El fragmento ámbar Tomo 2: La extinción del fuego - Vicent Rosselló - E-Book

El fragmento ámbar Tomo 2: La extinción del fuego E-Book

Vicent Rosselló

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"Como cualquier otra madre, una diosa también llora cuando mueren sus hijos". ¿Dónde nacieron exactamente las leyendas atrapadas entre las descoloridas tapas de libros vetustos y polvorientos? ¿Qué hechos crudos y sangrientos inspiraron los cuentos transmitidos por los juglares durante generaciones? ¿Quiénes fueron realmente los personajes escondidos detrás de la máscara de la historia? En la agónica tierra de Girith, donde sus desdichados habitantes luchan por sobrevivir día tras día, Edunai Kirindel recibe extraños y confusos mensajes de los dioses que lo encaminan hacia un arduo y largo viaje en busca de la salvación de su pueblo. Entretanto, al otro lado del mar, un hombre llamado Alastor Lancesvil se enfrenta a la decisión más difícil que nadie puede afrontar: traicionar el amor y la amistad en nombre del deber.

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Seitenzahl: 909

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Publicado por:

www.novacasaeditorial.com

[email protected]

© 2020, Vicent Rosselló

© 2020, de esta edición: Nova Casa Editorial

Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación

Noelia Navarro

Corrección

Abel Carretero Ernesto

Dibujo de portada

Francisco García, Raijin Creatives

Maquetación

Vasco Lopes

Primera edición: Abril 2020

ISBN: 978-84-18013-38-6

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970/932720447).

Vicent Rosselló

El fragmento

Ámbar

Tomo ii: La Extinción del Fuego

Índice

Agradecimientos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Epílogo

Agradecimientos

Estimado lector:

Si estás sosteniendo este libro y estás leyendo estas palabras, debes saber que puedes hacerlo gracias a personas muy especiales que, sin siquiera saberlo, hicieron posible que este viejo sueño mío pudiera hacerse realidad. Hoy, con los deseos transformados en papel y tinta, quiero mostrar mi agradecimiento hacia todos ellos.

Así pues, gracias...

Gracias a los usuarios de la red Megustaescribir, cuyos votos y valoraciones sobre el Fragmento Ámbar consiguieron llamar la atención del sello que adorna la portada de este tomo. Gracias a los gigantescos maestros, en especial a Tolkien, Martin y Rothfuss, por haber sido siempre mis referentes y los espejos en los que (humildemente) mirarme.

Gracias, como siempre, a Joan Ribas, que nunca dejó de animarme desde niño para que persiguiera este sueño. Joan, como puedes ver, tenías razón.

Y por último quiero dar las gracias a una persona muy especial. Alba, sin tus ánimos eternos este libro no habría salido adelante como lo ha hecho.

Gracias, de corazón, a todos.

Prólogo

El fuego que bailaba en la pequeña hoguera había menguado con el paso de las horas, manteniéndose a duras penas con vida, hasta que al final había terminado por apagarse. El anciano que se sentaba cerca golpeó los leños carbonizados con su bastón, tratando de hacer resurgir las llamas de sus cenizas, pero estas no acudieron a la llamada.

—Oh, por los dioses… —masculló para sí—. Muchacho. ¿Muchacho, estás ahí?

El hombre ciego golpeó el suelo a su alrededor con la parte superior de la vara, hasta que impactó en un bulto cubierto por mantas que tenía cerca.

—¡Ay! —gimió el bulto—. ¿Se puede saber qué hace, abuelo? Eso duele.

De entre las mantas se alzó un muchacho delgado y pálido, que miró con ojos ojerosos llenos de rencor al anciano que se encontraba junto a él.

—El fuego. —El invidente señaló hacia los restos de la hoguera con su bastón—. Hay que volver a encenderlo, o si no nos congelaremos cuando llegue la noche. ¿Nos queda leña?

—Sí, sí, algo queda… —gruñó el joven mientras se incorporaba trabajosamente—. Además, como si fuera tan fácil saber cuándo es de día y cuándo es de noche en esta tierra muerta.

El anciano soltó un graznido que pretendía ser una risa burlona.

—Sí, eso es cierto. La diosa nos robó también los días y las noches, y solamente dejó nubes, polvo y frío.

—Hay quienes dicen que han visto el cielo abierto en algún lugar al sur y que los dos soles siguen allí, brillando con fuerza —dijo el chico mientras rebuscaba entre los fardos que tenían cerca—. Solo que hay tantas nubes que no nos llega su luz ni su calor.

—Puede ser que sea cierto, o puede ser una mentira tan grande como el Abismo. ¿Quién sabe, y qué importancia tiene? Las nubes no se van a ir a ninguna parte, así que tanto da si los dioses están detrás de ellas. No vas a volver a verlos nunca.

El muchacho buscó y rebuscó durante algunos minutos entre sus pertenencias, hasta que al fin dio con lo que buscaba: un saco en el que encontró una pequeña pila de ramas y hojas secas, además de tres leños delgados, retorcidos y astillados. El joven se acercó a los restos de la hoguera, que se había apagado, y por encima de las cenizas que quedaban colocó las ramas y las hojas. De un bolsillo de su capa vieja y raída sacó un par de piedras oscuras e irregulares, y comenzó a hacerlas chocar la una con la otra. Las chispas comenzaron a salir despedidas para ir a aterrizar sobre las hojas y las ramas, pero parecía que el fuego se resistía a prender. Después de forcejear un rato más con las piedras, por fin una de las chispas encendió una brizna de hierba seca, y el muchacho se apresuró a soplar en la base del pequeño fuego para que creciera. Pronto una pequeña y delgada columna de humo comenzó a emanar de la hoguera, y el joven colocó los tres leños por encima de la hojarasca que empezaba a arder.

—Eso, eso es, sí… —gimió el anciano con gusto cuando sintió el calor de las llamas calentar sus manos nudosas y esqueléticas—. El buen fuego que nunca nos abandona.

Una vez se aseguró de que el fuego no iba a apagarse, el chico se sentó junto al invidente, con los brazos alrededor de las rodillas y los ojos y los pensamientos perdidos en el oscuro horizonte.

—Tengo una pregunta, abuelo.

—Ya te dije que no me llames eso —refunfuñó el aludido—. Yo no soy abuelo de nadie.

—Como diga. Pero sigo teniendo la pregunta.

—¿Y qué pregunta es esa, a ver?

El muchacho guardó silencio durante algunos segundos, meditando, hasta que al final pareció decidirse a formular su duda.

—Cuando hablamos la última vez, dijisteis que Edunai Kirindel consiguió la victoria sobre los Yinn gracias al Fragmento Ámbar… Y que esta tierra quedó maldita el día que la reliquia llegó al mundo.

—Así es, ya lo creo.

—Pero… ¿Qué era exactamente el Fragmento Ámbar? ¿De dónde salió, y qué poderes otorgaba?

El anciano ciego carraspeó, frotándose las manos enérgicamente.

—El Fragmento Ámbar… Me dan ganas de escupir nada más pronunciar ese nombre. —Cumpliendo su amenaza, el invidente cargó un gargajo y se volvió para lanzarlo por los aires—. Durante mucho tiempo se creyó que había sido una bendición de los dioses a sus hijos humanos, pero en realidad fue más bien una maldición. Una terrible maldición.

—¿Pero por qué una maldición? —objetó el joven—. Si permitió a los humanos ganar la guerra contra los Yinn.

—Porque el Fragmento Ámbar contenía un poder que nunca debería haber caído en manos de los humanos, muchacho ignorante —respondió el anciano—. Dicen que se trataba de una lágrima de la diosa Alwa, que lloraba por sus hijos aeldranos. Y esa lágrima cayó sobre Edunai Kirindel, y lo imbuyó con el poder de los dioses.

