El fragmento ámbar 3: El advenimiento de la Diosa - Vicent Rosselló - E-Book

El fragmento ámbar 3: El advenimiento de la Diosa E-Book

Vicent Rosselló

0,0

Beschreibung

«¿Y si el Fragmento Ámbar estaba destinado a permanecer oculto para siempre? ¿Y si esa clase de poder no debería ser nunca blandido por un humano?». La promesa de un poder divino es capaz de corromper hasta el alma más pura, como una semilla infectada que extiende sus raíces hasta los recovecos más profundos del espíritu, fragmentando así la propia esencia humana hasta reducirla a un abismo de negrura y dolor. En Aeldra, una tierra al borde del colapso debido a las ambiciones de conquista de los reyes que la gobiernan, la búsqueda de antiguos secretos enterrados bajo el pesado manto del tiempo puede dar un vuelco total a la delicada situación entre las naciones aeldranas. Virgile, un mercenario con un pasado sombrío y lleno de cicatrices, luchará por regresar a la senda de la luz en un mundo que se aboca a la guerra y la catástrofe. Entre tanta oscuridad, la esperanza brilla como un pálido faro, alimentada únicamente por la pureza que todavía anida en algunos corazones.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 1139

Veröffentlichungsjahr: 2025

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Publicado por:

www.novacasaeditorial.com

[email protected]

© 2024, Vicent Rosselló

© 2025, de esta edición: Nova Casa Editorial

Editor

Joan Adell i Lavé

Corrección

Rocío García

Dibujo de portada

Francisco García, Raijin Creatives

Maquetación

Aylin Romero

Primera edición en formato electrónico: Abril 2025

ISBN: 978-84-1127-429-6

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún

Vicent Rosselló

EL FRAGMENTO

ÁMBAR

TOMO III: El Advenimiento de la Diosa

AGRADECIMIENTOS

PRÓLOGO

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

CAPÍTULO 13

CAPÍTULO 14

CAPÍTULO 15

CAPÍTULO 16

CAPÍTULO 17

CAPÍTULO 18

CAPÍTULO 19

CAPÍTULO 20

CAPÍTULO 21

CAPÍTULO 22

CAPÍTULO 23

CAPÍTULO 24

CAPÍTULO 25

CAPÍTULO 26

CAPÍTULO 27

CAPÍTULO 28

CAPÍTULO 29

CAPÍTULO 30

CAPÍTULO 31

CAPÍTULO 32

CAPÍTULO 33

CAPÍTULO 34

CAPÍTULO 35

CAPÍTULO 36

CAPÍTULO 37

CAPÍTULO 38

CAPÍTULO 39

CAPÍTULO 40

CAPÍTULO 41

CAPÍTULO 42

CAPÍTULO 43

CAPÍTULO 44

CAPÍTULO 45

CAPÍTULO 46

CAPÍTULO 47

CAPÍTULO 48

CAPÍTULO 49

CAPÍTULO 50

CAPÍTULO 51

CAPÍTULO 52

CAPÍTULO 53

CAPÍTULO 54

CAPÍTULO 55

CAPÍTULO 56

CAPÍTULO 57

CAPÍTULO 58

CAPÍTULO 59

CAPÍTULO 60

CAPÍTULO 61

CAPÍTULO 62

EPÍLOGO PRIMERO

EPÍLOGO SEGUNDO

AGRADECIMIENTOS

Detente. No es una orden, es una petición. Un ruego.

Déjame empezar diciendo, querido lector, que soy muy consciente de las ganas que tienes de pasar estas malditas páginas de preámbulos y zambullirte, por fin, en esta tan esperada culminación de la trilogía El Fragmento Ámbar. Tanto si eres de mis lectores más veteranos —sé los años que lleváis esperando, y también sé que jamás os podré agradecer lo suficiente vuestra paciencia—, como si te acabas de unir a esta aventura, estoy seguro de que te mueres por embarcarte en la emocionante traca final que este libro promete. Pero antes…

Antes de permitirte continuar, te voy a pedir que me dediques un poquito de tu tiempo; total, si has esperado hasta ahora, ¿qué son unos minutos más? El motivo de esta pequeña pausa antes de arrancar es que necesito que entiendas de qué manera el proceso de terminar esta trilogía ha marcado un punto de inflexión en mi vida, un antes y un después, la finalización de un proceso que ha durado una década y casi la mitad de otra, y siento que es un buen momento para que me abra a ti, mi compañero de viaje, y te haga partícipe de todo esto. Necesito que entiendas de verdad lo que significa el hecho de que estés sosteniendo este libro, así que allá voy. Agárrate a la silla, cama o sofá. La cosa se va a poner… intensa.

En primer lugar, quiero decir que no era mi plan terminar esta trilogía cuando lo he hecho. La verdad es que no quería haber tardado tanto en publicar este tercer y último libro de la saga, pero a veces la vida tiene planes para nosotros que no nos podemos llegar ni a imaginar. En 2021, un año después de haber publicado la segunda parte de la trilogía y cuando el proceso de escritura del tercero ya había comenzado e iba viento en popa, fallecieron de forma inesperada dos personas muy queridas para mí con solo un mes de diferencia: mi abuela Margalida y mi tía Espe. Su pérdida supuso un mazazo emocional tanto para mí como para toda mi familia; hasta el punto de que, ahora, tres años después, todavía se me llenan los ojos de lágrimas al recordarlo. Estas dos partidas, tan dolorosas como inesperadas, me aventuraron en un camino oscuro y lleno de fantasmas y demonios, que fueron cobrando fuerza a causa de otros problemas de autoestima relacionados con mi físico que me hundieron en un pozo de lo que —creo— llegó a ser una depresión. Como comprenderéis, en esa situación, la creatividad y las ganas de escribir brillaban por su ausencia, y el desarrollo de este libro quedó bloqueado por completo hasta el punto de plantearme si realmente quería continuar mi carrera como escritor.

Tardé un tiempo en recorrer esa senda que el destino había deparado para mí, pero, por suerte, al final pude salir de ella y volver a la luz. Encontré una doctora maravillosa y un nutricionista fantástico —gracias, Rosa y Omar, no sabéis cuánto me habéis ayudado— con cuya guía y apoyo conseguí volver a sentirme bien conmigo mismo. Y por ellos, por ir al psicólogo y al apoyo de mi familia y de mi maravillosa pareja, Alba, que siempre encuentra formas para superarse a sí misma incluso cuando eso parece imposible, pude volver a sentirme bien conmigo mismo y la fuerza de los demonios que habitaban en mi interior fue menguando. Los motores creativos volvieron a arrancar y este libro, que durante tanto tiempo estuvo hibernando, salió por fin de la cueva y volvió de nuevo a crecer y evolucionar hasta el día de hoy, en el que por fin lo puedes sostener entre tus manos.

Siento si, con tanta intensidad, se te están pasando las ganas de leer sobre magia y fantasía, pero necesitaba compartir todo esto contigo para que entiendas, cuando leas este libro, lo que ha supuesto para mí su creación. Este tercer libro es algo más que tinta sobre papel. Está escrito con lágrimas, con oscuridad, con corazón, con dolor y con pasión; pero, sobre todo, con ganas de vivir, de ser feliz, de cumplir mis sueños y convertirme en la mejor versión posible de mí mismo. Sin ti, lector, nada de esto sería posible, así que, por eso, tienes mi gratitud infinita.

