El funeral - Mauricio Montiel Figueiras - E-Book

El funeral E-Book

Mauricio Montiel Figueiras

0,0

Beschreibung

Alessandro y Annunziata, hermanos nacidos en Sicilia, son separados en la infancia. Annunziata va al norte de Italia junto a su madre. Él se queda con su padre en su pueblo natal dominado por la presencia de Madre Aradia, la abuela paterna, quien maneja los hilos de la comunidad con mano firme. Años después, Alessandro recupera el contacto con su hermana y le revelan los acontecimientos de la muerte y las exequias de la abuela, suceso que trastocó la vida de los habitantes del pueblo. Con un ritmo trepidante que no renuncia a destellos líricos, El funeral dibuja un microcosmos social regido por las cicatrices de la Segunda Guerra Mundial y las sombras de la mentalidad mágica, los códigos de la mafia y los dictados de la religión. Como protagonista, la narración del reencuentro filial supeditado a los mandatos insondables de la historia.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



PRIMERA EDICIÓN

© Mauricio Montiel Figueiras, 2023

© Ilustraciones Mauricio Montiel Figueiras, 2023

© Jus Libreros y Editores, S. A.

de C. V. / Malpaso Holdings, S. L., 2023

Av. Bucareli, 42, local G

06000 Ciudad de México

www.malpasoycia.mx

ISBN: 978-607-8650-07-1

Primera edición: 2023

Maquetación: Aarón Cervantes Soria

Diseño de colección: Ezequiel Cafaro Studio

Ilustración: Carola Schön

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro (incluyendo las fotocopias y la difusión a través de internet), y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo, salvo en las excepciones que determine la ley.

Para Lya, que quiso acompañarme al funeral desde el principio

Para Alessio y Sei, que me extendieron la invitación para el funeral

Con la presencia de Curzio Malaparte (1898-1957), Robert Aickman (1914-1981), Leonardo Sciascia (1921-1989) y Amparo Dávila (1928-2020)

«Los muertos más muertos son los que no piensan en el último viaje»

MICHEL DE MONTAIGNE

«¡Qué extraña fuerza puede tener nuestra muerte!»

PIETRO CITATI

Desde la provincia de Enna, Sicilia. 22 de marzo [año indeterminado]

Annunziata:

Sé que ha transcurrido demasiado tiempo desde la última ocasión que nos vimos, tanto que la memoria más nítida que guardo de ti es la de una niña vestida de punta en blanco que llora sigilosamente con el rostro adherido a la ventanilla polvorienta del automóvil conducido por mamá que se aleja bajo el sol de una incandescente mañana de primavera similar a esta en la que te escribo con el alma en vilo, deseando con todas mis fuerzas que el domicilio que logré conseguir al cabo de varias pesquisas que no viene al caso referir aquí sea en efecto el tuyo. Sé también que en todos estos años de silencio he intentado recuperar tu voz en más oportunidades de las que puedo recordar y que a veces he creído escucharla pequeña aunque cristalina al fondo de sueños que al despertar me resulta difícil restaurar, sueños felices y luminosos como diamantes en los que no existe la decisión que papá y mamá tomaron al separarse para siempre por razones que jamás me quedaron claras y que redundó en que tú y yo no nos conociéramos mientras crecíamos y por ende nos fuéramos convirtiendo en un par de extraños pese a ser hermanos. Pero el llamado de la sangre es imposible de acallar, pues conforma un río estruendoso que corre por debajo del mundo uniendo lo que otros anhelan desunir a toda costa, y a él respondo ahora para comunicarte que papá murió la semana pasada. Sé que mamá te prohibió rastrear o recibir noticias sobre él, pero sé también que ya no vives con ella. Yo sí viví con papá y con la abuela hasta el deceso de ambos, y a ambos los acompañé en sus respectivas agonías. La de papá fue relativamente breve aunque dolorosa, y en sus últimos dos días se redujo a llamar con insistencia a la abuela.

