El maestro dorado - Vicente Marco - E-Book

El maestro dorado E-Book

Vicente Marco

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Beschreibung

Sin motivo aparente, Hop comienza a seguir a un hombre al que llama Jack. Lo que resulta un pasatiempo se convertirá en un juego de persecución donde Jack será el «Maestro Dorado» de Hop. Esta relación hará que Hop se cuestione su propia identidad, en la que los límites de la escena de la vida se desvanecen y dan lugar a otra realidad que resulta ser, tal como menciona Jack en la brillante teoría que le inculca, «fragmentada, ilimitada y circular».

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Vicente Marco (Valencia, 1966) A los siete años, víctima de sus peripecias infantiles, se quedó colgado de un clavo a tres metros de altura en la casa donde vivían sus abuelos, en Alboraya. Permaneció suspendido allí hasta que su padre consiguió bajarlo. Aquel tiempo de incertidumbre abrió una brecha en su espíritu creativo. Encontró en la literatura el refugio terapéutico para permanecer en la vida sin los enganches que sufrieron sus amigos del barrio marginal donde vivía, cerca de Marchalenes, en Valencia. Allí naufragaron tantas vidas queridas, en una calle sin asfaltar, que se transformaba en un lago los días de lluvia. Ahora, muchos años después de aquella primera colgadura, es profesor de escritura creativa, ha obtenido más de cincuenta premios literarios, publicado diez novelas, dos libros de relatos, tres ensayos de escritura, cuatro piezas teatrales y sus obras han sido representadas en distintas ciudades de España, Ecuador, República Dominicana y México.

PRIMERA EDICIÓN

© Vicente Marco, 2024

© Malpaso Holdings, S. L. 2024

C/ Diputación, 327, principal 1.ª

08009 Barcelona

www.malpasoycia.com

ISBN: 978-84-19154-46-0

DEP. LEGAL B-10717-2023

Primera edición: 2024

Maquetación: Bernat Ruiz Domènech

Diseño de colección: Ezequiel Cafaro Studio

Ilustración: Carola Schön

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro (incluyendo las fotocopias y la difusión a través de internet), y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo, salvo en las excepciones que determine la ley.

«Todas las setas son comestibles, pero algunas solo una vez»

PROVERBIO CROATA

Glosario

Golden Teacher: Seta alucinógena caracterizada por su brillante sombrero de color dorado. Esta variante pertenece a la familia de los hongos psicodélicos Psilocybe cubensis y es consumida especialmente por aquellos que quieran iniciarse en el mundo de los hongos, ya que provoca efectos de gran intensidad e impacto en sus consumidores. Sus propiedades chamanísticas producen una sensación de iluminación, liberación mental y conexión con la naturaleza. Precisamente, su nombre deriva no solo de su tonalidad cromática, sino también de su capacidad para «enseñar» nuevas percepciones y experiencias trascendentales a quien las toma.

Skunk: Cannabis de gran potencia psicoactiva. Se trata de un híbrido entre distintas variantes de sativa (Acapulco Gold y Colombian Gold) e indica (Afghan) que produce efectos estimulantes y relajantes al mismo tiempo. Con alto contenido de THC y aroma característico, este tipo de marihuana se traduce del inglés como «mofeta» debido al intenso olor que desprende su humo.

AK-47: Cannabis híbrido de dominancia sativa que produce efectos relajantes y cerebrales muy duraderos, llevando a la euforia y creatividad de sus consumidores. Popular entre los cultivadores aficionados, es una variedad recomendada para mantener la actividad y acentuar la mejora de ánimo y participación en la vida social, combatiendo así la ansiedad, el insomnio o los dolores crónicos.

Lemon Tek: Cóctel realizado con zumo de limón que ayuda a potenciar los viajes psicodélicos producidos por las setas y trufas alucinógenas. Su composición ácida convierte la psilocibina en psilocina, compuestos psicoactivos abundantes en los hongos qua activan el cerebro. Esta sencilla receta se realiza moliendo o troceando las setas o trufas y añadiendo el zumo recién exprimido de un limón, rebajado finalmente con algo de agua. La ingesta de esta mezcla agiliza y potencia los efectos en el menor tiempo posible.

