El hombre corzo - Geoffroy Delorme - E-Book

El hombre corzo E-Book

Geoffroy Delorme

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Beschreibung

Desde muy joven, Geoffroy Delorme tuvo dificultades para relacionarse con sus semejantes. Sus padres decidieron sacarlo de la escuela, así que el pequeño continuó sus estudios en casa. Pero no muy lejos de su hogar había un bosque que no dejaba de llamarle. A los diecinueve años, no pudo resistir más la llamada y se lanzó a vivir con lo mínimo en las profundidades del bosque de Louviers, en Normandía. Comenzaba para él un largo y arduo aprendizaje. Un día, descubrió un corzo curioso y juguetón. El joven y el animal aprendieron a conocerse. Delorme le puso un nombre, Daguet, y el corzo le abrió las puertas del bosque y su fascinante mundo, junto a sus compañeros animales. Delorme se instaló entre los cérvidos en una experiencia inmersiva que duraría siete años. Vivir solo en el bosque sin una tienda de campaña, refugio o ni siquiera un saco de dormir o una manta significaba para él aprender a sobrevivir. Siguiendo el ejemplo del corzo, Delorme adoptó su comportamiento, aprendió a comer, dormir y protegerse como ellos, aprovechando lo que el humus, las hojas, las zarzas y los árboles le proporcionaban. Y así, fue adquiriendo un conocimiento único de estos animales y su forma de vida, observándolos, fotografiándolos y comunicándose con ellos. Aprendió a compartir sus alegrías, sus penas y sus miedos. En El hombre corzo, nos lo cuenta con todo lujo de detalles.

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Prólogo

¿Hombre o mujer? Hace ya mucho tiempo, mis ojos perdieron la facultad de discernir esa clase de detalles a más de treinta metros. ¿Qué es eso? ¿Un animal brincando a sus pies? ¡No, por favor, un perro no! Tengo que detenerlos antes de que mis amigos huyan de él.

Al igual que ellos, me he convertido en una criatura muy territorial. A todo aquel que entra en mi territorio lo considero un peligro potencial. Tengo la impresión de que viola mi intimidad. Mi perímetro consta de un radio de cinco kilómetros. En cuanto diviso a alguien, lo sigo, lo espío, averiguo todo lo que puedo sobre él. Si regresa a menudo, hago lo que sea para echarlo.

Salgo del sotobosque decidido a impedir el avance del paseante. Un penetrante olor a violeta azucarada me invade las fosas nasales. Debe de ser una mujer. Mientras subo por el estrecho sendero, caigo en la cuenta de que llevo meses sin dirigir palabra a un ser humano. Hace siete años que vivo en el bosque y ya solo me comunico con los animales. Durante los primeros años, solía hacer viajes de ida y vuelta entre la sociedad humana y el mundo salvaje, pero, con el tiempo, he acabado completamente alejado de eso que llaman «civilización» para volcarme en mi verdadera familia: los corzos.

Conforme avanzo por el sendero forestal, vuelvo a sentir emociones que creía completamente borradas de mi existencia. ¿Qué aspecto tendré? ¿Y el pelo? Llevo años sin peinarme, cortándomelo a ciegas con unas pequeñas tijeras de costura. Por suerte, no me crece la barba. Algo es algo. ¿Y la ropa? El pantalón agrietado por la tierra podría sostenerse en pie, como una escultura. En fin, al menos hoy está seco. Al principio de la aventura, a veces me daba por buscar mi reflejo en un espejo de bolsillo que guardaba en una cajita redonda, pero, con el tiempo, el frío y la humedad, el espejo fue ennegreciendo y, a decir verdad, ya no sé qué aspecto tengo.

Es una mujer. Debo ser amable para no asustarla. «Pero no bajes la guardia, nunca se sabe». ¿Cómo empezar? «Buenos días», sí, «buenos días» está bien. No, mejor «buenas tardes». Ya está declinando el día.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes.