Aprovecho que todavía tengo secuestrada tu atención para hacer una proclama, si me lo permites (como si pudieras negarte…). Si algo he interiorizado a lo largo de este largo y duro proceso es que la humanidad lleva milenios preocupándose por la salud física, por encontrar cura a las enfermedades y alivio a los males que nos afectan cada día, pero hace muy poco que estamos empezando a prestar atención de verdad a una salud tan o más importante: la mental. Por ello, desde aquí, desde el pequeño altavoz que ser escritor me proporciona, quiero reivindicar la importancia que eso tiene. Que no te dé miedo decir que no estás bien, que no te dé miedo intentar salir del pozo. No importa cuán oscura sea la senda ni lo poco que puedas ver, tienes que saber que hay personas junto a ti dispuestas a darte la mano y caminar contigo hasta salir. Aunque no puedas ver más allá de tu propio dolor, solo tienes que extender los dedos y los sentirás, andando a tu lado, listos para ayudarte y apoyarte.

Ya termino, lo prometo.

Nada más me queda que agradecer de nuevo a las personas sin las que tanto este libro y esta saga no existirían.

Gracias a mis padres, Toni y Nieves, y a mi hermana Neus, por haberme hecho la persona que soy. Gracias a Alba, mi pareja, compañera, confidente y mi persona favorita en el universo. Gracias a Cris, mi fan número uno y mi mejor amiga, una de las personas que más ha esperado este libro en el mundo. Gracias, como siempre, a mi primo Joan, por haberme animado a escribir desde que era un niño y haberme hecho creer en mi talento. Gracias a Joan Adell, de Nova Casa, y a todo el equipo de la editorial por haber apostado por mí y haberme ayudado a crecer. Gracias a Rocío, que ha corregido este libro dándome unos consejos maravillosos. Gracias a Paco García por haber puesto su arte al servicio de esta saga, me honra que tus dibujos ilustren mis portadas.

Y sobre todo…

Gracias a mí mismo. Gracias, Vicent, gracias por no rendirte. Gracias por esforzarte. Lo hemos conseguido.

Aunque os quiero mucho a todos —a los que he nombrado y a los que no, que sois muchísimos—, este libro se lo dedico a esas dos personas que sé que me miran desde arriba sin nada más que orgullo y amor.

Va per vosaltres, güela i tia. Us estim per sempre. Gràcies per tot.

PRÓLOGO

—Hábleme de la guerra, abuelo.

El anciano dio un respingo al despertar del ligero sueño en el que había terminado por caer. La hoguera que los separaba ardía con vigor, con sus llamas danzantes ofreciendo un agradable y reconfortante calor. El viento seco y frío que agitaba las llanuras desérticas había menguado, como si ofreciera una breve tregua a aquellos que sufrían su envite. La sempiterna penumbra lo cubría todo, haciendo imposible saber si se encontraban en el día o en la noche.

—¿Cuál de todas? —masculló el hombre en respuesta mientras sus ojos invidentes buscaban a su interlocutor en la oscuridad de su mirada velada—. No ha habido pocas en nuestra historia… Las guerras aeldranas, la Extinción del Fuego…

—«Aquella» guerra —enfatizó el joven que se sentaba al otro lado de la hoguera—. La guerra final. La guerra del Fragmento Ámbar.

El anciano soltó una risotada.

—La guerra del Fragmento Ámbar… vaya nombre tan estúpido.

—¿Por qué dice eso, abuelo?

—¿Cuántas veces tengo que decirte que dejes de llamarme abuelo? —protestó el ciego, aunque continuó hablando de todas formas—. Es un nombre estúpido porque el Fragmento Ámbar no tomó parte en aquella guerra. La llaman así porque ocurrió justo antes del Advenimiento, pero la Lágrima de la Diosa no afectó al transcurso de los acontecimientos hasta llegado el final.

—La gente dice que los reyes se enfrentaron para conseguirlo.

—La gente no tiene ni idea de lo que habla, muchacho, no son más que una panda de imbéciles crédulos —rezongó el anciano en respuesta—. La Guerra Final no tuvo nada que ver con el Fragmento Ámbar… tuvo que ver con muchas otras cosas, pero no con la gema. Yo lo sé. Yo… estuve allí.

—¿Con cuáles?

—¿Eh?

—¿Con qué cosas tuvo que ver la guerra?

Hubo unos instantes de silencio, mientras el anciano meditaba su respuesta.

—No fue una guerra como otras que ha habido, muchacho… no fue solo una guerra de unos con otros, sino que fue contra la propia naturaleza del hombre. La ambición, la sed de poder y de dominación movieron continentes y provocaron incontables muertes. El Fragmento Ámbar, por suerte, se encontraba escondido en aquella época… aunque algunos lo buscaron, claro.

—Pero hubo una reliquia que sí que influyó en la guerra… ¿No es así?

—Sí, sí, la hubo —respondió inclinándose hacia delante, con sus ojos ciegos mirando hacia un pasado lleno de sombras y recuerdos aciagos—. La hoja blanca, la espada de luz. Lâsgrimm, la Segadora de Almas. Un arma nacida de la furia y fuerza del dios del sol blanco, imbuida en su forja con el poder de la destrucción. Su hallazgo fue determinante en el transcurso de la Guerra Final, de eso no cabe ninguna duda.

—¿Y qué papel jugó usted en todo, abuelo? Siempre habla de haber estado allí, de haberlo presenciado todo, pero no me ha dicho en qué bando luchaba.

—Yo no luchaba en ningún bando, muchacho —replicó el hombre—. Mi lado siempre ha sido solitario… en él no acostumbraba a haber nadie más que yo mismo

—Pero algo tuvo que hacer.

El anciano torció el gesto, como si no deseara recorrer el camino de recuerdos hacia el que las preguntas del joven conducían.

—Yo… busqué el Fragmento Ámbar para mí mismo, chico. Eso fue lo que hice. De hecho, lo llegué a sostener entre las manos. —El silencio escéptico de su interlocutor fue todo cuanto obtuvo por respuesta—. ¿Qué? ¿No me crees? —adivinó el hombre—. Pues no lo hagas, me importa un bledo. Yo sé lo que ocurrió. Yo… sentí ese poder, aunque solo fuera durante unos segundos. El poder de moldear el mundo a mi voluntad. No es algo que se olvide con facilidad… Todavía hoy, tantos años después, sigo escuchando esas voces que aparecieron en mi cabeza en el momento en el que mis dedos rozaron la Lágrima de los Dioses. Voces que me empujan a intentar recuperarlo, a volver a hacerlo mío… pero deben ser ignoradas. No pueden volver a ser escuchadas nunca más, pues la última vez que me permití hacerlo, por poco no provoqué el fin del mundo.

»¿Sabes qué es gracioso sobre el poder, muchacho? —continuó mientras se frotaba las manos la una con la otra—. Que son aquellos que menos lo ansían los que deben terminar ejerciéndolo. Los que ven el poder como una carga, no como un privilegio o un derecho, esos son los que de verdad pueden hacer el bien una vez este llega a sus manos. No era mi caso, desde luego, ni el de los reyes que combatieron en aquella fatídica guerra. Pero ella… ella era diferente, gracias a los cielos.

Sus ojos invidentes se dirigieron hacia el lugar en el que brillaba el gigantesco orbe anaranjado y sintió la energía que irradiaba en su piel vieja y arrugada.

—Me habrás oído decir innumerables veces que El Fragmento Ámbar era una maldición, y estoy seguro de que muchos otros lo considerarán una bendición —dijo el anciano—. Pero ¿sabes?, en realidad creo que no era ni una cosa ni otra.

»El Fragmento Ámbar solo fue el catalizador de los deseos y los miedos que habitaban en el alma humana. Su llegada al mundo fue como echar aceite al fuego de la ambición que ardía en nuestros corazones, y no fue hasta que se encontró con un espíritu puro que su verdadero poder no fue liberado y su auténtico fin, cumplido.

El silencio los rodeó de nuevo. El ciego siguió frotándose las manos durante algunos minutos más tratando de hacerlas entrar en calor, pero al final terminó dándose por vencido.

