El hada de las migajas - Charles Nodier - E-Book

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Charles Nodier

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Beschreibung

Charles Nodies (Besancon, 1780-París, 1844). Escritor francés. Hizo de su salón, en el Arsenal, el centro de la vida literaria en París y del movimiento romántico. Consciente de la importancia del sueño, escribió sus Cuentos, donde lo fantástico se mezcla con el humor y con la emoción, como en "El hada de las migajas" (1832), en la que la locura de los "lunáticos" aparece como la manera de unir el sueño y la realidad. "El sueño -decía- es el estado más lúcido del pensamiento".

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charles nodier

el hada de las migajas

PQ2376.N6

F4418

2006le Nodier, Charles, 1780-1844

El hada de las migajas/ Charles Nodier ; traducción de Pedro Vances Cuevas. — México : Siglo XXI, 2006.

Recurso en línea — (Escuchar con los ojos)

ISBN 968-607-03-0413-2 (libro electrónico)

Traducción de: Pedro Vances Cuevas. I. Vances Cuevas, Pedro, tr. II. t. III. Ser.

título originalla fée aux miettes

traducción de pedro vances cuevas

portada de maría luisa martínez passarge

primera edición electrónica, 2012

© siglo xxi editores, s. a. de c. v.

isbn968-607-03-0413-2

derechos reservados conforme a la ley, se prohíbe la reproducción total o parcial por cualquier medio mecánico o electrónico sin permiso escrito del editor

Prólogo. El hada de las migajas,de Charles Nodier

Charles Nodier es un personaje difícil de ceñir y unescritorreacio a ser encajado en una producción uniforme. Porque nace poco antes de la Revolución francesa, en 1780, conserva con los Enciclopedistas unos lazos flexibles que sobre todo se fincan en una inagotable curiosidad intelectual, la cual, quizá, no sea un coto exclusivo de los filósofos y los filólogos. Y porque muere en 1844, suele ser catalogado como un prerromántico, es decir, un precursor de los afamados románticos como Victor Hugo, Musset, Dumas, entre otros, que se reunían en el salón de la biblioteca del Arsenal, al cobijo de su director Charles Nodier. Su obra es muy diversa, prolija, y conjuga dos grandes vertientes: la erudición filóloga y la fantasía de la ficción, como si el oficio de bibliotecario propiciara en él dos impulsos aparentemente contrastados pero al fin reconciliados bajo la lámpara que alumbra la noche de los libros y del espíritu. En efecto, su primera y precoz publicación versaba sobre las antenas de los insectos, una disertación científica, en el fondo no muy alejada de la expansión de los sentidos que protagonizarían los personajes de sus cuentos y fábulas. También es el autor de extraños diccionarios como uno de onomatopeyas, en el que Gaston Bachelard abrevó para disertar, inspirado por Nodier, sobre el sonido de las palabras y su nexo con las cosas que éstas designan. O bien unaBibliografía de los locosque, como lo veremos, corresponde a un ámbito que inquietó y maravilló a Charles Nodier. Asimismo fue dramaturgo, poeta y periodista en algunas de las más significativas revistas de la época, donde solía entregar sus cuentos que, al final de su vida, sumados con el resto de su obra, alcanzaron la impresionante cantidad de doce volúmenes.

En pocas palabras, por circunstancias históricas y por naturaleza propia, Charles Nodier es algo así como un gozne entre turbulentos episodios de la vida francesa y movimientos literarios que no acaban de morir ni de nacer del todo. Pertenece al sinnúmero de escritores injustamente llamados “secundarios”, porque el beneficio del tiempo a menudo castiga las obras sólo por culpa de nuestro olvido y de nuestra ignorancia. No obstante, Charles Nodier es un escritor recordado con aprecio y simpatía por quienes revisitan o descubren sus ficciones que, asimismo, suelen calificarse como fantásticas.

