El libro que quería vivir - Sam Mendoza Kong - E-Book

El libro que quería vivir E-Book

Sam Mendoza Kong

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Beschreibung

Año 1 a. C.: Ovidio escribe el Arte de amar rompiendo los paradigmas morales de su época relacionados con el amor y el placer, exponiendo que el placer está ahí para todos, en este describió con claridad las maneras de atraer y gustar a otras personas, los métodos para seducir y ganar, para experimentar el arte de amar y sentir. El emperador Octavio Augusto intuyó que el libro representaba un gran peligro para mantener la moral y las buenas costumbres así que ordenó su destrucción total y castigó al poeta con el exilio pero: hay lectores que se atreven a rescatar las palabras del poeta como Carlo, el soldado que lo usará para intentar la conquista de una chica. Los pocos ejemplares que son salvados, van sobreviviendo a veces ocultos; otras veces, a la vista de todos, porque sus efectos son poderosos, Ovidio logra hechizar a sus lectores, el libro va pasando de mano en mano: desde las de un monje de clausura que copia el libro a escondidas a las de un escritor inglés que rompe los cánones del teatro, hasta llegar a las del inventor que creó la máquina con la que los libros se esparcieron por el mundo y a muchos lectores más. A cada lector al que el libro pertenecía, le ocurría algo particular.Xavier, es un experto coleccionista de obras literarias y está obsesionado desde hace años por encontrar una edición específica del Arte de amar. Sabe que está cerca de encontrarlo, pero el libro se resiste. Durante su investigación conoce a Laura, una sagaz e intuitiva estudiante de Letras con quien emprende la trepidante aventura de búsqueda que los llevará de ciudad en ciudad, de biblioteca en biblioteca, y hasta a los lugares menos sospechados. ¿Hallarán el libro? ¿Los transformará? ¿Qué estarán dispuestos a hacer para encontrarlo?

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© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

[email protected]

© Ana Samantha Mendoza Kong

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

Diseño de cubierta: Rubén García

Supervisión de corrección: Celia Jiménez

ISBN: 978-84-1068-262-7

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

.

A mi esposo y mis hijos, mi motor cada día.

Brindo por la magia de su amor.

A mis padres por su inconmensurable amor.

Son mi todo.

Para Arturo, quien,

como el libro de esta historia,

siempre ha querido vivir.

A Alex que, como yo,

disfruta desarrollando historias.

Eres mi maestro de vida.

A Tere porque sabe que lo esencial es invisible para los ojos.

A Rosa, quien me ha descubierto como un libro abierto.

Bienvenida a mi vida.

Para Gaby, cuya hermandad me acompaña

desde las primeras páginas de mi historia.

A ti, lector,

que te aventuras en las páginas de los libros

y, gracias a ello, cobran vida propia.

PRIMERA PARTE

El poeta que escribe el libro.

Los primeros lectores.

Las primeras consecuencias al leer.

Capítulo I. Encuentro con Ovidio

Él entró en aquel recinto: una biblioteca, y, con gran curiosidad, fue recorriendo el lugar. Iba buscando al azar hasta que encontró algo que llamó su atención. Aquel extraño libro se hallaba en formato enrollado; sus hojas eran de un material membranoso proveniente de la piel de algún animal que había sido primero quemada, luego limpiada y finalmente estirada. El material sin duda se usaba mucho más desde que conseguir papiro se hizo difícil y escaso. Por una parte, los libros en papiro llegaban a estar en precios que no podía darse el lujo de pagar con su empleo de soldado y, por otra parte, fuera de Egipto, le habían dicho que el papiro no era resistente. Él vivía en Roma, de modo que por eso había tomado aquel libro en particular. Estaba escrito en el formato de pergamino.

A pesar de su condición económica, que no era holgada, heredó de su padre lo de ser buen lector: su progenitor siempre le había dicho que la mejor manera para ser un militar con oportunidad para la política y otras artes estaba en educarse y no dejar de aprender. Carlo tomó el libro con sumo cuidado entre sus manos y comenzó a desenrollarlo sobre una mesa muy despacio, casi con ceremonia, hasta que fueron apareciendo poco a poco las palabras escritas. El nombre del autor fue saliendo a su vista: Ovidi… La última letra estaba borrosa, pero parecía una o, y se trataba de un libro escrito en latín. Continuó abriéndolo poco a poco; la caligrafía era notable. Lo encontró fortuitamente en el anaquel de esta biblioteca. Él no había venido antes por aquí, ya que solía ir a una que quedaba cerca de los baños romanos por donde vivía. Hoy estaba del otro lado de la ciudad para traer un encargo a un alto funcionario militar y, como tuvo que esperarlo, prefirió hacerlo en la biblioteca en lugar de permanecer sin utilidad alguna bajo el sol tan inclemente. Se alegró de su elección: este sitio estaba más fresco.