Agarró su bastón y apoyándose en él se levantó.

—Vamos, muchacho. Llevamos demasiado tiempo caminando por este desierto. Ya es hora de terminar este viaje.

CAPÍTULO 1

El espeso velo de un sueño en el que no recordaba haber caído se vio de pronto desgarrado por los chillidos de los roedores que correteaban a su alrededor. Los párpados legañosos, que cubrían sus ojos como espesas cortinas, comenzaron a entreabrirse con lentitud, y la pila de maderas podridas y ruinosas sobre la que estaba recostado se tornó de pronto visible, tangible y maloliente. Lo primero que experimentó fue la fuerte sequedad que le impregnaba la boca, e instintivamente comenzó a chasquear la lengua contra el paladar en busca de algunas gotas de saliva que la humedecieran, mientras con las manos hacía gestos bruscos para espantar a las ratas que corrían cerca de él.

Se incorporó con dificultad entre quejidos y dolores en todas y cada una de las articulaciones de su cuerpo, y dio una ojeada desganada a cuanto lo rodeaba. Se encontraba en un callejón sucio y de suelo embarrado, impregnado de un desagradable hedor a podredumbre cuya fuente se antojaba incierta. Cuando sus fosas nasales se llenaron de aquella terrible pestilencia, una arcada agria le ascendió por la garganta, pero fue capaz de contenerse antes de expulsar una bocanada de vómito.

«¿Dónde te has metido, Virgile?», preguntó una voz dentro de su cabeza, tratando de hacerse oír por encima de las zumbadoras ráfagas de dolor que lo azotaban como un látigo. Los dedos de las manos se dirigieron hacia sus sienes y comenzaron a frotarlas con vigor, tratando de calmar el punzante malestar que lo castigaba sin tregua. Al cabo de unos instantes, con ayuda de pies y manos, se consiguió levantar y comenzó a tambalearse hacia la salida del callejón que se encontraba a menos de una decena de pasos del lugar en el que había despertado.

Mientras los pies de Virgile se arrastraban para recorrer aquella corta distancia, los recuerdos de la noche anterior comenzaron a regresar de forma lenta y pesada a él, emergiendo de entre la espesa bruma que nublaba su entendimiento. Un reflujo amargo retornó a su boca desde las profundidades de sus vísceras y, enseguida, se materializó ante sus ojos la imagen de las jarras de cerveza que había ido vaciando hasta perder la consciencia. Virgile se detuvo, se acercó a la nariz una manga de la camisa de lino que vestía y la olisqueó con insistencia tratando de percibir algún olor por encima de la fetidez que lo rodeaba; hasta que, al cabo de unos segundos, consiguió distinguir un aroma dulzón y afrutado que impregnaba la tela. Al instante, le volvió a los labios el sabor de besos húmedos del color de la sangre, y en las yemas de los dedos notó de nuevo el tacto, suave como el terciopelo, de una piel acaramelada.

El ceño se le frunció mientras trataba de esclarecer el turbio amasijo de recuerdos que embotaba sus pensamientos.

«¿Con quién estuve anoche? ¿Es que… triunfé?», se cuestionó dubitativo.

Sin embargo, por mucho que lo intentó, no fue capaz de conseguir sacar nada en claro más allá de imágenes fugaces sin orden ni conexión, por lo que desistió y se concentró de nuevo en el lugar en el que había aparecido. Virgile llegó hasta el final del callejón y dobló la esquina para encontrarse, de pronto, en una amplia plaza cuadrangular abarrotada de gente. La luz de los soles, que se encontraban altos en el cielo, brillaba con tanta fuerza que se vio obligado a entrecerrar los ojos.

—Estás en Égilon, borracho de mierda. Llevas aquí más de una semana.

El sonido de su propia voz resultó extraño a sus oídos. Carraspeó, tragó la escasa saliva que había conseguido acumular y se encaminó plaza adentro.

«Agua. Necesito agua».

Esquivando a decenas y decenas de transeúntes que caminaban de arriba abajo, así como a mercaderes que competían los unos con los otros para ver quién era capaz de alzar más la voz, Virgile llegó por fin al centro de la plaza donde había una gran fuente de mármol cuyo color había dejado de ser blanco mucho tiempo atrás. Sin vacilar un solo instante, hundió la cabeza por completo en el agua helada.

Permaneció sumergido unos segundos hasta que emergió dejando que los chorros que caían de su cabello castaño corrieran por su rostro. El frescor del agua revitalizó sus sentidos y despejó, en parte, el embotamiento que sentía. Haciendo un cuenco con las manos, Virgile se llevó el líquido cristalino a los labios y bebió como si hiciera más de una semana que no lo hacía. Cuando hubo saciado su sed, se detuvo unos momentos a observar el reflejo que lo observaba desde la superficie ondulante del agua.

«Mierda, ¿cuándo me han salido estas ojeras?».

El hombre que lo observaba desde el reflejo no se parecía casi en nada a la imagen que guardaba de sí mismo en sus recuerdos. Sus ojos pardos, antaño vivos y brillantes, se encontraban rodeados por surcos ennegrecidos que evidenciaban una gran falta de descanso. Entre su mandíbula marcada y sus pómulos altos, donde antes había habido una piel suave y resplandeciente, ahora se hundían sus mejillas, confiriéndole un aspecto escuálido y demacrado. Incluso el propio color de su piel, que en su día fue de un moreno caoba tostado por los soles, se mostraba ahora lechoso y pálido.

Virgile resopló, tomó un último trago de agua y se alejó de la fuente y del tétrico reflejo que en ella acechaba. Aunque no estaba del todo familiarizado con aquella zona de la ciudad, no tardó más que algunos minutos en ubicarse, tras lo cual dirigió sus pasos hacia la posada en la que se había estado hospedando en los últimos días, conocida como La Cabeza del Gorrino.

Égilon era una ciudad de proporciones colosales. Había nacido poco más de un siglo atrás como una agrupación de villas pesqueras situadas en las cercanías del Golfo de la Reina, una amplia y extensa bahía que se encontraba al sureste de Amsul, una de las tres grandes islas de las Hijas de Aeldra. Gracias a su estratégica posición respecto al mar Meridional, que conectaba de manera directa con Aldan y las Islas de Elmer, se había erigido como un gran enclave mercantil y había crecido a un ritmo desorbitado en cuestión de pocos años, expandiéndose hacia todas direcciones sin ningún tipo de orden ni planificación. La falta de un liderazgo político claro en la ciudad, que estaba gobernada por un concilio de grandes señores mercantes, había provocado que Égilon adoptara una forma heterogénea y asimétrica. La formaban decenas y decenas de distritos, cada uno distinto del anterior y del siguiente, por lo que resultaba demasiado fácil perderse en la gigantesca urbe. A pesar de ello, Virgile, que llevaba algunas semanas en la ciudad, había aprendido a moverse por sus retorcidos y serpenteantes callejones con relativa facilidad, por lo que no encontró problema alguno en hallar el camino que le llevaría hasta La Cabeza del Gorrino.

Así pues, caminó durante un largo rato recorriendo grandes avenidas llenas de gentío, plazas abarrotadas con mercaderes llegados de todos los rincones de Aeldra y estrechas callejuelas en las que no habrían cabido dos hombres caminando lado a lado. Por fin, después de casi una hora de avance, llegó a las inmediaciones de la posada. Dobló una esquina, recorrió un callejón, volvió a torcer en el siguiente giro y allí la encontró.

Era una humilde posada familiar de dos pisos, situada en una callejuela estrecha y oscura en una zona donde colindaban los barrios más empobrecidos de Égilon y los distritos comerciales.

