El lector literario - Pedro Cerrillo - E-Book

El lector literario E-Book

Pedro Cerrillo

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Beschreibung

Dos de las grandes aportaciones de El lector literario son los análisis que se ofrecen en torno al concepto y la conformación de "lo clásico" y "el canon", así como del paso histórico de la literatura oral a la literatura escrita. Asimismo, hace hincapié en el importante papel que juega la escritura y la lectura en el proceso de formación lectora, ejemplificando sus observaciones con interesantes experiencias de campo.

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Pedro Cerrillo es doctor en filología hispánica por la Universidad Autónoma de Madrid y catedrático de didáctica de la literatura de la Universidad de Castilla La Mancha. Ha publicado más de un centenar de artículos en revistas españolas y tiene más de una veintena de libros publicados. Es director del CEPLI (Centro de Estudios de Promoción de la Lectura y Literatura Infantil). Sus aportaciones como investigador se ubican en el campo de la educación literaria, la literatura del exilio español y el cancionero popular español. En 1981 fue galardonado con el 2º Premio a la mejor labor crítica en los Premios Nacionales de Literatura Infantil.

El lector literario

ESPACIOS PARA LA LECTURA

Primera edición en inglés, 2015Primera edición en español, 2016Primera edición electrónica, 2016

Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar

Título original: Inequality: what can be done?, de Anthony B. Atkinson Copyright © 2015, President and Fellows of Harvard College Todos los derechos reservados

D. R. © 2016, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-4241-7 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

El lector literario

Pedro C. Cerrillo

Como fuente primaria de información, instrumento básico de comunicación y herramienta indispensable para participar socialmente o cons­truir subjetividades, la palabra escrita ocupa un papel central en el mundo contemporáneo. Sin embargo, la reflexión sobre la lectura y la escritura generalmente está reservada al ámbito de la didáctica o de la investigación universitaria.

La colección Espacios para la Lectura quiere tender un puente entre el campo pedagógico y la investigación multidisciplinaria actual en materia de cultura escrita, para que los maestros y otros profesio­nales dedicados a la formación de lectores perciban las imbricaciones de su tarea en el tejido social y, simultáneamente, para que los inves­tigadores se acerquen a campos relacionados con el suyo desde otra perspectiva.

Pero —en congruencia con el planteamiento de la centralidad que ocupa la palabra escrita en nuestra cultura— también pretende abrir un espacio donde el público en general pueda acercarse a las cuestiones relacionadas con la lectura, la escritura y la formación de usuarios activos de la lengua escrita.

Espacios para la Lectura es, pues, un lugar de confluencia —de distintos intereses y perspectivas— y un espacio para hacer públicas realidades que no deben permanecer sólo en el interés de unos cuantos. Es, también, una apuesta abierta en favor de la palabra.

Índice

Introducción1. Funciones sociales (y educativas) de la literaturaFunción socializadora de la literaturaNecesidad de la literatura2. La “competencia literaria”Algunas consideraciones sobre la enseñanza de la literaturaLa “competencia literaria”3. Las primeras lecturasLa importancia de la voz mediadora del adultoLas primeras lecturas oídas: cuentos maravillosos y canciones de cunaEl concepto de “primeros lectores”El álbum ilustrado4. La importancia de la LIJ en la formación del lector literarioUn poco de historiaAntes de la imprentaLa invención de la imprentaEl “ilustrado” sigloXVIIIEl sigloXIXEl caso único de AndersenLos inicios de la LIJ actualLa LIJ y el lector literarioLa literatura juvenilCorrientes y tendencias de la literatura juvenil5. La lectura de los “clásicos”Canon literario vs. clásicos literariosLos clásicos literarios en la escuela6. Sistema educativo y canon escolar de lecturasSobre el canon escolar de las lecturasUna propuesta de canon escolar de lecturas7. Las prácticas escritoras en la formación del lector literarioEducar para leer, educar para escribirLa escritura en la formación del lectorLa escritura creativa de los escolaresEl contexto de la escritura es el lector8. ¿Qué fue de la literatura popular?Memoria, oralidad y escrituraTradición popular y literaturaLiteratura popular, escuela e infancia9. Los nuevos lectoresLa lectura en tiempos de imágenesEl futuro del libro y la lecturaNeoanalfabetismoLa competencia lectora es un derecho universal10. El “placer de leer”Referencias bibliográficasAnexo. Una propuesta de canon escolar de lecturas

Introducción

Nunca hubo tantos lectores como hay ahora. Sin embargo, es una realidad la pérdida de prestigio y, sobre todo, de consideración social de la lectura y de los lectores en el mundo actual1.

