El hombre arrodillado - Agustín Gómez Arcos - E-Book

El hombre arrodillado E-Book

Agustín Gómez Arcos

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Beschreibung

Un hombre mendiga postrado en la calle, detrás de un cartel donde pueden leerse las súplicas que él no se atreve a pronunciar: las palabras de la miseria. Pero ¿cómo ha llegado ahí ese joven fuerte, en la flor de la vida? Al narrarnos las distintas estaciones de su particular calvario, Agustín Gómez Arcos lanza una mirada feroz e implacable, llena de desencanto, a la España posfranquista, a los años de la Movida y a las hirientes desigualdades sobre las que se cimenta la mal llamada sociedad de la abundancia. «El joven se dirige a la Gran Vía, intenta fundirse con los viandantes, gentes de vida oscura que renacen de las cenizas diarias, fénix quemados a perpetuidad antes de emprender el vuelo. Marginales de toda ralea atestan la avenida, muy concurrida entre medianoche y el alba. Aparecen por todas partes, emanan de rincones oscuros, surgen súbitamente de las callejuelas como ratas gigantes que abandonan la cloaca al olfatear epidemia y podredumbre.»

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EL HOMBRE ARRODILLADO

AGUSTÍN GÓMEZ ARCOS

EL HOMBRE ARRODILLADO

TRADUCCIÓNADORACIÓN ELVIRA RODRÍGUEZ

CABARET VOLTAIRE2023

PRIMERA EDICIÓN noviembre 2023

TÍTULO ORIGINAL L’homme à genoux

Publicado porEDITORIAL CABARET VOLTAIRE [email protected]

©2023 Herederos de Agustín Gómez Arcos©de la edición, 2023 Adoración Elvira Rodríguez©de esta edición, 2023 Editorial Cabaret Voltaire SL

IBIC: FAISBN-13: 978-84-19047-20-5Producción del ePub: booqlab

Dirección y Diseño de la ColecciónMIGUEL LÁZARO GARCÍAJOSÉ MIGUEL POMARES VALDIVIA

«Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte»

FOTOGRAFÍASCubierta: Chicago, 1985 ©Ceesepe, VEGAP, Madrid, 2023Banco de imágenes VEGAPGuarda: Agustín Gómez Arcos. Derechos Reservados

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro -incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet- y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.

A Lucas,el niño del hoyuelo

La capital es una ciudad moderna, abierta a Europa; por eso, el viajero recién llegado podría extrañarse al verlo de rodillas bajo un sesudo cedro, personaje insólito entre la profusión de viandantes que circulan por la acera. No está haciendo teatro al aire libre, fascinante actividad. No es actor. Ni mimo. Ni malabarista. No lleva sombrero de copa de donde sacar palomas o conejos. No lanza resplandecientes lenguas de fuego de litúrgicos colores para iluminar el nacimiento de la noche. Practica la mendicidad. Así lo atestigua su cartel. Aunque con el tiempo se ha convencido de que nadie va a leer su desesperado mensaje escrito en mayúsculas, el texto le evita pronunciar en voz alta las palabras vergonzantes: «Tengo hambre. Deme algo. Dios se lo pague». El silencio del cartel dice: «HERMANOS, NO TENGO TRABAJO – MADRE, MUJER E HIJO ESTÁN EN EL PUEBLO – POR NECESIDAD ME ARRODILLO ANTE USTEDES – PIDO LIMOSNA – GRACIAS». Escrito está. Quien quiera, que lo lea.

Es joven. Unos veintiséis años. Pero su cuerpo arrodillado no conserva ningún atributo de la juventud: ni la altura del hombretón que era dos años antes, cuando abandonó el pueblo para buscar trabajo; ni la mirada ardiente y ávida que lo caracterizaba; ni siquiera los andares voluntariosos, como si hubiera nacido para avanzar sin descanso. No paraba un momento, Fermín tenía que corretear detrás de él, se negaba a tomar entre las suyas las manos de María, aquellas tardes de domingo en las que Fermín se retiraba a su casa para leer, argumentando que un hombre casado se debe a su mujer, sobre todo con un primer embarazo problemático. En sus labios no queda nada de aquellos ataques de risa que le entraban siempre que Fermín pasaba revista a las manías hortícolas de su suegro, el capataz: para prevenir el vandalismo de los pájaros, envolvía con papel los racimos de la parra y los numeraba. El viejo mantenía una tenaz fidelidad a los patronos de la mina en la que perdió el pie izquierdo, una sociedad anónima que le había hecho el favor de costearle un pie ortopédico y lo había ascendido a recogedor de escoria hasta que cumpliera la edad de cobrar la pensión de invalidez. Así que, en lugar de hacerle un favor, la empresa lo seguía explotando. El hombre, renqueando, apilaba montones de residuos, plantaba en ellos unos arbustos y no consentía que ese par de jovenzuelos hablara en tono sindicalista de la compañía de explotación minera y de sus patronos. Fermín lo imitaba a la perfección: voz chillona, cojera ostentosa. Eso no le gustaba a María: «No deberías tener esas amistades. No respetan a la familia y se divierten ridiculizando a los pobres». La joven daba una entonación especial al término pobre, como con voz de iglesia. Enojado, el futuro padre le soltaba las manos, se levantaba. Las manos de María encallaban en la redondez del vientre, donde se ponían a golpetear, inquietas, desamparadas, como unos niños perdidos en un lugar desconocido; luego, se calmaban, se reblandecían hasta perder la forma y el vigor, aquejadas de una flojedad enfermiza. Él aprovechaba tan penoso instante para largarse. Golpeaba en la ventana de Fermín, lector empedernido, cuya madre, Camila, no permitía que lo molestaran cuando estaba leyendo. La lectura de su hijo era sagrada para ella. Decía que los libros abren horizontes y alejan de la mina. Camila era viuda. Como tantas otras mujeres. Como su propia madre. Pero sólo a ella la llamaban la Viuda. Como si su viudedad fuera especial, la única que mereciera un título de nobleza. Su marido no murió por una explosión, ni en el fondo de un pozo, ni devorado por la silicosis. Fue durante la dictadura, cuando la huelga de nueve meses. Triste embarazo que parió una sola víctima, un muerto que nadie lloró. Salvo su viuda. Camila la Viuda. De modo que cuando veía leer a su hijo, interrumpía cualquier actividad creando en la casa, habitación por habitación, una especie de silencio místico. Entornaba la puerta del fondo, la que daba a las montañas, donde las bandadas de palomas torcaces volaban hacia países lejanos. Hacia la libertad. Él, si quería ver a Fermín, tenía que rasguñar la ventana, con mucha suavidad, y esperar a que el amigo se diera cuenta de su presencia. Fermín poseía un sexto sentido para detectar al visitante. El pequeño notaba su llamada incluso a través de la pared. En eso era muy distinto de María. Su amigo lo sabía. Apenas las uñas habían rozado los cristales empañados de vaho, el chico volvía la cabeza mirándolo fijamente con sus ojos negros. Sin embargo, María ni siquiera se daba cuenta de que «su hombre» estaba de pie, junto a ella; se sobresaltaba cuando sentía el aliento cosquillearle la oreja. Luego, hacía un gesto con la mano, como ahuyentando una mosca, y murmuraba, sorprendida: «Ah, eres tú». Era frustrante. Parecía que sus labios enamorados eran los únicos insectos que ella temiera ver revolotear cerca de su cuello.

