El matrimonio de los peces rojos - Guadalupe Nettel - E-Book

El matrimonio de los peces rojos E-Book

Guadalupe Nettel

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Beschreibung

En estas cinco narraciones intensas y de atmósfera delicada, Guadalupe Nettel nos propone un cruce de caminos entre el mundo animal y el universo humano para hablar de temas tan naturales como la ferocidad de la vida en pareja, la maternidad "cuando es deseada y cuando no lo es", las crisis existenciales de la adolescencia o los lazos inimaginables que pueden establecerse entre dos enamorados. Su mirada proyecta lo subterráneo y lo secreto de sus personajes, lo anómalo, lo inconfesable. El matrimonio de los peces rojos son espacios magistralmente construidos en los que nos preguntamos cómo y en qué momento se fraguan en nosotros las decisiones más íntimas y soterradas, aquellas que, sin sospecharlo, marcarán de manera definitiva nuestra existencia. El jurado, compuesto por Cristina Grande, Ignacio Martínez de Pisón, Samanta Schweblin, Marcos Giralt Torrente y presidido por Enrique Vila-Matas, valoró en El matrimonio de los peces rojos la alta calidad de su prosa, impecable tensión narrativa y unas atmósferas turbadoras en las que lo anómalo se aposenta en lo cotidiano.

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Guadalupe Nettel

Guadalupe Nettel, El matrimonio de los peces rojos

Primera edición: abril de 2013

ISBN epub: 978-84-8393-519-4

© Guadalupe Nettel, 2013

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

Voces / Literatura 185

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Editorial Páginas de Espuma

Madera 3, 1.º izquierda

28004 Madrid

Teléfono: 91 522 72 51

Correo electrónico: [email protected]

Índice

El matrimonio de los peces rojos

Guerra en los basureros

Felina

Hongos

a Ale Oru y a Pelo Pegado

Todos los animales saben lo que necesitan, excepto el hombre.

Plinio el Viejo

El matrimonio de los peces rojos

Ayer por la tarde murió Oblomov, nuestro último pez rojo. Lo intuí hace varios días en los que apenas lo vi moverse dentro de su pecera redonda. Tampoco saltaba como antes para recibir la comida o para perseguir los rayos del sol que alegraban su hábitat. Parecía víctima de una depresión o el equivalente en su vida de pez en cautiverio. Llegué a saber muy pocas cosas acerca de este animal. Muy pocas veces me asomé al cristal de su pecera y lo miré a los ojos y, cuando eso sucedió, no me quedé mucho tiempo. Me daba pena verlo ahí, solo, en su recipiente de vidrio. Dudo mucho que haya sido feliz. Eso fue lo que más tristeza me dio al verlo ayer por la tarde, flotando como un pétalo de amapola en la superficie de un estanque. Él, en cambio, tuvo más tiempo, más serenidad para observarnos a Vincent y a mí. Y estoy segura de que, a su manera, también sintió pena por nosotros. En general, se aprende mucho de los animales con los que convivimos, incluidos los peces. Son como un espejo que refleja emociones o comportamientos subterráneos que no nos atrevemos a ver.

Oblomov no fue el primer pez que tuvimos en casa, sino el tercero. Antes de él, hubo otros dos del mismo color a los que sí observé y sobre los cuales llegué a informarme con gran interés. Aparecieron un sábado por la mañana, dos meses antes de que naciera Lila. Nos los trajo Pauline, una amiga común, en el mismo recipiente donde murió su sucesor. Vincent y yo recibimos el obsequio con mucha alegría. Un gato o un perrito habría sido un tercero en discordia y un estorbo en nuestro apartamento. En cambio, nos gustaba la idea de compartir la casa con otra pareja. Además, habíamos oído decir que los peces rojos dan buena suerte y en esa época buscábamos todo tipo de amuletos, ya fueran cosas o animales, para paliar la incertidumbre que nos causaba el embarazo.

