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Criado por monjes, Ushiwaka desconoce su verdadera identidad. Su vida ha sido siempre austera y disciplinada, marcada por las normas del templo. Pero todo cambia cuando debe cumplir un rito iniciático: un retiro extremo en lo más profundo de la montaña. Allí, en las frías y solitarias alturas, se encontrará con Sōjōbō, el temible tengu de las montañas. Ese encuentro transformará su destino para siempre. Por qué te encantará esta historia: - Una aventura épica en el Japón legendario. - Misterio, tradición y un héroe en busca de su verdadero camino. - Perfecta para amantes de la mitología japonesa y las historias de superación.
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Seitenzahl: 163
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
PERSONAJES PRINCIPALES
EL PRECIO DE LA COMPASIÓN
LA CUEVA DEL YAMABUSHI
QUE LA VERDAD AFLORE
EL ROLLO DE LAS SEIS ENSEÑANZAS SECRETAS
LA PELEA EN EL PUENTE GOJO
GALERÍA DE ESCENAS
HISTORIA Y CULTURA DE JAPÓN
NOTAS
© 2023 RBA Coleccionables, S.A.U.
© 2023 RBA Editores Argentina, S.R.L.
© Cecilia Palau por «El gran demonio tengu»
© Juan Carlos Moreno por el texto de Historia y cultura de Japón
© Diego Olmos por las ilustraciones
Dirección narrativa: Ariadna Castellarnau y Marcos Jaén Sánchez
Asesoría histórica: Gonzalo San Emeterio Cabañes y Xavier De Ramon i Blesa
Asesoría lingüística del japonés: Daruma, servicios lingüísticos
Diseño de cubierta y coloreado del dibujo: Tenllado Studio
Diseño de interior: Luz de la Mora
Realización: Editec Ediciones
Fotografía de interior: Utagawa Kuniyoshi/Wikimedia Commons: 104 y 109; Wikimedia Commons: 111; Waseda University Library/Wikimedia Commons: 113; Utagawa Kunisada / Wikimedia Commons: 114; Metropolitan Museum of Art/ Wikimedia Commons: 117
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© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025
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Primera edición en libro electrónico: diciembre de 2025
REF.: OBDO613
ISBN: 978-84-1098-507-0
Composición digital: www.acatia.es
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YOSHITSUNE — nacido poco antes de la rebelión Heiji con el nombre de Ushiwaka, es el hijo de Minamoto no Yoshitomo, jefe del clan Minamoto. Al quedar huérfano siendo apenas un bebé es adoptado por los monjes del templo Kuramadera.
YOSHITOMO — padre de Yoshitsune y jefe del clan Minamoto. Luego de un intento de rebelión contra Taira no Kiyomori, líder de los Taira y primer ministro del imperio, es asesinado por este mismo, y sus hijos menores, entre ellos Yoshitsune, son enviados al exilio.
TOKIWA — madre de Yoshitsune. Al ser capturada por Kiyomori, se ofrece a servirle como concubina a cambio de que perdone la vida de sus hijos.
KIYOMORI — jefe de los Taira y carismático líder, se convierte en el hombre que gobierna de facto Japón tras ordenar la muerte de Yoshitomo, su antiguo aliado devenido en rival acérrimo.
KENNYO — abad del templo Kuramadera y maestro de Yoshitsune. Adopta a Yoshitsune cuando es apenas un bebé y lo cría para que se convierta algún día en monje del santuario.
SŌJŌBŌ —tengu del monte Kurama, una criatura monstruosa y temible, pero también sabia y divina. Es un maestro espadachín y el responsable de la formación marcial de Yoshitsune.
BENKEI —sōhei o monje guerrero. Es un hombre de gran estatura, casi un gigante, fuerte y leal. Se enfrenta a Yoshitsune en el puente Gojō, en Kioto, pero terminará siendo su gran aliado.
KIICHI HŌGEN — poderoso onmyōji, posee un valioso tratado sobre el arte de la guerra titulado Las seis enseñanzas secretas. Como parte de la formación marcial impartida por Sōjōbō, Yoshitsune deberá robarlo.
