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Sophie Watts se sintió mortificada cuando chocó contra el lujoso deportivo del multimillonario Matías Rivero, pero eso no fue lo peor. Lo peor fue su propuesta de que pagase la reparación del coche convirtiéndose en su chef personal durante una fiesta de fin de semana en su lujosa mansión. Tener a Sophie a su entera disposición era una oportunidad de oro para Matías. Estaba dispuesto a descubrir todo lo que necesitaba saber sobre su padre, el hombre que había arruinado a su familia. La seduciría para sonsacarle la verdad y de ese modo podría vengarse. Sin embargo, Matías no había contado con que una noche de pasión tuviese una consecuencia inesperada…
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Seitenzahl: 204
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Cathy Williams
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El legado de una venganza, n.º 2641 - agosto 2018
Título original: Legacy of His Revenge
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9188-673-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
HAY UNA hija.
Ante esa revelación, Matías Rivero clavó la mirada en su amigo y socio de confianza, Art Delgado. Como él, Art tenía treinta y dos años. Habían estudiado juntos en el instituto y habían entablado una insólita amistad, con Matías como protector, el que siempre cuidaba de su amigo. Pequeño, asmático y con gafas, Art siempre había sido presa fácil para los matones hasta que apareció Matías y, como un peligroso tiburón, se había encargado de que nadie volviese a molestarlo.
En ese momento, tantos años después, Matías era el jefe de Art y, a cambio, Art era el más leal de los empleados. No había nadie en quien Matías confiase más. Le hizo un gesto para que se sentase y se inclinó hacia delante para tomar el móvil que le ofrecía.
Desplazó el dedo por la pantalla para ver las tres fotografías de una joven bajita, poco agraciada y regordeta saliendo de la mansión de James Carney en un viejo coche que parecía a punto de exhalar su último aliento y partir hacia el gran aparcamiento del cielo.
Matías se preguntó por qué la hija de un hombre para quien las apariencias lo eran todo tendría un cacharro así. Pero, sobre todo, se preguntó quién demonios era la mujer y por qué no había sabido nada de ella hasta ese momento.
–¿Por qué me entero ahora de que Carney tiene una hija? –preguntó, devolviéndole el móvil a su amigo y arrellanándose en el sillón–. De hecho, ¿cómo sabes que es su hija?
Eran más de las siete y la oficina estaba vacía. Además, era un viernes veraniego y todo el mundo tenía cosas mejores que hacer que trabajar. Matías no tenía nada demasiado importante que hacer. Había roto con su última novia unas semanas antes y, en ese momento, tenía tiempo para pensar en aquella novedad.
–Me lo dijo ella –respondió Art, colocándose las gafas con montura de metal sobre el puente de la nariz y mirando a su amigo con gesto preocupado–. Pero eso da igual, ¿no te parece?
Matías empujó hacia atrás el sillón y se levantó. Sentado era formidable. De pie, un gigante. Metro noventa de sólido músculo, pelo y ojos negros; el producto de un padre argentino y una delicada madre irlandesa, había tenido suerte en la lotería genética. Era envidiablemente apuesto, las masculinas facciones parecían como esculpidas hasta alcanzar la perfección. Tenía el ceño fruncido mientras se acercaba a la pared de cristal desde la que se veía todo el centro de Londres.
Desde allí arriba las figuras eran como cerillas y los coches y taxis parecían de juguete.
–¿Te lo dijo ella? Sé que Carney estuvo casado, pero tengo entendido que no tuvo hijos.
En realidad, nunca le había interesado la vida personal de James Carney. ¿Por qué iba a importarle si tenía hijos o no?
Durante años, en realidad desde que tenía memoria, había buscado la forma de hundir a James Carney a través de su empresa. La empresa que nunca debería haberle pertenecido, la empresa que había levantado con mentiras y engaños, robando la invención del padre de Matías.
