El futuro tal y como lo queríamos - Dan Gitlin - E-Book

El futuro tal y como lo queríamos E-Book

Dan Gitlin

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Beschreibung

¿Qué es la libertad? ¿Qué es ser humano? ¿Un ser con vida no humana puede ser libre? Esas son las preguntas que se hace Nidia, una robot encargada de trabajos domésticos. El futuro tal y como lo queríamos presenta una serie de interrogantes sobre las posibles relaciones entre el ser humano y sus asistentes electrónicos, para lo cual se utiliza un paralelismo con el pasado colonial de nuestro continente. El autor propone como tesis la potencial conflictividad social que resultaría de un cambio en las relaciones entre los seres humanos y unas máquinas que cada día se vuelven más inteligentes. Hoy, cuando la IA nos asombra con una nueva hazaña tecnológica cada día, es lícito pensar si el almacenamiento de información de una inteligencia no humana podría hacerla llegar a desarrollar una conciencia propia, y qué consecuencias desataría en las relaciones con sus creadores humanos.

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Seitenzahl: 255

Veröffentlichungsjahr: 2024

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DAN GITLIN

El futuro tal y como lo queríamos

Gitlin, Dan El futuro tal y como lo queríamos / Dan Gitlin. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-5641-7

1. Narrativa. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Edición, corrección y coordinación general: Julián Chappa | www.julianchappaeditor.com.ar

Tabla de contenido

Gerardo y Antonio

Depende cómo se mire

Apocalipsis

La advertencia

Todo final tiene un cuento fantástico

En donde se cuenta cómo se salvó el pueblo de Capitán Ordóñez y cómo casi fue destruido

Deseo

«A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: la juzgo tan eterna como el agua y el aire.»

—Jorge Luis Borges, Fundación mítica de Buenos Aires

Roberti abre los ojos, y los listones blancos de aluminio de la persiana americana de la habitación rotan en un ángulo de noventa grados, permitiendo que entre el sol de la mañana. La luz blanca traspasa el vidrio con filtro ultravioleta y la sombra que provocan los bastones metálicos de la cortina rayan con su oscuridad el peludo alfombrado níveo de la habitación, proyectando su silueta hasta la enorme cama de madera de laurel donde se encuentra acostado. Bosteza al tiempo que se restriega los ojos con la punta de los dedos gordos de las manos, estira su cuerpo pesado y corto y llama mentalmente al mayordomo robot.

—Buenos días amo, feliz cuadragésimo cumpleaños tenga usted —el criado electrónico, al borde de la cama, lo saluda con voz monocorde.

El robot está uniformado con una vistosa librea dorada y azul marino, lleva zapatos de taco cuadrado y hebilla sobre el empeine. El criado de metal está caracterizado como un hombre adulto negro, alto, de complexión atlética y tiene el gesto ausente. Su esqueleto metálico se halla recubierto por una piel sintética que simula la consistencia de la humana. Su cerebro es una plaqueta hecha de pirita, con circuitos eléctricos que se conectan a la computadora central de la casa y al hipotálamo de su amo, que lo controla con el pensamiento.

Roberti da un ligero cabeceo en señal de agradecimiento e inmediatamente recuerda que es inútil, ya que los robots son incapaces de entender los gestos humanos. Sonríe burlonamente meneando la cabeza burlonamente «Ni siquiera yo estoy preparado para mis propias creaciones», se dice en voz alta.

—¿Desea el amo que haga venir al resto de los sirvientes para que lo saluden? —pregunta con voz hueca el lacayo.

—No —el negro se da vuelta y se retira lenta y ceremoniosamente, tan callado como entró. Un instante después de perderlo de vista se arrepiente de la orden, le gusta que sus empleados domésticos lo adulen. Para eso los diseñó. Sin embargo, no tiene tiempo de pensar en una contraorden porque entra Nidia, como un tifón, tirándose arriba suyo y abrazándolo efusivamente.