Virgile caminó hasta la entrada del establecimiento y, cuando asió el mango de la puerta, se encontró de pronto con un trozo de madera quebrada y astillada en sus manos. Frunció el ceño al mismo tiempo que sus instintos se despertaban y, sin perder un solo instante, empujó la puerta rota que colgaba de las bisagras y se adentró en la posada. No había dado ni dos pasos en el interior cuando se detuvo de golpe.

El salón principal, por lo general abarrotado a aquellas horas, se encontraba desierto. Las mesas estaban tiradas por el suelo hechas pedazos, al igual que las sillas, y los tapices decorativos que cubrían las paredes habían sido arrancados. Mientras observaba estupefacto el caos que se desplegaba ante sí, Virgile percibió de pronto un sonido que tardó poco en identificar. Se trataba de un tenue y constante lloriqueo que provenía de detrás de la barra, al otro lado del salón.

Se dirigió hacia allí a toda prisa y al otro lado encontró a Bonnie y a Fingal, la pareja que regentaba el local. El hombre estaba tendido sobre el suelo de madera, tenía los ojos cerrados y algunos moratones en la cara, así como los ropajes desgarrados y manchados de sangre. La impoluta trenza con la que siempre se recogía su cabello canoso se había alborotado y deshecho, y su gran barriga se agitaba débil con cada respiración. Su esposa lloraba sin consuelo con el rostro enterrado en el pecho del anciano.

—Señora… ¿pero qué ha ocurrido? —musitó Virgile, acercándose a la mujer.

La posadera levantó la mirada hacia donde él se encontraba y, en el acto, la tristeza que torcía su rostro se convirtió en rabia.

—Tú… ¡Tú! ¡Desgraciado! ¡Todo esto es por tu culpa! —Volvió a dirigir su mirada hacia su marido—. Por tu culpa… ¡Mira lo que le han hecho a mi pobre Fingal!

—¿Por mi culpa? ¿Se puede saber qué he tenido yo que ver con esto?

—¡Venían a por ti, hijo de mil demonios! Lo dijeron… Buscaban a Virgile el Mercenario.

El aludido arrugó el ceño y sintió cómo se le aceleraba el pulso.

—¿Pero quién? ¿Quién ha hecho esto?

—Eran cinco o seis… —Bonnie respondió entre sollozos—. Llegaron de madrugada, cuando ya estábamos en la cama. Echaron la puerta abajo de una patada y comenzaron a destrozarlo todo. Cuando nos levantamos, ellos ya subían hacia las habitaciones y nos los encontramos en el pasillo. Cogieron a mi marido por el cuello y a base de golpes le obligaron a decirle cuál era la habitación de Virgile el Mercenario.

»Entonces fueron a tu cuarto y lo destrozaron por completo. Cuando vieron que no estabas, se dedicaron a echar abajo las puertas de las demás estancias y las registraron de arriba abajo. Golpearon a nuestros huéspedes y los obligaron a marcharse. Mientras lo hacían, Fingal y yo intentamos bajar para salir y pedir ayuda… pero nos alcanzaron mientras bajábamos y a mi marido lo tiraron escaleras abajo. Cuando no encontraron nada más que romper o llevarse, nos dijeron que volverían a por ti. Cogieron las joyas de mi abuela, una bolsa de oro que escondíamos en nuestro dormitorio… Todo. Hasta se llevaron a ese chucho que corretea a veces por el patio trasero. Se creían que era tuyo.

Virgile se llevó las manos a la cabeza, tratando de pensar por encima del estruendo del latir de su corazón e intentando encontrar sentido a las palabras de la posadera. «¿Pero por qué? ¿Quién querría hacerme daño?», se preguntó en silencio.

—¿No dijeron nada sobre por qué me buscaban? ¿O quién los enviaba?

La mujer sorbió con fuerza por la nariz y se frotó los ojos.

—«El Largo dice que volveremos a por él», eso fue lo único que dijeron.

Virgile notó como un sudor frío le recorría la espalda y el pulso se le aceleró todavía más.

—¿Has dicho «el Largo»?

—Eso fue lo que dijeron.

«Mierda puta», maldijo tragando saliva.

Tarken el Largo era un conocido y temido caudillo del crimen con gran influencia en Égilon y sus alrededores. Se decía que lideraba una de las mayores bandas armadas de la región y que contaba con un pequeño ejército de cientos de secuaces a sus órdenes. No había actividad delictiva en la que el Largo no estuviera involucrado: tráfico de opio, prostitución, extorsión, apuestas ilegales, contrabando… Por ello, su nombre era susurrado con temor en los rincones más turbios de los bajos fondos de la ciudad.

El grito iracundo de Bonnie interrumpió sus cavilaciones.

—¡Vamos, lárgate, ¿qué haces ahí plantado?! Vete antes de que vuelvan y lo destrocen todo aún más. ¡Y no se te ocurra volver a poner un pie en esta posada!

Virgile tuvo el impulso de subir a su habitación para tratar de recuperar alguna de sus pertenencias, como sus armas, pero pronto desechó la idea, sabedor de que los matones no habrían dejado atrás nada digno de valor. Así pues, bajó la cabeza, masculló una disculpa y salió como una exhalación por la puerta destrozada de la posada. Una vez fuera, miró con recelo a cada lado del callejón y, una vez se cercioró de que nadie acechaba en las cercanías, echó a caminar con paso acelerado.

«Mierda. Mierda, mierda, mierda. ¿El Largo? ¿No había otra persona con la que enemistarse, estúpido?», le recriminó la voz de su cabeza. «¿Qué demonios hiciste ayer para buscarte problemas con el hombre más peligroso de Égilon?». Llegó hasta el final del callejón, volvió a mirar a ambos lados y giró hacia la derecha.

—Vale, ya basta de regañinas —respondió entre susurros—. Lo hecho, hecho está. Ahora lo que hay que hacer es largarse cuanto antes e irse lo más lejos que se pueda. Fuera de Amsul, a ser posible. ¿Quién sabe hasta dónde llegan los tentáculos de este hombre? Dicen que en Alenor hay trabajo de sobra para los mercenarios. Por lo visto, el rey Artair Kirindel está preparando su ejército para la guerra que se avecina y le sobra oro para pagar todas las espadas que se presten a ser compradas.

«¿Y cómo piensas llegar hasta Alenor, eh, estúpido?», replicó su interlocutor intangible. «El Largo tiene la mano metida en el contrabando marino de Égilon. ¿De verdad crees que, si te busca, puedes montarte en un barco y largarte sin que él lo sepa? Antes de que nos demos cuenta estaremos haciendo compañía a los peces y a los tritones».

—¿Y qué jodido plan propones entonces, si puede saberse? ¿Que nos vayamos por tierra? Como si eso fuera más seguro.

«Podríamos enviar una carta a…».

—No.

Deteniéndose en mitad del callejón, cerró la puerta de forma tajante a aquella cadena de pensamientos. «No enviaré ninguna carta, así que no vuelvas a mencionarlo», dijo mentalmente, como para reforzar su decisión ante aquella molesta voz imaginaria.

Todavía tratando de encontrar una solución al problema, se rascó la barba y gruñó una maldición.

—No importa si es por tierra o por mar, tratar de huir es un suicidio —se dijo—. La influencia del Largo llega muy lejos, seguro que más de lo que pienso. Me encontrará, a dondequiera que vaya.

El mercenario quedó en silencio algunos segundos, con el ceño fruncido y la boca torcida en una mueca de enfado.

—No tenemos más remedio que hacerlo, ¿no es cierto? —terminó por preguntarse.

«No veo otra alternativa, a no ser que quieras enviar esa carta».

—He dicho que no enviaré ninguna carta. —Virgile soltó un bufido, dio media vuelta y echó a caminar por donde había venido—. Vamos, pues. A la boca del lobo.

