El libro de los animales misteriosos - Lothar Frenz - E-Book

El libro de los animales misteriosos E-Book

Lothar Frenz

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Beschreibung

¿Te has preguntado si existen, o han existido alguna vez, seres tan extraños e increíbles como los pulpos gigantes, los hombres mono, los cíclopes, los bigfoot y otros seres fabulosos? Existe una disciplina, llamada criptozoología, que se encarga del estudio científico de animales ya extintos, o que forman parte de la mitología y de las antiguas historias tradicionales de distintas culturas del mundo. En este magnífico libro ilustrado Lothar Frenz nos relata asombrosos descubrimientos de criaturas misteriosas y nos lleva a regiones inhabitadas por el hombre, casi inaccesibles, donde las especies animales más diversas han vivido ocultas a la ciencia. Exploraremos bosques, mares, montañas y ciénagas de distintos lugares del planeta que avivarán nuestra curiosidad y nuestras ganas de conocer más sobre las especies que quizá los habitan.

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Seitenzahl: 333

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Índice

Cubierta

Portadilla

Prólogo

1. ¡Y sin embargo viven!

2. Un monstruo se hace realidad

3. El misterio del cíclope

4. El tenkile y el dingiso

5. Bigfoot no puede morir

6. Veinte mil libras de recompensa por un papagayo

7. El redescubrimiento

8. El otro orang

9. La bestia del zoo de Moctezuma

10. Serpientes marinas y fanfarronadas

11. Avistados dinos con plumas

12. La bestia apestosa del Amazonas

13. Sapos del Balneario 6

14. Una luna de miel con sorpresa

15. Buscando tigres desesperadamente

16. Enigmáticos monos boticarios de la selva virgen

17. El asunto del monstruo de Florida

18. Fiebre de descubrimientos en Indochina

19. No estamos solos

20. La lista del siglo

Agradecimientos

Notas

Créditos

Prólogo

Imaginar seres desconocidos para la ciencia, que viven ocultos en bosques, montañas, pantanos o en las profundidades marinas, me ha fascinado desde mi infancia. Cómo añoraba encontrar algún día yo misma en una expedición a tierras remotas un animal que hasta aquel momento solo fuera conocido por la población nativa. Desde entonces, y me estoy remontando a la década de los cincuenta del siglo pasado, se han «descubierto», capturado y descrito numerosos animales «nuevos», haciéndolos de este modo «realidad». Lo que antaño fueron leyendas hoy son hechos científicos.

Muchos creen que en el mundo actual ya no caben más descubrimientos, salvo entre las miríadas de insectos y otros seres vivos inferiores. En los bosques del parque nacional de Gombe, donde mi equipo y yo hemos investigado a los chimpancés a lo largo de los últimos cuarenta años, me he topado ciertamente con innumerables escarabajos, moscas y otros insectos desconocidos para la ciencia. Recuerdo una mosca diminuta, de extraordinaria belleza, que se posó en mi mano mientras estaba tranquilamente sentada debajo de un corpulento árbol. Durante un instante me asaltó la tentación de atraparla y mandársela a un entomólogo: si la mosca era desconocida para la ciencia, ¿no podría tal vez recibir mi nombre? Pero ella pertenecía al bosque. La seguí con la vista mientras se alejaba volando y le deseé mucha felicidad en su corta vida. Hoy en día, sin embargo, destruimos hábitats naturales con tanta desconsideración y rapidez que cientos de especies zoológicas de invertebrados son exterminadas antes de ser identificadas o vistas por cualquiera.

Pero ¿qué sucede con los seres vivos de mayor tamaño? Este libro describe animales fascinantes «descubiertos» en años pasados. Y eso que parece imposible que hoy –en la era de la información– puedan efectuarse aún grandes descubrimientos. ¿O sí? ¿Qué ocurre con el yeti del Himalaya, el sasquatch de Norteamérica, los hombres salvajes y otros homínidos como los que se avistaron en algunas regiones de la antigua Unión Soviética? Los informes sobre estos seres ejercen una increíble fascinación sobre mí. Conozco tres personas que han vivido experiencias con esas criaturas. En The Lost Camels of Tartary, John Hare describe la excitación de su chófer chino cuando afirmaba que acababa de ver a un hombre salvaje cruzando la carretera. El chófer estaba tan alterado que John registró ese momento en vídeo, a pesar de que no entendía las palabras del conductor. Esto sucedió en medio del desierto de Lop-Nur, donde John seguía el rastro de camellos salvajes. Como anteriormente a John no le habían interesado un ápice los hombres salvajes, el conductor tampoco tenía motivo alguno para inventarse un encuentro semejante. Robert Pyle, el autor de Where Bigfoot Walks, me contó que una noche, mientras seguía el rastro de un bigfoot, escuchó extraños gritos. Al mismo tiempo apedrearon su coche, pero él no se atrevió a bajar. Y Águila Moteada, un indio de Oregón de trece años de edad, se topó con un sasquatch mientras estaba solo en el bosque. Durante un instante ambos se miraron fijamente; luego, el chico escapó a la carrera. Cuando le pregunté si no podía haber sido un oso, se echó a reír: ¡cómo podía hacer una pregunta tan tonta! De hecho para muchos de mis amigos indios que se han criado en las zonas boscosas y montañosas de Norteamérica, la existencia del sasquatch no deja lugar a dudas, solo que en la actualidad se ha vuelto mucho más huidizo.