Amazonas: Setas alucinógenas que destacan por su sombrero de color azul intenso, debido a sus altos niveles de psilocibina. Esta cepa de hongos muy resistente y adaptable a todo tipo de sustratos resulta perfecta para los cultivadores sin experiencia. También pertenece a la familia Psilocybe cubensis, como las Golden Teacher.

1

Lo primero que ve Hop cuando sale de casa, abrumado tras haber consumido tres sombreros Golden Teacher, es a un tipo calvo que se apea de un Opel blanco junto a una mujer.

Ella entra en un edificio de oficinas y el hombre se dirige hacia la avenida. Como no quiere perderle la pista, Hop lo persigue. Desea conocer a qué se dedica, adónde va, escribir acerca de él… Piensa llamarlo Jonathan, pero como se trata de un nombre demasiado largo y no le va bien a un tipo calvo, prefiere Jack, por Jack Herer, Jack Daniel’s, o incluso Jack el Destripador. Respecto a ella, será Ágata, no le cabe la menor duda, y enseguida evoca la novela de Tennessee Williams.

Siempre ha deseado perseguir a alguien que no conoce. Abrir la puerta y entrar en la vida de un donnadie. No quiero insinuar que Jack sea un donnadie. Nadie es un donnadie. No seré yo —precisamente yo— quien lo afirme. Lo que no imaginaba Hop es que corriera tanto, que fuera capaz de dar zancadas tan grandes, tan rápidas, y no de una manera puntual, sino constante, sin perder el resuello. Se nota que pasea a menudo. Que practica esa gimnasia de parque en columpios para viejos. Tras cinco minutos de persecución, Hop está a punto de levantar la mano y pedir una tregua. Sin duda, Jack se encuentra en plena forma y daría miedo si su cara no fuera como la de un dibujo animado. Hop intenta recordar cuál. Duda si no debería asignarle un nombre más cómico. Jack es demasiado serio. Y tras algunos devaneos, decide que no va a cambiar. Ya es bastante con que, a partir de ese momento, en su nueva etapa de perseguidor se autoatribuya el nombre ficticio de Hop, que se pronunciará Jop, doctor Jop, aunque no concuerde demasiado con su imagen: el pelo largo que le cae en greñas sobre ese rostro aindiado, diana de tantas burlas. A medida que han pasado los años, sus rasgos han evolucionado más hacia ese lado salvaje que Hesse llamaba lobo estepario. Contribuye a ello su extrema delgadez, el costillar marcado como las cuadernas de un barco, las mejillas hundidas, los ojos, dos bolas perdidas en el fondo infinito de las cuencas.

Si Hop se entretiene en menudencias, Jack se le despistará. Seguro. Así que se mentaliza acerca de la importancia de la persecución. Está ejecutando lo que ha deseado desde niño. Entrar en una vida ajena. A lo largo de su existencia, ha realizado muchos ensayos, es cierto; pero ninguna empresa como esta. Hasta ese instante han sido solo incursiones parciales, retazos… porque tenía la certeza de que tarde o temprano llegaría el gran momento.

Y ha llegado. Ha acertado con Jack. Apenas lleva cinco minutos tras él, pero sin duda es alguien diferente. En primer lugar, se trata de la persona que Hop ha elegido; y ha tardado treinta y cinco años en seleccionar. En segundo lugar, es de ese tipo de personas que transmite ternura. Ahora Hop se da cuenta de que el dibujo animado al que le recordaba proviene de uno de los personajes Disney en Blancanieves. Uno de esos enanos. El que no hablaba, para ser exacto.

Caminan durante casi veinte minutos sin tregua hasta que Jack entra en la cervecería Richard’s, se acomoda en una de las tres mesas —las tres se encuentran vacías—, pide un dedo de whisky y comienza a leer el periódico. Desde la barra, Hop lo observa. No podrá exponerse así, a pecho descubierto, muchas más veces. A fuerza de ser visto, Jack acabaría preguntándole por qué motivo lo persigue y Hop carece de respuesta.

Le sorprende que, a pesar de la aparente tranquilidad con la que Jack disfruta de las noticias diarias en el periódico y el regocijo que le provocan, no pare de consultar el reloj. Cada minuto. Cada medio minuto.