***

Una vez se encontró ante la puerta del establecimiento, los recuerdos de la noche anterior comenzaron a esclarecerse.

«Mierda… ¿cómo no me di cuenta de dónde me metía?».

Se encontraba ante una cantina de mala muerte situada en una de las zonas más peligrosas de Égilon. El nombre que adornaba el dintel de la puerta, grabado en una placa de hierro viejo y oxidado, era La Taberna de los muertos. Al lado de las letras había tallado en el metal un esqueleto bailarín con una jarra en la mano.

«Ese seré yo si sigo así… un cadáver borracho», se dijo.

Combatiendo todos los instintos que lo urgían a echar a correr, Virgile tomó una profunda bocanada de aire y la expulsó de golpe, tras lo que accionó la manilla de la puerta y la empujó para abrirla. Una vez en el interior, lo recibió una oleada de griterío y barullo proveniente de la multitud que allí se encontraba.

La taberna era grande, pero estaba tan atestada que las paredes se comprimían y parecía más pequeña. Había decenas de mesas repartidas por doquier de forma desordenada, con sillas y bancos dispuestos de igual manera. También dos barras, una a cada lado de la puerta, ambas abarrotadas de clientes que pedían a gritos que les sirvieran más bebida. Mientras, las taberneras, todas vestidas con largos vestidos coloridos y con el rostro pintado de blanco y negro para simular una calavera, trataban de satisfacer todas y cada una de las peticiones que les eran chilladas. En un rincón había un bardo que hacía bailar un arco sobre las cuerdas de su violín, tocando una música animada y divertida que apenas conseguía hacerse oír por encima del bullicio. Ante él, media docena de borrachos le animaban a gritos, pidiéndole más canciones a la vez que le lanzaban monedas de cobre.

Virgile se entremezcló con el gentío y se abrió paso hasta llegar al mostrador que quedaba a la izquierda de la puerta y, una vez lo alcanzó, esperó con paciencia a que una de las taberneras le prestara atención. Al cabo de unos minutos, una de ellas le sonrió cuando sus miradas se cruzaron. Los labios de él se abrieron para formular la pregunta que aguardaba en sus pensamientos, pero otras palabras fueron las que de ellos emergieron.

—Una jarra de cerveza.

«¿Qué? ¿Piensas volver a beber? ¿No te ha traído ya eso bastantes problemas?».

—Cállate —murmuró él en respuesta, mientras la tabernera llenaba un pichel metálico de un barril que tenía detrás—. Lo necesito para pensar con claridad.

La muchacha de rostro pintado volvió pocos segundos después y dejó el recipiente de hierro rebosante de cerveza ante él, y Virgile, a cambio, depositó sobre la barra algunas monedas de cobre que rascó de sus bolsillos. Sin esperar apenas un instante, se llevó la jarra a los labios y apuró su contenido en un largo trago. El líquido, tibio y espeso, bajó por su garganta y cayó en su estómago como una cascada de calidez que ascendió hacia su cabeza y le clarificó los pensamientos. Después, lo dejó sobre la barra, se limpió los labios con la manga y contuvo un eructo amargo. Cuando la tabernera volvió a pasar por delante de él, Virgile le hizo un gesto para que le rellenara la jarra.

—Caray —dijo la muchacha, con aquella sonrisa de calavera—. Venías sediento.

Presta y diligente, le llenó de nuevo el recipiente y se lo volvió a dejar delante. En aquella ocasión, Virgile dio un trago generoso, pero no terminó la bebida como la primera vez, dejándola a la mitad. El mercenario depositó de nuevo algunas monedas sobre la barra y, cuando la muchacha fue a cogerlas, Virgile le hizo un gesto para que no se alejara.

—Espera. ¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo el mercenario con un ligero temblor de voz.

—Claro. Dime.

—¿Está… está el Largo por aquí?

—¿Disculpa?

Virgile carraspeó.

—Eh… el Largo. Busco a Tarken el Largo. ¿Está por aquí?

Se hizo el silencio entre los que se encontraban a su alrededor, al mismo tiempo que varios pares de ojos se volvían hacia él.

—¿Quién lo pregunta? —respondió la mujer, cuyo rostro de calavera sonriente se había transformado de pronto en una máscara dura y fría.

—Virgile. Virgile el Mercenario.

La tabernera asintió y desapareció por el otro extremo de la barra. Hubo unos momentos de tenso silencio y varios pares de ojos se volvieron hacia él. Virgile, en cambio, sorbía su cerveza sin prestar atención. Al final, menos de un minuto después, la tabernera regresó por donde había venido.

—Acompáñame, mercenario —dijo la mujer con voz gélida—. Tarken te recibirá ahora.

Terminando lo que restaba de su bebida de un solo trago, Virgile dejó la jarra vacía en la barra y se abrió paso entre la clientela mientras seguía a la tabernera. Esta se encaminó por un largo pasillo que había al fondo y, una vez llegaron, encontraron una puerta guardada por dos matones corpulentos y con cara de pocos amigos. La mujer se hizo a un lado y Virgile dio un paso al frente, pero uno de los dos vigilantes lo detuvo con un gesto de su enorme y tosca mano.

—Armas.

Durante una fracción de segundo dudó sobre si quedarse con el cuchillo que escondía en una bota, pero enseguida se agachó, lo sacó y se lo entregó al matón. «Si el Largo me quiere muerto, un cuchillo no va a suponer ninguna diferencia», pensó resignado. El otro vigilante dio un paso al frente y lo registró sin ningún miramiento, y cuando se hubo cerciorado de que el recién llegado no escondía nada más bajo sus ropajes, abrió la puerta que guardaban y le permitió la entrada.

Virgile se encontró de pronto en una estancia que parecía una réplica en miniatura del salón principal de la taberna. Tanto a mano izquierda como a derecha había una pequeña barra con taburetes enfrente y en el resto de la sala había cerca de una decena de mesas con sillas, así como sofás a lo largo de las paredes. Al contrario que en el lugar del que venía, en aquella sala no había más que una quincena de hombres y mujeres bebiendo y conversando entre ellos de forma distraída. Ninguno de los presentes pareció reaccionar a la llegada de Virgile, que seguía plantado frente a la puerta de entrada. Sin embargo, no pasaron más que unos instantes hasta que alguien lo llamó desde el fondo de la sala.

—¡Eh! ¡Eh, mercenario! ¡Aquí, aquí, ven!

Se dirigió hacia donde había escuchado aquello, sorteando todos los muebles a su paso, hasta que lo encontró. En uno de los amplios sofás, al fondo de la estancia, había sentado un hombre que lo observaba con ojos atentos y una sonrisa en los labios mientras sorbía un licor oscuro que colmaba su copa plateada.

«¿Y este es el temible Tarken el Largo?».

El hombre que se sentaba ante él no se parecía en nada a un peligroso caudillo del crimen organizado, pues su piel lisa e imberbe y sus facciones redondeadas le conferían un aspecto más parecido al de un niño que al de un hombre. De su rostro destacaba su nariz prominente y puntiaguda, unos ojos de color verde claro, así como su cabello lacio, brillante y color platino, peinado hacia un lado con estilo. Cerca de él se alzaba, imponente, un gigantón de cabeza afeitada y gesto serio que, con los enormes brazos cruzados sobre el pecho, observaba a Virgile sin pestañear.

—Toma asiento, por favor —dijo el Largo, señalando una silla que había frente al sofá—. Es una lástima que no nos hayamos podido conocer antes. Hemos ido a hacerte una visita a esa posada de mierda en la que te hospedabas, pero no tuvimos la suerte de encontrarte.

