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La última novela de Manuel Bilbao sigue a un grupo delincuentes en Ecuador. Liderados por Bruno Arce, la historia narra las vidas de los delincuentes y las razones injustas que los llevaron a ser presos del sistema penitenciario. La injusticia de este solo los vuelve más criminales, en vez de apoyarlos para poder reestablecerse y volver a ser parte de la sociedad a la que alguna vez pertenecieron. Con «El Pirata de Las Guayas» Bilbao se encarga de denunciar el injusto sistema de civilización y barbarie que deja en falta a jóvenes de bajos recursos injustamente encarcelados y los dirige hacia el peor de los caminos.
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Seitenzahl: 50
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Manuel Bilbao
Saga
El pirata del Guayas
Copyright © 1855, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726641233
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
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-499-
¡Bella es la naturaleza que se ostenta en las márgenes del Huayas!
Cielo despejado, teñido de fuego en el horizonte por los rayos abrasadores de un sol africano.
La luz se presenta sin anunciarse por la aurora que aparece en las regiones apartadas de los trópicos.
La débil claridad que precede al día, abre el curso a las fatigas del calor, cuyo trono se alza majestuoso a las orillas de un caudaloso río, que dio nombre al pueblo que baña con su corriente.
Bosques inmensos delinean sus riberas, presentando graderías de arboledas enormes que competen la elevación y frondosidad.
Una isla cortada al oriente, por el caudaloso río, y al poniente, por un brazo estrecho de mar, sirve de asiento a la ciudad.
-500-
Cuando el sol declina, el lado opuesto al ocaso presenta la cadena serpenteada de los Andes que, abatiéndose al Noroeste, deja encumbrarse la elevada mole del Chimborazo, cuya aparición por encima de las nubes, disputa el imperio de los aires a esos vapores que le sirven de ropaje, cual si fuera un gigante de la Eternidad.
El buque que conduce al viajero al pueblo de Guayaquil principia a internarse desde la extensa isla de Puná.
Esta isla sirve de costa a una parte del Océano y de puerta a las corrientes del Guayas, que se deslizan por grandes brazos, envolviendo en su curso los árboles y pastos que arrastra con sus corrientes, desde su nacimiento.
Cada brazo es la faja de una isla inculta y virgen, donde se aposenta el lagarto monstruoso, la culebra venenosa, el reptil mortífero y el criadero del desesperante mosquito.
Un lodo espeso, cubierto por enredaderas y árboles siempre verdes, ocultan aquel piso peligroso que invita a pisarlo a causa del atractivo producido por ese manto de vida que engaña a la vista.
Catorce millas se interna el buque por entre esas calles de frescura para la imaginación y de ardor en la realidad.
Parece aquello un sarcasmo dilatado, donde el calor agobia el cuerpo y la vista se recrea.
A medida que esas catorce leguas van desapareciendo, el aire templado que corría va agotándose; principia a respirarse con dificultad; una traspiración sofocante asalta y el mosquito se encarga de festejar al recién llegado.
Cae el ancla, y Guayaquil está a la vista.
Se salta en tierra.
Unos palos de balsa flotantes, que suben y bajan a merced de la marea, son el muelle que sale del malecón.
-501-
El malecón es una calle ancha y extensa que forma el frontis de la ciudad, adornada por casas elevadas sobre arcos de madera.
Calle hermosa que corre a lo largo del pueblo, presentando a un lado los edificios al otro el río.
Aquel es el paseo.
A cada cien varas se encuentran las desembocaduras de las calles que cortan la población.
Las veredas están cubiertas por galerías.
El centro de cada calle es un pantano cuyas aguas dejan un lodo verde que se corrompe con el calor, siempre dominante.
Cierta fetidez exhalada por esos depósitos, anuncia de pronto la causa de las frecuentes epidemias y explica la palidez enfermiza de los habitantes.
Desde luego se echa de menos el bullicio de los pueblos y el ruido de las ciudades.
No hay rodados, y la gente permanece encerrada en sus casas.
Las lluvias han pasado.
Se anuncia la entrada del verano para Junio1 .
Llega la deseada estación y la temperatura cambia.
El terreno se seca y al amanecer y por la noche se siente una agradable brisa que consuela la laxitud del cuerpo, producida por el calor del día.
Los mosquitos disminuyen; no se dejan sentir con la rabia que despliegan2 en el tiempo de las aguas.
-502-
Entonces el malecón se cambia en un terral y da lugar a ser ocupado por los hombres. La mujer no se digna concurrir; sería un acontecimiento revolucionario que una pollera se pasease.
Tras los espesos toldos de los balcones se divisa con dificultad a la virgen y no virgen que se mece en el lecho de todas las condiciones, llamado hamaca.
Allí esperan la noche para dejarse ver de las estrellas.
En esas tardes es preferible renunciar al paseo y pasar a la sábana que sirve de espalda a la población, teniendo por límite un estero navegable y cuyo horizonte es cortado por una baja colina.
¡Allí se puede respirar con más libertad!...
Cae el sol y en su séquito se levanta un horizonte de fuego.
Creería verse el incendio de las entrañas del mundo, amenazando cubrir la mitad del globo que dejaba de alumbrar el astro a quien los Incas adoraban como al representante de Dios.
Los católicos en el delirio de sus creencias, se figurarían ver en ese incendio la mansión de los condenados.
La noche entra sin anunciarse por el crepúsculo.
Entra la noche y la oscuridad se presenta para aumentar la tristeza del hombre.
Las casas entregadas al silencio de la inacción.
La juventud se ahuyenta, y los bellos grupos de muchachas, se ven condenadas a perder en la soledad el esplendor de la infancia.