Pero precisemos un poco lo que hay que entender por “fantástico” en la creación de Charles Nodier. Si fue, como ya dije, una especie de “gozne” entre acontecimientos históricos y literarios, también sus ficciones son goznes o, mejor dicho, puertas batientes que comunican los mundos de la realidad y de la fantasía, la vigilia y el sueño, con el fin de ensanchar el horizonte y de expandir la imaginación, porque Charles Nodier estaba convencido de que la vida va mucho más allá de los límites de la realidad y hasta puede resultar más verdadera que ésta, según la paradoja que le gustaba repetirSólo lo falso es verdadero. En 1832, es decir el mismo año en que publicaEl hada de las migajas, escribe un opúsculo tituladoSobre algunos fenómenos del sueño, en el que, con un estilo seudocientífico, se propone teorizar lo que sus ficciones ya encarnaban. En este libro menciona un término que será caro a los románticos: el sueño como “una muerte intermitente”. Al respecto comenta: “Parece como si el espíritu, ofuscado por las tinieblas de la vida exterior, nunca se liberara de ellas con tanta facilidad como cuando está bajo el dulce imperio de esa muerte intermitente, en la cual es lícito descansar de su propia esencia y al abrigo de todas las influencias de la personalidad convencional que la sociedad nos ha hecho”. Y, a su vez, siempre a propósito de la “muerte intermitente” de Nodier, Albert Béguin, enEl alma romántica y el sueño, añade lo siguiente: “En comunión con espacios diferentes de los de esta tierra, el espíritu que sueña es puesto también en comunicación con aquello de sí mismo que es eterno. Se despoja de la imperfección inherente a la vida terrestre y social, para llegar a ‘esa esencia’ con la cual habrá de confundirse al salir de la tierra.” Así, por fantástico, en la obra de Nodier hay que entender algo más risueño y esperanzado que las negras connotaciones que habitualmente evoca el género. Para Charles Nodier lo fantástico es una manera de escapar de una realidad procaz, limitada, vil, monetarizada, corrompida por valores demasiado inmediatos y bajos; es una forma de creencia: en la posibilidad de crear un mundo mejor; es la esperanza de la existencia de un mundo aparte, deotromundo que podría ser el escenario de una novela de Milan Kundera:La verdadera vida está en otra parte. Los sueños también se conjugan en la obra de Charles Nodier con creencias populares, por ejemplo, la que asegura que puede existir una correspondencia entre los sueños de dos personajes que se conocen y se aman sólo por haberse visto en sueños. Es un fantástico próximo al mundo de las fábulas. Tal vez no sea una casualidad que Charles Nodier haya sido el editor de lasFábulasde La Fontaine, aunque su influencia más decisiva haya provenido de Hoffmann.

Algunos dirán que todas estas creencias no son sino pamplinas, elucubraciones de una mente ociosa, perturbada o extraviada. Muchos de sus contemporáneos no comprendían cómo Charles Nodier, un burgués medio reaccionario, un disciplinado erudito y minucioso bibliotecario, pudiera ser asimismo un escritor que sólo viviera la fantasía en el espacio de sus ficciones. Es un enigma que encarnaron otras figuras a lo largo del tiempo. Más cerca de nosotros y de nuestros tiempos estaría, por ejemplo, el caso de Jorge Luis Borges. El hadade las migajas (1832) se propone explorar precisamente estos linderos donde podrían confundirse la imaginación y la locura, la maravilla y la insanidad. Mu-cho antes que la contemporánea antipsiquiatría, Charles Nodier se arriesga a aventurarse en los dominios y el discurso de la locura para mostrarnos la relatividad, la fragilidad de la frontera que supuestamente separa a los “locos” de los “cuerdos”. Es más, traspasa la frontera transportándonos hacia un mundo mítico y poético donde valores como la pureza, el amor, la generosidad están más cerca del absoluto que en el mundo degradado de la realidad y de los “cuerdos”. Hasta podrían encontrarse reminiscencias de la novela de Charles Nodier en la célebre obra de André Breton: Nadja. Cabe recordar que otro surrealista, André Pieyre de Mandiargues, dedicó un ensayo a esta novela de Charles Nodier, donde apunta: “Novela poco conocida (quizá a causa de su título algo desafortunado), la noche en que por primera vez la leí permanece en mi memoria como una noche de gran iluminación.”