A pesar del tono amigable de sus palabras, en ellas se ocultaba un cuchillo helado que recorrió su espalda mientras se sentaba.

—Ya lo he visto, sí. Parecías muy interesado en encontrarme, aunque debo admitir que desconozco el motivo.

—¿Que lo desconoces, dices? ¿No recuerdas haber estado aquí, en mi establecimiento, ayer por la noche?

—Los recuerdos de ayer son… turbios —admitió él—. Pero no se me ocurre qué pude hacer para despertar tu ira de esta forma.

Tarken permaneció en silencio unos segundos más, mirándolo como si tratara de descubrir si le estaba tomando el pelo.

—Vaya, pero ¿dónde están mis modales? —apuntó el Largo, que todavía sonreía—. Eres mi invitado y no te he ofrecido nada para beber. ¿Qué te apetece, Virgile?

«Agua. Pide solo agua», lo instó una voz estridente en su cabeza.

—¿Es vino eso que bebes? Parece de los buenos —dijo en cambio el mercenario—. No me importaría probar una copa.

«¿Pero qué pasa contigo, jodido imbécil?».

Tarken lo miró y soltó otra carcajada.

—Me temo que este vino es demasiado especial como para que lo prueben los labios de alguien tan cerca de la muerte como tú. —Dio un sorbo a su copa sin despegar la mirada de la de Virgile—. Pero puedo ofrecerte en cambio una jarra de buena cerveza tostada, si lo prefieres. Ayer parecías disfrutarla de manera especial. No dejabas de vaciar una tras otra.

El mercenario tragó saliva y asintió. El Largo hizo un gesto y, poco después, un hombre apareció junto a él para ofrecerle una jarra de plata grabada que rebosaba espumante cerveza. Entonces asió el precioso recipiente y se lo llevo a los labios, dejando pasar un generoso sorbo hacia su garganta. El sabor amargo del brebaje calmó en parte sus nervios y amortiguó el estruendo que sentía en la cabeza.

—Pues resulta, amigo Virgile, que ayer te fuiste sin pagar la cuenta —comentó Tarken el Largo mientras el otro bebía—. No fue muy educado por tu parte que digamos, así que tuvimos que ir a buscarte para saldar la deuda porque no era una cantidad pequeña que digamos.

—¿Habéis destrozado el negocio de dos personas buenas y trabajadoras porque ayer me fui sin pagar algunas bebidas? Por muy buena que sea esta cerveza, no puede ser que valga tanto como el daño que tus hombres han causado a los propietarios de La Cabeza del Gorrino.

—Oh, pero no fueron solo las cervezas, amigo mío, no. —Tarken hizo un gesto al gigantón que tenía al lado, que se alejó. Regresó al cabo de poco tiempo, sujetando a una mujer por el brazo, que lo seguía a trompicones—. Talula, querida, saluda de nuevo a nuestro amigo Virgile.

Talula era una mujer alta, de figura esbelta aunque de curvas generosas. Vestía ropajes de suma elegancia, de un color tan negro como el cabello ondulado que caía sobre sus hombros como una cascada de carbón. Su piel era lisa y del color de la canela, y en su rostro brillaban unos pómulos altos, una nariz pequeña y redondeada y unos ojos oscuros y almendrados. Los labios, rojos y carnosos, se le torcían en una mueca de desgana, y una de sus finas cejas se elevaba sobre la otra mientras observaba a Virgile.

—Hola —se limitó a decir la recién llegada.

Tarken el Largo sonrió y volvió a dirigir la mirada hacia él.

—Amigo mercenario, ¿te acuerdas de Talula? Claro que te acuerdas, qué pregunta tan estúpida. ¿Quién podría olvidarse de tal belleza?

Virgile observó a la mujer de arriba abajo con el ceño fruncido y, justo cuando iba a responder, su mente se iluminó con un recuerdo fugaz que le alcanzó como un rayo. De pronto, visualizó ante sí el rostro de la mujer, con los ojos entornados mirándolo sin pestañear, y sus labios color carmín curvados en una sonrisa provocativa.

—Espera… espera —musitó el mercenario—. ¿Acaso nosotros… anoche…?

—Sí —le respondió ella con sequedad, tras lo que se dirigió al Largo—. ¿Puedo irme ya, Tarken? Me quiero ir a dormir.

—Ve, ve a descansar, bonita. —Ante la orden de este, la mujer desapareció por donde había llegado sin llegar a dedicar a Virgile una segunda mirada—. Y ahora, querido amigo, ¿se te va refrescando la memoria?

—Sí, sí… —carraspeó—. Ya me voy acordando.

—¿Se te ocurre entonces cuál puede ser la deuda de la que te hablo?

—Me hago una idea, sí. Aunque lo cierto es que ni siquiera sabía que ella era prostituta.

El Largo se lo quedó mirando durante algunos instantes hasta que estalló en sonoras carcajadas.

—¿Y qué pensabas? ¿Que una mujer como ella se había interesado en tu cara fea así como así?

Una idea se iluminó de pronto en la cabeza de Virgile, la cerveza que ardía en su estómago acalló las airadas protestas de la voz de su cabeza y le insufló un repentino valor. El mercenario sonrió.

—Bueno… No sé si una mujer como ella lo haría… pero ese de ahí —señaló al gigantón que se alzaba junto al Largo— lleva poniéndome ojitos desde que he llegado.

El matón se lo quedó mirando sin pestañear. Sus ojos se abrieron, al igual que sus fosas nasales, y los músculos de sus brazos se tensaron. Virgile sonrió de nuevo mientras daba otro generoso sorbo a su cerveza.

—Tranquilo, Kormag —advirtió Tarken, todavía con una sonrisa en los labios, sin mirar a su secuaz—. No queremos que nuestro invitado sufra daño alguno antes de que podamos discutir la deuda que tiene con nosotros y la forma en la que nos la va a retribuir.

—No hay de qué preocuparse —replicó Virgile, antes de que el otro pudiera seguir hablando—. No creo que Kormag pudiera hacerme más daño que una mariposa. Está loco por mis huesos.

—¡Huesos los que te voy a machacar, hijo de perra! —bramó el gigantón lleno de furia.

El rostro de Tarken se endureció.

—¡Kormag! ¡Ya basta, solo te está provocando!

—Será mejor que hagas caso a tu amo —dijo Virgile, que sentía como una oleada de euforia con regusto a cerveza lo invadía—. No queremos que te hagas daño y tengamos que llamar a tu abuela para que te lave las heridas con un pañito.

Desoyendo las órdenes que acababa de recibir, el hombretón se lanzó directo hacia Virgile rugiendo como una bestia salvaje. El mercenario, que ya estaba preparado, saltó de la silla como un resorte, se hizo a un lado justo a tiempo para esquivar la carga de Kormag y, cuando lo tuvo al lado, estampó su pichel plateado contra su cabeza. El matón perdió el equilibrio a causa del golpe y trastabilló tratando de no caer al suelo, pero Virgile no le dejó tiempo para reponerse. Asió con la mano que tenía libre la silla en la que se había sentado hasta hacía un instante y la descargó con toda su fuerza sobre la espalda de su adversario haciéndola estallar en mil pedazos y astillas, y Kormag se derrumbó al suelo. El mercenario se lanzó sobre él sin piedad y le propinó una patada con todas sus fuerzas en las costillas. Se oyó el chasquido de los huesos al quebrarse y el hombretón aulló de dolor. Virgile lanzó una segunda y una tercera patada, y mientras el matón se revolvía, se agachó para hacerse con una de las patas astilladas de los restos de la silla, mientras con la otra mano seguía sujetando la jarra abollada. Se dirigió hacia Kormag y cayó con la rodilla sobre su antebrazo, inmovilizándolo por completo; después, alzó la estaca de madera improvisada con la que se había hecho y se la hincó con todas sus fuerzas en el dorso de la mano. La madera se clavó con fuerza atravesando piel, carne, hueso y el hombretón rugió.