Al principio, colocamos los peces en una mesita esquinera del salón en donde pegaba el sol de la tarde. Nos parecía que alegraban esa pieza, orientada hacia el patio trasero de nuestro edificio, con los movimientos veloces de sus colas y sus aletas. No sé cuántas horas habré pasado observándolos. Un mes antes había pedido la licencia de maternidad en el despacho de abogados donde trabajaba, para preparar el nacimiento de mi hija. Nada definitivo ni fuera de lo habitual pero que, para mí, resultaba desconcertante. No sabía qué hacer en casa. El exceso de tiempo libre me llenaba de preguntas sobre mi futuro. Estábamos en la peor parte del invierno y sólo pensar en vestirme para salir a enfrentar el viento gélido, me disuadía de cualquier paseo. Prefería quedarme en casa, leyendo el periódico o acomodando las cosas para recibir a Lila, en esa habitación diminuta que antes había sido el estudio y ahora sería su cuarto. Vincent en cambio pasaba muchas más horas que antes en la oficina. Quería aprovechar estos últimos meses para avanzar en los proyectos que el nacimiento de la niña iba a retrasar. Me parecía razonable pero lo echaba de menos, incluso cuando estábamos juntos. Lo sentía distante, perdido en su agenda y en sus preocupaciones laborales en las que yo no tenía cabida. Muchas tardes, mientras esperaba a que volviera del trabajo, me senté a observar el ir y venir, a veces lento y acompasado, a veces frenético o persecutorio, de los peces. Aprendí a distinguirlos claramente, no sólo por los colores tan parecidos de sus escamas, sino por sus actitudes y su forma de moverse, de buscar el alimento. No había nada más en la pecera. Ninguna piedra, ninguna cavidad donde esconderse. Los peces se veían todo el tiempo y cada uno de sus actos, como subir a la superficie del agua o girar alrededor del vidrio, afectaba inevitablemente al otro. De ahí la impresión de diálogo que me producían al verlos.

A diferencia de Oblomov, estos peces nunca tuvieron un nombre. Nos referíamos a ellos como el macho y la hembra. A pesar de su gran parecido, era posible reconocerlos por la complexión robusta del primero y porque sus escamas brillaban más que las de su compañera. Vincent los observaba mucho menos pero también le inspiraban curiosidad. Yo le contaba las cosas que creía haber descubier- to acerca de ellos y él las escuchaba complacido, como los aconteceres de la familia extendida que ahora teníamos en casa. Recuerdo que una mañana, mientras preparaba café en la barra de la cocina, me hizo notar que uno de ellos, posiblemente el macho, había abierto sus aletas, que ahora lucían más grandes, como duplicadas, y llenas de colores.

–¿Y la hembra? –pregunté yo, con la cafetera en la mano–. ¿También está más bonita?

–No. Ella sigue igual pero casi no se mueve –dijo Vincent, con la cara pegada al vidrio de la pecera–. Quizás la esté cortejando.

Ese día salimos al mercado callejero que se pone en el bulevar Richard-Lenoir. Una actividad de fin de semana que disfrutábamos mucho. La nieve había desaparecido y, en vez de la lluvia sempiterna, el cielo dejaba intuir la presencia del sol. Lo pasamos bien haciendo la compra pero la mañana no terminó de la misma manera. Cuando ya volvíamos a casa, cargados con bolsas de comida, se me ocurrió pedir que compráramos naranjas y Vincent se negó tan rotundamente que me sentí ofendida.

–Son carísimas en esta época del año –argumentó falazmente–. No podemos permitírnoslo. Parece que no supieras la cantidad de gastos que tendremos cuando nazca la niña. Ya no puedes despilfarrar el dinero como has hecho siempre.

No sé si fueron las hormonas. Las mujeres embarazadas suelen ponerse mal por nimiedades. Lo cierto es que, en menos de cinco minutos, sentí cómo mi vida se cubría de nubes oscuras y amenazadoras. Todos los hombres cumplen los antojos de sus esposas cuando están encintas, me dije a mí misma. Hay quienes piensan que estos caprichos inexplicables reflejan en realidad las necesidades alimenticias del bebé. ¿Qué le pasaba a Vincent? ¿Cómo era posible que se negara así a comprar unas simples naranjas? Intenté volver a casa sin enredarme en una discusión. Sin embargo, después de unos cuantos pasos, tuve que sentarme a descansar en un banco. El abrigo no me cerraba ya y, por sus orillas negras, asomaba un suéter que me pareció viejo, espantoso. Sentí que mis ojos se cubrían de lágrimas. Vincent también lo notó pero no estaba dispuesto a claudicar.

–Nunca es posible darte gusto –dijo–. Hemos venido al mercado para que estuvieras contenta y te pones así por una tontería. Me cuesta creerlo.

Tuve que hacer un gran esfuerzo para no levantarme y comprar las naranjas con mi propio dinero y lo conseguí, pero la alegría ya no volvió en todo el fin de semana. Al regresar a casa, el macho de la pecera seguía con los opérculos erguidos. Su actitud de seducción me pareció arrogante. La hembra en cambio nadaba con las aletas gachas y sus movimientos pausados, en comparación con los de él, me causaron cierta pena.

