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¿Y si la crisis argentina del año 2001 hubiese terminado de un modo diferente? El autor propone una realidad alternativa a la salida de la crisis política, social y económica del año 2001. En un país divido físicamente, donde la «casta» política ha caído en el total descrédito y ya no puede gobernar a una sociedad económicamente arruinada que no confía en sus líderes, sólo el fútbol aún conserva popularidad y legitimidad ante el pueblo. Es en ese vacío de poder que Vencer o morir propone un juego de realidades contrafácticas: en una sociedad obsesionada por el fútbol en la que la pelota parece ser la última frontera de unión entre los argentinos, ¿podrá la Asociación de Fútbol de Nueva Buenos Aires gobernar la ciudad mediante su «barracracia»? Vencer o morir es un ensayo novelado sobre la máxima pasión argentina: el fútbol, sus relaciones con la política y la barra brava como dispositivo parapolicial.
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Seitenzahl: 178
Veröffentlichungsjahr: 2025
DAN GITLIN
Gitlin, Dan Vencer o morir / Dan Gitlin. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5640-0
1. Narrativa. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Edición, corrección y coordinación general: Julián Chappa | www.julianchappaeditor.com.ar
No significa nada si no tiene swing
Vencer o morir
La muerte y los impuestos
El peso de las decisiones
Funeral jazz
«A mí me gustaba el fútbol cuando lo jugaban los líricos y los tuberculosos. Pero ahora se ha convertido en refugio de millonarios.»
Quinquela Martín
«Men have died for this music. You can't get more serious than that.»
Dizzy Gillespie
—Diego, ¿viste el partido ayer? —pregunta Eduardo Nanni.
¡Qué golazo hizo Rojas!
Diego no le contesta, está más interesado en el vaivén de las hermosas piernas de Amancay que en responderle al arrastrado de Nanni. El pájaro de plumas azules en el empeine de su pie derecho parece tomar impulso al compás del movimiento de las piernas, preparándose para levantar vuelo.
Alguien abre uno de los grandes ventanales de la oficina y el ave traviesa se escapa por el enorme hueco en la pared de vidrio elevándose por sobre las mesas, sillas, computadoras y archiveros de la gris oficina, llevándose con él a su dueña, que volando cada vez más alto se pierde en el inmenso cielo azul de un mediodía sin nubes.
Abajo, el espacio de trabajo se transforma en un inmenso metegol, donde Diego —con los brazos atados por la espalda a una gruesa barra de hierro que lo une al resto de sus compañeros de trabajo— participa del juego. Quiere desatarse, pero la barra lo arrastra de derecha a izquierda y de izquierda a derecha a voluntad de una mano gigantesca cuyo dueño no se forma entero ante los ojos de Diego, que mareado por el movimiento incesante de la guía de metal apenas logra mantener la consciencia.
De pronto la pelota rueda con fuerza hacia él. Quiere patearla, alejarla, pero sus piernas, atadas juntas, no le responden. Siente el hormigueo de los miembros dormidos por haber estado tanto tiempo inmovilizados. La bola, que es de alguna clase de loza o cerámica, lo golpea con fuerza en el rostro, dándole de lleno en un ojo.
Se despierta sobresaltado, el corazón le late muy fuerte. En un acto reflejo toma el control remoto y enciende la televisión. A esa hora de la noche ya no hay programas y solo se repite lo ya emitido durante el día. El canal de la Asociación Nacional de Fútbol retransmite el partido de River de ayer a la tarde.
Diego sigue pasando los canales distraído sin mirar la pantalla, hasta que llega al último, apaga el aparato y abre la persiana con fastidio. La luz blanquísima y prolija de los faroles de la calle invade la habitación. Mira la hora, aún es muy temprano para levantarse y desayunar, pero ya es muy tarde para dormir una cantidad de horas decente y estar bien despierto a la mañana siguiente.
Decidido a seguir durmiendo, se levanta y va al baño, toma media pastilla para dormir y vuelve a acostarse. Da un par de vueltas y el sueño le gana rápidamente.
—Casi lo ganamos, si entraba esa última…
—Sí, pero Fernández es un perro, ¡no entiendo por qué lo siguen poniendo!
—Igual, para el próximo campeonato llega Sosa, que ya está comprado, así que a Fernández lo van a rajar a la mierda.
—No creo, si tenemos que jugar la copa y tenemos poco plantel...
—¿Vos qué opinás, Marcela?