Virgile se levantó con el pulso acelerado, alzó el pichel abollado y lo lanzó con furia a los pies de Tarken el Largo.

—¡Este es el único lenguaje que entendéis, ¿verdad, jodidos salvajes?! —bramó el mercenario—. Esta es la única forma en la que negociáis, ¿no es así? ¡Pues bien! ¡Venga, aquí me tenéis, venid a por mí, uno a uno o todos a la vez! Pero tened claro que no me iré solo. —Levantó un dedo amenazador y dio la vuelta sobre sí mismo, señalando a los presentes que lo miraban con estupor—. Venid a por mí, hijos de perra. Nos iremos juntos al Abismo y brindaremos con los demonios.

Un silencio pesado cayó sobre la sala interrumpido solo por la respiración agitada de Virgile y los quejidos de Kormag, que seguía en el suelo retorciéndose de dolor. Todas las miradas se centraron en Tarken el Largo, que continuaba sentado en su sofá sin mover un solo músculo. Su rostro juvenil estaba petrificado en una máscara inmutable y sus ojos claros estaban clavados en el mercenario como saetas. Al final, tras unos segundos que parecieron una eternidad, el Largo levantó una mano y todos los presentes contuvieron el aliento.

—Traedle otra silla.

El tiempo se congeló en la sala y todo se detuvo. No fue hasta que uno de los lacayos de Tarken reaccionó, moviéndose con presteza y acercando una segunda silla a donde Virgile se encontraba, cuando todo pareció volver a la normalidad. El mercenario se quedó mirando durante algunos segundos el asiento que le habían traído hasta que decidió sentarse de nuevo. Cuando lo hizo, Tarken dejó su copa de vino en la pequeña mesa que tenía al lado y se levantó despacio del sofá.

«Dioses… Ahora entiendo por qué lo llaman el Largo».

A pesar de que no gozaba de una corpulencia destacable, era muy alto, más que nadie que Virgile hubiera visto nunca, más incluso que Kormag. Destacaban sobre todo sus piernas, que eran tan largas y finas que parecían un par de varas articuladas.

Tarken se alejó del sofá en el que se había sentado hasta el momento, acercándose a grandes zancadas adonde Virgile se encontraba. El mercenario volvió a tensar sus músculos, listo para reaccionar en caso de que fuera necesario, pero el Largo lo dejó atrás y se dirigió hacia donde Kormag se retorcía en el suelo.

—Jefe… jefe, por favor, ayuda —gimió el matón cuando lo vio junto a él—. Jefe, me ha clavado una madera en la mano, por favor…

El acero brilló fugaz en la mano del Largo antes de descender sin piedad como un rayo. Se oyó un gruñido y, de pronto, el matón tenía un puñal hincado en la yugular. Un chorro de sangre salió disparado hacia arriba, manchando el rostro de Tarken y provocando una exclamación de sorpresa entre los que observaban la escena atónitos. Mientras el gigantón se agitaba en el suelo entre estertores, el Largo extrajo el cuchillo de su cuello y lo volvió a clavar de manera violenta en su rostro, cuello y pecho. Incluso cuando Kormag ya había dejado de moverse todavía le propinó algunas puñaladas más, hasta que al final Tarken se levantó, tiró el arma al suelo y se dirigió de nuevo al sofá.

Allí, tomó asiento como si nada hubiera ocurrido, con el rostro cubierto de la sangre de su secuaz, que yacía inmóvil allí donde había caído. Después, cogió la copa de vino que había dejado en la mesita que tenía al lado y le dio un sorbo.

—Y bien, mercenario, ¿por dónde íbamos? Ah, sí, ya lo recuerdo —asintió—. Discutíamos la deuda que tienes conmigo y de la forma que vas a pagarla. Al registrar tus pertenencias en la posada encontramos una bolsa con algunas monedas dentro, pero allí no había suficiente ni siquiera para pagar cinco minutos de conversación con Talula… y tú hiciste mucho más que conversar, desde luego.

»Podría ser que tuvieras algo de valor escondido en algún otro lugar, pero me da la impresión de que no eres la clase de hombre que tiene un alijo secreto de ahorros, porque te los habrías gastado ya. Podría torturarte para que me lo dijeras, claro, pero creo que, como sabes que soy más que capaz de hacerlo, me lo dirías antes para evitarte cuanto más dolor posible. ¿Me equivoco? —Ante el silencio de Virgile, su sonrisa ensangrentada se amplió—. Sí. Lo que yo pensaba.

»Como parece que no tienes forma de pagar lo que me debes, y cortarte el cuello no me supondría beneficio alguno más allá de tener que deshacerme de un cadáver más, parece que vamos a tener que llegar a alguna otra clase de acuerdo. Ha quedado claro, por la artimaña que has organizado antes para provocar a ese imbécil, que sabes pelear y que no tienes la cabeza llena de serrín como la tenía él, y tengo algunos encargos en los que podría valerme de tus habilidades. En estos tiempos que corren, con Alenor armándose para la guerra y lo que se dice sobre la generosidad del rey Artair Kirindel para contratar espadas a sueldo, está resultando más que difícil encontrar efectivos útiles que no sean unos tremendos incompetentes. Así pues, amigo mercenario, ¿qué me dices?

Virgile gruñó y arrugó la nariz.

—No creo que tenga muchas otras opciones, ¿no te parece?

—No, no me lo parece.

—Está bien. Trabajaré para ti, pero tengo algunas condiciones.

El Largo, que no perdía la sonrisa, arqueó una ceja.

—¿Qué te hace pensar que estás en disposición de exigirlas?

—El charco de sangre de Kormag es bastante grande ya y si me cortas el cuello a mí también, entre los dos te vamos a arruinar este suelo tan precioso. ¿Qué es, caoba? Una lástima.

Tarken se recostó hacia atrás en el sofá y tomó otro sorbo de su copa de vino.

—Habla.

—La primera condición. —Virgile exhaló un suspiro y el dedo índice de su mano derecha se levantó—. Uno y nada más. Haré un solo trabajo para ti con tal de saldar mi deuda y quedaremos en paz. Esto no se va a convertir en una de esas mierdas que se alargan durante años hasta que al final termino trabajando para ti toda mi vida. Eso no va a pasar.

»La segunda. Conociendo tu reputación estoy seguro de que, sea lo que sea, no va a ser un trabajo sencillo, así que no lo haré para quedarme con la bolsa igual de vacía de lo que la tengo ahora. Sea lo que sea lo que te debo por una noche de diversión que no recuerdo, no valdrá tanto como la retribución por este trabajo, así que, cuando esto termine, quiero una compensación económica más allá de la desaparición de mi deuda.

»Y la tercera y última. Los propietarios de La Cabeza del Gorrino no tenían ninguna culpa de las cuentas pendientes que hubiera entre nosotros. Tus matones les destrozaron el establecimiento y les robaron una bolsa con monedas de oro que tenían escondida, así como unas piedras preciosas que pertenecieron a la abuela de la posadera. Si voy a trabajar para ti, exijo que primero envíes a tus hombres a reparar los daños causados en la posada y que se les devuelvan las joyas y el oro.

Tarken meditó durante algunos instantes sobre las palabras del mercenario sin perder en ningún momento la sonrisa.

—Enviaré hombres a reparar la posada, pero el oro y las piedras permanecerán a buen recaudo hasta que completes el trabajo —terminó por responder—. Considéralo una fianza, una garantía para mí de que serás fiel a tu palabra. Cuando todo esto termine, se lo podrás devolver tú mismo, si eso es lo que quieres.