Comenzó por las primeras frases:

Si alguien en la ciudad de Roma ignora el arte de amar, lea mis páginas y ame instruido por mis versos. El arte impulsa las naves con las velas y el remo, el arte guía los veloces carros y el amor se debe regir por el arte.

A Carlo, que solía ser muy suspicaz, le pareció que aquellos primeros renglones le hablaban a él mismo. Volteó hacia uno y otro lado de aquel pasillo como para encontrarse con la mirada de quien le dirigía esas palabras e inclusive intentó aguzar el oído pensando si alguien le había dicho eso. ¿Ovidio estaba por enseñarle sobre el amor?

Ovidio avanzó en sus líneas: «Mi escritura fluirá tan libre y sin pudor como la piensen»; así que Carlo, haciendo caso a aquel autor que había logrado interesarlo, no se detuvo, sino que continuó leyendo en voz alta: «—Estas palabras del poeta me hacen pensar que aquí hay algo más que solamente hablar de amor, ¿será que está por compartir algo prohibido? ¿O por qué menciona que lo que va a decir lo hará sin pudor?» Fijó sus ojos al escrito y continuó.

Ovidio siguió así:

¡Madre del amor, alienta el principio de mi carrera! ¡Aléjense de mí, cintas tenues, insignias del pudor y largos vestidos que cubren la mitad de los pies! Nosotros cantamos placeres fáciles, hurtos perdonables, y los versos corren limpios de toda intención criminal.

Ovidio dirigió sus palabras primero a los hombres, a él, Carlo, y a otros: los invitaba a seguir «los sencillos pasos» que quería enseñarles a caminar. Les pedía que fueran abiertos de mente, que no restringieran sus pensamientos al pudor: «Joven soldado que te alistas en esta nueva milicia…». Carlo pensó: «¿Cómo sabe que soy soldado? ¿Y cómo es que lo que quiere decir requiere de no tener trabas mentales? ¿Este libro trata de algo sobre el amor o sobre el placer o sobre ambos?»

Esfuérzate lo primero por encontrar el objeto digno de tu predilección; en seguida, trata de interesar con tus ruegos a la que te cautiva y, en tercer lugar, gobiérnate de modo que tu amor viva largo tiempo. Este es mi propósito; este, el espacio por donde ha de volar mi carro; esta, la meta a la que han de acercarse sus ligeras ruedas.

Carlo reflexionó: «¿Elegir yo? ¿Cómo puedo encontrar a alguien digna de mi predilección? ¿Cómo son las mujeres que me atraen? ¿No es más fácil simplemente tomar a la mujer que sea y que yo quiera sin tener que rogarle? Debe ser más difícil tratar de cautivar. ¿Y si no soy suficientemente ágil o atractivo o tengo aquello que llame la atención de quien yo quiero?, ¿y si en mi intento por agradar simplemente alejo a quien haya elegido? Las mujeres son complicadas. ¿Cuán difícil puede ser para mí resolver las dos primeras cosas antes de lograr un amor que pueda mantener por largo tiempo? ¿De qué me habla Ovidio?, ¿qué sabe él sobre esto?, ¿es que cuenta con algún tipo de hechizo, milagro o conjuro? Este hombre para mí suena como loco, ¿no ha prohibido el emperador determinadas costumbres? ¡Él y su nueva moral impuesta son absurdas!».

Ovidio, sin embargo, pareció responder a sus incógnitas:

Pues te hayas libre de todo lazo, aprovecha la ocasión y escoge a la que digas: «Tú sola me places». No esperes que el cielo te la envíe en las alas del Céfiro; esa dicha has de buscarla por tus propios ojos. El cazador sabe muy bien en qué sitio ha de tender las redes a los ciervos y en qué valle se esconde el jabalí feroz.

