El mejor de mis errores - Alice Chaves-Vega - E-Book

El mejor de mis errores E-Book

Alice Chaves-Vega

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Beschreibung

HQÑ 373 Solo las personas que queremos pueden hacernos daño... siempre y cuando se lo permitamos. Litha Anderson tiene muchas razones para ser feliz: un negocio exitoso, un círculo cercano de amigos y unos abuelos que la aman. No existen las contrariedades en su vida… salvo las pesadillas sobre su propia muerte que la han acompañado siempre y los fantasmas del pasado. Estos han regresado para atormentarla en la forma del atractivo colaborador de su madre, Mateo Leire, el historiador que le destrozó el corazón, al que cinco años atrás prestó ayuda para resolver el misterio de un extraño libro encriptado perteneciente a su familia. Dejar a Litha fue el mayor error de la vida de Mateo, algo que ha lamentado profundamente a lo largo de los años. Así que, cuando el destino le presenta la oportunidad de volver a verla, hará todo lo que está en sus manos para recordarle las razones por las que están destinados a estar juntos. Pero, justo cuando Mateo vislumbra la esperanza de una segunda oportunidad con Litha, una sombra se cierne sobre ellos. Un peligro al acecho que podría separarlos antes de que tengan una verdadera oportunidad de empezar de nuevo. - ¿Qué pasa cuando se juntan una mujer sensible e intuitiva que se ha ganado la fama de tener un "don mágico", y un hombre de ciencia, racional, práctico y escéptico? - Novela inspirada en el manuscrito Voynich, un fascinante libro encriptado. - Una trama con un toque de misterio paranormal, que muestra la pasión y la belleza del primer amor. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, romance… ¡Elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Alice Chaves-Vega

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

El mejor de mis errores, n.º 373 - noviembre 2023

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 9788411805421

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

País Vasco, finales de siglo XIX

Old Town, California (en la actualidad)

Nueva York, cinco años atrás

Mateo

Litha

Mateo

Litha

Mateo

Litha

Mateo

Litha

Mateo

Litha

Mateo

Litha

Mateo

Mateo…

Litha

Mateo

Litha

Mateo

Litha

Mateo

Nueva York, cinco años después

Mateo

Litha

Mateo

Litha

Mateo

Litha

Mateo

Litha

Mateo

Litha

Mateo

Litha

Mateo

Litha

Mateo

Litha

Mateo

Litha

Mateo

Epílogo

Seis meses después, Litha

Sobre la autora

Si te ha gustado este libro…

País VascoFinales de siglo XIX

 

 

 

 

 

El sonido de los cristales rompiéndose me alertaron. Afuera, los ladridos de los perros y los gritos iracundos de la muchedumbre perturbaron la paz de la noche. Me levanté de la cama y bajé despacio las escaleras, descalza y en camisón. No tenía sentido calzarme o vestirme. Iban a por mí.

Iban a matarme.

—¡Abigail! Tu hora ha llegado, ¡maldita bruja! —graznó uno de los hombres que sujetaba a los perros.

—Regresarás al infierno de donde saliste, ¡demonio! —bramó otra mujer.

—Sal ya, ¡asesina! —se alzó la voz del obispo, que lideraba la horda virulenta. Abrí la puerta principal y salí con la cabeza en alto. Dos hombres me sujetaron al instante, uno por los brazos, otro por el cabello, jalando mi cabeza hacia atrás con brusquedad.

—¿Dónde está? ¿Dónde ocultas a tu cómplice? —escupió las palabras el hombre con ojos inyectados en sangre. No respondí. Lo miré directo a los ojos sin inmutarme, lo que acrecentó la rabia del clérigo. Su nauseabundo aliento me tentó a escupirle en la cara para alejar su asquerosa presencia de mí.

—Abigail Borja —inició el obispo con pasmosa solemnidad—, estás ante mí para ajustar cuentas con el Señor. Se te acusa de practicar las artes oscuras, adorar al demonio y cometer el peor de todos los pecados, ¡el asesinato!

Se hizo un silencio sepulcral y el clérigo continuó:

—A pesar de tus vanos intentos de ocultarnos tus inmorales actos, estas buenas mujeres me lo han confesado todo. —Señaló así a las dos mujeres que me habían lanzado improperios y que reconocí como mis antiguas mozas; una de ellas había sido una asidua solicitante de mis servicios y la otra había intentado envenenarme en una ocasión—. Te exijo que me digas dónde está esa mujer, cómplice de tus sacrilegios.