No tarda en descubrir el motivo de tanta impaciencia. A las doce entra una mujer flaca, vieja, de cabello cano y rostro enteco en el que se aprecian las sombras de un genio mal disimulado. La anciana luce en el brazo un tatuaje de un hombre bigotudo vestido con un bañador a rayas de principios del siglo XX. Lleva uno de esos perros pequeños refunfuñadores que parecen soplarse el flequillo. Se queda de pie al lado de Jack, en silencio, mientras el chucho husmea el ambiente como si existiera algo que no le convence, pero aún no hubiera descubierto qué.

Situado desde donde se encuentra, Hop carece del ángulo de visión preciso para abarcar la escena completa. Además, tampoco es capaz de escuchar la conversación. Así que mira a Richard —supone que debe llamarse Richard por el nombre de la cervecería— y le dice que mejor se sienta en la mesa, porque lleva varios días con dolores de espalda y la banqueta le está haciendo polvo la columna vertebral.

—Claro que sí —responde Richard amablemente—. Ahora se la limpio.

La mesa estaba impoluta, pero, de todos modos, Richard le pasa un trapo mojado, y cuando Hop se sienta, se da cuenta de que el proceso de secado no ha concluido del todo. Sin embargo, la visión es fantástica; el sonido, excelente. Jack acaricia la cabeza del perro y de vez en cuando este le lame la mano.

La anciana dice:

—Curtis no vendrá esta tarde.

La mención de Curtis le provoca un sobresalto a Hop. Si hubiera elegido un nombre para alguien que no podía llegar, habría sido el de Curtis, sin duda.

Jack responde con un gesto indolente. Hop intenta profundizar para ver si atisba algún sentimiento, pero el chucho comienza a ladrar con una fiereza que contrasta con su tamaño.

—¡Calla, Galileo! —dice la anciana.

Parece que desee abalanzarse sobre Hop. En este momento, si la mujer no lo estuviera cogiendo por la correa, y se aprecia que hace grandes esfuerzos para evitar que se le escape, Galileo se habría echado directo a la yugular de Hop, como si en vez de un perro fuera un vampiro.

—Vaya fiera —dice Hop para iniciar esa conversación, como una chispa que encienda otras de mayor calado.

—Nunca hace esto. Es muy raro.

Hop sonríe. Una sonrisa que salta por encima de Galileo, esquiva a la anciana y acaba al lado de Jack.

Sus ojos también coinciden. Es la primera vez que se miran. Cara a cara. Hop sabe que no tiene escapatoria. Por mucha peluca, gafas, barba postiza… que se ponga a partir de ahora, Jack lo reconocerá. «Usted es el que estaba en el Richard’s, ¿no?, recuerdo que Galileo le ladraba…». Una frase de ese estilo devendrá inevitable, así que lo mejor es que inicie el plan de abordaje. Para qué esperar más.

Pero Galileo no parece dispuesto a permitir que se inmiscuya. Cada vez que Hop lo mira, ladra y la mujer dice:

—Ya está bien, Galileo, ¿qué te pasa hoy?

Hop teme que el perro lo sepa. Sepa que está persiguiendo a Jack. Siempre ha creído en las capacidades extrasensoriales de los animales. No le cabe duda de que Galileo ladra porque ha captado la intención de Hop de inmiscuirse en una vida ajena, y un chucho, por pequeño que sea, no puede obviar el celo de guardar a su dueño. Porque Jack es su dueño, seguro. No hace falta más que ver cómo le lame la mano.

—Jack, dile tú que calle.

Hop se sorprende. No le ha pasado inadvertida la coincidencia. Que el tipo se llame en efecto Jack le parece una de esas casualidades que solo se dan en el mundo cada equis millones de años y que originan, por ejemplo, un Big Bang o el inicio de la vida. Se queda observando a Jack, que sonríe y dice:

—¡Galileo!

Entonces el chucho se calma, pero no deja de vigilar a Hop, como concediéndole una tregua.

—Mano de santo —dice Hop, mirando a Jack a los ojos. Unos ojos soñolientos.

—La costumbre.

—Me ha extrañado que se llame usted Jack.

—¿Por qué?

—No es un nombre corriente. Me refiero a corriente por aquí.

—Mi padre era de Burlington.

Hop asiente, aunque por él como si le hubieran dicho Shakazistán.

—De Burlin… —repite—. Eso explica lo de Jack.

—Nada en el universo carece de explicación. El único problema es que no somos capaces de descubrirlo.

—Claro.

Galileo se queda a dos patas sobre la silla, sin descuidar su labor de vigilancia.