—¡Feliz cumpleaños! —la pequeña criada se acomoda con todo el peso de su cuerpo sobre las piernas de Roberti y lo apretuja contra su pecho mientras lo llena de besos. Cuando el hombre logra zafar del afecto de la chica electrónica, toma un poco de aire y se acomoda contra el respaldar de la cama, dolorido por el ataque de cariño de Nidia. El contacto de la piel con sus labios tan reales y la visión de sus senos juveniles le despierta el cuerpo aún frío y entumecido por el sueño. Resopla acalorado sin decidirse a responder a sus caricias e iniciar un juego que sabe no podrán terminar.

—¿Querés que te traiga el desayuno? —pregunta Nidia sin darse cuenta de su incomodidad.

—Sí.

La robot sale de la habitación por un instante y vuelve cargando una bandeja de mimbre con un plato lleno de bollos de pan humeante, una jarra con jugo de naranja y un juego de termo y mate. Mientras Roberti comienza con el ritual del primer mate de la mañana, Nidia se acerca a la ventana y, apretando un botón disimulado en la pared, hace que los flejes de chapa blanca silenciosamente se corran a izquierda y derecha hasta despejar completamente la pared de vidrio de la habitación, haciendo desaparecer los barrotes de oscuridad que se dibujan sobre la alfombra y la cama.

Roberti se hace visera con la mano para protegerse del fuerte sol que inunda la habitación. Piensa en el filtro del vidrio y el panel de la ventana se oscurece lentamente. Cuando considera que la iluminación es la suficiente detiene el mecanismo y saca su mano de adelante de la cara. Ya sin la molestia de la luz en los ojos se dispone a cortar uno de los bollos de pan y se lleva a la boca un pedazo, que engulle con avidez. Nidia se acomoda en la cama, de espaldas a la ventana, cruzada de piernas mirando cómo su hombre devora el desayuno.

—Los hice yo misma —informa con orgullo.

—«Una criatura realmente única» —piensa Roberti mientras toma mate y se mete otro pedazo de pan en la boca. La chica electrónica le alcanza una servilleta y él le sonríe. Nidia aprueba con gesto alegre: su sistema de reconocimiento facial le indica afecto y confianza por parte de él.

Últimamente piensa mucho en las relaciones humanas; no entiende bien por qué Roberti siempre está rodeado de robots y casi nunca trata con humanos. tiene todas las características que aseguran la supervivencia de la especie… y sin embargo se rodea de metal estéril… “¡Ay! Si yo fuera humana, si fuera de sus huesos y su piel… no tendríamos que pretender…"

Lo observa, los codos apoyados sobre los muslos y las manos de dedos cortos y redondos sobre los cachetes de su cara ovalada. El pelo negro y ondulado le cae un poco más abajo de los hombros, desparramado sobre la espalda. Aunque la Nexus 9000 es en teoría una sirvienta más de la vivienda, no se ve ni se comporta como tal, y no tiene ninguna tarea específica asignada en la casa; simplemente le hace compañía y sirve de reemplazo al contacto humano. Roberti mira con deseo las piernas fuertes enmarcadas por las calzas bordó de algodón que soportan el peso de su figura maciza, cuyas líneas se ensanchan ligeramente en el talle de la cintura. Sus pechos abultan la camiseta de manga larga de franjas negras y rojas que lleva puesta. Por su apariencia y la vestimenta, da la impresión de ser una adolescente humana de unos diecisiete o dieciocho años de edad.

Son las once de la mañana y ya tomó dos termos de mate. A una orden suya el mayordomo empelucado vuelve a entrar a la habitación para llevarse la bandeja. Roberti abandona sin muchas ganas el cómodo refugio de la cama para darse una ducha. Se para delante de la mampara de cristal tornasolado que separa el cuarto de baño del resto de la habitación y esta se abre, dejándolo pasar, para luego cerrarse y continuar jugando con el reflejo de la luz que ingresa a través del vidriado que se encuentra en el otro extremo de la habitación.

El espejo dentro del baño le devuelve el reflejo de su rostro cuadrado y los manchones grisáceos que aquí y allá se han ido revelando últimamente en su grueso cabello negro. Mientras se afeita accede al cerebro central de la Casa Ego, que inmediatamente lo enlaza con la recepción del Café Polidoro. El Polidoro fue su primer cliente importante y uno de los primeros que confió en Industrias Ego para reemplazar a sus empleados de carne y hueso por homólogos robóticos y automatizar todas las tareas del lugar.