Aquellas huellas de felicidad habían desaparecido de su rostro, de su persona. Perdidas por el camino. Abolidas. Como borradas por el viento, o convertidas en espejo deslustrado que ya no refleja nada: ni luz ni sombra. Una presencia envilecida, un cuerpo doblado, arrodillado, más cerca del barro que de la brisa, ala decapitada. Antaño, ese muchacho fuerte como un roble, dicharachero, risueño, caminaba hacia los demás con la boca golosa, entregada, acogedora; provocaba en grandes y pequeños, hombres y mujeres (incluso en los animales: los perros le lamían la cara), la tentación de hacerle una caricia, de robarle un beso. Un chicarrón que a los trece años ya ocupaba el lugar de un hombre, no sólo en la cama o en los calzones (y pronto entre los muslos de una muchacha), sino también en la mina, su primer trabajo. Ahora es un joven roto. Antaño crecía a lo alto, como todo lo que se agranda, hombres incluidos; hoy está derrumbado, cabeza gacha, mirada exánime, contemplando fijamente las monedas que le echan sobre el cartel. Ciertos pájaros de mal agüero ya lo habían amenazado con un porvenir incierto: un chico demasiado libre, demasiado irresponsable, decían. Sobre todo la horda de mineros lisiados, reciclados en aquella escuadrilla de recogedores de escoria, capitaneada por su futuro suegro. «¡Panda de viejos viciosos!», gruñía su madre (Fermín, cómplice, asentía en silencio). Le estaban metiendo en la cabeza al capataz que vigilara a su hija. Una alhaja, esa chiquilla. Un diamante. Leía como un papagayo, sabía tanto de escritura y cuentas como una maestra de escuela, o casi. ¡Unos envidiosos! Celosos de él, un muchacho fuerte que iba a buscarla a la salida de clase siempre que el trabajo se lo permitía. De todos aquellos viejos, el peor era Sebastián. Le faltaban tres dedos de la mano derecha y un pedazo de mandíbula. En cuanto lo veía con María, empezaba a soltar palabrotas tan feas y retorcidas como su cara. El tal Sebastián era el padre de un chico muy tímido, medio tartamudo, llamado Ramoncín. Ambicionaba dos cosas para su retoño: que se metiera en política y que se casara con María. El manco picaba alto. El capataz lo dejaba soñar y se aprovechaba de su fidelidad canina para sacarle dos aperitivos diarios (tres los domingos) y obligarlo a que le echara una mano (la izquierda) en el huerto. Su compadreo era más bien interesado, aunque es cierto que existían entre ellos lazos más estrechos, relacionados con sus esposas. Eran primas, y los abandonaron el mismo día, un Jueves Santo, para, según ellas, ir a la procesión de la ciudad. Teniendo en cuenta que la vida de una criada o de una puta requiere menos sacrificios que la de cónyuge de minero tullido, no regresaron de su peregrinaje. Suele pasar… Sebastián, el manco, mandaba a su hijo en busca de María con la excusa de que el padre de ésta la esperaba en casa. Al chicarrón se lo llevaban los demonios: «¡A ese viejo vicioso lo mato!». Luego, se iba en busca de Fermín para contárselo. Le decía que necesitaba dar una vuelta. Para tranquilizarse. «Vente conmigo.» Fermín rezongaba. «¡Venga, hombre, deja los libros, que no se van a escapar!» Fermín murmuraba: «Mamá, salgo un momento». Se iban por la puerta de la cocina, cruzaban el patio, se alejaban hacia el río, desaparecían en las profundidades de un cañaveral donde sus cuerpos habían conformado un nido. Fermín no oponía resistencia. Nunca. Seguramente le gustaba, aunque no pusiera mucha pasión. Pero, bueno, a él pasión le sobraba. Y el niño era más obediente que las muchachas. Servía para lo mismo. Pero el chicarrón no se lo podía decir. Prohibido hablar del tema. En una ocasión, al principio, se le ocurrió hacer un comentario y Fermín se puso lívido. Lo privó de su cuerpo y de su compañía durante un mes. Se le hizo larguísimo. Aprovechó para ir a la discoteca de la ciudad. Pero le dieron con la puerta en las narices. El segurata lo miró de arriba abajo. «A ver, documentación.» Iba muy en serio. Un tipo cachas, arisco. En la mano izquierda, entre el pulgar y el índice, llevaba tatuados cinco puntos. «¡Ya sabemos lo que eso significa!», explicó más tarde a María y a Fermín. «¿Y qué significa?», preguntó Fermín con mirada burlona, sospechando que estaba alardeando de un conocimiento de la vida totalmente ficticio. No se puede decir que la mina sea una escuela de vida, nada más lejos. «¡Significa que ha estado en el trullo, criatura! Un preso y cuatro paredes, eso es lo que significan los cinco puntos tatuados. ¡Yo sé de lo que hablo!» Le enseñó el DNI. «¡Dieciséis años recién cumplidos! ¡Una discoteca no es el preescolar! ¡Vuelve en un par de años, cuando lleves pantalones de hombre!» Sebastián, que se lo había olido, se fue a la ciudad a indagar por su cuenta. En su informe al capataz, añadió que el jodido crío había intentado entrar en un burdel. «¡Que se cree que ya no está en edad de machacársela!», gritó, cubriendo el sonido de la tele, un sábado por la tarde en el Café del Comercio. Tuvo que olvidar a María durante diez días que se le hicieron eternos. Se consolaba repiqueteando en la ventana de Fermín. «¡Venga, tío, no te enfades, si sólo te quiero a ti! Anda, deja el libro y ven a dar una vuelta.» Aquel día, los juncos silbaban al menor soplo de aire; olían a maleza y al sudor de la nuca de Fermín.

