El Legado del Erudito - Joshua Buller - E-Book

El Legado del Erudito E-Book

Joshua Buller

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Beschreibung

Después de que Micasa, la niña esclava, escapa con la ayuda de su nuevo amigo, Hawke Morau, su mundo se ve patas para arriba. Ella se entera de que el alma de Hawke ha sido rota en fragmentos, cada uno de los cuales tiene un poder diferente relacionado con su pasado.

Juntos, los dos se embarcan en una búsqueda para recuperar las partes del alma de Hawke. Micasa toma conocimiento de la misteriosa esencia que da vida a todo y que le da un enorme poder a quien la tiene, un poder mucho más grande que el que detentan los mortales.

Mientras Micasa descubre la verdad del mundo, también se da cuenta de que hay mucho más que aprender, sobre el mundo y también sobre Hawke.

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EL LEGADO DEL ERUDITO

EL LEGADO DEL BECARIO LIBRO 1

JOSHUA BULLER

Traducido porMARÍA PAULA ESTÉVEZ

ÍNDICE

1. El Hombre Sin Nombre

2. El Hombre Turbio

3. El Hombre Sándwich

4. El Hombre Musical

5. El Hombre Salvaje

6. Tierra De Nadie

7. El Inhumano

8. El Hombre De La Medicina

9. El Hombre Atribulado

10. El Hombre De 400 Años

11. El Hombre Legendario

12. El Medio-Hombre

13. El Hombre De Letras

14. El Hombre Errante

15. El Demonio Iracundo

16. El Hombre Negligente

17. El Hombre Salvaje

18. El Hombre Arrepentido

19. El Hombre Nostálgico

20. El Hombre Muerto

21. El Rey De Los Hombres

22. El Erudito

Querido Lector

Derechos de autor (C) 2022 Joshua Buller

Diseño de Presentación y Derechos de autor (C) 2022 por Next Chapter

Publicado en 2022 por Next Chapter

Arte de la portada por Cormar Covers

Este libro es un trabajo de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o se usan de manera ficticia. Cualquier parecido con eventos reales, locales o personas, vivas o muertas, es pura coincidencia.

Todos los derechos reservados. No se puede reproducir ni transmitir ninguna parte de este libro de ninguna forma ni por ningún medio, electrónico o mecánico, incluidas fotocopias, grabaciones o cualquier sistema de almacenamiento y recuperación de información, sin el permiso del autor

1

EL HOMBRE SIN NOMBRE

Mientras me siento a escribir esta historia, miro hacia atrás, a la larga y colorida vida que he vivido, y recuerdo las innumerables cosas extrañas y fantásticas a las que sobreviví y cómo me afectaron y me convirtieron en la mujer que soy. Nada, sin embargo, me ha afectado tan profundamente como la historia del Erudito y el tiempo que pasé con él, luego de que salvó mi vida.

Mi nombre es Micasa, y por desgracia, no puedo contar las circunstancias exactas en las que nací. Mi primer recuerdo real es el de los campos de trabajo, donde a menudo trabajé desde el amanecer hasta el atardecer. Era un trabajo agotador, ingrato, y la mayor recompensa que obtuve por mi esfuerzo fue una sopa tibia, medio bollo de pan no muy fresco y que las cadenas alrededor de mis muñecas se apretaran un poco menos cuando iba a dormir, todas las noches, en esa choza sombría que ellos llamaban la casa de huéspedes.

Mi educación prácticamente fue nula, salvo por el temor al enojo del amo y al látigo del capataz. Aprendí a hablar por mi cuenta, escuchando las historias que los otros esclavos se contaban a la noche, mientras el resto del caserío dormía. La mayoría de las historias eran sobre demonios que supuestamente gobernaban el mundo, matando gente de manera indiscriminada y forzándolos a vivir sus vidas con un temor permanente a provocar su ira.

Ninguno de los esclavos había visto alguno de esos monstruos, pero el amo, más de una vez había amenazado con soltar a los esclavos desobedientes y dejarlos a merced de los bandidos o demonios que andaban por ahí. Por el modo sombrío en que los esclavos más viejos tomaban la amenaza, solo podía inferir que había algo de cierto en esas historias.

A pesar de todo, me consideraba afortunada. El campo de trabajo era relativamente seguro, y estaba lejos de las ciudades más grandes y de las aldeas, donde se decía que los ataques de los demonios y los saqueos eran habituales. Había muchos guardias que también vivían allí, que protegían el estado de todo aquello que pudiera representar una amenaza para nuestro pequeño rincón en el mundo. Dejaban bien claro que, no obstante, si intentábamos escapar nos cazarían rápidamente y nos castigarían con gusto.

Entonces nos quedamos, y trabajamos, y Hawke Morau, el Amo de nuestro caserío, se encargaba de que nos alimentaran, nos dieran agua y de que gozáramos de una relativa buena salud. Por supuesto, él era quien se llevaba toda la ganancia producto de nuestro esfuerzo y vivía con lujo. Nosotros no éramos más que bienes muebles que había que cuidar o, de ser necesario, reemplazar.

Esa fue la vida que tuve durante los primeros tres años y que recuerdo. Era como una nebulosa constante de trabajo extenuante, de chasquidos de látigo, golpes de puño y palabrotas. La única bondad que conocí fue el raro gesto de algunos pocos esclavos que se apiadaban de una niña tan pequeña como yo. Fue en algún momento de mi cuarto año de memoria que mi mundo fue dado vuelta por el hombre cuya historia estoy escribiendo.

Para empezar, era un día que no tenía nada de particular, como todos los días. Me había levantado antes de que el sol apareciera en el horizonte, con el cielo que parecía un moretón que de negro iba pasando a azul. Era la mejor hora para trabajar en el jardín, antes de que el calor del día hiciera las tareas todavía más miserables. Cultivábamos una variedad de vegetales y frutas, una parte para alimentar el recinto y el resto para ser vendido en el mercado. Había aprendido mucho tiempo atrás que el más mínimo daño a cualquier producto me haría perder de inmediato el doble de esa cantidad en mis raciones; por eso, vivía concentrada en mi trabajo.