MAIZURU — hija de Kiichi Hōgen. Es una joven inteligente y muy perspicaz, además de una excelente luchadora. Seduce a Yoshitsune para luego intentar reducirlo y evitar que robe el pergamino.
a nieve había cuajado y por eso el trayecto hasta la fuente termal, ubicada en las profundidades de un bosque de la provincia de Owari, no resultaba demasiado complicado. Los tres hombres avanzaban lentamente, tanteando el terreno con pasos cautelosos. Minamoto no Yoshitomo, acompañado de su hombre de confianza, el comandante Osada Tadamune, y del hijo de este, caminaba con la cabeza gacha, los ojos fijos en la alfombra de una blancura deslumbrante y un gesto de recogimiento, como si no quisiera perturbar el sueño de aquellos viejos árboles. Visto a cierta distancia, y a juzgar por las sencillas ropas que llevaba puestas, parecía un monje, aunque nada más lejos de la verdad. En las últimas semanas, Yoshitomo se había convertido no solo en el líder de su clan, sino también en uno de los guerreros más mentados de todo el imperio, y no precisamente por las mejores razones.
—¿Sentís la humedad? —preguntó Tadamune—. No está lejos.
Yoshitomo asintió. Su amigo estaba en lo cierto. El aire se respiraba pesado y, a medida que se adentraban en el boscaje, la atmósfera se volvía más tibia. La fuente no podía estar lejos. Sin embargo, el guerrero no se sentía particularmente entusiasmado con aquella excursión. Tadamune había insistido en que visitaran el manantial, pues se decía que sus aguas tenían propiedades curativas. No obstante, Yoshitomo pensaba que aun cuando lo ayudasen a sanar los numerosos cortes que tenía en el cuerpo, no lograrían aliviar las heridas del alma. ¿Cómo olvidar el dolor de la traición y de la pérdida? ¿Qué remedio existía para la derrota? Ninguno, solo la venganza o la muerte por mano propia.
—Tadamune, preferiría regresar —dijo Yoshitomo.
Tadamune, que caminaba unos pasos por delante, se detuvo e intercambió una rápida mirada con su hijo, un muchacho de unos dieciocho años, alto y fornido, llamado Masamune.
—Buen amigo —dijo—, no se puede despreciar los bienes de los dioses. Puesto que hemos venidos hasta aquí, tomemos un baño, aunque sea para no ofender a los kami.
Tras caminar un breve trecho encontraron finalmente lo que andaban buscando: un surtidor de agua caliente que manaba directamente de la montaña y se remansaba en un pequeño lago de matices turquesa y esmeralda.
—Aquí está —volvió a decir Tadamune—. ¿Qué te parece?
Sin contestar una palabra, Yoshitomo descendió hasta la orilla pedregosa de la laguna. Bajo la suela de sus sandalias, el suelo se palpaba caliente, y la atmósfera estaba saturada de un denso vapor. Se arrodilló junto al agua y deslizó los dedos sobre la superficie. La temperatura era ideal. Tal vez Tadamune tuviera razón y aquel baño consiguiera mitigar sus sufrimientos.
Tadamune y su hijo dejaron caer las bolsas con el avituallamiento a los pies de un roble. Llevaban sake, carne salada y bolas de arroz, además de los paños blancos que utilizarían a modo de toalla. Yoshitomo se desprendió de sus ropas y, completamente desnudo, se sumergió en el agua hasta el pecho. Sintió que las heridas le escocían ligeramente y luego nada. Solo una suerte de beatitud.
Cerró los ojos y al hacerlo las imágenes de los hechos acaecidos recientemente acudieron a su cabeza en tropel, como una bandada de pájaros de mal agüero, y una náusea se agolpó en la garganta del samurái. Pero tenía que resistir, se dijo. De nada valía hundirse en la aflicción. Tenía que enfrentar la realidad a fin de hallar una salida, un remedio a la peligrosa situación que lo acechaba, no solo a él, sino también a lo que quedaba de su familia.