Su sombra se empequeñece, se funde con su cuerpo. O se separa de él y se aleja. No sabe lo que le pasa a su sombra: no la ve pegada a sus tobillos cuando la busca con el rabillo del ojo, como un crío sus canicas. No es porque la sombra del cedro, más recia y pujante, la borre o la devore, la colonice en cierto modo. No. Su repentina desaparición se debe, sin duda, a que a una sombra compacta como ella no le gusta su nueva condición de sombra arrodillada. En cuanto un hombre se arrodilla, la sombra lo sigue. ¡Qué vergüenza arrastrar en la caída a la propia sombra! La desgracia debería ser para el hombre, no para la sombra. ¿Qué culpa tiene ella de los fracasos de la vida? Ninguna. Una persona en condiciones no debería exponerla a los malos tragos que da la vida. Bueno, la vida… ¿No era su sombra demasiado inmensa, demasiado protectora, abusiva, incluso, en aquella lejana época en que era de verdad su sombra, la sombra de un chicarrón erguido, la sombra larga, permanente, de un hombre de pie? Fermín y María intentaban a menudo separarse de él, seguir su propio camino, para que sus sombras no se confundieran con la suya, temiendo que su sombra —sombra caníbal— las devorara. A menos que aquella enorme sombra de la que se sentía tan orgulloso fuera una mera ilusión. Una feroz ilusión de huérfano… ¿Perdemos nuestra sombra cuando perdemos a nuestro padre?

No se le había ocurrido tal pregunta en aquellos benditos años en que vivía de pie. Hombre erguido. Sí había notado que la ausencia de padre se reflejaba a menudo en la ausencia de sombra que aquejaba a Fermín. Desde muy niño, los ojos negros de su amigo denotaban una profunda soledad que se interponía entre el chiquillo y el resto del mundo como un erial, como un campo estéril. Quien quisiera sembrar en él la menor presencia debía armarse de paciencia. Él paciencia tenía mucha. Los demás, no. Los demás miraban a Fermín como si le hubieran amputado algún miembro, el menos físico de todos y, sin embargo, el más presente: su sombra. La sombra de un niño muere cuando liquidan a su padre, decía la gente. El padre de Fermín había caído bajo las balas de la policía. Y él, que creía poseer la sombra más vasta del mundo, se había prometido compartirla con su amigo. Como se comparten el primer cigarrillo, el primer orgasmo. La dejaba planear sobre el cuerpo del chico, pájaro de alas abiertas vigilando su nidada. Pobre del que se hubiera atrevido a tocarle un pelo de la cabeza. Siempre estaba ahí, presente. Incluso cuando empezó a bajar a la mina. Fermín seguía yendo a la escuela. Se las apañaba para no dejarlo solo un minuto. Siempre a su lado. Aquella presencia invasora desanimaba a los tipejos ruines que perseguían a Fermín con sus sarcasmos. Porque le gustaba leer, devoraba las páginas, era el único que se llevaba a su casa un montón de libros cuando llegaba el bibliobús. Él, que era mayor, entendía bastante bien ese desprecio general hacia la lectura. No creía que los libros dieran respuestas a las cosas de la vida, las que te muerden por dentro sin decir palabra, sin previo aviso. Cierto. Pero eso no quitaba para que escuchara a Fermín cuando éste se dignaba a contarle sus lecturas. La negra mirada se volvía aún más tenebrosa, más misteriosa. Como si todo (la estatura, la sombra) le creciera y se le hiciera gigantesco. Entonces, el chicarrón comprendía por qué no soportaba que esos gilipollas que ocupaban los pupitres de la escuela se rieran de Fermín porque el chico prefería la lectura a los placeres temblorosos del pajerío. Lo que tampoco era cierto del todo: a Fermín le gustaban los orgasmos, como a todo el mundo. Pero entre los brazos de su amigo, en la intimidad, y no delante de aquella manada de críos gritones. Soltaban un montón de obscenidades a cuenta de unas gotas de esperma transparente. ¡Una meadilla de perro, vamos! No, se dijo, no había comprendido hasta qué punto precisaba su sombra Fermín hasta el día que lo subieron a la superficie, destrozado por la explosión en uno de los pozos. La mina no necesita llamar a la policía: le basta y le sobra con sus infames gases. La madre de Fermín bien lo sabía. Escupió en el agujero negro en cuanto levantaron el cadáver para asearlo y llevarlo al forense. Ya había escupido en otra ocasión sobre la jodida mina cuando la justicia se incautó del cuerpo de su marido. Aquel escupitajo le valió el apodo de la Viuda. Camila la Viuda. Única viuda titular entre tantas viudas.