—La mesa de siempre, por supuesto. Feliz cumpleaños, Señor Roberti. También flores para su acompañante. Desde luego. Su número de acceso es 0001272.

Mientras se baña observa orgulloso desde la altura del segundo piso el enorme espacio verde que va desde el edificio principal hasta la barrera de álamos que encierra la propiedad e impiden que se vean desde la ruta la casa y el camino que llega hasta allí. Repasa el pequeño bosque de la entrada y luego recorre los parterres, que a derecha e izquierda del camino principal distraen la vista de quien camina por el jardín: se trata de pequeños laberintos de ligustrina, arbustos y flores que presentan una dificultad creciente a medida que se van acercando al romboedro de cristal donde vive.

El edificio tiene la particularidad de estar inclinado hacia la izquierda, algo que está relacionado con el hecho de que Roberti es zurdo, y de chico en el orfanato los curas que dirigían el lugar lo torturaban obligándolo a aprender a manejar la diestra. Roberti sigue con la vista uno de los laberintos e involuntariamente piensa en el jardinero, que responde inmediatamente a la señal de alerta de su amo poniéndose a su disposición luego de saludarlo por su cuadragésimo cumpleaños.

—No es nada, vuelva a sus tareas de rutina —uno de los pocos defectos de su invento es que puede ser molesto dejar fluir los pensamientos sin ningún control, dando por resultado que involuntariamente se dispare una llamada a alguno de los sirvientes o a alguna función no requerida de la casa. Es uno de los problemas a tratar con su ingeniero en jefe, socio y amigo: Carlos Foucauld. Quizá quitándole sensibilidad a la señal que dispara las ondas cerebrales sea suficiente, se le ocurre.

Al salir del baño Nidia está tirada boca abajo sobre las frazadas de yak de la cama, las piernas, flexionadas y estiradas hacia arriba, los codos apoyados sobre la cama y con sus manos sosteniéndose la cabeza.

—Para festejar mi cumpleaños, esta noche vamos al Café Polidoro. Ya hice una reserva —le anuncia.

Nidia queda encantada porque le gusta salir a pasear. Incluso conoce la ciudad de Buenos Aires muchísimo mejor que Roberti, a pesar de que él trabaja allí y viaja cada día. Él no quiere que viaje a la ciudad sola porque la ley estipula que un robot doméstico debe estar identificado por su vestimenta y no puede moverse por la ciudad sin estar acompañado de su dueño; sin embargo Nidia se viste como cualquier adolescente humana y camina por las calles de Buenos Aires sin la compañía de él o de Foucauld. Su comportamiento es tan humano que pasa desapercibida y se mezcla fácilmente entre la gente.

Roberti ya está terminando de hacer el prolijo nudo Windsor de la corbata cuando la mampara del baño saca su reflejo de la pantalla para mostrar la imagen de la cocinera, una negra con aspecto de matrona, de formas anchas y poco atractivas que le avisa que el almuerzo está servido. Al darse vuelta para decirle algo a Nidia se da cuenta que desapareció de la habitación.

Sentado sobre el banco esquinero de la cocina—comedor, el dueño de casa despacha ávidamente las sanguinolentas lonjas de carne que le presenta la cocinera y hace otro tanto con las papas al horno que se encuentran al costado del plato, apura la comida con un vaso de agua y pide mentalmente un café. Mira indiferente hacia la pared de vidrio de la otra punta del living y repasa el camino de troncos nudosos y gruesos que ofician de camino entre la casa principal y los pilotes amarillos a cuya sombra se encuentra estacionado un Justicialista Gran Sport verde menta de mediados del siglo XX, completamente restaurado: su propio regalo de cumpleaños y la última adquisición de una gran colección de autos clásicos que, se dice, es la más lujosa de esta parte del mundo.

Sin aviso previo Nidia y el resto de los robots se acercan a la mesa con una torta con dos bengalas chisporroteando y una vela en el medio. Los sirvientes cantan el feliz cumpleaños con entonación monótona, y Roberti mira satisfecho la torta y a sus robots. De eso se trata el Sistema Ego: que el humano sea complacido en cada uno de sus caprichos y deseos.

