El Fragmento Ámbar tomo 1: El Ojo Esmeralda - Vicent Rosselló - E-Book

El Fragmento Ámbar tomo 1: El Ojo Esmeralda E-Book

Vicent Rosselló

0,0

Beschreibung

Sumérgete en el primer tomo de la sobrecogedora saga de fantasía El Fragmento Ámbar, de gran éxito en las redes sociales, ganadora del premio especial del jurado MGE 2016, y publicada en 2017 por Nova Casa Editorial. Cuentan las leyendas que tiempo atrás existió un héroe que guió a los hombres hacia su libertad. Cuenta el mito que aquel guerrero, al que los siglos han recordado cómo Edunai Kirindel, empuñó en sus manos las armas forjadas por los dioses para acabar con la tiranía de los crueles Yinn. Entre ellas se encontraba el Fragmento Ámbar, una perla, una lágrima de una diosa por sus hijos caídos, contenedora de la esencia divina y de un poder sin límites. Sin embargo, siglos después, el Imperio que forjó Edunai se ha quebrado y las reliquias que empuñó se perdieron en el tiempo. Sus descendientes, herederos de los restos de un imperio roto, luchan por recuperarlas y empuñarlas de nuevo. Ante este escenario de tensión y maquinaciones políticas, una joven huérfana llamada Scarlett se verá envuelta en un conflicto de escala mundial. Su intervención, sin duda alguna, afectará al destino de todos, tanto reyes como plebeyos.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 634

Veröffentlichungsjahr: 2018

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Vicent Rosselló

EL FRAGMENTOÁMBAR

TOMO I: EL OJO ESMERALDA

Publicado por:

www.novacasaeditorial.com

[email protected]

© 2025, Vicent Rosselló

© 2025, de esta edición: Nova Casa Editorial

Editor

Joan Adell i Lavé

Corrección

Rocío García

Portada

Francisco García, Raijin Creatives

Maquetación

Aylin Romero

Impresión

España

Primera edición en formato electrónico: abril 2025

ISBN: 978-84-17589-39-4

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

AGRADECIMIENTOS

PRÓLOGO

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

CAPÍTULO 13

CAPÍTULO 14

CAPÍTULO 15

CAPÍTULO 16

CAPÍTULO 17

CAPÍTULO 18

CAPÍTULO 19

CAPÍTULO 20

CAPÍTULO 21

CAPÍTULO 22

CAPÍTULO 23

CAPÍTULO 24

CAPÍTULO 25

CAPÍTULO 26

CAPÍTULO 27

CAPÍTULO 28

CAPÍTULO 29

CAPÍTULO 30

CAPÍTULO 31

CAPÍTULO 32

CAPÍTULO 33

CAPÍTULO 34

CAPÍTULO 35

CAPÍTULO 36

CAPÍTULO 37

CAPÍTULO 38

CAPÍTULO 39

CAPÍTULO 40

CAPÍTULO 41

CAPÍTULO 42

EPÍLOGO

AGRADECIMIENTOS

Gracias...

... a todos los que, desde el año 2010, cuando empecé a escribir este libro, me habéis apoyado y animado a continuar. A todos los que me habéis preguntado alguna vez u os habéis interesado por mi obra. Sin vosotros el libro que tenéis en vuestras manos sería muy distinto, o quizá ni siquiera existiría. Sois muchos como para nombraros a todos, pero vosotros ya sabéis quiénes sois.

... a los lectores de mis primeros borradores, que con vuestras críticas y opiniones me ayudasteis tanto a mejorar.

... a mis padres, que nunca me dijeron que no cuando les pedía dinero para comprar un libro, y a mi hermana Neus, por ser como es.

... a dos Joans. A Joan Adell, por apostar por mí y darme la oportunidad de que esta obra vea la luz. Y a Joan Ribas, un primo que es como un hermano, que desde que era un niño me animó a escribir y me hizo creer en mi talento.

Y por último... gracias a ti, lector, por abrir la tapa de este libro. El hecho de que puedas hacerlo es un sueño cumplido para mí. Espero que lo que encuentres en las siguientes páginas te haga disfrutar tanto como yo he disfrutado escribiéndolo.

PRÓLOGO

El anciano ciego azotó una vez más los leños que ardían en la hoguera, tratando de despertar un fuego que parecía haberse dormido. Cuando por fin lo consiguió, se arrimó a las llamas como si estas fueran la cura para todos sus males y volvió sus ojos invidentes hacia donde oía respirar a su interlocutor.

—¿Qué estaba yo diciendo…? —gruñó dándose unos pequeños golpes en la barbilla—. Oh, sí, ya me acuerdo. Me habías preguntado cómo era el cielo antes de la llegada del eterno crepúsculo en el que nos encontramos… Esa, muchacho, es una buena pregunta, sin duda. Aún conservaba yo la vista cuando ocurrió. Antes, el cielo era… azul. Un color azul profundo, oscuro a veces y claro otras, capaz de la mayor calma y la mayor ira intempestiva. Bello. Nunca aprecié su esplendor cuando todavía podía verlo. Y ahora… su visión se desvanece en mi memoria. Ya casi no puedo recordar cómo era el cielo antes de que todo oscureciera.

El viejo permaneció en silencio durante algunos minutos, frotando sus manos nudosas cerca de las llamas para entrar en calor. El baile del fuego que había revivido se reflejaba en sus pupilas blanquecinas.

—Por aquel entonces era un joven idiota y estúpido —continuó—. Perdí el ojo izquierdo por una disputa que nunca tendría que haber ocurrido. Fue en un tiempo lejano, cuando pertenecía a una orden… un clan de guerreros con un estricto código. Cuando lo infringí, me castigaron con un estigma de deshonor. Un ojo ciego, una herida de por vida en el cuerpo y en el alma. El ojo derecho no lo perdí hasta hace unos años, después del Advenimiento. Un espadazo me lo rajó en una trifulca y nada más volví a ver desde entonces. ¿Sabes, muchacho?, lo último que piensas cuando pierdes un ojo es que vayas a terminar perdiendo también el otro. Quizá parecerá una tontería, pero nunca creí que los dioses tuvieran tanta mala fortuna reservada para mí.

Sus ojos ciegos parecieron centellear con furia durante un segundo.

—Pero ¿cómo era en realidad el mundo antes? —preguntó el chico que le acompañaba en aquella noche eterna.

—¿Que cómo era? No mejor que ahora, si eso es lo que me preguntas. Había guerra, muerte y sangre, como siempre ha habido. El mundo ha sido una aberración nacida del Abismo, no es otra cosa. —Hizo un silencio antes de continuar—. El hombre que pisó las tierras en el comienzo de los tiempos lo mancilló todo y manchó el mundo con su espíritu corrupto. Lo único que ocurre ahora es que el paisaje se ha convertido en el reflejo de su podredumbre. Los árboles caen, secos y sin vida, y las flores se marchitan antes siquiera de llegar a florecer. La tierra que pisamos se ha convertido en un erial. Pero nada más ha cambiado, muchacho, nada. El mundo siempre ha sido un valle olvidado y maldecido por los dioses, siempre. Ahora se muestra tal y como es en realidad.

—¿Pero por qué lo permitieron los dioses? ¿Por qué dejaron que el mundo se corrompiera de esta forma? —susurró el chico.

—Los dioses ni lo permitieron ni lo impidieron, sino que fueron los culpables —respondió—. Ellos tuvieron la culpa por crear a la humanidad, una raza con la semilla del mal sembrada en el corazón, y por ofrecernos después un poder que nunca debería haber caído en nuestras manos. El Fragmento Ámbar… el Abismo maldiga el día en que aquella condenada joya llegó al mundo, pues, a partir de ese momento, todo fue a peor. Y ahora nosotros, cientos de años después, estamos pagando las consecuencias.