Los hechos que lo habían llevado a aquel penoso estado se remontaban unos cinco años atrás, cuando se produjo lo que se conocía como la rebelión Hōgen. Entonces, una disputa por la sucesión en el Trono del Crisantemo había enfrentado a los dos hijos del emperador Toba, los príncipes Sutoku y Goshirakawa. Esta oposición había tenido consecuencias nefastas para una de las estirpes del clan Minamoto, causando entre sus miembros, en particular entre el líder y su primogénito, una grieta insalvable. Así, Tameyoshi, padre de Yoshitomo, se había alineado a favor de Sutoku, mientras que Yoshitomo había decidido alzar las armas para apoyar a Goshirakawa. Este último contaba, además, con otro aliado: el poderoso Taira no Kiyomori, en aquel entonces el cabeza de una de las familias más influyentes.
La contienda se había saldado con la victoria de Goshirakawa y la sentencia a muerte de Tameyoshi, algo que Yoshitomo, arrepentido en el último momento, había tratado de evitar. Sin embargo, la decisión de Goshirakawa, sin duda influenciado por Kiyomori, había sido inapelable. Tameyoshi había sido decapitado y, tras su muerte, Yoshitomo se había convertido en el jefe de la línea de Kawachi del clan Minamoto.
Pero no era ese el único honor de que disfrutraba. Yoshitomo también había sido nombrado capitán de la División Izquierda de la Oficina de Caballos de su majestad, un cargo muy importante para un samurái y que ningún miembro de su familia había ostentado antes. Las mieles del éxito habían durado dos años, hasta que Goshirakawa, que por aquel entonces había abdicado en favor de su hijo Nijō para convertirse en emperador-monje1 y seguir reinando desde las sombras, había elevado a Kiyomori a primer ministro del imperio, una posición más alta que la de Yoshitomo.
En un mundo tan complejo y estratificado como el palaciego, los cargos significaban mucho más que dignidades o reconocimiento; permitían relacionarse con los nobles de la corte, obteniendo así la oportunidad de acumular influencia en ella. Pero Yoshitomo se había sentido injustamente desplazado por Taira no Kiyomori y sus familiares próximos. Después de tantos sacrificios, después de ver morir a su padre, tenía que conformarse con pasar a ser una figura secundaria. Poco a poco, se había ido amargando, hasta el que el odio y el resentimiento contra Kiyomori y el propio Goshirakawa le resultaron imposibles de contener.
Entonces, unos meses atrás, Yoshitomo se había aliado con otro cortesano descontento con el creciente poder de los Taira, Nobuyori, un destacado miembro del poderoso clan de los Fujiwara. Aprovechando que Kiyomori se hallaba ausente de la ciudad, Yoshitomo y Nobuyori habían organizado un alzamiento, secuestrando al emperador. La idea era tomar el poder por la fuerza, nombrar un sucesor imperial que reconociese su valía y así conseguir arrinconar a los Taira, mas el plan había fracasado estrepitosamente. Kiyomori, que había demostrado ser un calculador estratega a la vez que astuto urdidor de intrigas, se había abatido sobre los rebeldes. La batalla entre los dos bandos había sido cruenta y sus consecuencias aún eran visibles en el cuerpo de Yoshitomo. Vencidos, los sublevados habían pasado a ser proscritos por orden imperial.
Nobuyori había sido asesinado y Yoshitomo había conseguido abandonar la ciudad con la ayuda del clan Osada, mas a un alto precio: su hijo mayor, Tomonaga, había resultado herido durante la huida; ya no podía cabalgar y había pedido a su padre que lo matara para evitar que lo apresara el enemigo. Desde ese día Yoshitomo tenía pesadillas en las que veía una y otra vez a su primogénito perecer bajo la hoja de su acero.
—¿No es un lugar delicioso? —preguntó Tadamune.
Aún con los ojos cerrados, Yoshitomo asintió con la cabeza. Sentía las lágrimas pugnando por salir, mas no quería llorar delante de sus amigos. Los Osada lo habían acogido en Owari, su hogar. El lugar estaba lo bastante lejos de Kioto para no tener que preocuparse, de momento, por un ataque de los Taira. En cuanto al resto de sus hijos, todavía pequeños, los había dejado a cargo de su segunda esposa, Tokiwa,2 la cual en esos momentos se dirigía junto a ellos a la provincia de Yamato.
