El hombre que calculaba - Malba Tahan - E-Book
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El hombre que calculaba E-Book

Malba Tahan

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Beschreibung

Un clásico imprescindible de la divulgación para todas las edades. Malba Tahan nos ofrece en El hombre que calculaba una amena iniciación al mundo de las matemáticas rebosante de sorpresas, de magia y de poesía. Las aventuras de Beremiz Samir nos llevan a un exótico viaje en el que sus extraordinarias habilidades matemáticas para resolver disputas, dar sabios consejos, superar peligros y ganar fama y fortuna.

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© Herederos de Malba Tahan.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2018. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO184

ISBN: 9788491870159

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Capítulo XXV

Capítulo XXVI

Capítulo XXVII

Capítulo XXVIII

Capítulo XXIX

Capítulo XXX

Capítulo XXXI

Capítulo XXXII

Capítulo XXXIII

Capítulo XXXIV

Notas

CAPÍTULO I

En el que narro las singulares circunstancias de mi encuentro con un viajero, camino de la ciudad de Samarra, en la ruta a Bagdad. Qué hacía dicho viajero y cuáles fueron sus palabras.

¡En el nombre de Allah1, Clemente y Misericordioso!

En cierta ocasión, iba por el camino de Bagdad, al paso lento de mi camello y de vuelta de un viaje a la famosa ciudad de Samarra2, ubicada en las orillas del río Tigris3, cuando descubrí a un viajero sentado en una piedra, y modestamente vestido, que parecía descansar de los esfuerzos de alguna travesía.

Estaba a punto de dirigir al desconocido el salam4 trivial de los caminantes cuando, asombrado, vi que se levantaba para hablar lentamente:

—Un millón, cuatrocientos veintitrés mil, setecientos cuarenta y cinco…

Volvió a sentarse y guardó silencio mientras, apoyada la cabeza en las manos, parecía estar perdido en las profundidades de alguna meditación.

Me acerqué y me quedé mirándolo como si me encontrara frente a un monumento histórico perteneciente a los tiempos de leyenda.

Poco tiempo después, el hombre se levantó de nuevo y, con voz pausada y clara, pronunció otra cifra igualmente fabulosa:

—Dos millones, trescientos veintiún mil, ochocientos sesenta y seis...

De esta misma manera, así varias veces, el intrigante viajero se irguió y, en voz alta, dijo un número de varios millones, para luego volver a sentarse sobre la inmutable piedra del camino.

Sin poder contener mi curiosidad, me acerqué aún más al desconocido, y después de saludarlo en nombre de Allah —con Él sean la oración y la gloria— pregunté por el significado de aquellos números, que sólo podían guardar un lugar en cuentas gigantescas.

—Forastero, respondió el hombre, no repruebo la curiosidad que te ha hecho perturbar mis cálculos y la tranquilidad de mis pensamientos. Ya que te dirigiste a mí en forma delicada y cortés, estoy dispuesto a atender tus deseos. Pero, para ello, antes necesito contarte la historia de mi vida.

Luego hizo el siguiente relato, que debido a su interés transcribiré con toda fidelidad:

CAPÍTULO II

Beremiz Samir, el Hombre que calculaba, relata la historia de su vida. Cómo me enteré de los cálculos prodigiosos que practicaba y cómo no convertirnos en compañeros de viaje.

—Me llamo Beremiz Samir y nací en la pequeña aldea de Khoi,5 en Persia,6 nací a la sombra de la gran pirámide formada por el monte Ararat7. Siendo todavía muy joven comencé a trabajar como pastor de un rico señor de Khamat8.

Cada día, al amanecer, llevaba un gran rebaño a los pastos y debía devolverlo a su redil antes de que llegara la noche. Por miedo a perder alguna oveja y ser, por tal causa, castigado con severidad, las contaba varias veces al día.

Así es como fui adquiriendo, poco a poco, semejante habilidad para contar que, a veces, de una simple mirada contaba sin error todo el rebaño. Aún no conforme con eso, empecé a ejercitarme contando bandadas de pájaros que veía volar por el cielo.