De pronto, el arrodillado teme que su propio hijo crezca sin sombra protectora si pierde él la suya. Asaltado por esa nueva desazón, busca con la mirada su sombra oculta. Desaparecida. Volatilizada. Como el éter. A su alrededor, sólo ve la sombra de la noche. Y otra, más profunda, la que el cedro interpone entre su cuerpo y la luz de las farolas. Un sudor frío le brota de la frente, de las axilas, le chorrea por la cara, por las costillas, con la mansedumbre inagotable de un manantial. Murmura: «No. El niño está a salvo con su madre y su abuelo, que no han perdido su sombra por el camino». Vale, él no está allí. Pero ellos sí. Donde tienen que estar. Tejiendo el capullo que protege al heredero, levantando un muro contra la desgracia. Son personas sólidas, normales, que no se fijan en las idas y venidas de sus sombras. ¡Habrá algo más estrafalario que una sombra humana que se pone a jugar al escondite! No, el niño no tiene nada que temer. Crecer sin padre tan sólo será para él una prueba. Soportable. No una tragedia. Ni un trauma, como se dice ahora. Incluso es posible que María no note su ausencia. Y, por supuesto, su suegro se estará frotando las manos cada día que pasa sin verlo. Ya hace dos años. Los viejos resentidos urgen a María a que pida el divorcio. Sobre todo, Sebastián. Sólo están a favor de los derechos civiles cuando les conviene. Su suegro, sin ir más lejos, no aceptó la unión libre que él le había propuesto a María cuando se quedó embarazada. «¡Eso no se tolera en mi familia! ¡En mi familia, quien la hace la paga! Así que ¡a casarte!» Su propia madre pensaba lo mismo: tenía que casarse. «¡Haberte vaciado fuera!» Total, que tuvo que acceder a una boda precipitada y a irse a vivir con el suegro. Pero sin resentimiento, todo hay que decirlo. En realidad, el único realmente perjudicado fue Fermín. El chico se quitó de en medio durante varias semanas y pidió un cambio de turno, que le concedieron. Cuando un obrero sano solicitaba bajar de noche al pozo, la dirección no ponía impedimentos: el sueldo era el mismo. Y los hombres casados preferían dormir en sus casas. Con sus mujeres. Del último telediario hasta el canto del gallo. Camila la Viuda se opuso a la decisión de su hijo, pero no consiguió hacerle cambiar de idea: los libros también enseñan a encararse con la madre, por muy viuda que sea. Él, por su parte, no le dio explicaciones de lo suyo al chico. Hubiera sido demasiado penoso. No son cosas de hombres. Un joven tiene que casarse en algún momento, es lo normal. Lo que haya hecho antes no cuenta. María no era una chica de las que acaparan al marido; para ella, primero estaba su padre y, después, el niño que llevaba en sus entrañas. Así que él podía entrar y salir de la casa a su antojo. Llegar cuando ella ya estaba dormida. Llevarse una regañina al menor intento de despertarla por aquello de las ganas, que ella no compartía a «esas horas de la noche». Volver a vestirse, despechado y furioso. Incluso irse a la discoteca, en la carretera de la ciudad. Hasta el amanecer. En dos o tres ocasiones había intentado hablar con Fermín en un cambio de turno. Y la despiadada respuesta era: «¡Vete con tu mujer!». O echaba las cortinas en cuanto oía rascar en el cristal de la ventana. Fue preciso un velatorio para que los tres se volvieran a reunir. María dijo: «Fermín, ya no vienes por casa. ¿Te hemos faltado en algo?». También ella hablaba como los libros. «No, no, es por el trabajo. Tengo menos tiempo que antes.» Sonaba a excusa. El amigo pilló la ocasión al vuelo: «El domingo libras, ven a comer con nosotros». Cogido por sorpresa, Fermín sólo acertó a decir que se lo pensaría. No quería dejar a su madre sola en casa. «Tráetela», insistió María, «mi suegra también viene. Comeremos en familia, como cuando éramos pequeños». Fermín murmuró: «Vale, vale. Si a mi madre no le apetece ir, iré yo». Y él se alegró tanto que estuvo a punto de dar saltos de contento. En mitad del velatorio.

Al hombre se le dibuja una vaga sonrisa en la cara. Sí, sonríe arrodillado entre los viandantes. Olvida que ha perdido su sombra. Piensa que, con respecto al niño, puede confiar en María. Ella nunca ha sido una chica celosa. Ni apasionada. Sabrá explicar al hijo la ausencia del padre. Sin estridencias. Como supo entender la presencia de Fermín en la vida de su marido. Es verdad que ella no lloró la muerte del amigo. Pero tampoco apartó la vista al ver que a él se le saltaron las lágrimas. No protestó cuando él le dijo que no quería morir en la mina. Ni por culpa de la mina. Morir como Fermín, como el padre de éste, como su propio padre, como tantos otros. El mundo era ancho, quería irse a probar suerte a otro lugar. «Vete. El niño y yo te esperaremos. Estoy con mi padre. Nos apañaremos para vivir.» De todas formas, como consecuencia del accidente que había matado a Fermín, cerraron una de las galerías y el paro aumentó. Él era uno de los despedidos. Era el momento de cambiar de vida. Primero, él; más tarde, María y el niño. Quizás incluso su madre. Y su suegro. Separarse para siempre de la mina. Lo indemnizaron con el sueldo de un año. No estaba mal. Se las apañó para que la compañía le concediera una ayuda económica a María y se fue del pueblo. Tranquilo. La última noche, quiso sembrar de nuevo el vientre de María, pero ella se negó en rotundo arguyendo que, para un padre fugitivo, una mujer y un hijo eran más que suficientes. Él no insistió. Se dio cuenta de que quería embarazarla de nuevo con la esperanza de que, durante los nueve meses de ocupaciones ineludibles, ella no pensara tanto en su soledad. En realidad, no deseaba tener otro hijo. Ni quería pensar en la muerte de Fermín. Su corazón rehuía el peso de esa muerte. Quería borrar de su memoria los lugares y los momentos que hacían insoportables la ausencia de Fermín. Ausencia eterna. Ésa era la ley de la muerte. Y era muy joven. Demasiada vida ante él para mortificarse con la ausencia del amigo. Acabaría siendo un interminable suplicio.

El arrodillado se pregunta a veces si María sufre. Y qué la hace sufrir: ¿el alejamiento o la soledad? Le gustaría saberlo. ¿Pero cómo? Él no le ha escrito ni una sola carta en dos años. Algunas postales, al principio. Bonitas vistas del sur, donde el color de las flores y la blancura de las paredes son deslumbrantes. Para que el niño y ella vieran las esbeltas fuentes de las que surgen acrobáticos surtidores. Las fortalezas moras, los palacios árabes. Los árboles frutales cargados a más no poder. Y el mar, línea azul que huye hacia otros horizontes. María nunca ha visto el mar. Salvo en las películas. Pero el que aparece en el cine o en la tele no es el mar que ve uno con sus propios ojos. El mar de las postales sí era como el que él veía. Creía que ellos también lo verían. La necesidad de dar noticias suyas era tan fuerte que, incluso, se permitió la fantasía de escribir unas palabras sobre una postal donde se veía a un señor de bronce con un libro bajo el brazo. Para mandársela a Fermín. Se imaginaba al cartero dejando la misiva sobre la tumba del amigo, entre el crucifijo y el ramo de crisantemos. Pero se preguntó qué podía contarle un vivo a un muerto. Él, vivo, a Fermín, muerto. Nada, se dijo. No hay palabras para traducir el fracaso. Se quedó con esa idea en la cabeza. Para otro día…, en cuanto la vida le enseñe a comunicarse con los muertos.

