El informe Penkse - Jaime Rubio Hancock - E-Book

El informe Penkse E-Book

Jaime Rubio Hancock

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Beschreibung

El protagonista de esta novela es un empleado ejemplar: solo llega quince minutos tarde al trabajo —no por falta de tiempo, sino de ganas— y se sabe el nombre de casi todos sus compañeros, a cuyos correos incluso contesta a veces. Ejemplares son también sus aspiraciones: movido por el deseo de hacer carrera, se decide a participar en un duro proceso de selección en otra empresa. Tras superar una disparatada y sangrienta prueba de grupo y una exigente entrevista con un gato, para incorporarse a su nuevo puesto solo tendrá que notificar la baja voluntaria a Recursos Humanos y terminar de redactar el informe Penkse, una tarea de apenas una tarde que lleva posponiendo casi un año. Sin embargo, pasan las tardes y las semanas, el informe sigue abierto y el redactor no es capaz de abandonar una oficina en la que las reuniones duran meses y los viajes de empresa se hacen con sherpas. Entre lo kafkiano y el absurdo, Rubio Hancock escribe una novela desternillante acerca del trabajo y los sinsentidos de la servidumbre laboral. En la empresa de El informe Penkse conviven historias y personajes construidos con un pulso cómico quirúrgico que, siguiendo la tradición de Eduardo Mendoza o Miguel Gila, destaca a Rubio como uno de los mayores expertos en humor de nuestro país. «Ojalá lo hubiera escrito yo. Puto Jaime Rubio, vaya rata. Tengo que matarlo». KIKE GARCÍA, El Mundo Today «Rubio serpentea las carreteras del absurdo y domina los vericuetos del humor. Quien lo conoce como columnista o ensayista solo ha visto la punta del iceberg de su potencial cómico. Este es uno de los libros más divertidos que he leído en años». ALBERTO MORENO, Vanity Fair

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Seitenzahl: 298

Veröffentlichungsjahr: 2025

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A Cristina, Esther, Jaume, Mireia y Rubén,

mis amigos «del trabajo».

1. ANTECEDENTES

 

 

 

Según los datos que nos proporciona su móvil, Jaime Rubio Hancock posponía la alarma un promedio de 3,5 veces cada mañana. Si tenemos en cuenta que tenía configurado el snooze cada nueve minutos, salía de la cama en torno a media hora más tarde de lo que debería, cansado, enfadado y, aun así, con menos horas de sueño de las que necesitaba. Según la información de su pulsera de empleado, dormía de media unas seis horas y veintidós minutos, muy por debajo de las siete recomendadas y de las ocho que ayudarían a mejorar un perfil de resultados mediocre.

Este es uno de los datos que ayudan a entender por qué, a mediados de febrero, Rubio aún no había terminado la redacción del informe Penkse, que el director general encargó al jefe de departamento el 9 de mayo y que el jefe de departamento encargó a Rubio el mismo día por la tarde.

Como le costaba salir de la cama, se levantaba con la obligación de darse prisa por las mañanas, cosa que le ponía de mal humor. A pesar de eso, no renunciaba a nada: tomaba el café mientras le echaba un vistazo a Twitter, Facebook e Instagram, por este orden. Se daba una larga ducha. Se afeitaba todos los días. Eso sí: tal y como certificaban las cámaras de seguridad del metro, a menudo salía de casa con la corbata enrollada en el bolsillo de la chaqueta. No por falta de tiempo, sino por falta de ganas, según deducimos de los datos disponibles, en especial de que llevara el nudo ya hecho.

En su favor, hay que decir que a pesar de despertarse con más de media hora de retraso, acostumbraba a llegar a la oficina algo menos de quince minutos tarde.

La número dos del departamento le había llamado la atención más de una vez, sobre todo porque Rubio hacía todo lo posible por irse cada día a su hora, sin ni siquiera hacer ver que tenía la intención de recuperar esos quince minutos. El problema para ella era que ese retraso no tenía la suficiente entidad como para una bronca decidida, ya que corría el riesgo de sonar exagerada. Y, además, ella creía que esa función correspondía a su jefe, así que todo quedaba en un tenue reproche cada dos o tres semanas, que Rubio aguantaba con algún «sí, sí, ya, si es verdad…» que rebosaba impaciencia, pero que al menos le motivaba a llegar puntual los dos o tres días siguientes.

Lo que dificultaba aún más esta débil amonestación verbal era que Rubio no solo se retrasaba poco, sino que lo hacía de forma inconstante. Esos quince minutos eran un promedio: en ocasiones salía de casa a las 7:32, otras veces a las 7:41 y, los viernes, muy cerca de las 7:50. Algún día conseguía llegar a la hora, o casi, y muy pocas veces llegaba pasadas las 8:20. Además, solía ser el último en llegar al departamento, pero no siempre lo era y, desde luego, casi siempre había alguien de su misma planta que llegaba incluso más tarde.