Cuenta Emilio Lledó que Aristóteles, en su Política, se refirió al filósofo Tales de Mileto como una persona a la que su gente más cercana le reprochaba su pobreza por dedicarse a algo tan inútil e improductivo como la sabiduría; Tales, herido en su orgullo, hizo uso de sus conocimientos de astronomía (es decir, de su sabiduría) para prever cómo iba a ser de productiva la cosecha de aceituna muchos meses antes de que se produjera, de modo que, como iba a ser muy buena cosecha, arrendó varios molinos de aceite, lo que le permitió ganar mucho dinero, demostrando —en palabras de Aristóteles— “que es fácil para los filósofos enriquecerse si quieren, pero que no se afanan en ello” (vid. Lledó, 2013: 28).

Christine Lagarde, que ha sido tres veces ministra en el gobierno francés (de Agricultura y Pesca, primero; de Comercio, luego, y de Economía, Finanzas e Industria, finalmente), dijo no hace mucho tiempo —en su condición de directora del Fondo Monetario Internacional— dirigiéndose a quienes se quejaban de la crisis económica: “trabajen más y piensen menos”. Si una autoridad como la que ella representa, a la que se le presuponen muy buenos conocimientos, opina de esa manera, está claro que a muchos de quienes tienen la responsabilidad de gobernar las sociedades actuales no les interesa tanto hacer lectores (con toda su consecuente capacidad de reflexión y enjuiciamiento) como hacer consumidores.

Ser lector no es sólo saber leer, es decir, conocer los mecanismos que posibilitan unir las letras en sílabas, éstas, en palabras, y las palabras insertarlas correctamente en oraciones, ni siquiera es conocer las reglas gramaticales más elementales. Con todo eso sabremos leer, pero no seremos lectores: las personas se convierten en lectores cuando son capaces de explorar y descifrar un texto escrito asociándolo a las experiencias y vivencias propias. La clave para lograrlo está, como en tantas otras ocasiones, en el conjunto de la sociedad, que en los momentos que vivimos es una sociedad que alienta la facilidad, la superficialidad y un malentendido pragmatismo, despreciando la dificultad, el esfuerzo, la crítica o el pensamiento propios.

El aprendizaje lector se limita en demasiadas ocasiones a la adquisición de esos mecanismos nombrados, es decir, los que conducen al dominio mecánico del código escrito. La enseñanza de la lectura debiera ser la enseñanza de la comprensión de la lectura, de modo que, tras ese aprendizaje, el lector pudiera desarrollar su competencia lectora. Con su habitual clarividencia, Alberto Manguel ha señalado:

Leer es una de las técnicas básicas de todo ciudadano activo en una sociedad llamada letrada. Para cumplir con ciertas responsabilidades cívicas y disfrutar de ciertos derechos sociales, un ciudadano necesita saber descifrar el código a través del cual la sociedad formula reglas, instrucciones, advertencias y anuncios de todo tipo […] Pero leer tiene también un significado más complejo. Leer […] es el arte de dar vida a la página, de establecer con un texto una relación amorosa en la cual experiencia íntima y palabra ajena, el vocabulario propio y la experiencia de otro, convergen y se entremezclan como las aguas de dos ríos y se funden en un solo caudal [Manguel, 2007: 11].