La esperanza de encontrar un buen trabajo se esfuma. Ya no va a Correos, donde la gente envía giros postales. Rellenan un impreso. Nombre y dirección de la mujer, de los padres, de un hermano. Preguntan: «¿Me indica dónde pongo la cantidad? ¿En números o en letras?».

Él nunca mandó ningún giro. No por indolencia, sino porque nunca consiguió ahorrar suficiente dinero para enviar una cantidad digna. Más vale que los suyos ignoren su estado, o que lo consideren desaparecido. ¿De qué sirve dar señales de vida? ¿Para decir que la gente que vive de rodillas, como él, no tiene salida?

Se sonríe. A pesar suyo. Se acuerda de una buena mujer que le ofreció trabajo al principio de su calvario. Era de noche, hará unas tres semanas. Estaba arrodillado bajo un magnolio, con su cartel delante. Aunque un poco apartado. Como si el desesperado mensaje y su persona no se conocieran. O como si se hubiera arrodillado cerca de un cartel que ya estaba allí. Por casualidad, más que por necesidad. Lo que evitaba la vergüenza. Una señora muy menuda se sentó en un banco, a su lado. Él la vio, a pesar de tener la mirada gacha. «Joven, ¿ese cartel es tuyo?» Levantó la cabeza. Dijo que sí. Colorado como un tomate. Temiendo que la mujer llamara a la policía. O que lo denunciara por ensuciar tan bonita avenida con su presencia de mendigo y su vergonzoso cartel. «Cuidado, muchacho; acércatelo, o alguien se lo llevará. Aquí lo roban todo, y más en las calles del centro.» La señora se levantó y le acercó el cartel para evitar cualquier confusión o peligro. Él le dio las gracias. La miró sin levantar demasiado la cabeza. Era una mujer minúscula. Traje de chaqueta gris perla tejido a mano, blusa azul marino de crepé estampada con mariposas multicolores. Cuello de corbata anudado sobre el pecho. Le sentaba muy bien; olía a lavanda. Sin embargo, era una mujer barbuda. La primera que veía. Unos pelos blancos y sedosos le crecían sobre las mejillas rosas, se extendían sobre la parte inferior de la cara componiendo un collar de ricitos alrededor del mentón. Se parecía a esas cabezas de mármol, con una barba muy cuidada, que se ven en los jardines públicos, pero en mujer. «Antes me afeitaba. Todas las mañanas, a la vez que mi marido. Pero ahora me tiemblan las manos y mi marido no me las puede sujetar, murió. Así que ahora me la riza mi peluquera. ¡Es una artista!» Él no supo qué contestar. Se sonrió. Sin duda de un modo muy raro porque ella añadió: «No, muchacho, no he trabajado en ningún circo. Ni en ninguna revista. Y no estoy loca. Tengo barba, nada más». Se volvió a sentar en el banco; él permanecía en silencio. Ella se inclinó hacia él y le dijo muy bajito: «Qué lástima que no nos hayamos conocido antes; te hubiera propuesto un trabajo. Retribuido, por supuesto, no me gusta que me hagan favores, que luego te pasas la vida eternamente agradecida y yo no tengo tiempo de estar eternamente agradecida a nadie. Era para mis alfombras y mis macetas. Por el verano. Enrollar las alfombras, guardarlas y sacar las plantas al balcón. Yo ya no tengo fuerzas para hacerlo. En fin, que le pedí a la portera que me buscara a alguien, y me mandó a su sobrino. Un muchacho estupendo; un poco lento: ¡tardó dos horas! Bueno, dos horas menos diez, pero le pagué las dos horas completas, bien pagadas, lo mismo que a una asistenta. ¿No te parece que se pasó un poco, un muchacho tan joven como él? No te vayas a pensar que me quejo, que no. El trabajo está hecho, y es lo que importa. Mira, si estás aún aquí a mediados de octubre, podrías hacer tú el mismo trabajo, pero al revés: desenrollar las alfombras, colocarlas en su sitio y meter dentro las macetas. Te supondría dos horas menos de calvario. ¡En tu caso, dos horas de pie y bien pagadas merecen la pena! ¿Puedo contar contigo? Vale, vendré a buscarte. En su momento. Ahora, me tengo que ir. Lo siento, pero no puedo darte ni siquiera una moneda, siempre salgo con los bolsillos vacíos para no tentar al demonio. Vigila el cartel. Es muy bonito. ¿Lo has escrito tú? Un texto precioso. Anima a la caridad. Fíjate, mientras hablábamos, tres o cuatro personas han estado a punto de llevarse la mano al bolsillo, pero como nos han visto de charla, habrán pensado que no era el momento. ¡Una pena! Pero ya volverán a pasar. Vale, me voy. ¡Buena suerte!».

La vio alejarse, dando saltitos (¡un pajarillo!), con toda la dignidad patriarcal que le otorgaba la barba. Bueno, ya empezaba a ver luz al final del túnel: dos horas de trabajo remunerado para el próximo otoño, ¡menos da una piedra! Además, la minúscula barbuda lo había convencido de que pusiera el cartel en su sitio: a la altura de su humillación. Algo es algo.

Las horas pasan. Algunas monedas caen. Se siente como un toro ante la muerte. Porque hincarse de rodillas es la peor de las muertes. En fin…, hay que hacer de tripas corazón. No cuenta las monedas. No las mira. No las toca. Se lo aconsejó doña Ramona: «No manifiestes la urgencia de la miseria. Ni su avidez. Un pobre no tiene derechos. Ni siquiera el de calcular lo que vale la limosna». ¡Bien poca cosa son esas monedas! El dinero de la mendicidad pesa menos que el del trabajo. Ahora lo sabe. Y aún lo sabrá mejor mañana, pasado mañana, el mes que viene. ¿El mes que viene? ¿Puede otorgarse tan amplio margen de existencia? Habrá que ver.