El dinero y el poder asociado con él estaban tan mezclados con su deseo de arruinar la empresa de Carney que hubiera sido imposible separarlos. El ascenso en la escala social, y su inmensa fortuna, tenían como objetivo satisfacer su deseo de venganza. Había estudiado sin descanso antes de conseguir un puesto en una empresa de inversiones y cuando reunió el dinero necesario para abrir su propia compañía se despidió, con una abultada cuenta corriente y una agenda llena de valiosos contactos. Había empezado su implacable ascenso hacia la cumbre gracias a fusiones y adquisiciones de empresas en precaria situación económica, haciéndose cada vez más rico y más poderoso en el proceso.
Durante todo ese tiempo había esperado pacientemente que la empresa de Carney empezase a tener dificultades y así había sido.
Durante los últimos años, Matías había estado vigilando la empresa de Carney como un predador esperando el momento perfecto para atacar. ¿Debía comprar acciones e inundar el mercado con ellas para hundir a la empresa? ¿Debía esperar hasta que la empresa estuviese irreparablemente dañada para instigar una adquisición hostil? Decisiones, decisiones…
Llevaba tanto tiempo pensando en vengarse que casi no había prisa, pero por fin había llegado el momento. Las cartas que había encontrado en casa de su madre tres semanas atrás, antes de que la ingresaran en el hospital, lo habían empujado hacia lo inevitable.
–¿Y bien? –le preguntó, volviendo al sillón, inquieto de repente, deseando empezar con su represalia–. ¿Tuviste una agradable conversación con la mujer? Dime cómo llegaste a esa conclusión, siento curiosidad.
Matías miró a Art, esperando una aclaración.
–Pura coincidencia –admitió su amigo–. Me dirigía a la casa de Carney cuando ella salió a toda velocidad, dobló la esquina y chocó contra mi coche. O, más bien, tu coche.
–¿La mujer chocó contra uno de mis coches? ¿Cuál?
–El Maserati –admitió Art–. Tiene una abolladura, pero el coche de ella, por desgracia, quedó para el desguace. No te preocupes, se arreglará y quedará como nuevo.
–Así que chocó contra mi Maserati –murmuró Matías–. Te dijo quién era… ¿y luego qué?
–Te noto receloso, pero eso fue exactamente lo que pasó. Le pregunté si aquella era la residencia de James Carney y ella me dijo que sí, que su padre vivía allí. Estaba nerviosa tras el accidente y mencionó que él estaba de mal humor y que tal vez no sería buena idea ir a verlo en ese momento.
–Así que hay una hija –murmuró Matías, pensativo–. Muy interesante.
–Una chica muy agradable. O eso me pareció.
–No puede ser. Carney es un sinvergüenza y sería imposible que hubiera tenido una hija ni remotamente agradable –replicó Matías. Luego sonrió, mirando a su amigo. A pesar de haber sido acosado desde niño, Art tenía una instintiva confianza en la naturaleza humana de la que él carecía.
Los dos eran una mezcla de nacionalidades, en el caso de Art descendiente de españoles por parte de su madre. Los dos habían empezado desde abajo y habían tenido que hacerse duros para defenderse contra el racismo y el clasismo.
Pero Matías había visto de primera mano cómo el comportamiento de un criminal podía afectar a la vida de una persona, de una familia. Su padre, Tomás Rivero, y James Carney se habían conocido en la universidad. Su padre había sido un hombre extraordinariamente inteligente, con un don especial para las matemáticas, pero carecía de olfato empresarial y cuando, a los veinticuatro años, inventó un programa informático que facilitaba el análisis de drogas experimentales fue presa fácil para James Carney, que enseguida entendió que con ese programa podía ganar una fortuna.
James Carney era rico, un joven con una tribu de seguidores y buen ojo para aprovechar las oportunidades. Había buscado la amistad de su padre, había hecho que confiase en él y, cuando llegó el momento, reunió las firmas necesarias en los sitios necesarios para quedarse con los derechos de propiedad intelectual y los dividendos del software.
A cambio, su padre había sido relegado a un trabajo de segunda clase en la ya debilitada empresa familiar que Carney había heredado de su familia. Tomás Rivero nunca había podido recuperarse.
Sin embargo, sus padres nunca habían hablado de Carney con odio y, por supuesto, jamás habían pensado en vengarse. El padre de Matías había muerto una década antes y a su madre, Rose, jamás se le había ocurrido pensar que pudiese dar la vuelta a la situación.