Apenas había notado la figura que despacito se movía hacia mí, y había supuesto que se trataba de otro esclavo que estaba trabajando y se dirigía hacia donde yo recogía manzanas. Fue solo cuando la figura se detuvo al pie de la escalera en la que yo estaba cuando le presté atención. Cuando vi lo que era, de inmediato dejé caer la fanega que había estado cuidando con tanto esmero.

Lo que me devolvió la mirada era de forma humana, para ser generosos; dudo que algún hombre o mujer pudiera tener una cara tan demacrada y sin rasgos, sin tener en cuenta la desnutrición ni cualquier otra enfermedad. Su piel era tan tensa y cetrina; más que una persona, parecía un esqueleto viviente cubierto de manera azarosa por cuero envejecido. No llevaba ropas, pero a su vez, tampoco tenía rasgos de algún género determinado. Me miró sin emoción alguna, con cuencas desprovistas de ojos, y con las fauces, sin dientes, ligeramente abiertas.

Antes de que me diera cuenta, yo había saltado y estaba a medio camino de vuelta al recinto, incluso antes de que la escalera cayera al piso. Las historias de espíritus malignos eran de las favoritas entre los esclavos para contar a la noche; se decía que eran como perros desalmados que los demonios a menudo tenían como mascotas o sirvientes para torturar a sus miserables víctimas. Yo no tenía ninguna intención de experimentar cualquier repugnante acción que me venía a mandar que hiciera, incluso aunque implicara un castigo por parte del capataz.

Y castigo fue justamente con lo que me encontré. A pesar de que el capataz vio claramente que había, de hecho, un espíritu maligno en los campos, y que de inmediato hizo retirar a los esclavos para prevenir cualquier daño que afectara la propiedad del Amo Morau. Me golpearon y me negaron las comidas durante el día, por las manzanas que había desparramado en mi huida. Aun así, era mejor eso y no que algún monstruo me extirpara el alma, y por eso me consideré afortunada.

Todos los trabajadores fueron enviados a la residencia a limpiar, mientras esperábamos que el espíritu maligno se fuera para que pudiéramos volver a los campos. Sin embargo, parecía que a la criatura le gustaba el lugar. Se arrastró por el jardín hacia un lado, llegó a los límites, y luego se dio vuelta y fue hacia el otro lado. Mientras lo miraba a través de la ventana que estaba limpiando, pensaba que parecía que estaba buscando algo.

Hacia el atardecer, el espíritu maligno todavía no se había ido, lo cual significaba que se había perdido un día entero de cosecha. El Amo Morau estaba fuera de sí de furia, pero, al igual que los otros, él también había oído acerca de los poderes que supuestamente poseían estos espíritus malignos. No iba a permitir que sus capataces se pusieran en peligro intentando alejarlo, por temor a tener que encontrar un modo de reemplazarlos (no eran tan prescindibles como nosotros, los esclavos).

Con eso probablemente en mente, tuvo una idea diferente. Al día siguiente, cuando el Amo Morau vio que el espíritu maligno todavía no se había ido, mandó a uno de nosotros para ver si se podía sacar el monstruo de encima.

Este esclavo en particular era la rareza de nuestro establo. Él había estado aquí por años, según los sirvientes más viejos, pero nunca había hablado con nadie, ni siquiera con el Amo Morau. El Amo a menudo lo llamaba “bobo”, pero de acuerdo con lo que los esclavos sabían, el hombre no tenía ni nombre ni pasado. Los esclavos más viejos dijeron que lo habían traído unos años atrás, y que era tan callado y tímido como ahora.

La cara del mudo estaba cubierta por una barba incipiente que se negaba a convertirse en una verdadera barba. El cabello rubio estaba con frecuencia sucio y mal peinado, y el hombre hacía lo mínimo para mantenerse limpio. Por alguna razón, el Amo Morau era un poco más tolerante al respecto con este hombre que con el resto de nosotros, que ante cualquier desviación de la higiene, disfrutaríamos del látigo.

Lo peor eran sus ojos. Azules como el hielo, eran, e igual de fríos. No era ciego, pero parecía que nunca veía realmente nada. Si sus ojos se posaban en mí, me corría un frío por la espalda.

El hombre sin nombre trabajaba casi sin cesar, a menudo hasta bien entrada la noche, mientras los otros esclavos dormían, pero había algo extraño y casi mecánico en sus acciones. Incluso cuando lo retaban en medio de una tarea, él continuaba trabajando hasta terminar lo que estaba haciendo, e inmediatamente después empezaba la próxima tarea. En cierta manera, era el esclavo perfecto: dormía poco, comía menos y trabajaba sin cesar.

Por eso era un misterio para todos nosotros por qué el Amo Morau enviaría a quien se suponía era su más valiosa posesión para que tal vez lo mataran, o peor. Oí a los capataces decir que, según el Amo, era “mejor lidiar con un monstruo con otro monstruo”. Por qué el Amo Morau consideraba al hombre sin nombre un monstruo, no me podía imaginar. Aun así, había tareas que realizar, y nosotros, los esclavos, no teníamos tiempo para mirar y ver cómo se desarrollaban los eventos, y volvimos a nuestras obligaciones.

Mi curiosidad temprana se convirtió en temor cuando un fuerte grito vino de afuera, apenas un poco después. Fui a una ventana y fingí que la estaba limpiando, para poder espiar. El hombre sin nombre estaba cerca de algunos de los cultivos, en posición fetal, golpeándose el pecho. No había señales del espíritu maligno por ningún lado.

Los capataces corrieron afuera para ver qué había pasado con el hombre. Se quedaron de pie a su lado, gritándole para que se moviera. Finalmente, recurrieron a sus látigos, pero ni los látigos pudieron hacer que el hombre sin nombre se moviera de donde se había caído. Al fin, lo pusieron de pie y un poco lo llevaron y otro poco lo arrastraron fuera de allí.

El hombre sin nombre no fue visto durante el resto del día, pero el Amo Morau estaba de mejor humor que lo usual, luego de que el monstruo desapareciera. Nos dio a todos los esclavos una ración extra y nos permitió retirarnos a nuestros catres temprano esa noche, con la condición de que recuperáramos el tiempo perdido en los dos últimos días. Estaba implícito en el tono de su voz que si no cumplíamos con sus expectativas lo íbamos a lamentar.