—Mamá, ¿estás ahí? —preguntaba desde su lecho con un tono casi infantil, extendiendo las manos para asirse de algo en el aire y evitar la caída definitiva en el abismo. Sus palabras finales estuvieron dedicadas justo a ella:

—Ya voy, mamá, ya voy hacia la estrella verde. Espérame allá. Fue ese par de frases, aunado al descubrimiento de un álbum de fotografías tomadas hace trece años durante el funeral de la abuela —Madre Aradia, todo mundo salvo papá la llamaba así, quizá no lo recuerdes— que apareció como por arte de magia en uno de los cajones donde papá archivaba los documentos que me he abocado a ordenar, lo que me impulsó a escribirte. Si me lo permites, y confío de todo corazón en que me lo permitas, en los próximos días te estaré enviando algunas imágenes del funeral de Madre Aradia para contarte de las misteriosas circunstancias que lo rodearon y que he ido reconstruyendo a lo largo de esta semana posterior al fallecimiento de papá en que mis noches se han vuelto duras, inagotables jornadas de insomnio. Te sonará curioso, por supuesto, ya que tú y yo en realidad no nos conocemos, pero eres la única persona con quien quiero y tal vez debo compartir esto que me perturba en lo más hondo. La sangre llama o más bien ruge, querida mía, y ese rugido me transporta ineluctablemente hasta ti.

Tuyo aunque solo sea para ti un niño que también lloraba en aquella incandescente mañana de primavera tan parecida a un incendio,

Alessandro.

Desde Venecia, Italia.[Fecha indeterminada]

Alessandro, Alessandro:

Desde que recibí tu carta, tu voz tan lejana y a la vez tan cercana en forma de carta, me gusta murmurar tu nombre como si paladeara una miel deliciosa y exótica aunque con regusto amargo. No te confundas: ese resabio no es más que la amargura que mamá me ha dejado como una herencia espinosa, un alambrado de púas del que me he tratado de desembarazar no sin grandes esfuerzos porque los envuelve no solo a ti y a papá sino a todos los hombres. Pienso como tú, querido mío: las razones por las que nuestros padres se separaron y nos separaron a ti y a mí para congelarnos en el tiempo como dos niños que lloran en una mañana primaveral nunca nos serán reveladas, menos ahora que papá ha muerto y que mamá padece desde hace un par de años una enfermedad que está borrándole la memoria irremediablemente, transportándola a un territorio de espaldas a su propio mundo que imagino conquistado por la niebla y del que suele regresar para lanzarme miradas en las que distingo el brillo de esa hoguera que es el reconocimiento y que sin embargo no es suficiente para disipar la bruma. Ignoro cómo diste con mi dirección pero es algo que no dejaré de agradecer a la vida o a quien deba agradecérselo. Me enternece saber que, a diferencia de nosotras, tú y papá permanecieron anclados al pueblo que nos vio nacer y que se sigue perfilando en muchos de mis sueños traspasado por los destellos filosos del lago Pergusa y las lágrimas de las ninfas que lamentaron el rapto de Proserpina a manos de Plutón. Perdóname, no te he dicho que soy historiadora especializada en mitología, de modo que te pido disculpes estos desvíos. Al igual que Proserpina, me marché de la órbita masculina para estar al lado de mamá en la entrada de la primavera, solo que olvidé las cuatro semillas de granada que me permitirían retornar contigo y con papá durante el invierno. Al igual que Ceres, la madre de Proserpina, mamá maldijo Sicilia y la abandonó dejando a su paso un erial inmenso y juró no volver a poner un pie en la isla mientras viviera, y hasta ahora ha cumplido cabalmente con ese juramento que me resulta inexplicable porque ella se ha negado a explicarlo y ahora quizá no quiera ni pueda recordarlo. Pero yo sí quiero recordar, Alessandro, yo sí necesito recordar: el recuerdo es el combustible que requiero para no quedar varada en el desierto creado por el exilio al que mamá me arrastró consigo. Así que cuéntame más, te lo ruego, háblame de papá y del funeral de Madre Aradia, que se ha reducido a una figura imprecisa en medio de una neblina semejante tal vez a la que va inundando la memoria de mamá. Háblame, te lo suplico, de esa estrella verde que me ha devuelto a la niña que fui, atenta a la voz de mamá al relatarme un cuento de hadas o de brujas mientras la noche se ceñía como un abrigo en torno de nosotras y en el pedazo de cielo que recortaba la ventana de mi habitación titilaba un lunar aceitunado. Y ven, en algún momento ven junto a mí para que nos enjuguemos el llanto con el que nos despedimos sin decir nada y logremos sonreír al cabo de tantos años.