—Bueno, me voy —dice la mujer, que solo ha llegado hasta allí para llevar al perro y decir lo de Curtis. Antes de marcharse, le hace unos arrumacos.

Sobreviene un silencio plomizo que solo rompe Jack para dirigirse a Richard y pedirle otro dedo de whisky.

Parece que la historia concluirá ahí, que cada cual iniciará su camino y Hop será incapaz de seguirlo sin suscitar sospechas, cuando Jack pregunta antes de apurar el dedito de whisky:

—Y usted, ¿cómo se llama?

—¿Yo? Doctor Hop.

Jack se ríe.

—Doctor Hop —repite—. ¿Por algún motivo?

—¿Motivo? No. Me gusta. No soy doctor, no se vaya a pensar que… soy médico. Pero es una historia muy larga. Algún día se la contaré.

Jack asiente con un leve movimiento de cabeza y Galileo ladra de nuevo, poseído, como si fuera capaz de captar en Hop algo que el ojo humano no ve, algo que debe de ser similar al espíritu de un felino, se dice Hop, a juzgar por el modo en que se revuelve y gruñe, a pesar de las caricias de su amo.

En ese momento, Hop llega al convencimiento de que no podrá mantener una relación normal con Jack mientras Galileo esté por medio. «El perro debe desaparecer», piensa.

A veces, Jack dice frases del estilo:

—Galileo, ¡cómo estás hoy!

«Pero ¿qué te pasa?».

«¡Quieres hacer el favor de callarte, por favor!».

Frases que no aportan nada, y por lo tanto Hop no las anota en la servilleta del Richard’s, a pesar de que la última da título a varios cuentos de Carver.

Cuando Jack mira a Galileo, la sonrisa bienhadada disminuye en intensidad. Galileo, está claro, es como un miembro más de su familia. Lo quiere. Pero trae consigo la remembranza de un hecho triste, apenas perceptible, y no por ello olvidado. Hop anota en la servilleta: «¿Un hijo fallecido?», y en ese instante Jack, cuyo rostro está perdiendo comicidad, pregunta:

—¿Qué escribe, Hop? ¿Poesía?

Por un momento, Hop se queda suspendido en la cuerda floja de la incertidumbre, a muchos metros de altura.

—Ideas.

—¿Ideas? ¿Qué ideas?

—Ideas que se me ocurren.

—¿Como cuáles?

Hop improvisa.

—Como que no puede ser que no haya alguien controlando el mundo.

Jack superpone el labio inferior al superior.

—¿Alguien como quién?

—No lo sé.

—¿Pero se refiere a humanos, a extraterrestres, a Dios…, a qué? —Y levanta la mano para pedir a Richard otro dedito de whisky. La conversación se presta. Nada tan emocionante como divagar acerca del control de las vidas cuando poco a poco el efecto del alcohol diluye el autodominio.

—Pues… quizá —responde Hop un poco aturdido, primero porque los pequeños dientecitos como alfileres de Galileo están muy cerca. El perro ha vuelto a ponerse de pie sobre la silla, y Hop siente el impulso de pegarle una patada, estamparlo contra el techo; segundo, porque la frase que origina la conversación, la idea que hipotéticamente ha anotado en su libreta es lo primero que le ha venido a la cabeza. Jamás habría pensado que Jack se sintiera interesado por una estupidez de tal calibre. «Controlar nuestras vidas». «¿Quién va a controlar nuestras vidas?», piensa.

—Yo tengo una teoría —dice Jack. Y la luz del techo le brilla en la calva, que parece dorada—. Por si quiere apuntarla también.

Hop odia a la gente que tiene teorías. Unas teorías propias. Elevados pensamientos que no se le han ocurrido a nadie en el mundo a lo largo de generaciones y generaciones de individuos pensantes. Jack no puede ser de ese tipo de personas tan simples que manejan teorías. Ha sido el elegido entre cinco mil millones de humanos tras treinta y cinco años de selección.

—¿Qué teoría?

—Igual le parece excéntrica.

—No. Adelante, me gustan las teorías, Jack. Me encantan. De verdad.

—Lo que pienso es que hay gente que nos persigue.

Galileo gruñe y al mismo tiempo mueve la cola. Hop traga saliva. Pregunta:

—¿Nos persigue? ¿Me, me está diciendo que…? —y se ríe, quizá con demasiada vehemencia—. ¿Quiere, quiere decir que hay gente que persigue a otra para controlarla?