Lo que estaba hecho, hecho estaba. El pasado era algo que debía ser olvidado.
Pero Matías no era así. Él había visto cómo la tristeza se convertía en una carga insoportable para su padre. No había que ser un genio para entender que ser relegado a un despacho cochambroso mientras veía cómo el dinero y la gloria se prodigaban sobre un hombre que no se lo merecía lo había dañado de forma irreparable.
En su opinión, su padre jamás había podido recuperarse de la estafa. Aceptó durante un par de años el miserable trabajo que Carney le había ofrecido y luego se marchó a otra empresa, pero para entonces su salud se había deteriorado y su madre había tenido que ponerse a trabajar para poder llegar a fin de mes.
Su madre no tenía ningún deseo de venganza, pero él lo tenía por los dos.
Debía admitir que, mientras estaba intensamente absorbido por su meteórico ascenso a la cumbre, el deseo de venganza había ido decayendo. Nunca había olvidado lo que Carney le había hecho a su familia, pero el éxito había cobrado vida propia… distrayéndolo del objetivo que se había impuesto a sí mismo tanto tiempo atrás.
Hasta que encontró esas cartas.
–¿Cómo se llama? Me imagino que estaba asegurada.
–Te enviaré los detalles por email –respondió Art, suspirando porque conocía bien a su amigo e intuía la dirección de sus pensamientos–. No he tenido oportunidad de mirarlo, pero hice una fotografía del documento.
–Estupendo, hazlo inmediatamente. Y no habrá necesidad de que sigas lidiando con este asunto, yo me encargaré personalmente.
–¿Por qué?
Art era la única persona que se atrevía a cuestionarlo.
–Digamos que podría querer conocerla mejor. El conocimiento es poder, Art, y ahora lamento no haber investigado un poco más la vida privada de James Carney. Pero no te preocupes, no soy el lobo feroz. No tengo por costumbre comerme a niñas inocentes y, si es tan agradable como tú dices, no tiene nada que temer.
–A tu madre no le gustará esto –dijo Art.
–Mi madre es demasiado buena –replicó Matías, pensando en Rose Rivero, que estaba recuperándose de un derrame cerebral en el hospital. Si su padre nunca se había recuperado de la traición de Carney, su madre nunca había podido recuperarse de la prematura muerte de su marido. En realidad, Carney no había sido solo responsable de las penurias que había tenido que soportar su familia, sino también del estrés y la angustia que habían matado a su padre y de la mala salud y la infelicidad de su madre. La venganza había tardado mucho en llegar, pero sin que James Carney lo supiera, en ese momento una fuerza imparable se dirigía hacia él a toda velocidad…
Sophie Watts miró el rascacielos de cristal situado frente a ella y se acobardó.
El encantador hombre con cuyo coche había chocado tres días antes había sido muy benévolo cuando hablaron por teléfono. Cuando le explicó el problema que existía con su seguro se había mostrado comprensivo y le había dicho que tendría que ir a su oficina para discutir el tema, pero que estaba convencido de que podrían solucionarlo.
Desgraciadamente, el edificio que había frente a ella no parecía un sitio benévolo donde se solucionaban situaciones difíciles de un modo cordial y comprensivo.
Sophie agarró su amplio bolso y siguió mirando hacia arriba. Sabía que no tenía más remedio que seguir adelante, pero sus pies le suplicaban que diese la vuelta y volviese corriendo a su discreta esquina del este de Londres, a su casita, en la que hacía su catering artesanal para quien solicitase sus servicios.
Aquel no era su sitio y el atuendo que había elegido para conocer a Art Delgado le parecía ridículo y fuera de lugar. Las jóvenes que pasaban a su lado con sus ordenadores portátiles y sus zapatos de tacón iban vestidas con elegante trajes oscuros. Ellas no titubeaban, caminaban con decisión hacia la agresiva torre de cristal.
Una chica bajita y regordeta de pelo rebelde, con un vestido veraniego de flores y sandalias no tenía sitio allí.
Sophie dio un paso adelante, intentando animarse. Había sido un error ir allí a primera hora para solucionarlo todo. En teoría, la idea era estupenda, pero no había pensado en la estampida de gente que iba a trabajar al centro a primera hora de la mañana. En fin, era demasiado tarde para regañarse a sí misma.