—Había oído historias. Cuentos sobre unos seres que fueron creados para llevar a los humanos por el camino correcto. Creo que los llamaban…

—Yinn. Yinn, los llamaban —le cortó el viejo—. Yo vi uno una vez, ¿sabes? No solo lo vi, sino que además lo maté.

—¿Pero qué eran en realidad aquellas criaturas?

—Los Yinn fueron los primeros hijos de los dioses, muchacho —relató echándose hacia delante—. Seres de magia y de gran poder que dominaban a su antojo los elementos. Semidioses, si así prefieres que los llamemos. Su cometido, según explicaban los sabios de la antigüedad, era instruir a las razas mortales. Convertirse en sus guías y ayudar a su desarrollo. Aquello que hizo que el humano comenzara a separarse del resto de animales, pues los Yinn se lo enseñaron todo: la forja, el habla, la escritura, la construcción e incluso la magia.

El chico miró al fuego, pensativo, y se rodeó las rodillas con los brazos.

—Pero si su misión era ejercer de guías de los hombres ¿por qué…?

—¿Por qué se volvieron en su contra? —interrumpió su interlocutor de nuevo, esbozando una sonrisa torcida—. ¿Por qué cuando habían cumplido con su cometido, y los humanos podían valerse por sí mismos, decidieron permanecer en el mundo en lugar de desvanecerse tal y como los dioses les habían ordenado?

»Esa, muchacho, es la gran pregunta. Durante siglos se pensó que era por una ambición descontrolada que había nacido en su interior. No se conformaron con lo que los dioses les ofrecían, sino que querían gobernar a la humanidad durante toda la eternidad. Pero esa es una mentira tan grande que hasta me entran ganas de reír. No, no fue cuestión de sed de poder. Los Yinn decidieron quedarse en esta tierra porque conocieron el lado corrupto de los hombres, su lado podrido. Vieron la monstruosidad que los dioses habían creado y sintieron un auténtico pánico ante la simple idea de dejar tales criaturas libres y a su antojo. —El viejo se frotó de nuevo las manos, y exhaló su aliento sobre ellas para tratar de calentarlas de nuevo—. Ellos lo supieron e intentaron hacer algo para evitar la destrucción del mundo, pero los Yinn perdieron la guerra por culpa del poder del Fragmento Ámbar, y ahora… —Gesticuló con las manos, señalando el páramo que les rodeaba—. Ya puedes ver quién tenía razón.

El muchacho se arrebujó en su capa. El viento seco que provenía de las llanuras desérticas se helaba a medida que pasaban las horas. A lo lejos, en el horizonte, un punto de luz anaranjada brillaba en el cielo por debajo de los nubarrones negros que todo lo cubrían.

—Fascinante, ¿no es cierto? —dijo el anciano, adivinando la dirección en que el muchacho miraba—. Allá arriba, incandescente. Un sol por debajo de las nubes. La luz de los otros astros no ha visto la tierra desde el día del Advenimiento, pero ella… No, ella no deja nunca de brillar. Aun ciego, incluso estando tan lejos, puedo notar el poder que irradia, el fuego que la consume y la regenera sin cesar.

—Hay quienes dicen que no es una diosa de verdad —apuntó el joven sin despegar la mirada del punto que brillaba en la lejanía—, que una vez no fue más que un ser humano, igual que nosotros.

—En un tiempo quizá lo fue, sí, pero no se parecía en nada al resto de nosotros —sentenció—. Había más… pureza en su interior, más claridad. Pero ahora es lo que es, muchacho, no importa lo que digan. Es una diosa que brilla en el cielo, incandescente, y nunca dejará de hacerlo. Es lo único que todavía nos da luz. Lo único que nos separa de la oscuridad absoluta, de la muerte y la locura.

»Y aun así, sus rayos ambarinos son lo que nos permite recordar día tras día qué fue lo que perdimos. Cada día, la diosa que brilla en el cielo nos recuerda la corrupción que ha consumido el mundo, la podredumbre que todo lo ha infectado. Es, al mismo tiempo, el tesoro más valioso que poseemos y también aquello que más odiamos. Un constante recordatorio. Aún puedo rememorar sus palabras, sí… como si las estuviera oyendo ahora mismo. —Incluso sin ver, sus ojos ciegos se volvieron de forma instintiva hacia el lejano lugar desde el que llegaban los rayos de luz ámbar—. «Os derramaréis la sangre los unos a los otros por el pedazo de tierra yerma y seca que dejaré tras de mí…», sentenció, y cuánta razón tenía… cuánta, cuánta razón.

CAPÍTULO 1

No era un día como cualquier otro.

Aquella mañana, sin embargo, cuando los rayos brillantes de los soles habían asomado por encima de los tejados de la ciudad, parecía el inicio de una jornada de lo más normal. Los panaderos, que llevaban algunas horas con los hornos encendidos, comenzaban el reparto matutino de las hogazas con las que las posadas y tabernas darían de comer a los madrugadores. En el puerto, los estibadores habían comenzado a descargar los pesqueros del río que llegaban a primera hora cargados de pescado fresco para vender en el mercado. Y así, aunque la ciudad había despertado al mismo ritmo que el resto de días, aquella era una jornada especial.

Durante la mañana se esperaba la llegada de un personaje al que los ciudadanos llevaban tiempo esperando. Se trataba de un juglar, aunque eso no era lo que lo hacía especial. En una ciudad como Capital pasaban decenas de ellos a diario dispuestos a ofrecer su música y su talento a los oídos más refinados, con tal de codearse con la alta nobleza y ganarse la simpatía de algún personaje influyente y de prestigio. Si bien, aquellos músicos, poetas y cuentacuentos no solían detenerse a actuar para los más humildes. Muchos de los que la ciudad acogía evitaban poner un solo pie en las zonas más empobrecidas, donde la gente no podía pagar el precio que a veces los artistas itinerantes pedían por sus actuaciones. No obstante, había algunos que sí aceptaban actuar para el pueblo llano, y uno de ellos, quizá el más querido de todos, había anunciado su llegada aquella misma mañana. Eso suponía todo un acontecimiento, y los ciudadanos lo celebraban como lo harían con el regreso triunfal de un gran héroe de guerra. Porque Viejalengua, como se le conocía, no solo aceptaba actuar para el pueblo llano, sino que además lo hacía de forma gratuita y con el regocijo propio de los que se encuentran entre iguales. No era ningún secreto que el viejo juglar era de origen humilde, motivo por el que disfrutaba tanto actuando para los de su misma condición social. Era como un reencuentro familiar.

A pesar de que se rumoreaba que Viejalengua llegaría durante la mañana, lo cierto es que al final terminó apareciendo por la tarde. Aquellas horas de retraso no habían hecho más que aumentar la expectación que había alrededor de su aparición, hasta que al fin corrió la voz. Cuando el pequeño y azulado sol que se asociaba a la diosa Alwa, y el brillante y poderoso gigante de luz blanquecina que representaba al dios Daku llevaban su baile de luces hacia el ocaso dorado, se supo con certeza: el juglar había llegado.

Dewitt dobló a toda prisa la esquina de un callejón, atraído por los gritos de júbilo que resonaban por todas partes. Sus pies descalzos pisaban, sin ninguna preocupación, los charcos embarrados de las calles mientras se dirigía hacia la plaza donde Viejalengua siempre hacía su primera actuación, gratuita y destinada a todo el que quisiera acercarse. Scarlett seguía al chico a la carrera, vigilándolo con una sonrisa en los labios, pues no era habitual verlo tan excitado. «Ni a él ni a nadie», pensó la muchacha mientras esquivaba los charcos que Dewitt no se molestaba en evitar. El ánimo, casi euforia, que se desataba en la barriada cuando llegaba la noticia de que el juglar actuaría para ellos era solo comparable a la que había durante las fiestas de solsticio, aunque incluso aquellas eran cada año más frugales y sombrías.