Carlo se descubrió pensando: «¿Es que este hombre sabe que estoy soltero? ¿Cómo voy a saber dónde buscar a quien me satisfaga por completo?», y llegaron las palabras del presto poeta unas líneas después: le habló en un tono amigable, casi de confidente, y lo invitó a ir a donde se reunían las mujeres más bellas de Roma. Le indicó que fuera al teatro, o al circo, y le hizo saber con detalle por qué le recomendaba cada lugar; qué y dónde buscar, qué y dónde encontrar. «En el circo incluso la ley permite que las puedas tocar». ¿Ovidio lo incitaba entonces y aquello no iba en contra de la ley?

—¡¿Qué quieres, Ovidio?!, ¡¿qué?! Antes que convidar a un momento caprichoso, para ir de «cacería», tengo algunas dudas… ¿Y cómo pretendes que me acerque a ellas? ¿Les hablo y ya?

Ovidio parecía taladrar la cabeza de Carlo. Le dijo que convenía buscar un tema neutro para conversar y que luego podía hacer cualquier cosa significativa para llamar la atención de la persona de su interés.

—¿Qué quieres decirme?, ¿qué es «cualquier cosa»? —se dijo Carlo.

«La menor distinción cautiva a un ánimo ligero. A muchos les fue útil colocar con presteza un cojín o agitar el aire con el abanico, y deslizar el escabel bajo unos pies delicados», siguió Ovidio.

Carlo pensó: «¿En serio? ¿He de deslizar el escabel? ¿Agitar el abanico? Definitivamente creo que Ovidio suena ridículo».

—¡Soy un soldado, un hombre! —dijo Carlo en voz alta, como si pretendiera que alguien lo escuchara y lo reafirmara en su comentario.

Sin embargo, nadie le respondió, pero el escritor había picado su curiosidad demasiado, de modo que siguió adelante en la lectura. «Este hombre es como un demonio, parece un provocador», pensó Carlo. Jamás había analizado lo que Ovidio le proponía. Durante las batallas, lo que solía tener en su mente era cómo vencer a su enemigo, cómo pasar su espada por el cuello o el pecho o por cualquier otro miembro del cuerpo de su oponente sin recibir a cambio un trato similar. Cuando Carlo terminaba la lucha, lleno de sangre, lo único que deseaba era limpiarse, no hablar con nadie, solo encontrar el primer sitio disponible para descansar bajo el techo de la tienda de campaña. Él no se consideraba a sí mismo como una persona con lo suficiente para atraer, pues pensaba que aún era demasiado joven para entender algunas cosas, sobre todo las relacionadas con mujeres. Estas lo intrigaban, pero sin duda le atraían mucho; sin embargo, mientras fuera soldado y estuviera en servicio, sabía que el matrimonio no estaba permitido, de modo que no se planteaba por ningún motivo relacionarse en serio con nadie.

Los hombres en Roma estaban hechos para pelear: no había tiempo para tonterías; pero leer las palabras de Ovidio lo llevaron a pensar que quizá los hombres sí necesitaban de una pareja para ser felices, para sentirse triunfadores por haberla conquistado. Carlo pensaba si en verdad podía dar placer y más allá, si podría experimentar ese extraño sentimiento que la gente llamaba amor. Nunca se había planteado algo con respecto a la sensibilidad porque ese era un sentimiento que parecía empantanado en algún recóndito rincón de sus sentimientos; no obstante, se abría la posibilidad de convertirse en alguien preocupado y atento hacia otra persona.

Carlo reflexionó sobre su propia felicidad: «¿Soy feliz? ¿Librar batallas es lo único que puedo hacer en mi vida? ¿La vida me ofrece posibilidades distintas?». Decidió pedir el libro para llevar en la biblioteca. Aunque tuviera que regresarlo en tres semanas, por lo pronto, estaría disponible para explorarlo más a fondo. Ya donde se alojaba, dejó a un lado el libro que continuaba leyendo con interés, lo enrolló sobre la improvisada mesa, desenvainó su espada y la movió de un lado a otro con rapidez: producía un sonido como el siseo de una víbora. Las preguntas siguieron llegando a su mente: ¿qué tan deseable era?

—No sé, no he tenido muchas mujeres y, aunque me miren primero con interés, después prefieren alejarse y no entiendo los motivos.

