¿Quién se ha llevado mi abrelatas? - Dan Gitlin - E-Book

¿Quién se ha llevado mi abrelatas? E-Book

Dan Gitlin

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Beschreibung

¿Quién se ha robado mi abrelatas? es un divertido manual de instrucciones presentado por un simpático buscavidas de apellido ilustre —pero pobre— que nos enseña cómo escribir un libro de autoayuda para hacerse millonario y no tener que trabajar por un sueldo mínimo en un empleo gris y aburrido. Este opúsculo es especialmente recomendable para todas aquellas personas que están cansadas de vivir con lo justo para llegar a fin de mes. Tal como indica el subtítulo del libro —«filosofía de la pensión»—, el protagonista brinda los más útiles consejos sobre cómo crear un imperio comercial brindando consejos de autoayuda. Después de todo, ¿por qué ser pobre y honrado cuando se puede ser rico y espiritual?

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Seitenzahl: 136

Veröffentlichungsjahr: 2024

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DAN GITLIN

¿Quién se ha llevado mi abrelatas?

(Filosofía de la pensión)

Gitlin, Dan ¿Quién se ha llevado mi abrelatas? : filosofía de la pensión / Dan Gitlin. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-5638-7

1. Narrativa. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Edición, corrección y coordinación general: Julián Chappa | www.julianchappaeditor.com.ar

Tabla de contenido

El porqué de la historia

Esta historia tuvo lugar seis meses atrás

Siguiendo los pasos del maestro

Primero lo primero: un buen nombre

Una historia humana

¿Quién es el misterioso señor Ulrico Úlster Pyongyang?

Armando un libro

Sobre el arte que llaman pakagin

Para hacer cosas grandes hay que pensar en grande

Confesiones de un sobretodo

Río revuelto

Círculo vicioso

Las tres muertes del Capitán Rubén Ordóñez

Legión extranjera

Nidia y Kronstadt

Homicidio en primer grado

Un pacto de López Malouf

Un hombre justo

Línea E

Herejías

La novia

En donde se cuenta cuando el Capitán López Maloufmarchó al desierto y de lo que allí le sucedió

Próximamente en todos los cines

El porqué de la historia

¡Acérquense, ilustre chusma! Acérquense a oír al compadre Kisling que les va a delicear las terminales con una historia de gran inspiración que los pondrá a usar la central y los dejará reflexos. ¡Acérquense, que ya empieza la cuenteada y es de provecho para ustedes!

¡Acérquense que les voy a compartir intelecto hondo como nunca antes escucharon. No se diga después que el compadre Kisling los deja embalados en la caja y sin el dorado.

¡Acérquense, compadres! ¡Venga amigo rascamoneda! ¡Venga doña paparula! Siéntense adonde la posadera más le agrade, que mi voz es generosa y se oye tanto aquí como allá.

¡Vengan, amiguetes! Vengan y pónganle oreja a la cuenteada, no dejen que la humedad del taller termine por enmohecer los resortes de la central. ¡No se queden ahí paparuleando como moscas! El tiempo es oro, como dicen, y se nos va el treintavo en lo que ustedes tardan en acercar la terminal al relato.

Después se quejan de que el supervisor los trata de lerdos y bobalicones, ¡y si los viera ahora tendríamos por fuerza que darle la razón sin protestar! ¡Vengan, sandungos míos, que el compadre Kisling les va a abrir las pupilas y compartirá sus ideas!

¡Vamos compadres, que peor es tener que trabajar!

Esta historia tuvo lugar seis meses atrás

Iba yo muy de apuro por el patio de comidas del Sector Maracuyá, como siempre muy en lo mío, cuando sin aviso ni advertencia fui a dar la jeta contra una joven y magnífica frufi de generoso balcón, toda ella emperifollada como corresponde a mujer de lujo.

Resulta que esta frufi contra la que vine a dar el balconazo iba ella misma con otras dos iguales, del mismo tenor y facha. Las tres blableaban muy al estilo cogote, algo que no me costó para nada reconocer, dado que todos los paseantes del Lacroze espican más o menos de igual forma. Oigan entonces el diálogo que se dio mientras sucedía todo esto:

—¡Ay, Xondra… yo prefiero Europa!

—¡Pero Lin Lin! En esta época del año el Monte Olimpo en Marte es algo hermoso, deberías conocerlo —respondía la del balconazo.

