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La primera novela de Bilbao, publicada en partes en un diario peruano, se centra en una pareja de europeos, Rodolfo y su esposa Magdalena que se mudan a Perú. Al llegar, su relación empieza a complicarse, no solo por las nuevas costumbres sociales, pero también por el reencuentro de Magdalena con el Inquisidor Mayor de Lima, un viejo pretendiente cuya repentina desaparición rompió con su compromiso. Sin embargo, este ahora está comprometido con Margarita, que le es infiel. Todos estos encuentros y desencuentros amorosos desencadenan en un espiral de conflictos entre los amantes y comprometidos, que movilizan a la ciudad de Lima y desenmascaran la hipocresía de la Iglesia.
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Seitenzahl: 92
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Manuel Bilbao
Saga
El inquisidor mayor
Copyright © 1852, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726641257
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
—V→
El siguiente juicio es traducido de la Libre Recherche, revista universal publicada en Bruselas por Mr. Pascal Duprat, página 154, entrega 13, tomo 2.º, correspondiente al año primero, diciembre de 1855.
LITERATURA HISPANO-AMERICANA
Esta obra es la primera que haya manifestado el espíritu de la conquista española en contraposición con el espíritu de la revolución en el virreinato del Perú.
El suceso ha correspondido al objeto. Dos ediciones han sido rápidamente agotadas, lo que es una novedad en la América del Sud.
El autor ha escogido a Lima, capital del Perú, como teatro de los acontecimientos que nos traza.
Su narración es muy anterior a la época de la independencia americana.
—VI→
Nada más interesante que el cuadro que nos presenta de aquella antigua ciudad. Nos manifiesta en el seno de esta ciudad, en donde todo es alegría, molicie y abandono, la conquista española, ahogada en la voluptuosidad y hartándose de oro a la sombra de la Inquisición.
Los descendientes de Pizarro, no teniendo ya batallas que dar, forman una oligarquía avarienta que explota las vastas posesiones del Perú, por las manos del esclavo y del indio siervo.
No más espíritu de empresas, costumbres caballerescas.
El ocio, el juego, el placer, las fiestas, todas las pasiones y todos los vicios, llenan la vida de esos soberbios dominadores. Todas las seducciones, todos los goces, parecen haberse encontrado en Lima.
El elemento africano y moro se combina allí con el elemento indígena para los placeres de los nuevos amos del terreno, y el catolicismo sirve como marco a estos extraños cuadros.
Se diría que era una parodia de las antiguas épocas babilónicas, faltándoles la grandeza bíblica.
Al lado de ese espectáculo, el escritor muestra otro.
Es la filosofía del XVIII personificada en un joven francés que muere víctima de sus opiniones, y que la Inquisición de Lima quema como a hereje.
El lector, a medida que el drama se desenvuelve, ve pasar bajo sus ojos el cuadro complicado de esta sociedad hispanoamericana, con todos los elementos que la componen.
Asiste a la lucha sorda todavía, del pasado y del porvenir.
Toca todos los problemas que se agitarán luego sobre esa tierra ya trabajada por la revolución, desde el catolicismo y la esclavitud, hasta la nueva forma de las Repúblicas Americanas, que deben salir del conflicto ya eminente entre la España y el Nuevo Mundo.
Se respira en esta obra la atmósfera perfumada y, embriagante de la naturaleza tropical, en donde el amor es el fondo, de la vida; pero se siente al mismo tiempo el aliento revolucionario pronto ya a remover la tierra como un volcán de las cordilleras.
No hay en la literatura española en la América, un solo libro que haya abrazado un horizonte tan vasto.
No lo hay tampoco que haya producido una tan grande impresión.
—VII→
Cuando en 1846 recorría las provincias del Sud de Chile buscando la salud que había perdido en las fatigas del estudio, la naturaleza de mi patria me absorbía por una infinidad de cuadros iluminados con los rayos de un sol brillante.
El cielo azul, intolerante para permitir que la nube le ocultase, dilataba su perspectiva grandiosa.
Valles limitados por el occidente con la bóveda del cielo, parecían por el oriente dar nacimiento a la atmósfera en las elevadas cumbres de los Andes.
Montañas cubiertas por densos bosques se presentaban como la manifestación de una naturaleza virgen; campos dilatados arrojaban, de las alfombras de verdor y flores que los visten, aromas selváticos.
El caballo me llevaba a escape tomando vida en el aire embalsamado que corría por las campiñas; los ríos se precipitaban con la rapidez de las fecundas cascadas que aumentan sus cauces: el calor del estío desaparecía bajo la sombra de espesos bosques.
Y yo corría siempre adelante, entusiasmado con tanta grandiosidad; admiraba, y no sabía qué, porque mi imaginación era absorta por multiplicadas impresiones que los cielos, las montañas, los ríos, los volcanes, los valles, producían a cada paso y a un propio tiempo sobre un espíritu encendido por la fiebre.
La vida de las poblaciones, que poco antes la creía la cuna de los goces, fue desde entonces para mí otra existencia distinta: el bullicio de las ciudades, los trajes que los habitantes llevan, las —
VIII→ costumbres que les aletargan, ese enjambre de agitaciones y de necesidades creadas que constituyen lo que llaman negocios del hombre; toda esa barahúnda de intrigas y de miserias, desapareció a mi vista, olvidé por un momento la sociedad y me sentí libre.
Y fue entonces, que adoré a la naturaleza, sobre todo lo que había adorado.
¡Tiempos de felices recuerdos que volaron a la par de la infancia!