Ésa es la esencia del lector literario, de ese lector que da título a este libro. Un lector competente que, cuando elige un libro, no se deja llevar por la publicidad o la información no contrastada; un lector que —antes de su elección— se interesa por el autor y el título, que mira la cubierta y lee el texto de la contracubierta, que busca el tema de que trata, que hojea el índice, incluso lee la primera página, porque es consciente de que un buen inicio puede “enganchar” a su lectura a los buenos lectores (en la historia de la literatura hay maestros de los inicios, como Cervantes, Pérez Galdós, García Márquez o Vargas Llosa); un lector que lee habitualmente, que tiene sus propios gustos y opiniones.

El lector literario comparte sus experiencias lectoras con otras personas (comenta, sugiere, reflexiona), sabiendo que todos los libros no les gustan a todos los lectores, que siempre hay un libro para cada lector. El lector literario casi nunca desaconsejará la lectura de un libro: dirá que a él no le gustó. El lector literario puede abandonar la lectura de un libro, aunque ya la haya iniciado, porque no empatiza con él —sencillamente, porque no le gusta—, sabiendo que eso no es un desdoro ni una frivolidad, sino un derecho.

En el libro que el lector tiene en sus manos se habla de muchos de los aspectos que son importantes en la formación del lector literario o que están relacionados con ese concepto de lector: la competencia literaria, la importancia de las primeras lecturas y de la literatura infantil y juvenil, de la literatura popular y las lecturas escolares, de los clásicos literarios y las prácticas escritoras, con espacio en los dos últimos capítulos para los nuevos lectores y para el placer de leer, algo —esto último— que, como se verá, sólo es posible en los lectores literarios, buenos lectores que han recorrido previamente un camino lector difícil y esforzado, pero lleno de retos.

1 Sobre la influencia y los nuevos usos de la tecnología y las redes sociales aplicadas a la lectura literaria, vid. cap. 9, “Los nuevos lectores”.

1. Funciones sociales (y educativas) de la literatura

Desde que tenemos constancia de la vida humana en la tierra, la fascinación por crear, contar, leer y escuchar relatos e historias ha sido una constante de las personas, en cualquier espacio y en todos los tiempos.

Literatura. 1. Arte que emplea como instrumento la palabra. Comprende no sólo las producciones poéticas, sino también las obras en que caben elementos estéticos, como las oratorias, históricas o didácticas […] 3. Conjunto de las producciones literarias de una nación, una época o un género [Real Academia Española de la Lengua, 1992: 894].

La literatura es un producto de la creación del hombre que usa la lengua (lenguaje literario) con una finalidad estética y como resultado de la aplicación de convenciones, normas y criterios de carácter expresivo y comunicativo.

En el conjunto de la educación del hombre en una sociedad como la del siglo XXI, dominada por la moderna tecnología y los medios de comunicación, deberíamos preguntarnos qué papel cumple la literatura. Muñoz Molina dijo hace unos años que la literatura es un “lujo de primera necesidad” (1993: 44), probablemente porque hace posible un conocimiento crítico del mundo y de la persona.

Aunque han sido muchas las propuestas de interpretación de la naturaleza de la literatura, algunas de las realizadas en los últimos años han coincidido al afirmar el valor educativo de la literatura, considerándola una vía privilegiada para acceder al conocimiento cultural y a la interpretación de las diversas formas de vida del hombre y, con ellas, a la identidad propia de cualquier colectividad, puesto que la literatura, como conjunto de historias, poemas, tradiciones, dramas, reflexiones, tragedias, pensamientos, relatos, comedias o leyendas, hace posible la representación de nuestra identidad cultural a través del tiempo, registrando —además— la interpretación que la sociedad ha hecho del mundo, permitiéndonos conocer los progresos, las contradicciones, las percepciones, los sentimientos, los sueños, los sufrimientos, las emociones o los gustos de las personas en las diferentes épocas. Por ello, es difícil que la literatura desaparezca, porque es una parte importante de la humanidad, de la que ésta no podrá desprenderse, ya que nunca podrá desprenderse de su necesidad de contar y de contarse historias.