Hay que añadir que no se retrasaba solo porque el edredón le pesara demasiado. Había días que conseguía levantarse nada más sonar el despertador o después del segundo intento, pero entonces se confiaba y se quedaba con el café más tiempo del que hubiera debido. A menudo, sin ni siquiera mirar Twitter o echarle un vistazo a la portada de algún periódico. Bebía el café, sentado, en pijama, pensando que debería ir tirando ya para la ducha, pero sin llegar a hacerlo. Se confiaba —como apuntábamos— porque se había puesto en pie a una hora decente y alargaba un tiempo vacío que podría dedicar, por ejemplo, al informe que tuvo pendiente durante meses.

Eso sí, una vez salía de casa, una vez estaba en marcha, el resto del trayecto resultaba totalmente predecible. Desde el portal a la parada de metro caminaba tres minutos, según el GPS de su móvil. La frecuencia del metro de Barcelona a esa hora de la mañana era elevada y las averías eran escasas, por lo que el promedio de espera estaba por debajo de los dos minutos. El trayecto era de apenas doce o trece minutos. Y del metro a la oficina solo tenía que caminar durante otros tres.

Por desgracia, esta última parte no nos sirve como símil de su forma de trabajar: no podemos decir que le costó arrancar con el informe y una vez en marcha adquirió velocidad de crucero con facilidad. Al contrario: lo comenzó varias veces y las mismas veces lo dejó varado poco después, en ocasiones después de haber tecleado un puñado de palabras, abrumado no tanto por la complejidad del trabajo —prácticamente inexistente— como por una sensación de hastío que detallaremos a lo largo de este informe, de este metainforme, si se nos permite la expresión.

Rubio hacía una breve parada antes de llegar a su mesa. En el edificio de la empresa había una pequeña cafetería en la que pedía un café con leche para llevar, a pesar de que ya se había tomado uno en casa. Como detalle interesante, pues revela una personalidad más rutinaria de lo que podría parecer, pero también quisquillosa —maniática incluso—, en casa tomaba una taza grande de café solo y sin azúcar, pero fuera de casa lo tomaba con leche, salvo contadas excepciones. Le gustaba el café de cafetera italiana que él mismo se hacía, pero el espresso le resultaba insatisfactorio si lo pedía para llevar, al ser escaso y, por eso, enfriarse enseguida.

Este café le ayudaba a sobrellevar los primeros minutos de la jornada, una jornada que empezaba somnoliento, cansado, moderadamente irritado, con ganas de volver a casa y reprochándose el hecho de desear que fueran ya las cinco de la tarde porque somos mortales y hay que disfrutar cada momento de nuestras vidas. Pero ¿cómo hacerlo —se preguntaba, o eso creemos después de reconstruir retazos de conversaciones— si estaba encerrado en una oficina sin apenas luz natural, con una moqueta llena de manchas de nadie sabía bien qué, rodeado de gente también cansada y enfadada, con un eterno aliento a café y la sospecha de tener demasiado azúcar en la sangre o la tensión demasiado alta y de estar siempre al borde de una muerte poco digna, con la mano en el pecho y tumbado en el suelo, mirando a los compañeros que se han puesto de pie a su alrededor y que llaman a la ambulancia mientras, en secreto, suspiran aliviados porque esta vez no les ha tocado a ellos?

 

1.1. La cafetería

 

Hemos de detenernos en la cafetería, dada la posición central en la empresa y en la actividad diaria de Rubio y, por tanto, en la influencia, al menos indirecta, que tiene en el informe.

Este pequeño bar —apenas una barra y tres mesas altas, con taburetes— estuvo a punto de desaparecer cuatro años antes y a punto de provocar una crisis sin precedentes en la compañía.

Al principio fue un rumor sin fundamento, una conversación sin ninguna base que se repitió en las quince plantas del edificio y que comenzó como una broma. Primero fue:

—Pues con la crisis, son capaces de cerrar hasta la cafetería.

—Qué dices, si debe de ser lo único de la empresa que da dinero.

Y luego se convirtió en:

—He oído que van a cerrar la cafetería por culpa de la crisis.

—Qué dices, si es lo único de la empresa que da dinero.

El rumor llegó a oídos de la directora de Finanzas, que fue inmediatamente a ver a la responsable de Suministros. No había ningún plan para cerrar la cafetería, pero la segunda parte del rumor les pareció preocupante.

—¿La cafetería es lo único que da dinero en esta empresa?