01

De pequeño, bien abrigado en las aulas de la escuela, voy descubriendo las bases de mi futura vida humana —aprendo a leer, escribir, hacer cuentas y comportarme en sociedad— y me dejo llevar fácilmente al contemplar, a través de la ventana, la nobleza del mundo salvaje. Observo los gorriones, los petirrojos, los herrerillos, todos los animales que se inmiscuyen en mi campo visual, y empiezo a apreciar así la suerte de esas pequeñas criaturas por disfrutar de semejante libertad, mientras yo estoy encerrado en el aula con otros niños, los cuales, al parecer, sí se encuentran a gusto. Yo, en cambio, desde la altura de miras de mis seis años, aspiro a esa misma libertad que observo. Calibro, por supuesto, la rudeza de la vida salvaje, pero la observación de tal existencia, simple y serena aunque peligrosa, hace germinar en mi interior una actitud amotinadora contra esa visión humana en la que, presumo, quieren encerrarme. Cada día que paso frente a la ventana del fondo de la clase me aleja un poco más de los valores llamados «sociales», mientras que el mundo salvaje me atrae como un imán a una brújula.

Un día, poco después del comienzo del curso escolar, se produce un incidente que, aunque banal en apariencia, cristalizará ese germen de rebelión. Una mañana, al llegar a clase, me entero de que está previsto realizar una salida a la piscina. Como soy temeroso por naturaleza, enseguida empiezo a preocuparme. Al llegar a la piscina, me quedo paralizado. Es la primera vez que veo tanta agua, y, como no sé nadar ni lo he intentado nunca, me invade un miedo instintivo. Los otros niños parecen muy tranquilos, pero yo no dejo de apretar los dientes. La monitora, una mujer pelirroja de rostro alargado y severo, me ordena tirarme al agua. Yo me niego. Se le crispa el rostro, se le endurece el tono y, de nuevo, me ordena meterme en el agua. Vuelvo a negarme. Entonces, se me acerca a paso firme y militar, me agarra de la mano y me lanza a la piscina con violencia. Inevitablemente, empiezo a tragar agua y, como no sé nadar, me hundo. Entre gestos desesperados, veo a mi verdugo tirarse y venir hacia mí. Presa del pánico, estoy convencido de que quiere matarme. Mi instinto de supervivencia me empuja a conseguir lo impensable. Como un perrito, nado hasta el centro de la piscina y me sumerjo para pasar bajo la cuerda de seguridad que me separa de la piscina grande con la esperanza de llegar al borde opuesto. Una vez alcanzado, trepo escalera arriba y, con las fuerzas que me quedan, corro a refugiarme en los vestuarios. Me pongo el pantalón y la camiseta. Al salir del agua, la monitora me busca por todas partes. Por el sonido de sus pasos en el suelo húmedo, sé que está atravesando el pasillo entre las pequeñas cabinas, dispuestas a ambos lados. Estoy encerrado en la tercera de la izquierda. Abre la primera puerta, que se cierra de un portazo. Siento el corazón a punto de estallar. Abre la segunda puerta, que se cierra con el mismo portazo. El escándalo infernal me lleva a pensar que está derribando cada puerta que encuentra a su paso. Aterrorizado, empiezo a reptar por el suelo, de una cabina a otra, deslizándome por el espacio que queda entre la pared y el suelo. Al llegar al final de la hilera, aprovecho unos segundos en los que ella examina el interior de una cabina para cruzar al otro lado y, así, sin hacer ruido, llego a la salida. Cuando por fin estoy fuera, bajo la calle a toda prisa, corriendo sin parar, con la mirada borrosa por las lágrimas y el cloro, hasta que un señor de aspecto familiar me detiene, me toma de la mano y me pide que vaya con él. Es el chófer del autobús. Me ha visto salir solo y ha tenido la sensatez de seguirme calle abajo. Entre hipidos, le explico lo que ha pasado, por qué no quiero volver a la piscina nunca más. Su voz y sus palabras consiguen tranquilizarme un poco. Cuando la pequeña epopeya llega a su fin y la maestra se entera de que ya me han encontrado, me siento al fondo del autobús solo, escrutado por los profesores y compañeros, como un animal salvaje y peligroso al que hay que vigilar. Tras este incidente, abandono la escuela. A partir de ahora seguiré escolarizado en casa gracias al Centro Nacional de Educación a Distancia (CNED).

