El amante de los libros - Charles Nodier - E-Book

El amante de los libros E-Book

Charles Nodier

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Beschreibung

Charles Nodier, apasionado de los libros viejos y las ediciones raras y curiosas, dirigió la Biblioteca del Arsenal de París desde 1824. En uno de sus salones reunió a futuros escritores románticos de la época Victor Hugo, Nerval, Gautier, Dumas y desde allí los dio a conocer. Como introducción a "El amante de los libros", ofrecemos algunos fragmentos de El Arsenal, primer capítulo de "La mujer de la gargantilla de terciopelo", de Alexandre Dumas, donde se describen las reuniones que Nodier organizó hasta el día de su muerte, y la tristeza que causó a todos sus amigos su desaparición. A continuación, dos relatos sobre las bibliofilias y bibliomanías de Nodier: "El bibliómano" y "El amigo de los libros".

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Charles Nodier

El amante de los libros

TRADUCCIÓN DEL FRANCÉS DE Alicia Herrero Ansola

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte.

Ilustración de portada:

Charles Nodier, L’ amateur de livres, 1841,

grabado de Tony Johannot

© De la traducción, Alicia Herrero Ansola, 2015

© Trama editorial, 2015

Zurbano, 71,

28010 Madrid

Tel.: 91 702 41 54

[email protected]

www.tramaeditorial.es

isbn: 978-84-18941-99-3

Índice

«El Arsenal» (fragmentos), de

Alexandre Dumas

El bibliómano

El amigo de los libros

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Comenzar a leer

Colofón

Notas

«El Arsenal» de Alexandre Dumas1

(…) Resulta que para narrar a mis lectores la historia de la mujer de la gargantilla de terciopelo tenía que abrirles las puertas del Arsenal2, es decir, de la morada de Charles Nodier.

Y ahora que su hija [Marie] nos ha abierto esa puerta y que estamos, por tanto, seguros de ser bien recibidos, «¡Adelante quien esté conmigo!». En una punta de París, a continuación del muelle de los Celestinos, de espaldas a la calle Morland y dominando el río, se alza un gran edificio de aspecto triste y sombrío denominado El Arsenal.

(…)

En 1823, al ser nombrado director de esa biblioteca, Charles Nodier se mudó de la calle de Choiseul, donde vivía, a su nueva residencia.

Nodier era un hombre adorable, sin un solo vicio, mas lleno de defectos, de esos encantadores defectos que son la originalidad de quien es brillante, pródigo, despreocupado y trotacalles, trotacalles como Fígaro era haragán, ¡con deleite!

Nodier sabía casi todo aquello que un hombre puede saber; además, gozaba del privilegio de quien es ocurrente: cuando no sabía algo, inventaba, y lo que inventaba resultaba mucho más ingenioso, mucho más brillante y mucho más probable que la realidad.

(…)

Ya hemos aludido a los defectos de Nodier. El principal, al menos según la señora de Nodier, era su bibliomanía, motivo de felicidad para él y de desesperación para ella. Y es que todo el dinero que ganaba Nodier se iba en libros.

¡Cuántas veces salió Nodier a por doscientos o trescientos francos indispensables para su casa y regresó con un volumen excepcional o un ejemplar único! El dinero había ido a parar a la tienda de Techener o a la de Guillemot.

Su esposa quería reprenderlo, pero Nodier sacaba el volumen del bolsillo, lo abría, lo cerraba, lo acariciaba y le señalaba un error de impresión que probaba la autenticidad del libro, al tiempo que decía:

—Piensa, querida mía, que los trescientos francos puedo conseguirlos en otra ocasión, mientras que un libro así, ¡hum!, un libro así, ¡hum!, un libro así es imposible de conseguir, y si no pregúntale a Pixérécourt. Pixérécourt era a quien más admiraba Nodier, amante desde siempre del melodrama, que lo llamaba el Corneille de los bulevares.

Pixérécourt visitaba casi todas las mañanas a Nodier.

En casa de Nodier las mañanas se dedicaban a las visitas de los bibliófilos. Allí se reunían el marqués de Ganay, el marqués de Château-Giron, el marqués de Chalabre, el conde de Labédoyère y Bérard, el señor de los Elzevirios, que rehízo la Carta de 1830 en sus ratos perdidos; el bibliófilo Jacob, el erudito Weiss de Besançon, el universal Peignot de Dijon y, por último, los eruditos extranjeros que, nada más llegar a París, intentaban que los presentaran o se presentaban ellos solos en ese cenáculo de fama europea.

