El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 2 - Miguel de Cervantes Saavedra - E-Book

El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 2 E-Book

Miguel de Cervantes Saavedra

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El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha por Miguel de Cervantes Saavedra, segundo tomo. Este volumen contiene los capítulos I al VIII de la primera parte y un prólogo de Juan Gil-Albert.

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MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA

El ingenioso hidalgoDon Quijote de la Mancha2

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición FONDO 2000, 1999Primera edición electrónica, 2017

Contiene los capítulos I al VIII de la primera parte de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Prólogo de Juan Gil-Albert, “Aldonza Lorenzo”, tomado de El Hijo Pródigo, núm. XIII, edición facsimilar del FCE, 1983.

D. R. © 1999, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-5290-4 (ePub)ISBN 978-607-16-5288-1 (ePub, obra completa)

Hecho en México - Made in Mexico

Por la manchega llanura

se vuelve a ver la figura

de Don Quijote pasar…

va cargado de amargura…

va, vencido, el caballero de retorno a su lugar.

Cuántas veces, Don Quijote, por esa misma llanura

en horas de desaliento así te miro pasar…

y cuántas veces te grito: Hazme un sitio en tu montura

y llévame a tu lugar;

hazme un sitio en tu montura

caballero derrotado,

hazme un sitio en tu montura

que yo también voy cargado

de amargura

y no puedo batallar.

Ponme a la grupa contigo,

caballero del honor,

ponme a la grupa contigo

y llévame a ser contigo

pastor.

Por la manchega llanura

se vuelve a ver la figura

de Don Qujote pasar…

LEÓN FELIPE

ÍNDICE

PRÓLOGO. Juan Gil-Albert.

CAP. I.—Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo Don Quijote de la Mancha.

CAP. II.—Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso Don Quijote.

CAP. III.—Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo Don Quijote en armarse caballero.

CAP. IV.—De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la venta.

CAP. V.—Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro caballero.

CAP. VI.—Del donoso y grande escrutinio que el Cura y el Barbero hicieron en la librería de nuestro Ingenioso Hidalgo.

CAP. VII.—De la segunda salida de nuestro buen caballero Don Quijote de la Mancha.

CAP. VIII.—Del buen suceso que el valeroso Don Quijote tuvo en la espantable y jamás conocida aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de felice recordación.

Plan de la obra.

PRÓLOGO

JUAN GIL-ALBERT

Rara es en verdad la especie de enamorada que, a título distintivo y significativo si los hay, nos ha tocado en suerte a los españoles; una suerte que no sabemos hasta qué punto pueda serlo, pero que, como sucede con las imágenes religiosas, nos aprestamos a llevar procesionalmente sobre nuestros hombros luego de haberles dado vida instintiva en lo más recóndito de nuestro deseo. Es ella, como sabéis, Aldonza Lorenzo, la sin par Dulcinea del Toboso. E inmediatamente, los dos nombres se nos superponen o, más aún, se funden y evocan ese ser enigmático de claridad que los españoles entendemos tan bien, casi de una manera maquinal, pero que el resto de los hombres necesita desdoblar y superponer, para darse exacta cuenta del mecanismo psíquico capaz de engendrar la imagen famosa de tal principesca labradora. Y desmontado ese mecanismo, por muy sutil que lo entiendan, la sangre, naturalmente vivificadora, deja de circular por él, y el sentimiento entrañable que lo mueve queda paralizado, prestándose, eso sí, cuánto mejor, a los más exactos procedimientos inquisitoriales de la inteligencia.