—Pedí tres deseos —dice Nidia entusiasmada.

—Tres deseos —repite el mayordomo, mecánicamente.

—Sople con cuidado amo, que el chocolate aún no está endurecido —pide la cocinera.

Roberti observa por encima de las alegres chispas doradas de las bengalas los rostros alelados de sus sirvientes. Ninguno de ellos —con excepción, quizás, de Nidia— comprende el significado del ritual del cumpleaños humano, o lo que signifique la idea de «cumplir años», sin embargo su programación les indica que es un evento humano importante y que mostrar apoyo e interés durante la celebración alegra a sus dueños.

—¿Qué pidió, amo? —pregunta con simpleza el chico que hace los mandados y sirve en tareas de limpieza dentro del hogar: un pequeño electrónico de unos doce años humanos, esmirriado, de pelo castaño claro y una gorra marrón que le cae ligeramente hacia delante tapándole parcialmente los ojos.

—¡No seas tonto! —lo reta Nidia antes que Roberti pueda responder—. ¿No sabés que si decís tus deseos en voz alta después no se cumplen? —los sirvientes asienten con expresión estúpida ante la explicación de Nidia—. Lo vi en películas —explica antes que Roberti le pregunte, y los sirvientes vuelven a asentir como si fueran niños aprendiendo una lección.

—Yo no necesito pedir nada, Nidia. Mis deseos se cumplen sin necesidad de ninguna magia —dice él con aire autosuficiente.

El agasajado soplas las velas mientras todos aplauden y dan grandes vivas al cumpleañero. La chica electrónica se le acerca y lo abraza con fuerza dándole un sonoro beso en la mejilla. Al sentir sus pechos sobre la espalda y el contacto vívido de sus labios sintéticos sobre su mejilla, Roberti nuevamente tiene una erección.

Las puertas del ascensor se abren y Roberti entra por el pasillo. El mullido alfombrado gris apaga el eco de sus pisadas. La secretaria lo saluda por su cumpleaños y él devuelve el saludo con una orden; la empleada, acostumbrada a esa clase de desplantes, solo asiente con la cabeza y le entrega una hoja con un mensaje. Luego vuelve a su lugar de trabajo.

Roberti ingresa a su oficina: un gran salón de gruesa alfombra color bordó, muebles de oscuro roble y en el techo una gran araña de infinitos caireles. Las paredes presentan colgaduras de terciopelo negro. Aquí y allá hay abundancia de ornamentos de oro. La luz que reflejan la alfombra y las colgaduras resulta en un escarlata sombrío que hace que pocos se atrevan a entrar a la oficina. Solo Carlos Foucauld parece ser inmune al efecto.

—Te estábamos esperando desde las nueve y media de la mañana —le espeta sin ninguna cortesía Foucauld.

—Ya sé, ya sé…

—La persona que te quería presentar tuvo que irse.

—Bueh, no te preocupes, ya me la presentarás. Si quiere hacer negocios conmigo no se va a ofender antes de tener la oportunidad de interesarme en algún negocio. —Carlos Foucauld asiente sonriente. Su socio es un persona accesible y el filtro por el que pasa todo aventurero que desea tener una entrevista en el último piso de la Torre Ego. Por esa razón lo manda a eventos, reuniones y presentaciones de las que normalmente vuelve con algún amigo nuevo colgado del brazo. Foucauld es una persona afable, de modales educados, de un refinamiento algo pasado de moda y carácter alegre. Su presencia sirve para lavarle la cara a la empresa y combatir la idea de que los robots son fríos, deshumanizados, y que quienes los producen también lo son.

—Pedile disculpas de mi parte, inventale alguna excusa y que venga a verme mañana al mediodía que tengo un rato libre. Eso lo arreglás con María Marta.

—Despreocupate, yo me encargo, ¡ah! y otra cosa… ¡Feliz Cumpleaños, hombre! —el Jefe de Ingenieros abraza con efusión a Roberti, que incómodo trata de zafarse, pero resulta inútil porque el viejo es más alto que él y tiene brazos más largos. Por un momento Roberti pierde la estabilidad quedando sus piernas estiradas hacia delante y el traje de seda gris totalmente desacomodado.