—Que mi bisabuela en pantuflas puede jugar mejor que ese Fernández —toda la oficina se ríe con la ocurrencia de la Jefa de Recursos Humanos.
—A mí me gusta, puede aguantar la pelota y descargar en un compañero —arriesga Eduardo Nanni tratando de hacerse un lugar.
Es el último miembro en incorporarse a la oficina y por lo tanto nadie respeta sus opiniones futbolísticas. A nadie le interesa saber lo que él piense sobre Fernández, lo que opine sobre el nivel del Campeonato Nacional de Fútbol o lo que crea sobre cualquier asunto en general.
Sin embargo, Nanni no quiere resignarse a quedar excluido de las conversaciones e intenta infructuosamente ganarse la atención de sus compañeros, en especial de la todopoderosa Marcela.
—¿Por qué mejor no te callás la boquita, querés? —replica Marcela.
El nuevo agacha la cabeza y acepta sin chistar que lo pongan en su lugar. Prefiere pagar el precio de ser la burla de la oficina porque así al menos lo toman en consideración, antes que ser un don nadie a quien ninguno le dirige la palabra, como Diego López. Y es precisamente Diego, el Jefe de Ventas, un poco por la antipatía que tiene por Marcela y otro poco por un oscuro sentido de justicia, quien sale en su defensa.
—Acordate del último partido con Barracas Central, Fernández la des-co-ció.
—¡Mirá quién habla! ¿Ahora resulta que sabés de fútbol, vos?
¿Cuándo fue la última vez que fuiste a la cancha? Seguro que todavía vivíamos en Argentina. Mejor callate que vos sabés menos que Nanni. Él por lo menos va a la cancha, vos ni eso.
—¿Ah, sí? Y decime, ¿cuándo fue la última vez que nos ganaron un clásico? Contame, ¿la popu la pagaste en Lecops? —replica Diego infalible, con profunda ironía.
—Para nosotros el clásico es un partido más. Ustedes, si nos ganan salvan el año, nosotros ganamos campeonatos y copas.
—Ojo, que acá tiene razón Diego. Ustedes ven la banda roja y se hacen encima —dice jocoso el Jefe de Redes Sociales e Interacción con el Cliente, Aldo Ferro, el único en la oficina con el que Diego tiene un trato amistoso y cierta confianza.
La discusión sobre si Fernández es un burro, un jugador infravalorado o si habría que ejecutarlo por alta traición al club en la Plaza Roja de Avellaneda continúa, pero Diego ya cumplió con su cuota de fútbol del día y de paso hizo enojar a Marcela Rodríguez. Así que aprovecha para volver a sus tareas mientras el tono de la discusión va en aumento.
La niebla húmeda y espesa avanza sobre el Río de la Plata. «Las oficinas son la muerte en sociedad», piensa con tristeza Diego. De pronto el sopor grisáceo de la tarde se ve interrumpido por un silbato agudo y autoritario que anuncia el inicio del Juego Oficial de Trivias de Fútbol de Nueva Buenos Aires. En un instante la oficina se transforma en un frenesí de insultos, gritos y corridas que hace volar papeles y carpetas, y desacomoda muebles y estantes.
Los últimos rezagados apenas logran sentarse ante sus computadoras cuando las luces se apagan y en la pared del fondo se proyecta la imagen del Supremo Director de la Asociación Nacional de Fútbol, presidente y protector de Nueva Buenos Aires: Don Julio Kisling.
En cada pantalla se replica la imagen del septuagenario líder. Se explican las reglas del juego y se escucha el himno nacional antes del agudo silbato que da por iniciada la competencia, que consiste en una serie de veinte preguntas que van apareciendo de a una por vez en la pantalla, ordenadas en base a dificultad creciente, y que otorgan diferentes puntajes.
En la tabla general, Marcela es la líder indiscutida. Este año se recibe de periodista deportiva y aspira a dejar la aburrida Oficina Nacional de Fabricaciones Textiles e instalarse permanentemente en la fútbolcracia. Por eso, a su habitual diligencia en el saber futbolístico, se le agregan las aspiraciones de crecimiento personal y laboral. Siente que es su año y no lo dejará escapar.
Atrás de ella está Ferro, cuya excelente memoria y la falta de otras preocupaciones lo convierten en una enciclopedia futbolística andante. Si alguien está buscando el nombre de un jugador o el resultado de un partido no tiene más que preguntarle a él. Su don para recordar le ha dado fama y reputación en la oficina.