Apreté los labios al tiempo que miraba con rabia contenida al obispo. Prefería cortarme la lengua con los dientes antes que decirle el paradero de la mujer que ese supuesto hombre santo había violado y torturado a placer y que ahora estaba libre de cargar con la vergüenza de llevar en su vientre el producto de esa abominación.

—Deja de mirarme así, ¡serpiente! —bramó el obispo, asestándome un golpe tan fuerte que nubló mi vista y me hizo bajar la cabeza. Levante el rostro nuevamente, sintiendo la sangre correr por la herida hecha sobre la ceja y el calor del cardenal que comenzaba a aparecerme en el pómulo.

—¿Nada que decir? ¿Niegas tus pecados, animal rastrero? ¿Niegas que tus actos hayan traído la enfermedad e inmundicia a la buena gente de este pueblo?

A pesar de las acusaciones infundadas, permanecí muda. En vista de que la tortura sería en vano, el obispo procedió a la ejecución.

—Cuélguenla —dictaminó el hombre. La horda lanzó gritos de júbilo mientras obedecían a su líder, llevándome a rastras ante la horca improvisada. Mientras me amarraban las manos y colocaban la soga al cuello, los pobladores comenzaron a arrojarme piedras entre gritos y escupitajos. Solo una mujer me miraba impotente, bañada en llanto, oculta a lo lejos entre las sombras detrás de la muchedumbre tras la arboleda. Apretaba contra el cuerpo mi objeto más preciado: el libro que la sorginak Sabine me había ayudado a escribir y que contenía los remedios que muchas veces habían salvado de una muerte segura a más de la mitad de aquellos malagradecidos que ahora me escupían y apedreaban. Dio un paso adelante a punto de salir de entre las sombras y la detuve, abriendo mucho los ojos y negando con la cabeza, apenas perceptible. «Vete», pude gesticular con los labios, ausentes de sonido. En ese momento, comprendió que la única manera de hacer justicia en mi nombre sería cumpliendo el pacto que habíamos realizado, manteniéndose con vida y alejando el libro de las manos del obispo. El libro ocultaba algo más que solo remedios. Era un arma contra ese cruel hombre. Mi cruzada terminaba aquí, pero la de ella apenas comenzaba. Con el corazón destrozado, la vi huir en la oscuridad de la noche sin mirar atrás.

El clérigo, que se había apartado para entrar a la casa en busca de la mujer fugitiva y cuya existencia amenazaba con hundirlo, salía al momento echando pestes por no encontrarla, maldiciéndome y exigiéndome que confesara su paradero. Ignorándolo, dirigí la vista más allá de mi verdugo y clavé mis ojos en los de quien me miraban con fría indiferencia. Esos ojos pertenecían al hombre que juraba haberme amado… y que me había traicionado. Muerta por dentro, ¿qué más daba mi muerte física? Afrontando mi inminente final y con el último atisbo de ira, maldije a ambos hombres por toda la eternidad.

Old Town, California(en la actualidad)

 

 

 

 

 

Me despertó mi propio grito de terror.

Irguiéndome del colchón como un resorte, hiperventilando, me llevé las manos al cuello en un intento desesperado por apartar la soga imaginaria que lo rodeaba. Tragué saliva, reconociendo al fin que ahí no había nada. Sentada en la cama, aún ofuscada por la pesadilla, sentí las gruesas y frías gotas de la lluvia torrencial entrando por la ventana de la habitación, haciéndome tiritar de frío. El relámpago centelleante seguido por el trueno terminó por espabilarme.

—Mierda —refunfuñé. Tragué saliva otra vez y me froté el rostro, saliendo de entre las sábanas a trompicones para cerrar la ventana. Miré el cielo encapotado y volví a maldecir. No es que odiara el viento o la lluvia torrencial. Odiaba lo lúgubre del cielo gris. Y las nubes conferían una tonalidad gris y apesadumbrada a mi habitación que se me transfería hasta la médula.

De vuelta en la cama, tomé el celular para ver la hora. El reloj marcaba las seis de la mañana con fecha del 13 de junio. Cerrando los ojos, eché la cabeza hacia atrás, recargándome en la cabecera.

Desde niña, los sueños macabros me despertaban en medio de la noche, haciéndome gritar a todo pulmón. Con el tiempo y con ayuda de muchos, inútiles y jodidamente caros, terapeutas, aprendí a controlar el terror nocturno. Sin embargo, después de cada episodio, volver a dormir me resultaba imposible. Con el pasar de los años, las pesadillas fueron menguando hasta repetirse un único patrón: una semana previa a mi cumpleaños, volvían a atormentarme en vivo y a todo color. Otro año más, mismo sueño: me cuelgan hasta morir, como las otras jodidas mil veces.