Quien tenga la responsabilidad de mediar entre libros y lectores (de manera especial, los profesores), y sobre todo si los lectores son niños, adolescentes o jóvenes, no debe olvidar que la lectura literaria posibilita en el lector la construcción de un mundo imaginario propio, dando respuesta así a la necesidad de imaginar que tienen las personas, una necesidad básica en todas las edades. Por otro lado, la lectura literaria ayudará al niño lector y al lector adolescente —es decir, a las personas en las primeras etapas de la vida— a captar ideas o sentimientos, a desarrollar la imaginación, a simular situaciones o estados de ánimo, a experimentar sensaciones o a viajar figuradamente a otras épocas o a otros mundos.

La incuestionabilidad del papel educativo de la literatura, también de su función social, fue precisada por diversos profesores universitarios (Emilio Alarcos, Rafael Lapesa o Manuel Alvar, entre otros) hace más de cuarenta años (vid.VV.AA., 1974); sirva como ejemplo que en la introducción a aquel texto Dámaso Alonso afirmaba que:

Las cuestiones culturales han de pensarse mirando hacia el futuro. Deseo más literatura en los planes de enseñanza y que sea preceptivo enseñarla, desde el principio, no con una retahíla de nombres y fechas, sino principalmente por la lectura y comentario de las obras maestras, en ediciones acomodadas a los distintos niveles. Hay que despertar hacia la lectura gustosa al que, sea por lo que fuere, no ha sentido el aguijonazo de la vocación. Hay que formar más profesores de literatura y para todos los grados de la enseñanza. Que el hombre […] del siglo XXI tenga una inteligencia cultivada, una mente clara, y que sepa expresarse en una lengua útil y eficaz para la relación con los demás [Alonso, 1974: 17].

En esos años, algunos de aquellos profesores coincidieron en la necesidad de precisar qué enseñar en literatura, de modo que se diera sentido a los conocimientos literarios, por un lado, y a que la lectura fuera practicada regularmente por un mayor número de personas, por otro. Como todo ello, pasado este tiempo, parece no haberse cumplido, aunque han surgido nuevas y autorizadas voces (vid. Villanueva, 1994: 12) que afirman el papel insustituible de la literatura en la recta formación de los ciudadanos, en el sentido “plural y democrático”.

En los últimos años se han señalado algunas características de las sociedades del nuevo milenio siendo coincidente en casi todas las opiniones estas tres: los modos de producción, las nuevas tecnologías de la comunicación y los sistemas de democracia política. Las tres son, en buena medida, una consecuencia de los profundos cambios que afectan a las sociedades postindustriales, de los que se derivan una serie de problemas que afectan también a la educación, por un lado, y algunos nuevos retos a los que se va a tener que enfrentar la sociedad, por otro, como la globalización, las comunicaciones, el desarrollo tecnológico, la intolerancia religiosa, el mestizaje cultural, los nacionalismos exacerbados, las grandes bolsas de pobreza o las migraciones.

El mundo, desde sus orígenes, nos ha ofrecido continuos ejemplos de la necesidad que el hombre ha tenido de comunicar mensajes a los demás hombres: desde las pinturas rupestres hasta las redes sociales, pasando por las inscripciones romanas, los pliegos de cordel medievales, la fotografía, el libro, el periódico, el teletipo, el teléfono o internet; todos ellos, y algunos otros, han sido vehículos que permitieron —y que permiten— la comunicación de ideas, de historias, de noticias o de sentimientos. Pero ha sido la cultura del libro, particularmente la literatura, la que ha permitido a las personas disfrutar, reír, emocionarse, llorar, pensar, sentir o soñar con textos de muy distinto tipo y escritos en épocas diferentes.

Sin los libros hoy no podríamos saber por qué en el siglo XIV el Arcipreste de Hita escribía en primera persona picantes aventuras de amor impropias de su condición de clérigo; ni cuáles fueron las razones por las que Cervantes dedicó casi todo su talento creativo a componer novelas, un género que, en su época, no aportaba la popularidad, el dinero y el prestigio que daban la poesía y el teatro; o por qué Sor Juana Inés de la Cruz y Góngora son excelentes ejemplos de la misma poesía barroca, pero escrita desde los dos lados del Atlántico; o por qué los artistas europeos de la primera mitad del siglo XIX, los románticos, reaccionaron con fuerza contra la forma de entender el arte de los “ilustrados” del siglo anterior; o cómo la prensa contribuyó en su momento a que el sufragio universal fuera un derecho irrenunciable de los ciudadanos; o por qué las sociedades de la segunda mitad del XIX se fascinaron con los avances científicos de la época (fotografía, máquina de vapor o ferrocarril), propiciando un primer y tímido desarrollo industrial; o por qué no eran disparatados los excéntricos viajes propuestos por Julio Verne hace más de cien años; o cómo vivía, sentía y pensaba, a mediados del siglo XX, una niña como Pippi Mediaslargas, en una sociedad gobernada por una absurda idea, impuesta por los pedagogos del momento: la de que a la infancia había que separarle realidad y fantasía.