—No creo… No puede ser… ¿No? Quiero decir, los precios están ajustados casi al coste… Es un servicio para los empleados.

—Ya.

—Pero…

—No sé.

—Habrá que…

—Mirémoslo, sí.

Ambas revisaron el balance del año anterior y comprobaron que, en efecto, a pesar de ser solo para empleados y de contar con precios subvencionados, la cafetería había acabado con beneficios. Muy pequeños, de apenas tres dígitos, pero beneficios al fin y al cabo, y lo que era aún peor, al contrario de lo que había sucedido con el resto de las divisiones de la compañía, las que de verdad estaban diseñadas para ganar dinero y que, en consecuencia, ofrecían sus servicios al precio más alto que la empresa podía permitirse.

—Pues vamos a tener que cerrar la cafetería.

—Pero si es lo único que da dinero.

—Precisamente. ¿No te das cuenta de en qué situación nos deja esto? Imagina que nuestros clientes se enteran de que somos tan inútiles que lo único que da beneficios es el bar. Se van a pensar que nos pasamos el día bebiendo cortados.

—No me atrevo a hacer los cálculos, pero así, a ojo, igual salen tres o cuatro cafés por persona y día.

—A alguien le va a dar un infarto.

Las conversaciones que aparecen en este informe están grabadas o recreadas a partir de fragmentos de correos electrónicos, del acceso a conversaciones grabadas con el micrófono del móvil, de las imágenes de las cámaras de la empresa, que no graban sonido, pero sí —cuando hay suerte— el movimiento de los labios, y de un algoritmo que usamos para depurar los resultados. Es posible que haya errores o inexactitudes, aunque estimamos que no son lo suficientemente importantes como para haber influido de alguna manera en nuestras conclusiones.

Tras haber tomado la empresa la decisión de cerrar la cafetería, el camarero y encargado fue informando a sus clientes de que se le habían dado tres meses para ir cerrando el establecimiento.

—Joder, Paco, pero si la cafetería es lo único que da beneficios.

En realidad, Paco era el nombre del camarero y encargado que había trabajado allí antes de que llegara el camarero actual, hacía ya cuatro años. El nombre de este otro camarero-encargado era Fran. Fran había intentado corregir el error, pero le resultó imposible. Paco, es decir, Fran, aún no sabía si insistían en llamarle Paco porque ambos diminutivos procedían del mismo nombre o porque nadie se había dado cuenta de que había otra persona detrás de la barra. Fran había visto la foto del carnet de empleado de Paco, sin encontrarle ningún parecido, aparte del hecho de que ambos llevaban camisa blanca en su trabajo. Paco era un señor ya mayor, que había dejado la cafetería al jubilarse, calvo y con algo de sobrepeso. Fran no tenía ni cuarenta años, conservaba el pelo y era alto y muy delgado.

En todo caso, y volviendo al asunto de la cafetería, el descontento se fue instalando en la empresa hasta el punto de que en Recursos Humanos notaron un incremento de más de un 5% de ausencias no justificadas desde que Paco fue informado de la necesidad de cerrar la cafetería.

—¿Seguro que es por esto? —preguntó la directora de Finanzas al responsable de Recursos Humanos, en la reunión que mantuvieron el 17 de octubre a las 10:30 de la mañana.

—A ver, seguro, seguro, tampoco. La economía no es una ciencia exacta, pero es el único cambio que ha habido en las últimas semanas. Y, en fin, todo el mundo lo está comentando. Hay gente que sale fuera a buscar una nueva cafetería por la zona, sin mucho éxito.

—¿Sin mucho éxito? Estamos en el centro de Barcelona.

—Pues eso: o son caras, o están llenas, o ambas cosas… El otro día Helena de Legal acabó en una cafetería para turistas y le querían cobrar quince euros por un cortado.

—¿Qué hizo?

—Se negó a pagar, llamaron a la policía y pasó dos noches en el calabozo hasta que su familia pagó el café.

—Pero si vamos a poner máquinas de café, qué más les dará.

—La gente piensa que los queremos encadenados a la mesa.

—¡En absoluto! ¡Yo misma estoy a favor de que la gente salga a pasear a la calle! Para pensar y airearse. Es la mejor forma de volver al trabajo con ideas frescas. En su tiempo libre, claro, que aquí venimos a trabajar. Pero que salgan, solo faltaría.

La directora de Finanzas y el director general se reunieron tres días después y dieron con una idea que iba a evitar al mismo tiempo cerrar la cafetería y que esta pequeña unidad de negocio dejara en mal lugar al resto de divisiones de la compañía: la empresa cobraría un alquiler al bar.