Como soy una romántica incorregible, creo que esos homínidos podrían haber sobrevivido en regiones remotas. Me encanta leer todos los libros e informes que se publican sobre el particular y que me remiten mis amigos. Y no soy la única. Nosotros no queremos vivir en un mundo en el que ya no existen secretos ni nada desconocido que nos desafíe. Seguro que este es uno de los motivos por los que a los humanos nos fascina tanto la exploración del universo y ansiamos tener noticias de vida en otros planetas. No pocas personas están incluso convencidas de que los extraterrestres nos visitan con regularidad.

Sin embargo, creo que ni por asomo hemos desvelado todos los secretos del planeta Tierra y, en consecuencia, los años venideros nos depararán alguna que otra sorpresa. Todavía existen regiones casi inaccesibles en las que los animales más diversos pueden vivir tranquilamente ocultos para la ciencia. Y mientras haya relatos sobre seres extraños, desconocidos, en regiones despobladas, también habrá personas audaces que se lancen a la aventura de descubrirlos.

Este libro recoge descubrimientos espectaculares, pero también esos hallazgos pequeños menos esplendorosos. Con su objetiva exposición, Lothar Frenz consigue transmitir respeto por la criptozoología, un ámbito de los afanes humanos que ha sido malinterpretado con excesiva frecuencia. Este libro animará a una nueva generación de zoólogos a mantener la mente abierta y los estimulará a trasladarse fuera, al mundo real, y a explorarlo, trascendiendo los límites de la realidad «virtual» de las pantallas de sus ordenadores. Este es justo el tipo de estímulo que, a punto de alborear el nuevo siglo, el nuevo milenio, necesitamos tan imperiosamente.

Jane Goodall

enero 2000

Para Ella, Jost, Jasper y Jakob

 

¿Ciencia o ficción: han sobrevivido los pterosaurios?

Carlos Velazquez

1

¡Y sin embargo viven!

«Pero nos dedicamos a seguir soñando a contracorriente, y nuestros sueños se desvanecen casi con la misma rapidez con la que los evocamos».

John Irving, El hotel New Hampshire

Debido a sus abstrusas teorías, todo el mundo se había burlado del científico que buscaba con ahínco «un eslabón entre los dinosaurios y los mamíferos». Sus adversarios científicos lo denigraron y difundieron que ese tipo de animal había «surgido de la fantasía calenturienta de un catedrático digno de lástima». Al final, el acoso llegó tan lejos que el científico, agotado, emigró y se retiró con sus ayudantes a una isla remota para poder investigar al fin sin ser molestado. Allí el catedrático Habakuk Tibatong encontró al animal que creía extinguido desde hacía millones de años: era Urmel.

Algo parecido le sucedió a otro erudito: el catedrático Challenger informó a la Real Sociedad Zoológica británica que en una expedición a las montañas sudamericanas más remotas había descubierto pterodáctilos –pterosaurios supervivientes–. Pero esos eminentes caballeros se negaron a creerle, pues aquello se les antojaba sencillamente imposible. Entonces Challenger mandó traer un enorme cajón, lo abrió... y uno de los pterosaurios de tiempos inmemoriales se elevó en el aire con sus tres metros de envergadura y huyó por una ventana abierta.

El bebé dinosaurio Urmel del libro infantil de Max Kruse Urmel aus dem Eis, conocida estrella del teatro de marionetas de la Augsburger Puppenkiste, y las criaturas de El mundo perdido, la novela de aventuras de sir Arthur Conan Doyle, redescubiertas aunque se las creía extinguidas, han atraído y fascinado, no sin razón, a generaciones de lectores: son mensajeros imaginarios de un mundo en el que aún acontecen los milagros, en el que se hace realidad lo imposible porque alguien cree firmemente en ello. Pero ¿de verdad esos milagros son puramente imaginarios?

Hoy el mundo parece descifrado. Los satélites examinan cada metro cuadrado de la Tierra, los submarinos se sumergen hasta las simas más profundas del océano, los mares del mundo son medidos con radares y sonar. Los misterios que quedan están «en algún lugar, ahí fuera», en el universo, que aún no podemos visitar. El tiempo de las grandes sorpresas en el reino animal parece cosa del pasado. ¿Dónde se puede hollar todavía una tierra virgen desde el punto de vista zoológico?

En 1819, el famoso naturalista francés Georges Cuvier declaró: «Hay pocas esperanzas de que en el futuro descubramos importantes especies de mamíferos nuevas». Pero el fundador de la moderna paleontología y anatomía comparada se equivocó: solo en vida de Cuvier se descubrieron animales tan grandes y sensacionales como el rinoceronte blanco y el tapir de la India, el tití y el koala, el ornitorrinco y el equidna. Más tarde siguieron el okapi y el jabalí gigante de la selva, el gorila de montaña y el pavo real del Congo, el dragón de Komodo y el celacanto, un pez de la época de los dinosaurios que se creía extinguido desde hace 65 millones de años. La época de la admiración y el asombro todavía no ha transcurrido ni mucho menos. Es más, la mayoría de los descubrimientos siguen pendientes, aunque sean de menor alcance. Hasta hoy la ciencia ha descrito alrededor de 1.750.000 especies animales y vegetales, más de la mitad de las cuales son insectos. No obstante, algunos científicos dan por sentado que podrían existir 15 o incluso 30 millones de especies desconocidas de esos animales hormigueantes de seis patas.