Ahí se consultaba a Nodier, oráculo de la reunión; ahí le mostraban libros; ahí le pedían referencias: era su distracción predilecta. Pero los ilustrados del Instituto no acudían a sus reuniones, pues le tenían envidia. Nodier asociaba el ingenio y la poesía a la erudición y eso era algo que ni la Academia de Ciencias ni la Academia Francesa perdonaban.

(…)

Tras dos o tres horas de trabajo siempre fácil, después de haber llenado diez o doce hojas de papel de seis pulgadas de alto por cuatro de ancho, con una letra más o menos legible, regular y sin tachaduras, Nodier salía.

Una vez en la calle, vagaba a la aventura siguiendo casi siempre, empero, la línea de los muelles y cruzando y volviendo a cruzar el río, según donde se encontraran los puestos de libros. Después entraba en las tiendas de los libreros y de ahí pasaba a los talleres de los encuadernadores.

Y es que Nodier no sólo sabía de libros sino también de cubiertas. Las obras maestras que realizó Gascon durante el reinado de Luis XIII, las de Desseuil durante el de Luis XIV, las de Padeloup durante el de Luis XV y las de Derome durante los de Luis XV y Luis XVI le resultaban tan familiares que las reconocía al tacto, con los ojos cerrados. Fue Nodier quien volvió a dar vida a la encuadernación, que había dejado de ser un arte durante la Revolución y el Imperio; fue él quien alentó y dirigió a los restauradores de ese arte, Thouvenin, los Bradel, los Niedrée, los Bozonnet y los Legrand. Thouvenin, cuando estaba muriéndose del pecho, se levantaba de su lecho de agonía para echar un último vistazo a las encuadernaciones que le había encargado Nodier.

Las andanzas de Nodier solían acabar en la tienda de Crozet o de Techener, dos cuñados a quienes unía la rivalidad y entre los que él interponía su plácido ánimo. Era un lugar de reunión de bibliófilos, un lugar de intercambios, y en cuanto aparecía Nodier, de exclamaciones; pero tan pronto como abría la boca se hacía un silencio absoluto. Entonces Nodier narraba, Nodier soltaba paradojas de omni rescibili et quibusdam aliis.

Por la noche, después de la cena familiar, Nodier solía trabajar en el comedor entre tres velas dispuestas en triángulo, nunca una más, nunca una menos. Ya hemos dicho en qué papel y con qué letra, y siempre con plumas de oca. Nodier odiaba las plumillas de hierro, como en general todos los inventos nuevos. El gas lo enfurecía y el vapor lo sacaba de quicio; en la destrucción de los bosques y en el agotamiento de las minas de hulla él veía el fin indefectible y próximo del mundo. Y precisamente en esos arrebatos contra el progreso de la civilización Nodier resplandecía con su elocuencia y fulminaba con su brío.

(…)

Los domingos, Nodier almorzaba en casa de Pixérécourt donde se encontraba con sus visitantes: el bibliófilo Jacob, rey en ausencia de Nodier y virrey cuando éste aparecía; el marqués de Ganay, el marqués de Chalabre…

(…)

A propósito del marqués de Chalabre, sólo anhelaba una cosa: una Biblia que nadie poseyera, y por eso la deseaba ardientemente. Importunó de tal modo a Nodier para que le indicara un ejemplar único, que éste acabó por superar las expectativas del marqués: le indicó un ejemplar que no existía.

El marqués de Chalabre se puso al punto a buscarlo.

(…)

Cuanto más difícil de encontrar resultaba la Biblia, más se empeñaba el marqués en dar con ella.

Había ofrecido quinientos francos; había ofrecido mil francos; había ofrecido dos mil, cuatro mil, diez mil francos. Todos los bibliógrafos removieron cielo y tierra buscando la malhadada Biblia. Escribieron a Alemania e Inglaterra. Nada. Si hubiera sido una referencia del marqués de Chalabre, no se habrían molestado tanto y habrían contestado sencillamente: no existe. Pero ante una referencia de Nodier, la cosa era distinta. Si Nodier había dicho «La Biblia existe», la Biblia existía, de eso no cabía duda. El papa podía equivocarse, pero Nodier era infalible.

La búsqueda duró tres años. Todos los domingos, cuando el marqués de Chalabre almorzaba con Nodier en casa de Pixérécourt, le decía:

—¡Ay! Esa Biblia, mi querido Charles…

—¿Y bien?

—¡No hay quien la encuentre!

—Quaere et invenies –contestaba Nodier. Y el bibliómano se lanzaba otra vez a la búsqueda con más ahínco que antes, pero no daba con ella.

Al final le presentaron una Biblia al marqués.