—Ahora soy autónomo y me han recortado el sueldo —explicaba Fran—, pero al menos sigo teniendo trabajo.

—¿Te han recortado el sueldo?

—Bueno, a efectos prácticos. Tengo que pagar un alquiler. Bueno, técnicamente no lo pago yo, sino el bar, que ahora es una empresa subsidiaria de la matriz, o algo así. Iban a cerrarlo porque decían que estaba aquí de gratis, de parásito de la empresa. Pero al final se han dado cuenta de que la cafetería es importante para los empleados. Ahora resulta que me están haciendo un favor. O eso tengo que creer.

—¿Por qué?

—Porque, con el alquiler, la cafetería pierde dinero. Así que, ahora, es un gasto para la empresa.

—¿Qué?

—Parece que toda esa mierda se la hayan inventado sobre la marcha.

—Es una gilipollez del tamaño de Australia, pero ¿qué quieres que haga?

—Ya… Bueno, al menos te quedas aquí, Paco. Eres la persona más importante del edificio.

—Me llamo Fran.

—¿Cómo?

—Nada, nada, es igual. Hombre, Jaime, ¿qué tal?

—Buenos días, Paco. Ponme un café con leche para llevar, por favor.

 

1.2. El inicio de la jornada

 

Rubio no empezaba a trabajar nada más sentarse, aunque llegara tarde. Cuando comenzaba su jornada, comenzaba también a procrastinar. No solo en el informe, sino en todas sus actividades.

Encendía el ordenador y revisaba en la agenda las tareas pendientes; luego miraba el correo. Primero, por supuesto, el personal. En el día de mediados de octubre que es el que nos ocupa en el arranque de este metainforme, Rubio recibió un mail de Mireia Cañas López, cuya importancia quedará clara más adelante.

Rubio y Cañas se escribían a menudo: ambos habían estudiado en la misma facultad y mantenían el contacto, de forma más bien tenue, pero constante. Se veían aproximadamente una vez cada tres meses de promedio y por lo general para comer. Se vieron con algo más de frecuencia durante una época en la que trabajaron muy cerca el uno del otro (de noviembre de 2015 a enero de 2019) y quedaban de vez en cuando para comer juntos. La empresa en la que trabajaba Cañas cerró y, desde entonces, Mireia llevaba un año y dieciséis días buscando otro empleo.

Hasta el viernes anterior: Cañas ya había ido informando a Rubio acerca de las tres entrevistas que había hecho con otra compañía que finalmente la había contratado; además, claro, de la decena de entrevistas anteriores tras las que no había conseguido ningún nada excepto los formulaicos mensajes de ánimo de Rubio, como «ellos se lo pierden», «pues no lo entiendo, la verdad, eras perfecta para el puesto. Quizás incluso estabas sobrecualificada. Tal vez era eso» y, también, «ánimo», entre otros. Estos mensajes, por cierto, eran muy similares a los que también le enviaba Rubio cuando ella le contaba alguna decepción sentimental.

El viernes, decíamos, Cañas le había enviado un mensaje de texto diciendo que finalmente había conseguido el trabajo y que le daría más detalles por correo. «Claro —había contestado él—, y quedamos cuando quieras para celebrarlo», a lo que ella había respondido con el emoticono de las dos jarras de cerveza.

 

1.2.1. El correo de Cañas

 

Rubio comenzó la jornada leyendo el mail que le había enviado Mireia Cañas y en el que le explicaba en qué consistía su nuevo empleo: «No es de lo mío, pero no pagan mal», empezaba, como si se disculpara. «Se trata de una empresa multinacional, por lo que tendré que viajar mucho. De hecho, la semana que viene voy a un curso de formación de tres semanas en el norte de África».

«Por lo general, es una empresa tranquila, pero hay puntas de trabajo muy intensas una o dos veces al año». Estos momentos exigían, explicaba Cañas, no solo horas de trabajo, sino también compromiso y sacrificio. «Ya sabes, los típicos rollos de los empresarios que nos piden que sudemos la camiseta, como si les debiéramos algo». La parte positiva era que «estas puntas de trabajo» llevaban a que hubiera «mucha rotación. Así que por lo menos es fácil ir ascendiendo».

Su trabajo consistía, básicamente, en «recoger información y analizarla. Aunque esperan que en unos meses también pueda ayudar a seleccionar los objetivos de las siguientes campañas».

Cañas aseguraba que la empresa estaba creciendo en Europa y necesitaba gente que conociera el terreno. «Ya sabes: cultura, sociedad, costumbres, esas cosas. Me han pillado más por ser de aquí que por experiencia, que en este campo no tengo mucha».