Las Trivias forman una jerarquía por sobre el escalafón laboral oficial. Es mucho más importante saber sobre fútbol que ser capaz de manejar una sección de oficina. Se ha visto a grandes gerentes perder sus puestos y la autoridad sobre sus subordinados por no saber o no mostrarse interesados en el juego. A lo largo de los años, en Nueva Buenos Aires conocer sobre el Campeonato Nacional se ha vuelto fundamental para acceder a los cargos de poder.
Pero a Diego no le importa el fútbol ni los ascensos, por eso se mantiene último cómodo en la tabla de posiciones. Más le interesa Amancay Malouf, Jefa de Contaduría. Piensa que a pesar que no hablan mucho durante el trabajo, el mutuo desinterés que sienten por la pelota es algo que de alguna manera los une.
Ella no es una persona común. No se viste como todos, no usa ropa deportiva ni calza los botines de taco alto que están tan de moda. No conoce a otra persona como Amancay, por eso le gusta, porque es distinta. Ferro siempre le dice que «es buena mina, pero anda metida en algo». ¿En qué? No sabe, aunque posiblemente sea una secta o algo por el estilo.
En Aldo Ferro se da la desconfianza típica del hombre común hacia lo distinto. Un recelo que es como una pequeña pira, inofensiva en sí misma pero que sumada a otras miles de piras individuales conforman una gran hoguera de prejuicios colectivos.
Diego casi siempre puede responder correctamente hasta la sexta o séptima pregunta, pero las del día de hoy son muy complicadas. Levanta la vista agotado por el esfuerzo de fijar los ojos en la pantalla incandescente y ve que Amancay no tiene ningún problema para contestar, o eso parece. Él, por su parte, se da por vencido. Aprieta la tecla Enter y se desentiende de la Trivia.
El escudo de la ANF, sobre un fondo negro, indica que el sistema está procesando los datos cargados por el jugador y tras un momento de espera las respuestas son enviadas en un archivo a la sede central de la Asociación Nacional de Fútbol, bautizada «el Ministerio del Fútbol», donde llegan cada día las respuestas de cada trabajador de cada oficina de Nueva Buenos Aires.
Allí una compleja red de computadoras se encarga de clasificar y ordenar los puntajes de los ciudadanos y obtener la tabla final de clasificación por lugar de trabajo. Cada mes los mejores cinco puntajes de cada dependencia oficial son premiados, y los ganadores anuales de todas las oficinas de la ciudad reciben una suma especial de dinero y la posibilidad de competir entre ellos por un puesto en la ANF.
El resto de la tarde transcurre con absoluta tranquilidad, y al sonar el silbato que indica la finalización de la jornada laboral Diego se despide de Ferro como todos los días, pasa por el guardarropa del vestíbulo, toma su abrigo y sube al ascensor hacia la salida.
Abajo, en la calle, el microcentro es un hormiguero multicolor de personas con conjuntos deportivos y camisetas de clubes de fútbol que se empujan y se pisan sin mirarse ni disculparse. Pronto él será uno más en esa masa de seres que luchan por llegar a los trenes, Subtes y colectivos que desagotan el centro.
Con dificultad logra caminar las cuadras que separan el trabajo de la boca del Subte. La gente se apelotona contra los molinetes.
Las pantallas enormes distraen la mirada de los pasajeros que siguen el audio de las imágenes a través de los auriculares de frecuencia vial que reparte el gobierno nacional.
Diego paga el pasaje con su Carnet Único del Hincha, que es el documento de identidad que lo certifica como ciudadano de Nueva Buenos Aires, y pasa al andén donde espera impaciente la salida de la próxima formación. Esta tarde el noticiero no está mostrando imágenes de una liga de Europa o videos caseros. Desde la mañana la ciudad está conmovida por el atentado al gimnasio-solarium de la Avenida Mártires del 2001.
No le interesan las imágenes, prefiere mirar hacia fuera, hacia las tinieblas del túnel donde el amasijo de luz y oscuridad revuelto a gran velocidad forma figuras fantásticas y misteriosas. A su lado, un grupo de hinchas de River Plate habla sobre el partido de esta noche, hacen cálculos y se entusiasman con un campeonato que se les viene negando desde hace más de diez años. Están seguros que esta vez se va a dar. Las frustraciones constantes que han sufrido desde la Gran Remodelación del país han ido templando su espíritu, y esta noche es otra prueba de fe para ellos, porque Almagro es una cancha difícil y el equipo local viene en remontada.