El vestíbulo del edificio era fabuloso, una fría mezcla de mármol, cristal y metal. Había varios sofás colocados aquí y allá, formando círculos. Eran preciosos, pero parecían horriblemente incómodos. Estaba claro que el propietario del edificio no quería que la gente se quedase por allí. Frente a ella había un mostrador donde varias recepcionistas respondían a las preguntas de la gente mientras ríos de trabajadores se dirigían a los brillantes ascensores, al lado de unas palmeras enanas en enormes tiestos de barro.
Sophie sintió una punzada de anhelo por su cocinita, donde Julie, su compañera, y ella charlaban mientras hacían grandes planes para la panadería de alta gama que abrirían algún día. Echaba de menos su delantal, el olor de un pastel recién sacado del horno y el agradable intercambio de ideas con Julie sobre recetas para futuros encargos.
Sophie se dirigió a una de las recepcionistas para confirmar su cita, tartamudeando cuando le pidió su nombre porque desearía estar en cualquier otro sitio. Tan nerviosa estaba que no entendió lo que la elegante joven acababa de decir.
–¿Qué? No, yo no conozco a ningún señor… River.
–Rivero –la corrigió ella, mirándola con expresión helada.
–No, yo vengo a ver al señor Delgado.
–Su cita es con el señor Rivero –insistió la recepcionista, girando la pantalla del ordenador hacia ella–. Tiene que firmar aquí usando el dedo. En cualquier lado de la pantalla. La secretaria del señor Rivero estará esperándola arriba, en la décima planta. Este es su pase. No lo pierda porque si lo hace será inmediatamente escoltada fuera del edificio.
Aturdida, Sophie hizo lo que le pedía. Luego se dirigió al ascensor más cercano con un grupo de gente y se quedó mirando fijamente la pared mientras subían a la décima planta.
¿Quién sería el señor Rivero? Creía que iba a hablar con el amable señor Delgado, pero si tenía que explicarle la situación a un perfecto desconocido…
Estaba tensa como la cuerda de un arco cuando se abrieron las puertas del ascensor frente a un lujoso vestíbulo, donde fue recibida por una mujer muy alta de mediana edad cuya expresión compasiva no hizo nada por calmar su nerviosismo.
La mujer abrió una puerta y la depositó como un paquete indeseado en un despacho impresionante.
Durante unos segundos, con los ojos como platos, Sophie miró a su alrededor. No se había movido de la puerta del gigantesco despacho; de hecho, no se atrevía a dar un paso adelante. Agarrándose al bolso como si fuera un salvavidas, por fin vio a un hombre sentado tras el escritorio… y le dio un vuelco el corazón porque era el hombre más atractivo que había visto en toda su vida.
Sabía que estaba mirándolo fijamente, pero no podía evitarlo. Su pelo era negro, sus ojos del color del más rico chocolate, sus facciones perfectamente esculpidas. Exudaba la clase de sex-appeal que hacía que las mujeres girasen la cabeza para robar una segunda o una tercera mirada.
El silencio se alargó y Sophie se dio cuenta de que estaba haciendo el ridículo.
–¿Piensa quedarse en la puerta, señorita Watts? –le preguntó él. No se levantó para estrechar su mano, no sonrió. No hizo nada para que se sintiera cómoda. Se limitó a señalar un sillón situado delante del escritorio–. Siéntese.
Sophie dio un paso adelante. Debería estrechar su mano, pero su expresión era tan aterradora que decidió no hacerlo y se sentó en el sillón. Casi inmediatamente se echó hacia delante y empezó a hablar a toda velocidad:
–Siento mucho lo del coche, señor… Rivero. Es que no vi a su amigo. Hay un seto antes de la curva y… en fin, admito que puede que fuera un poco aprisa, pero le aseguro que no fue intencionado.
Lo que podría haber añadido, pero no lo hizo, fue que tenía los ojos empañados porque había tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano para no llorar después del desagradable encuentro con James Carney.