»Pero la mente de los hombres no está preparada para tal poder, hijo… No, ya lo creo que no. Quizá al principio pudiera ser controlado, pero finalmente el Fragmento Ámbar toma el control, y se cambian las tornas; el poseedor se convierte en el poseído y la gema lo corrompe, le arrebata todo cuanto le es propio. Le hace perder la razón, le hace querer destruir a todo el que se ponga en su camino, porque sabe que puede hacerlo, que está al alcance de su mano. Y eso, muchacho… Bueno, eso es peligroso. Más peligroso que cualquier espada y que cualquier flecha.

—¿Pero qué poderes otorgó a Edunai? ¿Y por qué no le afectó a ella de la misma forma que a él? —insistió el muchacho, levantando el brazo para señalar la enorme bola de luz anaranjada que brillaba en la lejanía, por debajo de las nubes.

—Porque el Fragmento Ámbar no otorgaba ningún poder, hijo, sino que convertía las cualidades del que lo poseía en aquellas de un dios. Edunai era un gran guerrero. Un soldado sin parangón, con una habilidad marcial y militar insuperable. Y cuando sostuvo la lágrima de los dioses en la mano… Adquirió la fuerza de un titán, la velocidad de un rayo y la tenacidad de una fiera salvaje. Porque el Fragmento Ámbar tomó aquello que lo caracterizaba como hombre, y lo convirtió en divino.

»Ella, en cambio… —Los ojos blanquecinos del invidente se volvieron una vez más hacia el orbe luminoso que brillaba en la lejanía—. Ella no era fuerte. No era rápida, resistente, ni sabía pelear. Ella era pura… y cuando tuvo el Fragmento Ámbar, su pureza se convirtió en divina, y despojó al mundo de todo cuanto también lo era, dejando atrás este erial muerto y olvidado.

»Y bueno… aquí quedamos nosotros, ¿no?

Capítulo 1

Un hombre se paseaba nervioso por una amplia estancia de seis paredes, con las manos tras la espalda y la cabeza gacha. La sala en la que se encontraba coronaba una de las torres más altas de uno de los palacios más bellos que las manos de los hombres jamás habían levantado. El paso y el porte del caminante eran los de un hombre curtido en mil batallas, avezado a la rectitud y a la férrea disciplina militar, y sus pies se movían con una decisión que él, sin embargo, no compartía. Sus manos, llenas de callos y cicatrices producidas por tantas batallas en las que había combatido, temblaban ahora con nerviosismo, sujetas la una con la otra.

El hombre, cuyo nombre era Alastor Lancesvil, se detuvo, expulsó una bocanada de aire tembloroso tratando en vano de calmar sus ánimos y templar su impaciencia y se dirigió una vez más hacia el guardián con el que había hablado minutos atrás, nada más llegar al Gran Salón del Rey.

—¿Cuánto más tardará su Majestad en llegar, guardián? —preguntó de nuevo—. Los asuntos que tengo que tratar con él son de máxima urgencia.

El soldado lo observó a través de la visera de su yelmo con impasibilidad.

—Comprendo vuestra urgencia, general Lancesvil, pero debéis entenderlo. No hay nada más que vos o yo podamos hacer para apresurar su llegada. El rey Joran ha sido informado de vuestra petición de audiencia y llegará cuando decida llegar.

Alastor se alejó enfurruñado del guardián, profiriendo por lo bajo maldiciones susurradas. «Llegará cuando decida llegar…», masculló para sus adentros. El general dirigió sus pasos hacia el otro extremo de la sala de audiencias del rey y se detuvo ante un ventanal de cristal fino que daba a la noche cerrada, desde donde su propio reflejo lo observaba con atención.

El comandante Alastor Lancesvil era un hombre fornido, alto y de anchas espaldas. Su cabello recién cortado, de color castaño oscuro con salpicaduras blancas de vejez, estaba peinado hacia atrás a consciencia y brillaba debido al uso de las grasas animales que los nobles utilizaban para estilizar sus peinados. Una barba frondosa le poblaba el rostro, aunque no conseguía ocultar su mueca de preocupación. Vestía ropajes de cuero oscuro adecuados a su elevado rango, con una capa de color azabache con bordados dorados que ondeaba a sus espaldas. De su cintura colgaba una vaina vacía, también de cuero negro y sin ningún tipo de ornamento. La espada que la funda solía guardar había sido requisada por los guardianes cuando había solicitado audiencia con el rey, tal y como era costumbre, ya que la ley real impedía que ningún hombre fuera armado en presencia de su Majestad, a pesar de que se tratara del mismísimo General Mayor del ejército de Aeldra.

Alastor se alejó de la ventana y de su reflejo a la par que sacaba de uno de sus bolsillos un pequeño paño de seda, que se pasó varias veces por la frente, tratando así de secar el sudor que la recubría como una película brillante. Dirigió sus pasos hacia el otro extremo de la estancia hexagonal, donde se encontraban, además de los lienzos y tapices que adornaban también las otras paredes, una serie de bustos coronados que observaban con ojos de mármol el gran trono blanco que había al fondo de la sala. Eran los reyes del pasado, aquellos que habían gobernado las tierras de los hombres desde los albores del tiempo, siglos y siglos atrás. Como era bien sabido, no estaban todos, pues no todos habían sido gratos y bien considerados, pero sí los más importantes y destacados de la dinastía de los Gavain, que había gobernado Aeldra desde hacía más de cuatrocientos años.

Alastor se paseó ante los rostros de aquellos que antaño se habían sentado en el trono, buscando en sus miradas pétreas un indicio de aprobación de lo que iba a suceder en aquella aciaga velada, en aquella sala bendecida y maldecida por los dioses. «¿Seréis benevolentes conmigo y con mi causa, grandes reyes de los tiempos pasados?», se preguntó el comandante para sus adentros. Su mirada se dirigió a la bóveda que coronaba la sala. «¿Lo seréis vosotros, dioses…? ¿Podréis perdonar las atrocidades que un hombre es capaz de cometer en nombre de la libertad y del bien común?»

Una voz vigorosa interrumpió sus oscuros pensamientos desde el otro lado de la sala. El rey había llegado.

—¡¿Cuántas veces debo decirte que no está permitido mandarme llamar a tan altas horas, Alastor, cuántas?! —tronó el rey mientras se acercaba a paso tranquilo y renqueante hacia el comandante. Sus ropajes de cama, de una seda rojiza, se agitaban vaporosos tras sus pasos. El general Lancesvil no pudo ocultar una pequeña sonrisa manchada de nostalgia al mirar al hombre que se le acercaba.

El rey Joran parecía un espejismo de lo que antaño había sido. Los brazos musculosos que años atrás habían abatido a decenas y centeneras de enemigos se habían marchitado, convirtiéndose en pellejos arrugados que colgaban de sus hombros. Así también sus ojos, que en su juventud fueron vivaces y atrevidos, se veían ahora cansados y acunados por profundas y oscuras ojeras. Todo en él había envejecido demasiado para los años que en realidad habían pasado, como si cada año que pasaba hubieran equivalido a tres. Pero había algo en Joran de los Gavain que parecía no envejecer; una jovialidad en su mirada que permanecía, a pesar del tiempo que había transcurrido desde su coronación.

Cuando Joran IV llegó junto al comandante se atusó los bigotes canosos y se fijó en los bustos de mármol ante los que Alastor aguardaba.

—Conversando con mis antepasados, ¿eh? —dijo el anciano rey—. A veces yo también lo hago, Alastor. A veces siento que… lo necesito. Que necesito que me escuchen y que me aconsejen con su vasta e infinita sabiduría.