Así fui volviéndome muy hábil en este arte. Después de unos meses —gracias a ininterrumpidos ejercicios contando hormigas y demás insectos— logré realizar la prueba increíble de contar la totalidad de las abejas de un enjambre. Este logro como calculador, sin embargo, quedaría pequeño frente a los que llegarían más tarde. Mi amo era generoso y poseía, en dos o tres alejados oasis9, importantes plantaciones de datileras, e informado de mis recursos matemáticos, me eligió para dirigir la venta de los frutos, que así debía contarlos, uno a uno de cada racimo. Trabajé en el reducto de las palmeras casi diez años. Feliz con las ganancias que le proporcioné, mi buen patrón acabó por concederme cuatro meses de reposo, y así, ahora voy hacia Bagdad10 porque quiero visitar a algunos parientes y contemplar la belleza de las mezquitas y el lujo suntuoso de los palacios de la gran ciudad. Para no perder el tiempo en el camino, me ejercito contando los árboles de la región, las flores que realzan el paisaje y los pájaros que nunca faltan entre las nubes del cielo.

Me señaló una vetusta higuera que se erguía a muy poca distancia y siguió hablando:

—Ese árbol, por ejemplo, cuenta con doscientas ochenta y cuatro ramas. Conociendo que cada una de las ramas tiene como promedio trescientas cuarenta y siete hojas, es muy fácil saber que el árbol tiene un total de noventa y ocho mil quinientas cuarenta y ocho hojas. ¿No le parece simple, amigo mío?11

—¡Una maravilla! —exclamé asombrado—. Es fantástico que un hombre, de una mirada, pueda contar las ramas de un árbol o las flores de cualquier jardín…

Esta proeza puede procurar inmensas riquezas a cualquiera…

—¿Usted cree? —se intrigó Beremiz—. Nunca se me ocurrió pensar que contando las hojas de los árboles y los enjambres de abejas alguien pudiera ganar dinero. ¿A cuántos puede interesarle la cantidad de ramas que tiene un árbol o cuántos son los pájaros que forman la bandada que acaba de cruzar por el cielo?

—Su habilidad es admirable —le expliqué— y puede ser útil en veinte mil casos distintos. En una capital como Constantinopla12 o incluso en la misma Bagdad, usted sería un auxiliar de gran importancia para el gobierno. Usted podría calcular poblaciones, ejércitos y rebaños. Le sería muy fácil calcular los recursos del país, el valor de lo cosechado, los impuestos, las mercaderías y cada uno de los recursos del Estado. Sé, por las relaciones que tengo, soy bagdalí, que no será difícil para usted obtener algún puesto sobresaliente junto al califa Al-Motacén13, nuestro amo y señor. Quizá llegue al cargo de visir-tesorero o tal vez se desempeñe como secretario de Hacienda musulmán.

—Si así es, no lo dudo —respondió el calculador—. Seguiré hacia Bagdad.

Y sin más consideraciones se acomodó en mi camello —el único que teníamos—, e iniciamos la marcha por el extenso camino que nos llevaría hacia la gloriosa ciudad.

Desde ese día, juntos por un encuentro casual en medio de la árida ruta, fuimos compañeros y amigos inseparables.

Beremiz era un hombre de carácter alegre y comunicativo. Era muy joven todavía —no había cumplido aún los veintiséis años—, contaba con una inteligencia notoriamente viva y tenía evidentes aptitudes para dominar la ciencia de los números.

A veces formulaba, sobre las cuestiones más triviales de la vida, relaciones impensadas que denotaban su agudeza matemática. También sabía contar historias y narraba anécdotas que iban ilustrando su conversación, aunque ésta, por sí misma, siempre atrapaba oyentes curiosos.

Otras veces se mantenía en silencio durante varias horas, se encerraba en un mutismo inquebrantable, meditando sus cálculos prodigiosos. En dichas ocasiones trataba de no molestarlo. Lo dejaba tranquilo para que pudiera desarrollar, con las bondades de su memoria extraordinaria, descubrimientos maravillosos en los misteriosos arcanos14 de la ciencia matemática, que tanto cultivó y engrandeció el pueblo árabe.

CAPÍTULO III

Donde se cuenta la particular aventura de los treinta y cinco camellos que debían ser repartidos entre tres hermanos árabes. Cómo Beremiz Samir, el Hombre que calculaba, logró un trato que parecía casi imposible, dejando totalmente conformes a los tres interesados.

La ganancia sorpresiva que obtuvimos en la transacción.

Habían pasado unas pocas horas de viaje ininterrumpido cuando sucedió una aventura, digna de ser contada, en la que Beremiz, mi compañero, con un gran despliegue de talento, demostró en la práctica sus habilidades de genio de la ciencia matemática.

En las cercanías de un antiguo y casi abandonado refugio de caravanas, vimos a tres hombres que discutían apasionadamente al lado de un grupo de camellos.