La proeza de Charles Nodier es hacernos creer en la cordura del loco, en la probabilidad del amor puro y absoluto, en la verosimilitud de la maravilla que trastoca todo lo que toca. Charles Nodier puntualiza, en un prefacio irónicamente titulado “Al lector que lee los prefacios”, que la primera ley de un buen cuento es hacerse creer y que, para lograrlo, es preciso que uno mismo lo crea. Y no hay duda de que Elhada de las migajas cumple cabalmente la regla, lo cual constituiría el secreto de la fascinación que sigue ejerciendo sobre los lectores contemporáneos.

Una crítica más psicologizante ha querido ver en El hadade las migajas el exorcismo de las propias tinieblas de Charles Nodier. Se alude a los sentimientos turbios y culposos del escritor hacia su hija Marie, en otras palabras, a un complejo edípico que hubiera suscitado en el padre tempestades de instintos y pulsiones eróticas no siempre confesables. Por ejemplo, se cuenta que antes de su muerte Charles Nodier pidió que su mortaja fuera el velo de novia de su hija Marie, y efectivamente fue enterrado arropado por este velo que significó para él una muerte anticipada. El episodio hubiera podido constituir el tema de una novela de Théophile Gautier, pero Charles Nodier se adelantó a vivirlo en vida propia. Podría ser entonces que el origen autobiográfico de la novela fuera cierto; aun así, lo que verdaderamente importa es la maestría con la que Charles Nodier apacigua sus tempestades interiores derivándolas hacia las costas poéticas del mito.

El placer y el amor están en el centro de este largo sueño que otros han calificado como locura. Allí reencarna la Reina de Saba, que no es sino el Hada de las Migajas para todos aquellos que creen en la unión hierogámica de los amantes. No quisiera descubrir aquí las peripecias de la trama porque sería una traición al arte de narrar de Charles Nodier. Además de la belleza de la historia, el valor de esta novela, unánimemente considerada como la obra más lograda de Charles Nodier, reside precisamente en el arte narrativo del escritor, en su maestría para administrar la información y poco a poco desvanecer las certezas que cercan los manicomios y encierran a los locos en un abominable castigo.

Retomando la irónica advertencia de Charles Nodier a su hipotético lector, sólo me quedaría por decir que no los invito únicamente a comenzar la lectura de El hada de las migajas sino también a terminarla en caso de que la emprendan.

fabienne bradu

octubre de 2003

EL HADA DE LAS MIGAJAS

Al lector que lee los prefacios

Te confieso, lector amigo, y te doy este nombre, quienquiera que seas, con el más puro y desinteresado afecto que jamás hayas recibido de hombre alguno; te confieso, repito, que, aparte el placer de hacer algo que te sea agradable, no existe para mí otro mayor que el de oír contar o el de contar yo mismo una historia fantástica.

Hace mucho tiempo he notado, con grandísima pena, que una historia fantástica perdía la mayor parte de su encanto cuando se limitaba a distraer el espíritu, como artificioso fuego, con algunas pasajeras emociones, sin dejar huellas en el corazón. Me parecía que el más señalado puesto para casi todas sus emociones se hallaba en el alma, y como era esta idea, a la verdad, la que más seriamente había ocupado toda mi vida, no hay para qué decir de qué infalible modo tenía que llevarme a la producción de una simpleza, de lo que nunca me libro cuando discurro.

La simpleza de que se trata esta vez se intitula El Hada de las Migajas.

Voy a decirte ahora por qué El Hada de las Migajas es una tontería, a fin de evitarte un triple y desagradable enojo: el de que tú mismo me lo digas después de haberla leído; el de buscar las razones de tu mal humor en un periódico, y hasta el de hojear el libro en vez de arrojarlo con los papeles inútiles, para tu dicha y la mía, junto al Rey de Bohemia, antes de haber atentado a la pureza de sus, mientras tanto, vírgenes bordes con tu plegadera de ébano.