¿Qué otra manifestación artística hace posible que compartamos, como lectores, las preocupaciones de los castellanos medievales por la reconquista de sus territorios del modo en que las recogió la literatura épica? ¿O que nos emocionemos con los sueños de Sor Juana Inés de la Cruz o Quevedo, las dudas de Unamuno o Borges, las soledades de Juan Ramón Jiménez, las angustias de Juan Carlos Onetti, las pasiones de Neruda o Lorca, los pensamientos de Octavio Paz, las preocupaciones sociales de Lygia Bojunga o el mundo mágico de Rulfo, que pueden leerse en sus respectivas obras? ¿O que nos sintamos partícipes de la vida de ciudades que, de modo muy particular, nos han mostrado algunos autores en sus novelas: Londres en Dickens, Madrid en Pérez Galdós, París en Julio Cortázar, Barcelona en Juan Marsé, Ciudad de México en Carlos Fuentes, La Habana en Cabrera Infante, Estambul en Orhan Pamuk, o Nueva York de Paul Auster? También la literatura infantil y juvenil, en los últimos cincuenta años más claramente, ha sabido mostrar la mayoría de los caminos por los que transitaba la vida de los hombres, aunque a veces fueran trágicos: hay escritores que cuentan a los jóvenes lectores, incluso a los más pequeños, el drama de la infancia pobre y marginada (Janer Manila en Samba para un menino da rua), el sufrimiento en los campos de refugiados (Elena O’Callaghan en El color de la arena), las persecuciones (Judith Kerr en Cuando Hitler robó el conejo rosa), la maldad (Francisco Hinojosa en La peor señora del mundo), la lucha del pueblo saharaui (Ricardo Gómez en El cazador de estrellas) o las dictaduras contemporáneas (Antonio Skármeta en La composición).

Sin las palabras, sin los textos, sin los poemas, sin la literatura, es imposible entender el amor, la tristeza, la alegría o la amistad, es decir, la vida. En los siguientes versos del “Poema 12” de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Pablo Neruda (1973: 27) podemos comprobarlo:

Para mi corazón basta tu pecho,

para tu libertad bastan mis alas.

Desde mi boca llegará hasta el cielo

lo que estaba dormido sobre tu alma.

Es en ti la ilusión de cada día.

Llegas como el rocío a las corolas.

Socavas el horizonte con tu ausencia.

Eternamente en fuga como la ola.

He dicho que cantaban en el viento

como los pinos y como los mástiles.

Como ellos eres alta y taciturna.

Y entristeces de pronto, como un viaje.

Acogedora como un viejo camino.

Te pueblan ecos y voces nostálgicas.

Yo desperté y a veces emigran y huyen

pájaros que dormían en tu alma.

FUNCIÓN SOCIALIZADORA DE LA LITERATURA

En todos los momentos de la historia de la humanidad, la literatura ha cumplido una función socializadora, hablando y reflexionando sobre el mundo (sus avances, injusticias, peligros, diferencias, culturas, historias) y sobre las personas (sus sentimientos, emociones, sueños, pasiones, tristezas, ilusiones, alegrías, derrotas), haciendo posible que el lector percibiera, por medio de los ojos del escritor, es decir de “otro”, formas diferentes de expresar estados de ánimos comunes a todas las personas, sin diferencias de condición, raza, cultura, lengua o ideología. Invito a leer el poema “Recuerdo infantil” en el que Antonio Machado refiere la cotidianeidad de una clase escolar (aula, alumnos, maestro), de manera personalísima y precisa:

Una tarde parda y fría

de invierno. Los colegiales

estudian. Monotonía

de lluvia tras los cristales.