Alastor cambió el peso de una pierna a otra.

—¿Y qué consejo buscáis en los ojos de aquellos que os precedieron, Majestad?

Joran permaneció en silencio unos segundos, como sopesando si debería compartir su respuesta o bien guardársela para él. Al cabo de unos segundos, sin embargo, agitó la cabeza, sonrió de nuevo y pasó un escuálido brazo por encima de los hombros de toro de Alastor.

—Penas y amarguras de un hombre cansado, amigo mío —se limitó a responder—. Ven, camina conmigo. Comparte con este viejo rey aquello que turba tu pensamiento.

Ambos se alejaron de los rostros pétreos de los reyes de antaño, que seguían observándolos con severidad. Joran y Alastor se dirigieron hacia el otro extremo de la sala, donde unas grandes puertas de cristal, prácticamente tan altas como la sala entera, daban paso a un amplio balcón. Uno de los soldados que hacía guardia en la estancia se adelantó a ellos y abrió las cristaleras, dejando así paso a una agradable y fresca brisa nocturna. El rey y su general salieron al balcón y, a un gesto del primero, el mismo guardián que les había permitido el paso cerró las altas puertas de cristal, dejándolos a ambos en la soledad de la noche.

Joran IV de los Gavain, rey de las tierras de Aeldra y protector de los pueblos de los hombres, se recostó sobre la barandilla de piedra que guardaba la balconada. Cuando el general se situó junto a él, el rey exhaló un prolongado y hondo suspiro que se perdió en el viento nocturno. El anciano cerró los ojos y dejó que la brisa acariciara su rostro cansado y macilento.

—Hacía tiempo que no salía a tomar el aire de la noche y a observar la ciudad cuando la baña la luz de nuestra diosa Naelys —dijo mientras abría los ojos—. Dioses… qué belleza.

Siguiendo la mirada del monarca, Alastor observó el entresijo de callejuelas y pequeñas edificaciones que era Nesalon, la capital del reino de Aeldra y del mundo conocido. La luz de la luna llena, que brillaba alta en el cielo nocturno, iluminaba la ciudad convirtiéndola en un regalo para los ojos. Parecía imposible que hubiera algo más hermoso que la más grande de las ciudades del mundo bañada por la luz de una luna que parecía más grande que nunca.

—Es un placer que pocas veces puede permitirse un rey, ¿no crees? —preguntó Joran dirigiéndose hacia el hombre que se erguía junto a él.

—Creo que un rey debería poder tomarse los placeres que deseara, Majestad —repuso Alastor respetuosamente—. Por eso es el rey.

—Oh, vamos. Puedes dejar las formalidades, comandante. Estamos solos aquí fuera. Tú, yo y la diosa Naelys en el cielo, brillante y bella como siempre ha sido.

Alastor calló por unos segundos y esbozó una sonrisa con un deje de amargura.

—Hacía tiempo que no podía hablar contigo de tú a tú, Joran —dijo—. Si tengo que serte sincero, lo echaba de menos. Desde que asumiste el trono… creo que la complicidad que nos unió en el pasado se desvaneció. Bueno… —titubeó—, quizá no se ha desvanecido, pero desde luego no es lo mismo.

El rey meditó unos instantes y asintió.

—Es triste, pero es cierto —asintió Joran esbozando también una melancólica sonrisa—. En aquellos tiempos estaba más unido a ti que a cualquier otro. Eran buenos tiempos… más sencillos. No había que rendir cuentas a nadie, y teníamos libertad para hacer y deshacer a nuestro antojo. ¿Recuerdas nuestros tiempos en los que errábamos los caminos de las tierras aeldranas, montados en nuestros caballos y con nuestras espadas a los lados? Dioses, aquellos eran los buenos tiempos…

—Y cómo olvidarlos, Joran —respondió Alastor—. ¿Recuerdas aquella vez que tomamos en una sola noche el castillo de aquel tirano que se había rebelado contra el rey, contra tu hermano? Dioses, cómo era su nombre…

—Lord Marquen. Lo recordaré siempre —dijo el rey con una risotada—. Era otoño y ya comenzaba a hacer bastante frío, porque sus tierras se encontraban muy al norte de la isla de Alenor. Mi hermano nos había enviado a nosotros junto con un pequeño ejército para recuperar el territorio en su nombre.

»Estábamos todos, ¿no es cierto? Finn de la Gran Llanura, Valten el Lancero, Godwyn, Chandu el Titán… Recuerdo aquella noche como si hubiera sido ayer —continuó el rey—. Estábamos todos alrededor del fuego, intentando entrar en calor. Pero en aquellas malditas tierras del norte la humedad se te colaba por entre las mantas y conseguía helarte hasta los huesos. Y entonces Finn… ¿fue Finn quien empezó?

—Sí, fue él —respondió Lancesvil uniéndose al relato—. Empezó a hablar de lo cómodos y calientes que debían estar los del castillo de lord Marquen. Comenzó a describir sus camas, sus comidas, el calor de sus fuegos… las mujeres con las que podían acostarse.

—¡Dioses, sí! —dijo el rey entre risas—. Nunca le había odiado tanto como entonces, a él y a su bocaza. Al final, después de media hora de escucharle, borrachos como estábamos, se nos ocurrió la gran idea de tomar el castillo aquella misma noche.

—Cierto… despertamos a todos los hombres y les hicimos ponerse en marcha —continuó Alastor—. Nosotros seis conseguimos entrar en el castillo escalándolo con ganchos desde el lado del acantilado, y una vez dentro intentamos encontrar la forma de abrir los portones, pero…

—Pero nos descubrieron —retomó Joran, animado—. Nos equivocamos de sala y fuimos a parar a los cuarteles de los guardias de Marquen. Dioses, estaban jugando a los dados… La cara que les quedó al vernos entrar fue como para pintarla en un cuadro. La que se armó allí fue buena de verdad. Sonaron los cuernos, dieron las alarmas. Nadie sabía qué ocurría, por el Abismo. No sé ni cómo conseguimos abrirnos paso entre sus filas para abrir las puertas y permitir a nuestro ejército tomar el castillo.

Alastor sacudió la cabeza con gesto sonriente.

—Sí… aquella fue una noche memorable, por el Abismo. La celebración posterior a la conquista en las propias estancias del rebelde fue digna de los dioses y los héroes. Y al final, cuando todos los demás se fueron a dormir… tú y yo…

El rey desvió la mirada, visiblemente avergonzado por aquel recuerdo. Sacudió el rostro, que de pronto se había puesto de un color rojizo, y miró al cielo estrellado.

—No éramos más que niños… y los dioses estaban de nuestra parte —dijo con melancolía—. Aquellos eran desde luego tiempos mejores. Ahora todo es más complicado. Cada acto, cada decisión que tomo tiene decenas de consecuencias imprevisibles que debo tener en cuenta. Cada paso que doy puede ser el que me lleve a la tumba, o el que me consiga la gloria. A veces me duele la cabeza solo de pensarlo… pero supongo que eso es lo que significa ser rey… ¿no es así?

La pregunta flotó en el aire y, al cabo de unos segundos de silencio en los que aprovechó para tomar y expulsar aire, Alastor retomó de nuevo la palabra, dejando la pregunta sin responder.

—Joran, cuando tus hombres te han mandado llamar esta noche diciendo que me urgía hablar contigo no exageraban en absoluto —dijo—. Hay asuntos de máxima necesidad que debo tratar contigo.

—Bueno, soy todo oídos, amigo —respondió el rey volviéndose hacia él—. El frescor nocturno ha despejado mi mente y mis sentidos, así que dispones de toda mi atención. ¿Qué es lo que te preocupa, Alastor? ¿Qué turba tu mente?