Mi rutina consiste en pasar el día solo, en mi habitación, aislado del mundo exterior, sin compañeros ni profesores. Por suerte, dispongo de una gran biblioteca llena de tesoros literarios (Nicolas Vanier, Jacques Cousteau, Dian Fossey o Jane Goodall, entre otros) que narran los secretos de la naturaleza y la vida salvaje. También devoro las obras de divulgación científica que encuentro (La nature jour après jour [La naturaleza día a día], La loi du plus fort [La ley del más fuerte], Copain des bois [Compañero del bosque]…). Una mina de preciada información que intento aplicar a mi propio ámbito, el jardín. Un manzano, un endrino, un cerezo, hayas, arbustos de berberis, cotoneaster, espinos de fuego, unos cuantos rosales…, todo un mundo alrededor de la casa con el que matar el aburrimiento. El mantenimiento de toda esa vegetación enseguida se convierte en mi principal evasión.

Una mañana, descubro un nido de mirlos en el haya que crece frente a mi habitación. Ante semejante descubrimiento, mi cerebro infantil asume un mandato ineludible: debo cuidar de ellos. Empiezo a hacer guardia, vigilando el haya a todas horas para espantar a los gatos, atraídos por el olor de la presa fácil. Día y noche, cuando la vigilancia de los adultos se relaja un poco, abro la ventana de mi habitación y me deslizo al exterior tan sigilosamente como un felino, para enterarme de las novedades que conciernen a mi pequeña y plumosa familia. A fuerza de verme rondando, parece que se han acostumbrado a mi presencia. Les doy de comer migas de pan, lombrices o insectos que dispongo en un platito. Los padres acuden a picotear y se lo dan a los polluelos. Cada día que pasa, me gano un poco más su confianza. Ahora ya puedo subirme al haya para observar cómo pían los pequeños, hasta situarme a apenas veinte centímetros de ellos. Cuando, por fin, llega el momento de abandonar el nido, el padre sale primero. Los polluelos saltan tras él y caen al suelo. Tengo la impresión de que quieren presentarse. Mi corazón de niño de nueve años bate a toda prisa. Para inmortalizar mi primer contacto con la vida salvaje, hago una foto de las crías y se la envío a la señora Krieger, mi tutora a distancia.

Cada vez que paseo por los alrededores de la casa, avanzo un poco más en la exploración. Detrás del haya está la alambrada, que tiene un agujero abierto; seguramente han sido los zorros. Me deslizo por ahí sin problema, en busca del campo lindante y las promesas de aventura que lo acompañan. Al principio, en mitad de la noche apenas iluminada por la luna, la sed de libertad se mezcla con el temor, el ardiente instinto de pequeño aventurero siempre refrenado por la prudencia del niño bueno y amable. Pero la atracción irresistible de la naturaleza rápidamente inclina la balanza hacia el lado de la vida salvaje, cuyo terreno despierta mis sentidos por completo. Concentrado en mis pasos, observo la topografía y las características del suelo. Al atardecer, el tacto sustituye a la vista y mi cuerpo reconoce el terreno hasta recorrerlo con los ojos cerrados. Es exactamente el mismo proceso de memorización que se pone en marcha cada vez que despertamos en la oscuridad y sabemos dónde se encuentra el interruptor, pero en plena naturaleza. También los olores cambian. Por ejemplo, las ortigas huelen mucho más fuerte de noche. Incluso la tierra exhala un aroma distinto. Cuando empiezo a olfatear los húmedos efluvios de la charca de Petit-Saint-Ouen, sé que el paseo está a punto de acabarse. Si avanzo un poco más, me topo con la casa del guarda forestal. Más allá se extiende el bosque, lo desconocido. Los chotacabras vuelan en círculo sobre mi cabeza, y en su vuelo emiten un curioso zumbido, ronco y monótono. Ya no tengo miedo. Estoy a gusto.