Tu hermana que te ha adorado siempre a la distancia, a través de un cristal polvoriento,

Annata.

Annata querida:

Creí que habrías olvidado el nombre con que papá te llamaba de cariño, bromeando con que tu alma se había ausentado para ceder el lugar a tu hermosura o alguna cosa rara por el estilo. Conozco la historia de Proserpina gracias a Madre Aradia, a quien le encantaba contarme relatos mitológicos y más aún si se relacionaban de algún modo con nuestro pueblo, con nuestra isla. Admiraba a Proserpina, recuerdo que decía, por ser la reina del inframundo, ama y señora de las tinieblas que a todos nos devorarán tarde o temprano y que la diosa abandonaba al concluir el invierno para regresar al lado de su madre y así dar inicio a la primavera, que pese a lo que todos piensan no tiene un origen luminoso sino oscuro. Madre Aradia falleció justo el primer día de primavera, hace ahora trece años como ya te mencioné. El trece era su número favorito y le fue fiel hasta la muerte. Su agonía, más bien sigilosa como solía ser ella misma, se prolongó precisamente trece días durante los que entró y salió de la conciencia hablando la mayor parte del tiempo en una lengua confusa que al parecer nadie comprendía y que llevó a algunos a suponer que se trataba de una lengua muerta. En ese batiburrillo logramos advertir que se repetía una palabra que podía ser el nombre de algo o alguien a quien invocaba con insistencia. Cuando expiró, Madre Aradia tenía setenta y ocho años, que es múltiplo exacto de trece. En ese momento estábamos con ella solo papá y yo. Madre Aradia volteó hacia él, le dedicó una de sus extrañas sonrisas capaces de incendiar una habitación entera y le dijo con una voz que me estremeció por su tremenda claridad:

—Voy ya a la estrella verde. Te espero allá cuando cumpla trece.

Y con esto giró el rostro hasta quedar de perfil a nosotros, cerró los ojos, entreabrió los labios y se fue. Créeme, querida mía, cuando te digo que vi, sí, vi el alma de Madre Aradia al salir por su boca, un delgadísimo filamento de niebla azulada que subió enroscado en un arabesco hacia el techo del dormitorio donde se difuminó despacio. Recordé entonces la canción que Madre Aradia acostumbraba cantar como para sí misma y que hablaba de peregrinos en busca de una estrella verde. Miré a papá, que permanecía en silencio, y noté que una lágrima larga le resbalaba por la mejilla derecha. No sé cómo recuerdes a papá. Siempre fue un hombre más bien melancólico y reservado, poco dado a expresar sus emociones. A veces me hacía pensar en un cofre cerrado a piedra y lodo cuya llave había sido escondida en un sitio inaccesible. Esa reserva aumentó a partir de que tú y mamá se marcharon. Madre Aradia no pudo ocultar su júbilo cuando eso ocurrió. Con el tiempo me di cuenta de que nunca quiso a mamá, de que siempre anheló tener a su hijo único para ella sola y no compartirlo con nadie. Papá le correspondió ese amor a su manera. Se empeñó no solo en elegir el féretro más bello y vistoso para Madre Aradia sino en trasladarlo casi sin ayuda hasta la carroza fúnebre para luego comenzar la procesión. Una vez que el ataúd estuvo en la carroza, papá se quedó observándolo unos instantes y después alzó los ojos al cielo como si aguardara una señal o se afanara por divisar la estrella verde. El sol le bañó la cara y me permitió distinguir fugazmente las facciones de Madre Aradia agitándose por debajo de las suyas: un reflejo ajeno usurpando el del rostro plantado ante el espejo.

Tuyo,

Alessandro.

PD. Una vez que termine de arreglar varios asuntos que papá dejó pendientes —vaya tarea la de ocuparse de lo que los muertos no alcanzaron a resolver—, prometo que iré a buscarte si es necesario hasta los confines del mundo para intentar recuperar el tiempo que hemos perdido y derretir la imagen de niños bañados en lágrimas con que quedamos congelados en la memoria. Por cierto, ¿crees que mamá pueda y sobre todo quiera acordarse de mí?

Annata querida: