremo medio comido, lleno de mordiscos.

—¡Hombre, no ponga usted esa cara! —terció el camarero—. Se comporta. Y si le echa usted saliva, mejor que mejor.

Tenía una pluma en el bolsillo derecho de la chaqueta, pero no quería dibujar con tinta. La tinta es anodina. No tiene expresión. ¿Cómo iba a pintar con una pluma lo que quería pintar, dos círculos pequeños y nerviosos? El lápiz, por el contrario, es cálido, tiene alma.

El camarero tomó nota y se marchó; dijo que enseguida le traería el coñac. ¡En-se-gui-da!

Echó una ojeada alrededor del salón. Vio a algunos camareros dispersos. Alguien dio una palmada. Desde el fondo del salón, a la derecha, se escuchó un «¡Marchando!» o algo parecido.

Estaba muy contento porque el dibujo le había salido a la primera. Como cuando era un niño y dibujaba barcos y pájaros y árboles con los lápices de colores. No, desde luego que ya no era un niño. Tampoco su dibujo era un barco ni un pájaro ni un árbol.

El camarero, su camarero, apareció por fin en la otra punta del salón. Observó la parsimonia con la que se acercaba, con la bandeja llena de cafés, bebidas y platos.

Instintivamente cogió el cenicero, aquella baratija de aluminio, y lo colocó sobre el dibujo, para ocultarlo. Al instante cambió de opinión, retiró el cenicero y descubrió el dibujo. Aunque el camarero o cualquier otra persona le echara una ojeada o incluso se fijase en él con detenimiento, le resultaría imposible adivinar, sospechar lo que significaban aquellos dos círculos pequeños.

El primer sorbo de coñac le recordó el sabor del beso que ella le había dado un poco antes, en su cuarto.

La esperaba a las tres y a las tres llegó. Y sin que apenas hubiese tenido tiempo de cerrar la puerta, la estrechó entre sus brazos, la ahogó entre sus abrazos y sus besos.

—Me sabe raro —le dijo—. Un sabor muy extraño, es la primera vez que te lo noto.

—¿Sí? —preguntó sorprendida—. Dime, cariño, ¿y a qué sabe esta novedad?

—Pues... muy picante.

Y la besó de nuevo. Ella se escurrió y se dirigió hacia el espejo para arreglarse el pelo.

—Te hago saber que vengo directamente del dentista. Fui a hacerme un empaste. Así que el sabor al que te refieres y que encuentras tan picante, cariño, es la anestesia.

Aquello cortó su excitación por un instante, pero no tardó en recuperarse. Y cuando, al cabo de medio minuto, cayeron en la cama y se desnudaron y lucharon el uno con el otro y rodaron de la cama al suelo, el contacto con la frialdad de las losetas no solo no interrumpió su pasión, sino que...

No lo vio cuando pasó rozando por su mesa. Pero lo sintió. Y sobre todo sintió el dolor. Pues conforme avanzaba por el pasillo, aquel cliente desconocido del Café Sport le había pisado el pie que tenía extendido, el derecho.

—Oiga, que me ha pisado usted —protestó.

El otro, azorado, se paró en seco y lo miró.

—¿Yo? —respondió con un gesto de culpa.

—Sí, usted. Y me ha pisado en el derecho, justo en el que tengo...

—Perdóneme —le interrumpió—, es que soy miope, tengo tres dioptrías, eso si no me ha subido en los últimos tiempos a cuatro o cinco, que puede que sí.

—Bueno, si es usted miope... —terció, dispuesto a poner fin a la conversación, ante el temor de que se tratase de uno de esos charlatanes de los cafés que buscan a la de tres cualquier excusa para pegar la hebra durante horas.

—¿Puedo apagar el cigarro en su cenicero?

Lo miró de reojo.

—Puede apagarlo.

Al rato volvió a coger el dibujo, lo alejó cuanto le permitía el brazo y lo observó detenidamente. Luego se lo acercó y le dio un mordisco. Mordió un círculo. El más pequeño. El izquierdo.

El papelillo estaba impregnado de un fuerte olor a tabaco. Sacó su pañuelo y escupió.

Un deseo irresistible lo empujaba con vehemencia a repetir lo que había sucedido un poco antes, en su habitación, cuando los dos luchaban sobre unas losetas que no tardaron en arder y, justo en el instante en que la tenía debajo, se inclinó y le mordió un pecho. El más pequeño. El derecho.