«¿Por qué sigues atormentándome después de todo este tiempo, Abigail? ¿Qué más quieres de mí?»,pensé.

Suspiré hastiada y lancé con frustración el celular sobre la almohada.

—Como si realmente fueras a responderme.

Resignada a no conciliar el sueño otra vez, me metí a la ducha y al salir me vestí con unos jeans y una camiseta vieja. Al pasar por el espejo, por acto reflejo aparté la mirada. La razón por la que lo hacía a muchos les parecía estúpida, pero, verás, nací con heterocromía, lo que me confería ojos de colores diferentes: el izquierdo era verde azulado claro; el derecho era color miel ambarino con una mota de azul. Me apenaba. Tanto, que en lo posible evitaba los espejos o cualquier superficie reflejante. Sin embargo, volví la vista al espejo y repetí mentalmente el mantra que mi abuela me obligaba a decir desde que tenía cinco años:

«Eres única. Tus ojos son hermosos, y al que no se lo parezca puede meterse su opinión por el culo».

Y aunque mi madre no estaba muy de acuerdo con que usara con tanta libertad la palabra «culo», terminó por aceptar que el mantra de la abuela ayudaba en mi autoconfianza. Pero, al parecer, los días grises sacaban lo peor de mí pues la negatividad de mi humor dio al traste con el mantra.

—No te engañes. Eres una anomalía, Litha. En otros tiempos, te habrían quemado viva —repliqué en voz alta cepillando mi cabello con brusquedad.

«O, en todo caso, te habrían colgado de un árbol».

Y la voz de mi pensamiento me provocó un escalofrío al recordar la historia de Abigail Borja: el nombre sin rostro de mis eternas pesadillas.

Caminé descalza hacia la cocineta para encender la cafetera. Mi departamento, localizado en el centro de la ciudad, remodelado al estilo minimalista, consistía básicamente en dos habitaciones, la sala—comedor, con una cocineta austera pero eficiente, y un baño completo. Mi habitación, de mayores proporciones, tenía un cuarto de baño propio con una tina antigua de porcelana blanca de la cual me había rehusado a deshacerme a pesar de que nunca tenía tiempo para darme un baño de burbujas. La otra habitación contaba con una cama matrimonial, un escritorio y un clóset pequeño, y tenía la intención de subarrendarlo para mejorar mis ingresos. Antes de mudarme viví con mis abuelos en una casona a las afueras de la ciudad, rodeada por hectáreas de árboles que disfrutaba ver sentada en la ventana de mi antigua habitación, hábito que mantuve a pesar de que la vista de mi actual vivienda solo mostrara la calle principal con locales comerciales y oficinas. Para mi abuelo Arthur fue difícil dejarme ir, pero mi abuela Ofelia, con la cual compartía una extraña conexión, entendió a la perfección mi necesidad de tener mi propio espacio y me ayudó a convencerlo de que lo hacía por mi propio bien.

El sonido del gorgoteo y el olor del café tostado inundó el lugar mientras me alzaba el cabello en una coleta. Tomé una de mis tazas favoritas, vertí y aspiré el olor del líquido caliente, me senté sobre el ancho alféizar del ventanal y, viendo cómo la lluvia caía en el exterior, di un sorbo al café negro, muy cargado.

—Auténtica magia negra—suspiré.

Dejando la taza a mi costado, reproduje mi playlist en el celular aleatoriamente. Los altavoces de la sala enlazados al dispositivo comenzaron a tocar un cover acústico de Where Is My Mind. Con la música de Pixiesde fondo y la cafeína circulando en mi sistema, mis pensamientos respondieron a esa pregunta, divagando hacia el pasado. Ahí es donde mi mente residía permanentemente.

Cinco años atrás, la aparición del fantasma de Abigail Borja cambió mi vida. Si lo había hecho para bien o para mal, aún no sabría decirlo, pero los recuerdos eran como un cuchillo encajado en mis entrañas que mantenían la herida abierta. El más doloroso de ellos remitía a la noche en la que entregué mi cuerpo y alma a otro ser humano: flashbacks de piel caliente perlada en sudor con olor a jengibre y romero; dedos expertos recorriendo cada centímetro de mi cuerpo; el sonido grave de sus gemidos al devolverle las caricias y, sobre todo, esa mirada de oro líquido al deslizarse dentro de mí, eran una constante en mi mente, embotando mis sentidos. Esa noche me entregué a él… para nunca volverlo a ver.

«Eres patética, Litha».