Ahí, arrodillado, no es el mismo joven optimista que abandonó el pueblo dos años antes. Más alegre que unas pascuas. Dispuesto a conquistar el mundo. Ese ancho y generoso mundo donde lo esperaba un lugar que llevaba su nombre, para colocar en él a María y al niño. Un matrimonio que se ama no necesita demasiado espacio, y el niño puede vivir entre sus brazos, dormir acurrucado contra sus vientres. Modesta manera de calcular el espacio vital. Sí, iba en el tren. La persistente grisura de la cuenca minera se iba alejando, desaparecía sofocada por unas montañas coronadas con remolinos de nubes. Era la primera vez que salía del terruño. Una suerte darle la espalda a aquel recinto protervo, replegado sobre sí mismo, enroscado en la tribulación y el sufrimiento, el trabajo arduo, la muerte prematura. Ni siquiera los turistas se atrevían a aparecer por allí. En la discoteca, por ejemplo, nunca se veía a un extranjero. Todos, de una manera u otra, conocían la mina. Todos sabían quién bajaba a los pozos, quién construía los ataúdes. Quiénes cavaban fosas en los cementerios o decían misas. Todos vivían y morían por la compañía de explotación minera.

Él, sin embargo, logró esquivar aquel destino. No pudo hacerlo antes por culpa del servicio militar, pero al ser hijo de viuda tuvo la suerte de librarse. El capataz repetía la palabra suerte dándole palmadas en sus anchas espaldas de yerno. Él también estaba encantado. La muerte de Fermín lo echó todo por la borda. Comprendió que el pequeño, víctima de la mina encolerizada, nunca vería el mundo. Nadie escapaba de la trampa.

Con la nariz pegada al cristal de la ventanilla, parecía un crío que se ha fugado de casa: semblante misterioso, mirada ardiente, boca cerrada. Un mundo a su medida se iba perfilando en el horizonte. Un nuevo mundo donde podían vivir los suyos y la memoria de Fermín, arrancándosela al cementerio minero donde la enterraron.

¡Maravilloso viaje que lo llevaba a la conquista del mundo! Un tren rápido con dirección al sur, al sol, que lo alejaba del frío norte, donde la mina acechaba a sus presas. Largas distancias. Mil veces las había contemplado en el mapa, preguntándose si algún día podría recorrerlas. Y ahí estaba, por fin, sentado en un magnífico tren que devoraba los kilómetros a dentelladas. Aún no era libre, pero sentía la libertad rondando a su alrededor como un perro que quiere intimar, ofrecer su afecto, su nobleza. El paisaje pasaba a toda velocidad. Cada vez menos abrupto. Adquiriendo poco a poco la morbidez de la llanura. Tierras soleadas, donde el color verde escaseaba: manchas imprecisas, gavillas compactas. Cultivos de cereales, sin duda; pequeñas arboledas. Él no sabía. Lo ignoraba todo sobre las plantas. Fermín se lo podía haber explicado. Ambos nacieron en tierras de hayas, castaños y pinos. El sol los alumbraba apenas. Y en contadas ocasiones: dos meses al año. Pero Fermín vivía con un libro entre las manos, y le podía haber enseñado un montón de cosas sobre el sol. Él, sin embargo, sabía leer en la velocidad y la frialdad del viento, en ese nudo de vísceras torturadas que es un cielo nublado; calcular el espesor de la nieve en la montaña por las turbulencias del torrente; predecir una nevada husmeando la borrasca o interpretando el grito de las rapaces. Pero ¿qué podía decir él del sol? Ahora lo veía, sábana de luz, cubriendo la paja amarillenta, los pardos barbechos, sin saber precisar si se mantendrá hasta la noche o si pronto será desalojado por la carga repentina de un ejército de nubes cayendo en picado de las lejanas cumbres. Pensó: «Tengo que escribirle todo esto a mi niño. Una postal llena de sol. Que sepa que hay lugares donde es así todo el año, para que le guste viajar». Tenía mucho tiempo por delante. El niño no sabría leer antes de cuatro años, en el mejor de los casos. Y a María no le interesaba mucho aprender cosas nuevas. Ni a ella ni a los demás. El capataz quería una hija maestra, pero al suspender el último curso de la escuela, decepcionó las ambiciones del padre, que soñaba con oponer los conocimientos de la hija a la ignorancia de la madre (puta, según decían, aunque nadie la viera ejerciendo). María sabía leer y escribir. Con eso bastaba. Leía todos los domingos el periódico local ante un padre atento y sus amigotes maravillados, a cuál más tullido. El capataz afirmaba que su hija llegaría lejos; sí, señor. Él se apretaría el cinturón para mandarla al instituto y luego a la Escuela Normal. De allí saldría con su flamante título de maestra; sí, señor. Digna profesión que ejercería en el pueblo. Sí, señor. Un porvenir imaginario que iba floreciendo en la mente del capataz hasta el nefasto día en que la chica le anunció que creía estar embarazada. ¡Su hija no había cumplido los diecisiete años y ese cabrón (él), que la acompañaba a casa de noche, había conseguido que se abriera de piernas! ¡Maldita sea! No era cuestión de tomarla con la niña. La semana anterior había tenido una conversación acalorada con la maestra. Según ella, María no era el pequeño genio que él creía, sino una chica del montón, que apenas sabía leer, escribir y las cuatro reglas. ¡Qué le vamos a hacer! Al menos será una buena esposa. ¡Pero no la de un don nadie! Y ahora venía con que estaba embarazada… ¿Para qué sirven los sacrificios de un padre? Tampoco podía enfadarse con el sinvergüenza ese que la había roto; él, pobre desgraciado tullido hasta las cejas, no tenía medios de partirle la cara, sin con- tar con que su rival, joven y cachas, no se iba a dejar. ¡Vaya mierda!