Observa, sin embargo, que es a no comenzar, y no a no concluir, a lo que te invito; pues lo último fuera bien inútil precaución, a menos que tu mala suerte no te haya destinado, como a mí, al intolerable oficio de leer las pruebas, o al más intolerable aún de analizar las novelas.

Adelante, ahora, y ten compasión de mí, estribillo de las oraciones que no es corriente en los prefacios.

He dicho con frecuencia que detestaba la verdad en el arte, y me parece que sentiría mucho cambiar de opinión; pero no he pensado lo mismo de lo verosímil y de lo posible, que tengo por muy necesarios en toda obra del espíritu. Paso por que se me asombre; ello me parece cosa admirable, y creo de buena gana en lo que más me asombra; pero no quiero que nadie juegue con mi credulidad, porque entonces mi vanidad entra en liza y se mezcla a mi impresión, y sabido es, dicho sea entre nosotros, que nuestra vanidad es el más severo de los críticos. No he dudado jamás, bajo la palabra de Homero, de la horrible realidad de su Polifemo, norma eterna de todos los ogros, y me explico perfectamente al lobo doctrinario de Esopo, superior, en su calidad de sencillo diplomático, al menos, a los sutiles políticos de nuestros Gabinetes, en la época en que las bestias hablaban, lo que deja de ocurrir cuando no son elegibles. M. Dacier y el bueno de La Fontaine creen, en este asunto, lo mismo que yo, y, por mi parte, no tengo motivos para ser más exigente que ellos en la admisión de hipótesis históricas. Pero si se trae a cuento lo sucedido durante mi vida, y no se le afronta con festivo tono, y a través de brillantes teorías de artista, de poeta y de filósofo, se me antoja inmediatamente que es imaginado lo que se me cuenta y heme aquí, muy a pesar mío, en guardia contra la seducción de mis creencias. A partir de ese instante sólo de mala gana me divierto, convirtiéndome en lo que, acaso, eres ya para mí: en un lector desconfiado, hosco y mal intencionado; pues ignoro para qué pueda servir la lectura, si no es para entretener a los que leen; para instruirlos o hacerlos mejor no es probable. Piensa bien lo que digo.

Permíteme, amigo lector, que te haga más sensible, mediante un ejemplo, mi teoría. Cuando mis veinticinco años se deslizaban dulcemente entre las novelas y las mariposas, el amor y la poesía, en un humilde y lindo pueblecito del Jura, que nunca he debido abandonar, casi todas mis veladas transcurrían deliciosamente en casa del patriarca de mi querido Quintigny, venerable y buen nonagenario, que se llamaba José Poisson. ¡Dios tenga en su seno aquella hermosa alma! Después de saludarle con un filial apretón de manos, me sentaba en un rincón, junto a la chimenea, en un pequeño y casi desportillado cofre, frente a su sillón de paja; me descalzaba los zuecos, conforme al uso de la tierra, y me calentaba los pies al claro y brillante resplandor de un buen haz de enebro, que chisporroteaba en el hogar. Comunicábale las noticias del mes precedente, llegadas a mí en una carta de la ciudad, o bien recogidas de labios de algún ambulante buhonero, y él me refería, en cambio, de encantadora manera, a la que nunca he tratado de igualar, las últimas novedades del sábado de las brujas, de que era siempre el primer conocedor, aunque no fuera un iniciado, ciertamente, en sus criminales misterios. Por qué arte singularísimo conseguía sorprenderlas, es lo que aún no he conseguido explicarme con claridad; lo cierto es que ni el más liviano detalle se le escapaba y puedo sostener, con toda la franqueza de mi corazón, que no he dudado nunca en mi vida de la exactitud de sus relatos. José Poisson estaba convencido, y su convicción engendraba la mía, porque José Poisson era incapaz de mentir.