En el fondo de mí mismo, late un instinto de libertad que me lleva a escaparme en cuanto veo la ocasión, y una sola regla merece mi respeto: la de la naturaleza. No rompo ni una rama, ni siquiera muerta. Me invento rituales cada vez más complicados que rozan el absurdo. Cuando encuentro un árbol muy alto, nunca lo rodeo por la izquierda, pues, por alguna inexplicable razón, creo que los acontecimientos que estoy a punto de presenciar serán más numerosos e importantes al rodearlo por la derecha. Así voy construyendo mi imaginario, mi espiritualidad, mi relación con la naturaleza, tan documentada y razonada como impregnada de misticismo infantil.

El bosque de pinos. Tenía por costumbre venir aquí cuando arreciaba una tormenta. Los pinos cortaban el viento de manera muy eficaz, de modo que se instalaba un microclima que aumentaba la temperatura un par de grados. Con las piñas y agujas de pino del suelo podía encender fuego fácilmente.

Hace ya tiempo que un zorro viene a dormir bajo un frondoso árbol de nuestro jardín. Una noche de invierno, decido seguirlo campo a través. Al llegar a la casa del guarda, observo cómo sigue su camino con un ligero trote. Ha llegado la hora de sumergirse en lo desconocido. Un centenar de metros más adelante, en la linde del bosque, el zorrillo me desvela la entrada a su madriguera. Nunca me he aventurado a alejarme tanto de mi habitación. El viento que sopla, siempre del mismo lado, me trae los olores de los campos. La penumbra, de repente, se vuelve más espesa. También cambian los sonidos. Los nuevos ruidos se vuelven innombrables, pues la vida está ahí, en la profundidad del bosque. Me adentro unos cuantos metros, justo a tiempo para sentir el ligero escalofrío de adrenalina que suscita el misterio, antes de dar vuelta atrás. En realidad, no hay nada que temer. El peligro nunca procede del bosque, como bien saben los animales. Del campo sí hay que desconfiar. El bosque es fascinante y seductor. A partir de esa noche, cada vez me adentro un poco más, siempre con cuidado de no apresurarme. Hasta que una noche me topo de bruces con un ciervo. Suelo escuchar sus bramidos al final del verano, pero nunca he tenido el coraje de acercarme a ellos. A mis diez años, los bramidos roncos en mitad de la noche me resultan demasiado intimidatorios. Este encuentro inesperado también me paraliza. El pesado cuerpo a menos de diez metros, el suelo vibrando a cada paso que da, el poder que exhala semejante criatura me cautiva. Debe de oírseme el latido del corazón a cientos de metros a la redonda. De repente, se vuelve hacia mí y empieza a gruñir con voz ronca. Por todas partes, las hembras responden con un timbre ligeramente más grave, aunque igual de potente. A cada gruñido, siento vibrar mi caja torácica, como las frecuencias más bajas de un aparato de música. Finalmente, el ciervo da media vuelta. Yo hago lo mismo para que sepa que no he venido al bosque por él. Y así, nos alejamos como dos seres cuyo encuentro han provocado los meandros del bosque. Esa noche, al deslizarme sigilosamente entre las sábanas, me doy cuenta de que el ciervo me ha dado la más bella lección de mi corta vida: los animales no quieren hacerme ningún daño. Tengo ganas de volver al bosque, pero hace falta paciencia: el mundo salvaje no se abre al recién llegado.