Poco a poco se fueron ocupando las mesas que tenía alrededor. Hacía mucho calor en aquel rincón. Muchas conversaciones, muchos cigarros, mucha gente.

En la mesa que se encontraba bajo el reloj —la antigualla con péndulo— tres jóvenes —uno de ellos, un petimetre con perilla— mantenían una conversación muy seria sobre La belleza de la noche, una película que desde el lunes anterior se proyectaba a la vez en cinco cines del centro y sobre la que se habían publicado, y se seguían publicando, en la prensa muchas críticas, a favor y en contra, a causa de su atrevidísimo —¿atrevidísimo?— tema. Un escándalo.

A la derecha, en la mesa contigua, dos representantes comerciales de mediana edad hablaban a gritos, gesticulando mucho, sobre el precio de la manteca, que en los últimos días había bajado un poco. O subido, no pudo enterarse bien. En unos cuadernos emborronados de garabatos y llenos —elemental— de grasa, escribían, borraban, anotaban una cifra tras otra y, entre cifra y cifra, café va, cigarro viene. Se fijó en las manos de uno de los tipos, dedos muy gordos, llenos de bultos que daban la impresión de oler a manteca.

Algunas mesas estaban ocupadas por un solo individuo. Los solitarios. Uno con su café, otro con su refresco, otro con su silencio.

En la mesa del rincón dos viejos, con pinta de militares retirados, miraban sin parar las fotografías que uno de ellos sacaba de su cartera —una de esas de piel con iniciales de presunta plata— y que luego pasaba al otro.

«Seguro que son cochinadas, desnudos, orgías desenfrenadas y cosas por el estilo».

Y veinticinco, por su reloj. Se iría enseguida, a las siete se encontraría con ella en Correos. No hacía ni una hora que se habían separado y a él se le antojaban meses. Ardía en deseos de volver a verla.

Se conocían desde hacía dos meses, pero era la primera vez que ella había ido al cuarto que tenía por toda vivienda. La primera vez que habían hecho el amor. La primera vez que la había atenazado entre sus brazos y sus piernas. La primera vez que había gozado de su pecho. La primera vez que se lo había mordido.

El camarero volvió a pasar rozando su mesa. No, ya no le inquietaba que el dibujo estuviese junto al cenicero, a la vista del primero que pasara por allí. ¿A santo de qué inquietarse? ¿Quién hubiera podido adivinar que aquellos dos círculos pequeños eran sus pechos?

Se miró en el espejo y se arregló la corbata. Vio los dos angelotes, a pesar del esfuerzo que puso en no fijarse en ellos. O quizás por eso mismo. Observó algo más en el espejo: la marca que tenía debajo de la oreja derecha.

Le faltaba aún un curso para finalizar sus estudios en el instituto. Acababa de cumplir dieciséis años. ¡Ya habían pasado quince, uno detrás de otro! El estreptococo le atacó en la raíz del oído, una inflamación de armas tomar. Le hicieron una incisión y salió el pus, pero quedó la marca. Le habían aconsejado que se la quitara con rayos. Él dijo que sí; pensó en dejarlo para más adelante y luego lo olvidó.

Sacó el monedero a ver si tenía suelto para pagar el coñac o si, por el contrario, tenía que sacar un billete. Menudos son los camareros cuando se les da un billete, nunca tienen cambio, al menos eso es lo que dicen. Por suerte encontró unas monedas. El camarero, que estaba en el otro extremo del salón, llegó a la carrera como si tuviese patines.

Por el olor a retrete que le golpeó en la cara comprendió que otro individuo había salido dejando la puerta abierta. Se volvió y lo miró indignado. Un tipo alto, de unos cuarenta años, una cara anodina. Iba a hacerle una advertencia: «A ver si sabemos comportarnos, no son modos dejar de par en par la puerta del servicio, ¿es que hace lo mismo en su casa?, ¿es que los que estamos tan tranquilos en un café tenemos que aguantar los olores de los demás?». Sin embargo, no dijo nada. ¿A qué enzarzarse con un desconocido ahora que estaba a punto de marcharse?

Cuando el tipo alto se dirigía por el pasillo hacia la salida, le pisó el pie derecho, justo cuando estaba contando las monedas para dejarlas en el platillo. Ya vamos por el segundo, y esta vez no, esta vez sí que no.

—Me ha pisado usted, caballero.

—¿Yo?

—Sí, usted, y me ha pisado en el pie derecho, ¡justo en el que tengo un callo!

—¡No me fastidie! —contestó con sarcasmo—. Pues yo creí que era el izquierdo.