Las rústicas veladas del excelente anciano adquirieron nombradía en ciento cincuenta pasos a la redonda. Hubo algunas a las que no se desdeñaron asistir las gentes cultas del lugar. Allí he visto al alcalde con su mujer y sus nueve preciosas hijas; al recaudador del cantón; al médico veterinario, que era un profundo filósofo, y hasta al mismo capellán de la capilla, que era un digno sacerdote.

Muy pronto el tema común de las historietas fue explotado, a porfía, por unos y otros, de tal suerte, que al cabo de algunas semanas no hubo nadie que no tuviese que contar algún suceso del mundo maravilloso, desde las lamentables historias de una noble castellana de las cercanías, que se trocaba en lobo para devorar a los hijos de los leñadores, hasta las diabluras del más menudo duende, terror de timoratos, que jamás hubo; pero mi impresionabilidad en este punto había ya disminuido o, más bien, había cambiado de naturaleza. A medida que la fe se debilitaba en el narrador, se desvanecía en el auditorio, y creo recordar que, a la larga, apenas si concedimos a las leyendas y tradiciones fantásticas más importancia que la que yo, por mi parte, hubiera dado a cualquier hermoso cuento moral de M. de Marmontel.

La conclusión que quiero sacar de lo dicho, desprendida con gran naturalidad, y verdadera como ninguna, es la siguiente: para que un cuento fantástico interese, es necesario, ante todo, hacerse creer, y para ello es ineludible condición la de creer uno mismo. Una vez dada tal condición, se puede volar con descuido y decir cuanto venga en gana.

De todo ello había deducido —y a esta idea, buena o mala, que me pertenece, bien vale la pena de que le imprima el sello de mi propiedad, en un prefacio, a falta de una patente de invención—, había deducido de lo expuesto, repito, que la buena y verdadera historia fantástica de una época sin creencias sólo podía colocarse convenientemente en labios de un loco, cuidando de no elegirle entre esos locos ingeniosos, organizados para todo lo que sea útil, pero preocupados con alguna extraña novela, cuyas combinaciones han absorbido todas sus facultades imaginativas y racionales. Quería que tuviese como intermediario con el público otro loco menos feliz, un hombre impresionable y triste, que no esté desprovisto de fino espíritu y de genio, pero al que una amarga experiencia de las necias vanidades del mundo le ha, poco a poco, alejado del prosaico realismo de la vida, y que gustosamente se consuela de sus perdidas ilusiones con las de la vida imaginaria; especie equívoca entre el sabio y el insensato, superior a éste por la razón, y al otro por el sentimiento; ser pasivo e inútil, mas poético, potente y apasionado en todas las manifestaciones de su espíritu que para nada se refieren a la vida social; criatura de selección o de desecho, como tú o como yo, que vive de invenciones, de caprichos, de fantasías y de amores en los más puros confines de la inteligencia, dichoso de coger en sus desconocidos jardines algunas extrañas flores que no han aromado nunca la tierra. Se me antojaba que, a través de las dos maneras dichas de narración, la historia fantástica podía hacerse de toda aquella verosimilitud requerida. . . para ser una historia fantástica.

Me equivocaba, sin embargo, y he aquí, amigo lector, lo que te dirá tu periódico. Un loco tan sólo interesa por la desgracia de su locura, y no por mucho tiempo. Shakespeare, Richardson y Goethe no le han creído a propósito más que para una escena o un capítulo, con lo que han hecho muy bien. Cuando su historia es larga y está mal escrita, aburre casi tanto como la de un hombre razonable, que es, como no ignoras, la cosa más insípida que se puede imaginar, y si de nuevo escribo alguna historia fantástica, lo haré de muy distinta suerte. La haré, tan sólo, para las personas que gozan del don inapreciable de la credulidad: los honrados campesinos de mi pueblo; los sabios y amables niños que no se han aprovechado de la enseñanza mutua, y los poetas de corazón y pensamiento, que no están en la Academia.