Alastor Lancesvil aguardó unos segundos en silencio, como sopesando si debía dar o no el paso.

«Pero debo hacerlo»:

—Es… esta situación, Joran. Esta situación en la que nos encontramos los aeldranos. Ya no podemos… ya no podemos seguir así. No podemos tolerarlo más.

El rey lo miró con extrañeza.

—¿A qué te refieres con «esta situación»?

—Los Yinn, Joran… —continuó Alastor—. En los últimos años se han vuelto… manipuladores, fríos. Tremendamente ambiciosos. Aquellos Yinn gentiles y de buen corazón que narraban las leyendas de nuestros antepasados se han desvanecido ya. Los que hoy nos gobiernan no son más que sombras de aquellos. Y como sombras… solo la oscuridad habita en ellos.

El rey Joran frunció el ceño ante las palabras de su general.

—Nos ata a ellos un juramento de sangre, Alastor, uno que forjaron nuestros antepasados. Estamos sometidos a su voluntad, lo deseemos o no, pues así lo acordamos tanto tiempo atrás.

—Joran… ¿importa más cumplir un juramento olvidado que proteger las vidas de los hombres que nos siguen? Cada pocos años comienzan una u otra guerra, los unos contra los otros… pero nunca luchan ellos mismos. Siempre nos mandan a nosotros, a los hombres de buen corazón, a morir por sus rencillas. Juegan a ser dioses con nosotros y con las vidas de los nuestros, y eso es algo que no podemos seguir tolerando.

El rey permaneció en silencio unos segundos con la mirada perdida en la inmensidad de la noche clara. Sus labios estaban fruncidos como si estuviera masticando un bocado de amargo sabor.

—¿Y qué es lo que planeas exactamente, si puede saberse? —respondió al cabo de poco—. Ellos son demasiado poderosos como para que les podamos hacer frente, lo sabes tan bien como lo sé yo. Ellos son dioses y podrían aplastar nuestro mundo con tan solo desearlo.

—En eso te equivocas, mi rey, pues dioses no son. Los dioses son tres, y son los astros que iluminan el cielo durante el día y la bella luna que nos acompaña en esta oscura velada. Daku, Alwa y Naelys son las únicas divinidades que el hombre debe reconocer, y así hablan los sacerdotes.

Joran IV se rascó la barbilla.

—Bien, Alastor, te lo concedo. No son dioses… no en el sentido estricto de la palabra. ¿Pero acaso hay algo que tú, yo o alguno de nosotros los mortales podamos hacer al respecto? —replicó el rey.

—Así es, Joran, y ese es el motivo por el que te he hecho llamar —respondió el general—. Morkana, el Último Hechicero, ha desarrollado un sistema, un arma que puede herirlos de muerte. Ha descubierto su punto débil y asegura que podemos utilizarlo a nuestro favor para librarnos de una vez por todas de su yugo. Es nuestra oportunidad para poner las cosas en su sitio.

—¿Morkana te lo ha asegurado, dices? —bufó Joran—. ¿Ahora se supone que debo fiarme de la palabra de ese charlatán, de ese estúpido mercachifle? No le llaman el Último Hechicero por nada. La magia es un vestigio del pasado, Alastor, un arma demasiado peligrosa como para que nosotros debamos blandirla. Mírame a los ojos, Alastor, y dime que debo jugarme el destino de los hombres a los que he jurado liderar y proteger por la palabra de un loco como Morkana.

Alastor Lancesvil cambió el peso de una pierna a otra. La tensión que había en el aire parecía rodearlo y aprisionarlo, grave y pesada.

—Sé que no te fías del hechicero, Joran, pero él nunca nos ha dado motivos para pensar que no sabe lo que hace —replicó el general con decisión—. Además, me hablas del juramento que hiciste de proteger a tus súbditos… pues es ese mismo el juramento que te pido que honres. Defiende a tu pueblo del enemigo. Detén las matanzas sin sentido alguno. Acaba con esto de una vez, Joran.

El ceño del rey se había fruncido tanto que parecía que nunca iba a volver a su posición natural. Sus ojos transmitían una ira severa apenas contenida que amenazaba con arrasar con todo sin tener en cuenta viejas amistades o antiguas lealtades.

—Te ordeno que dejes de proferir blasfemias en mi presencia, general —advirtió el monarca—. Suficiente ha durado tu pequeño… discurso. Ahora vuelve a tus cabales, desparece de mi vista y te concederé la gracia de olvidar las palabras que tus labios han pronunciado esta noche.

Alastor, que hasta ese momento había sentido miedo y nervios que le habían agitado el estómago, sintió de pronto como el fuego de la rabia también ardía en su interior, consumiendo cualquier temor que había sentido hacia el rey y su reacción.

—¿Olvidar…? ¿Crees que quiero que olvides algo de lo que te estoy diciendo? —dijo—. No, Joran, no me has entendido bien si piensas que esto que digo no es más que el alegato de un hombre loco. Lo he estado pensando desde hace mucho, muchísimo tiempo. Años. Y por fin me he decidido a actuar. Algo que debería haber hecho mucho tiempo atrás y que el miedo impidió.

»Pero no… el miedo ya no podrá retener mi voluntad. Llevo tiempo manteniendo conversaciones con figuras de relevancia de todos los ámbitos de nuestra sociedad. Nobles, sacerdotes, comerciantes, plebeyos… Todos están de acuerdo en una sola cosa: que los hombres no pueden ser durante más tiempo las marionetas de aquellos que se hacen llamar dioses y no lo son.

—¡Basta! —chilló Joran—. ¡Ya he escuchado suficiente!

Los dos hombres se miraron, muy quietos. La tensión había convertido todo a su alrededor en una gran roca que los aprisionaba, pesada y gigantesca. Cada soplo de aire, cada rayo de luz que reflejaba la blanca luna, cada pequeño sonido que llegaba hasta ellos desde la ciudad que descansaba a sus pies se había detenido. Todo en el mundo se había petrificado mientras dos hombres que antaño se amaron se miraban ahora como si fueran enemigos mortales.

Al cabo de una eternidad que cabía en un suspiro, el rey volvió a hablar.

—No puedo creer lo que escuchan mis oídos en esta noche aciaga… No, no puedo creerlo —susurró, casi más para sí mismo que para su interlocutor—. Pido… no, ruego a los dioses que me despierten de esta pesadilla en la que han creído justo inmiscuirme.

»Pero no lo consigo. Abro los ojos y todavía veo ante mí a un hombre al que antaño conocí. A un hombre al que quise más que como a un hermano y que ahora admite abiertamente haber conspirado en mi contra. Que reconoce sin tapujos que está urdiendo un plan para rebelarse contra el poder al que, como yo mismo, ha jurado servir. No… no lo puedo creer.

»No lo volveré a repetir, Alastor Lancesvil. Esta es tu última advertencia. Te la concedo por el… amor que antaño nos unió. Abandona esta senda que estás caminando, pues si sigues profiriendo blasfemias y hablando de traición como lo haces, haré que te arranquen la lengua y los ojos, y te colgaré por los tobillos desde la torre más alta que pueda encontrar. A ti y a todos los que dices que te siguen en tus ideas de loco que harían arder el mundo. Ahora… me retiraré a mi alcoba y trataré de recuperar un sueño del que nunca tendría que haber sido despertado. Más te vale, por tu bien, que jamás vuelva a oír una sola palabra más de todo esto.