—Tiene razón, yo estuve el año pasado con mi novia, ¡deberías ver qué colores divinos! —dijo la tercera frufi, de la que no pude hacerme el nombre.

Y todo esto sin que ninguna de las tres se anoticiara del choque contra el diciente. Es que la tal llamada Xondra apenas si me apartó como asunto sin importancia y siguió el taconeo, ni movió la vista para ver contra qué había dado. Pero nada de nada, se los juro por mi apellido.

Entonces iba yo presto a decirle alguna palabra para reponer mi honor, pero justo justito hizo aparición uno de los segubots del Sector Maracuyá y preferí «violín en bolsa» —como dicen los antiguos— antes que algún buche armara un batifondo y yo terminase en la empedrada. Sin embargo, pasado el impacto, el asunto me dejó cerebral. Porque yo no seré un señor del pensamiento, como algunos ensobretados de los que caminan por arriba de nuestras cabezas, pero modestamente tengo lo mío. Por algo soy un Kisling.

Sin embargo, tristemente tener mucho apellido no sirve sin malufes que lo respalden a uno, como ya está comprobado. Porque lamentablemente e’así la cosa: sin pastafrola no te respeta naides. Ahí tienen si no a esas caniches de las que les acabo de cuentear… ni levantaron la vista de tan importantes que son.

Así que hablemos con la dolorosa: un uniforme de mecánico y un empleo de reparar segubots estropeados no impresiona, y apenas si da para el manduque.

Esa no es la clase de título que le hace a uno ganarse la gracia de doctos y frufis, que la única cosa que respetan en esta vida son los malufes. No es así como se llega a sus fiestas elegantes en terrazas flotantes frente a las barrancas de San Isidro o a los invites a las sierras catamarqueñas los fines de semana.

Yo que nací para ser servido y admirado, me veo obligado a ir a la cama cada noche eligiendo si pagar una ducha de diez minutos o comprarme una lata de picadillo de sabe el diablo qué animal, que solo comen los pobrillos como ustedes y yo.

¡Es indigno que yo, Julio Aurelio Kisling, descendiente directo del primer gobernante de la Nueva Buenos Aires y sangre de grandes hombres y enormes fortunas, deba vivir como un pobrillo! Yo que llevo como primer nombre el del magnánimo regidor de Nueva Buenos Aires, cuyo gobierno puso de pie a la ciudad y nos sacó del caos; y como custodio a tan noble apelativo y para reaseguro del éxito que me auguraba mi tan brillante linaje, también llevo el de Aurelio Kisling, genial inventor y hombre de infalible olfato para la Bolsa, quien puso a los robots a disposición de nos, para servirnos.

Y así y todo, con tan importante historia corriendo por mis conductos internos me veo al servicio de ilustres desconocidos que solo por tener banco se consideran más que un servidor. Tristemente, vivimos tiempos confusos donde la malufada se tiene por más que la sangre. La única cosa que la gentuza actual venera es el billetín.

Lo que nos lleva de nuevo al problema principal de todo este discurso: ¿cómo conseguir los malufes que lo hagan a uno respetable? Yo sé que los morales de siempre empezarán ahora con la cantinela sobre el trabajo duro y las hazañas del trabajador que se acuesta cansado en la catrera con la satisfacción del deber cumplido. Particularmente desprecio a esos héroes del trabajo y no me hace risa tener que seguirles el paso, porque yo mejor que nadie sé que el verdadero banco no se hace a fuerza de yugo y paciencia. El que les cuentea esa es porque ya la tiene hecha de antes y le gusta camelear o ¡peor aún! los quiere poner a trabajar. Pero los que ponemos el cuerpo d’enserio sabemos que eso no es así.

La buena no se hace, se le nace en uno o se la agarra con la oportunidad que ofrece la posición marital o el ingenio. Caso contrario se aguanta y se come día sí, día no, porque la malufa es esquiva como el amor no correspondido, ¿y qué amor es menos correspondido en esta vida que el malufe al pobre? Pero aun así, hay gente que por falta de imaginación o miedo al calabozo prefiere encerrarse a yugar por miseria.

Para no hacerla larga, volvamos a lo de conseguir malufes. En según yo la veo, hay dos vías principales y de ellas se derivan otras tantas variantes tanto en una como en otra vía. Así que escúchenme con atención porque no soy de repetir las cosas, y además si no pueden seguirme el paso no vale el esfuerzo de explicarme con ustedes.