Se miró en aquel espejo de la casa de campaña: tuvo que agacharse, su metro con noventa centímetros lo obligaban a ello. Carlo tenía buena complexión: la espalda ancha, las extremidades fuertes y torneadas, el abdomen bien cuadriculado, la barba castaña en forma de candado que afeitaba con frecuencia y cubría su rostro afilado. Tenía la piel muy blanca y por fortuna casi no tenía cicatrices en su cuerpo, solo algunas líneas leves en los muslos y dos marcas que sí eran notables: una que le habían dejado en el brazo izquierdo y el otro recuerdo que le grabaron en el costado del lado derecho, pero de ese se sentía orgulloso no solo porque le cruzaba de lado a lado y había sobrevivido para contarlo, sino porque había matado al agresor con un tajo de su espada cuando se la pasó por el cuello mientras una parte de sus propias entrañas parecían querer salirse por aquella herida.

Para Carlo, era cierto que, de repente, había mirado con detenimiento a alguna muchacha que le pareció bonita, pero jamás se había planteado contar con algún tipo de estrategia para conquistar a las mujeres, mucho menos se había planteado que sus relaciones fueran duraderas y ni que produjeran algún tipo de sentimiento que arraigara en su corazón. Todo hombre curtido en batallas consideraba que era más fácil ir por la mujer que era esclava, de modo que él también pensaba así. Si una mujer se encontraba bajo dicha condición, todo hombre tenía todo el derecho para, simplemente, tomarla. Bajo el efecto del vino, todas eran guapas y cedían fácil a sus besos mientras arrimaba su cuerpo y su virilidad al de ellas, aunque algunas veces tuviera que golpearlas por mostrarse reacias o hasta violentas; entonces, lloraban y eso lo hacía sentir un poco incómodo, rechazado.

El joven continuó leyendo. Ovidio lo intrigó, lo incitó a pensar, lo estuvo invitando a entrar a ese mundo desconocido que él sin lugar a duda no conocía, que no había experimentado aún. Ovidio le habló como al oído: parecía que quería compartir con él y con otros hombres algo muy importante y, aunque Carlo no descubría aún por qué continuaba leyendo, esperaba que Ovidio se lo hiciera saber más adelante.

Las frases siguientes fueron claras, pero ¿lo llevarían de la mano por ese pasillo oscuro que era su conocimiento con relación al tema? El escritor romano, a quien a partir de aquellas líneas comenzó a considerar como su maestro, lo invitó a él, Carlo, a sentir algo distinto: «¡placer!» le decía; placer verdadero, no el placer pasajero de tomar a una mujer, usarla y dejarla ir. Le decía cómo buscar una pareja, cómo conquistarla, cómo quererla y, aún más, cómo disfrutar el verdadero arte de amar. Carlo sudó pensando sus respuestas, aunque el calor no estaba donde él se hallaba.

En los días subsecuentes, Carlo comenzó a poner atención a su entorno. Sobre todo, se fijaba en ellas, en sus comportamientos; veía a otros hombres y sus maneras de actuar con respecto a las mujeres; parecía que tomaba nota de cómo las conquistaban a la par que continuaba leyendo lo que Ovidio había escrito:

Hasta aquí mi Musa, exponiendo sus advertencias en versos desiguales, te advirtió dónde encontrarías una amada y dónde has de tender tus redes; ahora te enseñaré los hábiles recursos que necesitas poner en juego para vencer a la que te seduzca. Quienquiera que seas, de esta o de la otra tierra, préstame dócil atención y tú, pueblo, oye mi palabra, pues me dispongo a cumplir con lo prometido.

La promesa era jugosa: aprender todo sobre aquel arte. Carlo estaba cada vez más interesado en la posibilidad de experimentar un placer más allá de la aventura pasajera. Estaba dispuesto, daría el paso, se pondría en acción.

Capítulo II.Ovidio descubre un secreto

Su hermano había muerto. Solo se llevaban un año; Ovidio era el menor. El hecho era reciente y lo hirió como una espada de gladiador. Decidió que dejaría de estudiar: después de todo, su padre los había obligado. No quiso seguir sin su hermano como compañero de carrera y… ¿quién querría ser orador o, peor, un político? ¡Solo gusta la oratoria a los ilusos parlanchines que gustan de hablar por hablar! Pensó: «A Cicerón lo mataron por listo y hábil en la retórica. Quiero dedicarme a eso en lo que soy bueno: a escribir en verso, a escribir pensando en Corina». Y entonces recordó…

Cuando comencé a sentir la comezón de la juventud, mi hermano me llevó a un lugar que conoció por comentarios de algunos amigos mayores durante un banquete. Se trataba de un recinto donde mujeres expertas, denominadas heteras, podían enseñar las artes amatorias; y además, eran mujeres que entendían de retórica, poesía, música y otras diversiones. Obviamente, incitados por la curiosidad, nos dirigimos ahí un día en que supuestamente estaríamos estudiando.