Es la clase. En un cartel

se representa a Caín

fugitivo, y muerto Abel,

junto a una mancha de carmín.

Con timbre sonoro y hueco

truena el maestro, un anciano

mal vestido, enjuto y seco,

que lleva un libro en la mano.

Y todo un coro infantil

va cantando la lección;

“mil veces ciento, cien mil,

mil veces mil, un millón”.

Una tarde parda y fría

de invierno. Los colegiales

estudian. Monotonía

de la lluvia en los cristales.

[Machado, 1988: 430]

Además, el proceso de construcción del sentido que se produce en la comunicación literaria se corresponde y, al mismo tiempo, coincide con el proceso de construcción de la personalidad de todas las personas, porque en los dos casos se trata de construir sentidos que proporcionen marcos de referencia para interpretar el mundo.

La función socializadora de la literatura que, desde sus orígenes, ha hablado a personas haciendo posible que lectores de una época pudieran ver con ojos diferentes cómo eran otras sociedades, otras personas y otros escenarios, es la razón fundamental por la que determinadas obras literarias se han convertido en clásicos que —ya lo explicaremos más adelante— deben ser leídos en cuanto puedan leerse, porque son no sólo modelos de literatura, sino también ejemplos de conductas, acciones o transformaciones que se han desarrollado en sociedades diferentes a la nuestra, que han contribuido a la formación de un imaginario cultural que no puede ser ocultado, porque —entre otras cosas— ha facilitado diferentes lecturas del mundo.

Falta mucho camino que recorrer para que la lectura sea una práctica normalizada entre la gran mayoría de los habitantes del mundo. Alberto Manguel, refiriéndose a la relación con la lectura de las sociedades desarrolladas, ha afirmado que:

No somos una sociedad letrada. Nuestra sociedad acepta el libro como un ingrediente dado, aunque anticuado. Pero el acto de la lectura, que en una época era considerado útil y prestigioso, cuando no peligroso y subversivo, ahora se acepta de manera condescendiente como un pasatiempo, un pasatiempo lento, que carece de eficiencia y que no aporta nada al bien común [Manguel, 2004: 28].

Leer es una creación de la humanidad que no es natural, sino una práctica social que ha tenido diversas realizaciones a lo largo de la historia; y, sin embargo, leer es una actividad muy poco valorada por la sociedad, por los medios de comunicación y, particularmente, por los jóvenes: incluso a muchos adolescentes, de los que leen habitualmente, les da vergüenza reconocer ante sus amigos que son lectores. En nuestras sociedades no se ha extendido el convencimiento de que la lectura es un instrumento poderoso para organizar la información y el conocimiento. El estilo de vida actual privilegia la simple información, es decir, la lectura de meros titulares de prensa, de datos, de noticias o de lecciones, y no tanto de sentimientos, de historias o de emociones. La lectura por la lectura, por gusto, por enriquecimiento personal, por conocimiento del mundo, o la relectura, no son objetivo básico de la práctica lectora. Mucha de la lectura que se practica es instrumental; se lee más como fuente de información que como fuente de conocimiento. Los peligros de practicar sólo esa lectura son las limitaciones que termina imponiendo al lector que no tiene adquirida la competencia lectora, es decir, si no es capaz de discriminar y enjuiciar lo que lee. Aunque, a veces, se pueden confundir, “información” no es lo mismo que “conocimiento”. La “información” es algo externo, superficial y rápidamente acumulable, que sólo se convertirá en “conocimiento” si se asimila, se discrimina, se procesa y se enjuicia, pero eso no es posible sin competencia lectora. Sin embargo, el conocimiento es algo interno, estructurado, que se relaciona con el entendimiento y con la inteligencia, que crece lentamente y puede conducir a una acción.