—¡Corre, Scarlett, corre o nos lo perderemos! —gritaba el chico, tirando de la manga a la muchacha que correteaba junto a él.

—Tranquilo. —Lo apaciguó ella con una sonrisa—. Aún no ha comenzado. No llegaremos tarde.

—¡Pero no quiero perdérmelo! ¡Vamos, vamos!

Enseguida llegaron a la plaza de los Cuervos, donde la gente ya se estaba arremolinando alrededor de una estructura de madera que algunas décadas atrás se había utilizado como patíbulo y de la que solo quedaba el tablado de madera que hacía de escenario. Las trampillas que se abrían para dejar caer a los condenados habían sido selladas y el arco de madera del que colgaban las sogas había desaparecido. Además de la tarima, solo había sobrevivido al paso del tiempo el nombre que la horca daba a la plaza en honor de las decenas de cuervos que solían aglomerarse a su alrededor cuando los reos iban a ser ejecutados. Las sombrías aves ya no acudían, y eran los vecinos de la zona los que se arremolinaban con ansia en torno al antiguo cadalso esperando a que comenzara la actuación.

Dewitt y Scarlett llegaron a toda prisa cuando el espectáculo aún no había empezado. Como eran pequeños consiguieron colarse por entre el gentío hasta hacerse con un lugar en un porche que les daba una vista del escenario un tanto ladeada, pero directa y despejada. Nada más encontrar el sitio, como si hubiera estado esperando su llegada, el juglar subió los escalones que llevaban a lo alto de la tarima, ante lo que el público respondió con una atronadora ovación. Viejalengua era todo un ídolo en Capital.

El anciano bardo era un hombre de unos cincuenta años, con una barriga como un tonel, de barba y cabello ralo, y vestido con ropajes humildes plagados de parches y cosidos. A su espalda sujetaba con un cordel un pequeño instrumento de cuerda que parecía un laúd en miniatura, uno que Scarlett no había visto nunca y cuyo nombre desconocía. Tras aceptar y disfrutar del aplauso de la muchedumbre que le rodeaba, el artista se dirigió a su público con su tono grave y retumbante.

—¡Gracias por vuestra hospitalidad y vuestro recibimiento, buena gente de Capital! —Hubo una segunda ronda de aplausos, más corta que la anterior—. Mi nombre es Asladair de la Voz Tronante, aunque por aquí se me conoce más como Viejalengua. Es un placer para mí volver a actuar para vosotros, ¡pues no hay ni ha habido nunca un público más entregado y cariñoso!

Se oyeron algunos aplausos dispersos, y algún que otro vítor, pero se extinguieron enseguida. La gente estaba ansiosa por ver el espectáculo comenzar.

—¡Decidme! —retumbó su voz—. ¿Qué mágicas historias queréis que os cante en esta bella tarde otoñal?

Mientras el público comenzaba a gritar sus peticiones, el hombre, distraído, se descolgó el pequeño instrumento que colgaba de su hombro y lo comenzó a afinar, prestando atención al sonido que hacía cada cuerda al rasgarla.

—¡La historia del Copero curioso! —chilló alguien.

—¡El Lamento de las Valkirias aldanas! —gritó una joven.

—¡La Traición de Alexander el Malabarista! —exclamó Dewitt con su fina voz infantil, intentando hacerse oír por encima del rumor creciente que los rodeaba—. ¡La historia de Alexander el Traidor!

El bardo dejó que se lanzaran algunas peticiones más, hasta que, al cabo de unos instantes, levantó una mano y el público calló en el acto.

—¡Será, pues, la gran batalla de Edunai Kirindel, el paladín de los Tres Dioses! —proclamó con teatralidad—. ¡La lucha de un héroe que salvó al mundo de la catástrofe, la destrucción y la hecatombe! Una historia —su tono se suavizó— conocida por todos y que se seguirá contando hasta el día que el mundo caiga bajo el manto sombrío. La gesta del primer emperador del antiguo Imperio Kirindel, que venció al temible Shadarkan, también conocido como la Bestia Primigenia, un gigante aterrador de fuego rojo como la sangre.

Viejalengua arrancó algunos acordes de su instrumento. Excepto por su melodía, reinaba en la plaza de los Cuervos un silencio sepulcral. No había nadie que no lo mirara como un famélico mira un mendrugo de pan. Hipnotizados por la historia, aunque la hubieran escuchado más de cien veces. Absorbidos por ella.

—Ocurrió en una lluviosa tarde de verano —continuó, sin dejar de rasgar las cuerdas del diminuto instrumento—. Las fuerzas leales a los Yinn, los terribles y déspotas sirvientes de la malignidad, habían avanzado hasta el Monte de la Bestia, donde mediante magia antigua y prohibida, se hicieron con la llave que abría la prisión de Shadarkan.

»¡Y de pronto! —El repentino cambio de tono sobresaltó a algunos de los presentes—. La bestia despertó. Abiertas quedaron sus alas que cubrieron y ensombrecieron el mundo entero. Su abrasador aliento era tan cálido que derretía las rocas y convertía a hombres y caballos en cenizas. Era la muerte aciaga que anunciaba un fin próximo. Era el Terminador de la Vida, la Sombra Ígnea… Shadarkan, la Bestia Primigenia, había despertado y suyos eran el fuego y el poder de la desolación.

Asladair tocó algunos acordes. La música tenía matices de tristeza y temor, y en la plaza no se oía nada más. Parecía como si los asistentes incluso contuvieran la respiración, pendientes del continuar del relato y temerosos de interrumpirlo con el más ligero de los sonidos.

—Nuestro destino, amigos míos, era funesto… oh, sí, bien funesto. En aquella lluviosa velada la muerte y la vida danzaban en un baile en el que solo una podía resultar victoriosa. Pero cuando la sombra era más fatídica, cuando la muerte más se acercaba, cuando el fuego de Shadarkan se volvía cada vez más cálido… fue entonces cuando los tres Dioses: Alwa, Daku y Naelys, piadosos de sus hijos, descendieron de los cielos para entregar en mano las tres armas de leyenda a Edunai el Paladín, el Caballero Refulgente.

»Y como dicen los cuentos, los relatos y las historias, nuestro héroe convocó en primer lugar al grifo, a la criatura celestial que respondía al nombre de Äyron, mitad águila, mitad león. En cuanto estuvo sobre su lomo, ¡enarboló bien alta Lâsgrimm, la espada que los dioses para él habían forjado! Una espada de metal níveo como el sol blanco, que solo se encuentra en la lejana Tierra de los Dioses. Y por último… se colgó de su regio cuello el Fragmento Ámbar, y dejó que su fuego y su poder le inundaran y le poseyeran.

El anciano juglar hizo una nueva pausa dramática, rasgando de nuevo las cuerdas de su instrumento y haciendo sonar unos breves acordes. Aquella vez las notas sonaban a esperanza y valentía.

—¡Y Edunai atacó! Se dirigió sin temor alguno hacia el temible monstruo que amenazaba con destruir todo cuanto era bello en el mundo. ¡Y la Bestia Primigenia, al ver a aquel pequeño hombre que quería hacerle frente, rio y de entre sus fauces temibles, más grandes que montañas, un rugido tan oscuro como el Abismo retumbó por todo el mundo! —Viejalengua miró a su público con una expresión aterradora, como si él mismo fuera aquella criatura de leyenda—. «¡Yo soy la sombra de la muerte, seres insignificantes!», bramó. «¡Este es el día en el que el Fuego Terrible os consumirá! ¡Pues yo, Shadarkan, el más poderoso hijo de los Dioses, haré arder este mundo hasta sus cimientos y a vosotros con él, repugnantes motas de inmundicia!».