Lo que tu periódico no te dirá es que habría rechazado tal idea de mi libro si no hubiera visto en ella más que un cuento de hadas; pero que, gracias al privilegio de que gozan otros autores, había ensanchado poco a poco la concepción de mi pensamiento, enderezándola por las sendas de la alta psicología, a las que fácilmente se llega cuando en ello se pone un fuerte empeño. La misteriosa influencia de las ilusiones del sueño en la vida solitaria, y la de algunas monomanías rarísimas para nosotros, pero que no son, a lo que parece, menos inteligibles en el mundo de los espíritus: he aquí lo que pensaba desenvolver, sin explicarlo: pero de manera que acaso pudiera interesar al psicólogo y al filósofo. No me refiero con esto a la Academia de Ciencias ni a la Sociedad de Medicina.

Lo que tu periódico te dirá es que el estilo de El Hada de las Migajas es de una vulgaridad excesiva, y te confesaré que bien hubiera querido que lo fuese más, y así lo hiciera, de darme cuenta antes del mérito de lo ingenuo y de las gracias de lo natural, y si una mejor dirigida educación literaria no hubiera puesto en mis manos más que dos consumados modelos de sentimiento y verdad: el Catecismo histórico, de M. Fleury, y los Cuentos, de M. Galland; pero si uno necesitara llegar a un tal grado de perfección para escribir, este arte aún sería sublime y la Prensa perecería de inacción.

Lo que tu periódico no te dirá es que yo he adoptado esta manera de hacer, con la firme intención de adelantarme algunos meses a la infalible y próxima época en la que no habrá en literatura nada más raro que lo vulgar, ni más extraordinario que lo sencillo, ni más nuevo que lo antiguo.

Lo que tu periódico te dirá, por último, es que el asunto de El Hada de las Migajas recuerda por su fondo, aunque se aparta por la forma, una deliciosa bagatela, que no es conveniente glosar, bajo pena de eterno ridículo, y en la que he pensado muchísimo menos que en Roquete del Copete y en la Bella durmiente; pero si uno tratara de imponerse, después de cuatro o cinco mil años de literatura escrita, la extraña obligación de no parecerse a nada, acabaría por asemejarse únicamente a lo malo, en lo que fácilmente se cae cuando nos vemos obligados a escribir mucho por estúpida pasión o por desagradable necesidad.

Y si te inquietara ese último reproche sobre la originalidad de mi invención, te libraré en seguida, lector amigo, de ese temor benévolo, declarándote con ingenuidad que la prístina idea de esta historia debe encontrarse necesariamente en alguna parte. Por lo que hace al Hada Urgela te diré, si el caso llega, de dónde el autor la ha tomado, y de dónde, antes que él, la había tomado el viejo fabulista que se la proporcionó, y así llegaríamos hasta Salomón, que supo reconocer en su sabiduría que no hay nada nuevo bajo el Sol.

No obstante, Salomón vivió muchos siglos antes de la edad de las novelas; poca era su disposición para escribirlas, y acaso por ello se le ha llamado El sabio.

I. Que es una especie de introducción

—¡No, por vida mía! —exclamé lanzando a veinticinco pasos el malhadado volumen. . .

Y se trataba, sin embargo, de un Tito Livio elzeviriano, encuadernado por Padeloup.

—¡No! ¡Ya no emplearé más mi inteligencia y mi memoria en tan detestables frivolidades! ¡No —proseguí, apoyando sólidamente mis zapatillas en los morillos de la chimenea, como para hacer constar mi decisión—; que no se diga que un hombre discreto haya envejecido sobre las necias gacetillas de este paduano crédulo, charlatán y mentiroso, en tanto que los dominios de la imaginación y del sentimiento se le mostraban aún asequibles!. . .

¡Oh fantasía! —continué con entusiasmo—. ¡Madre de las fábulas risueñas, de los genios y de las hadas! ¡Maga de las deslumbrantes mentiras, tú que te balanceas con ligero pie en las almenas de las viejas torres y que te hundes en el claro de luna con tu cortejo de ilusiones, hacia los inmensos dominios de lo desconocido; tú, que, al pasar, dejas caer tan deliciosas fantasías en las veladas pueblerinas y que circundas de encantadoras apariciones el lecho de las doncellas!. . .