En cinco días recorrí las distancias que separan a Santiago de Concepción, y la inquietud de aprender lo que de sí arroja la topografía de esa porción de territorio chileno, me entretuvo tres meses en andar como un salvaje viviendo la vida de los campesinos.
En mi carrera posterior, no se han podido borrar de mi pensamiento las impresiones de aquel corto episodio de la edad primera.
Querría dar rienda suelta a los recuerdos que aun conservo; pero este trabajo no tiene con ellos más que una accidental conexión.
Sin embargo, tocaré un incidente, porque él nos abre las puertas a la vida de las personas que figuran en este romance.
En una de mis excursiones por las montañas que se encuentran al frente del pueblo de San Carlos, en el lugar denominado Semita, me alojé por tres días con el objeto de visitar las máquinas de aserrar maderas que allí tiene don Ricardo Ponce.
Las casas de esa estancia, que cuenta catorce leguas de dimensión se divisan a gran distancia en razón de hallarse situadas sobre una elevada loma.
Es una bella situación y un bello conjunto de arquitectura inglesa.
El señor Price me recibió con la delicadeza de un verdadero inglés, y lleno de franqueza y de buen humor, me invitó para ir al día siguiente al de mi llegada, a visitar las expresadas máquinas.
Montamos en unos briosos caballos, acompañados de varios jóvenes que allí residían, y emprendimos nuestra ruta hacia adentro de los montes que teníamos al Oriente.
—IX→
Al haber avanzado como doce cuadras, penetramos en el bosque inmenso que forma la riqueza de esa propiedad.
El cielo desapareció a nuestra vista y el alto copo de los pinos, robles, laureles, cedros y de multitud de otros árboles, nos cubrió con su sombra.
El suelo cultivado en partes y en otras vestido de verde por los pastos naturales, producía en unión de las sombras, una atmósfera fría, en medio de la ardiente estación del verano.
Los caballos los lanzamos con ímpetu por entre aquellas dilatadas calles de árboles, tapizadas de una vegetación rica y viril.
La brisa inclinaba uno sobre otro a aquellos gigantes salidos de las entrañas de la tierra.
Un ruido monótono y perpetuo se desprendía de aquel movimiento.
Nuestros caballos seguían briosos y tascando el freno con impaciencia.
Las distancias desaparecían bajo las ilusiones de la admiración.
Íbamos alegres.
Después de una hora y cuarto salimos del entoldado sombrío y descendimos a una planicie de seis cuadras encajonadas por cerros cubiertos de árboles.
Allí había una casita preciosa de tres pisos, y a los costados de ella extensos galpones.
Al frente se veían dos grandes cascadas que daban movimiento a una máquina de aserrar madera.
Al entrar en aquel lugar, un anciano y varias mujeres nos salieron a recibir.
Por el lado de los galpones se veían algunos trabajadores que se ocupaban en el servicio.
Bajamos de las cabalgaduras y mientras se nos daba algún alimento, recorrimos todo aquel circuito industrial.
El anciano nos conducía, explicándonos cada cosa por su orden.
La agitación de cuatro leguas galopadas y lo mucho que habíamos andado a pie, nos llevó a la casita para descansar.
—X→
Era este el lugar en que habitaba la familia del anciano y quien hacía de jefe en las labores.
Su esposa tenía alguna edad, pero interesaba por su limpieza y despejo.
Tenía a su lado dos jóvenes como de quince años de edad y tres varones pequeñuelos.
Una de esas niñas me llamó la atención al momento de verla.
Su semblante rosado estaba iluminado por unos hermosos ojos negros sombreados por largas y crespas pestañas que daban a su fisonomía un atractivo de que por cierto no se apercibía la familia.
Luego que entramos en conversación, me permití preguntar a la joven.
-¿No está usted triste en la soledad?
-No, señor -me contestó-, porque desde la edad de seis años vivo en el campo.
Estoy con mis padres, y esto me basta.
-Pero es extraño -le volví a decir- que a su edad no tenga usted ambición y deseo de estar en la sociedad.
La joven bajó con modestia su rostro algo sonrojado y la madre me contestó por ella:
-Creo que no serían tan felices mis hijas en un pueblo como lo son aquí.
Yo he residido en Lima con mi esposo, recién venidos de España, y le aseguro que a pesar de los goces de aquella ciudad, prefiero estar aquí.
-¿Por qué dice usted tal cosa? -le observé.
Yo también he estado en Lima ahora un año, y le aseguro que los recuerdos que tengo de él, me hacen desear el volver.
-Usted es demasiado joven -me dijo la señora-, y no dudo que aun solo haya vivido en los goces de la edad, pero yo que he presenciado los azares de la vida de los pueblos, el poco tiempo que queda para pensar, para consagrarse a Dios, a la educación; yo, mi amigo, que conozco esa multitud de males que amenazan a la juventud, le aseguro que es mejor este retiro.
—XI→
Y en verdad, después que se ha conocido algún tanto el mundo, cuando se ha palpado el acecho constante contra toda virtud, el poco estímulo para enaltecer la honradez, la poca lealtad para respetar los vínculos más sagrados; cuando se ha experimentado esa educación vacía, superficial, corruptora por las necesidades ficticias que crea y que día a día se inocula en las almas y de una manera insensible, se comprende la razón de esa señora que prefería el retiro a los halagos de la sociedad. Para mí, hace algún tiempo que solo diviso la felicidad de las familias, el reposo del hogar doméstico, la fidelidad pulcra en aquellos lugares que se apartan de las poblaciones.
Cuando veo a la juventud angelical que hace su entrada al mundo, la contemplo con toda la ilusión de la pureza, y luego medito que esa pureza va a perderse con el solo roce de la sociedad.