El rey comenzó a andar con pesadez y cansancio, como si cada paso le costara el esfuerzo de un millar. Recorrió con lentitud el balcón hacia las puertas de cristal que separaban el exterior del interior y su mano se posó sobre el pomo metálico de estas. Sin embargo, antes de que sus dedos giraran para abrirlas, una palabra lo detuvo.

—No.

Joran IV de los Gavain inspiró, expiró y dio media vuelta. Sus ojos se clavaron de nuevo en los de Alastor, que le devolvía una mirada desafiante y dura como el acero que su vaina vacía solía contener.

—¿Cómo has dicho…? —dijo el rey en un susurro.

—He dicho que no —respondió Lancesvil con firmeza—. Has dicho que he estado conspirando contra ti y eso, mi rey, no es cierto. Nunca lo he hecho y nunca lo haré mientras me quede aliento, pues no eres tú el responsable de toda la barbarie y la destrucción que azota a nuestro pueblo. No eres tú el objeto de mi ira… de nuestra ira, la mía y la de todos los aeldranos. Pero te necesitamos, Joran. Necesitamos tu apoyo. Tú eres el rey de los hombres, nuestro estandarte, y solo contigo en nuestro bando podremos…

—¡¿Podréis qué?! —interrumpió el rey a voz de grito, haciendo aspavientos con los brazos—. ¡¿Derrotar a los Yinn?! ¡¿Eres realmente tan necio como para creer que los trucos de prestidigitación de un ilusionista de poca monta como Morkana nos darán alguna posibilidad contra esas criaturas que moldean la realidad a su antojo?!

—Te lo estoy diciendo, Joran, pero tú no quieres escucharme —le cortó el general antes de que el rey pudiera continuar—. El Último Hechicero ha descubierto una forma de igualar nuestro poder al de los Yinn. Por fin tenemos la libertad al alcance de la mano… tenemos la capacidad de hacer pagar a esos monstruos por los crímenes que han cometido contra nuestras gentes durante generaciones.

»No, no, Joran… no me mires así. Sabes perfectamente de lo que hablo. Tú lo has visto y lo sabes tan bien como lo sé yo. Los Yinn controlan nuestras vidas y manipulan nuestro destino a su antojo. Y se equivocan… dioses, si se equivocan. El Valle de Dashiell. La Matanza de Costarroca. El Asedio al Bastión Blanco, que desde entonces se conoce como el Bastión Rojo. Las ruinas de decenas de antiguas grandes ciudades, donde ahora miles de cadáveres se pudren al sol esperando a que aparezca alguien que les rece una oración.

—¡¿Y tu solución consiste en iniciar una guerra contra criaturas con un poder como el de los Yinn?! —gritó el rey, con el rostro rojo de rabia—. ¡¿Así piensas detener las muertes?! Las que me recuerdas te parecerían pocas en comparación, necio ingenuo. Guerra la habrá siempre, Alastor. Muerte la habrá siempre. ¿El mundo no es un lugar justo? ¡Bravo! ¡Estoy seguro de que eres el primero que se da cuenta!

»¿Es que todavía, después de tantos años, todavía no lo has entendido, Alastor? El mundo será un lugar injusto hasta que se vaya al Abismo. Los hombres hemos nacido para matarnos los unos a los otros, está en nuestra naturaleza. Guerra y conflictos los habrá siempre, ¡siempre! Así que, ¿qué importa matar y morir en nombre de los Yinn o hacerlo en el nuestro propio? ¡¿Acaso hay alguna jodida diferencia?!

De pronto Alastor Lancesvil se sentía tranquilo, pues, de un modo extraño, sabía perfectamente lo que iba a ocurrir a continuación.

—Sí, Joran… sí la hay. Eres ya de los últimos que así piensa, mi rey. Pero ya es hora de acabar con esta farsa. Habrá bajas, sí. Las habrá porque ha de haberlas para que los hombres puedan por fin luchar por una causa que sea la suya propia. Debemos ser dueños de nuestro propio destino, escribir las páginas de nuestra propia historia. Hoy comienza el principio del fin, mi amigo, mi querido hermano… Aquí y ahora.

Antes de que Lancesvil pudiera decir una sola palabra más, el rey Joran se lanzó a toda prisa hacia las cristaleras que los separaban de la estancia de audiencias. Con el impulso de su carga las abrió de un golpe y se dirigió a gritos hacia los hombres que hacían guardia en la sala.

—¡Soldados! ¡Prended a Lancesvil! —chilló el monarca—. ¡No es más que un traidor desgraciado sin honor, y se pudrirá en una celda el poco tiempo que le resta de vida! ¡A él, a él, he dicho!

La reacción de los hombres que custodiaban la sala no se hizo esperar. Cuatro de los cinco hombres enarbolaron las armas y se lanzaron a la carrera hacia donde se encontraba el general, mientras que el quinto guardián salió a toda prisa de la estancia, mientras el rey se cubría junto al trono.

Alastor aguardó en el balcón, con toda la tranquilidad que fue capaz de reunir en aquellos pocos instantes antes de que todo empezara. Cerró los ojos, tomó aire y lo dejó ir con la suavidad de una caricia. Cuando sus párpados se abrieron de nuevo, uno de los hombres del rey había llegado hasta él. La hoja de su alabarda se elevó en toda su altura, dispuesta a descender y rajar al traidor de arriba abajo, pero Lancesvil esquivó el corte, pegó su cuerpo al del soldado y con una hábil maniobra de combate lo proyectó por encima de la barandilla del balcón. Mientras el primero de los soldados se precipitaba al vacío de la noche entre chillidos de histeria, Alastor se apresuró a cruzar las cristaleras y adentrarse de nuevo en la sala de audiencias del rey.

—¡Prendedlo! ¡Prendedlo, por el Abismo! —chillaba incansablemente el rey Joran desde detrás del trono que dominaba la sala.

De los tres guardianes que quedaban en la sala, dos se abalanzaron hacia Alastor, cada uno por uno de sus flancos. El general esquivó el primer golpe de alabarda y consiguió apresar el asta del arma de su enemigo y, después de un breve forcejeo, Lancesvil arrancó el arma de las manos del soldado al mismo tiempo que saltaba a un lado para evitar un tajo del segundo guardián que le habría sesgado el cuello. Hizo una finta, golpeó con el arma y, de pronto, la cabeza ensangrentada del soldado al que había arrebatado el arma rodó por el suelo.

Alastor balanceó en sus manos la alabarda que acababa de utilizar contra su portador, y caminó con tranquilidad hacia el centro de la sala. Los dos guardianes que restaban se encontraban ante él, expectantes y temerosos al mismo tiempo; la fama de Alastor Lancesvil lo precedía. A espaldas de los guardianes se irguió en su trono el rey, con ambos pies sobre el asiento, mirando a Alastor con desprecio.

—Nunca habría esperado una traición como esta por tu parte, Alastor… —masculló—. Habría jurado por los dioses y mis antepasados que nunca habrías sido capaz de hacer algo semejante.

—Y sin embargo habrías errado en tu juramento, Majestad —replicó el general—. Pues aquí me tienes. La sangre de tus hombres mancha mis manos y mi hoja, pero no debes equivocarte. No soy yo el traidor. Eres tú el que has decidido dar la espalda a tu propio pueblo cuando más te necesita.

—No trates de lavar tus culpas echándolas a mis pies —replicó el rey—. Solamente tú eres el responsable de esta infamia. Tú… y ese bufón titiritero de Morkana. ¡Vuestras cabezas adornarán al alba las picas de mi balconada, traidor!

Antes de que Alastor pudiera responder, la puerta de la sala volvió a abrirse para dar paso al guardián que se había marchado nada más comenzar la trifulca, con toda seguridad en busca de refuerzos. Su rostro estaba pálido como la leche y perlado por el sudor, y el miedo y el nerviosismo en su mirada aumentaron notoriamente cuando vio la cabeza del soldado que Lancesvil había degollado.