La idea de viajar no le desagradaba, aunque admitía que «dentro de un año, igual ya estoy harta de ponerme peluca y gafas postizas para parecerme a la foto de cada uno de los pasaportes que me den, pero de momento me apetece».

Sus padres estaban muy contentos por ella, contaba. Llevaba ya bastante tiempo en paro y «hoy en día, con la crisis, vete a saber cuánto podría haberme tirado sin trabajar». A su madre le daba un poco de miedo el curso de formación. «Ya sabes, madres. Pero es verdad que suena duro: tengo que ir al desierto, entre Egipto y Sudán. ¡Es la primera vez que voy a un desierto! Espero que haya fuentes :D. Aunque estaré centrada sobre todo en lo que haré, seguimiento y análisis, también veré alguna cosilla de armas y fabricación de explosivos, o eso me han dicho».

«Total, que no es de lo mío, pero tengo ganas. Quizás incluso mejor que no sea de lo mío. Voy a aprender un montón. Me han dicho que habrá gente de todo el mundo: coreanos, palestinos, árabes, egipcios, pakistaníes, irlandeses, vascos, venezolanos y también estadounidenses. Son de empresas diferentes, pero se ve que hay muy buen rollo y puedes conocer a mucha gente. Quién sabe, igual me gusta esto y me ficha alguna empresa más grande».

Cañas se había informado: «Es un sector que siempre crece. En España va a la baja, pero como se ha globalizado, es una oportunidad para las empresas con actividad internacional. De hecho, trabajaré en Europa Sur, que básicamente es la península e Italia, pero quizás haga cosas también en el sur de Francia y en Grecia. Y tendré que hacer de enlace con el norte de África. Eso seguro».

 

1.2.2. Rubio no responde

 

Rubio felicitó a Cañas por mensaje el fin de semana. Quería contestarle también por correo electrónico, quizás para decirle que no le hacía falta justificarse tanto: en el correo, que apenas tenía siete párrafos, Cañas escribía cuatro veces que el empleo no era «de lo suyo». Rubio comenzó a teclear precisamente eso, que un trabajo es un trabajo. Y más con la que está cayendo. Siempre podía comenzar con eso y buscar algo de lo suyo mientras tanto. Pero después de apenas frase y media se cansó y dejó el correo en la carpeta de borradores. Abrió el navegador y entró en Twitter. Bostezó. Miró Facebook. Volvió a bostezar. Miró el reloj: apenas faltaban diez minutos para la reunión de la mañana, por lo que no tenía mucho sentido comenzar ninguna tarea. Volvió a abrir el correo electrónico que le quería escribir a Cañas. Escribió tres palabras más: «Bueno, pues lo». Las borró. Abrió el periódico en otra pestaña del navegador. Recorrió la portada sin entrar en ninguna noticia. Abrió el correo electrónico del trabajo, del que se había olvidado. Se sintió casi aliviado: eso ya se podía considerar trabajo, así que, unos cuarenta minutos después de que su pulsera hubiera registrado su entrada en el edificio, podía decir que ya no perdía el tiempo. Le habían llegado diecisiete correos electrónicos desde el día anterior. Borró catorce. Leyó dos en diagonal. Otro lo marcó como leído tras revisar el asunto.

Uno de esos correos electrónicos leído en diagonal era de su jefe: «Empezad la reunión sin mí. Hoy estaré reunido todo el día. Aparte de lo de cada día, estaría bien que Laura siguiera con las llamadas y que Jaime le destinara un rato al informe que tiene pendiente».

 

1.3. La reunión de primera hora

 

Todas las mañanas a las 9:00, cuando todo el mundo se había asentado y había podido echarle un vistazo a las tareas pendientes, las cinco personas que formaban el departamento en el que trabajaba Rubio iban a una sala de reuniones y planificaban la jornada y el resto de la semana. No incluimos a su jefe, que debería estar también presente, pero quien solía poner como excusa otras reuniones más del 80% de las mañanas, aunque según nuestros datos a esa hora no acostumbraba a estar ni en la oficina. En cuanto al 20% restante de los días, no ponía ninguna excusa, pero era porque aún estaba durmiendo, por lo que ni siquiera le daba tiempo a enviar una justificación a su ausencia. En esos casos —es decir, siempre—, Rebeca Rojo Llorente, como segunda del departamento, dirigía la reunión. Tenía treinta y ocho años y llevaba siete en la empresa en la que había mantenido un ritmo lento, pero continuado, de ascensos y subidas de sueldo.

Así fue la reunión de ese día, según nuestra reconstrucción:

—¿Qué tenéis?

—Lo de siempre.

—Yo tengo que acabar la lista de pedidos.

—Yo lo de siempre y el informe.

—Joder con el informe.