»Pero entonces… una voz de réplica se alzó. No era otro que Edunai el Paladín, que desde su montura alada desafiaba al titán sin rastro de miedo en su mirada. «¡Tienes ante ti al Caballero Refulgente, terrible monstruo! El poder de los Tres Dioses me imbuye y me da fuerzas para poder derrotarte. No permitiré que destierres la vida de este mundo. ¡Vuelve al Abismo, de donde nunca deberías haber salido!».

El bardo, haciendo gala de una excelente agilidad impropia de su edad y su constitución, realizó una pequeña carga sobre el escenario y acuchillo a un enemigo imaginario con su pequeño instrumento a modo de espada improvisada. El público exclamó con sorpresa.

—¡Y así, Edunai Kirindel, montado en Äyron, avanzó hacia la Bestia, atravesándole el corazón de un solo golpe, venciéndolo así de una vez por todas y proclamándose como el primer emperador de Aeldra!

El público, que había estado conteniéndose durante minutos, estalló en aplausos atronadores, y Scarlett y Dewitt celebraron tanto como cualquier otro. La muchacha sabía que el público había oído aquella historia cientos de veces, y Viejalengua no era de los mejores juglares que había, pero lo cierto era que le ponía tantas ganas que conseguía encandilarlos a todos con su actuación, a pesar de que en algún momento su voz temblara o sus dedos no encontraran las cuerdas adecuadas en su instrumento.

Viejalengua, desde el escenario, agradecía la calurosa ovación con reverencias y sonrisas, y recogía con diligencia las escasas monedas que los espectadores lanzaban al tablado.

La tarde pasó y el bardo contó y cantó muchas más de las historias y cuentos que los asistentes le pedían. Al finalizar la actuación, cuando la luz de los soles ya se había extinguido del todo, la gente empezó a marcharse; y así lo hicieron también los dos jóvenes, sumergiéndose en las laberínticas callejuelas de la zona más humilde de Capital, un entramado que conocían a la perfección.

—Scarlett —dijo el muchacho tras unos minutos de paseo por las calles, que se encontraban cada vez más vacías—. ¿Crees que es cierto lo que ocurrió con Edunai Kirindel y ese monstruo gigante?

—Por lo visto sí, así es —respondió ella, tras cavilar por unos instantes—. Así se fundó el Imperio Kirindel, que tantos años duró. O eso dicen.

—¿Y qué pasó con el cuerpo de Shadarkan? ¿Qué hicieron con él si era tan grande?

—Según tengo entendido, lo arrojaron al mar con la ayuda de diez mil hombres y se perdió en las profundidades. Pero hay distintas historias al respecto.

—¡Cómo me habría gustado verlo! —exclamó el chico—. Seguro que fue increíble la lucha de Edunai contra el dragón.

—Seguro que lo fue, sí —asintió ella con una sonrisa—. Suerte que los historiadores pudieron presenciarlo. Si ellos no hubieran escrito lo que vieron, quizás hoy no sabríamos cómo se creó el Imperio Kirindel.

—Pero ahora ya no existe… el Imperio, me refiero. ¿Por qué desapareció?

—La verdad es que no lo sé, Dewitt —respondió ella—. Si quieres, la próxima vez que Viejalengua venga podemos pedirle que explique la historia de la disolución del Imperio.

—Sí… tendremos que gritar bien fuerte para que nos oiga. Hoy no nos ha oído.

—Sí, pequeño. ¡Bien fuerte!

Caminaron juntos unos minutos más por las calles cada vez más ensombrecidas de Capital, uno junto al otro y en silencio, meditando cada uno sobre sus propios asuntos. Tras andar un buen trecho, la joven se dirigió de nuevo a su pequeño amigo.

—Dewitt, acércate tú solo al refugio. Yo daré una vuelta y veré si puedo pedir un poco de limosna.

—¿Ahora? ¿A estas horas de la noche? —El chico parecía preocupado.

—La gente ha quedado muy contenta con la actuación de Viejalengua. Quizá estén de buen humor y suelten alguna moneda.

—Bueno… —musitó Dewitt sin terminar de parecer convencido—. Si crees que puede funcionar…

—No tenemos menos posibilidades que cualquier otro día —respondió ella ofreciendo a su pequeño amigo una sonrisa que trataba de ser tranquilizadora—. Adelántate y vas preparando una hoguera. Y ya sabes que…

—Sí, sí —la cortó él—. Hay que enterrarla un poco para que el fuego no se vea desde fuera.

—Buen chico, eso es. Te veo ahora. No tardaré.

Tras observar a Dewitt alejarse en dirección al refugio hasta que lo perdió de vista, Scarlett suspiró y cogió un camino distinto. La expresión y la sonrisa reconfortante que había intentado mantener cuando el muchacho estaba cerca se desmontaban pieza por pieza a cada paso que daba, y los sustituyeron un ceño fruncido y una mueca de profunda preocupación. «No tiene ni idea de lo mal que estamos en realidad…», pensó para sí misma. El chico sabía que eran pobres, aunque lo eran mucho más de lo que él creía. También creía que Scarlett tenía algunos ahorros guardados para situaciones de emergencia, pero lo cierto es que aquel pequeño fondo se había agotado hacía más de diez días. Habían estado sobreviviendo con lo poco que les quedaba y los escasos restos de comida que conseguían escarbar en la basura. Esa misma mañana se habían comido las últimas tiras de cecina para desayunar. Que Scarlett supiera, no les quedaban más que algunos mendrugos tan duros que había que mojarlos para poder masticarlos, y dinero para comprar poco más que eso. La idea de pasear a solas por la noche, pidiendo limosna, no la atraía en absoluto. «Pero lo necesitamos…», volvió a decir para sí.

Además, aunque hubiera ocultado parte de la verdad a Dewitt, sí había algo de cierto en lo que le había dicho. Con la excitación de la llegada del juglar, muchos de los asistentes a su función habrían trasladado la fiesta a las posadas y tabernas; y, por su experiencia, cuando alguien estaba de buen humor, y además bebía un poco, su mano era un poco más suelta que de costumbre. «Esto puede funcionar», pensó de nuevo la joven, tratando de forzar una optimista sonrisa que tardó algunos minutos en aflorar a la superficie de su rostro enjuto y ceñudo.

Dos horas después, la muchacha regresaba hacia el refugio, donde sabía que Dewitt la estaría esperando con la fogata encendida y con la preocupación pintada en el rostro. Para alguien que la estuviera observando sin que ella lo supiera, su postura y su forma de caminar ya indicaban cuál había sido el resultado de su búsqueda nocturna de fortuna: hombros hundidos y abatidos, pies lentos que se arrastraban sobre las calles embarradas y ojos vidriosos. Fracaso.

No solo no había conseguido ninguna moneda, sino que casi se había llevado una paliza. Había visitado varias tabernas y en todas la habían echado casi a patadas, como si fuera un perro pulgoso. En la última, incluso, un hombre le lanzó una jarra de cristal a la cabeza, que esquivó de milagro, para deleite y diversión de los que le acompañaban. Si hubiera llegado a acertar, ella ya no estaría en el mundo de los vivos.