Matías la observaba atentamente, con los entornados ojos oscuros clavados en el ruborizado y sorprendentemente bonito rostro. Él era un hombre que salía con modelos de cuerpos altos, angulosos y rostros fotogénicos. Sin embargo, había algo muy atrayente en la mujer que estaba sentada frente a él. Había algo en la suavidad de sus facciones, en el rebelde pelo rubio, en la claridad de sus ojos de color aguamarina que llamaba su atención, pero Matías quiso pensar que era por su conexión con James Carney.
No sabía que aquella mujer existiera, pero en cuanto lo descubrió tuvo que reconocer que era un regalo.
Pensó en las cartas que había encontrado y apretó los dientes. Ese aspecto inocente no iba a engañarlo. No conocía toda la historia de su relación con Carney, pero pensaba averiguarlo, como pensaba explotar la situación que le había caído en las manos para descubrir si Carney ocultaba otros secretos. Cuanto más lejos tirase la red, mejor sería la pesca.
–Empleado –dijo Matías. Por si creía que iba a recibir una atención especial por su amistad con Art.
–¿Perdone?
–Art Delgado es mi empleado. Él iba conduciendo mi Maserati. ¿Tiene idea de lo que vale un Maserati, señorita Watts?
–No, no lo sé –respondió ella. Aquel hombre ejercía un efecto peculiar en ella. Era como si su poderosa presencia se hubiera tragado todo el oxígeno del despacho, haciendo que le costase respirar.
–En ese caso, permítame que se lo diga –Matías mencionó una suma que la hizo llevarse una mano al corazón–. Y me han dicho que su póliza de seguro ha caducado.
–No lo sabía –susurró Sophie–. Normalmente tengo todas mis cosas al día, pero últimamente todo ha sido un poco frenético. Sé que cancelé mi antigua póliza y pensaba renovarla con otra compañía, pero…
Matías levantó una mano.
–No estoy interesado en su historia –dijo fríamente–. Permítame ir directo al grano: las reparaciones de mi coche costarán miles y miles de libras.
Sophie lo miró, boquiabierta.
–¿Miles? –repitió.
–Literalmente. Me temo que no se trata solo de arreglar una abolladura. Todo el costado izquierdo del coche tendrá que ser reemplazado. Las reparaciones en los coches de alta gama son carísimas.
–No tenía ni idea –empezó a decir ella–. Yo no tengo ese dinero, señor Rivero. Cuando hablé con su amigo… con su empleado, el señor Delgado, por teléfono, me dijo que podríamos llegar a un acuerdo.
–Desgraciadamente, este asunto no es de su competencia –replicó Matías, pensando que su viejo amigo enarcaría una irónica ceja si lo oyese hablar así.
–Podría pagarle a plazos –sugirió Sophie, preguntándose qué período de tiempo sería aceptable para un hombre que la miraba como si fuese un alienígena que hubiera invadido su espacio personal. Pero estaba segura de que el plazo de Matías Rivero no iba a coincidir con el suyo–. Tengo un pequeño negocio de catering con una amiga –siguió, desesperada por terminar aquel incómodo encuentro y más desesperada aún por encontrar una solución que no la dejase en la ruina–. Lo abrimos hace un año y medio. Antes de eso, las dos éramos profesoras de primaria. Hemos tenido que pedir muchos préstamos para que nuestra cocina cumpliese los requisitos necesarios y en este momento… bueno, la verdad es que no tenemos mucho dinero.
–En otras palabras, no puede pagarme.
–Pero quiero encontrar una solución, señor Rivero –dijo ella, poniéndose colorada–. Y estoy segura de que podríamos llegar a un acuerdo…
–Tengo entendido que es usted hija de James Carney –Matías empujó el sillón hacia atrás y se levantó para dirigirse a una impresionante pared de cristal desde la que podía ver todo Londres.
Sophie se quedó mirándolo, fascinada. Cómo se movía, la inconsciente flexión de los músculos bajo el caro traje de chaqueta, el fibroso cuerpo, la fuerza que exudaba… era cautivador. Cuando se volvió para mirarla, Sophie tuvo que hacer un esfuerzo para no apartar la mirada.
Su comentario la había dejado helada.