De repente, sintió que algo extraño estaba sucediendo a su alrededor. Percibía una extraña quietud, como si todos los sonidos del bosque se hubiesen acallado de golpe. Abrió los ojos. De pie, en la orilla, estaban Tadamune y su hijo Masamune, con sendas espadas en la mano. Yoshitomo no tenía constancia de que hubiesen salido de casa armados. De hecho, Tadamune había sugerido que hiciesen el trayecto con ropas humildes, para no llamar la atención de los campesinos.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Tadamune hizo un gesto a su hijo y este empezó a rodear la laguna hasta situarse a la espalda de Yoshitomo, el cual seguía sumido en la confusión. Pensaba que su amigo había descubierto alguna amenaza entre el follaje, de ahí que hubiese sacado la espada.
—Lo siento, amigo —dijo Tadamune—. Hemos sido buenos aliados durante largo tiempo, mas por el bien de mi familia no me conviene quedarme con el bando perdedor.
Yoshitomo soltó una maldición. El calor había embotado sus sentidos y ahora comprendía lo que allí estaba ocurriendo. Al fin entendía la insistencia de su amigo para llevarlo a la fuente: quería matarlo en un lugar apartado, sin testigos, de modo que el asesinato no recayera públicamente sobre los Osada y evitar así represalias por parte de los Minamoto.
Trató de salir del agua esquivando a Tadamune, mas este gozaba de una posición ventajosa, un poco más elevada respecto a Yoshitomo y sobre terreno firme. Sin darle tiempo a reaccionar, descargó un fuerte golpe a la altura del pecho, seccionándole la carne. El samurái se dobló de dolor, al tiempo que escuchaba un fuerte chapoteo a sus espaldas. Masamune se había tirado al agua. La segunda estocada, esta por parte del joven, fue en la espalda. Yoshitomo trató de defenderse girando sobre sí mismo y agarrando la muñeca de Masamune con una fuerza fuera de lo común. La sangre teñía de rojo las puras aguas de la laguna y Yoshitomo se revolvía desesperadamente, como un animal acosado, como el valiente y belicoso guerrero que era.
—¡Traidores! —gritaba—. Os cortaré la cabeza y me las llevaré como trofeo.
—Creo que es tu cabeza la que a va a caer hoy, Yoshitomo —farfulló Tadamune.
Yoshitomo no quería darse por vencido. Ya eran varios los cortes que desgarraban su piel, pero respondía a cada finta con una esquiva y un contraataque con la fuerza de los puños. La lucha duró apenas unos minutos, hasta que el acero de Masamune se hundió en su vientre. Yoshitomo, que había conseguido llegar junto a la orilla, sintió que se le nublaba la vista y cayó de espaldas sobre la roca desnuda. Sus últimos pensamientos antes de despedirse de este mundo fueron para Tokiwa y los hijos que aún quedaban con vida. Su mente se detuvo aún unos instantes en el más pequeño, Ushiwaka, de ocho meses de edad. Los adivinos habían decretado que el niño estaba destinado a llegar a lo más alto y, desde el mismo momento del nacimiento, Yoshitomo había sentido un amor absoluto por ese bebé, distinto del que había experimentado por sus otros hijos. Más fuerte y puro. «Que los dioses te guarden», murmuró sintiendo que la vida se le escapaba.
—Eras un buen samurái —dijo Tadamune alzando la espada en el aire—, pero te enemistaste con las personas equivocadas.
Dicho esto, y de un solo golpe, le cortó la cabeza.
Viajaban en una sencilla carreta, tirada por un buey que cabeceaba mientras enfilaba la senda, molesto por los copos de nieve que habían empezado a caer. Tokiwa, segunda consorte de Yoshitomo, iba atrás, con el pequeño Ushiwaka en el regazo y sus otros dos hijos, Imawaka y Otowakamaru, de siete y seis años respectivamente, acurrucados bajo una manta. Delante, en el pescante, iba sentado un viejo sirviente de la casa, que era el que arreaba al animal. Los cinco permanecían en silencio y con el semblante tenso, y apenas habían intercambiado palabra desde que la carreta había salido de Kioto por la puerta de Rashōmon, pues eran conscientes de que el camino hasta su patria chica en la provincia de Yamato estaba sembrado de peligros.