—Ya. A ver si me lo quito de encima de una vez.

—¿Te podemos ayudar con eso?

—Uy, no, no… Tengo ya… Tengo toda la información. En realidad, solo me falta ordenarla. Pero ya… ya está, vamos. Queda lo… lo fácil, vaya. Supongo. Espero.

—También tengo que acabar las llamadas. La verdad es que desde que murió Sergio, vamos pilladísimos.

—Yo no paro en todo el día.

—Igual puedo echaros una mano.

—Tú tienes pendiente lo de Salvador, ¿no?

—Sí, pero…

—Nada, no te preocupes, sigue con eso.

—Qué putada lo de Sergio. Morirse poco antes de Navidad.

—Bueno, la empresa se está ahorrando un sueldo, que tal y como está la cosa, todo ayuda.

—Ya.

—Pero necesitamos a alguien más en el departamento.

—Eso sí.

—Yo no paro.

—Insisto: os puedo ayudar en…

—No, déjalo. Cuando acabes lo de Salvador.

—A ver si me quito el informe de encima y puedo apretar más con otros temas.

—Pues ya está, ¿no?

—La verdad es que sin Salvador las reuniones son más rápidas.

—Todo es más fácil sin jefes.

—No perdemos tanto el tiempo.

—¿Qué harán en las reuniones?

—Yo he estado en esas reuniones y te puedo decir que nada. Pierden el tiempo.

—¿Y por qué se reúnen, entonces?

—Para los jefes es más práctico, para los de arriba, los de la planta catorce. Imagina que tuvieran que pedir a cada uno de los departamentos un informe y leérselo. Para los demás sería más sencillo y, en apariencia, parece incluso mejor a ojos de los jefes, ya que contarían con más información. Pero es mucho más rápido que te lo digan en quince segundos.

—Entonces, seguro que no tienen toda la información que necesitan.

—Yo qué sé, Laura. Ocupémonos nosotros de lo nuestro y ellos ya se apañarán con lo suyo. Para eso están los informes, también.

—¿Pero no dices que no se los leen?

—En serio, lo estoy acabando.

—Ahora no hablábamos de ti, Jaime.

—Ah, perdón.

—En fin…

—Bueno, todos tenemos trabajo, ¿no?

—Sí.

—Y menos mal. Con la que está cayendo.

—Me refiero a trabajo pendiente.

—Ah, claro. También, también.

—Pues volvamos.

—Venga.

—Sí.

 

2. ALGUNAS CAUSAS DEL RETRASO EN LA CONFECCIÓN Y EN LA ENTREGA DEL INFORME

 

 

 

Martes. Al día siguiente Rubio se tomó sus tres cafés habituales de la mañana. El primero, recordemos, lo bebía antes de salir de casa. El segundo, a las 8 de la mañana (más bien a las 8:15), en la mesa. El tercero, en torno a las 11 de la mañana, en la cafetería de la oficina.

Esa mañana había sido relativamente normal para Rubio: llegó a las 8:10, abrió el correo (tanto el personal como el de trabajo) y pensó en contestar a Mireia Cañas, aunque tampoco lo hizo.

La reunión fue también breve y a las 9:10 Rubio estaba de nuevo en su mesa, donde abrió el navegador y entró en Twitter, echó un vistazo a la portada de un par de diarios y leyó en diagonal la crítica de un programa de televisión que no veía, la entrevista a un director de cine del que no había oído hablar, y una receta de un plato que decidió que no quería probar.

Después de llevar a cabo un par de tareas rutinarias (actualizar la información de un par de hojas de excel, una de facturas de proveedores y otra de facturas de clientes) acabó, sin saber cómo, leyendo un post de un blog en el que se hablaba de Trump, a pesar de que el autor era un murciano que jamás había cruzado el Atlántico. Después abrió otro documento de excel que tenía a medias, pero no se decidió a trabajar con él, sino que prefirió volver a entrar en Twitter.

Rubio no contribuía a esta red social más que como lector. Según los datos que hemos examinado, entre 2014 y 2015 había intentado aportar alguna frase ingeniosa, pero sin mucho éxito. Firmaba como «S0pran0», con dos ceros en lugar de oes. Su avatar era una foto en blanco y negro de James Gandolfini y cultivaba lo que en su opinión era un humor irreverente con el punto de ironía malcarada que a menudo se consideraba adecuado en esta red social. Rubio tenía menos de doscientos seguidores, una cifra despreciable, sobre todo si tenemos en cuenta que una tercera parte eran bots.