Cuando Roberti logra soltarse abre la boca para arrojarle la invitación a festejar su cumpleaños, al tiempo que se aleja del alcance de los brazos de su amigo, por miedo a recibir otro abrazo.

* * *

Nidia y Roberti cruzan el portón de madera del Café Polidoro y caminan por el empedrado del patio externo, hasta llegar a la galería cerrada. Allí los recibe un maître mecánico que los guía por un corto pasillo introduciéndolos en uno de los tantos salones de la propiedad y guiándolos hasta su mesa.

El Café Polidoro, propiedad de Madame Polidoro —como se hace llamar evocando aires de grandeza parisina su dueña, Isabela Proserpina Doñate. — fue el primer comercio de toda América en ser completamente atendido y mantenido por robots. Madame Polidoro instaló el Sistema Ego, primero en su casa y luego lo inauguró en el café, convirtiéndose así en el primer cliente de renombre de la compañía de Roberti. Al principio se desató una gran controversia acerca de la posibilidad de que los robots reemplazaran a los humanos en el trabajo y hubo quejas y hasta algún vidrio roto, pero pocos años después todo café, bar, restaurante y actividad de servicios en las grandes ciudades argentinas se encuentran a cargo de eficientes y amables hombres y mujeres electrónicos que sirven, recogen, entregan, devuelven, cobran, pagan y realizan todas aquellas acciones que los humanos ya no hacen.

—¡Nidia, estás hermosa esta noche! —dice con sincera admiración Foucauld, que acostumbrado a verla todo el día en calzas, remera y zapatillas viejas se sorprende de encontrarla con un traje largo de noche de brillante vinilo naranja oscuro, que deja al descubierto su espalda. Se inclina ceremoniosamente y le besa el dorso de la mano, al incorporarse le guiña un ojo y sonríe.

—Vos también estás muy bien —Foucauld se toca el ala del sombrerito de lana azul con la franja ocre que lleva siempre y hace una leve reverencia con la cabeza.

Roberti le ofrece la mano extendiendo el brazo, pero su amigo vuelve a abrazarlo fuertemente como al mediodía en la oficina.

—¿Otra vez? ¡Me vas a arrugar el traje! —le recrimina Roberti.

—¿No te parece que Nidia está hermosa? —pregunta Foucauld contento.

—Gracias —vuelve a decir Nidia, al tiempo que Foucauld repite el gesto de tocarse el sombrero.

—Si no fueras un viejo decrépito diría que te gusta Nidia — gruñe Roberti celoso por quedar fuera de la diversión de los amigos.

—¡Disculpate! —exige Nidia.

—No te preocupes, no me ofendí; es la verdad: soy viejo.—Carlos Foucauld sonríe con picardía, pero Nidia sigue molesta con su hombre y le rezonga visiblemente mientras Roberti la mira impávido.

—Eso pasa porque está todo el día rodeado de esos muñecos electrónicos a los que mandonea, pero no sabe cómo comportarse con personas de carne y hueso.

—Vos tenés toda la razón Nidia, los tratamos como si fueran herramientas parlantes —dice Foucauld, ahora poniéndose serio.

—Porque eso es lo que son, justamente: herramientas —se defiende Roberti.

—Bueno, bueno, mejor cambiemos de tema. Es tu cumpleaños y todavía no te di tu regalo.

—¡Eso! —apoya Nidia, que parece más entusiasmada con el cumpleaños que el propio Roberti.

—El otro día estaba pensando: «¿Qué se le puede regalar al hombre que lo tiene todo, y nada que realmente necesite?», y después de darle vueltas y más vueltas al asunto se me ocurrió que tenía que darte esto —el profesor Foucauld saca de su gastado morral de cuero una serie de cuadernos espiralados de tapa de cartón marrón, unidos por una gruesa tira de cuero que deposita cuidadosamente sobre la mesa y se los presenta a su amigo con ademán ampuloso.

—¿Qué es eso?

—Las ideas y reflexiones de toda una vida de trabajo. Estos son los primeros cuadernos, mañana te va a llegar a tu casa el resto.— Roberti hace un gesto de fastidio ante la idea de tener que leer letra manuscrita.