—Sí.

—¿Con qué objeto? No, no lo acabo de entender muy bien.

—¿Tiene que existir un motivo? ¿Qué le parece para evitar que todo esto siga como está? —y señala con vaguedad como si quisiera llegar a los últimos confines del universo, en el absurdo supuesto de que el universo tuviera confines.

Hop apunta en la servilleta del Richard’s. En realidad, no apunta nada. Hace como que escribe. Siente unos enormes deseos de llegar a casa, regurgitar los recuerdos de esta conversación, anotarlos en su cuaderno de tapas moradas, iniciar una historia tan interesante que le provoca escalofríos. Imagina el potencial y se pone nervioso.

—Es una idea magnífica, Jack. De verdad. Gente que persigue a otra gente para impedir que el mundo funcione.

—Lo de que el mundo funcione yo no lo he dicho. Porque funcionar, lo que se dice funcionar…, la verdad es que no funciona, al menos para nosotros, sus pobres criaturas.

—Está bien —dice Hop sin atreverse a mirarlo mientras escribe: «El mundo no funciona mucho».

—¿Qué más ha anotado?

—Otras ideas… —repite Hop, y hace musiquilla con los labios. Por un momento, se queda en blanco. El rostro afable de Jack continúa desdibujándose. Ya no le recuerda al enanito Disney. Los pómulos más marcados, angulosos, como si se hubiera metamorfoseado desde que se sentó a la mesa.

—Gente que persigue a otra… —disimula Hop—. Jamás se me habría ocurrido.

—Puedo demostrártelo —dice Jack, acercándose y sentándose a su lado, y en esa camaradería decide tutearlo.

—Demostrar que hay gente que persigue a otra… —replica Hop.

—Podría enseñarte documentación.

—¿Documentación? ¿Documentación de qué? —pregunta Hop. El perro gruñe cada vez más cerca, el rostro ovalado de Jack parece derretirse.

—Documentación de mi teoría, por supuesto.

Hop siente el ferviente deseo, de sopetón, de amarrarlo a bocajarro y preguntarle quién es Curtis. Curtis. Se le ha quedado grabado el nombre desde que lo pronunció la anciana.

—Sí…, claro…, documentación.

—No me crees.

—¿Cómo?

—No me crees.

—Sí. Estoy un poco confundido. Pero…

—Yo tampoco lo creía —dice cogiéndolo del brazo, y este será el primer contacto entre los dos hombres. Jack lo mira a los ojos—. Pero es verdad. Te lo aseguro, aunque resulte algo difícil de comprender para las mentes mundanas.

La conversación discurre en la frontera entre la realidad y la fantasía. Hop dice:

—Está bien. Acepto. Quiero que me muestres la documentación. ¿Cuándo nos vemos?

—El lunes.

—El lunes, perfecto. ¿Qué vas a enseñarme?

Jack bebe de un solo trago. Sonríe y alza el dedo reclamando que le llenen de nuevo el vaso.

—Paciencia. La curiosidad y el anhelo son los padres del aprendizaje —dice. Y Galileo ladra una vez más.

2

Ha sido una mañana muy intensa. Ya en casa, recuerda la conversación con Jack. Saca su cuaderno de tapas moradas y escribe. El cuaderno siempre supone una liberación. Acude a él a menudo para perderse entre sus páginas en blanco y bocetar historias. Ha encendido la chimenea, también la pipa, llena de Skunk. Se ha tomado otro sombrero de Golden. Pronto sentirá los efectos. Ese no estar. La ralentización del tiempo. La fragmentación del cerebro, como si los hechos se repitieran y se entremezclaran con otros. La distorsión del espacio, los infinitos sonidos. La intensidad de los colores. Y ese flotar, mientras se balancea en la mecedora y mira cómo el fuego forma extraños dibujos en la pared. Sombras que no pertenecen a nadie. «Qué tontería» —se dice—. «Sombras que no pertenecen a nadie…».

Jack ha resultado ser el tipo que merece esta historia. Por eso ha tardado tanto tiempo en llegar. Curiosamente, el relato será de perseguidores y perseguidos. Le hace gracia ahora, mientras mira los monigotes que él mismo pintó en las paredes tiempo atrás, después de morir su abuelo.