Desde entonces, cada vez que la casa se sume en el silencio nocturno para dormir, salgo por la ventana de mi habitación, me deslizo por el haya de los mirlos y atravieso la alambrada y el campo de los chotacabras para adentrarme en la penumbra de los grandes árboles y el hervidero de animales. Los zorros, los primeros en guiarme hasta allí, me descubren a sus vecinos de madriguera: los tejones. Al levantar la vista, descubro a las lechuzas y los búhos. Ay, si existe algún animal temible en el bosque, ese es, sin duda, el búho. Un predador silencioso que no teme nada ni a nadie. Entre el permanente murmullo del bosque, nunca se lo oye volar y, si despertamos su curiosidad, no vacila en situarse lo más cerca posible de donde estemos. La primera vez que me cruzo con un búho, quedo profundamente impresionado por las escenas dantescas que presencio, dignas de Parque Jurásico. El animal, sin que yo me percate, acude a posarse en una rama a menos de dos metros de mí. De repente, sin avisar, lanza su «uh-uh». Doy un brinco hacia atrás y tropiezo con una raíz para acabar con los brazos y las piernas en el aire, los ojos como platos y el trasero lleno de barro. La vida nocturna es palpitante: muchos animales pequeños y grandes se consagran a sus tareas cotidianas bajo el abrigo del bosque. Algunos de ellos parece que nunca descansan. Es el caso de las ardillas, a las que veo pasear por mi jardín de día y correr incesantemente, de aquí para allá, durante la noche. ¿Cuándo encontrarán un momento para dormir? La cuestión llega a obsesionarme hasta que caigo en mi error. Tras hojear un libro muy bien ilustrado sobre el mundo silvestre, comprendo que los pequeños roedores hiperactivos que observo de noche no son ardillas, sino lirones, cuya cola, pequeña y espesa, me inducía al error.

Todos esos elementos de mi infancia están ahí para decirme que la vida salvaje me espera en alguna parte y, cuando consiga liberarme del yugo de las obligaciones humanas, el bosque estará ahí para acogerme. Creo en esa profecía tan firmemente que a veces me duermo con los puños apretados, rezando para convertirme en zorro durante la noche, de modo que por la mañana, al abrir la ventana, pueda huir trotando hacia la inmensidad silvestre que tantas veces me hace soñar. La realidad, sin embargo, es mucho menos emocionante. Vivo prácticamente solo, sin amigos ni compañeros de clase, sin vacaciones ni salidas escolares y, al margen de las escapadas nocturnas, siempre estoy sentado al escritorio, estudiando por correspondencia con profesores que viven en el otro extremo de Francia; o, si no, paso las horas entretenido con la bicicleta, dando vueltas por el jardín. Las pocas veces que me dejan salir, por ejemplo, para comprar, charlo un rato con los comerciantes del pueblo, que siempre me preguntan por la razón de mi estudio en casa. A todos les contesto que ya me va bien así, pues, aunque en el fondo sé que algo no acaba de encajar, no tengo modo alguno de compararme con otros niños.

La verdad es que esa vida que me viene impuesta se convierte, con el paso del tiempo, en un calvario mortal. Así, a los dieciséis años decido pasar no solo las noches, sino también los días en el bosque. El día de los exámenes de bachillerato alcanzo el paroxismo de mi actitud rebelde y decido hundir el buque de mi escolarización lanzando la hoja de la convocatoria a un campo de maíz. En los últimos años, he descubierto mi pasión por la ilustración naturalista y me gustaría orientar mi aprendizaje hacia el dibujo. Pero, para ello, me piden que estudie Gestión y Comunicación Comercial. No comprendo siquiera el significado de esas palabras. Finalmente, cansado ya de luchar, me avengo a seguir un curso de ventas cuyo premio de consolación es otro curso de fotografía por correspondencia. Mi pasión por la fauna salvaje sigue intacta, pero estoy decidido a hacer algo con ella. Conforme avanzo en mis escapadas al bosque, voy tomando conciencia de que los animales salvajes ya reconocen mi olor, mis posturas, mis actitudes, y me aceptan en su entorno como un elemento más del paisaje que los rodea. Para ello, empleo mucho tiempo, días y semanas enteras en el bosque, bajo el pretexto de hacer un trabajo para el curso de fotografía. Cuando regreso a casa, me dicen que eso no es un oficio, que no puedo vivir de algo así, pero el dinero no es una de mis prioridades. Yo busco la estabilidad moral. Vivir el momento presente, a imagen y semejanza de los animales del bosque, me devuelve al lugar que realmente ocupo en el orden de todas las cosas. Los animales me enseñan que cuanto más pienso, más me atrapa la sensación de peligro. Los problemas pasados o las incertezas del futuro, así como la voluntad de controlar el presente sin soltar lastre, me consumen poco a poco. En cambio, observar la naturaleza que me rodea para impregnarme del mundo salvaje despierta mi mente de incontables maneras y me otorga lucidez.