El lunes salí de casa temprano. Me metí al bar de la esquina y ordené un jugo doble de naranja. También pedí un café crème y un croissant. Pagué todo con la tarjeta común. Después entré en la librería y compré una novela. Estuve una hora probándome ropa en la tienda de tallas grandes que hay en la Rue des Pyrenées, donde encontré un suéter adecuado para remplazar el mío. Volví a casa a mediodía, justo a la hora del almuerzo. Al entrar, fui directa al salón y me asomé a la pecera como quien consulta un oráculo: el macho seguía con las aletas desplegadas pero ahora su compañera acusaba también un cambio físico: a lo largo del cuerpo le habían salido dos rayas horizontales de color pardo. Me preparé una pasta con berenjenas y la comí de pie, mirando por la ventana de la cocina a dos obreros que reparaban el edificio de enfrente. Al terminar, lavé aplicadamente la olla y los trastes que había ensuciado. Después, salí a dar un paseo por el barrio y llegué hasta la biblioteca. Sentí deseos de entrar pero cerraban los lunes por la tarde, así que volví a casa y esperé a Vincent leyendo mi nueva novela. Cuando llegó, le mostré, algo asustada, las líneas en el cuerpo de la hembra pero a él le parecieron intrascendentes.

–Esas rayas son apenas perceptibles y no creo que signifiquen nada. Ni siquiera estoy seguro de que no las tuviera antes –dijo.

Cenamos en silencio, un arroz recalentado que llevaba meses en el congelador. Vincent lavó los platos y al terminar se instaló en el salón donde estuvo trabajando hasta la madrugada. Sin decirle nada, me dediqué a colocar las cenefas con ositos en las paredes del cuarto de la niña, una tarea que teníamos pendiente desde hacía varias semanas y que ninguno de los dos había llevado a cabo. Sólo quería anular uno de nuestros innumerables pendientes. Es verdad que el resultado no fue tan prolijo como hubiera deseado pero tampoco era un desastre. Sin embargo, Vincent se lo tomó como una provocación. Según él, las había colocado disparejas con el único objetivo de hacerlo sentir culpable.

–Me lo podías haber pedido. No sé por qué te ha dado últimamente por hacerte la víctima.

La mañana del martes desayunamos en casa un té y una tostada como dos desconocidos que se tratan cordialmente pero, en cuanto él se fue al trabajo, bajé al bar llena de resentimiento y tomé otro jugo de naranja. Después caminé bajo la llovizna hasta la biblioteca. En mis años de estudiante la había frecuentado muchas veces, pero hacía tiempo que no me asomaba por ahí. El despacho estaba situado en la rivera izquierda y, cuando surgía alguna consulta que no pudiera resolver en Internet, iba a la Biblioteca Nacional. A diferencia de esta, en la que casi nunca veía a nadie, la de mi barrio estaba llena de adolescentes, como lo había sido yo misma cuando cursaba el liceo; chicos un poco mayores que se interpelaban a gritos y reían a carcajadas, comían en restaurantes universitarios; gente cuya principal preocupación era pasar los exámenes y estirar el subsidio de sus padres, o del gobierno, hasta el final del mes. Por lo general, las personas de esa edad me despertaban, al menos desde hacía un par de años, cierta condescendencia y por eso me sorprendió sentir envidia aquella mañana. Estaba por empujar la puerta de la entrada cuando uno de ellos, que llevaba un pañuelo rojo y blanco alrededor del cuello, tropezó con mi barriga.

–Disculpe, señora –dijo disminuyendo apenas el paso.

Más que mi estado de preñez, su tono falsamente compungido subrayó –o eso me pareció– la diferencia de edad entre nosotros.

Una vez dentro, me dirigí a la sección de ciencias naturales hasta dar con el Diccionario enciclopédico de animales marinos, y busqué nuestros peces. Descubrí que pertenecían a la especie de los Betta splendens, conocidos también como «luchadores de Siam», y que eran originarios del continente asiático, donde suelen poblar las aguas estancadas. Los especialistas los clasifican entre los laberínticos por un bronquio en forma de rizoma, situado en su cabeza, que les permite respirar un poco de aire sobre la superficie del agua. Según el artículo, una de sus características más notorias era su dificultad para la convivencia. El diccionario no abundaba en detalles sobre ello ni tampoco sobre el mantenimiento de los peces. Si quería consejos para su cuidado debía buscar otra fuente. Tampoco hablaba de las rayas que habían aparecido en el lomo de la hembra.