Creo que resulta aleccionador el que posemos momentáneamente nuestra mirada en otras imágenes femeninas que han encarnado en el arte y la literatura de sus pueblos, lo más puro y representativo de sus sentimientos, seres recreativos y sintéticos, a través de los cuales, sus enamorados, el alma de un país, nos revelan tanto como su historial, la modalidad de lo que buscan o el laberinto en que se hallan sumidas sus ilusiones. Criaturas astrales, en cuya luz titilante nos bañamos hoy aún, nostálgicos, ya en los linderos de otra época. ¿Quién no reconoce en sus nombres la excelsitud del amor y los símbolos de su gracia, Beatriz, Laura, Margarita, Julieta? ¿Quién no roza la sombra inmarcesible de Helena apenas intenta reproducir la seducción, el hechizo y las hecatombes que acompañan, como legado permanente, a la femenina belleza? Pues si dejamos caer junto a los suyos, en el grupo de esas radiantes criaturas amadas, el nuestro, el de nuestra Aldonza, veamos cómo algo sucede de extraño e inquietador, un desajuste, un como no poder estar allí, junto a los otros; un mundo distinto se nos revela y con él también la inquietud y extrañeza de lo nuestro, de nuestro sentir, de nuestra procedencia. Algunos, extranjeros en su mayoría, querrán explicarlo o explicárselo a sí mismos, a causa de ese humorcillo cervantesco que atraviesa sus páginas como el filo del aire y que envolviendo a la moza del Toboso en un salobre rosicler campero de villana condición, no la deja subir los peldaños sublimes por los que han ascendido las otras. Perdonémosles, por lo comprensible, la trivialidad de tal sugerencia. La verdad de que Aldonza Lorenzo choque en ese sereno grupo idealizado, es sobre todo y precisamente, ésa: el que ella, a través de tantas vicisitudes, y cambios, y catástrofes, y muertes y resurrecciones, sigue cerniendo el trigo con su cedazo, lo que quiere decir que, si no la mujer ideal, lo es, eso sí, pura, en su carne y huesos y por tanto la mujer viva y carnal de nuestros sueños. ¡Y qué sueño tan total, tan íntegro, tan sin engaño de lo que se sueña! ¡Qué sueño tan despierto, en el que nuestra Dulcinea ensarta perlas para una hipotética gargantilla de desposada, al tiempo en que los ojos la ven cumplir paciente su faena de princesa que cierne el trigo de nuestro posible amor conyugal! Realidad imperecedera y completa de los afanes humanos entre cuyas dos vertientes se afinca nuestra locura. ¿Quién es este enamorado tan falto de juicio, capaz de ceñir a una manchega zafia la real diadema amorosa de los españoles? Un español que siente como ellos la realidad patética de su sueño, tan verdadero, que todos lo entienden como propio. No hay mucho que pedir para comprenderlo: una muchacha que nos gusta y de la que estamos enamorados. ¿Fácil tarea o escasa ambición para quienes ponen la meta de su amor en la inalcanzable dama de algún intrincado castillo o velado palacio? Dificultades aparentes son éstas, que pueden ser vencidas las más de las veces, seres imaginarios los que alientan tras tanta celosía y ajimez, sombras adorables, pero sombras nada más, humo de vanidad que adorna como un penacho la cimera de más de un caballero andante. Pero el prodigio del amor no es ése, que es tan sólo su forma prestigiosa, sino el de la criatura que se ve, no importa si villana o duquesa, y la chispa mortal que prende en nuestro corazón; ésa, ésa y no otra, ésa únicamente que acabamos de ver y ya para siempre. Quien sea, no importa y cuán inútil ya; es la Señora de nuestros desvelos y, manchega o florentina, allí asentamos su reino, su castillo, sus celosías, su escintilación inmediata. ¿Quién es? Muy poca cosa o acaso nada; es una labradora de la Mancha, nada menos, pues, que la muy alta Señora Dulcinea del Toboso. ¿No es esto, acaso, la más intrépida de las ambiciones, apoderarnos de ese ser entrevisto que no sabemos quién sea? Porque no en virtud de un linaje vale mi amor sino que es mi amor mismo quien confiere, al revelarse, patente de nobleza. Es la nobleza de mi sentimiento quien se ha rendido como tributo a la principesca condición indiscutible de una labradora. Si cierne el trigo al sol centelleante, yo sé que engarza perlas de trigo, porque la poesía es la verdad; el trigo ¡qué belleza!, el cedazo, el arpa, todo cuán gentil y transverberado cuando ella usa de esos objetos tan singulares. ¿Ficciones? ¿Por qué? ¿Quién siente el deseo de inventar a una labradora en el siglo XVI, en pleno Renacimiento? Las labradoras son verdaderas o no existen, porque ésas de los villancicos son antecedentes señoriles de las pastoras versallescas. ¿Quién puede animar la insensatez de tal invención para enamorarse de ella, de una jovencilla palurda del Toboso, lugar