* * *
Diego cena rápido y piensa ver el partido para distraerse, pero a último momento decide que si en realidad lo que quiere es saber el resultado y los momentos más importantes del encuentro le basta con ver el resumen en la computadora más tarde. La cobertura de los diarios es tan extensa y exhaustiva que memorizando alguna de esas crónicas se puede hablar del tema durante un largo rato sin necesidad de haber visto el partido.
Hacia las nueve de la noche comienza a llegar desde las casas vecinas el rumor de radios y televisores que fatigan con el larguísimo tiempo muerto de espera entre el comienzo de la transmisión y el inicio del juego, llamado «previa».
Diego odia las previas. Las odia incluso más que al mismo fútbol: relatores y comentaristas fantasean con números, cálculos e hipótesis de futuros acontecimientos que la mayoría de las veces no suceden, mientras muestran imágenes de archivo de encuentros pasados, de los cuales extraen estadísticas que extrapolan al presente, sacando conclusiones absurdas.
Otros, por el contrario, prefieren embellecer el relato utilizando figuras poéticas con las cuales describir las acciones del juego. Los más populares publican libros de poesía, novelas y cuentos, todo escrito con el mismo estilo recargado de tono sensiblero con el que relatan las peripecias de un balón plástico. En la Nueva Buenos Aires la literatura futbolera, escrita principalmente por relatores y algunos pocos jefes de tribuna, es el único género literario existente y se reparte en todas las canchas con mensajes estatales a favor de la lectura.
Por último, están aquellos que antes que la ciencia dura de los números o la exaltación poética a los héroes de la sociedad, prefieren la simple y llana adulación a la masa que sigue semana tras semana a su equipo favorito. Así, en vez de hablar sobre tácticas y estrategias, las calidades particulares de tal o cual jugador o la cantidad de veces que se ha ganado o perdido de local contra tal o cual rival, prefieren poner el acento en la cantidad de gente que lleva el equipo, adulando a los jefes de tribuna y sus allegados por el excelente trabajo realizado.
Estos hombres y mujeres del periodismo no dejan pasar oportunidad de recalcar el papel fundamental que desempeñan los hinchas, que con su aliento interminable convierten el simple encuentro deportivo en una jornada de fiesta llena de color y pasión sin igual. Ellos, los millones de anónimos, los que no han conseguido llegar a la meta máxima de todo varón de la Nueva Buenos Aires, tienen su revancha en las tribunas cada domingo cantando y alentando a quienes allá abajo los representan en el rectángulo de juego, aquellos que están ahí por ellos y para ellos. El fútbol no se puede jugar sin ellos, ¿a quién le importaría un partido sin el dramático sufrimiento del hincha?
En el aire se respira un espeso clima de angustia, de necesidad de un gol salvador que desate las gargantas anudadas de los hinchas en las casas vecinas. Los partidos se siguen como el drama que son: se sufre por la divisa amada como antiguamente las madres de los soldados sufrían por el desarrollo de una guerra y la suerte que pudieran correr sus hijos en combate. Se vive con esa angustia de desear lo mejor, pero estar preparado para lo peor.
Cada triunfo se vive no como una alegría genuina, sino como el alivio de quien ha salido momentáneamente de un duro trance.
Cada triunfo es festejo loco, desmedido, porque puede ser el último.
¿Cuántos han muerto de un infarto en las canchas de la Nueva Buenos Aires? ¿Cuántos se han suicidado por una derrota humillante? La muerte y la angustia rondan el fútbol, nada hay de alegre en la fiesta popular del fútbol porteño.
De pronto la calle se deshace en un furioso rugido de gol. El partido está más complicado de lo esperado, los insultos y algún disparo de fuegos artificiales acompañan el festejo: River apenas logró empatar frente a un rival inferior, y Marcela va a estar más insoportable que de costumbre cargando a los gallinas.
En un mundo paralelo, Diego sigue metido en sus pensamientos cuando al doblar una esquina cualquiera, distraído, una pared le grita a todo pulmón su enigmática consigna:
No significa nada si no tiene swing. \T/
¡Swing! Qué extraña palabra —piensa, olvidándose de su intención inicial de ver el resumen del partido de esta noche—. Se le ocurre que no debe tener relación con el fútbol porque nunca antes la había escuchado. No está seguro de qué signifique, ni siquiera si la palabra realmente existe. Pero si alguien la escribió, entonces tiene que ser real, porque «¿quién hablaría de algo que no existe?» —ese pensamiento es lo último que pasa por su cabeza, antes de quedarse dormido, exhausto por la caminata.