Hace ya unos meses que no soy consciente del paso del tiempo, de las horas y los días en el bosque. Mi vida es ahora más intensa y siento aún más la dicha, la fascinación y la serenidad. Aun así, no pierdo el sentido de la realidad. Con el fin de no sumirme en la indigencia, hago algunos trabajos de fotografía deportiva para publicaciones locales, lo cual me permite comprar comida y ropa. Pero claro, nadie cree en mí y carezco de toda clase de apoyo moral. Intentan engatusarme con la idea de que la «manada» me protege, que yo solo no sobreviviré por mucho tiempo. Sin embargo, cuanto más intentan retenerme, más se van deshilachando los lazos, hasta que un día sobreviene la ruptura. Está decidido: me marcho al bosque. Hay una fábula de Jean de La Fontaine que describe con bastante precisión lo que siento en ese momento. La fábula se titula El lobo y el perro y he aquí su relato:

Esto era un lobo tan flaco que no tenía más que piel y huesos, tan vigilantes andaban los perros de ganado. El lobo se encontró con un mastín fuerte y lustroso, bello y rollizo, que por despiste se había extraviado. Atacarlo y despedazarlo, de buen grado lo habría hecho el señor lobo; pero había que librar batalla y el mastín era recio para defenderse con osadía. El lobo lo abordó con toda humildad, colmándolo de halagos y cumplidos por su admirable gordura.

—Si no estáis tan lucido como yo, es porque no queréis —aseguró el perro—. Haríais bien en abandonar el bosque y a los vuestros que en él se guarecen, siempre miserables, desdichados y muertos de hambre. Nunca un bocado seguro, siempre encomendados a la fortuna. Si me seguís, tendréis un mejor destino.

—Y, para ello, ¿qué habría de hacer?

—Nada, salvo atacar a los pordioseros y los que llevan garrote, festejar a los de casa y complacer al amo. Así, él os compensará con buenos bocados, sobras de pollo y pichones, por no hablar de las caricias.

El lobo ya imaginaba una felicidad llena de ternura y, de camino a la casa, siguiendo al perro, reparó en su cuello pelado:

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Nada.

—¿Cómo que nada?

—Bah, poca cosa.

—Pero… ¿qué es?

—Será la marca de la cadena a la que estoy atado.

—¿Atado? —preguntó el lobo—. Entonces, ¿no corréis libre por donde os viene en gana?

—No siempre, pero ¿qué importa?

—Tanto importa que de todos esos manjares nada quiero, y no querría a ese precio ni un tesoro.

Y dicho esto, el lobo echó a correr como alma que lleva el diablo, y aún sigue corriendo.

Para mí la moraleja de esta historia es la siguiente: más vale ser pobre y libre que rico y preso.