La Taxonomía aún no se ha detenido. Los investigadores descubren continuamente nuevas especies, y no solo insectos, sino animales realmente grandes, espectaculares. Así, por ejemplo, solo en los últimos años se han descubierto varios monos y cetáceos, el tiburón boquiancho y otro celacántido más. Vietnam se ha convertido en un auténtico «vivero» de nuevas especies: allí se han descubierto recientemente varios ungulados desconocidos por completo hasta la fecha, y no cabe descartar nuevas sorpresas.

La mayoría de estas «nuevas» especies demuestran que también los animales grandes permanecen ocultos durante largo tiempo, a pesar de ser conocidos de sobra por la población nativa. Sin embargo, ¿qué científico «serio» presta oídos a los cuentos de los nativos? ¿O a las historias de dragones gigantes, como las que referían reiteradamente los pescadores y buscadores de perlas de las islas orientales de la Sonda a comienzos del siglo XX? Allí, en algunas pequeñas islas, relataban, vivían monstruos que ellos denominaban boeaja darat (cocodrilo terrestre) y que perseguían a los cerdos, a los ciervos y a las personas. John Speke, el descubridor de las fuentes del Nilo, también escuchó en el año 1860 de labios de Rumanika, el rey de Ruanda, historias espeluznantes e increíbles: el monarca hablaba de monos gigantescos y monstruosos que habitaban en las montañas Virunga, raptaban a las mujeres de los nativos y, llevados por su excitación lúbrica, las magullaban hasta la muerte.

Un «dragón» de carne y hueso: el varano de Komodo.

Aurora /Bilderberg

Tras todos y cada uno de estos informes se escondía una nueva especie animal: el primer «cocodrilo terrestre» llegó en 1912 a los dominios de la ciencia y se lo denominó dragón de Komodo. En 1901 el belga Oscar von Beringe demostró la existencia del «mono monstruoso» tras disparar a algunos ejemplares. Hoy los «monstruos raptores de mujeres» reciben un sobrenombre diferente, concretamente el de gigantes apacibles, los gorilas de montaña. A lo largo de la historia de la zoología, los monstruos que provocaban horror y las bestias peligrosas han resultado ser especies mal conocidas que, debido a las interpretaciones erróneas, el escaso conocimiento y las exageraciones deliberadas, fueron deformadas hasta convertirlas en criaturas horribles y misteriosas.

Estos hallazgos alientan la esperanza de todos aquellos que sueñan con especies animales que, según la opinión zoológica imperante, ya no existen. Esas especies, opinan, disponían de suficientes refugios, pues lo que sucede realmente bajo el techo de hojas de las selvas tropicales o en las profundidades oceánicas sigue permaneciendo hoy oculto en su mayor parte incluso a las más modernas técnicas de rastreo.

El zoólogo belga Bernard Heuvelmans ha confeccionado una lista sistemática1 con los indicios de más de cien de esas especies animales que parecen fabulosas y fantásticas, pero que en cualquier caso son desconocidas o al menos discutidas: indicios de hombres mono de todas las regiones del mundo –desde el orang-pendek de Sumatra, el yeti del Himalaya, el almas del Cáucaso hasta el bigfoot norteamericano–; de animales exterminados de tiempos históricos, como la vaca marina de Steller, los moas o el lobo tilacino; de especies prehistóricas, dinosaurios, mamuts o perezosos gigantes supervivientes; de especies por entero desconocidas, como el bunyip australiano o el oso nandi de Kenia.

Heuvelmans se convirtió así en el «padre de la criptozoología» o ciencia de los animales ocultos. Los criptozoólogos se toman en serio las leyendas y relatos sobre criaturas misteriosas, recogen huellas, huesos, pieles, excrementos, dientes y restos similares, con la esperanza de poder demostrar algún día la existencia de estos «seres que casi no existen». En su opinión, las narraciones de los indígenas y los testimonios oculares proporcionan valiosos datos sobre las criaturas escondidas hasta ahora.

Los criptozoólogos también se ocupan de Nessie, ese monstruo de las Tierras Altas escocesas que vive en el agua. Algunos opinan que la criatura del lago Ness es un plesiosaurio superviviente desde tiempos inmemoriales. Pero ¿cómo podría vivir y encontrar alimento suficiente en un lago de apenas 40 kilómetros de longitud toda una población de saurios acuáticos, pues un único ejemplar difícilmente habría resistido millones de años? Parece como si las peculiares ondulaciones en el lago Ness simulasen una y otra vez desde hace siglos la existencia de esos seres monstruosos –así lo postula al menos otra explicación del fenómeno «Nessie».

Los seres humanos siempre han visto cosas inquietantes y desconocidas, y siempre han intentado interpretar esos fenómenos con ayuda de su experiencia y de sus mitos –unos intentos de explicación que dejan traslucir asimismo el espíritu de la época correspondiente–. Si antes se veían dragones, dragones sin alas o gusanos con patas, hoy se avistan –con claridad meridiana– dinosaurios supervivientes. Si durante los siglos pasados eran faunos, sátiros, duendes o niños lobo los que habitaban los bosques y regiones montañosas remotas, hoy se tiende más bien a pensar que son hombres primitivos. Y donde las personas veían antaño ángeles o santos en los fenómenos luminosos misteriosos, el moderno Homo sapiens ve «hombrecillos verdes», extraterrestres u ovnis.