Al llegar al recinto, encontramos todo con una pulcritud notoria. El arreglo de aquel sitio era fastuoso. Se trataba de un gran salón circular bien iluminado y las columnas que sostenían el edificio eran de piedra sólida, bien labradas, sobre todo en las partes altas. Me gustaron los hermosos cortinajes translúcidos tras los cuales advertimos a algunas personas retozando. De hecho, con frecuencia eran más de dos e incluso se notaba que eran de distintos géneros. Podíamos escuchar los ruidos de los arrumacos, que se acompasaban con otros sonidos de mayor intensidad mientras se entrelazaban con el olor de inciensos y aromas colocados en puntos estratégicos de la estancia. Casi siempre se escuchaba una música suave y sensual como de arpa que alguien entonaba desde algún punto que no era visible. Por un lado del gran salón, había un corredor que llevaba a otra habitación muy amplia y perfectamente organizada con estantes llenos de libros en papiro y pergamino. Definitivamente, se trataba de una biblioteca y me llamó mucho la atención por hallarse en un lugar así, pero más aún me sorprendió por lo que ahí ocurría. En la habitación había al centro dos mesas sobre tapetes cuyos grabados eran muy estilizados; sobre ellos, había sillones cómodos y pequeñas mesitas en los costados para colocar bandejas con víveres y agua, o vino. En este lugar, conocí a un gran número de hombres que solían rodear a mujeres de una hermosura que no había visto antes. Eran mujeres que conversaban de temas muy diversos entre sí mientras mostraban de manera discreta pero llamativa sus voluptuosos atributos físicos. Las mujeres bellas sin duda atraen, pero estas por añadidura son muy interesantes: básicamente, no solo piensan en casarse y tener hijos como enorme mayoría de las que se conocen; son mujeres cultas.

Cuando entramos por primera vez a aquel lugar, lo hicimos embelesados mientras recibíamos miradas encendidas de pasión que despertaron nuestros púberes instintos. Alguien nos condujo hacia otro costado del salón principal. Tomamos por un corredor que llevaba a una habitación grande en cuyo centro encontramos una enorme pila de buenas dimensiones, con agua que mantenían a una temperatura elevada. Dentro de este baño, entre la neblina, notamos que hombres y mujeres convivían cercanos, desnudos, despreocupados, y conversaban o intercambiaban besos, y algunos mucho más que simples caricias. Aquí, fuimos sorprendidos por un par de bellas mujeres que nos retiraron las túnicas, nos llevaron primero al agua y, después del baño, nos condujeron con discreción a otra habitación.

Ese día quiso el destino que la misma Musa de la Inspiración fuera mi maestra en el lecho. Yo jamás había pasado por una experiencia de ese tipo, así que iba como un chiquillo al que van despertando con una sorpresa. El intenso placer que experimenté ese día me hizo desear volver para estar con ella tanto como fuera posible. Entré a mi juventud de la mano de una verdadera experta que generó en mí un sinfín de sensaciones. No podía dejar de pensarla, de sentirla; quería saber todo sobre su persona. Comencé a escribir y a escribir. Los versos fluían para adorarla y alabarla. Para mantener su anonimato, la llamé Corina; ella sería quien motivaría la mayoría de mis obras. Y bien, llegaron otras mujeres a mi vida, muchas, de hecho; entre ellas, dos esposas bastante insípidas y hasta una tercera que siempre me idolatró; pero yo siempre recordaría a Corina, a la primera en mi vida, a la que me enseñó este arte que es sentir placer y hacer que la otra persona lo experimente también. Sé que es algo inconcebible para los hombres hacer a un lado el control: estamos destinados a dominar, a violar, a romper, a desgarrar, a sumir la espada en los demás. No sabemos que existe mejor manera, que podemos sentir que hemos llegado a la victoria y a la gloria al hacer que quien se encuentre a nuestro lado viva en éxtasis también.