En este punto me detuve, porque aquella invocación amenazaba con alargarse demasiado.

—La historia positiva es —proseguí gravemente— la expresión de un ciego partidismo, la novela consagrada de un partido vencedor, una fábula clásica, tan indiferente ya para todos, que nadie se molesta en contradecirla.

¿Y quién me asegura hoy, por ejemplo, que hay más verdad en Mézeray que en los ingenuos cuentos del buen Perrault, y en la Historia bizantina que en las Mil noches y una noche?

—Quisiera saber —añadí cruzando de nuevo las piernas, acto que acompañaba siempre, desde entonces, a aquella suerte de declaración sacramental. . . —Quisiera saber verdaderamente qué es más verosímil: si las peregrinaciones de laSanta Casa, de Loreto, o las delViajero aéreo. . . Y puesto que la inmensa mayoría del mundo conocido cree firmemente en las palabras del asno de Balaam y de la paloma de Mahoma, yo te pregunto, lector, qué objeciones se te ocurren contra los éxitos oratorios delGato con botas. . .

Porque el historiador del Gato con botas fue, como nadie ignora, un hombre honrado, piadoso, sincero, que gozaba de la confianza pública. La tradición de que se ha valido no se ha negado jamás en este siglo incrédulo; el severo Fréret y el escéptico Boulanger, que atacaban a porfía cuanto los hombres respetan, la han tratado con grandes miramientos en sus más audaces diatribas; hasta los niños que no saben leer hablan diariamente entre sí de un gato de buena casa que llevaba botas como un gendarme y discurseaba como un abogado, y si la familia del marqués de Carabas, lo que no osaré asegurar, ha desaparecido de nuestros fastos nobiliarios, no puedo deducir de esto nada que niegue la anterior existencia de aquélla, pues la extinción de las razas ilustres es un acontecimiento que se da mucho en épocas de guerra y de revolución.

¡La Historia y los historiadores! ¡Maldición sobre ella y sobre ellos! ¡Pongo a Urganda como testigo de que encuentro mil veces más verosímiles las ilusiones de los lunáticos!. . .

—¡Los lunáticos! —interrumpió Daniel Camerón, del que me había olvidado, a pie firme detrás de mi sillón, con respetuosa y paciente actitud y en espera de ofrecerme la levita— ¡Los lunáticos, señor! En Glasgow hay una soberbia casa de lunáticos.

—He oído hablar de eso —dije volviéndome hacia mi ayuda de cámara escocés—. ¿Qué clase de hombres es ésa?

—No me atreveré a decírselo precisamente al señor —repuso Daniel bajando la vista, con un embarazo que dejaba adivinar no sé qué segunda intención socarrona y maliciosa—. Los lunáticos son hombres llamados así, porque se ocupan tan poco de los asuntos de este mundo como si acabaran de caerse de la Luna, y que sólo hablan, en cambio, de cosas que no han podido ocurrir jamás en ninguna parte, a no ser en la Luna.

—Hay finura de observación y casi profundidad en esa idea, Daniel. Observamos, en efecto, que la Naturaleza, en el metódico encadenamiento de los innumerables años de su creación, no ha dejado espacio vacío. Así, el liquen tenaz que se adhiere a la roca une el mineral a la planta; el pólipo de enramados brazos vegetativos y redivivos, que se reproduce por estacas, une la planta con el animal; el pongo, que acaso llegaría a ser educable y que, sin duda, lo es en algún sitio, une el animal al hombre. En el hombre se detiene la marcha de nuestras clasificaciones naturales, aunque no la del generador principio de las creaciones y de los mundos. Es, pues, no solamente posible, sino seguro. . ., y hasta me atrevo a sentar como principio que, si aquello no fuera así, toda la armonía del universo sería destruida. . . Es incontestable que la escala de los seres se prolonga sin interrupción a través, y por completo, de nuestro torbellino, y de nuestrotorbellino a los otros, hasta los límites incomprensibles del espacio en donde se asienta el ser sin principio ni fin, inagotable fuente de todas las existencias que a él vuelven sincesar.