Y se marchó, sin esperar respuesta.

—Las siete menos veintiocho —murmuró para sí—, hora de irme.

Observó que una moneda rodaba hacia una pata de la mesa —¿era suya?, ¿no era suya?— y se agachó para cogerla.

«Pero, bueno, ¿otra vez los cordones? Me los tengo que atar, no vaya a ser que tropiece».

Hizo ademán de agacharse, pero no le dio tiempo a hacerlo del todo. Cuando uno de los representantes de manteca, el que tenía los dedos gordos llenos de bultos, se dirigía al servicio —o al menos así lo parecía—, se acercó a su mesa, se inclinó, sacó un carnet de identidad amarillo, cubierto con un plástico, y suave, muy suavemente, casi con ternura, le susurró:

—Del Servicio Especial.

—No comprendo...

—Deje el dinero del coñac y acompáñenos. Le recuerdo que era doble, el coñac.

—Me quejaré ante sus superiores.

Se incorporó y juntos enfilaron el pasillo.

—Muchos humos —siguió el agente, como si continuara una conversación interrumpida—. Este sitio, digo, que está lleno de humo. Atmósfera antihigiénica.

Tan normal, tan discreto fue todo que ningún cliente del Café Sport llegó a percatarse de lo sucedido.

A dos metros de la salida se tropezó con los cordones.

—¿Puedo atarme los cordones? —preguntó.

El agente se quedó callado. La mirada que le dirigió no admitía respuestas.

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nalmente todos los que fueron detenidos como sospechosos en el ”caso del Papel Higiénico”, los cuatro, han confesado su manifiesta culpabilidad. Un nuevo éxito del Servicio Especial.

No obstante, tengo que hacer una aclaración: Anteayer por la mañana, cuando, tras su inmediata detención los cuatro sospechosos eran conducidos por nuestros agentes a mi despacho con el fin de ser sometidos a un interrogatorio por mi parte, uno de los cuatro, sin que yo le hubiera formulado todavía la primera pregunta y a pesar de la estricta vigilancia de la policía, se sacó súbitamente del bolsillo una minúscula cápsula de cianuro, la rompió con los dientes y punto final, no considero necesario señalar detalles de la muerte en cuestión, que fue cosa de segundos, etc. Inmediatamente puse en conocimiento de mis superiores lo sucedido.

He escrito más arriba ”Y finalmente todos los que fueron detenidos como sospechosos en el “caso del Papel Higiénico”, los cuatro, han confesado su manifiesta culpabilidad” pues incluyo también al cuarto sospechoso, a pesar de que no tuve la oportunidad de dirigirle ni ni siquiera una pregunta ni de recibir en consecuencia respuesta por su parte. Ahora bien, ¿qué significa su suicidio? ¿No constituye la confesión más evidente de su culpabilidad?

Se detuvo y leyó el texto desde el principio de la página dos, que acababa de pasar a máquina. Estaba bien. Excepto un «ni» que había escrito dos veces seguidas. Tecleó tres equis mayúsculas para borrar uno, y continuó.

Considero oportuno dar a conocer en primer lugar y de una forma concisa, pero documentada, los hechos del ”caso del Papel Higiénico” para después continuar el informe detalladamente.

Anteayer por la mañana, 14 de septiembre, nada más llegar el tren-correo de las 11.05, los empleados de la estación procedieron a descargar las distintas mercancías.

En el momento en que trasladaban tres cajas de madera con la etiqueta de “Papel Higiénico”, a un empleado se le resbaló de las manos una de las cajas que, al caer desde una considerable altura sobre el cemento del suelo, con la violencia del golpe se reventó y se desparramaron centenares de octavillas con proclamas en contra del Régimen.

Los agentes del Servicio Especial que llevaban a cabo la vigilancia de rigor por estación y alrededores no perdieron el tiempo, resultando que fueron detenidos de inmediato cuatro sospechosos.

Abrieron las dos cajas restantes y pudieron confirmar que en ninguna de las tres se encontraba un solo rollo de papel higiénico, sino solo octavillas, en to-

Cambió la página.

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tal 4.310, con la misma proclama contra el Régimen.