—Hace más de cincuenta años que no se escribe a mano. Debés ser la única persona que aún sigue alzando una lapicera.— Foucauld no pierde el buen humor ante la grosera observación de Roberti.

—Lo mal que hacen, en la escritura está el hombre. Si perdemos la habilidad de dibujar las letras en algún punto perderemos la habilidad manual de manipular objetos. ¿No te parece? Si hoy no les enseñamos a los chicos a garabatear las letras en un futuro no tendremos adultos capaces de pintar la noche estrellada, o de usar un cuchillo y un tenedor.

—Bueh, no exageres.

—Quizá yo podría pintar…—arriesga Nidia.

Ambos la miran con atención.

—¡Qué pavada, Nidia! —la regaña Roberti.

—No sé… —repone pensativo Foucauld.

—Hasta donde yo sé, Nidia, vos no sabes hacer otra cosa que pasear por la ciudad, quejarte de los robots trabajadores y de mí conducta. —Nidia lo mira fijamente, habiendo captado el ánimo oscuro del comentario.

—Es cierto que los creamos para hacer tareas de labor y no para el arte, pero en algún momento podría llegar a pasar —interviene Foucauld para diluir la tensión en la pareja.

—No es imposible, ¿verdad? —vuelve a preguntar la chica eléctrica.

—Nadie lo sabe a ciencia cierta. —responde Foucauld.

—¡Claro que es imposible! —dice Roberti.

—¿En qué te basás para decir eso? —Foucauld hace un gesto evaluativo.

—En nada, simplemente son máquinas. Las máquinas no tienen voluntad ni espíritu.

—Bueno, eso es relativo… mirala a ella: desarrolló su propia conciencia y es un mecanismo independiente que no puede ser sujetado al Sistema Ego. En cierto modo, es la adolescencia de los entes electrónicos. Vos no la controlás…

—Sí, pero ella fue… los Nexus 9000 fueron un error… — Nidia va a responderle cuando Foucauld interviene y la toma de la mano, apretándola fuerte para contenerla.

—Eso no está probado, C.A.F.E. no encontró ninguna falla en la familia de Nidia. Quizá no exista esa famosa falla y sea simplemente un salto evolutivo de los robots.

—Eso es absurdo. Los robots no pueden evolucionar. La Compañía Argentina de Fabricaciones Electrónicas eliminó la serie Nexus 9000 porque no servían para el trabajo que tenían asignado y punto. Les hizo perder miles de millones de pesos en devoluciones, reintegros y juicios a sus desarrolladores. Esto no es La Guerra de los Mundos con replicantes fuera de control por las calles de Buenos Aires, fue un simple caso de material defectuoso que se devolvió y fue reemplazado —dice Roberti, levantando la voz por sobre la música que suena atronadora.

—Creo que te estás confundiendo, La Guerra de los Mundos es una novela de Herbert George Wells sobre la invasión de alienígenas a la Tierra, y los replicantes son obreros robots que se rebelan y aparecen en el libro Sueñan los androides con ovejas electrónicas de Philip Kindred Dick; son dos historias diferentes —responde con sequedad Nidia, que aún sigue molesta por lo de «error».

—¡Muy bien, Nidia! —Carlos Foucauld mira triunfal a su socio.

—¿Y qué? Que haya leído dos libros de tu biblioteca no significa que pueda escribir uno.

—Siempre la subestimás— Rezonga Foucauld.

—No es cierto.

El viejo se acomoda el sombrerito azul bajándoselo ligeramente hasta la mitad de su frente, en gesto desafiante, mostrando que no dará el brazo a torcer.

—El gobierno discontinuó a la familia de Nexus 9000 —y dejame que le dé ese título a los hermanos y hermanas de Nidia— por miedo a lo que ellos denominaron «inestabilidad» y yo digo que es «pensamiento propio».

—Eso no significa nada, no hay pruebas de que esa inestabilidad pueda repetirse a voluntad en condiciones controladas, en cuyo caso fue azar y puede no volver a repetirse jamás. Y por ahora es todo lo que sabemos.

—Pero sí existen estudios que concluyen que si el ser humano no utiliza sus habilidades motoras en tareas de precisión puede perder dichas habilidades, y tampoco querés aceptarlo.