Para no escandalicear a las buenas conciencias, vamos a empezar por la honesta, que es exactamente la que hacen todos los bobones cada día.

Seguro pensarán que así es como debe ser porque eso les da el orgullo de llamarse «trabajadores» y de decirse a sí mismos que son «honestos», y que peor es vivir de la caridad social. Pero hasta donde me da el conocimiento, ninguno de ustedes es más importante que esa cucaracha que en este momento está explorando aquel rincón de allá, donde hay restos de migas del desayuno de esta mañana.

Pero no amiguetes, la única manera de sacar algo por esta vía sería con un trabajo que pague mucho y además a los nobles cogotes que están por encima nuestro les parezca digno de respetar. Particularmente no se me ocurre nada más alejado de esa descripción que el oficio de arreglar latas descompuestas al que nos dedicamos.

Imagino que compartirán conmigo la idea de que no se puede ir por la vida diciendo «Hola, soy Julio Aurelio Kisling, arreglo los robots que le evitan a usté’ caballero las molestias de que un caco le arrebate sus pertenencias», o bien «Hola dama hermosa, gracias a que yo hago un excelente trabajo los segubots cuidan eficientemente a usté’ y su magnífico bolso de piel de lémur. ¿Que cómo me llamo? Julio Aurelio Kisling, a su disposición».

Como ven, no hay gloria ni banco en el trabajo de arreglar máquinas en un sótano. Si al menos el sueldo fuera el de un super de mantenimiento, a lo mejor alcanzaría para —por lo menos— vivir en un lugar donde no hubiera que compartir el baño, pero ni eso.

Otra cosa sería ser diseñador de algo o gerente de alguna cosa, pero para nosotros los pobretes es imposible pasar de la educación básica y adiós al sueño de salir de un oficio miserable. La cosa e’así y no le voy a dar cambio quejándome como un gilazo. Como dice nuestra música nacional, «el que no llora no mama y el que no enfana…», así que vamos al presto punto, que para hablar sin tiempo y decir nada ya tenemos a nuestro Parlamento Nacional.

Pasemos entonces a la no ajustada a derecho, que es donde más jugo se le puede sacar a la naranja. Ahí se nos abre un campo de posibilidades tan grande como alcance la imaginación. Pero para mantener el orden y no perdernos en el asunto, haré primero una división simple: choriceadas que requieren violencia y choriceadas que no la requieren. Empecemos entonces por las que requieren de alguna clase de fuerza, y a las que llamaré «violentas».

Apuremos el asunto y digamos todo sin ocultar nada: cualquier bobalicón puede robar con un arma en la mano, con tal que tenga el valor suficiente para la tarea. Admito que puede ser emocionante, y mucho más si uno se mete dos lentes de Lucía en los ojos y se pone a alucinar. Pero también reconozcamos que tiene algunas contras.

Primero lo primero… yo no recomendaría tocar esa basura, porque perder contacto con la realidad que hay delante de uno no es aconsejable. Peliculear cuando uno va a salir a hacer banco y necesita más que nunca de sus sentidos despiertos no es la mejor idea. Preferible hacerlo sin pichicatas que lo dejen a uno tarulo, además de que la salú se resiente y termina uno consumido y hecho un desperdicio. Yo no recomendaría acercarse a tan peligrosa sustancia.

Como segunda cuestión admito que en asuntos de atraco hay que ser práctico y atenerse a lo que uno realmente puede y está dispuesto a hacer. Yo soy más bien flojo y me voy a asustar de mi propia sombra, de tal modo que voy a terminar haciendo una bobaliconada que podría terminar peor yo que el asaltado y así no e’la cosa. Para el choriceo se necesita cierto profesionalismo y personalidad, como para cualquier otra tarea. Quien no lo tenga no le recomiendo darse a empleo a buscarlo a las apuradas, que la necesidad es buena amiga… pero da malos consejos.

La otra versión de la misma tarea sería el robo a gran escala, como decir una reserva de dinero o una gran tienda, como esta misma donde maltrabajamos ahora. Pero otra vez, se requiere de armamento y personal, lo que trae aparejados dos inconvenientes adicionales: el primero es el que ya establecimos… que soy alguien que no siente como propia la violencia y no sabe andar en compañía de las armas.