Sin embargo, en opinión del escalador y aventurero Reinhold Messner, tras el misterioso yeti se esconde realmente un animal: el oso del Tíbet, que se convirtió para los nativos en modelo de un ser fabuloso, en una leyenda que juega un papel especial en los cultos de los pueblos del Himalaya. Pero solo en las mentes de Occidente se convirtió el yeti definitivamente en mito: en el «abominable hombre de las nieves», que varias expediciones han buscado en vano.

Así pues, hasta los exploradores exentos de prejuicios se dejan embaucar y creen de buen grado las historias que cuentan los nativos. Comprensible, pues ¿cómo reaccionarían esos viajeros si llegaran por vez primera a las montañas de Baviera y los «nativos» de allí les hablasen de ese extraño ser parecido a una liebre con colmillos y cornamenta de ciervo? En las tertulias nocturnas en el pueblo, los cazadores referirían con absoluta seriedad sus encuentros en los bosques –y presentarían incluso ejemplares disecados de esa criatura, que sin embargo parecen un puzle chapucero hecho con trozos de liebres, ciervos y jabalíes.

El explorador libre de prejuicios conoce sucesos parecidos por la historia de la zoología; en el siglo XVIII se presentó a los científicos por primera vez un extraño pellejo: un animal con la piel suave y sedosa de una nutria, el rabo aplanado de un castor y el pico de un pato. Los investigadores serios consideraron el conjunto un adefesio obra de artistas del collage de Asia oriental, que con bastante frecuencia creaban «monstruos» uniendo trozos que no casaban. Y sin embargo ese animal existe realmente: es el ornitorrinco, uno de los mamíferos más curiosos y además ovíparo. Los conocedores de esta historia juzgarán al menos posible que también pueda existir el wolpertinger, la liebre con cornamenta, y que detrás haya algo más que un animal fabuloso de broma de Baviera.

¿Pueden existir animales así? Los científicos del siglo XVIII dudaban de la existencia del ornitorrinco.

Carlos Velazquez

Por tanto, ¿qué se puede creer y qué no? Los relatos sobre especies fabulosas, ¿son siempre patrañas? ¿Son los criptozoólogos personas que, incapaces de afrontar la realidad, prefieren abandonarse a las fantasías? ¿Los miembros de la International Society of Cryptozoologie (ISC), creada en 1982, son unos meros visionarios, «locos» o creyentes en los ovnis? Las cosas no son tan sencillas.

La criptozoología no encaja en el sistema de las ciencias naturales. Sus fuentes suelen ser antiguas tradiciones; numerosas suposiciones e interpretaciones se basan más en la intuición que en pruebas palpables. Precisamente Alemania muestra mayor escepticismo que otros países hacia el ilustre grupo de los criptozoólogos: de los aproximadamente ochocientos miembros de la ISC, solo veinte son alemanes. En los países anglosajones, por el contrario, científicos de renombre y naturalistas tienen menos miedo al contacto: Jane Goodall, la famosa investigadora de chimpancés de talla mundial, es miembro de la Sociedad de Criptozoología. Científicos de la Smithsonian Institution de Washington D. C., uno de los centros de investigación más respetados de la Tierra, se declaran también miembros de la ISC, como, por ejemplo, Clyde Roper, que con un batiscafo siguió en la zona batial el rastro del misterioso pulpo gigante, un molusco gigantesco que al parecer mide 20 metros o más y vive a más de 1.000 metros de profundidad. Marjorie CourtenayLatimer, que encontró el primer celacanto, es miembro de honor. Y Phillip Tobias, uno de los paleoantropólogos más importantes del mundo, perteneció hasta su jubilación incluso a la cúpula directiva de la sociedad. La criptozoología, dijo Tobias en cierta ocasión, plantea cuestiones interesantes desde el punto de vista científico e intelectual que no se pueden soslayar. Por esa razón apoyó a la Sociedad, aunque algunos colegas más conservadores quizá frunciesen el ceño.

Porque la ciencia, en definitiva, no solo posee la capacidad de extrapolar un modelo de pensamiento de un fenómeno conocido a otro desconocido, sino también la disposición a afrontar el más profundo desconcierto con mente abierta cuando el mundo se niega a adaptarse al propio sistema, a los modelos de explicación acostumbrados. En definitiva, es la confusión, la sorpresa, la que propicia el verdadero progreso del conocimiento.

«¡Y sin embargo se mueve!», exclamó Galileo Galilei cuando se enfrentó a los guardianes de la cosmovisión de su época y declaró que la Tierra gira alrededor del Sol y no al revés. «¡Y sin embargo viven!», parecen exclamar algunos criptozoólogos casi como el enano saltarín, cuando se enfrentan, a su manera, a la opinión dominante e intentan hallar interpretaciones para fenómenos que ningún científico ha logrado explicar hasta la fecha; cuando a partir de diminutos indicios construyen un caso y ven «cosas detrás de las cosas» –a veces incluso hasta el extremo de negar obstinadamente la realidad–. En este ámbito las etapas de transición son fluidas, la criptozoología es una gama de grises, y eso es lo que la hace tan emocionante.

«Eso es típico de nuestra disciplina», afirma Richard Greenwell, que dirige en Tucson, en el estado federal norteamericano de Arizona, los asuntos de la ISC. «The mystery continues, muchas historias no encuentran final». Pero eso, en realidad, no debería sorprender a nadie. «Porque si los animales crípticos no fueran tan tímidos y difíciles de encontrar, si no vivieran en regiones tan remotas e inexploradas, hace mucho que habrían sido descubiertos». A este punto de vista apenas cabe aducir objeciones.