Aunque entraba en Twitter tres o cuatro veces al día, ya no escribía nada. Estaba convencido de que había una mafia de estrellitas que se retuiteaban entre ellas y que no permitía que llegaran nuevas voces. Bueno, por no hablar del cambio de rumbo en el contenido de esta red social, que a partir de 2016 y 2017 había derivado en sermones muy serios de gente muy enfadada vete tú a saber por qué. Quizás porque le habían servido el café con la leche demasiado caliente, o demasiado fría, o porque el nuevo iPhone no era del color que les le gustaba, o porque una persona había dicho algo en apariencia desagradable sobre una tercera persona que ni siquiera se había enterado de que hablaban de ella.

Era comprensible que no aguantara más de unos minutos antes de plantearse si no sería mejor ponerse a trabajar. Pero miró la hora y vio que ya había pasado el tiempo suficiente desde que llegó a la oficina como para poder tomarse un descanso sin que sus compañeros le miraran demasiado mal.

—Voy a por un café. ¿Alguien baja?

Era habitual que alguien fuera con él, incluso todos, sobre todo si las pulseras de control que llevaban los empleados recomendaban levantarse y estirar las piernas o combatir la somnolencia con cafeína. En este caso, solo le acompañaron Víctor Fernández y Laura Vázquez.

Parecía que se tratara, por tanto, de una mañana normal tanto para la empresa como para Rubio, que no se había alejado de la rutina. Pero lo cierto era que no se trataba de una mañana normal para él: una semana antes había ido a una entrevista de trabajo y el día anterior le habían llamado, confirmándole que el puesto era suyo. De hecho, había firmado un compromiso de contratación esa misma tarde.

—Estás callado, hoy —le dijo Vázquez. Debemos recordar que en la cafetería hay cámaras, por lo que pudimos leer sus labios. Esta técnica tiene un margen de error que, por experiencias anteriores, no supera el 30% de las palabras, sin que por lo general esto perjudique al sentido de la conversación tomada de forma global, sobre todo si tenemos en cuenta el algoritmo de corrección aplicado de acuerdo con los datos recopilados.

—Sí, bueno, cansado.

Estaba cansado, no mentía. Aunque, insistimos, en cuanto al rendimiento laboral, se trataba de una mañana normal. Pero tenía la cabeza en otra parte. Dicho sea esto metafóricamente, ya que literalmente la cabeza de Rubio seguía en la posición habitual: sobre el cuello, que a su vez descansaba entre los hombros.

Lo primero que sintió cuando le confirmaron que el puesto era suyo fue alivio, según deducimos del cambio en su tono de voz: podemos decir con un margen de probabilidad superior al 70% que uno de los motivos era que ya no tendría que acabar el informe.

Suponemos que no ignoraba que en su nuevo trabajo también se tendría que enfrentar a tareas que no le apetecerían nada, pero no parecía querer pensar en eso. Y, al menos, serían tareas nuevas, que por lo que sabemos suelen suponer un consuelo al menos temporal. No completamente diferentes, porque se trataba de un trabajo muy similar en una empresa del mismo sector, pero sí un poco distintas, con nueva gente y nuevos proyectos. Puede que la empresa estuviera mejor gestionada —nadie mejor que nosotros sabe todo lo que podríamos mejorar— y quizás se pudiera trabajar de forma más cómoda. Quizás su programa de gestión de presupuestos funcionaba como era debido y no tendría que importar los datos desde un fichero de texto, como si estuvieran en 1998, uno de los muchos motivos de queja de Rubio. Y aunque iba a acabar también cansado y aburrido, como todo el mundo, no se sentiría tan hastiado como durante los últimos meses, por culpa (en gran medida) de aquel informe del que parecía que no podía librarse.

—¿Hoy tampoco vendrá Salvador?

—Qué va, se va a pasar todo el día reunido.

Rubio se estremeció: tenía que hablar con el jefe del departamento, Salvador Bienvenido, así que en algún momento tendría que engancharle. Con la otra empresa había acordado que comenzaría a trabajar el 2 de marzo, lunes, lo que significaba que tenía casi tres semanas para irse, por lo que disponía de cierto margen para dar el preaviso. Pero quería darlo cuanto antes, quedarse en la empresa solo los quince días de rigor y tomarse unos días libres antes de comenzar en la nueva oficina.

—Salvador siempre está reunido, ¿no? —El que preguntaba era Fernández, que apenas llevaba un mes y medio en la empresa.

—Sí… Mejor para ti. Así te deja en paz.

—Sí, sí, mejor.

Rubio no sabía si debía subir a la planta quince e interrumpir la reunión si quería hablar con Bienvenido. ¿O bastaría con comentárselo a Rojo? Era la segunda del departamento, pero no sabía si eso era suficiente.