02

Mi expedición al reino silvestre se inicia en el mes de abril y, en ese momento, decido alimentarme, siempre que sea posible, de productos locales, siguiendo una dieta omnívora con tendencia vegetariana. No concibo vivir en un entorno en el que consumo esos mismos animales salvajes que lo habitan. No puedo dejar atrás mis valores humanos, por lo que soy sensible al respeto por el prójimo, por mucho que en la naturaleza abunden los depredadores sin otra elección que matar para alimentarse y sobrevivir. Para obtener comida en el bosque, lo primero que debo hacer es crear un territorio propio que concentre alimento y protección a un tiempo. Así, durante la primera época, me propongo reproducir la organización de las ardillas. Con los ahorros de mis trabajos fotográficos, compro unas latas de conserva, agua potable y un montón de herramientas que creo necesarias para sobrevivir en un medio más bien hostil, por decirlo claramente. Escondo mis pertenencias al pie de un árbol, bajo unas raíces entrelazadas cuya existencia creo ser el único en conocer, tapadas con un manojo de ramas y hojas muertas. Por desgracia, al cabo de unos días, los jabalíes descubren el botín y dan buena cuenta de él. Así, me encuentro las latas reventadas con esas pezuñas que tienen, afiladas como cuchillas. Mi fortuna, pues, aparece destrozada, desparramada, dilapidada. Nada se resiste al potente pisoteo de la manada, que arrasa allá donde va y no deja atrás más que despojos, como para decirme: «¿Dónde te crees que estás?». Me quedo consternado unos minutos y después intento relativizar. De la manera más extraña, la naturaleza sabe ponernos en nuestro lugar cuando es necesario. A partir de ahora, para proteger mis escasas pertenencias de los voraces y los curiosos, enterraré mis paquetitos en las viejas trampas de los cazadores furtivos: agujeros excavados de unos ochenta centímetros de ancho y dos metros de profundidad que antaño servían para atrapar zorros y tejones. Bastará con quitar los cepos asesinos del fondo y cubrir la superficie con trozos de madera sólidos para así evitar que cualquier paseante caiga dentro.

Además, el incidente me hace tomar conciencia de que ir a comprar al pueblo para venir luego al bosque cargado con una mochila de cincuenta litros constituye un gasto de energía francamente desmesurado. Y la energía, cuando se vive al raso, es un parámetro nada desdeñable. De hecho, la estrategia más eficaz para sobrevivir consiste en consumir de todo cuanto tengo a mi alcance siempre que me sea posible. Hojas de zarza, abedul y carpe, bayas, frutos secos como castañas, hayucos, aquenios o avellanas, llantén, dientes de león, acederas y muchas otras plantas más o menos gustosas, pero muy ricas en nutrientes. A partir de ahora, solo recurriré a los alimentos de fuera del bosque en caso de escasez, por lo que estos acaban dando lugar a una serie de ocasiones de lo más festivas cada vez que abro una lata…, ¡incluso en el caso de algo tan vulgar como unos raviolis!

Queda una última fuente de placer gastronómico: la comida que los cazadores depositan al pie de los árboles para engordar a los jabalíes. Así consigo sandías, calabacines, tomates y demás frutas y hortalizas y a veces pan sin sal, pero pan al fin y al cabo. Conforme voy siguiendo a los animales, jabalíes, zorros o tejones, descubro las ventajas de semejante saqueo. Ellos, que tienen mucha experiencia, son los que me muestran el camino, y, así, con el paso de los días, me voy acercando a su mundo, me vuelvo cada vez más salvaje. Sin saberlo, me consagro a la etología para convertirme, poco a poco, en un habitante más del bosque. Los jabalíes, los ciervos y los zorros con los que me cruzo me van aceptando en su territorio pese a guardar las distancias. Al cabo de unos meses, tengo la impresión de haberme fundido en el paisaje más maravilloso que pueda existir, el del mundo silvestre. Justo entonces, conozco a una criatura enigmática y fascinante que me abrirá los ojos a la vida salvaje: el corzo.

Batalla de piñas. Las ardillas son traviesas y territoriales. No vacilaban en lanzarme piñas y cualquier otro material que tuvieran a mano para que me largara cada vez que me tendía al pie de sus árboles con la intención de descansar un rato.