Lo único que consiguió atenuar su dolor fue el rostro de Dewitt, que se iluminó con una sonrisa de alivio cuando la vio llegar sana y salva al refugio. El pequeño se hallaba en una esquina de lo que antaño había sido una panadería, que en algún momento, algunos años atrás, se había incendiado. Las llamas arrasaron todo el edificio de dos plantas, dejándolo lleno de escombros. En una zona tan pobre como aquella de la ciudad se invertía muy poco en construcciones y reparaciones, por lo que los funcionarios públicos del reino habían decidido dejar los restos de la panadería así como habían caído. Desde la calle no parecía más que un montón de ruinas, pero si se escalaba el tramo inicial, en lo que antaño debieron ser las salas de hornos en la parte trasera del establecimiento, había una sección del edificio donde habían sobrevivido dos muros y un pedazo de techo. Dewitt y Scarlett lo habían encontrado unos seis meses atrás, y habían vivido allí desde entonces. No era un refugio ideal, pero las dos paredes que se mantenían en pie protegían del viento cortante y helado del invierno que se acercaba, y el techo ofrecía cierto cobijo para los días lluviosos. Lo único que Scarlett deseaba cada día antes de ir a dormir era que el resto del techo no se les derrumbara encima mientras dormían. Este, sin embargo, parecía bien afianzado y no daba la impresión de que fuera a desplomarse.

El chico estaba en un rincón y, tal y como ella le había indicado, había excavado un pequeño hoyo en el suelo fangoso y había hecho allí un fuego alimentado de ramitas y hojas secas. Desde fuera apenas se veía, pero en la cercanía su calor era reconfortante.

—¡Por fin has llegado! —exclamó él en tono bajo cuando la vio aparecer entre los escombros—. Ya empezaba a preocuparme.

—Ya estoy aquí, pequeño —respondió ensayando su mejor sonrisa.

Ambos se arrimaron al pequeño fuego, buscando calentarse y combatir así el frío que, en cuanto se aproximaba el invierno, arreciaba cada vez más. Se taparon con las mantas raídas que utilizaban como camastro y se abrazaron, intentando mantener el calor corporal. Al cabo de unos minutos, el niño, con expresión apagada y ojos grises, formuló la inevitable pregunta que tanto temía ella.

—Scarlett… ¿nos queda algo para comer?

La muchacha notó cómo se formaba un nudo en su estómago y sintió un pinchazo de dolor en las tripas. Trató de hallar una mentira convincente en su interior, pero no encontró ninguna.

—Nos queda poco… muy poco —consiguió decir al final con un temblor en la voz—. Tenemos que racionar lo que tenemos. Si no, en los próximos días nos quedaremos sin nada.

Sacó de un bolsillo de su gastado vestido dos mendrugos duros. Con el odre que guardaban debajo de los jergones, los remojaron un poco para hacerlos masticables.

—Bueno… sí. Supongo que hay que racionar —dijo él, hincándole el diente a su trozo de pan, y haciendo una mueca de disgusto al percibir su sabor arranciado.

Scarlett notó que el nudo en su estómago ascendía hacia su garganta y la impulsaba a llorar desconsoladamente. No le había dicho a Dewitt que aquellos dos mendrugos asquerosos era todo cuanto les quedaba. No había nada más para racionar. Cuando terminaron su más que pobre cena, se arrebujaron en las viejas mantas y se echaron a dormir sobre las partes más mullidas del suelo, para encontrar una postura cómoda. Tras unos minutos, el pequeño cayó en una profunda somnolencia. Ella, en cambio, tardó horas en conciliar el sueño. Aunque estaba agotada era incapaz de cerrar los ojos, a pesar de que los tenía anegados en lágrimas. Estas caían una a una por su barbilla hasta gotear en el suelo, donde se mezclaban con el polvo y el barro. Lloraba en silencio, pues no quería que sus sollozos turbaran el descanso del pequeño muchacho que dormía abrazado a ella.

CAPÍTULO 2

Scarlett despertó entre sudores con la respiración entrecortada. Ante sus ojos desfilaban aún los reflejos de las pesadillas que la habían atormentado durante la noche. Callejones oscuros, secretos enterrados con cadáveres y voces incomprensibles que murmuraban una y otra vez. Confusa, miró a su alrededor. Tenía frío, mucho frío, y sentía un dolor fuerte y hueco en el estómago. «Callejones oscuros. Secretos y cadáveres». Tembló e intentó enfocar la vista, y a su lado estaba Dewitt, que todavía dormía bajo las mantas viejas, tiritando. Pasados unos segundos su mente se clarificó y los ecos de las pesadillas, poco a poco, se fueron desvaneciendo.

La luz tenue de los soles que acababan de amanecer se filtraba entre las grietas de las paredes de la panadería derrumbada. La muchacha se levantó somnolienta y, tras arropar bien al chico con otra manta y un jersey viejo que habían rescatado de la basura hacía unos días, despejó los restos de la hoguera de la noche anterior. De un rincón del refugio recogió un montón de ramas y hojas secas, y con una yesca y un pedernal que habían adquirido hacía unas semanas, trató de encender de nuevo un fuego enterrado para ahuyentar el frío nocturno que durante la noche los había calado. Cuando las chispas cayeron sobre las hojas y las ramitas, comenzó a salir un humo negro, así que sopló hacia la base del fuego para darle aire y este prendió al cabo de pocos instantes. La muchacha se calentó las manos ante las llamas mientras miraba al cielo con una mueca de preocupación. «Si ya hace este frío y solo estamos en otoño…». Se avecinaba un invierno duro y lo sabía. Hacía muchos años que las temperaturas no eran tan bajas en unos meses que solían ser más templados, y cuando la situación empeorase en las semanas próximas, muchos de los que vivían en la calle como ellos no conseguirían sobrevivir. «Tenemos que salir de aquí. Dewitt no aguantará un invierno más a la intemperie», meditó.

Su mirada se dirigió hacia el pequeño, que se revolvía bajo las sábanas murmurando en sueños. Scarlett esbozó una sonrisa entristecida. «Ya hace casi un año que estamos juntos, creo que nos conocimos cerca del final del último invierno», rememoró. Lo había encontrado solo y perdido en las calles de Capital, un huérfano más de los cientos que vagaban por la ciudad sin un hogar en el que refugiarse. La situación de Dewitt antes de dar con ella era confusa y distorsionada según las distintas historias que él había ido explicando. Algunas, y la muchacha estaba segura de ello, habían sido invenciones del pequeño, aunque lo que parecía claro era que antes de encontrarla había estado con un grupo de chicos mayores que él que habían terminado por abandonarlo en algún momento, robándole toda su comida y posesiones. El chico había vagado perdido y solo durante días por las calles de Capital, hasta que Scarlett lo encontró y, en cierta forma, lo adoptó. «Si yo no lo hubiera recogido… no habría sobrevivido ni un día más».

Día tras día se podía ver a soldados de la guardia de Capital retirar cadáveres de niños de las calles, muertos bien por el frío, por el hambre o por los vagabundos depredadores que acechaban en cualquier esquina como desesperados carroñeros buscando sobrevivir un día más, aunque fuera a costa de la vidas de otros. Era la ley del más fuerte y ella lo sabía. También sabía con certeza cuáles eran los dos factores que permitían sobrevivir en las calles: astucia y alguien con quien convivir y con quien cooperar. Estaban los que pensaban que la suerte podía ayudar también a ello, pero lo cierto era que la fortuna no sonreía muy a menudo en aquellas calles. Había pequeños destellos, fogonazos de buena suerte, pero no abundaban. Algunos niños afortunados conseguían ganar el favor de algún ciudadano que, de vez en cuando y con cierta regularidad, los alimentaba. Otros, aún más afortunados, eran reclutados para realizar trabajos serviles en establecimientos como tabernas, panaderías o herrerías. Aun así, la gran mayoría terminaban siendo alimento de las manadas de perros callejeros o de los vagabundos mayores y más fuertes, si no eran lo bastante listos como para evadir el peligro y sobrevivir en los márgenes de aquella desfavorable perspectiva.