Cerré los ojos y me apreté las sienes con los pulgares. Mi conciencia a veces era una perra. Ignorando su voz, que no aportaba nada bueno a mi estado anímico, tomé otro trago de café, cuandouna llamada entrante interrumpió la música. Sonreí al ver el identificador de llamadas. Desenlazando el celular de los altavoces, tomé la llamada de mi prima Ryan.

—Eh, Ry…

—Hola, Li. No te desperté, ¿cierto?

El extraño tono en su voz me puso en alerta.

—No, ya hace tiempo que estoy levantada. ¿Todo bien?

—Define«bien».

Sabía que tarde o temprano tendríamos esta plática.

Ryan me llamaba todos los días por las mañanas desde que se había mudado a Alemania con Bron, su más reciente novio. Había conocido al tipo durante el festival Coachella y, tan enamorada creyó estar, con apenas dos semanas de relación, que lo siguió a Europa al festival Tomorrowland, donde él trabajaría como parte del staff.

—¿Problemas en el paraíso?

—Algo así… Creo que debí pensar mejor las cosas antes de…

—¿Largarte al otro lado del mundo, con un completo desconocido, por tu natural instinto de mandar todo a la mierda por amor?

La risa de Ryan sonó apagada, para luego ser sustituida por un sollozo. Suspiré. No era la primera vez que tenía esta plática con ella y seguro que no sería la última. A mi parecer, Ryan era una mujer hermosa, talentosa y autosuficiente, con una apariencia casi a lo Margot Robbie, pero tenía una predilección insana por los chicos malos en todos los sentidos y, cuando hacía un mes me llamó desde el aeropuerto de Los Ángeles para avisarme de que se mudaba a Berlín con su reluciente nuevo novio, supe que tarde o temprano las cosas se complicarían para ella. Era un alma romántica y creía demasiado en las promesas de los hombres. Siempre que iniciaba una relación pensaba que ese sería el bueno y entregaba todo de ella, solo para ser decepcionada una y otra vez. Y esta no fue la excepción.

—Lo siento… ¿Qué sucedió?

Por espacio de una hora, resumió lo que a mi parecer fue la crónica de un desastre anunciado: en esta ocasión, el príncipe azul resultó ser un asqueroso sapo infiel, manipulador y agresivo. Desde que pusieron un pie en Berlín, el imbécil cambió su actitud con ella, dejándola sola en el departamento mientras salía con sus amigos e ignorándola cuando estaba con ella. No la dejaba salir sola y, si al caminar juntos por la calle algún hombre la miraba, el idiota la recriminaba a ella, tornándose violento.

—El colmo sucedió hoy —escuché cómo sorbía la nariz mientras hipaba—, Bron llegó al departamento arrastrándose de borracho, y podría jurar que también estaba drogado, abrazando y metiéndole mano a una mujerzuela. Cuando le reclamé, el maldito me dijo que podía quedarme a mirar y unirme a ellos o largarme de vuelta a Los Ángeles…

Los vellos de la nuca se me erizaron, tensándome en el acto.

—Ryan…, ¿en dónde estás?

—De camino al aeropuerto.

—Esa es mi chica. —Exhale aliviada—. ¿A dónde vas? ¿Necesitas un santuario? Sabes que puedes quedarte conmigo.

—No. —La escuché suspirar. Un suspiro pesado y lleno de congoja—. Creo que iré a Pasadena a ver a papá. Hace un tiempo que no sabemos nada el uno del otro.

«No hay manera en el puto universo de que esa visita termine bien», pensé.

La relación de Ryan con su padre era otro tema delicado. Afortunadamente, Ryan se despidió, pues estaba llegando justo a tiempo para abordar su vuelo, de lo contrario, pasaríamos otra hora más al teléfono. Le deseé buen viaje y le reiteré mi apoyo incondicional, pidiéndole que en cuanto pusiera un pie en suelo americano me llamara.

¿Sabes ese dicho que dice que nadie experimenta en cabeza ajena? Bueno, en este caso era una enorme excepción a la regla. Gracias a Ryan, tenía más que claro lo que no quería en mi vida y en un hombre.

Tomé de nuevo el celular para abrir el bloc de notas y enlistar los pendientes del proyecto de mejoras a mi negocio, Dharma,quehabía sido una botica perteneciente a la familia de mi abuela por generaciones, la cual convertí en bistró, una vez que mi abuela decidió traspasarme el negocio. Calzándome, salí del departamento y bajé por una escalera independiente que daba acceso al bistró desde el fondo de la cocina.