Y como segunda contra tenemos que hay que rozarse —por así decirlo— con otros elementos delincuenciales; eso siempre trae problemas de cartel, especialmente si el otro está acostumbrado al sabor de las armas y uno no. De tal modo que todo lo relacionado a disparos, amenazas y muestras de fuerza me son poco queridos y quedan totalmente descartados para cualquier clase de plan que pudiera hacer.

Así que pasemos a la segunda clase de choriceada, la que emplea el ingenio y no el músculo, y esa es la que propiamente sienta mejor a mi sesera y capacidades. Esta clase de choriceada incluye, desde luego, toda clase de estafas y truques.

De estos algunos me parecen ingeniosos y otros bastante aburridos. Por ejemplo, no me gustan las cuestiones relacionadas a lo inmobiliario ni a las cosas de la herencia, que está tan de moda ahora, porque me aburren enormemente las cuestiones legales y ni siquiera la emoción del engaño me saca el bostezo del papeleo. Además, no me agradan las necrológicas ni los engaños relacionados con deudos ni fríos; no que tenga un pavor místico o un respeto religioso, pero simplemente no es acorde a mis apetitos ni mis habilidades. Robarle a los huesos es como engañar a un ciego: indigno de mi inteligencia y mi apellido.

—¡Ajá!—dirán ustedes en este punto—. Entonces si este campeón de los truques tiene tanto rococó para la afanancia, ¿a qué clase de trabajo deshonesto puede darse si ya descartó todo lo conocido por el hampa local?

Y ahí es donde yo les vengo con una novedad que no se la esperaban que se me juera ocurrir, porque a un obrero de mameluco como yo los libros y las cosas del pensar —dice la percepción común— le deben ser desconocidos y hasta enemigos. ¡Pero no, amiguetes! Cuando uno tiene una central despierta puede captar las cosas rápido y usarlas en su favor. Entonces óiganme bien porque ahora empieza el presto asunto al que iba desde el principio.

Un tiempo después de mi primer encuentro con las galludas de las que les hablé antes, me las volví a encontrar. Esta vez las vi en el Sector Melocotón, cerca de las librerías. Al verlas pasar encendí el wifi para ver qué se captaba, porque iban muy de cotorra sobre algo. Resultó que blableaban muy cogote sobre un libro. Les voy a reproducir la conversación, así nadie me acusa después que spico sarasa:

—¿Sabés, Xondra? Me acabo de comprar el último del Gurú Shiatzu McAfee.

—¡Ayyy! ¿El arte del buen vivir?

—Sí —responde la primera galluda.

—¡Ay, Lin Lin! No quiero leerlo hasta terminar El arte de la buena espiritualidad —replica Xondra, y así anduvieron un buen rato entre zutanos y perenganos.

De resultas que todo ese biribiri me encendió una idea y me acerqué a la librería para ver lo que salía el libro del gurú ese. Ahora, yo no les voy a dar el precio, pero para que se den una idea de lo que les cuenteo, cinco libros de esos son mi sueldo completo y desde que entré en el depositorio de libros hasta que me fui vi pasar el pago de la pensión y una sabrosa excursión al supermercado, como mínimo.

Entonces yo me dije: «Acá está la oportunidad de hacerme con la pastafrola sin ser víctima de la policía y los juzgados. Si logro que las Lin Lin y Xondras de Buenos Aires me compren un libro, estoy salvado». De no aprovechar yo la oportunidad, merecería ser tildado de gilazo sin ningún derecho a defensa.

Que nadie me diga que estamos en la Edad de la razón y que el siglo XXX es el del pensamiento, porque yo le diría que mucha razón… pero no hay frufi o docto en la ciudad que pase por debajo de una escala en la calle o robot que al mencionársele el nombre de Nidia Fucol no haga voto religioso. Y así, con esa idea en la central y haciendo el esquive a mis tripas, me hice con un libro del Gran Maestre Shiatzu McAfee, que me dejó la panza vacía pero la cabeza llena.

Puedo asegurarles que me leí el libro enterito —más que leerlo, me lo estudié de la cabecera al punto final— porque no tiene desperdicio. Apréndanse gilazos y paparulas que para lograr un truque sabroso se labora más que para ganar moneditas honestas. Paradojas del bandolerismo.

Siguiendo los pasos del maestro