Entre los gritos y los insultos, en la plenitud de la disputa, agitando los brazos como poseídos, se escuchaban distintas exclamaciones:

—¡No puede ser!

—¡Esto es un robo!

—¡Yo no estoy para nada de acuerdo!

Entonces Beremiz intentó informarse sobre el tema en discusión.

—Somos hermanos —explicó el mayor de los hombres— y hemos recibido como herencia 35 camellos. Según la voluntad de mi padre, me corresponde la mitad de los animales; a mi hermano Hamet Namir, la tercera parte; y a Harim, el más joven, la novena parte. Pero no sabemos cómo realizar la división, y en cada intento de reparto propuesto, la palabra de uno de nosotros va seguida de la negativa por parte de los otros dos. No ha aparecido un resultado que conforme en ninguna de las particiones ofrecidas. Si la mitad de 35 camellos es 17 y medio, si su tercera parte y también la novena de la cantidad en cuestión, tampoco son exactas, ¿cómo proceder a la división?

—Muy fácil —dijo el Hombre que calculaba—. Me comprometo a realizar con equidad el reparto, pero antes permítanme que junte los 35 camellos heredados a este maravilloso animal que hasta aquí nos trajo en buena hora.

Aquí intervine en la situación.

—¿Cómo puedo aprobar semejante desatino? ¿Cómo podremos seguir con nuestro viaje si perdemos el camello?

—Que no te preocupe, bagdalí —dijo, en voz muy baja, Beremiz—, conozco bien lo que estoy a punto de hacer. Préstame el camello y verás a qué conclusión arribamos.

El tono de seguridad empleado para hablarme hizo que le entregara, sin la menor duda, mi hermoso jamal15 que, al instante, pasó a engrosar la cáfila16 que sería repartida entre los tres hermanos herederos.

—Amigos —dijo—, voy a hacer la división de los que ahora, como pueden apreciar, son 36 camellos, de manera justa y exacta.

Se volvió hacia el mayor de los hermanos, y habló de esta manera:

—Deberías recibir, amigo mío, la mitad de los 35 animales, o sea, 17 y medio. Ahora bien, recibirás la mitad de 36 y, por tanto, serán 18. No tienes reclamo que hacer, ya que sales beneficiado en esta operación.

Se dirigió al segundo de los herederos y dijo:

—Tú, Hamed, deberías recibir un tercio de 35, o sea, 11 y un poco más. Entonces tendrás un tercio de 36, esto es, 12. No habrá protestas, porque tú también sales con ventaja en esta división.

Por último dijo al más joven:

—Tú, joven Harim Namir, según la última indicación de tu padre, tendrías que beneficiarte con una novena parte de 35, es decir, 3 camellos y parte de otro. Pero te entregaré la novena parte de 36, o sea 4. Será también apreciable tu ventaja y bien podrías decirme gracias por el resultado.

Luego terminó la cuestión con la mayor claridad:

—Debido a este generoso reparto que a todos ha ayudado, corresponden 18 camellos al primero de ustedes, 12 al segundo y 4 al tercero, la suma de las cantidades tiene como resultado (18 + 12 + 4) 34 camellos. De los 36 camellos, quedan sobrando 2. Uno, como bien saben, es propiedad del bagdalí, mi amigo y compañero aquí presente; y el restante es lógico que me corresponda a mí, por haber solucionado, en forma satisfactoria, este enredado problema de la herencia.

—Eres inteligente, viajero —pronunció el más viejo de los hermanos—, y aceptaremos el reparto propuesto con la confianza de que fue justo y equitativo.

El hábil Beremiz hizo suyo uno de los más hermosos jamales del grupo y me dijo, alcanzándome la rienda de mi animal:

—Ahora sí podrás, estimado amigo, seguir el camino en tu camello, tranquilo y confiado; ya que tengo otro animal a mi servicio.

Entonces volvimos al camino que nos llevaba hacia Bagdad.

CAPÍTULO IV

Sobre el encuentro con un rico jeque, que había sido herido y que estaba hambriento. La proposición que nos hizo sobre los ocho panes que teníamos y cómo se resolvió, en un instante, el justo reparto de las ocho monedas que obtuvimos a cambio. Las tres divisiones de Beremiz: la división simple, la división cierta y la división perfecta. Elogiosas palabras que un destacado visir ofreció al Hombre que calculaba.

Luego de tres días de marcha, estábamos cerca de las ruinas de una aldea no muy grande llamada Sippar, cuando vimos caído a un lado del camino a un viajero, tenía las ropas rotas y parecía estar herido. Su aspecto era para lamentar.