Las habitaciones de los esclavos estaban fuera de la residencia principal, en un edificio de madera viejo y destartalado lleno de hileras de catres. Siempre estaba sin llave, y como no había nada de valor en su interior, tampoco había guardias. En cambio, nos forzaban a usar esposas en las muñecas y tobillos toda la noche. Debido a eso, no era fácil adivinar por qué nadie había considerado seriamente la posibilidad de escapar.

Habían llevado al hombre sin nombre a su cama. Tiritaba bajo las frazadas y estaba cubierto por una capa de sudor. De tanto en tanto, murmuraba cosas sin sentido, y más de una vez gritó en agonía. Mis colegas esclavos susurraban entre ellos que el hombre había sido maldecido por el espíritu maligno, y alejaban sus desvencijados catres todo lo que podían para evitar que ellos también fueran afectados. A pesar del gimoteo del hombre, los esclavos también estaban demasiado cansados para permanecer despiertos, y pronto se durmieron cubriendo sus cabezas con las olorosas frazadas comidas por las polillas.

La habitación siempre era asfixiante, con esa cantidad de cuerpos apiñados. Estaba tan mal aislada que el aire en seguida se espesaba y parecía una sopa de sudor y agobio. Esa noche, parecía más apretada que nunca, con los catres de todos apiñados para no estar cerca del hombre sin nombre. No pude dormirme temprano; necesitaba un poco de aires fresco y estirar las piernas, aunque fuera un poquito.

Afortunadamente para mí, unos años atrás había aprendido la manera de liberarme de las incómodas esposas. Era un truco que descubrí cuando estaba limpiando un armario que había quedado cerrado de manera permanente desde que el Amo Morau rompiera la llave. Tuvo que reemplazar todas las ropas caras que había en su interior, muy a su pesar, pero el armario era más caro que todas las prendas juntas, y se negó a dañarlo para recobrarlas.

Así y todo, los esclavos siempre se aseguraban de que el armario estuviera impecable, como el resto de la casa, por eso fue un día por casualidad, tendría unos cinco años, que me ocupé del mueble. Me sentí atraída por la cerradura, que todavía tenía la llave rota visible adentro, y por alguna extraña razón me sentí impulsada a introducir una de mis hebillas para el pelo. Después de uno o dos minutos, me las arreglé para entender cómo funcionaba la cerradura, la manera exacta de girar la hebilla, y, de repente, el armario se abrió y la llave rota salió del cerrojo.

El Amo Morau vino a investigar el fuerte ruido que hicieron las puertas al abrirse. En vez de alabarme, como esperaba que hiciera, recibí una tanda de latigazos y reprimendas, porque él estaba seguro de que yo había roto la puerta con mi torpeza. La única recompensa que recibí fue que los golpes cesaran una vez que descubrió que el armario, en realidad, estaba todavía intacto.

Ese es el recuerdo más temprano que tengo de mi afinidad con las cerraduras. Después de eso, me vi constantemente atraída hacia cualquier cosa que tuviera cerrojo o que estuviera atascada, y siempre descubrí que, con un poco de esfuerzo y con mi hebilla, podía abrir el objeto en cuestión. Lo que llevó un poco más de aliento fue aprender cómo cerrar de nuevo esos objetos, pero una vez que me sentí segura, lo probé con mis esposas, una noche. Por supuesto, me las pude quitar. Cubriéndome las piernas con mi lamentable cubrecama, me aseguré de que el capataz no viera que yo estaba sin esposas, cuando vinieron a despertarnos por la mañana, y eso me dio tiempo para volver a ponérmelas antes de salir para que me las quitaran ellos, como correspondía.

Con todos los demás esclavos más llenos que de costumbre, que sacaban ventaja del descanso extra, no tuve ningún problema en quitarme las esposas con discreción y en escabullirme, pasando por debajo de los apiñados catres, y así salí a disfrutar de la fresca noche de verano. Un tapiz de estrellas que pintaba el cielo negro como de tinta me dio la bienvenida. Era una vista que siempre me quitaba el aliento. Me sentí tentada a despertar a los demás para que pudieran disfrutar de esa vista increíble conmigo, pero el temor de que mi talento secreto se descubriera era más de lo que estaba dispuesta a ceder.

Entonces, imaginen mi sorpresa cuando oí el chirrido de bisagras oxidadas y el ahogado tintineo de esposas mientras alguien salió de la casa, que estaba abierta. Yo había estado sentada contra un costado de los dormitorios, e instintivamente me acerqué todo lo que pude a los paneles de madera podrida, con la esperanza de que las estrellas brillantes que había estado admirando no me traicionaran. Observé mientras la persona, sola, salió de manera extraña, lidiando con las ataduras, espiando en la oscuridad, y sabía que me buscaban a mí.

—¿Micasa?

La voz del hombre que dijo mi nombre no era una voz que pudiera reconocer del establo de mis compañeros esclavos. Era un poco ronca, como si el hombre no hubiera tomado agua por un buen rato, y chirriaba de un modo no muy distinto al de las viejas bisagras de la puerta por la que había salido. Me animé a arrastrarme un poco más cerca, para identificarlo. Por supuesto, estoy segura de que ya habrán adivinado a quién vi, quién dio unos pasos más, alejándose de la sombra, hacia la luz de la luna.

Sí, no era otro que el hombre sin nombre, con su mechón de pelo rubio pálido pegado a la frente, por el sudor; su cara, una máscara de dolor. Los ojos le brillaban con una vivacidad que no le había visto nunca antes, una mezcla de curiosidad y de angustia. Yo estaba tan intrigada por su inesperada aparición que ni lo pensé dos veces y salí de las sombras.

—¿Qué estás haciendo aquí, hombre sin nombre? —dije, con la ingenuidad de un niño. Él se asustó cuando me acerqué, pero al ver que era yo, suspiró de alivio.

—Me pareció que oí salir a alguien, y vi que no estabas —dijo, aclarando la garganta un par de veces. Me parece que se dio cuenta de lo áspera que sonaba su voz.

—Pensé que sería una buena noche para ver las estrellas —dije—. No lo hago muy a menudo.

—Ah…por un momento pensé que tal vez te habían llevado. El hombre sin nombre dejó salir una risita que se convirtió en un reprimido soplido de dolor.

—¿Te sientes bien? —le pregunté.