donde no se oye el susurro cristalino de ninguna fuente, ni dónde podría el historiador presentarnos a su heroína holgando en prado ameno alguno? No, Aldonza Lorenzo es un sucedido, algo que sucede diariamente. Ya sé que Beatriz fue, en su vida, Beatriz, noble doncella de una gravedad graciosa, como a su estirpe latina corresponde; y el Dante la descubre un día, también para siempre, vestida con un traje talar y ostentando en la mano una rosa. Pero Beatriz muere y ostentosamente se idealiza, es decir, va encarnando a la idea para la que fue sentida y concebida, a la idea, a la virginidad, a la Virgen, como en la concepción amorosa de Platón el amigo puede ser el raudal transparente de la divinidad, algo que siendo, nos encamina a lo verdadero más alto. Así Beatriz, en el centro de su ostensorio paradisiaco, no puede ya sino irradiar sobre su imagen mundana, sobre aquella casta joven de la rosa en la mano, bondadosas perfecciones, las primicias que en este mundo presagian las más celestiales excelencias de la creación. Dante podrá continuar con su corazón carnal, bullente de dudas y de deseos, quién sabe si hasta concupiscencias, pero la Amada está a salvo y esta salvación es reconfortadora y plena de vivificante esperanza: la bondad virginal existe y al encontrarnos con ella hemos construido, ardientemente, es cierto, pero apoyados en toda una valoración clásica, preexistente, nuestro mundo interior. ¡Qué altar prodigioso, rutilante, todo él encendido por la circulación de una sangre enamorada, se ofrece a nuestra vista! ¿Qué puede hacer aquí nuestra modesta Dulcinea, sino en todo caso, como buena pueblerina, cubrirse la cabeza con algún pañuelo y rezar con la frente inclinada y alzados los ojos hacia aquella dama tan hermosa que le gusta pero a la que no se atrevería nunca a dirigirle la palabra? ¡Aldonza Lorenzo, levántate! ¡Es una igual a ti, ésa que resplandece entre tantas luces y misteriosa gritería, ésa de ojos castísimos y manos inmaculadas! Tú estás junto a ella, en un pequeño grupo de conmovedoras hijas de sus pueblos, sólo que, eso es cierto, se te nota allí un tanto extraña y hasta demasiado parecida a una labradora manchega, sin haber perdido nada de tu arisca presencia, ni tu pasmo de recental, tú que eres la más alta Señora que pisa la tierra, la sin par Dulcinea del Toboso. ¡Dulcinea! ¿No sabes cuán difícil es esto de enamorarnos los españoles que hemos sido tachados de enamoradizos? Porque si un italiano encuentra su Beatriz, dichoso él, que pasará su vida genuflexo ante un vivo altar, perfecto en cada uno de sus detalles. Y de Margarita y de Julieta, ¿qué sabemos sino palpitaciones encantadoras de sus corpiños, alondras mañaneras, guedejas rubias, inocentes susurros con sus nodrizas? Lirismos nórdicos que sin duda no han sido hechos para nuestra llana condición. De ti, princesa nuestra, ¡sabemos tantos pormenores! Porque ahí está Sancho, para traernos el soplillo de su cazurrería; Sancho, tan español como nosotros y dispuesto a no dejarse engañar y que no sólo te ha visto en el patio de tu alcázar, cerniendo con un cedazo el trigo de tus padres, sino que ha dicho más el gran blasfemo español, y no sé qué manchón de ignominia dejó caer sobre nuestra exaltación amorosa, al hablarnos de un irreverente tufillo a machuno, ésa es su palabra. ¿Sabes ahora lo difícil que es enamorarnos, y seguimos estándolo, tras esa densidad, gota verdadera, vertida en el vaso de nuestro enajenamiento? Y así el caballero sobrelleva su amor como una carga, cálida pero terrible, semejante a la del viejo Atlas sosteniendo sobre sus hombros la redonda pesadez del mundo. Con todo lo que pesa, que no es tan sólo el fuego del espíritu que fluido y ardiente nos ayuda al cabo a redimirnos de él, pues que vuela hacia lo alto; mas, también, y sobre todo, con el intenso espesor de la materia que nos ha sido impuesta, esta pobre animalidad que se prende a nuestra alma, como queriendo ser transportada en sus brazos inefables a otro clima más benigno y pacificador. Sólo un Sancho, tan toscamente adherido a la tierra, aunque con la clarividencia que el aire serrano logra infiltrar hasta en los más romos entendimientos, es capaz de conseguir, con sus insidiosas verdades, la aceptación en el enamorado de todo ese peso bruto que, asimilado con repugnancia y buena fe, fertiliza y hace destilar inesperadamente en nosotros la dulce miel dichosa, en cuya elaboración no han intervenido engaños fútiles ni elevadas idealizaciones. Y si, a pesar de todo, con nuestro fardillo a cuestas, la tal moza manchega sigue siendo en lo más íntimo de nuestro querer, la sin par Dulcinea del Toboso, habremos llegado a la cima del sentir español, de su realidad y encantamiento.