Estuve mirando otros libros sobre peces y seleccioné un par para llevármelos. Llené las hojas para la inscripción y para el préstamo. Por ingenuo que parezca, me ilusionó volver a ser usuaria de esa biblioteca. Estaba lloviendo mucho cuando intenté salir para volver a casa. Así que me entretuve un momento en la estantería de la entrada, donde se ponen a disposición del público los suplementos y revistas del mes. Las revisé por encima, sin decidirme a leer ninguna. Estaban todas, desde Magazine Littéraire hasta Marie-Claire. Esta última anunciaba en la portada un artículo que parecía dirigido a mí: Embarazo. ¿Por qué nos abandonan justo en este momento? Pensé que la lluvia podía durar horas y que quizás debía regresar a casa a pesar de ella. En esas estaba, cuando sonó mi móvil. Era Vincent pidiendo disculpas por su actitud egoísta. Había ido al apartamento con la intención de que comiéramos juntos. «Pasé por el italiano que te gusta y compré lasaña. También te traje naranjas». Cuando supo dónde estaba, propuso ir a buscarme a la biblioteca. Volvimos abrazados a casa, debajo de su gran paraguas azul con nubes blancas. Los restos del desayuno seguían sobre la barra de la cocina. Vincent sacó los manjares de su bolsa y los calentó en el microondas. Mientras comíamos y se servía dos copas de vino, le conté mis descubrimientos sobre nuestras mascotas. Nos reímos de la pareja que nos había traído Pauline, tan estrafalaria y compleja como ella. Al terminar de comer, hicimos el amor. Una de las pocas veces que nos sucedió durante el embarazo. Fue un polvo breve y tierno pero no exento de deseo. Vincent se despidió de mí en la cama con un beso y regresó a la oficina. Minutos más tarde, mientras me vestía frente al espejo de mi cuarto, noté una línea marrón situada exactamente en la mitad de mi vientre.

Pasé la tarde leyendo en el sofá y observando la pecera. Aunque no eran tratados científicos, los libros que había sacado de la biblioteca proporcionaban una información más práctica que el Diccionario enciclopédico. Ambos se dirigían a un público joven o por lo menos no muy versado en el tema. En uno de ellos, encontré información sobre los Betta splendens. El autor del libro explicaba detalles de su cuidado y reproducción. Decía, por ejemplo, que el despliegue del opérculo implica en los machos la voluntad de aparearse, y lo violentos que pueden ponerse de no ser correspondidos. Pero eso no era lo peor. Los describían como peces sumamente combativos. De ahí que se les denominara comúnmente como «luchadores». En algunos países, se usan incluso como animales de pelea y se les sube al ring, de la misma forma en que, en occidente, se utiliza a los gallos para ganar apuestas. Mientras leía aquello, sentí algo semejante al rubor. La sensación que produce enterarse de las facetas oscuras de nuestros conocidos sin su consentimiento. ¿De verdad deseaba saber todo eso acerca de nuestros peces? Concluí que sí. Más valía estar advertido y, en lo posible, evitar cualquier accidente. El libro desaconsejaba tener a dos machos en una misma pecera por grande que fuese. Un macho y una hembra tenían, en cambio, más posibilidades de sobrevivir juntos, a condición de contar con suficiente espacio, por lo menos cinco litros. Miré nuestra pecera, la cantidad de agua era ridícula. «En situaciones de estrés o de peligro», seguía diciendo el autor, los betta desarrollan rayas horizontales contrastantes con el color de su cuerpo.

Cuando llegó mi marido, hacía más de una hora que dormía en el sofá. Vincent cerró los libros, cuidando de señalar las páginas que yo había dejado abiertas, y me despertó con mimos para que me fuera a la cama. Sin embargo, antes de acostarme, quise enseñarle lo que había leído acerca de nuestros peces.

–Es muy peligroso dejarlos en ese recipiente –le dije–. Pueden hacerse mucho daño. ¿Te imaginas que llegaran a matarse?

Le hice prometer que los cambiaríamos a un acuario, con oxígeno y algunas piedras donde ocultarse cuando no tuvieran ganas de verse las caras. Él accedió divertido.

–Ahora te has obsesionado con esto –dijo–. Cuando te reincorpores al despacho, debes especializarte en derechos de los animales.

Pasaron varios días antes de que sacáramos a los peces de su recipiente. Días tensos para ellos pero también para nosotros, pues a Vincent no acababa de agradarle la idea de reducir el salón con un acuario.

–¡Esto va a parecer un restaurante chino! –soltó una vez, resignado, a sabiendas de que no había negociación posible en ese terreno.

Mientras estaba en casa, yo no podía dejar de vigilarlos, como si con aquella mirada, severa y quisquillosa, hubiera podido evitar una inminente confrontación. Toda mi solidaridad, por supuesto, la tenía ella. Podía sentir su miedo y su angustia de verse acorralada, su necesidad de esconderse. Los peces son quizás los únicos animales domésticos que no hacen ruido. Pero estos me enseñaron que los gritos también pueden ser silenciosos. Vincent adoptaba una posición más neutra en apariencia, traicionada sin embargo por comentarios humorísticos que soltaba de cuando en cuando: «¿Qué le pasa a esa hembra? ¿Está en contra de la reproducción?» o «Mantén la calma, hermano, aunque te impaciente. Recuerda que las leyes de ahora están hechas por y para las mujeres».