El gato asesino se enamora - Anne Fine - E-Book

El gato asesino se enamora E-Book

Anne Fine

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Beschreibung

Nieve, la amiga de Tufy, está enamorada y no hace otra cosa que hablar de ello. Tufy cree que el amor es para perdedores, aunque en el pasado, él mismo ya había remojado sus garritas en las olas de la pasión. Lo que no se imagina es que su primer amor, Coco, regresará al vecindario para poner a prueba su rudeza. Al final descubrirá el amor más fiel y desinteresado en quien menos espera.

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ANNE FINE

ilustrado por CECILIA RÉBORA

traducción de JUANA INÉS DEHESA

Primera edición en inglés, 2015 Primera edición en español, 2015 Primera edición electrónica, 2015

© 2015, Anne Fine, texto © 2015, Cecilia Rébora, ilustraciones

Colección dirigida por Socorro Venegas Edición: Susana Figueroa León Traducción: Juana Inés Dehesa Diseño: Miguel Venegas Geffroy

D. R. © 2015, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios y sugerencias:[email protected] Tel. (55)5449-1871

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-3246-3 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

Índice

Bla, bla, bla, bla…

El amor es para perdedores

¡Hoola! ¡Tierra llamando a Nieve!

Garritas en las olas de la pasión

Los derechos de los gatos

¡Te engañé, Tufy!

Mi último chapuzón en el mar del amor

Tufy Corazón de Roca

¡Flip!

Tú y yo solos

Francamente impuntual

Dirígete hacia los sollozos

Riégame con besos

Una lluvia de corazoncitos rosa y plata

Que se dispersen los escarabajos

Bla, bla, bla, bla…

Está bien, lo admito. Nadie me dará el premio al gato más paciente, pero cualquiera se hubiera enojado tanto como yo. Estaba de lo más tranquilo, tomando una siestecita en la cama, cuando entró Eli.

—¡Tufy, Tufy! —se arrojó al lado mío y empezó a hacerme cosquillas en la panza—. ¡Cuánto te quiero, Tufy! Amo tu pelo tan suave y tus orejitas chiquititas y tus patitas tan lindas, y amo…

Bla, bla, bla, bla. Duro y dale con que amaba esto y aquello.

Nada que ver con lo que había sucedido esa mañana. ¡Nada! Yo estaba de panza en el canal del desagüe de la cochera, suficientemente alto para que no me viera el antipático del mirlo que se posa en el seto. Llevaba horas ahí (la maléfica bola de plumas no hace más que guiñar los ojos, y le toma años bajar la guardia).

Ni siquiera estaba cómodo. El papá de Eli, el Sr. Creo-que-me-voy-a-ocupar-de-eso-el-fin-de-semana, tenía el canal hecho un desastre. Estaba lleno de ramitas, castañas podridas y partes oxidadas que me daban comezón.

Yo estaba a punto de saltar. ¡A punto! Había aguantado pacientemente todo el tiempo que la mamá de Eli pasó parada en el escalón de la entrada, agitando los brazos para disipar el humo de su pan tostado quemado; había esperado a que la vecina terminara de tender las sábanas; hasta había esperado a que el agua del baño matutino de Eli corriera cañería abajo.

Ya casi terminaba mi cuenta regresiva, “cinco… cuatro… tres… dos…”, cuando la ventana del baño se abrió violentamente.

—¡Tufyyyyyy! ¡No! ¡No te atrevas, Tufy! ¡No!

Di la media vuelta para lanzar a Eli una de esas miradas que quieren decir “oye, muchas, muchas, gracias. ¿Por qué no te ocupas de tu propia vida y me dejas a mí vivir la mía?”

El maléfico mirlo voló hasta el árbol y me cacareó su triunfo (bueno, no, ya sé que los mirlos no cacarean, pero el sonido era definitivamente más una burla que un gorjeo).

Me di por vencido.

Después de eso, cualquiera hubiera pensado que estábamos en un capítulo de una serie de detectives. Eli bajó corriendo las escaleras y salió al jardín, todavía en bata. Supongo que si hubiera tenido a la mano cien metros de cinta amarilla, de la que pone la policía para proteger la escena del crimen, la hubiera colgado alrededor del seto.

—¡Tufy! ¡Baja de ahí! ¡Eso estuvo muy mal hecho! ¡Baja en este instante! —me llamó.

Me fui de ahí. Salí por el techo de la cochera hasta la avenida Acacias para buscar a la pandilla. Pero al final tuve que regresar a casa (estaba empezando a hacer frío y Bella y Tigre jugaban a zarandear ratones en el jardín de Gatucho; me choca andar por ahí, los lloriqueos del bebé cuando no lo dejas acariciarte me ponen de nervios).

La mamá de Eli me estaba esperando. En cuanto crucé la puerta, me tomó en sus brazos.

—¿Quién es un gatito malo, muy malo? —me preguntó mientras me hacía cosquillas bajo la barbilla—, ¿quién quería hacerle maldades a un pobre pajarillo en el jardín de mami? ¿Quién más vale que cambie de costumbres si no quiere que mami lo deje de querer? Sí, sí, mami lo va a dejar de querer.

Ay, ¡doble buu! Lo que más coraje me da es la hipocresía de todo el asunto. ¿Para qué tener un gato si lo que realmente quieres es algo suave y fofo que nunca salga a dar la vuelta o tenga una vida propia?

¿Por qué no conseguirse un cojín a manera de mascota? ¿Por qué no encariñarse con un sillón?

Así las cosas; comprenderán por qué cuando subí la escalera y Eli empezó con sus cursiladas de que amaba mis patas y mis bigotes y toda la cosa, no tenía ganas de escucharla.

Me ama, ama todo de mí. Es lo único que digo.

El amor es para perdedores

Ay, está bien. Báñenme en mermelada y aviéntenme a una caja llena de avispas. Me pasé un poco de grosero.

Lo único que hice fue darles mi opinión a Tigre y Nieve.

—¡Amor! Me enferma la palabra esa. Estoy harto de la idea del amor —levanté una pata a la altura de mi hombro—. El amor es para perdedores.

Nieve inclinó la cabeza y guiñó los ojos.

—¡Ay, Tufy!, ¿cómo dices eso? Todo el mundo sabe que el amor hace girar al mundo.

—Estás completamente equivocada —dije. Y expliqué—. El mundo gira porque, cuando se separó del sol, se puso a dar vueltas como loco, y como en el espacio no hay nada que lo detenga, ha seguido dando vueltas. Vueltas y vueltas. Y así seguirá, casi para siempre.

—Pues muchas gracias por la clase —dijo Nieve muy chocante, y se fue.