Fuimos al auxilio del infeliz, y entonces él nos contó sus desventuras.

Su nombre era Salem Nasair y era uno de los mercaderes más poderosos de Bagdad. Unos pocos días antes, regresando de la ciudad de Basora17 con una importante caravana por el camino de el-Hilleh, fue rodeado y asaltado por un grupo de nómadas persas del desierto. Toda la caravana fue despojada y casi todos los viajeros fueron muertos por los beduinos18. Nasair, el jefe, logró ocultarse entre los cadáveres de sus esclavos que estaban tirados en la arena.

Al terminar la narración de la historia, preguntó con voz desesperada:

—¿Traen tal vez un poco de comida? Me muero de hambre...

—Tengo tres panes —respondí.

—Y yo llevo cinco —afirmó el Hombre que calculaba.

—Muy bien —propuso el jeque—, ruego para que juntemos los panes y arreglemos una división justa. Cuando arribe a Bagdad pagaré con 8 monedas de oro por el pan que coma.

Así se hizo.

Fue al día siguiente, por la tarde, cuando llegamos a la famosa ciudad de Bagdad, la perla de Oriente.

Cuando atravesábamos su maravillosa plaza, nos topamos con un gran cortejo presidido por el poderoso Ibrahim Maluf, uno de los visires, que iba montado en un caballo imponente.

El visir19, al descubrir a Salem Nasair con nosotros, lo llamó. Hizo detener su fantástica comitiva y preguntó:

—¿Qué te ha pasado, amigo mío? ¿Cómo es que regresas a Bagdad con tu vestimenta rota y acompañado por estos dos hombres desconocidos?

El apesadumbrado jeque contó detalladamente al ministro todo lo que había sucedido en el viaje y nos prodigó con sus mayores elogios.

—Paga entonces, de inmediato, a estos dos viajeros —ordenó el gran visir—.

Tomando de su bolsa 8 monedas de oro, se las entregó a Salem Nasair, diciendo:

—Ahora vendrás conmigo al palacio, porque el Defensor de los Creyentes querrá la información sobre esta nueva ofensa causada por los bandidos y beduinos, que nuevamente atacan y saquean nuestras caravanas en el territorio del califa20.

Entonces Salem Nasair nos dijo:

—Me despido, amigos míos. Quiero repetir mi agradecimiento por el valioso auxilio que me han prestado y cumplir con la palabra dada; les pagaré lo que tan generosamente me dieron.

Entonces dijo al Hombre que calculaba:

—Tendrás las 5 monedas por tus 5 panes.

Volviéndose hacia mí, agregó:

—Y para ti, bagdalí, las 3 monedas por tus 3 panes.

Sorpresivamente para mí, el Calculador interrumpió con respeto:

—¡Pido disculpas, oh, jeque!21 El reparto hecho de esta manera puede ser simple, pero no es matemáticamente correcto. Si entregué 5 panes tengo que recibir 7 monedas; mi compañero bagdalí, que ofreció 3 panes, deberá recibir solamente 1 moneda.

—¡Por el nombre de Mahoma!22, interrumpió el visir Ibrahim, ya muy interesado en el caso. ¿Cómo puede sustentar este viajero el disparate de este reparto? Si ofreciste 5 panes, ¿por qué pedir 7 monedas?; y si tu compañero contribuyó con 3 panes, ¿por qué sostienes que él sólo debe recibir una moneda?

El Hombre que calculaba se acercó al ministro y habló:

—Si me permite, voy a demostrarlo, ¡oh, visir!; la división de las 8 monedas propuesta es matemáticamente correcta. Cuando teníamos hambre en el camino, yo extraía un pan de la caja en la que iban guardados; entonces lo dividía en tres partes y cada uno de nosotros comía la suya. Si aporté 5 panes, sumé, por lógica, 15 pedazos, ¿no es verdad? Si el bagdalí aportó 3 panes, entonces sumó 9 pedazos. Así existieron un total de 24 partes; y correspondieron, por lo tanto, 8 partes de pan para cada uno. De los 15 pedazos aportados por mí, comí 8; entonces entregué 7. Mi compañero dio, como ya se dijo, 9 pedazos y también consumió 8; luego, dio 1. Las 7 partes que yo di, más la restante, entregada por el bagdalí, dieron forma a los 8 panes que comió el jeque Salem Nasair. Así es como es justo que yo reciba las 7 monedas y mi compañero tan sólo 1.