—Como quieras, pero eso no prueba que Nidia pueda pintar o escribir un libro.

—A veces pienso si hice bien en presentártela, no la merecés —Foucauld resopla sonoramente.

—No me la presentaste, me la diste. No es humana.

—Lo dicho… —el tono de Foucauld, normalmente cálido y bonachón, se vuelve melancólico, la decepción se pinta en su cara.

A lo lejos, arriba del escenario, se desarrolla una comedia picaresca de trama muy sencilla, con políticos disfrazados como arlequines con trajes de gamuza de grandes losanges rojos, amarillos, azules y verdes enmascarados que portando enormes falos plásticos corren por el tablado a unas colombinas en mallas y tutús rosados y blancos. Finalmente las colombinas escapan de sus perseguidores y corren alrededor de las mesas invitando con gestos ampulosos a los presentes a bailar con ellas. Sin esperar ninguna invitación, Nidia tiende el brazo hacia Roberti, que la rechaza con un gesto enérgico. Sin desanimarse repite la invitación, esta vez a Foucauld, que acepta y la guía hasta la franja de espacio que queda libre entre la primera fila de mesas y el escenario. Allí, parejas de hombres con mujeres, hombres con hombres y mujeres con mujeres bailan describiendo círculos, moviéndose al son de una música estridente y rítmica.

Roberti se sirve del balde de champagne, se acomoda y toma un largo trago de la fina copa. Una atractiva colombina se acerca a la mesa a invitarlo a la pista. Va a negarse, pero ante la insistencia de la bella desconocida acepta con un gesto de dignidad, escondiendo su entusiasmo por poder bailar con ella. La bailarina lo lleva directo hasta donde se encuentran Nidia y Foucauld, que hace rato bailan una danza frenética que está de moda.

—Acá está tu amigo —le dice la colombina a Foucauld.

Roberti se decepciona al darse cuenta que no fue a buscarlo para bailar, sino porque Carlos se lo pidió. Sin embargo, ya la tiene entre sus brazos y no la suelta. Su cuerpo es muy blanco y lleva el cabello rubio, recogido en un severo rodete. Los brazos delgados y flexibles lo toman con fuerza y lo obligan a girar y mover su cuerpo pesado. La música cambia y la colombina quiere seguir divirtiéndose, así que calculando que su compañero de baile no dará la talla para la faena, pide cortésmente «cambio» y de pronto Roberti se ve bailando con Nidia, que le sonríe mientras Foucauld baila con la colombina, a la que a pesar de la diferencia de edad le sigue el paso sin esfuerzo y hasta con gracia.

Un rato después Roberti y Nidia abandonan la pista de baile y se refugian en la oscuridad de la mesa, lejos de los bailarines, las colombinas y fantoches que pululan por las mesas haciendo bufonadas y pidiendo monedas a cambio de imitaciones y bromas de mal gusto.

—Me gustaría que siempre me miraras como mirabas recién a la bailarina.

—¿Qué querés decir?

—Ella te gusta.

—¿Y eso qué? ¿Estás celosa?

—Sí y no. No me da celos que te guste, porque es físicamente atractiva. Me da celos que ella sea humana y yo no. Ella no necesita…

—…Pretender —dice Roberti con calma.

—Sí. Al final solo soy una muñeca, como todos esos horribles robots que tenemos en casa; soy una herramienta más que no puede pintar la noche estrellada, ni hacer el amor —Roberti acaricia pensativo con el dorso de su gruesa mano el rostro moreno de Nidia, que mueve su cara buscando la mayor superficie de contacto posible.

—Me gusta jugar a que lo hacemos.

—A mí también —responde Nidia con voz neutra.

—Si querés vamos a casa ahora, total Carlos está muy ocupado con la rubia y no creo que la suelte el resto de la noche.

—¿Estás seguro?

—Miralo… —el distinguido profesor tiene contra su pecho a la bailarina, que se deja guiar mientras él le habla al oído. Otras colombinas ya se han ido a cambiar o se han sentado a descansar lejos de las luces de los reflectores y conversan entre sí o con los arlequines. Sin embargo, la rubia de rodete tirante y enormes ojos celestes permanece en la pista de baile, asida por la cintura por el caballero octogenario de barba y cabeza calva. Bailan completamente abstraídos de lo que los rodea, divirtiéndose en su mundo privado.