–¿Y bien? –insistió él–. Art iba a visitar a James Carney por una cuestión de negocios cuando usted apareció a toda velocidad por el camino y chocó contra mi coche. Yo no sabía que Carney tuviese una hija –añadió, observándola atentamente.
Le sorprendía que no le hiciese la obvia pregunta: ¿qué demonios tenía que ver la vida privada de su padre con aquel asunto? Pero, al parecer, la joven no era desconfiada.
Sophie se había quedado sin palabras. Estaba aturdida por el accidente y disgustada tras la visita a su padre. Y Art Delgado, tan diferente al hombre que la miraba en ese momento, la había animado a hacer una confidencia que rara vez compartía con nadie.
–Por supuesto –siguió Matías, encogiéndose de hombros–. No me interesa la vida privada de Carney, pero tenía entendido que era viudo.
–Lo es –dijo Sophie por fin, avergonzada por algo de lo que ella no era responsable y por las consecuencias con las que se había visto obligada a vivir.
–Así que dígame dónde encaja usted –la animó Matías–. A menos, claro, que lo que le contó a mi empleado fuese una mentira. Tal vez le daba vergüenza decir la verdad…
–¿Perdone? –murmuró ella, mirándolo con el ceño fruncido.
–Una chica joven que tiene una aventura con un hombre mayor… Entiendo que le diese vergüenza y por eso dijo lo primero que se le ocurrió, cualquier cosa menos desagradable que la realidad.
–¿Cómo se atreve? –exclamó Sophie entonces–. ¡Eso es repugnante!
–Solo estoy intentando entenderlo. Si no es usted su amante, Carney debió de tener una aventura mientras estaba casado, ¿no? ¿Es usted hija de un amor de juventud?
«Un amor de juventud». Sophie se rio amargamente porque nada podría estar más lejos de la realidad. El amor no había tenido nada que ver. Antes de su prematuro fallecimiento, su madre, Angela Watts, había sido una aspirante a actriz cuya desgracia había sido parecerse a Marilyn Monroe. Presa de los halagos de los hombres que ansiaban su cuerpo, había cometido el fatal error de ser demasiado ambiciosa. James Carney era un joven rico y arrogante y, como todos los demás, había intentado conquistarla, pero no tenía intenciones de casarse con alguien a quien consideraba una fulana con un bonito rostro. Esos detalles le habían sido inculcados desde que era niña. Carney lo había pasado bien con su madre y ella, ingenuamente, había pensado que eso llevaría a una relación seria, pero, cuando intentó atraparlo con un embarazo, él la rechazó y más tarde se casó con una mujer que consideraba de su clase y posición social.
–Conoció a mi madre antes de casarse, pero no estoy aquí para hablar de mi vida privada –le espetó–. Estaría encantada de llegar a un acuerdo para pagar los daños a plazos. Lo firmaré ahora mismo y le doy mi palabra de que le pagaré hasta el último céntimo. Con intereses, si quiere.
Matías soltó una carcajada.
–Eso es muy ingenuo por su parte. Lo crea o no, no me he convertido en un empresario de éxito poniendo mi fe en cosas imposibles. No sé cuánto dinero le debe a su banco, pero sospecho que le cuesta llegar a fin de mes. ¿Estoy en lo cierto?
Sophie lo miró con odio. Podía ser increíblemente apuesto, pero nunca había conocido a nadie a quien odiase de ese modo. Aquel hombre tenía todo el dinero del mundo, pero no iba a ser indulgente con ella y sabía que le importaría un bledo arruinarla.
En ese momento estaba jugando con ella como un gato con un ratón.
–Podríamos llegar a un acuerdo sobre los plazos –siguió él–, pero intuyo que me habría hecho viejo cuando pagase el último.
De verdad tenía un rostro transparente, pensó Matías. Aunque sabía que era imposible, parecía pura como la nieve.
Pero tal vez no era como su padre. Si era el producto de una aventura de juventud, tal vez no había tenido mucha relación con Carney. De hecho, le sorprendía que tuviesen contacto.
Pero no iba a perder el tiempo haciéndose preguntas. Cuando se lanzase al ataque contra Carney pensaba golpearlo en todos los frentes y se preguntaba cómo podría utilizarla a ella para eso.