Dejando de lado sus oscuras reflexiones, Scarlett volvió a la realidad. Sus manos ya se habían calentado lo suficiente y ya no temblaba, aunque le preocupaba que, bajo las mantas, Dewitt no consiguiera entrar en calor. Cuando se levantó para ir hacia él, su estómago comenzó a rugir recordándole que el día anterior se habían terminado los últimos mendrugos de pan que les quedaban y que la búsqueda de limosnas había sido más que infructuosa. Ignorando su malestar, se acercó al pequeño y lo despertó con suaves empujoncitos. Cuando el chico se incorporó, ella tragó saliva. Por su aspecto, Dewitt estaba aún peor que ella. Su rostro estaba pálido como la nieve y la piel se le pegaba a los huesos, como si no hubiera ni una pizca de carne entre ambas. Aun así, a pesar de su estado, el niño aguantaba sin quejarse como había hecho siempre.

—Scarlett… —la llamó con un débil y quebradizo hilo de voz.

—Buenos días —le saludó ella, acariciándole la cabeza—. Toma, bebe un poco de agua y ven a calentarte cerca del fuego.

El chico bebió un largo trago de la bota de cuero y se acercó arrastrando los pies a la pequeña hoguera que ardía con vivacidad en el hoyo. Durante un rato se calentó ante las llamas y sus temblores poco a poco se suavizaron, dejando que su mirada se perdiera entre el danzar del fuego. La joven, que no quería interrumpir sus meditaciones, se limitó a guardar silencio y permanecer a su lado.

—He estado pensado —acabó por decir el niño al cabo de unos minutos—, ya que nos hemos quedado con muy poca comida… que hoy iré contigo a pedir limosna. Ya sé que sueles ir tú sola y yo me quedo a vigilar el escondite, pero no creo que nadie lo encuentre aunque yo no esté, y si vamos los dos tendremos más posibilidades de conseguir algo de comer, aunque sea poco.

Scarlett esbozó una sonrisa leve y sintió un pinchazo de culpabilidad. «Todavía piensa que nos queda algo de comer».

—Sí, me parece bien —accedió—. Prepárate, saldremos pronto.

Ambos se vistieron con los pocos ropajes de que disponían y al poco rato salieron de su escondite, asegurándose antes de que nadie rondara las inmediaciones. No era el mejor refugio que había en la ciudad, pero las ruinas lo convertían en una buena guarida que además ofrecía cierta protección contra el viento y la lluvia. Un tesoro por el que muchos no dudarían en matar. Así pues, cuando lo consideraron seguro, salieron ambos a las calles de Capital, no demasiado concurridas a aquellas horas, pisando el suelo embarrado con sus pies descalzos.

Caminaron durante algunas horas moviéndose de un barrio a otro. Poco a poco, a medida que pasaba la mañana, las calles comenzaban a estar cada vez más transitadas. Los comerciantes y mercaderes habían montado ya sus puestos en las esquinas, donde vendían toda clase de productos exóticos y curiosos. La zona en la que ellos se encontraban estaba muy concurrida por esos vendedores.

—Ven, sígueme —dijo Scarlett al niño, tirándole de la mano—. No conseguiremos nada por aquí.

Lo sabía con certeza. Las áreas donde había más comercio eran las menos provechosas para el que pedía caridad. Los mercaderes eran reacios a dar ni siquiera un pedazo de pan duro y mohoso si no iban a recibir nada a cambio, y los transeúntes estaban más preocupados porque los mercaderes no les estafaran con cualquier baratija y de que nadie les robara las bolsas, que tampoco estaban muy receptivos.

Una vez hubieron salido de la parte más céntrica de Capital, los dos niños se pusieron a recorrer las callejuelas que formaban la periferia del distrito. En estas los ciudadanos eran, en su gran mayoría, tan pobres como ellos. Muchos vestían harapos viejos y carcomidos, y aunque alguno lucía ropajes algo más decentes, no se veía una sola alma que ostentara ningún tipo de lujo. Como era de esperar, no era ese tampoco el mejor ambiente para pedir comida o dinero, pero era mejor que la zona mercantil. Así y todo, tras algunas horas en aquel lugar, no consiguieron más que malas miradas y gruñidos, e incluso algún que otro empujón.

Sin perder la esperanza, sabedores de que no era tan fácil como salir y encontrar quien soltara una bolsa entera de monedas, Dewitt y Scarlett continuaron con su búsqueda de un poco de amabilidad, de una pequeña donación que, por lo menos, les permitiera no irse a dormir con el estómago vacío una noche más. La situación en la que se encontraban era tan crítica que, si no conseguían nada durante aquella jornada, sus vidas correrían serio peligro durante los días siguientes. En especial la del chico, al que cada vez se le veía más débil, pálido y cansado. Scarlett se había llegado a plantear el robo, algo que nunca se había visto obligada a hacer, pero descartó la idea tan pronto como se le ocurrió. No porque creyera que estaba mal desde un punto de vista moral, sino más bien porque ni ella ni el chico eran demasiado hábiles ni tenían la templanza de carácter suficiente como para hacerlo sin llamar la atención. Además, los castigos para los ladrones en Capital eran terriblemente severos. Lo sabía todo el mundo.

Los soles ya estaban bien altos en el cielo matutino y la muchacha y su compañero habían elegido una calle bastante concurrida para continuar su búsqueda de limosna. Era una de las avenidas principales del distrito que, además, conectaba dos importantes núcleos urbanos; pero, a diferencia de muchos otros rincones, no estaba atestada de vendedores ambulantes. Scarlett y Dewitt se situaron en uno de los laterales de la calzada donde había más tráfico de peatones. El centro de las calles, por lo general, quedaba reservado para el paso ocasional de carretas de caballos o puestos de mercaderes móviles tirados por mulas. La chica y su pequeño acompañante comenzaron a caminar por entre el gentío pidiendo la caridad de aquellos con los que se cruzaban. Los ciudadanos, sin embargo, estaban habituados a la presencia tanto de huérfanos como de vagabundos, y pasaban de largo por su lado como si no fueran más que un par de obstáculos parlantes a los que esquivar sin dedicarles ni media mirada.

En aquella infructuosa línea continuó su recorrido a lo largo de aquella vía y también de otras cercanas. Ni siquiera tuvieron la suerte de conseguir un par de miradas compasivas, menos aún dinero o comida. Los soles habían cruzado ya la posición del mediodía cuando decidieron tomar un descanso. Llevaban horas caminando y habían recorrido decenas y decenas de calles. El resultado, por desgracia, era el peor esperado; sus manos estaban tan vacías como cuando habían salido de su refugio.

Con las piernas cansadas y los pies sucios y doloridos se apartaron del gentío que recorría las calles de Capital y se sentaron a descansar en una pequeña callejuela muy similar a la que escondía su refugio. Se sentaron sobre unas cajas de madera resquebrajada y mohosa, y apoyaron la espalda contra el muro de los edificios que daban a la estrecha callejuela. Scarlett inspiró y llenó de aire los pulmones, intentando ignorar los fuertes calambres que sentía en las tripas. Era un dolor vacío y continuo que de vez en cuando la aguijoneaba y le hacía esbozar una mueca. Por su cara, Dewitt no se encontraba tampoco en las mejores condiciones. Estaba blanco como la luna, temblaba y tenía las pupilas fijas en ninguna parte. La muchacha se inclinó hacia delante y lo rodeó con el brazo por encima de sus escuálidos hombros.

—Eh, eh, pequeño. Tranquilo, ¿de acuerdo? Seguro que por la tarde tendremos más suerte.

El chico se giró hacia ella mirándola con ojos nublados y acuosos. Unos leves sollozos comenzaron a agitar sus hombros.

—Scarlett… —consiguió articular con el habla entrecortado— tengo hambre.

—Ya lo sé, Dewitt, ya lo sé… —respondió ella, consolándolo sin mucho éxito.