—Vamos —propone suavemente Nidia.

Mientras Roberti conduce su Justicialista Grand Sport, Nidia mira indiferente las luces de la autopista; a los costados de la gran autovía hay edificios bicentenarios donde viven en su mayoría humanos que aún realizan tareas que se consideran de robots. A pesar de ser de madrugada hay luces encendidas en muchas ventanas, donde alguna sombra se recorta entre las luces del interior del departamento. Quizás una madre que se despertó por los quejidos de su bebé, o un hombre que no puede dormir preocupado por cómo alimentará a su familia porque esa misma mañana fue reemplazado en su trabajo por algún brazo mecánico o alguna caja registradora inteligente. Pero el futuro no se detiene por nada ni por nadie, como el bólido color verde metalizado en el que viajan en este momento. Roberti saca la mano de la palanca de cambios y posa su mano sobre el muslo de Nidia, ella toma su mano entrelazándola con la suya. Siempre que van al centro utiliza las autopistas que cruzan la ciudad, siempre por encima de la cabezas de robots y humanos que viven y trabajan en el conglomerado de la metrópoli. Pasan volando sobre ellos, sin prestarles atención; casi no sabe nada de esas personas que viven amenazadas por el nuevo sirviente electrónico que él ha ayudado a crear.

Ella misma podría estar trabajando y reemplazando a la pobre madre o al hombre que se mira al espejo suspirando con pesar sin saber cómo le dirá a su esposa que un esclavo electrónico lo ha reemplazado. Y mientras tanto el bólido avanza a toda velocidad por la autopista dejando atrás los postes de luz que desparraman su luminosidad blanca y brillante sobre el asfalto, los edificios bicentenarios con sus humanos aquejados y las madres y los hombres con su desempleo. Ella en cambio avanza con su hombre hacia el lujo, hacia los robots sirvientes, hacia la casa que se maneja sin necesidad de otra cosa que la voluntad de su dueño.

Roberti sale de la autopista en dirección a la Ruta 9 y el Justicialista es engullido por la oscuridad del camino. Con una orden mental Roberti enciende el sistema de alerta de proximidad y pisa el acelerador. Un rato después cruzan el puesto de control en la entrada de la propiedad, donde dos autómatas vestidos con chaquetas azules saludan mecánicamente.

El auto atraviesa el bosque de altos y oscuros pinos y finalmente hacia delante el camino se abre en un sendero flanqueado a derecha e izquierda por setos cortados en forma rectangular, que parecen formar un ejército en posición de firmes ante el paso de su comandante. Un minuto más y el auto se encuentra ante la rotonda. Por el camino de la derecha se llega al garaje/taller mecánico donde se guardan los automóviles de la casa. En cambio el Justicialista toma la vía izquierda y desanda despaciosamente el camino hasta la casa principal. El camino termina en el pequeño estacionamiento delimitado por pilotes amarillos de cemento.

Nidia se saca los zapatos para caminar sobre los troncos irregulares que llevan hasta el piso de losa sobre el que se apoya todo el edificio. El romboedro de cristal imita el cielo negro y amenazador de la noche. La neblina es tan densa a esa hora que la casa principal es una presencia fantasmal en medio del desierto de bruma algodonosa que la envuelve.

Roberti entra y las luces se encienden. La robot deja su cartera de vinilo naranja sobre un largo sofá y se tira sobre los almohadones como si estuviera cansada. Él se deshace de su largo sobretodo negro y cruza el living hasta la heladera, la abre y saca una pata de pollo que come sin ceremonia, a mano limpia. A Nidia le gustan esos escasos momentos en que actúa como un hombre común y corriente: «Nunca nadie lo ha visto comer una pata de pollo con la mano», piensa y sonríe como si hubiera encontrado un tesoro invalorable. Roberti vuelve a abrir la heladera y esta vez saca una empanada. En recompensa por su humanidad, la chica electrónica se le acerca desde atrás y lo abraza afectuosamente.

—Voy arriba a pasarme la crema lustradora antes de desactivarme —le dice al oído.