Comenté que volvimos muchas veces. Mi hermano y yo sosteníamos conversaciones con personas sumamente interesantes. Poco a poco, fuimos conociendo a distintos personajes cuyo poder económico era tan consistente como el nuestro. Nos fuimos relacionando cada vez más, crecimos como personas. Mi padre vio con buenos ojos nuestros avances en los estudios y esperaba que pronto nos graduáramos para ingresar a la política. Él no sabía que íbamos a este lugar y que todo cuanto aprendíamos sobre cualquier tema estaba llegándonos de personas que conocíamos. La política en verdad no nos entusiasmaba, pero usábamos la retórica que aprendíamos en nuestros estudios únicamente para hablar bonito a los oídos de aquellas musas y para hacer amigos poderosos en aquel lugar. Mientras tanto, yo la utilizaba para continuar escribiendo para ella, mi bella Corina.

Este lugar tenía otro aspecto que lo hacía especial. Aquí las mujeres eran más libres: eran mujeres que estudiaban, que se arreglaban, que tocaban instrumentos, que sabían cómo acercarse a los hombres y obtener lo que querían de ellos, porque estos también se hallaban más dispuestos a darse a sí mismos. Ellas eran ahí mucho más que las mujeres comunes e incluso mejores que las mujeres en la corte. Al ir a ese sitio, descubrimos que la vida podía ser mucho más atractiva, que había equilibrio, uno en que los hombres no dominábamos por el uso de la fuerza, sino que conquistábamos con otro poder. Las mujeres no se doblegaban al hombre, se compenetraban, eran valoradas. Llegué a saber que aquello podía ser más natural y afable que un sexo controlando al otro. Entonces pensé que la vida se trataba más de complementarse. Esto me fue aún más claro cuando ocurrió lo de aquella ocasión. Se los narro.

Un día advertimos que había un trío de chicas nuevas en el lugar. Una de ellas me pareció familiar, pero no tenía claridad en mis recuerdos. Todos los hombres estaban por supuesto interesados en abordarlas, de modo que no dudaron en hacerse notar y comenzaron a aproximárseles. Pero hubo uno en particular, un tipo con enorme corpulencia de gladiador y un orgullo que brotaba por sus poros, características tan notables en él, como su aparente virilidad, que sin meditar en modo alguno, se acercó al grupo de chicas. Como un lobo hambriento, intercambió apenas un par de palabras y, a continuación, sujetó a dos de ellas con fuerza, luego golpeó a una con rudeza en la cara y la arrojó al suelo, y a otra la tomó con agresividad por la cabellera y le dio un rodillazo en la espalda que la dobló de dolor. Envalentonado y en aparente autosuficiencia, se abalanzó sobre la primera joven con intención de despojarla de su túnica; la chica se veía entre sus manos como un hilacho que emitía gritos de desesperación. Algunos hombres que estaban más cerca abordaron al tipo por la espalda: uno de ellos intentó sujetar al gigante por el cuello, pero el entusiasta hombretón lo retiró con un fuerte codazo. Entonces, otro le asestó un puñetazo que iba destinado a la cara del bruto, pero terminó doblándole la muñeca haciéndolo caer al piso.

Como si nada estuviera pasando, se abocó de nuevo a su tarea de arremeter contra una de las mujeres caídas como si antes solo hubiera sido molestado por algunas moscas. Tres tipos más llegaron de otras partes y, aunque musculosos, no tuvieron la suficiente pericia para emprender algún ataque que fuera efectivo; de hecho, luego de algo de forcejeo, fueron enviados al suelo. La tercera chica, la que me había parecido familiar, gritaba horrorizada, de modo que llegaron más hombres y hasta mujeres para ayudar. Entre el lío, el vapor de agua, tardaron en darse cuenta de que las acciones del hombre habían cesado. El tipo yacía junto a la mujer a la que había empujado primero y que aún se mantenía recostada, maltrecha y adolorida mientras algunos la asistían. Un hombre que apareció entre la neblina había logrado introducir un puñal en la zona del hígado del agresor y un charco de sangre se esparció rápidamente por todo el piso. Después de esa situación, muchos dejamos de ir.

Años después…, con un poco más de madurez y aún con la contra de mi padre, seguí escribiendo. Por fortuna, mis libros tuvieron buena aceptación y la gente los adquiría, sobre todo por buena cantidad de personajes de altos vuelos. Luego de que nació mi primera hija, me separé de mi esposa y me volví a casar de nuevo con la persona equivocada, de modo que, sabiendo que no podía sentir el lecho tan frío, con frecuencia iba al circo o al teatro y allí solía encontrar con quien pasar el rato; luego volvía a casa.