—No, pero las voy a arreglar. Lentamente, se deslizó hasta el suelo, haciendo lo posible para cubrir sus cadenas, y se recostó contra la choza.

—Hombre sin nombre, ¿por qué puedes hablar ahora? —pregunté, confundida porque no solo podía hablar, sino que además él había decidido salir y hablarme. Me miró por unos segundos, entrecerrando los ojos mientras se mordía el labio, hasta que, al fin, se encogió de hombros.

—Me gustaría poder contarte —respondió, con tono de derrotado—. Soy el más confundido de todos al respecto. Apenas puedo recordar los tiempos cuando trabajaba en la casa, y afuera, en los jardines, pero esos recuerdos son borrosos. Casi como si no fueran míos.

—Pero claro que son tuyos. Eres tú —dije entre risitas. Sus palabras no tenían sentido para mí.

—Sin embargo, ni siquiera sé quién soy. No tengo recuerdos más allá de unos pocos años confusos aquí, y eso es todo. Ni siquiera recuerdo mi nombre. Lo que sí sé es que cuando me mandaron a echar ese espíritu maligno, caminé hacia él y sentí como una atracción irresistible hacia él, algo que no puedo describir. Lo toqué, y la cosa se desintegró en un destello de luz. De repente, me sentí invadido por un dolor desgarrador horrible — dijo—. Su respiración todavía era pesada, y podía ver cómo le temblaban las manos. De todos modos, continuó.

—Al mismo tiempo, de repente me di cuenta de que podía hablar nuevamente, y las experiencias que he tenido desde ese momento hasta ahora parecen tan vívidas, comparadas con lo que fuera que sentía antes. No tengo idea de qué es lo que está pasando, y eso me asusta.

Yo ya había visto adultos asustados antes. En general, era por temor a las reprimendas del Amo Morau y al látigo del capataz, pero oír que alguien decía que tenía miedo por los recuerdos y sentimientos era algo que no podía entender en aquel momento.

—¿Cómo te quitaste las esposas, Micasa? —me preguntó de golpe. Le conté de mi talento para abrir cosas, y fue solo después de contarle que me cuestioné si tendría que haberlo hecho. Era siempre muy cautelosa en cuanto a mi secreto, y aquí se lo conté sin pensarlo mucho.

Tal vez era porque, sin tener en cuenta cómo me sentí cuando me miró, él nunca había hecho nada que demostrara que no era confiable. No era como los otros esclavos, que robaban y mentían sin pudor para que su vida fuera más fácil, incluso en detrimento de otro esclavo.

—Entonces, ¿podrías quitarme las esposas? —me preguntó, estirando las piernas hacia mí. Una vez más, no dudé por un segundo, confié en él y tomé sus esposas. Eran más duras de lo que esperaba, porque parecía que nunca se habían quitado y los mecanismos estaban un poco oxidados por no usarlos. Aun así, solo tuve que jugar con ellas un poquito más y se abrieron, con un ruido más fuerte de lo que habría querido. Por suerte, no había ningún ruido de sueño interrumpido proveniente de los cuartos de los esclavos.

El hombre sin nombre se puso de pie y estiró las piernas, doblándolas una tras otra de una manera que minutos antes hubiera sido imposible. Un dolor repentino se apoderó de él y se dobló hacia adelante, pero levantó una mano para detenerme cuando me acerqué preocupada. Cuando recuperó el aliento, se volvió a sentar y miró al cielo. El modo en que miraba fijo todo, parecía que lo veía todo por primera vez.

—Magnífico —fue todo lo que murmuró, bebiendo de esa vista por un largo rato, sin moverse. Para entonces, se ve que había olvidado el dolor. Yo también miré hacia lo alto, disfrutando como siempre lo había hecho. No obstante, no pude dejar de notar lo lejos que la luna había viajado durante ese tiempo pasado afuera, y supe que tenía que dormir algo antes de empezar las tareas del día siguiente.

—Tenemos que volver a la cama, o mañana nos castigarán por estar tan somnolientos —le dije, volviendo la cabeza. Su mano se posó sobre mi hombro y me retuvo. Era increíblemente fuerte, la mano de alguien que había trabajado desde hacía mucho tiempo, y me asusté un poco; era casi como la mano del señor de la casa. No obstante, a diferencia de las fuertes golpizas que me habían propinado las manos del amo, este era un gesto gentil que el hombre sin nombre me estaba ofreciendo. Me di vuelta y vi su cara, otra vez llena de ansiedad.

—Micasa, tu talento —empezó, y parecía muy inseguro de lo que iba a decir—, ¿podrías utilizarlo para entrar en la casa principal?

Debo admitir que, más de una vez, yo había jugueteado con las intrincadas y costosas cerraduras que cerraban la residencia principal, incluso corriendo el riesgo de que me azotaran si rompía alguna. Eran complicadas, pero me las había ingeniado para abrirlas y cerrarlas otra vez sin que nadie se diera cuenta. Se lo conté al hombre sin nombre, de nuevo preguntándome por qué confiaba en él con tanta facilidad.

—Micasa, necesito entrar en la residencia y ver al Amo Morau —dijo, mientras se tocaba el costado y hacía una mueca de dolor. Me arrodillé a su lado.

—¿Por qué? ¿Te duele mucho? —le pregunté—. Podemos ir a ver un capataz; tal vez tengan algún remedio. Yo sabía tan bien como los demás esclavos que el Amo nunca gastaba en remedios para nosotros, pero pensé que valía la pena intentarlo.

—No, no es eso —dijo, sosteniéndose con un poco más de fuerza. Seguramente vio en mi cara lo asustada que estaba yo, porque se soltó y se explicó — ¿Recuerdas esa atracción que te conté que sentí cuando estaba cerca del espíritu maligno? Todavía la siento, y me lleva hacia la residencia principal. Sé que tiene que ver con el Amo Morau, pero no voy a poder entrar por mi cuenta. Por favor, no puedo esperar. No quiero causarte problemas, solo necesito la puerta abierta para poder entrar. Necesito saber qué es esto. Por favor.

Esa fue la primera vez que supe lo que era sentir lástima por alguien. Para nosotros, los esclavos, la vida era dura, sin duda, pero nunca había visto a alguien tan desconsolado como el hombre sin nombre en ese momento. Yo sabía que los capataces se pondrían furiosos si nos veían rondando por allí, pero abrir una puerta para que pudiera ver al Amo parecía algo inocente.