De manera que este mundo también encierra enigmas y descubrimientos asombrosos. Científicos que no se consideran en absoluto criptozoólogos hallan nuevas especies espectaculares; otros buscan en vano animales ocultos, misteriosos. La criptozoología es rica en historias de personas que se niegan a conformarse con lo que en apariencia es imposible, a aceptar que las fantasías de sus sueños infantiles tengan límites fijos. Pero también abunda en aventuras reales, vividas por realistas y románticos, por descubridores fortuitos y por buscadores tenaces que dan con hallazgos felices o fracasan sin perder la esperanza. «Al menos lo he intentado», afirmó Richard Greenwell.

Al mismo tiempo la investigación de nuevas especies nos suministra nuevos datos sobre las épocas primitivas de la Tierra, la formación y la deriva de los continentes, el origen de las especies, su extinción y la necesidad de proteger la naturaleza, sobre la riqueza de la naturaleza y sobre la «biodiversidad», esa expresión tan de moda hoy.

Dicho de otra manera: quien sigue la pista de animales misteriosos, desconocidos, experimenta la ciencia y los cuentos modernos al mismo tiempo y satisface el irresistible afán del ser humano por las historias.

The mystery continues.

Un pulpo gigante atrapa a un marinero: una visión terrorífica de la novela de Julio VerneVeinte mil leguas de viaje submarino.

Carlos Velazquez

2

Un monstruo se hace realidad

Las ventosas del pulpo gigante se adhieren a las ventanas del submarino Nautilus. El cuerpo del cefalópodo tiene ocho metros de largo, sus tentáculos miden más del doble. La boca del monstruo se abre y se cierra amenazadora: un pico córneo, muy parecido al de un papagayo, solo que mucho más grande. De repente aparecen más animales gigantescos; los tenaces pulpos se convierten en un peligro para el submarino. Solo queda una solución: el Nautilus tiene que emerger, abrir la escotilla en la superficie y rechazar a los pulpos atacantes. Pero en cuanto la escotilla de hierro se abre, un cefalópodo la arranca con uno de sus tentáculos, mientras otro se enrosca inmediatamente alrededor del submarino. Con un hacha, el capitán Nemo va seccionando los tentáculos del tronco gelatinoso del monstruo, uno tras otro, hasta que el gigantesco animal ha perdido casi todos. Pero con el último, el pulpo atrapa a un marinero: pataleando desvalido, el pobre hombre es arrastrado y desaparece en medio de una nube de tinta negra.

Este encuentro pavoroso, una pesadilla marina, es pura ficción y constituye una de las escenas más emocionantes de Veinte mil leguas de viaje submarino, la novela fantástica de Julio Verne publicada en 1870, cuando aún no existían los submarinos. Sin embargo, a finales del siglo XX se haría realidad, al menos en parte, lo que en el siglo XIX era todavía ciencia ficción: en la primavera de 1999 una expedición dirigida por Clyde Roper, de la Smithsonian Institution de Washington, buscaba ante las costas de Nueva Zelanda al legendario pulpo gigante con un pequeño submarino. Desde comienzos de los años sesenta Roper investiga pulpos, calamares y sepias, que se agrupan bajo el nombre de cefalópodos. Y el formidable octópodo de la novela de Julio Verne es la pasión por antonomasia del obsesionado investigador.

Los relatos sobre monstruos oceánicos colosales, de muchos brazos, se conocen desde hace muchos siglos: el escritor romano Plinio el Viejo, que perdió la vida el año 79 d. C. en la erupción del Vesubio, informa en su obra Naturalis Historia de un gran «pólipo» con tentáculos de 10 metros de longitud. El animal había saqueado los viveros de peces situados junto al mar en la española Carteia, la actual Rocadillo. Los centinelas mataron al monstruo. Su cadáver pesó unos 320 kilos y desprendía un olor muy desagradable.

El obispo Pontoppidan, autor de una historia natural noruega publicada en 1755, describió una «bestia» parecida –denominada krake, pulpo, o krabbe, gamba–, la «mayor y más asombrosa criatura del mundo animal». Este «monstruo marino, el más largo del mundo sin discusión», tenía una longitud de 1,50 millas inglesas (más de dos kilómetros y medio).

Un monstruo con numerosos tentáculos, refiere otro relato de navegantes, atacó frente a la costa de Angola a un velero que acababa de cargar y estaba a punto de levar anclas. De repente, un ser similar a un cefalópodo apareció en la superficie del mar y enroscó sus largos tentáculos en los mástiles. El peso del animal escoró el barco, haciéndolo casi zozobrar. Los marinos invocaron a su patrón Santo Tomás en demanda de ayuda. Finalmente se abalanzaron sobre el monstruo provistos de hachas y arpones de abordaje, liberando de ese modo el barco del peligroso abrazo. En señal de gratitud donaron un cuadro votivo que reproduce el suceso y que se colgó en la capilla de Santo Tomás en Saint Malo.

Los balleneros que surcaban el mar frente a Terranova informaban continuamente de cachalotes arponeados que en medio de la lucha mortal vomitaban largos trozos semejantes a brazos –fragmentos del cuerpo de un animal desconocido y monstruoso, seguramente un cefalópodo gigante que casi nadie había visto jamás–. Los balleneros creían que esos seres eran mucho más grandes que cualquier ballena y superaban incluso al mayor de los barcos en los que ellos viajaban. Y quien afirmaba haber avistado alguna vez a uno de esos monstruos describía su cuerpo como una masa grande, informe y gelatinosa de la que salían por doquier largos brazos o tentáculos.