»Solo recuerda esto, mercenario —siguió Tarken—. Las heridas que se cosen pueden volver a abrirse y lo que se repara puede ser roto de nuevo. No me falles, o tus queridos posaderos pagarán las consecuencias de tus actos.

Una mano fina de dedos alargados y cubiertos de sangre se alargó hacia Virgile, que exhaló un enésimo suspiro y la estrechó.

—Por cierto —añadió Tarken una vez se soltaron—, mis hombres también se llevaron de La Cabeza del Gorrino un perro que encontraron en el callejón trasero. Creo que pensaban que era tuyo y que así estarías forzado a venir a rescatarlo. ¿Lo es?

—No, la verdad es que no —respondió—. Solo lo alimentaba de vez en cuando, al igual que los posaderos y otros huéspedes.

—Bueno, nosotros no nos lo vamos a quedar —replicó Tarken—. Si antes no era tuyo, ahora sí lo es.

—No es más que un perro callejero. ¿No podéis dejarlo de vuelta en la calle y ya está?

El Largo se llevó una mano ensangrentada al pecho con gesto de fingida ofensa.

—Jamás abandonaría a un animal indefenso a su suerte, Virgile, por los dioses. ¿Es que acaso me tomas por un monstruo?

CAPÍTULO 2

Siguiendo las indicaciones que Tarken el Largo le había dado una vez finalizada la reunión, Virgile salió de La Taberna de los muertos y se dirigió a una posada que se encontraba a algunas calles de distancia, conocida como El Palacio de Égilon. El establecimiento, que de palacio no tenía más que el nombre, era pequeño, viejo y polvoriento, y estaba lleno de telarañas y suciedad. Una vez allí, intercambió las palabras justas con el posadero, un hombre bajo y encorvado de mirada recelosa, y se dirigió sin perder un segundo a su habitación, que se encontraba en el piso superior del edificio.

Una vez cerrada la puerta del dormitorio a sus espaldas, Virgile observó a su alrededor durante algunos instantes y terminó por emitir un sonoro bufido. «Es tan ruinosa como el resto de la posada, sino más», pensó. El suelo estaba tan desgastado que había perdido el color castaño de la madera para adquirir una tonalidad entre gris y ocre. La cama, situada al fondo de la habitación junto a una diminuta ventana que apenas dejaba entrar la luz de los soles, estaba formada por unas cuantas maderas mal clavadas sobre las que reposaba un colchón de paja lleno de agujeros y bultos. Se acercó al camastro y lo ojeó con la nariz arrugada hasta que decidió dejarse caer sobre él.

«He dormido en sitios peores», se convenció a sí mismo mientras se revolvía para tratar de encontrar una postura cómoda. Después de algunos minutos de moverse arriba y abajo en el andrajoso lecho, consiguió por fin amoldar la paja que había bajo la tela a su silueta. Intentó cerrar los ojos para descansar, pero no sentía sueño alguno, por lo que se colocó las manos detrás de la nuca y se quedó con la mirada fija en el techo dejando que sus pensamientos vagaran libres.

«No entiendo cómo consigues meterte en estos líos, Virgile», le recriminó la molesta voz que habitaba en su cabeza. «No has salido de una, que ya estás entrando derecho en la siguiente».

—¿Y qué quieres que haga, eh? Dímelo —replicó en alto—. No recuerdo nada de anoche, nada. ¿Y si en realidad no bebí tanto como creo? ¿Y si echaron algo en mi bebida y por eso perdí por completo la noción de mis actos?

«Eres un borracho, Virgile. Nadie echó nada en tu bebida, aparte de más bebida».

—No sabía lo que hacía, ni dónde me encontraba.

«No es excusa».

—Sí, sí lo es.

«¿Y lo de la prostituta, qué?».

—¿Qué te crees, que eso fue casualidad? —volvió a replicar Virgile, que no estaba dispuesto a ceder ante su interlocutor imaginario—. Eso es lo que hacen. Buscan borrachos infelices, coquetean con ellos de manera sutil y se los llevan a la cama sin decirles en ningún momento a qué se dedican. Son como… aves de presa que te agarran con sus zarpas y te llevan hasta su nido. Luego, te dejan marchar sin pagar y al día siguiente mandan a unos matones a por ti. ¡Y hala! —Se golpeó el muslo con la palma de la mano—. Sin que te des cuenta, estás en deuda con cualquier señor del crimen que te utilizará a su antojo para que le hagas el trabajo sucio. Por lo general, me habría dado cuenta del engaño, pero, en el estado en el que estaba, caí en la trampa como un estúpido trucho que muerde el gusano del anzuelo. Y ahora, aquí estamos.

Continuó discutiendo consigo mismo durante largos minutos, hasta que, al cabo de no mucho, alguien llamó a la puerta de su habitación. «Han sido rápidos», pensó. Se levantó del camastro, se dirigió a la puerta y la abrió para encontrarse, al otro lado, al posadero que lo había recibido nada más llegar. Sin mediar palabra, el hombre medio calvo le lanzó un zurrón que el mercenario atrapó al vuelo.

—Ahí está todo —dijo el posadero con sequedad.

Del fardo sobresalía una vaina y, de ella, Virgile desenfundó la espada que guardaba y la examinó con cuidado. Se la pasó de una mano a la otra, comprobando su peso y su equilibrio, y observó con atención su filo. «Es buen acero. Es algo vieja, pero el acero es bueno».

—Necesito una piedra de afilar.

El posadero puso los ojos en blanco.

—Ve a la cocina y pídele una a la muchacha.

—Está bien. Gracias.

—Eh, espera —dijo el hombre antes de que Virgile pudiera cerrar la puerta del todo—. Me han dicho que también te dé esto.

El hombre dio un tirón a un cordón de cáñamo que tenía envuelto en la muñeca y un gemido se escuchó al otro extremo de la cuerda; al momento, un perro apareció junto a sus pies. El animal, que apenas llegaba a la rodilla del posadero, tenía el pelaje de color anaranjado similar al de un zorro, las orejas puntiagudas y triangulares y la cola rizada. El pelo de sus patas, su pecho y su vientre era de color blanco, aunque estaba tan sucio que parecía gris oscuro.

—Ahí tienes. —Le hizo un gesto y le dejó con la cuerda en las manos—. Más te vale que no me encuentre la habitación llena de cagadas y meadas cuando te vayas.

—Espera… ¡Espera! Este perro no es…

El posadero se había esfumado antes de que pudiera completar la frase y el mercenario se encontró de pronto a solas con el animal. En cuanto su mirada se cruzó con la del perro, este comenzó a menear el rabo con entusiasmo sacando la lengua mientras le observaba con atención. Virgile emitió un sonoro bufido.

—Sí, sí, yo también me acuerdo de ti —le dijo—. Por lo visto creyeron que eras mío y te llevaron para chantajearme. —Se puso en cuclillas y rascó la parte trasera de las orejas del animal—. ¿Y qué se supone que tengo que hacer yo contigo ahora? Por cómo hueles, quizá podríamos empezar por darte un baño, ¿no te parece? Si cerrara los ojos, te podría llegar a confundir con un cerdo y entonces, tal vez, te destriparía y haría salchichas contigo. ¿No queremos eso, verdad?

El can ladeó la cabeza, todavía con la lengua fuera, y ladró. Virgile se levantó y entró en la habitación tirando de la cuerda.

—Venga, venga, entra.

Una vez en el interior de la estancia, ató la cuerda a una de las patas de la cama y se dirigió de nuevo hacia la puerta.

—Voy a pedirle un barreño al posadero y de paso también algo de comer y de beber. Me imagino que estarás muerto de hambre, ¿no es así? —El perro respondió con otro ladrido sonoro—. Sí, ya me lo parecía.