A la mañana siguiente, después de la trivia, lleva a cabo una discreta indagación sobre la enigmática palabra en la oficina, pero nadie le da una respuesta concreta. Un agente de ventas le dice que también la vio escrita en algún lado, pero no se acuerda dónde.
Diego trata de sacarle mayores precisiones, pero el vendedor no se muestra interesado en continuar la conversación. Entonces decide ir al barrio de Los Antiguos, quizás allí alguien sepa algo más sobre la curiosa palabra.
Al terminar el día y salir del edificio no hace el camino de siempre hasta la avenida, sino que toma por una angosta calle lateral que varias cuadras más abajo termina en la avenida empedrada donde se encuentran los locales, llamados con alguna exageración «de antigüedades», de ahí el nombre del barrio.
En los últimos años muchos de estos comercios han ido cerrando ante la imposibilidad de hacer frente tanto a los pagos extorsivos a la barrabrava que maneja la zona como a la falta de ventas.
Diego va allí con cierta frecuencia, porque colecciona postales de paisajes y pueblos que una vez pertenecieron a un país llamado Argentina. A veces charla con alguno de los dueños de esos locales. Le gustaría vivir en aquel tiempo en que no existía la fútbolcracia.
Los últimos rayos del sol invernal alumbran los objetos que se amontonan sin ton ni son en los estantes del local de trastos viejos.
Muy poca gente visita esos negocios que huelen a naftalina y aburrimiento. A Diego le interesa la historia de los últimos días de Argentina. Conoce al detalle la guerra civil que se desató por la falta de fondos de Buenos Aires para pagarle a las provincias más pobres y de cómo el sur petrolero se independizó de la capital para no tener que financiar el déficit del gobierno.
Poco a poco el viejo país se fue disgregando hasta que la administración central, desgarrada por una guerra interna, apenas pudo retener el control de parte del territorio del viejo Gran Buenos Aires. En medio del temor por la rebelión popular, el gobernador de la provincia pactó con Julio Kisling —presidente de Chacarita Juniors— para entregarle el poder. Este, al mando de un grupo de barrabravas de los clubes más fuertes de la antigua capital y la provincia de Buenos Aires, derrocó al último presidente de Argentina y fundó la fútbolcracia. De ese modo Julio Kisling, junto a un grupo de barrabravas, ordenó los restos del territorio de la antigua República Argentina, fundando la fútbolcracia, que domina hoy en la Nueva Buenos Aires.
Para su gran decepción ninguno de los viejos del barrio de Los Antiguos sabe nada acerca de la misteriosa palabra.
* * *
—¿Vos querés saber qué es el swing? —Diego levanta la vista de las órdenes de compra que está revisando y descubre a Amancay inclinada sobre su pantalla, con su sonrisa de dientes blancos y torcidos. Amancay repite en voz más baja la oferta.
—Te pregunté el otro día y me dijiste que no sabías. ¿Lo encontraste? Si fuiste con los viejos del barrio de Los Antiguos no me digas nada, ya estuve ahí y…
Amancay cruza el dedo índice sobre los labios de Diego en señal de silencio, mientras niega alegremente con la cabeza.
—Acá no puedo hablar.
—¿Por qué no? —pregunta Diego sorprendido.
—Porque no se puede. Si querés nos encontramos en una hora en la estación del tren porteño. En el andén sur, al lado del puesto de choripanchos —propone enigmática.
Diego asiente confundido. Amancay da media vuelta, dejándolo solo con su curiosidad.
El resto de la hora se le hace interminable. Cuando al fin dan las seis de la tarde, sale apurado sin siquiera saludar a Ferro. Camina nervioso por las calles laterales del edificio, evitando la avenida para hacer tiempo. ¿Amancay estará metida en algo raro? ¿Al final tendrá razón Ferro? ¿Qué tan peligrosa puede ser una palabra que no puede ser explicada abiertamente?
Tiene el corazón en la boca. Por un momento piensa en no ir a la cita pero descarta la idea al darse cuenta que de todas maneras mañana tendrá que encontrarse de nuevo con ella en la oficina. Y si ahora no se presenta, ¿qué excusa le va a dar por su faltazo mañana?