En noviembre de 1861, los marineros del barco de guerra francés Alecton lucharon con un calamar gigante en aguas de Tenerife.

Carlos Velazquez

Estas historias, que pervivieron durante siglos y que procedían de numerosas regiones de los mares del mundo, ¿eran realmente producto de la fantasía de los marineros, delirios de balleneros supersticiosos? ¿O tras el misterioso ser fabuloso de dimensiones inconmensurables se escondía un animal de verdad? En caso afirmativo: ¿qué características descritas eran verdaderas y cuáles exageradas? ¿Qué tamaño tenían los monstruos? Poco a poco también la ciencia comenzó a interesarse por este «ser fabuloso». ¿Sería real el monstruo?

En 1853 la ciencia consiguió por primera vez un miembro del formidable cefalópodo, cuando el mar arrastró a tierras de Jutlandia el cadáver de uno de esos cefalópodos gigantes –llamados así porque sus tentáculos nacen de la cabeza–. Una y otra vez arribaban pulpos gigantes a numerosas playas del mundo, pero casi siempre los pescadores troceaban sus descomunales cuerpos y utilizaban la carne como cebo en la pesca. Así sucedió también en esta ocasión, pero la dura mandíbula, que recordaba el pico de un papagayo, llegó a manos del naturalista danés Japetus Steenstrup. En 1857, basándose en los testimonios oculares y en este resto, describió el género Architeuthis o «cefalópodo primigenio», pues esa es la traducción del nombre científico. Hoy, tras una cierta confusión respecto al número de especies, este género se reduce a una sola: Architeuthis dux.

Poco a poco la ciencia fue describiendo las partes del cuerpo del pulpo: en noviembre de 1861, el barco de guerra francés Alecton, que navegaba frente a la isla canaria de Tenerife, suministró el fragmento siguiente tras un encuentro muy especial: un animal monstruoso de cuerpo rojo brillante y casi 6 metros de longitud sin contar los tentáculos, mucho más largos todavía, avanzaba por la superficie del mar. Sus ojos despedían un fulgor verdoso. Al aproximarse el barco, el monstruo intentó apartarse, pero no se sumergió. Los marinos arponearon al ser, que sangraba mucho, el agua se cubrió de espuma y de ella ascendió un olor acre. Cuando se disponían a izarlo a bordo, la soga seccionó su cuerpo, separando la cabeza y los tentáculos del cefalópodo, que cayeron al mar y se hundieron. Solo la parte trasera pudo ser izada a bordo y se trasladó a Tenerife, donde se redactó un informe sobre el animal. Evidentemente Julio Verne llegó a leerlo, pues describe el suceso en su novela.

La terrorífica experiencia de tres pescadores de arenques frente a Terranova proporcionó la siguiente prueba de la existencia de pulpos de tamaño descomunal: en octubre de 1873, Daniel Squires, Theophilus Piccot y su hijo Tom remaban hacia los restos de un barco hundido que flotaba en el mar a tres millas de la costa. Cuando quisieron arrastrar hacia su barca los supuestos restos del barco con un gancho de abordaje, una mandíbula grande y dura se clavó de repente en el costado de la embarcación para espanto de los hombres y rodeó el bote de remos con sus gigantescos tentáculos. A continuación, el formidable monstruo desapareció bajo la superficie del mar, amenazando con arrastrar consigo la barca y a su tripulación. Los hombres se quedaron petrificados de miedo. Haciendo gala de una gran presencia de ánimo, Tom Piccot, de doce años, cogió una pequeña hacha y cortó un tentáculo, salvándolos a todos de la muerte. El gigantesco pulpo, tras soltar una nube de tinta oscura, desapareció en las profundidades.

El tentáculo seccionado por Tom Piccot medía más de 6 metros de longitud y estaba completamente cubierto de ventosas. Ese mismo día los pescadores entregaron el largo órgano al clérigo y naturalista aficionado reverendo Moses Harvey, que más tarde escribió: «Poseía una de las más extrañas curiosidades del reino animal: un auténtico tentáculo de uno de los míticos peces infernales hasta entonces desconocidos, cuya existencia los naturalistas debaten desde hace siglos. Yo sabía que tenía en mi mano la llave de uno de los mayores misterios, que era preciso añadir un nuevo capítulo a la Historia Natural».

Tan solo un mes después, otro Architeuthis cayó en las redes de cuatro pescadores no muy lejos de allí. Mataron a cuchilladas al enorme animal; sus tentáculos medían 8 metros de largo, el pulpo en total más de 10 metros. Pero por desgracia el cuerpo se perdió salvo la cabeza y los tentáculos, que entregaron al reverendo Harvey. Este, tras mandarlos dibujar y fotografiar, entregó ambas cosas –el primer tentáculo seccionado por Piccot y los dibujos– a Addison Emery Verrill, catedrático de zoología de la Universidad de Yale y experto acreditado en el ámbito de los moluscos, es decir caracoles, lamelibranquios y cefalópodos.