Entonces, asentí y lo guie de la mano, a través del campo, hacia la residencia. No había nubes que oscurecieran la luna esa noche, pero ya estaba desapareciendo, por fortuna, y había poca luz. Nos mantuvimos cerca del nivel del césped, yendo de un arbusto a otro. A medida que nos acercamos al edificio, fuimos más lento (los capataces patrullaban con celo, en caso de que necesitaran una veloz retirada si había un ataque inesperado).

La puerta lateral era menos vigilada que la de atrás o la del frente, con una sola figura fornida de pie a unos treinta pies de la puerta, mirando hacia el jardín. Nos deslizamos furtivamente, moviéndonos lo más despacio posible, para evitar que nos viera, y llegamos a la esquina del edificio. Arrastrándonos por la pared, nos arreglamos para pasar por detrás del guardia, aunque cada pulgada que avanzábamos parecía una milla, y sabíamos que cualquier ruido iba a llamar su atención de inmediato.

Llegar a la puerta no podía considerarse una victoria, porque ahora, el guardia estaba muy cerca, y con solo darse vuelta nos vería. Sin embargo, habíamos llegado hasta ahí, y yo necesitaba que el hombre sin nombre entrara. Tomé mi hebilla de pelo y empecé a trabajar.

Era un trabajo mucho más horripilante que lo usual. A pesar de que sabía cómo abrir el cerrojo, hacerlo sin ningún ruido era un asunto muy distinto. El primer par de veces que lo intenté hice apenas un ruidito, pero, de día era fácil para mí escabullirme si pensaba que me iban a atrapar en caso de hacer ruido. Ahora, el único ruido que se oía era el de algún grillo ocasional, y no podía contar con que eso sería suficiente para cubrirme si cometía un error. Siempre con mucho cuidado, moví el alfiler para aquí, para allá, y por fin empecé a sentir que el picaporte se resistía menos.

Con el último movimiento, la cerradura se abrió con un fuerte ruido.

Mi corazón latió un latido menos, y me di vuelta solo para confirmar mis temores, al ver el guardia que se volvió y dio un grito de sorpresa. El hombre sin nombre me alzó por la cintura, y con la mano libre empujó la puerta, ahora abierta. La puerta golpeó contra la pared cuando el hombre la empujó, lo que sin duda alertó a cualquier capataz que no hubiera oído el grito de su colega, pero el daño ya estaba hecho.

El hombre sin nombre me arrastró a la fuerza dentro de la residencia, preocupado porque yo recibiera todo el peso de la violencia si me dejaba sola. Juntos volamos por los corredores, hacia la escalera que llevaba a las habitaciones del Amo Morau. Un guardia había entrado por la puerta principal y estaba al pie de la escalera; pero sin disminuir el paso, el hombre sin nombre me protegió con los brazos en un abrazo y se lanzó con todo el peso de su cuerpo sobre el capataz, que atacó con el garrote. Sentí cómo cayó sobre la espalda de mi guardián, pero él no disminuyó la marcha en lo más mínimo, ni siquiera cuando chocó contra su atacante, y derribó al guardia, que cayó hacia atrás. El hombre sin nombre me levantó con los dos brazos y voló escaleras arriba, antes de que el guardia se recuperara, pero nuestro ascenso fue breve, porque nos encontramos con la punta de una espada apuntando directo a nosotros.

El Amo Morau estaba en lo alto de la escalera, y era evidente que se había despertado por la conmoción que habíamos causado. Todavía estaba en pijama y nos miraba de manera fulminante, con una mezcla de confusión y de enojo cuando se dio cuenta de quiénes eras los intrusos a los que estaba blandiendo la espada.

Yo conocía bien esa espada. Estaba colgada en la habitación del Amo, una hoja brillante hecha de plata pulida (que nosotros, los esclavos, lustrábamos) con muchas piedras preciosas incrustadas en la empuñadura. La vaina que ahora tenía en la mano libre era igual de costosa, hecha de madera de excelente calidad, bañada en oro y con incrustaciones de gemas. Yo nunca había visto al Amo empuñando el arma, pero en ese momento deseé no haber hecho un trabajo tan bueno para mantener la espada en perfectas condiciones.

—¿Qué diablos está pasando acá? —dijo el Amo Morau, entrecerrando los ojos con suspicacia. El hombre sin nombre se había detenido en seco a unos pocos escalones de lo alto de la escalera. Oí que más pasos venían subiendo, y que tres de los guardias habían bloqueado nuestra salida. Uno de ellos era el hombre que habíamos derribado, que todavía se masajeaba la espalda, que evidentemente le dolía.

—Necesitaba verte, Hawke —dijo el hombre sin nombre. Yo me moría de vergüenza por la manera informal en que se dirigía al Amo, y había aprendido que hacer eso podía ser muy peligroso. Obviamente, nuestro dueño se enfureció, pero también parecía aturdido; estaba confundido como me había sentido yo cuando me dirigió la palabra un esclavo al que hasta entonces habíamos considerado mudo.

—¿Por qué has decidido entrar a los empujones en medio de la noche, buscando mi audiencia, niño? —preguntó el Amo Morau, en el tono más autoritario que pudo. Sin embargo, parecía que el hombre sin nombre no lo escuchaba. Esos penetrantes ojos suyos se pusieron vidriosos, totalmente fijos en la cara del Amo.

—Qué es esta sensación … —murmuró el hombre sin nombre—. Tienes…algo mío…

Me quitó una mano de encima y la dirigió al Amo Morau, cuyos ojos reflejaron temor.

—¡Ni un paso más! —ordenó, de golpe, dando un paso hacia atrás—. ¡Soy Hawke Morau, el gran Erudito! ¡Fui asesino de demonios y uno de los Antiguos Reyes! ¡Mantén tus sucias manos lejos de mí!

El Señor continuó eludiéndolo, pero el hombre sin nombre seguía avanzando. Parecía hipnotizado, totalmente absorbido por esa sensación que me había contado antes. El Amo Morau ordenó a sus capataces que atacaran, y se adelantaron al unísono, blandiendo los bastones disciplinarios. El hombre sin nombre apenas pestañeó por los golpes.