El maldito muchacho era huérfano. Imposible pedir explicaciones al padre, aunque sólo fuera para fijar la fecha de la boda. Esas cosas no se hacen con las madres. La madre de un joven en edad de casarse dice que una chica honrada no se deja penetrar por el primero que llega. ¡Donde las dan, las toman! Ella verá si ha perdido la virginidad y el honor. Que se lo hubiera pensado dos veces antes de decir «sí, corazón, ahí tienes mi tesoro». ¡Hoy a las chicas les importan un rábano la virginidad y el honor! Eso ya no se lleva. Al final, el tullido aceptó que el yerno entrara en casa. Bueno, tampoco era un mal muchacho. Todas las semanas, al darle un beso a su madre, le metía en el bolsillo algún dinero; el resto de la paga, se la daba a María. Escrupulosamente. Ella le compraba el tabaco, le daba unas monedas para sus gastos; tampoco se trataba de que el pobre no tuviera para tomarse un vino al salir del tajo. Pero él no bebía. A él sólo le importaban sus paseos con el hijo de Camila la Viuda. Sí, Fermín. El hijo único de aquel tipo al que mató la policía. ¿Cuánto hacía de aquello? Ah, sí, ya se acordaba…, su hija María estaba recién nacida, como el hijo del muerto. ¡Y ya tienen casi dieciocho años los dos! «Entonces, ¿esos paseos por los bosques solitarios de los alrededores?», preguntaba con mirada aviesa Sebastián, el desmandibulado. «¿Se van de caza o qué?» El capataz se encogía de hombros. «Todos hemos sido jóvenes», murmuraba. «A mi hija no le importa. Es su boda. Son sus cosas, no las mías. ¡A mí lo único que me interesa es que voy a tener un nieto!»

No, María no animará al niño a que viaje. Había conseguido un par de veces llevarla a la discoteca. En autoestop. María, Fermín y él. Una hora de paciencia para unos treinta kilómetros. Había empezado a soñar con una moto, con un coche. Un coche de segunda mano, puntualizaba, para no asustar a Fermín, que se ponía de mal humor con esas salidas en trío. Se agarraba a lo que fuera para contradecirlo. Peor: para ponerlo en ridículo delante de la chica. María los calmaba un poco, dejando claro que a ella tampoco le gustaban esas salidas. Al verse reflejada en los espejos de la discoteca, decía que parecía tonta, contoneándose como una marioneta en medio de aquel gentío. Se salía de la pista. Ellos la veían sentada, muy digna, bebiendo una Coca-Cola a sorbitos. Fermín y él se quedaban bailando juntos. A nadie le importaba el sexo de la pareja de baile, quién bailaba con una chica y quién con un chico. A Fermín eso no le gustaba nada. Pero el mayor le mandaba una preciosa sonrisa para tranquilizarlo. ¡Que servía de bien poco! El chico dejaba de bailar y se sentaba en un taburete, cerca de la barra. Ese gesto de independencia lo sacaba de sus casillas. La noche se había ido al traste. La maldita barra representaba para él la libertad total del celibato. Fermín conversaba con otros chicos (otros tíos, pensaba), hacía nuevas amistades. Unos tipos más avispados que él, que saben hablar de libros, de política. Al chico le brillaban los ojos cuando se abordaban esos temas. Su mirada rutilaba como un trozo de antracita alcanzado por la luz en el fondo de un pozo. ¡Eran fuegos artificiales! Si por desgracia los ojos de Fermín enganchaban otra mirada del mismo calibre, entraba en pánico por si se distanciaba de él. Y amaba esa mirada con pasión, no sabía decir por qué. ¿Quizás porque recibió su luz en un momento divino, gozando por primera vez dentro de su amigo? Hasta entonces, sólo habían tenido tocamientos, más o menos atrevidos, que concluían en orgasmos fulminantes. Se los imponía al pequeño casi a la fuerza. Pero aquel día… Fermín consintió por fin. Incluso le permitió contemplar su blanca desnudez, tan secreta, tan pura que le cortó la respiración. La mirada del chico se había enganchado a la suya, y era de fuego. ¡Una hoguera! No soportaba verlo beber cerveza calentona en la barra, entre tantos tíos apelotonados. Le dijo a María: «Voy a ver lo que trama aquél». La muchacha le contestó: «¿Qué quieres que trame? Se está bebiendo una cerveza lejos del ruido, como haría cualquiera». «Si el ruido te molesta, nos vamos.» «Vale, ve a buscarlo.» «No tengo por qué ir a buscarlo. ¡Nos vamos tú y yo! Él que se quede. ¡Hasta el día del Juicio si le apetece!» María se levantó. Más rápida que la cabeza de una cobra, pensó él. Ya en la calle, María le dijo: «Vamos a coger un taxi, que quiero volver a casa». «¡Que se quede ahí el gilipollas ese!», exclamó él, y se puso a charlar con la chica en el coche. Por una vez, ella no se lo tomó a mal. Se detuvieron en la entrada del pueblo, se colaron en una casa abandonada. Estrechó a María entre sus brazos, la pegó contra una pared, la hizo suya. Ella chilló, pero sólo un instante. Como un grito que se corta en seco. A él le asustó un poco ese grito, pero su acto lo embriagó de alegría. Una alegría inmensa. Pensó: «Ya está. Todo ha terminado entre Fermín y yo. Empieza una nueva vida. De todas formas, tendré que explicárselo. Será fácil». «Hombres y mujeres están hechos para complementarse, para completarse», le dijo al día siguiente, al salir de la mina. «Deberías probarlo. Es suave y sedoso. Así que no hablemos más: dentro de quince días, en cuanto cobremos, te llevo a una casa de putas. Y no te preocupes, yo te enseñaré. Es mucho más fácil de lo que parece. Sus agujeros están hechos para nosotros, los hombres. A medida. Dan ganas de quedarse dentro toda la vida.» No paraba de hablar. No pensaba si tal explicación sonaba bien o sólo era un pretexto para mostrarse cruel. Y seguía hablando. Sin parar. «Mira, llega un momento en que uno entiende que lo que hace con un tío, contigo, por ejemplo, es algo provisional. Un recurso de sustitución. ¡De verdad, no te puedes imaginar lo bien que se está dentro de una chica!» Fermín callaba. Su negra mirada se había apagado. Por su parte, él no tenía demasiadas ganas de reunirse con María. Quería que Fermín comprendiera. Que lo aceptara. O que se lo echara en cara. Pero ni lo uno ni lo otro. Más tarde, Fermín se desprendió brutalmente de su cuerpo cortándole el orgasmo, con la ferocidad de quien degüella a alguien. ¿Por qué se empeñaba en que su amigo legitimara una relación que sólo los incumbía a él y a su novia? Esa palabra, novia, quebrantó su vínculo con Fermín.