En todo caso, no quería esperar: ¿y si Bienvenido le pedía que se quedara algunos días más para facilitar la transición? ¿Y si le pedía que por favor acabara el informe antes de irse? Solo de pensarlo, un escalofrío le recorrió la espalda y le erizó el vello de la nuca. O eso hemos interpretado a partir de las imágenes de la cámara.

—¿Tenéis planes para el fin de semana?

—No.

—Dormir.

—Yo también. O tampoco. O sea, que no tengo planes y que dormiré.

Aunque qué podría importarle lo que pudiera pedirle. Si no acababa el informe antes de irse, ¿qué le podía hacer Bienvenido? ¿Despedirle?

—¿Habéis visto Watchmen?

—Yo la empecé ayer.

—No, no tengo HBO.

—Bájatela.

—Ya. Igual sí. La peli no me gustó mucho.

Pero no debería acabar mal con la empresa. A saber dónde iba a estar dentro de cinco años. A lo mejor se veía obligado a volver. O, a lo mejor, al ver lo bien que trabajaba en su nuevo puesto, motivado por el cambio de aires y de tareas, decidían traerlo de vuelta ofreciéndole un empleo mejor, quizás incluso el puesto de Bienvenido. Pero para eso sería necesario quedar a buenas y, quizás, eso supusiera acabar el informe.

—La primera me gustó mucho.

—El Escobar este estaba como una cabra.

—Pero luego ves la serie y tampoco te cae mal.

—Era un asesino, pero también cuidaba de sus hijos.

—Y si no le jodías, te trataba bien.

—Plomo o plata.

—Hijueputa.

Por otro lado, ¿se acordaría alguien del informe dentro de cinco años? Quizás sí: había leído que se recuerda mejor el principio y el final de cualquier actividad, además de los momentos de mayor intensidad, coincidieran o no con el principio o el final. Eso significaba que, si se iba sin haber acabado el informe, cabía la posibilidad de que dejara un mal recuerdo en la empresa y que, por tanto, no contaran con él cuando el puesto de Bienvenido quedara vacante, ya fuera por otro ascenso o porque Bienvenido, también, dejara la compañía.

Rojo era la segunda del departamento y estaba bien valorada. Quizás la ascendieran a ella, se diría Rubio. En fin, sería lo lógico. No tenía mucho sentido que se acordaran de él dentro de unos años. Aunque Rojo podría estar en otro departamento o, incluso, por lo que él sabía, en otro país. De hecho, la empresa podría haber quebrado e incluso nosotros podríamos estar olvidados, reconvertidos o apagados, así que ¿por qué se preocupaba por algo así?

—Menos mal que hay series.

—Sí, porque en la tele no echan nada.

—¿Cuántas ediciones de Gran Hermano llevan? ¿Setenta? ¿Ochenta?

—Solo les falta hacer un Gran Hermano con perros.

—No se notaría la diferencia.

—Bueno, los perros son más inteligentes.

—¿Todavía siguen diciendo eso de que los concursantes tienen un cociente intelectual por encima de la media?

—Creo que ya no se atreven.

—No hay quien se crea esa estupidez.

—Está todo guionizado.

—También, pero me refiero a lo de la inteligencia.

—Ah, no, tampoco, claro.

—A mí Operación Triunfo me gusta.

—Al menos hacen algo.

—Lo hacen mal, pero lo hacen.

—Son como nosotros.

—Eso es.

—¿Quiénes? ¿Los perros?

¿Estaba adelantando acontecimientos? Era probable que nadie le dijera nada del informe. Eso solo formaría parte del relevo. Quizás contaba con que le pidieran que dejara listo todo lo que pudiera para que lo terminara algún otro compañero, probablemente Fernández, que entre que era nuevo y que estaba trabajando en un proyecto de Salvador, no hacía gran cosa en la oficina.

—¿Volvemos?

—Qué remedio.

—Sí, un segundo.

—Ah, que no habías terminado.

—Tranquilo, no hay prisa, no viene de dos minutos.

—Ya está.

Después de la conversación comenzó a escribir un correo electrónico dirigido a Bienvenido, en el que le contaba que quería hablar con él a lo largo del día, para ir zanjando el asunto y, sobre todo, para quitarse de encima esa conversación. ¿Debería decirle también de qué se trataba? Tecleó, borró y volvió a teclear, y comenzó a contarle por escrito que dejaba la empresa. Pero al final no envió nada y el texto, descoyuntado y descalabrado, quedó en borradores. Quizás porque recordó que Bienvenido, igual que el resto de altos cargos de la empresa, era muy partidario de la comunicación cara a cara y por eso insistía en sus correos electrónicos en la necesidad de que se reunieran cada mañana. Ellos. Sin él.