Abrazados, uno llorando y la otra pretendiendo mantenerse fuerte y no acompañarle en el llanto, descansaron en aquel callejón el tiempo suficiente como para recobrar las escasas energías que pudieron reunir. Una vez tuvieron las piernas lo bastante reposadas, se levantaron y volvieron a ponerse en marcha, pero antes de continuar se acercaron a una pequeña fuente que había en una plaza y bebieron largos tragos de agua. Era bien sabido que el beber calmaba en parte la sensación de hambre.

Las tardes comenzaban a ser cada vez más cortas debido a la cercanía del invierno, por lo que Scarlett intentó que aumentaran el ritmo de marcha pese a que el chico no paraba de quejarse y sollozar a causa del cansancio, el desánimo y el hambre que sentía, y que ella también compartía. No obstante, a pesar de la desesperación que sentían, su suerte no mejoró ni un ápice. Poco a poco, paso a paso, las sombras eran más largas, y el frío otoñal y el agotamiento se unían para abatir cada vez más su espíritu.

Después de horas y horas de marcha y búsqueda infructuosa, llegó el momento en el que al chico le fallaron las fuerzas y, sin hallar soporte alguno en el que sostenerse ya que la muchacha iba unos pasos más adelantada, cayó de bruces en el suelo embarrado de la calzada. Ella tardó unos segundos en percatarse de lo sucedido, y cuando se dio media vuelta, vio que los transeúntes pasaban alrededor del chico esquivándolo sin dar muestra alguna de reconocer su existencia. Scarlett corrió hacia él y lo rodeó con su cuerpo para poder protegerle de algún pisotón fortuito de la multitud que pasaba de largo. Intentando que se incorporara, le habló al oído.

—Dewitt, eh, Dewitt —le dijo—. ¿Estás bien, pequeño?

El chico respondió con un quejido y levantó la vista lo suficiente como para mirarla. Tenía los ojos vidriosos y llorosos, además, su piel ardía con un calor febril. Ella lo cogió como pudo en brazos, ignorando el fuerte dolor que sentía en las piernas y en el abdomen, y comenzó a avanzar entre el gentío en dirección a su refugio. Solo estaban a algunas manzanas de distancia, pero la panadería quemada parecía tan lejana como si estuviera en la otra punta del mundo. No tenía fuerzas ya para retener las lágrimas, que comenzaron a caer una tras otra por sus mejillas creando surcos claros a través de la suciedad que cubría su rostro.

Cuando no había dado ni siquiera una decena de pasos, alguien que andaba a toda prisa chocó con ellos. Scarlett perdió el equilibrio y cayó, y con ella también lo hizo Dewitt. Se dieron de bruces contra la calzada embarrada y la muchacha no halló fuerzas para levantarse, ni siquiera para intentar mantener una consciencia que se le escapaba. Agotada y hambrienta, cerró los ojos y se abandonó al barro y el polvo que la abrazaban.

* * *

Cuando sus ojos se abrieron de nuevo, la joven desconocía si habían pasado segundos, minutos o días enteros desde que el suelo la había recibido. Lo primero que vio cuando intentó enfocar la vista fue el rostro de una mujer de facciones amplias y afables. Su cabello, rizado y encrespado, le recubría la cabeza como si de una maraña castaña se tratara.

—Niña —le pareció escuchar mientras la cara ante ella movía los labios—. Niña, ¿te encuentras bien?

Scarlett notó como se le destaponaban los oídos y, de pronto, sus sentidos se aclararon. Se encontraba en uno de los laterales de la calzada, recostada sobre el regazo de aquella mujer que la miraba con una mezcla de pena y compasión.

—¿Dónde está Dewitt…? —fueron las primeras palabras que consiguió articular.

—¿Tu amigo? Está aquí, junto a ti.

La chica se incorporó a medias y vio al muchacho recostado a su lado, con los ojos cerrados y el semblante tranquilo.

—No tienes que preocuparte, está bien —añadió la mujer—. Parece que solo está cansado.

Scarlett respiró, tranquila.

—¿Quién… quién sois? —preguntó tras unos segundos.

—Me llamo Delia —respondió—. Volvía hacia mi casa cuando vi cómo alguien os empujaba al suelo. Al ver que nadie os ayudaba os saqué de la calzada y he estado junto a vosotros esperando a que despertarais.

La joven la miró durante unos segundos, confusa, pues notaba una extraña sensación cuando la miraba a los ojos, algo que nunca había sentido. Era como si su mirada le hablara, como si esta estuviera llamando su atención para decirle algo que necesitaba saber.

—Pero… ¿por qué lo habéis hecho? —quiso saber Scarlett manteniendo la mirada clavada en Delia, que parecía sorprendida por la pregunta—. Vuestros hijos —dijo de repente, cuando la otra parecía estar a punto de responder—. Vuestros hijos murieron hace poco. Habéis visto a Dewitt en la calzada y os ha recordado a uno de ellos por su aspecto. Por eso nos habéis ayudado.

El rostro de la mujer palideció y sus ojos se abrieron como los de una lechuza. Pasados unos instantes frunció el ceño con estupor.

—Niña… ¿te conozco de algo?

Scarlett la miró, casi tan confusa como ella.

—No… no os había visto en mi vida.

Pasaron unos segundos en los que nació y creció un silenció incómodo. Delia la miraba con una mezcla entre curiosidad, asombro y un miedo ligero. Tras unos instantes, pareció reponerse y volvió a su rostro la expresión afable y sonriente.

—Bueno, no importa… dime, ¿cuál es tu nombre, pequeña?

—Scarlett. Me llamo Scarlett.

—Es un nombre bonito. Y el suyo es Dewitt, ¿no es así? —Ella asintió—. Ven Scarlett, coge mi mano. Levántate.

La chica cogió la mano de Delia y, una vez en pie, pudo verla en toda su figura. Era de mediana edad, aunque en su rostro se apreciaban los estragos del paso del tiempo. No vestía ropajes ostentosos ni joyas, sino un vestido sencillo y largo de un color gris oscuro. No obstante, su silueta nada esbelta indicaba que disponía de suficientes comodidades como para no pasar hambre.

La joven dirigió su mirada a su alrededor. La calle estaba casi vacía y los soles se ocultaban ya. La luz diurna era anaranjada y muy tenue. Scarlett se dirigió entonces hacia el pequeño, que había quedado recostado bocarriba con la cabeza apoyada sobre una prenda de ropa doblada que hacía de almohada.

—Escucha, niña —dijo Delia dirigiéndose a ella—. Ven conmigo.

A pocos pasos de donde Dewitt yacía había una cesta de esparto grande con dos asas, un utensilio que se solía utilizar para transportar las compras que se hacían en los mercados y en los puestos de los comerciantes. La mujer la asió para abrirla y comenzó a buscar en su interior; enseguida, Scarlett se encontró en sus brazos con una hogaza y media de pan blanco y tres manzanas grandes y rojas dentro de una cesta como la que tenía la mujer, pero mucho más vieja y pequeña. Un olor a pan recién horneado le ascendió por las fosas nasales, provocando un fuerte respingo en su cavidad estomacal y una anormal salivación en su boca. Sin salir de su asombro miró con perplejidad a la mujer.

—Guárdalo en la cesta y escóndelo bien. Coge a tu amigo y volved a allá de donde vengáis. Toma esto —dijo, mientras rebuscaba más dentro de su cesta y sacaba una bota de cuero—. Es un vino especiado muy fuerte, a mi marido le encanta. Dale un sorbo al chico y se despertará enseguida.

La joven, muda por el asombro, dejó la cesta con el pan y las manzanas en el suelo y cogió la bota que Delia le ofrecía. Se acercó a Dewitt y, pasándole una mano por el cogote, le levantó un poco la cabeza. Colocó la boca de la bota de vino sobre sus labios y dejó que un pequeño chorro del líquido oscuro se le escurriera cuello abajo. Casi al instante, como si fuera una medicina milagrosa, el muchacho abrió los ojos y comenzó a toser con fuerza. Cuando las convulsiones cesaron, miró a su alrededor.