La belleza de Tokiwa, melancólica y serena como el otoño, lucía apagada esa mañana. Unos profundos surcos oscuros alrededor de los ojos denotaban largas noches de insomnio y dos suaves arrugas en las comisuras de los labios anunciaban una aguda preocupación. De tanto en tanto, la mujer miraba a su bebé dormido y sentía que el corazón se le sumía en un poso de angustia. ¿Qué futuro aguardaba a Ushiwaka ahora que su padre había caído en desgracia? Cuando solo era una semilla en su vientre, los augures le habían vaticinado que su hijo tendría un futuro brillante, digno del más espléndido y valeroso de los guerreros. ¿Serían ciertos los presagios? Yoshitomo, antes de huir a Owari, le había ordenado que escapara y pusiera a salvo a los tres pequeños; una ardua misión para el cumplimiento de la cual Tokiwa había tenido que dejarlo todo atrás, incluida a su madre, demasiado anciana para viajar.
Tokiwa había sido entregada a Yoshitomo unos años atrás, cuando este aún era uno de los hombres más importantes de Kioto. Ambos se habían conocido en palacio, pues Tokiwa era la dama de compañía de Kinshi, la esposa del emperador retirado Goshirakawa. Ella acababa de cumplir los quince años y Yoshitomo, los treinta. Era un hombre extremadamente apuesto, con una mirada franca y luminosa, rasgo que había heredado Ushiwaka. Tokiwa se había sentido al principio intimidada por él. Yoshitomo ya llevaba un tiempo casado con una dama llamada Yura, y tenía una numerosa prole, además de otras esposas y concubinas, por lo que la joven había pensado que pronto se aburriría de ella. Nada más lejos de la verdad.
Tras la primera noche juntos, Yoshitomo había seguido visitándola asiduamente, más que a ninguna de sus otras mujeres, y de aquella relación habían nacido tres hijos. Tokiwa había albergado la esperanza de que estos pequeños tuviesen una buena relación con los demás vástagos de su esposo, en particular con el joven Yoritomo, hijo de la esposa oficial de Yoshitomo y, probablemente, futuro heredero del liderazgo del clan. Aunque, quién sabe si esto llegaría cumplirse alguna vez. Tokiwa ignoraba qué había sido del muchacho y de los otros hijos y mujeres de su esposo. Las tropas de Kiyomori habían arrasado con la casa y ella había conseguido escapar por poco.
—¿Está bien, señora? —preguntó el sirviente quebrando el silencio por primera vez.
La joven, arrancada de sus pensamientos por la voz del hombre, se estremeció. La nevada arreciaba y el aire cortaba como un cuchillo.
—Sí, muchas gracias —respondió mientras arropaba a Ushiwaka y a Imawaka con una manta.
—Tendremos que resguardarnos en algún lugar —volvió a decir el sirviente—. Creo recordar que más adelante hay un refugio de peregrinos.
El carro siguió traqueteando durante un buen rato, mientras la creciente ventisca hacía girar la nieve a su alrededor.
Viajaban en una sencilla carreta, tirada por un buey que cabeceaba mientras enfilaba la senda, molesto por los copos de nieve que habían empezado a caer.
En aquel momento Imawaka se puso a llorar quedamente y Tokiwa se lo acercó al pecho. El bebé empezó a mamar con avidez, ajeno a todo cuanto ocurría a su alrededor, clavando sus ojos oscuros y profundos en el semblante de su madre.
Cerca del anochecer llegaron al fin al refugio y se presentaron ante el monje de un templo vecino que se ocupaba de mantener el lugar. El sirviente le explicó que eran una familia de la capital a la cual la nevada había sorprendido cuando iban a visitar a unos parientes. Tokiwa llevaba un sencillo kosode y las faldas arremangadas al estilo de las esposas de las clases humildes. Los muchachos vestían también ropas sencillas. El monje, no obstante, un hombre calvo y con mirada de halcón, los escrutó con el ceño fruncido, como si adivinara el engaño.
—El refugio está muy lleno —gruñó—. Tendréis que acomodaros en aquel rincón.