El gran visir, luego de pronunciar los mayores elogios para el Hombre que calculaba, dio orden para que las siete monedas fueran entregadas a él, porque a mí, luego de la demostración, sólo me correspondía una. La explicación dada por el matemático era lógica, era perfecta y estaba fuera de toda duda.

Pero esta división equitativa no fue totalmente satisfactoria para Beremiz, porque dirigiéndose otra vez al asombrado ministro, agregó:

—La división que he propuesto, es decir, de siete monedas para mí y una para el bagdalí es, como quedó demostrado, matemáticamente correcta, pero no es perfecta a la mirada de Dios.

Juntó las monedas otra vez y las dividió en partes iguales. Una parte me la entregó a mí —cuatro monedas— y él se quedó con la otra.

—Es un hombre increíble, dijo el visir. Primero no aceptó la división de ocho dinares en dos partes, una de cinco y otra de tres, y luego demostró que tenía real derecho a pedir siete monedas y que su compañero sólo tenía que percibir un dinar. Pero ahora divide las ocho monedas en partes iguales y da una de ellas a su amigo.

El visir agregó:

—¡Mac Allah!23 Este joven, además de parecerme sabio y muy hábil en los cálculos matemáticos, es bueno y generoso con el amigo y compañero. Desde hoy será mi secretario.

—Respetado visir —dijo el Hombre que calculaba—, acaba de realizar con 29 palabras y con un total de 135 letras, la mejor alabanza que escuché en mi vida y yo, para agradecerla, voy a utilizar exactamente 58 palabras que suman nada menos que 270 letras. O sea, ¡exactamente el doble! ¡Que Allah os bendiga eternamente y os proteja! ¡Seáis vos por siempre alabado!

La capacidad de mi amigo Beremiz llegaba hasta el límite fantástico de estar contando las palabras y las letras de la persona que hablaba y de ir calculando las que iba a utilizar en la respuesta, para que así fueran el doble exacto del mensaje inicial. Todos se maravillaron frente a semejante demostración de un talento envidiable.

CAPÍTULO VI

De lo acontecido durante la visita al visir Maluf. Del encuentro con el poeta Iezid, quien no creía en las maravillas del cálculo. El Hombre que calculaba cuenta un grupo de camellos de forma muy original. La edad de la novia y un camello sin oreja. Beremiz halla la «amistad cuadrática» y cuenta del Rey Salomón.

Luego de la segunda oración30, dejamos atrás El Ánade Dorado y continuamos a paso firme hasta la residencia del visir Ibrahim Maluf, ministro del rey.

Quedé maravillado apenas entramos en la fastuosa morada del noble musulmán.

Traspusimos la puerta de hierro y caminamos por un estrecho corredor, íbamos guiados por un esclavo negro adornado con brazaletes de oro, que nos condujo hasta el hermoso jardín interior del palacio.

El jardín, construido con buen gusto, estaba bordeado por dos filas de naranjos. Al jardín daban varias puertas, algunas de ellas debían dar acceso al harén31 del palacio. Dos esclavas kafiras32, que estaban juntando flores, corrieron, al descubrirnos, a esconderse entre los macizos de flores y luego desaparecieron cubiertas por las columnas.

Desde el jardín, que me pareció lleno de alegría, se entraba por una puerta estrecha, abierta en un muro bastante alto, al primer patio. La residencia disponía de otro en el ala izquierda del edificio.

En el centro del primer patio, cubierto de espléndidos mosaicos, se alzaba una fuente de tres surtidores. Los tres hilos de agua formados en el espacio brillaban al sol.

Atravesamos el patio y, siempre guiados por el esclavo de los brazaletes de oro, entramos en el palacio. Cruzamos varias salas ricamente adornadas con tapicerías bordadas con hilo de plata y llegamos por fin al aposento en que se hallaba el prestigioso ministro del rey.

Estaba recostado en grandes almohadones, charlando con dos amigos.

Uno de ellos era el jeque Salem Nasair, nuestro compañero de aventuras del desierto; el otro era un hombre bajo, de cara redonda, expresión bondadosa y barba ligeramente gris. Estaba vestido con un gusto exquisito y llevaba en el pecho una medalla de forma rectangular, con una de sus mitades amarilla como el oro y la otra oscura como el bronce.

El visir Maluf nos recibió con demostraciones de viva simpatía y, dirigiéndose al hombre de la medalla, dijo risueño:

—Aquí tiene, mi querido Iezid, a nuestro gran calculador.