Y como el microcosmo o mundo pequeño es la reducida y visible imagen del macrocosmo, o mundo grande, que escapa a nuestras juicios por su inmensidad, una comparación te hará comprender fácilmente, si es que puedes, esta idea; porque Dios o el desconocido poder que ocupa el lugar de esa profunda e inasible abstracción. . . ¡Te ruego que me sigas atentamente!

—Dios —digo— se ha dignado imprimir inteligiblemente la imperfecta imagen de ese círculo inmenso de producción, absorción, depuración y reproducción que en Él comienza, termina y recomienza eternamente, en la función en actividad perpetua del océano, que produce, absorbe, depura y reproduce siempre las aguas que de él proceden. . . y esta semejanza es, verdaderamente, muy clara para que me crea obligado a insistir.

—Y los lunáticos, señor. . . —dijo Daniel, colocando cuidadosamente en la mesa mi traje.

—A ello voy, Daniel. Los lunáticos de que hablas ocuparían, según yo, el más elevado grado de la escala queseparanuestro planeta de su satélite, y como participan necesariamente, de ese grado, con las inteligencias de un mundo que nos es desconocido, es muy natural que no los entendamos, de donde resulta absurdo deducir que sus ideas carecen de sentido y lucidez, porque pertenecen a una clase de sensaciones y razonamientos en absoluto inaccesibles a nuestra educación y a nuestras costumbres. ¿Has visto, Daniel, en alguna ocasión, salvajes esquimales?

—En el barco del capitán Parry había dos.

—¿Has hablado con ellos?

—¿Cómo hubiera podido hablarles si no conozco su idioma?

—Si de improviso hubieras recibido el don de las lenguas, por intuición, como Adán, o por inspiración, como los compañeros del Salvador, o por otro fenómeno moral, como un miembro de la Academia de inscripciones y bellas letras, ¿qué hubieras dicho a esos esquimales?

—Puesto que entre los esquimales y yo nada existe de común, ¿qué hubiera podido decirles?

—Eso está bien. Sólo una pregunta me queda por hacerte: ¿Crees que esos esquimales piensan y razonan?

—Seguramente —dijo Daniel—, como esto es un cepillo y la levita del señor, que acabo de doblar sobre la mesa.

—Bueno —exclamé aplaudiendo—; puesto que crees que los esquimales piensan y razonan, aunque no los entiendes, ¿qué me dirás ahora de los lunáticos?

—Pues diré, señor —repuso sin detenerse Daniel—, que la casa de los lunáticos de Glasgow es, en verdad, la más bella de Escocia y, como consecuencia, del mundo entero.

Ignoro, lector, si has experimentado alguna vez un desengaño más cruel que el de mi amigo el bachiller Farfallo de las Farfallas, que pasó toda una noche de lluvia entonando cantatas, al son de su mandolina, al pie de la ventana de una hermosa, ricamente vestida a la moda francesa —¡ella no se movía de allí!—, sin apercibirse, hasta el despuntar del día, que era un maniquí de mimbre que la Pedrilla acababa de comprar en París para su tienda de modas.

Un desengaño semejante sufrí con la respuesta de Daniel, que claramente demostraba que mis inducciones filosóficas no le eran ni más ni menos inteligibles que el idioma de los esquimales del capitán Parry.

Pero me consolé al pensar que en todo aquello había un argumento irresistible en favor de mi teoría sobre los lunáticos. Y ya sabes por experiencia que no existe para el pensamiento impulso más agradable que el de la propia satisfacción.

¿Qué importa el sitio en que viva —pensé interiormente— siempre que lleve conmigo ideas bondadosas y agradables fantasías, que entretengan este suave juego de los agentes de la vida en mi organismo perfectamente equilibrado, esta tibia y regular temperatura de la sangre, esta inalterable armonía de la acción y de la función vulgarmente llamada salud?

—Daniel —dije en alta voz—, ¿tú has nacido en Glasgow?

—En Canongate, señor; cinco o seis casas más abajo de la del alcalde Jervis. . .