—Majestad… mi rey… —dijo con un hilo de voz—. Abajo hay… sangre por todos lados… y…

—¡Habla como mandan los dioses, muchacho! —gritó el rey desde el otro extremo de la sala.

—Abajo, Majestad… los hombres se matan entre ellos.

La mirada de Joran se posó instantáneamente en Alastor Lancesvil, que observaba aún al recién llegado.

—¿Eres tú el responsable de esto también, Alastor? —inquirió el monarca.

—Así es, Majestad —respondió él al cabo de unos instantes—. No lo hemos escuchado antes por el ruido del combate, pero… escúchalo ahora.

Lancesvil se acercó con paso decidido hacia las cristaleras entrecerradas que daban al balcón y las abrió de par en par. El rey, los tres guardianes que rodeaban al general y él mismo guardaron silencio por un instante, y pronto lo oyeron. Por el amplio ventanal abierto acompañaba al viento nocturno el sonido de cientos de gritos y el entrechocar del metal.

—Hemos dicho basta, Joran —dijo Alastor al cabo de unos momentos—. No toleramos más el régimen al que nos tienen sometidos los Yinn. Nos hemos rebelado. Y de la misma forma que ocurre aquí, ocurre lo mismo en decenas de ciudades a lo largo y ancho del reino. Mi esperanza era poder evitar un derramamiento innecesario de sangre… si te hubieras unido a nuestra causa, quizá…

—¡Basta de parlamento! —gritó Joran con el rostro congestionado de raba y furia contenida—. ¡Guardias, a él! ¡Que no escape con vida, por el Abismo!

Los tres soldados que restaban comenzaron a acercarse a Alastor con cautela, a pesar de la insistencia y el deje de urgencia que había en la voz del viejo rey, pues el general, una leyenda del cuerpo militar, acababa de liquidar ante sus ojos a dos de los guardianes de élite del rey con demasiada facilidad. Los dos que había frente a Lancesvil comenzaron a abrirse lentamente hacia sus flancos, mientras que el recién llegado comenzó a aproximarse por su espalda. «Así que quieren tomarse su tiempo», pensó Alastor. «Pues no se lo concederé».

Con un ágil movimiento de pies y una corta carrera, el veterano general se plantó ante el primero de los guardianes. El metal danzó por unos segundos, y entre el rechinar y las chispas asomó un alarido. Antes de que el cuerpo del primero de los hombres tocara el suelo, con un brazo cercenado, Alastor se encontraba ya ante el segundo de ellos. Con un amago y una finta, la hoja del general atravesó el torso de su enemigo.

Cuando el segundo cayó al suelo, también entre gemidos, Alastor agitó su arma para sacudir la sangre que recubría la hoja y se dirigió a paso lento hacia el último de los hombres que quedaban, aquel que acababa de regresar. Y al observarlo con más atención, el general reparó en un detalle que había pasado por alto hasta aquel preciso momento; el último guardián era, a diferencia de los demás, poco más que un crío. Aunque era corpulento y nada bajo, su rostro fino e imberbe denotaba una juventud evidente. El joven soldado sujetaba el arma con manos temblorosas mientras dirigía constantes miradas nerviosas a los cuerpos muertos y moribundos de los que habían sido hasta hacía algunos instantes sus compañeros de guardia. Su rostro, blanco como la luna, reflejaba la luz de las antorchas a causa del sudor que lo recubría.

—¡¿A qué esperas, muchacho?! ¡Vamos! —lo exhortó Joran desde el otro lado de la sala—. ¡Protege a tu rey tal y como juraste, maldito desgraciado! ¡Vamos, ataca!

—Rinde tu arma, muchacho, y no se te hará daño alguno —dijo Alastor a su vez—. Tienes mi palabra.

—¡Su palabra no vale nada, por el Abismo maldito! —chilló el rey desde detrás del trono—. ¡Atácalo, atácalo, vamos, por los demonios!

Mirando a uno y a otro con ojos desorbitados, el joven alzó bien alta el arma temblorosa y se lanzó a la carga con un grito agudo que, más que temor, inspiraba lástima. Alastor resopló, resignado, y esperó a que llegara el ataque, y una vez lo tuvo encima, se echó a un lado y golpeó con fuerza.

El joven soldado se paró de golpe, con el arma a medio golpear y con los ojos perdidos en un vacío infinito. Miró a Alastor y bajó la mirada. La hoja del arma del comandante se le hundía en el pecho, y la sangre bajaba a raudales por su torso para gotear en las baldosas del suelo.

El general Lancesvil realizó un movimiento hacia un lado, deslizando el arma y cortando el pecho del muchacho, y este cayó de rodillas. Sus manos soltaron la alabarda y sujetaron el corte que cada vez sangraba más y más. La hoja de Alastor sesgó el aire y la cabeza del chico salió volando por los aires para ir a parar a los pies del trono.

—Tu tiempo se ha terminado, rey Joran —dijo Alastor, acercándose al trono—. Ya no quedan más de tus hombres para ayudarte. El fin de los que apoyan a los Yinn y su tiranía ha llegado.

El monarca salió a paso lento de detrás del trono hasta plantarse ante Alastor y se irguió en toda su altura, con el porte y la planta de un verdadero rey. Por un momento el general pudo ver en él un atisbo del hombre que una vez fue, aquel al que llamaron Joran el Indómito.

—Tu causa está perdida, Alastor… —dijo el rey, con más amargura que rabia—. Nada conseguirás de esta rebeldía, de esta guerra que hoy has comenzado. Solo muertes… Hoy ya has causado las primeras, pero no serán las últimas. La sangre de miles bañará tus brazos.

—Ya lo hace, Joran —respondió Lancesvil—. La sangre de miles ya mancha mis manos, y las tuyas también. Nos hemos bañado durante años en sangre inocente al permitir que los Yinn jugaran a la guerra, utilizándonos a nosotros como sus fichas de juego. Se acabó, Joran, no hay vuelta atrás. Viviremos libres o moriremos en el intento, pues una existencia al servicio de otros no es vida. Esta es la voluntad del pueblo de los hombres.

—No… no lo entiendes, Alastor… —dijo el rey, que tenía lágrimas en los ojos—. No importa lo que hagas… no importa lo que intentes… porque no conseguirás nada. El mundo seguirá su curso y la gente seguirá muriendo. Y la guerra seguirá mientras siga el hombre. Y cuando hayan pasado miles de años desde este momento, otro tirano gobernará. Y habrá más muerte, y más sufrimiento. ¿No lo entiendes, Alastor? Nada de lo que hagas tendrá ningún efecto, ninguna relevancia. No serás más que una pequeña mancha de tinta en el pesado libro del tiempo…

—La diferencia entre tú y yo, Joran, es que yo aún no me he dado por vencido —replicó el general—. Lucharé mientras me quede aliento y no desfalleceré. Sé que eso es lo que Joran el Indómito habría hecho en su juventud. Y ahora, amigo mío… ha llegado la hora.

—¿Vas a matarme, no es cierto…?

—Sabes que tengo que hacerlo.

—Sí, así lo creía… —suspiró el rey—. Créeme, hermano… me habría gustado combatir a tu lado y compartir tu espíritu una vez más. Una última vez… pero yo ya no puedo. Estoy tan… cansado.

—Todo habrá terminado pronto, amigo… —dijo Alastor mientras sus manos se empapaban de la sangre del rey—. Todo terminará en unos instantes.