Verrill quedó cautivado por estos hallazgos y los atribuyó al Architeuthis, el pulpo gigante casi desconocido. Ahora por fin contaban con pruebas suficientes de que esos animales marinos gigantescos no eran meras patrañas de marineros, engendros del miedo y de la fantasía. Durante los años siguientes, Verrill tuvo ocasión de estudiar en detalle el gigantesco molusco, pues en la década de los setenta del siglo XIX arribaron docenas a las costas de Terranova. A ellos hay que añadir otros cincuenta o sesenta que en dicha época fueron recogidos por pescadores y utilizados casi todos como cebo para la pesca del bacalao o como comida para perros. En total, Verrill examinó veintitrés de esos animales y hasta 1882 publicó veintinueve trabajos científicos sobre el Architeuthis. El pulpo gigante quedó así definitivamente acogido por la ciencia en el reino de los seres vivos reales.

El vestigio de una pesadilla: en 1873, el joven Tom Piccot seccionó este tentáculo de más de seis metros de longitud de un Architeuthis que se aferraba a un barco de pesca.

Richard Ellis, Seeungeheuer: Mythen, Fabeln und Fakten, Birkhauser, Basilea 1994

Hoy, sin embargo, sigue sin esclarecerse por qué aparecieron en esa época tantos pulpos gigantes; ignoramos si las variaciones climáticas u oceanográficas jugaron algún papel en dicho fenómeno. También en la década de los sesenta del siglo XX quedaron varados en esa región pulpos gigantes con llamativa frecuencia. El biólogo Frederick Aldrich de la Memorial University de Saint John en Terranova, que en esa época investigó a fondo al Architeuthis, lo explica aduciendo las oscilaciones periódicas de la corriente del Labrador, que en su opinión acontecen cada noventa años. Entonces las corrientes frías arrastran a los pulpos cerca de la costa. Por ello Aldrich profetizó para los años posteriores al 2050 una nueva aparición masiva de pulpos gigantes frente a Terranova.

En 1880, el mayor Architeuthis jamás capturado quedó varado en la costa de Nueva Zelanda: desde la punta de su manto –ese tegumento que envuelve el cuerpo y la cabeza– hasta el final de los tentáculos medía 18 metros y pesaba casi una tonelada. Sus ojos de 40 centímetros de diámetro eran mayores que una cabeza humana: poseía sin duda los ojos más grandes de todo el reino animal. Sus vías nerviosas eran tan gruesas que al principio se las confundió con vasos sanguíneos. Aunque las longitudes espectaculares han de tomarse con extrema cautela, Clyde Roper, que ha podido estudiar en persona muchos cadáveres de Architeuthis, manifiesta: «Como es natural, todos pretenden haber encontrado el mayor, el pulpo gigante más largo. Pero los tentáculos son elásticos como cuerdas de goma; cuánto más se tira de ellos, más aumenta la longitud del animal». No obstante, el citado investigador supone que en las profundidades de los océanos deben de vivir pulpos aún más descomunales, acaso de 25 metros. Algunos científicos incluso consideran probable que existan animales de 50 metros de largo, aunque apenas tenemos indicios al respecto.

En alemán se ha generalizado para el Architeuthis el nombre de pulpo gigante, aunque lo correcto sería denominarlo calamar gigante, pues el gigantesco molusco pertenece biológicamente a los calamares, esos cefalópodos con cuerpo alargado y terminado en punta, de ocho tentáculos y otros dos mucho más largos con el extremo en forma de maza. Los pulpos genuinos –los octópodos– solo poseen por el contrario ocho brazos y tienen un cuerpo redondeado o en forma de saco. El interior del mayor molusco del mundo se estructura alrededor de un armazón de quitina que asume la función de un esqueleto, la concha (interna), un vestigio de la concha exterior de otros moluscos, como por ejemplo los lamelibranquios y caracoles. En el calamar gigante esta concha puede medir hasta 1,20 metros de largo. (Los aficionados a los pájaros conocen armazones de apoyo similares en otras especies de cefalópodos de mucho menor tamaño y más calcáreos por el «jibión» de las jaulas de los canarios).

Casi todo lo que se sabe hasta ahora sobre el calamar gigante procede de los aproximadamente 200 ejemplares varados en las playas de todo el mundo o capturados en las redes de los pescadores –sobre todo en las costas de Terranova, Noruega y Nueva Zelanda–. Por eso el conocimiento del Architeuthis se limita casi exclusivamente a la conformación del cuerpo del animal. Nadie ha podido observar aún cómo vive el gigantesco cefalópodo, qué come, cómo caza y cómo se mueve. Los ejemplares varados tenían un color marrón rojizo. Pero algunos informes de marinos describen un rápido cambio de tonalidad, similar al que se produce en otras especies de cefalópodos. En segundos, en estas especies se contraen o se dilatan los pigmentos de determinadas células de la piel, formando dibujos que pueden servir de camuflaje o reflejar estados de ánimo como la excitación o la disposición al apareamiento. Se desconoce por completo cuándo y por qué el Architeuthis cambia su pigmentación; o el color que tiene en la oscura zona batial y si también varía allí.

Al igual que numerosos cefalópodos, el calamar gigante posee una bolsa de tinta repleta de un líquido negruzco, pero en comparación con su formidable tamaño corporal dicha bolsa es más bien pequeña. ¿Para qué necesita la tinta el Architeuthis? Otros cefalópodos confunden a sus enemigos soltando tinta y huyen ocultándose detrás de las nubes. Pero en las profundidades oceánicas, el gigante apenas tiene otros enemigos salvo el cachalote. Y en esa oscuridad perpetua el gran mamífero marino no se orienta con los ojos, sino con un sistema de radar específico que una nube de tinta oscura no puede alterar. Así pues, ¿para qué sirve la bolsa de tinta? Muchos de estos interrogantes todavía carecen de respuesta; a lo sumo se ofrecen hipótesis aclaratorias que siguen siendo especulaciones, aunque se basen en detalles anatómicos.