Revisó lo que llevaba escrito hasta ese momento. Nada que corregir o borrar. La «a», sin embargo, no salía limpia, y le molestaba, porque la «a» es una de las letras más frecuentes. Eso lo sabía desde que era pequeño, cuando, con una pasión verdaderamente obsesiva, resolvía los acertijos de todos los periódicos que solía devorar. Quién le iba a decir que, andando el tiempo, nada más licenciarse en la Facultad de Derecho, llegaría a ser nombrado inspector, y nada menos que del Servicio Especial. Primero, tal como exige el Reglamento, en calidad de interino; poco después, gracias a sus dotes excepcionales y al celo demostrado, como funcionario. Entonces sí tuvo que resolver acertijos, los del entramado de secretos en la lucha por la defensa del Régimen, competencia exclusiva del Servicio Especial.

Con la ayuda de un pincel y sumo cuidado limpió la «a» y la «A», para que no salieran borrosas. Cuando tenía que escribir un informe no muy largo, acostumbraba a pasarlo él mismo a máquina. Ahora se disponía a perfeccionar el método de escribir sin mirar las teclas.

Los cuatro sospechosos fueron inmediatamente conducidos a las dependencias del Servicio Especial y, recibiendo órdenes de la Superioridad, yo mismo fui el encargado de instruir el caso. Concretando, el resultado de mis interrogatorios es como sigue: los sospechosos han confesado su culpa, de manera

Echó una ojeada. La «a» salía bien, clara y limpia. Pero cuando quiso proseguir, comprobó que no podía: sintió aquella extraña punzada en el estómago, como si le hundieran un dedo a presión. La sentía desde hacía varios días, exactamente desde el miércoles anterior.

Era la primera vez en treinta y cinco años que sentía molestias en el estómago. Siempre había creído tener un estómago de hierro, incluso se sentía orgulloso de él, pero desde el miércoles anterior aquella punzada no lo había dejado tranquilo un solo instante. Era cuestión de segundos, luego desaparecía. ¿A qué sería debido? Nervios. Lo más probable, pensaba, era que se tratase de una de esas alteraciones, como se suele decir, de tipo nervioso. En la oficina trabajaban a destajo, un interrogatorio tras otro, sobre todo en estos tiempos que corren, ¡aunque cuándo no! Los interrogatorios le obligaban a permanecer en el Servicio Especial hasta muy entrada la noche o incluso a abandonarlo cuando ya había amanecido, tras pasar una noche en vela con el interrogado, y apenas si le quedaba tiempo para lavarse, cambiarse y volver a la oficina. Y encima no paraba de tomar café y de fumar.

Su mujer se lo había tomado más en serio. No se cansaba de repetirle que fuese a hacerse una revisión, que no descuidara la salud y otras cosas por el estilo. Sí, seguro que iría, solo hacía falta tener tiempo y ganas. Sobre todo, ganas.

En cuanto desapareció la punzada, se incorporó y dio unos pasos por el despacho. Para desentumecerse.

Se dirigió hacia la ventana. ¿A santo de qué mantenerla cerrada? El calor de aquel mes de septiembre no era desde luego muy normal. Abrió las dos hojas de par en par, se giró al momento y volvió a su mesa. ¿Aspirinas? Sí, en el tercer cajón de la izquierda, ahora no podía soportar aquel dolor de cabeza que le había estado torturando toda la tarde.

En el vaso de agua que había llenado tras el último café —¿ya van quince o dieciséis?— quedaba aún la mitad. Con el vaso y la aspirina en la mano volvió a la ventana.

La fachada principal del Servicio Especial daba a la Plaza del Teatro, cuajada de luces de muchos, de muchísimos colores. Observó algunos anuncios luminosos que cambiaban de color de forma intermitente, observó el bullicio de la plaza y de las cuatro avenidas que partían de ella, como una mano de cuatro dedos. Cogió la aspirina y, en el instante en que la depositaba en la boca, pensó en el sospechoso del cianuro. Había hecho un gesto similar.

«¡Pero vaya con la aspirina que se fue a tomar! Buena nos la ha hecho nuestro amigo, ¡menuda jugarreta! ¡Se nos ha ido de las manos, de rondón!».

No podía seguir en la ventana. El jefe quería que le llevara el informe del «caso del Papel Higiénico» antes de las once. Y eran ya las diez y veinte.

Cogió uno de los muchos cigarrillos que tenía desparramados por encima de la mesa, pero en el acto cambió de opinión. Ya tendría tiempo de fumárselo después.

que una más de las organizaciones que actúan contra el Régimen ha sido desarticulada y disuelta de raíz. El Servicio Especial

—¿Me escuchas? —se oyó la voz del jefe por la línea interior.

—Sí, ya estoy acabando el informe del «caso del Papel Higiénico», lo tendrá enseguida.