El cuerpo del monarca se desplomó en los brazos del hombre que le había dado muerte. La sangre formó un charco en el suelo y se fundió con la que ya bañaba las baldosas de la sala real. Alastor Lancesvil, con los ojos anegados en lágrimas, depositó el cuerpo moribundo de Joran en el suelo y le apartó el vello canoso que se le pegaba al rostro.

—Descansa en paz, rey de reyes —le susurró al oído—. Yo llevaré a cabo la lucha que tú habrías librado.

—Alastor… yo… yo…te… —musitó débilmente el monarca con sus últimos alientos, extendiendo una mano temblorosa y ensangrentada que acarició suavemente el rostro y los labios de Lancesvil.

—Lo sé, amigo, lo sé… yo a ti también.

Alastor acercó su cabeza hacia la del rey hasta que su frente tocó con la de él, y de igual forma lo hicieron sus labios, que se posaron con la suavidad del vuelo de una mariposa sobre los del hombre que moría. Después del leve beso, sus labios se separaron, el rey cerró los ojos y exhaló su último suspiro.

—Ve con tu padre y con tus hermanos, amigo mío, y acúnate en el seno de los dioses… —musitó Alastor Lancesvil con una voz quebrada por el dolor—. Pues tú y yo nos veremos en la próxima vida.

El general cayó de rodillas ante el cadáver del hombre al que había amado y había matado y su mirada se elevó hacia el techo, con grandes lagrimones bajando como cascadas por sus mejillas.

—Alwa, Daku, Naelys… sagrados dioses benevolentes… —recitó en voz baja—. Acoged en vuestro regazo al buen hombre que os envío. Él fue Joran, hijo de Rakan, apodado el rey Indómito y único heredero del linaje de los Gavain. En vida fue un buen hombre y no merecía un final como el que le he dado. Yo… quizá la única persona que le llegó a conocer verdaderamente. Yo, el único que lo amó de verdad… os suplico que lo recibáis en el cauce de la eternidad y que lo tratéis con el honor y la gloria que en sus días de juventud sin duda ganó.

»Y en cuanto a mí… una vez más ruego vuestro perdón. Nada más que el amor por mi pueblo y el honor del hombre guían mis pasos. Bendecid mis armas y dad fe a mis hombres para enfrentar los días oscuros que vienen.

Cuando terminó la plegaria, Alastor Lancesvil se alzó y se dirigió hacia la balconada donde había mantenido la conversación con el rey. De algún modo le extrañaba que aquello hubiera ocurrido solamente algunos minutos atrás, pues parecía algo perteneciente a un tiempo demasiado lejano. Como si hubiera renacido. El general se asomó por la barandilla y observó el fuego que alumbraba las calles de la ciudad. Los ruidos de batalla se habían apagado ya y una calma feroz y cerrada embriagaba el aire.

La puerta de la sala del trono se abrió de par en par y un hombre armado la cruzó a paso vivo esquivando los cadáveres que se esparcían por el suelo. Cuando llegó ante Alastor se detuvo e hizo una leve reverencia.

—Lord Lancesvil, señor —saludó—. Ya ha terminado. La ciudad es nuestra.

—¿Lo oyes, Joran? —murmuró Alastor para sí mismo—. Ya ha comenzado… la Extinción del Fuego.

Capítulo 2

Alastor Lancesvil recorría a paso vivo y apresurado las calles humeantes y llenas de escombros de la ciudad llamada Cylantis. Años atrás, antes de que el general mismo hubiera nacido, la ciudad había llegado a ser una de las más grandes e importantes urbes del reino de Aeldra. Sin embargo, hacía ya décadas que la había afectado una decadencia y una crisis profunda que la habían corrompido y que la habían conducido, paso a paso, hacia la ruina, convirtiéndose prácticamente en una ciudad fantasma.

A pesar de ello, Cylantis seguía conservando cierta relevancia por un motivo que Alastor conocía bien, y por el cual se había desplazado a ella desde la capital, Nesalon, donde había estallado la rebelión algunos días atrás; Cylantis era la antigua sede de la organización conocida como el Círculo de Hechicería. Antaño un poderoso gremio de magos, se había convertido en los últimos tiempos en una organización atávica y vestigial, perteneciente a tiempos pasados. Aunque oficialmente seguía en activo, el Círculo contaba con un único miembro: Morkana, hombre al que Alastor había ido a visitar, y que era comúnmente conocido como el Último Hechicero.

El general Lancesvil había llegado a la ciudad pocos días después de que estallara en todo el reino aeldrano la rebelión que había pasado a conocerse como la Extinción del Fuego, un movimiento de rebelión contra la tiranía que los seres llamados Yinn ejercían sobre el reino. Después de la muerte del rey Joran a manos del que fuera su mejor amigo, compañero y general de sus ejércitos, había sido el caos el que había tomado el relevo en el gobierno. Cerca de la mitad de los barones y nobles que antaño sirvieron a los Gavain habían seguido a Alastor Lancesvil levantándose en armas y celebrando la muerte del rey, al que llamaban tirano y marioneta de los Yinn. En cuanto a los nobles que no se habían unido a la rebelión, se dividían en dos facciones; por un lado estaban los que aún no habían decidido a qué bando pertenecían, aguardando a que la guerra que se avecinaba diera comienzo para así elegir los aliados que más les convinieran, y por otro lado estaban los que afirmaban deber fidelidad al difunto Joran el Indómito y a los Lores Yinn, es decir, los que se oponían a la rebelión iniciada por Alastor Lancesvil, al que condenaban como traidor y regicida.

En aquellos pocos días que habían pasado desde la muerte del rey, muchas de las ciudades donde sus dirigentes habían decidido apoyar la rebelión habían sufrido ataques por parte de las tropas leales a la corona y a los Yinn, que habían tratado de tomarlas de vuelta, y Cylantis era una de aquellas ciudades. A pesar de que no era ni la mitad de majestuosa que había sido en el pasado, seguía siendo una gran ciudad con un gran número de habitantes, y la batalla había sido dura. Sin embargo, según los informes que habían llegado al alto mando de la Extinción del Fuego, las tropas rebeldes habían conseguido, con la ayuda del hechicero Morkana, defender la ciudad y mantenerla, rechazando así el envite de las tropas invasoras, que habían terminado por retirarse irremediablemente.

Y mientras recorría a paso ligero las calles, callejuelas y avenidas de Cylantis, Alastor observaba por doquier las consecuencias que la batalla había tenido sobre la ciudad. Por doquier se veían pilas de escombros, improvisadas tiendas donde se atendía a los heridos y los tullidos, así como diversas carretas que transportaban montones de cadáveres carbonizados y medio putrefactos. El olor de los cuerpos en descomposición le hizo arrugar la nariz, pero no permitió que el hedor le amedrentara ni que detuviera el ímpetu de su caminar. Para Alastor aquella pestilencia era una vieja conocida, pues tantas veces la había sentido en las decenas de batallas en las que había combatido que ya se había acostumbrado.

Pronto dejó atrás la zona más periférica de la ciudad, donde el ataque de las fuerzas leales los Lores Yinn había sido más intenso, y se adentró en el centro de la ciudad, avanzando hasta que divisó por fin el lugar al que se dirigía. La torre era alta, esbelta y oscura. Los colores que adornaban sus muros se veían viejos y desgastados, y las pocas ventanas que quedaban estaban agrietadas y llenas de polvo. Aquella torre, antaño magnífica y colorida, era conocida como la Torre del Círculo, aunque a pesar de la decadencia del gremio mágico en las últimas décadas, ahora la llamaban la Torre de Morkana en honor a su último líder, quién desde hacía años vivía en la torre solo, aislado del mundo cual ermitaño. Se decía que se había convertido en un hombre loco, paranoico y desconfiado, por lo que nadie, absolutamente nadie, tenía permitida la entrada al recinto. Alastor era, sin embargo, uno de los pocos a los que el hechicero había convidado a entrar, pues ambos habían sido los principales impulsores de la rebelión contra los Yinn.