En la sociedad del siglo XXI, en la que los poderes tienden a desatender y despreciar los valores de la lectura literaria, buscando la preparación de los jóvenes para su acceso inmediato a un mercado laboral competitivo, mediante una educación en la que se aprende “para algo concreto”, la lectura tiene un valor exclusivamente instrumental. Pero nada justifica que las sociedades desarrolladas de hoy, a través de sus programas de gobierno, sus planes educativos, sus métodos de enseñanza y sus medios de comunicación, se aferren a los criterios de tecnócratas, gestores y asesores que no terminan de entender para qué debemos enseñar literatura y por qué es importante hacerlo, olvidando que, fundamentalmente, debiera ser para desarrollarnos como personas, para entender cómo funciona el mundo, para ser lectores competentes y, en último término, para el ejercicio de una profesión concreta; y que, en cambio, buscan atender sólo lo que los “mercados” van necesitando, apostando por aquello que es útil a corto plazo y evitando el esfuerzo de aprender cosas que ayudarán a reflexionar sobre el mundo, el pasado y el presente, y a entenderlo y enjuiciarlo mejor y más críticamente, como si consideraran que todo eso es un asunto de menor enjundia.

La literatura, como el resto de las humanidades no se mide por patrones cuantitativos, como —en ocasiones— nos quieren decir; sí se pueden medir la frecuencia o los hábitos lectores, o se pueden cuantificar las tendencias lectoras o los temas más tratados o demandados por escritores y lectores, pero ¿cómo se va a medir la capacidad para generar belleza de la poesía? ¿O la trascendencia que tuvieron acontecimientos como la invención de la imprenta? ¿O los cambios que se produjeron en el tránsito del mundo medieval al renacentista? ¿Cuál es la escala de las emociones que provoca la pintura de Velázquez o la música de Mozart? ¿Con qué tantos por ciento comprenderemos la vida de las personas en otros tiempos? La literatura, como los demás estudios humanísticos, debieran medirse por su capacidad para formar a las personas, algo elemental pero difícil, que posibilitará —además— que seamos más educados, que conozcamos nuestros derechos, pero que también nos responsabilicemos de nuestros deberes, en el conjunto de una sociedad que no debiera sentirse agredida por la mala educación de ninguno de sus ciudadanos.

No sé si estos nuevos tiempos facilitarán que un editor pueda comprar un libro antes de ser escrito (los llamados proposals), movido sólo por criterios de mercado, como cuenta —a modo de gamberrada— García Ureta (2011: 99) que podría ser el proposal de un clásico como Madame Bovary:

Siglo XIX, Francia, una joven casada con un médico de provincias, sueña con el amor. Desgarrada entre un marido aburrido y un amante, y luego otro; agobiada por las deudas que se acumulan a diario, la mujer se suicida. El libro va destinado a un amplio público femenino.

Continuando la broma, ante la propuesta de escritura de ese libro, imagina la respuesta que el editor daría al autor que la hubiera hecho:

Muy bien —dice el editor— basta con pasar del siglo XIX al XX e incluir un par de amantes más. Dale un poco de alegría al marido; que sea gay, por ejemplo. ¡Y nada de suicidio final! Eso no se lo creería nadie.

NECESIDAD DE LA LITERATURA

Los hombres, todos los hombres, deberían leer textos literarios con la naturalidad con que hablan y con la cotidianeidad con que se relacionan entre sí, porque leer es una parte más de la vida, mediante la que podemos ponernos en contacto con otros mundos, con otros sueños, con otros pensamientos. Pero el mundo actual ofrece un abanico de posibilidades de ocio que compiten ventajosamente con la lectura: la televisión por encima de cualquier otra, y, junto a ella, las redes sociales, las series televisivas, internet o los móviles. Además, hoy, las sociedades de todo el mundo infravaloran, y en ocasiones desprecian, los estudios y saberes humanísticos, sin saber compatibilizarlos con la defensa del moderno pragmatismo que ofrecen como bandera; en este contexto, no debe extrañarnos la marginal valoración social que se hace de la literatura y, en general, de la lectura de textos escritos, sean literarios, históricos, filosóficos, religiosos o políticos, es decir, textos que aportan al lector conocimientos, sensibilidad o juicio.