Finalmente, el Amo Morau se resguardó contra una pared, sosteniendo su espada a un brazo de distancia. Vi cómo temblaba sin control, incapaz de dominar el miedo.

—¡Basta! —gritó—. ¡Yo soy Hawke Morau, yo soy!

Yo no entendía por qué seguía insistiendo con su nombre, pero, pese a todo, sus plegarias cayeron en oídos sordos. Mientras, el hombre sin nombre seguía con la mano estirada, acercándola a la cara de nuestro dueño, el Amo le lanzó una alocada puñalada.

La espada venía directo hacia mí, pero, sin pestañear, el hombre sin nombre tomó la espada y la detuvo, mientras el filo lo cortaba profundo y le salía sangre. Aun así, no se inmutó, y empecé a preguntarme si el hombre sin nombre entendía lo que estaba pasando. Puso la espada a un lado y la dejó, volviéndose al Amo Morau.

Ahora, nuestro amo estaba paralizado, incapaz de hablar ni de moverse, mientras la mano del hombre sin nombre, cortada y llena de sangre, vacilaba frente a su cara. Hubo un momento tenso en que el hombre sin nombre se detuvo, y pensé, por un brevísimo instante, que lo vi sonreír. Después, se inclinó hacia adelante para alcanzar la cara del Amo Morau.

El Señor gritó, y de la pechera de su pijama salió un haz de luz brillante. Cerré los ojos con fuerza, no muy segura de lo que estaba sucediendo, y oí a los guardias que gritaban. La luz disminuyó rápidamente, y sentí que el pecho del hombre sin nombre se agitaba, como si su respiración se diera por jadeos irregulares. Me aventuré a abrir los ojos y vi que los suyos estaban por salírsele de las orbitas. Miraba a su alrededor como un loco, como si se acabara de despertar de una pesadilla, pero mi atención se desvió cuando oí un terrible ruido proveniente del lugar donde había estado el Amo Morau.

Se tomaba la cabeza y se hamacaba sobre su espalda, alternando sollozos con gemidos de angustia.

—¿Quién… dónde… por qué? —eran las únicas palabras que pude comprender de lo que estaba diciendo, pedacitos de oraciones entre sollozos y gemidos.

—¡Qué le has hecho al Amo, tú…tú…! —vi a uno de los capataces que venía rápidamente, blandiendo el bastón con toda la furia.

Todo lo que sucedió después fue en un abrir y cerrar de ojos. El hombre sin nombre se dio vuelta con soltura, tomó el bastón, se lo quitó al capataz y golpeó al atacante con un solo golpe poderoso en el cuello. El capataz se desplomó como una muñeca de trapo y cayó a los tumbos por la escalera. Los otros dos se hicieron a un lado, con la boca abierta, en shock. Uno de ellos perdió el equilibrio y cayó junto con su camarada, aumentado la pila que el primer capataz había comenzado.

El hombre sin nombre me miró, yo todavía sujeta en uno de sus brazos.

—Creo que puedes ponerte de pie por tus propios medios, ¿no, Micasa?

Su tono había vuelto a cambiar. Ahora había confianza, control y preocupación en sus palabras, cosas que los hombres que son esclavos rara vez reflejan. Asentí, y me puso sobre mis pies con gentileza, pero mis piernas estaban un poco temblorosas por el miedo y la incertidumbre. No tenía idea de lo que estaba sucediendo, pero luego de ver al hombre sin nombre deshacerse con tanta facilidad de aquellos que me habían aterrorizado toda mi vida, me sentí segura haciendo lo que me decía.

Él se agachó y tomó la espada y la vaina que el Amo Morau había dejado caer al piso, blandiéndola ante el último guardia que quedaba en la escalera, a quien le fallaban las rodillas.

—Hazte a un lado, peón —ordenó el hombre sin nombre—. Cuida de los heridos y debes saber que si nos persigues, voy a terminar lo que comencé aquí. Vamos, Micasa. Enfundó la espada y comenzó a bajar los escalones.

Yo no podía imaginar el hecho de salir caminando fuera de la residencia, pero tenía una excitación que no había sentido nunca antes. ¿Era posible que tan solo me fuera a ir, pasando junto al Amo y a los temibles capataces, y no los fuera a ver nunca más? ¿No volvería a oír sus horribles palabras ni sentir el dolor de sus latigazos? Era algo con lo que nunca había soñado, no obstante, el hombre sin nombre se detuvo al final de la escalera y me miró expectante. El guardia que quedaba no levantó un solo dedo para tratar de detenerme, retrocediendo mientras pasaba junto a él y seguía a mi salvador hacia la puerta principal. Los otros guardias pronto se enterarían de lo sucedido, pero viendo lo increíblemente poderoso que parecía el hombre sin nombre, que caminaba erguido y orgulloso, espada en mano, no lo pude evitar, y sonreí.

Marchamos a través de los jardines, y el hombre sin nombre bajó un poco el ritmo para mirar el cielo una vez más, murmurando entre dientes, mientras reflexionaba sobre las estrellas y la luna, antes de hablarme nuevamente.

—Por aquí, Micasa. Quédate cerca. Probablemente sea una caminata larga, y puede ser peligrosa.

Una parte de mí quería decir adiós a los otros esclavos, tal vez hasta preguntarles si querían venir con nosotros, pero a la vez temía que si no iba con el hombre sin nombre ahora mismo, él no me esperaría. Me prometí a mí misma, en ese preciso momento, que un día volvería y los llevaría conmigo, para ver juntos el mundo. Era una promesa que nunca cumpliría.

—Mm, gracias por salvarme, hombre sin nombre —fue lo único que se me ocurrió decir en esas circunstancias, mientras caminábamos fuera del complejo, hacia las tierras salvajes e indómitas que solo había visto desde lejos. El sol empezaba a aparecer, tiñendo el cielo con un lindo color aguamarina, y sentí que mi corazón palpitaba por el modo en que los rayos del sol jugaban con los árboles y el césped. Era como si el mundo volviera a la vida ante mí por primera vez.

El hombre sin nombre giró hacia mí y me miró a los ojos por un segundo, con una mirada un poco aturdida. Entonces, su cara rompió en una pequeña pero cálida sonrisa.

—Perdón, pero en toda la confusión me imagino que tengo que presentarme como se debe. Mi nombre es Hawke Morau.