—¿Scarlett? —preguntó en cuanto enfocó hacia ella su mirada.

—Estoy aquí, pequeño —respondió ella—. Estás bien. Ahora tienes que levantarte, nos vamos a casa.

El niño se incorporó como pudo y, con la ayuda de la joven, consiguió ponerse en pie. Delia acercó a ellos la pequeña cesta que les había dado y observó cómo ambos se alejaban con paso renqueante.

—¡Scarlett! —llamó la mujer antes de que se alejaran demasiado. La chica dio media vuelta y la miró—. Tenías razón… sobre mis hijos. Murieron los dos que tuve. Un brote del mal de los lunares se los llevó. Eran una chica y un chico, como vosotros… se llamaban Flora y Duk.

Sin saber qué responder, ella asintió con la cabeza, dieron media vuelta y siguieron su camino. Cuando no habían recorrido ni diez pasos, la muchacha oyó unas pisadas apresuradas que se acercaban y se dio la vuelta. Era la mujer de nuevo.

—Y una cosa más —dijo Delia cuando llegó a su altura, a la par que ponía algo en la mano izquierda de Scarlett—. Cuida de tu amigo y de ti misma, por favor. no muráis vosotros también.

Scarlett se miró la mano y vio una bolsita de cuero atada con un cordel anaranjado, en cuyo interior se oía el tintineo de las monedas. Miró a la mujer sin saber qué decir. De inmediato, se dio cuenta de que, a pesar de que no sollozaba, las lágrimas caían por sus mejillas una tras otra.

—Gracias… —se limitó a decir con un hilo de voz—. Muchas gracias.

Se alejaron sin volver la vista atrás , apoyándose el uno en el otro en dirección a su refugio, con la luz menguante de los soles Daku y Alwa apremiando sus pasos.

CAPÍTULO 3

Pronto perdieron de vista a Delia y se adentraron en el entramado callejero de la zona más empobrecida de Capital en dirección a su refugio. La noche descendía implacable sobre la ciudad y su oscuridad lo comenzaba a cubrir todo como un manto sombrío. Pese a la debilidad que ambos sentían, la chica forzó la marcha a la mayor velocidad posible. Sabía que no eran más que dos niños y que portaban con ellos un valiosísimo tesoro: comida en buen estado y una bolsa con monedas. Algo por lo que más de la mitad de los habitantes de Capital estaría dispuesta a matar.

Lanzando continuas miradas a sus espaldas y vigilando todas y cada una de las esquinas y recodos avanzaban los dos, con cada vez menos luz que alumbrara sus pasos. En aquellos barrios más humildes no se encendían faros ni lámparas de aceite por la noche, lo que hacía sus calles todavía más peligrosas, ya que cualquiera podía esconderse en aquel mar de oscuridad y asaltar al caminante incauto. Era tanta su precaución que a Scarlett casi le dio un vuelco el corazón cuando, al doblar una esquina, se topó de bruces contra alguien que venía desde el otro lado. La muchacha trastabilló, tropezó con Dewitt, que se encontraba tras ella, y cayó al suelo. La cesta que llevaba cayó también, y la barra de pan y las manzanas rodaron por el suelo. La bolsita de cuero que contenía algunas monedas no cayó, sino que quedó bien sujeta en su mano.

El hombre con el que había topado también se movió hacia atrás para recuperar el equilibrio, haciendo gala de unos reflejos poco ágiles. A pesar de que apenas se distinguía su aspecto, pudieron ver que se trataba de un hombre alto, de edad algo avanzada y que vestía con harapos sucios y andrajosos. Scarlett se repuso y se levantó a toda velocidad, muy agitada y asustada por el encontronazo. Echó una mirada rápida al desconocido, que estaba intentando mantenerse erguido y, con el corazón latiéndole con fuerza, se dirigió hacia el pequeño.

—Levanta, Dewitt, vamos —lo apremió ayudándolo a incorporarse—. Date prisa, tenemos que salir de aquí.

El muchacho, sin embargo, parecía haberse retorcido el tobillo y estaba teniendo dificultades para ponerse en pie. A unos pasos de ellos, el hombre con el que habían topado ya se había repuesto. La joven le echó una mirada y se le heló la sangre, pues se les estaba acercando con grandes pasos apresurados.

—¡Eh! ¡Eh, vosotros! —se le oyó gruñir.

Antes de que los alcanzara, Scarlett consiguió levantar a Dewitt del suelo manteniéndolo erguido con el apoyo de su brazo izquierdo, mientras con el derecho recogía a toda prisa los alimentos de Delia y los guardaba de nuevo en la cesta. Sin pararse a mirar al hombre, emprendieron la marcha como pudieron, avanzando a paso muy lento. El niño estaba agotado y apenas podía apoyar el pie derecho, y ella no tenía muchas fuerzas más que él. Caminaron como pudieron durante unos momentos que a la muchacha se le hicieron eternos. El sonido de su respiración entrecortada le impedía escuchar si aquel individuo se les acercaba por detrás, y estaba demasiado asustada como para volverse y mirar.

Al cabo de unos instantes de cruda incertidumbre, escuchó un gruñido justo a su espalda y, acto seguido, un fuerte empujón los sacudió y los lanzó de nuevo al suelo. Scarlett, mareada, levantó la vista y miró a su alrededor. Junto a ella, Dewitt se revolvía en el fango de la calle y lloriqueaba. A un metro de distancia, un hombre hurgaba en la cesta de la muchacha. La luz de la luna, asociada a la diosa Naelys, asomaba por entre las nubes y lo alumbró: se trataba de un vagabundo. Vestía ropas viejas, muy gastadas y deshilachadas, con numerosos parches y remiendos de colores diversos. Su cabello era graso, sucio y largo, al igual que su barba. El hombre estaba ocupado cargándose en los brazos la comida que había en la cesta, y mientras lo hacía, la chica aprovechó para acercarse a su compañero e intentar de nuevo levantarlo. «Quizá podamos irnos sin que nos vea», deseó.

Mientras el vagabundo mordisqueaba distraído la barra de pan, Scarlett se agachó para coger a Dewitt y levantarlo, pero ese movimiento hizo que la bolsita de cuero que sujetaba aún en la mano tintineara. No fue un sonido muy fuerte, pero lo fue lo suficiente como para que el mendigo levantara la vista y la clavara en ella, que se quedó paralizada. No sentía otra cosa que el corazón latir en su pecho y una turbia niebla que le embotaba el pensamiento. Hubo un momento de tensión en el que ambos se miraron hasta que el hombre gruñó mientras se acercaba a ellos, tirando al suelo la barra de pan mordisqueada.

—Eh, niña… —dijo con voz carrasposa y pastosa—. ¿Qué llevas ahí? Vamos, dámelo, dámelo.

El hombre avanzaba con pasos oscilantes e imprecisos, y fue entonces cuando Scarlett se percató de algo en lo que no había reparado.

«Está borracho. Casi no se aguanta en pie».

En solo unos segundos desfilaron por su mente decenas de pensamientos febriles y desesperados.

«No es tan grande».

«Quizá puedo empujarle y tirarle al suelo».

«Ha bebido mucho».

«Si nos damos prisa, podremos dejarle atrás».

«No es tan peligroso como parece».

Todos aquellos razonamientos se esfumaron como una vela que se apaga de un soplido cuando el indigente se agachó y recogió algo de un montón de basura cercana. Con la escasa luz lunar no se veía muy bien lo que sostenía, pero el destello del vidrio quebrado fue suficiente para intuirlo.

—Ven aquí si no quieres que te raje como a una cerda —masculló el hombre agitando la botella rota hacia ella—. Dame esa bolsa ahora mismo.