Una vez los pasos de Alastor lo llevaron hasta el límite de la verja metálica oxidada y vieja que rodeaba la torre, se encontró de bruces con una puerta cerrada. El general la observó con atención; la puerta no tenía pomo, aunque sí una cerradura diminuta y redondeada. Alastor la empujó con una mano pero no cedió. Dio unos pasos atrás y se rascó la barbilla. Había oído que las puertas eran infranqueables para todo aquel que no hubiera sido invitado a la torre. «Pero yo sí he sido invitado. ¿Qué demonios…?», pensó. «Quizá sí…».

—Mi nombre es Alastor Lancesvil —proclamó hacia los barrotes—. Y estoy aquí para ver al Último Hechicero.

Pasaron unos segundos de silencio hasta que de pronto se oyó un chasquido y la puerta se abrió. «Increíble, esta magia de…». Su pensamiento se quedó a medias a la par que cruzaba la puerta abierta, ya que al otro lado tropezó con una figura espigada y cubierta de ropajes negros y gastados. Un quejido emergió de ella mientras Alastor trataba de no perder el equilibrio.

—¿Se puede saber qué haces, Alastor? Por los dioses y el Abismo, ¿es que me he vuelto invisible?

Lancesvil se repuso y observó hacia el hombre que había hablado, al que reconoció al momento.

—Disculpa, Morkana. Yo pensaba que…

Alastor miró hacia la verja, un tanto avergonzado.

—¿Qué? ¿Es que pensabas que las puertas se abrirían solas por arte de magia? —preguntó el hechicero—. No seas ridículo, Alastor. La magia es demasiado valiosa como para utilizarla en nimiedades como esta, y más cuando una llave de buen hierro puede hacer el mismo trabajo. —El hombre agitó ante el general una llave de dicho material que colgaba de su cuello—. Ahora déjame pasar.

El hechicero apartó al general y se asomó por la puerta de la verja que había quedado abierta. Con desconfianza miró a un lado y a otro, escrutándolo todo a su alrededor.

—¿Te ha seguido alguien? —preguntó al cabo de unos instantes Morkana sin dejar de mirar hacia el exterior.

—¿Que si me ha seguido alguien? —respondió a su vez Alastor—. ¿Quién me podría haber seguido?

Morkana soltó un bufido burlón.

—¿Quién? Quién, dice… Ellos. Los leales a los Yinn. Seguro que sus espías están por todas partes. Informadores infiltrados en nuestras ciudades, tomando buena nota de todo cuanto ocurre. De quién se reúne con quién. Quién apoya a quién. Buscando el mejor momento para apuñalarte por la espalda. Dioses, debe haber decenas de ellos por aquí ahora mismo. ¿Sabes cuántas veces han intentado matarme en los últimos años, Alastor? ¿Sabes cuántas veces he tenido que luchar por mi vida contra ellos? Seguro que no lo adivinas.

—¿Cinco?

—Doce.

—¿Te han intentado matar doce veces? —Alastor se mostraba sorprendido.

—Así es —respondió el hechicero, que seguía mirando hacia el exterior con extrema desconfianza—. Y aunque he matado a todos los que lo han intentado, no me voy a arriesgar a que lo consigan ofreciéndoles una nueva oportunidad. Nunca se es demasiado precavido.

Al cabo de unos instantes, Morkana pareció quedar convencido de que no había ninguna amenaza en el exterior, por lo que cerró la puerta de la verja y giró la llave en la cerradura, aunque antes de partir se aseguró con unos buenos tirones de que hubiera quedado atrancada.

—Ahora ven, sígueme —dijo—. Tenemos mucho de lo que hablar.

El hechicero echó a andar y Alastor lo hizo tras él observándolo con atención.

Morkana era un hombre de aspecto extraño. De constitución algo debilucha, tenía el rostro de un hombre joven, con la piel blanca y tersa, sin arrugas ni manchas. Su cabello, negro y largo, recogido en una cola a la altura de la nuca, no presentaba una sola cana. Y sin embargo, el general sabía con certeza que aquel aspecto no se correspondía con la realidad, pues lo cierto era que el hechicero había vivido ya una larga vida. De hecho, Alastor lo conoció por primera vez cuando no era más que un joven guerrero, y Morkana lucía exactamente igual que lo hacía en aquellos momentos. Como si el tiempo no hubiera pasado para él.

«Y sin embargo…».

Y sin embargo, la vejez se reflejaba en su mirada. En su forma de andar, en su voz y en sus gestos. Era una vejez que no podía apreciarse a simple vista, pero cuya existencia era evidente para un ojo avizor. Alastor tenía la impresión de que seguía a un espíritu viejo y cansado atrapado en el cuerpo de un joven.

Cruzaron a paso vivo el jardín que rodeaba la torre. Las hierbas y hierbajos crecían salvajes en todas direcciones, obviando el hecho de que nadie se había preocupado por su cuidado durante mucho, mucho tiempo. Subieron una pequeña escalera y llegaron a las puertas de madera oscura que guardaban el interior de la torre. Morkana las empujó y entró, manteniéndolas abiertas para que Alastor cruzara. Cuando lo hizo, el hechicero cerró las puertas con llave a sus espaldas, asegurándose también varias veces de que no se abrirían.

El interior de la torre era oscuro y lúgubre, aunque las pocas ventanas que no estaban tapiadas permitían que algunos resquicios de la luz de los soles se introdujeran en el vestíbulo del edificio. Morkana se dirigió hacia su izquierda y se hizo con una antorcha apagada que colgaba de un soporte de la pared, y con un gesto de mano una llama apareció y alumbró todo a su alrededor.

Alastor había escuchado historias sobre aquel lugar. En otros tiempos la Torre del Círculo había sido un lugar de encuentro no solo para hechiceros, sino también para artistas, escritores, filósofos, músicos y sabios de todos los rincones del mundo que acudían a aquel lugar convirtiéndolo en un símbolo de cultura, en el adalid del pensamiento de vanguardia y de progreso. Un lugar en el que las mentes más brillantes de varias generaciones se habían reunido, nutriéndose las unas de las otras. Sin embargo, el lugar en el que el general se encontraba no parecía ni la sombra de aquella cuna cultural de la que tanto había oído hablar, sino que no parecía más que un edificio en ruinas. El suelo estaba sucio, lleno de escombros por doquier. Algunas partes del techo y de los muros habían caído, y entre las grietas de las baldosas del suelo crecían hierbajos que nadie se había molestado en arrancar. Las paredes, que habían perdido completamente el color que en el pasado las vistió, todavía estaban cubiertas por algunos tapices llenos de moho y algunos cuadros de personajes cuyos rostros eran prácticamente irreconocibles debido a la densa capa de polvo que los recubría. Algunas estatuas adornaban las esquinas, aunque la mayoría de ellas estaban hechas pedazos.

Morkana avanzó, con la antorcha en alto, a través del vestíbulo hacia la parte interior de la torre, con Alastor siguiéndole de cerca, hasta que llegaron al fondo, donde había unas escaleras de caracol de hierro oxidado que ascendían hacia los pisos superiores. Morkana permitió el paso a su acompañante, que después de un instante de vacilación comenzó a subir los escalones con paso firme y decidido. Sin embargo, antes de que hubiera escalado media docena, la voz del hechicero lo detuvo.

—No, no. Espera, no te muevas. Esto todavía debería funcionar…