Tampoco tenemos demasiados datos de la forma en que se produce el apareamiento de los gigantes en ese mundo submarino carente de luz: así en el Architeuthis los machos son el sexo débil, es decir, de menor tamaño. Los machos que miden 6 metros de longitud incluyendo los tentáculos ya se consideran grandes. En febrero de 1999, fue capturado frente a Nueva Zelanda un macho de calamar gigante de solo unos 30 kilos de peso que, sin embargo, estaba lleno de espermatóforos (receptáculos del esperma blancos y alargados), lo cual implica que había alcanzado la madurez sexual plena. Durante el apareamiento los machos transfieren a los calamares hembra esos paquetes espermáticos –posiblemente en un extraño juego amoroso que parecería muy brutal a las personas–. Probablemente en la oscuridad batial los encuentros entre potenciales compañeros sexuales sean raros, y por consiguiente haya que aprovecharlos en el acto. Por eso los machos fecundan a las hembras «buscando el almacenamiento», valga la expresión –sus receptáculos de esperma quedan guardados en el cuerpo de la hembra hasta que los óvulos maduran.

Seguramente, al hacerlo los machos no tratan a las hembras precisamente con delicadeza. Al menos eso indican estudios efectuados por científicos australianos en 1997 con una hembra de calamar gigante de 15 metros de longitud capturada frente a Tasmania. En la piel de un tentáculo encontraron varios paquetes espermáticos debajo de heridas cicatrizadas. Otras especies de cefalópodos almacenan el esperma durante meses en bolsas dérmicas especiales. Pero en ese caso era obvio que un macho había rajado la piel de la hembra con la mandíbula o con las ventosas provistas de «dientes» y después había inyectado en toda regla con el pene, que puede medir hasta un metro de largo, los receptáculos de semen en los tentáculos. Sin embargo, la hembra en cuestión aún no había alcanzado la madurez sexual: por el momento desconocemos cómo se produce luego la fecundación, cómo el esperma encuentra el camino hacia el ovario.

Pero hay un misterio aún mayor: ¿dónde viven los calamares gigantes «pequeños»? Porque es mucho más raro capturar a los animales jóvenes que a los adultos. Clyde Roper solo ha podido estudiar hasta la fecha dos de esos «mini-gigantes». Medían entre 4 y 6 centímetros y fueron encontrados en los estómagos de peces lancetas. En 1981 un barco de investigación australiano pescó un Architeuthis todavía más pequeño, con un manto de 10 milímetros de longitud.

Steve O’Shea, biólogo marino del National Institute of Water and Atmospheric Research (NIWA) de Wellington (Nueva Zelanda), interpreta así lo poco que se conoce del ciclo vital del calamar gigante: los animales adultos ascienden desde la zona batial hasta regiones marinas menos profundas para desovar. Muchas especies de cefalópodos de vida corta se han especializado en producir la mayor cantidad posible de descendientes; tras desovar mueren pronto. Así podría suceder también en el caso de los calamares gigantes. O’Shea cree probable que el Architeuthis gigante no viva más de tres años. Esto explicaría también por qué los estómagos de los animales arrojados a tierra están vacíos: en su último viaje ya no precisan más alimento.

Los animales jóvenes, por el contrario, viven seguramente en las zonas más altas del mar, donde se capturó el minúsculo ejemplar de 10 milímetros. Allí pueden convertirse en botín para los albatros. Por lo menos, al estudiar el contenido del estómago de estos pájaros, las aves capaces de volar más grandes del mundo, se encontraron numerosas mandíbulas de calamares gigantes jóvenes. Los albatros solo pueden haber atrapado a esos cefalópodos jóvenes en la superficie del agua. Según otra teoría de O’Shea, los animales jóvenes crecen con extrema rapidez: «Defenderse mediante un crecimiento rápido es una estrategia específica para evitar ser devorado por otros». Clyde Roper coincide con su colega, aunque matiza: «Esto parece evidente y lógico, pero aún no está demostrado».

En consecuencia, los calamares jóvenes a medida que crecen se van sumergiendo en la zona batial. Posiblemente los gigantes poseen un especial sistema de flotabilidad que los mantiene en el agua ahorrando gran cantidad de energía: el tejido de los cefalópodos contiene una concentración muy elevada de iones de amonio que tienen una densidad menor que el agua marina que rodea al cuerpo. Eso permite al calamar deslizarse por el agua casi flotando, sin emplear demasiada energía para no hundirse. Esto acaso explique también por qué los animales muertos o moribundos son arrastrados hasta la superficie del mar. Asimismo el olor acre, descrito a veces como almizclado, de los animales arrojados a tierra se debe al elevado contenido de amonio. Al mismo tiempo los iones de amonio confieren a la carne un sabor peculiar, desagradable para el hombre: en cierta ocasión, durante una fiesta de doctorado, Clyde Roper probó un trozo de calamar gigante frito en la sartén y describió la carne como incomible y amarga. Sin embargo a los principales enemigos de los gigantes, los grandes cachalotes, ese sabor agrio no parece importarles demasiado.

Para observar al Architeuthis