No debemos olvidar que la lectura, que siempre es, con anterioridad, la escritura de otro, nos transportará a algún mundo, probablemente desconocido, en el que podremos vivir todo tipo de aventuras, conocer hechos maravillosos y sorprendentes, descubrir otras formas de vida y de pensamiento o escuchar a personajes legendarios.

Si estamos convencidos del papel de la literatura en el desarrollo completo de las capacidades de la persona, admitiremos que los textos literarios son hoy más necesarios que nunca, aunque sólo sea para contrarrestar los efectos inmediatos que tienen los modernos medios de comunicación que, por su naturaleza transmisiva unidireccional, facilitan la ausencia de opinión propia de la persona y una cierta pasividad en el proceso de recepción de los mensajes.

Ya en 1974, Dámaso Alonso señalaba que no hay mejor manera de enseñar literatura que la lectura directa de las obras, y que son muchas las experiencias lectoras que marcan la vida del hombre, desde la misma infancia:

No hay probablemente hombre que no reciba el hálito mágico de la literatura, verso y prosa: toca al niño ya en rimas y juegos infantiles; hasta el adulto analfabeto llega en canciones y coplas […] [Alonso, 1974: 11].

Son experiencias lectoras naturales (en otro capítulo me referiré a las primeras lecturas), que si se complementan con otras que, desde el ámbito escolar, se organicen de acuerdo al momento en que se van a producir, nos ayudarán en la no fácil tarea de formar adultos lectores, es decir, adultos con la competencia literaria adquirida, o en situación de poder llegar, fácilmente, a adquirirla, lectores literarios a fin de cuentas.

En el caso particular de los docentes, la necesidad de la enseñanza de la literatura en su formación se justifica sobradamente por su responsabilidad como mediadores entre los libros y los lectores. Sobre ello, ya decía Pedro Salinas que:

El maestro, en esto de la lectura, ha de ser fiel y convencido mediador entre el estudiante y el texto. Porque todo escrito lleva su secreto consigo, dentro de él, no fuera como algunos creen, y sólo se le encuentra adentrándose en él y no andando por las ramas. Se aprende a leer leyendo buenas lecturas, inteligentemente dirigido en ellas, avanzando gradualmente por la difícil escala [Salinas, 1983: 170].

La literatura cobra todo su sentido cuando somos conscientes de que es la depositaria de las vidas, los pensamientos, las emociones y los sueños de las personas, sin diferencias de razas, culturas, lenguas o ideologías.

2. La “competencia literaria”

Sabido es que la literatura es un producto de la creación del hombre que, como la lengua, que es su medio de expresión, es el resultado de la aplicación de convenciones, normas, recursos y criterios expresivos y comunicativos. Enseñar literatura es enseñar algo que, en sí mismo, es complejo y susceptible de variadas realizaciones e interpretaciones, lo que dificulta la adquisición de la competencia literaria, que debiera ser el objetivo principal de la enseñanza de la literatura y el objetivo final en la formación del lector literario.

ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE LA ENSEÑANZA DE LA LITERATURA

Pero enseñar literatura es difícil porque el discurso literario exige una competencia específica para su descodificación, ya que usa un lenguaje especial, con capacidad connotativa y autonomía semántica. La realización de la literatura, como acto de comunicación, se produce gracias a ese lenguaje especial, el lenguaje literario, que tiene muchos puntos de coincidencia con el lenguaje estándar, pero que, a diferencia de él y de otros lenguajes especiales, tiene una función propia y exclusiva, la poética, que es una función estructuradora, ya que el emisor emplea el código para atraer la atención del receptor sobre la forma del mensaje; pero el código que usa el emisor es ciertamente “extraño”, pues está lleno de artificios, convenciones y violencias lingüísticas (isometrías, rimas, acentuación en lugares fijos, pausas especiales, encabalgamientos, cambios de significado, diferentes combinaciones de palabras, repeticiones). A ello se añade que los textos literarios, que no son unívocos ni objetivos comunicativamente, tienen capacidad para connotar y ser interpretados de diversas maneras por distintos lectores en épocas o momentos diferentes, entre otras razones porque son autónomos significativamente.

A mediados del siglo XX