Un día me sucedió algo inesperado. Mientras estaba en una función envuelto en la penumbra con mi acompañante del día, al lado de nosotros vino a sentarse una pareja que se ocupaba de explayarse en menesteres más placenteros que en el espectáculo que planteaban los artistas. De pronto, entre respiro y suspiro, nos intentaron abordar. Él pareció muy interesado en mi pareja, pero a mí ella me pareció conocida. Al principio no la distinguí hasta que de pronto comencé a sentir que su mano se acercaba y avanzaba por mi entrepierna con insistencia. Me estremecí. Luego, me besó en el cuello sorpresivamente. Me quedé paralizado. Me dijo si quería jugar y me miró a los ojos con ese brillo peculiar de quien insinúa que sabe y lo quiere todo. En otra ocasión no me habría sobresaltado ni habría hecho otra cosa que dejarme llevar por el momento, pero entonces ubiqué de quién se trataba y recordé que la había encontrado aquella vez del incidente, en el lugar de las heteras. Retiré bruscamente su mano, me levanté y me fui. El corazón me latía desbocado. ¿Qué pasaría si su padre se enterara de lo que acababa de presenciar?

Capítulo III. En el circo

Carlo se arregló perfectamente, se calzó sus caligae luego de limpiarlas con esmero, se puso la túnica y luego la paenula, y se afeitó perfectamente. Se fue camino al circo remembrando las palabras de Ovidio:

No dejes tampoco de asistir a las carreras de los briosos corceles; el circo, donde se reúne público innumerable, ofrece grandes incentivos. Allí no te verás obligado a comunicar tus secretos con el lenguaje de los dedos ni a espiar los gestos que descubran el oculto pensamiento de tu amada. Nadie te impedirá que te sientes junto a ella y que arrimes tu hombro al suyo todo lo posible; el corto espacio de que dispones te obliga forzosamente, y la ley del sitio te permite tocar a gusto su cuerpo codiciado. Luego buscas un pretexto cualquiera de conversación y que tus primeras palabras traten de cosas generales. Con vivo interés, pregúntale a quién pertenecen los caballos que van a correr y, sin vacilación, toma el partido de aquel, sea el que fuere, que merezca su favor.

El soldado llegó ante la grandiosa estructura. Se trataba de un enorme óvalo de piedra con dimensiones increíbles, aproximadamente de unos cuatrocientos metros de largo. Traspasó el arco principal en medio de una muchedumbre, permitió que esta lo guiara. Poco a poco fue sorteando el espacio entre la gente, recorrió los pasillos, entró por otro arco hacia el área de gradas y se fundió entre la multitud hasta que divisó un lugar. Desde donde se encontraba, podía contar al menos diez de las doce puertas de carceres, detrás de las cuales se hallaban los distintos competidores vistiéndose y preparándose. En el centro de la arena se hallaba la spina; un enorme obelisco marcaba el punto mientras que a las orillas había otros dos obeliscos que fungían como metas. Caminó por los estrechos espacios de las gradas y miró con mayor atención a las personas. Se sentó a media cavea. El espectáculo aún no comenzaba y la muchedumbre ya estaba en ferviente actividad.

Entre el graderío se repartían panes, se hacían apuestas, se intercambiaban pronósticos. De pronto, comenzó el atronador vitoreo a los aurigas que salían por la Porta Pompae conduciendo los carros tirados por cuatro caballos cada uno. Iban a velocidad de trote. Luego, los carros dieron una vuelta completa alrededor de la spina y cada uno se ubicó frente a su carcer. Cuando se emitió una señal, los carros salieron a toda velocidad mientras que la gente enloquecida gritaba a su competidor favorito. El furor de la carrera y el momento envolvieron a Carlo, quien terminó eligiendo a uno de los carruajes y comenzó a gritar como los demás hasta que terminaron las vueltas. «—¡Sí, vamos, vamos!», Su corazón bombeaba embravecido, su cabeza y cuerpo comenzaron a sudar. Durante la carrera vio tropiezos de caballos, choques de carros, aurigas disparados e incluso atropellados por otros carros. Cuando la carrera terminó, el ganador recibió una rama de palmera y una corona de laureles. Carlo notó que si algún competidor lo había hecho muy bien podía obtener hasta su libertad. Exultante porque jamás había experimentado la emoción de ver estas competencias, se quedó a gozarlas.