2

EL HOMBRE TURBIO

El día siguiente a nuestro escape de la residencia fue algo raro para alguien como yo, que nunca había salido del complejo en la corta vida que había vivido hasta entonces. No habíamos llevado provisiones y tampoco teníamos dinero, pero el hombre sin nombre, que decía tener el mismo nombre que nuestro Amo, se las arregló para procurarnos unas frutas y pan para que comiéramos. No supe cómo lo consiguió, pero habíamos viajado cerca de un carrito de comidas de un negocio en la ruta. Sospeché que él sacó ventaja del “descuento de cinco dedos”, como lo llamaban los otros esclavos cuando robaban comida de la despensa.

Después de nuestra magra comida, dormitamos bajo un árbol grande, ya que ninguno de los dos había dormido la noche anterior. No podía sacarme la sensación de que en cualquier momento los capataces se nos vendrían encima, nos retarían por dormir al mediodía y nos arrastrarían de vuelta al complejo, pero el hombre que ahora decía llamarse Hawke me había asegurado que tenía el sueño liviano y se iba a asegurar de que nadie vendría a llevarme de vuelta.

Era una sensación increíble, dormir a la sombra de ese árbol grande, en pleno día. A pesar de que solo dormité unas pocas horas, fue uno de los descansos más refrescantes que recuerde.

Un poco después del mediodía nos despertamos y continuamos viaje por las colinas y los campos, fuera del camino principal. Finalmente, un carro tirado por caballos vino retumbando por el camino, disminuyendo la marcha por orden del dueño, mientras se nos acercaba. El hombre que manejaba los caballos era un granjero de apariencia amable, con un gran sombrero de paja y overol, ropas que hasta entonces solo usaban los capataces, que yo supiera. Por instinto, me estremecía al menor de sus movimientos.

Sin embargo, nunca había visto a los capataces con esa mirada tan cordial. Cuando me vio, con mis ropas de trabajo raídas, Hawke dijo algo así como que yo había quedado huérfana luego del ataque de un demonio, y que toda la familia que me quedaba estaba en Changirah. Como quedaba camino al lugar donde el granjero iba a entregar sus productos, no lo pensó dos veces y nos llevó atrás, entre cajones y latas de leche.

Hawke me susurró bajito, mientras el carro volvía ruidosamente al camino, que era más probable ayudar a la víctima del ataque de un demonio que a un esclavo fugitivo. Yo no entendí bien por qué, pero de todos modos me quedé callada. Todo lo que me ayudara a no volver era algo bueno, en lo que a mí me concernía.

Llegamos a la ciudad antes de que el sol comenzara a desaparecer. Yo estaba muerta de miedo ante la vista de las enormes murallas y las robustas puertas que la protegían. Nunca me habían llevado fuera del complejo, y al ver los guardias de la ciudad, con sus brillantes armaduras protectoras y sus armas, que hacían que las varas de los capataces parecieran juguetes, todo eso era más de lo que mi corazón agitado podía soportar. No tenía idea de qué nos esperaba del otro lado de la puerta gigante, pero me sentía bien segura junto a este Hawke que estaba conmigo, cosa extraña de pensar cuando lo comparaba con el otro Hawke Morau con el que yo había crecido.

Nos bajamos cerca de un mercado bullicioso, saludando al granjero mientras se alejaba. ¡Ah! ¡Cuántas cosas increíbles en venta! Apenas podía contenerme para no salir corriendo a mirar todo, pero Hawke debe haber notado cómo se encendía mi cara, porque emitió una risita y me llevó por la avenida principal, pasando los vendedores. La mayoría de ellos fruncía el ceño mientras pasábamos, pero mirando hacia atrás, no puedo culparlos. Teníamos todo el glamour de dos vagabundos sin una moneda que acababan de salir arrastrándose de alguna alcantarilla mugrienta.

El paso de Hawke se aceleró cuando oyó a un mercader particularmente chillón que se acercó a nosotros. Yo no podía entender qué trataba de vender, pero lo que a Hawke le interesaba no eran sus mercaderías. Mientras marchaba hacia el puesto, el mercader, un hombre pequeño y calvo, con grandes ojos llorosos y una nariz delgada y respingada, se volvió hacia Hawke y sonrió, con una sonrisa compuesta por dientes amarillos e irregulares.

—¡Ah, mi buen señor, parece que necesitan ropas nuevas! —. El escurridizo hombre hablaba rápido, con alguna pausa de tanto en tanto. Nos miró del mismo modo que los otros vendedores, pero aunque veía un poco de decepción en su mirada inflamada, en seguida nos otorgó su aduladora sonrisa otra vez.

—Sí, sí, ¿por qué vendrían aquí si no tuvieran dinero? Vengan, les quitaremos esos harapos y les conseguiremos ropas nuevas, ¿sí? —. Casi parecía que se olvidaba de lo que estaba diciendo en el medio de la oración, lo recordaba y se apuraba a decirlo por si se volvía a olvidar. Estrechó sus manos, asintiendo con fervor, mientras se dirigía a un perchero cubierto por ropas de colores extraños y brillantes.

—Fern, no me vengas con tus chanchullos —dijo Hawke, con cara de enojado. El hombre se sobresaltó al oír el nombre “Fern”, y se dio vuelta, con una actitud que parecía que lo habían pillado haciendo algo terrible.

—Ese nombre, no me queda bien, ¿no? Yo soy Banca, ¡sí! ¿No? ¿Kazul? ¿Bill? —continuaba enumerando nombres, mientras se rascaba la mejilla como si estuviera nervioso, como si esperara encontrar un nombre que le gustara a Hawke, pero quien alguna vez fuera el hombre sin nombre simplemente lo miraba fijo.

—Fern, soy yo, Hawke —dijo exasperado. El lloroso hombre llamado Fern entrecerró los ojos con fuerza, casi como si estuviera viendo a este cliente por primera vez, y de pronto, se tapó la boca con las manos.

—¡Imposible! —dijo entre dientes—. Sin embargo, la cara, el tono, ¡y la nariz! Sí, la nariz, ¡ahí reside la verdad! —. Se acercó para echar una buena mirada, sospecho, a la nariz de Hawke.

—Suficiente —le dijo Hawke bruscamente—. Vayamos atrás y hablemos de negocios.