María no se hubiese atrevido a emprender ese viaje. Era un cambio de vida que ella se negaba a considerar. Su vida le gustaba, siempre le había gustado. Vida pueblerina de límites bien establecidos, de la cuna al ataúd. Sin sorpresas. Ni siquiera la muerte prematura la impresionaba: ya está prevista en el orden del día en cuanto se abraza el siniestro sacerdocio de la mina.

Tampoco se había opuesto a que él realizara el viaje. Comprendía que era preciso buscar otro trabajo, incluso otra vida. A menudo hablaban en la tele de la lacra del paro; de la movilidad, tan necesaria para mantenerse a flote. Pero, sobre todo, la muchacha sentía que la muerte de Fermín era, para su marido, causa de desasosiego. Desde las entrañas, a él le subía un vómito de ansiedad que le quitaba el sueño, que lo hacía sudar a chorros. Sólo se curaría yéndose lejos de la mina. Lo más lejos posible. Y si encima conseguía un trabajo en condiciones, mucho mejor. Volvería a dormir tranquilo. Y ella también. Y el niño. Le dijo: «No te preocupes por nosotros. Nos apañaremos. Piensa en ti».

Veía pasar la interminable fila de álamos con sus penachos compactos, como los de los caballos fúnebres. A Fermín le gustaban esos árboles. Siempre temblando como cachorrillos. Fermín decía que los álamos tienen el poder de multiplicar el viento. Y es verdad: aunque no se note el menor atisbo de brisa, esos gigantones se las apañan para que parezca que una corriente de aire pasa a través de ellos, se muestran vivos y animados cuando todo duerme o languidece a su alrededor.

Fermín debería haber viajado; sabía tantas cosas que merecía salir del pueblo. ¡Ay, cuánto había cambiado durante aquellas semanas en que dejaron de verse! Para contactar de nuevo con él, tuvo que bajar al pozo en el turno de noche. Excusa: hacer horas extraordinarias. Para los gastos de la boda. Funcionó. Se encontró junto a Fermín sin que éste pudiera evitarlo. Le hizo varias preguntas: ¿por qué habían dejado de verse? ¿Qué le había hecho él para que lo despreciara como si fuera un cabrón? Había decidido casarse con María, vale, ¡pero eso lo tenía claro desde el colegio! No le había ocultado su atracción por ella. Nunca. Ni siquiera su amor. Además, joder, tenía derecho a fundar una familia, como todo el mundo. Por cierto, que contaba con él…, ¡sí, con él…!, para la boda. De padrino. Era al único que quería. Si Fermín se negaba, estaba dispuesto a anularlo todo. «A ver, piensa en el montón de gente que va a sufrir por tu culpa: ¡yo, María, el niño que espera! Si el niño no es tuyo es porque no estás hecho como las chicas; que si no, me habrías dado un heredero tiempo ha. Entonces, ¿de qué te quejas? ¡Yo necesito ser padre! ¡Y la única forma de conseguirlo es embarazar a una mujer!» Fermín le dijo: «¿Por qué no nos vamos? ¡Vámonos del pueblo! ¡No quiero que la mina nos mate!». Entonces supo que el chico iría a la boda.

El único viaje que hizo Fermín fue al cementerio. En una caja de pino, donde meten a los que liquida la mina. Si mueres en tu cama, madera barnizada; si te matan, un cajón de tres al cuarto. ¡Qué injusticia! Pero tampoco hay que esperar que la vida sea justa. Si lo fuera, hace mucho tiempo que este mundo sería un paraíso. Y no lo es. Es sólo un lugar más o menos habitable donde cada uno se las apaña como puede. Más bien mal, a juzgar por lo que veía a su alrededor. Claro que luego están los jefes, los poderosos, que sacan de la vida un provecho excesivo, pero son tan pocos que casi no cuentan. Cuando pensaba en la vida, era en la de la gente que parece no tener derecho a vivir. Pero que, a pesar de todo, vive.

Hoy es el sol el que le roba su sombra. En el cénit, cae como una lluvia de fuego, plúmbea, ardiente, y no parece tener prisa por proseguir su camino. Plantas y pájaros resisten la avalancha, ¿por qué no él? Es joven. Fuerte. Puede permanecer el tiempo que haga falta sobre esa parrilla estival y mostrar que, dentro de ese último recurso que es la mendicidad, no ha elegido lo más fácil: puertas de iglesias o terrazas de cafés. ¿Le importa mucho que la gente reconozca su espíritu de sacrificio, su aversión a trampear con la vida? No lo sabe. Tiempo ha tenido en dos años de pensar en ello, pero no lo ha hecho. Se deja llevar. Los envites del destino son tan duros que no tiene fuerzas para resistirse. Se deja arrollar. Ya sólo le falta la caída en picado. Lo que algunos llaman el salto al vacío. Pero ¿piensa en María y en el niño?

Sí, es mejor que María no haya querido irse con él, que Fermín haya muerto. Si se hubiesen ido juntos en busca de una vida mejor, estarían ahora sobre una de esas mantas que venden en el rastro, tres mendigos abatidos con un crío: cuatro miserias, como los indigentes de las ciudades, que se cobijan en las marquesinas de los bancos, en las bocas del metro. Ésos ya no tienen nada. Ni familia. Ni techo. Ni derechos. La vida los abandonó en mitad del camino y la muerte aún nos los ha reclamado. A la muerte le importan un carajo. Tiene otras cosas más importantes en las que pensar: guerras, hospitales, droga, crimen; y esos niños sin carne que vemos en los periódicos, barriga hinchada, labios comidos por las moscas. Sí, ellos cuatro hubieran sido una familia olvidada, una de tantas, viva pero humillada, gentes a las que la muerte repudia, castigo de una sociedad culpable, evidencia del fracaso, tumor maligno. De modo que más vale que lo suyos se queden donde están: en la muerte, en el olvido.