Hawke caminó atrás del puesto, y me hacía señas de que lo siguiera. Fern, nervioso, miró a su alrededor varias veces antes de seguirme, a una buena distancia.

El espacio entre los puestos del mercado y los edificios que había atrás era como un corredor pequeño y solitario. Con todas las carpas y los gritos de los mercaderes para atraer a los clientes, parecía el lugar ideal para tener una conversación donde nadie iba a poder escuchar a escondidas.

—Supongo que debería disculparme por aparecer sin aviso y tan, eh, desaliñado —se disculpó Hawke, rascándose la cabeza.

—¡No, no, no! —dijo Fern, mientras se volvía a rascar la mejilla—. ¡Desaliñado no! ¿Cómo podrías estar desaliñado, si no conozco la palabra? ¡Pareces está un poco desprolijo, eso sí! ¿Y dónde ha visto, Jefe?

—Estoy tratando de entender eso yo mismo —Hawke dio un pequeño suspiro—. Pero todo a su debido tiempo, Fern. Primero, necesito unas cosas, como evidentemente habrás notado —. Hizo un ademán hacia las tristes toallas que llamaba ropas.

—¡Ah!, me encantaría solo dar, Jefe —dijo Fern, con la voz teñida de lo que supongo que él creía que era lástima —, pero la familia ha caído en tiempos difíciles. ¡Con su partida, también se fueron nuestros mejores artículos! ¡Sin los mejores artículos tampoco hay buenos clientes! Llegaron tiempos duros, y ahora…

—Bueno, estás vendiendo imitaciones baratas en un bazar lleno de gente mucho más inteligente que tú —finalizó Hawke por él.

—Sí —coincidió Fern sin indignarse —. La familia debe estar familiarizada con el Jefe, pero tenemos poco para dar, incluso para alguien que como tú todavía deber ser.

—Calma, Fern, no vine por limosnas. Toma —le tendió un largo paquete de harapos sucios al lloroso hombre —. Esto es un precio justo por tu molestia.

Fern desenvolvió el atado y casi lo tiró sobre sus sucios pies descalzos. Era la espada que Hawke había traído de la residencia, que la había escondido en un trozo de su propia vestimenta gastada antes de empezar nuestro viaje a Changirah. Se había asegurado de limpiarla cuando descansamos, y por eso el acero brillaba con un hermoso lustre, incluso en la lúgubre luz que se filtraba entre los toldos de las carpas. Las gemas de la empuñadura y en la vaina estaban tan deslumbrantes como siempre, y pensé que debían ser más pesadas de lo que recordaba, porque las manos de Fern temblaron cuando la sostuvo.

—Esto… ¿esto es real? —apenas podía pronunciar palabra, lo que me preocupaba. Porque ya parecía tener un problema cuando hablaba normalmente.

—Cada pulgada. La obtuve de un señor que vive aquí cerca. Yo fui un huésped mal dispuesto por muchos años, y consideré que esto, digamos, es un pago justo por las tareas que realicé —. Hawke se inclinó y rodeó a Fern con el brazo.

—Entonces, este es el trato: tú me das lo que necesito, de cualquier tipo de las provisiones que han dejado (y estoy seguro de que todavía tienen lo suficiente para suplir mis necesidades) y a cambio, te doy esta espada, y haré lo que pueda para enviarte más como esta en el futuro. Será como en los viejos tiempo. ¿Estamos de acuerdo?

—¡Ah, esta es la mejor, Jefe, la mejor! —Fern saltaba de un lado a otro mientras abrazaba la decorada espada y la empuñadura con fuerza —. Con la noticia de que Hawke Morau ha vuelto a la familia, ¡vamos a volver a hacer negocios en un abrir y cerrar de ojos! ¡Ah, y la niña! —me miró con ojos alegres —. ¿Ella también está en venta? Hablábamos antes de expandirnos al mercado de esclavos, ¿no?

Hawke asestó un feroz golpe con el revés de la mano en la fea cara de Fern, dejando una terrible marca donde hizo contacto. No consiguió mejorarle sus rasgos contrahechos. Casi deja caer su premio, pero incluso el pequeño y extraño mercader era lo suficientemente inteligente para saber que era más valiosa que la incomodidad que sentía en ese momento. La mirada de furia que Hawke le lanzó lo hizo estremecerse más que el golpe.

—Ella acaba de ser liberada de sus lazos, ¿cómo te atreves a querer que vuelva a eso? Cuida tu lengua, Fern, o tendrás que conseguirte una nueva —. Fern trató de balbucear algo parecido a una disculpa, para Hawke lo hizo callar con un gesto —. La próxima vez, piensa antes de hablar. Ahora, lo que necesito…

No pude evitar sentirme un poquito mal por ese hombre alto y flaco. No tenía idea de dónde venía yo, por eso no me parecía que fuera justo golpearlo por algo que él no sabía. No obstante, ver que alguien me defendía de manera tan audaz era algo a lo que no estaba acostumbrada. Hawke no podía ver cómo sonreía yo cuando él hablaba con Fern, pasándole una lista de todas las cosas que necesitaba.

Hablaba tan rápido que no pude entender la mitad de lo que pedía, y, por un momento, me pregunté cómo iba a hacer Fern para acordarse de todo. Ya había demostrado ser un poco idiota. Sin embargo, luego de oír todo una sola vez, Fern asintió con firmeza, mirando a su alrededor, y yo sospechaba que estaba utilizando toda la capacidad de su cerebro para recordar todo, y sin decir más, envolvió su nuevo tesoro y desapareció a una velocidad increíble.

—Vamos a quedarnos aquí y a fingir que estamos recorriendo el puesto mientras él busca lo que le pedí —dijo Hawke—. Quédate aquí un momento.

Hawke caminó hacia el frente de la carpa, dejándome sola. Me moría de ganas de explorar el mercado y ver todas las chucherías, a las que apenas había echado una rápida miradita, pero una vida de servidumbre también me había enseñado bien acerca de los peligros de andar vagando por lugares extraños. Volvió en seguida, con un atado de ropas.

—Sería mejor que no parezcamos recién salidos de un retrete —dijo, dándome una túnica pequeña—. Disculpa si no te queda muy bien, pero fue el talle más pequeño que encontré.