Después de algunas horas de trabajo manual, mientras me encaramaba en una escalerita plegable de madera destornillando unas repisas, escuché el sonido de una llave introduciéndose en la puerta de entrada, seguido del tintinar de las campanillas que Derek —mi amigo y colega— había colgado hacía unos días sobre la puerta para avisar de la llegada de los clientes.

—Supuse que estarías despierta —exclamó mi abuela, con una enorme sonrisa. Ofelia Anderson era una mujer de vida bohemia, como bien lo delataba su vestimenta hippie. Siempre consideré que ese estilo era su estilo. Me bajé de las escaleras y la ayudé a quitarse el impermeable, colgándolo en el perchero detrás de la puerta. Se acercó a mí con su calidez acostumbrada, besándome en la mejilla y apretujándome en un abrazo.

—Y sigues subiéndote hasta el último peldaño de la escalera, ignorando las indicaciones de seguridad. Hasta que no te rompas el cuello…

—Es culpa de tus genes que yo sea una enana y que necesite de esa escalerilla.

Me miró indignada, abriendo la boca en conmoción —aunque sabía que era fingida— y dándome un manotazo que yo esquivé, burlándome de ella. Dejó la recriminación y fue a sentarse en una de las mesas más cercana al ventanal de la entrada. Ciertamente, mi abuela era una mujer bajita y regordeta, pero ni por asomo compartíamos ese rasgo. Como todos en la familia de mi abuelo eran altísimos, es justo decir que resulté ser una mezcla adecuada de ambas líneas genéticas. Yo era medianamente alta, por eso me gustaba tomarle el pelo.

—¿Cuándo has visto un enano con la altura que tienes? Pretextos tuyos para ser imprudente.

Tomó el montón de servilletas que le ofrecí y se secó la cara y los mechones platinados de su larga trenza que no alcanzaron a ser cubiertos por la capucha del impermeable.

—En serio, no pensé encontrarte despierta después del trabajo que hiciste ayer.

—Si no hubiera sido por la maldita lluvia, yo seguiría con Morfeo—dije con el ceño fruncido.

—Vamos, no culpes a la lluvia por tus descuidos. Volviste a dejar las ventanas abiertas, ¿a que sí?

—Pues… sí, pero por que no estaban pronosticadas las lluvias.

—Cariño, el pronóstico estos días es imposible cuando quien manda es el calentamiento global.

—Lo sé, pero de haberlo sabido…

—Las habrías dejado abiertas de todas formas.

Reprimí una respuesta mordaz, pues mi abuela tenía razón. Sabía la predilección que sentía por los lugares abiertos. No es que fuera claustrofóbica, pero a veces tenía la necesidad de solo respirar.

—La lluvia no es la culpable de que esté despierta…—confesé, huraña.

La sonrisa de mi abuela se borró. Me miró con preocupación.

—Litha…, ¿los sueños de nuevo?

—Sí, pero… era de esperar, se acerca mi cumpleaños.

Restándole importancia, cambié de tema:

—¿Quieres un poco de café? Hice bísquets.

Dándose cuenta de mi falta de ganas de ahondar en el asunto de mis pesadillas por enésima vez, negó en silencio.

—Creo que esta vez te aceptaré solamente un té, cariño. —Sonrió comprensivamente, captando mis intenciones de dar carpetazo al asunto.

Cambiando mi semblante huraño por uno más ameno, observé a mi abuela y percibí que le caería bien un té de jazmín. Así que busqué en las alacenas la infusión elegida y, mientras hervía el agua, me senté frente a ella a la mesa.

—Has hecho muchas mejoras al bistró, ¡se ve mucho más moderno! —exclamó con admiración, recorriendo con la vista los pisos lustrosos de madera, el mobiliario de caoba y las paredes pintadas de color azul plumbago claro, junto con los carteles art nouveau que publicitaban pócimas y tónicos milagrosos de finales del siglo XIX. Ese aporte había sido de Jess, mi mesera estrella, recién egresada de CalArts.

—Y nos está yendo muy bien. —Bostecé—.Encontré otro proveedor que exporta directamente desde Marruecos y ahora podemos ofrecer ¡una gran variedad de infusiones exóticas! —dije con un ademán de la mano en el aire, como si presentara un titular.

—Ahora más que nunca, estoy convencida de que dejarte a cargo del negocio fue la mejor decisión que he tomado. —Clavó sus ojos azul acero en mí y agregó—: Lo que sigo sin entender es por qué decidiste mudarte aquí y vivir en el cuchitril del segundo piso… Esas habitaciones tu abuelo y yo las utilizábamos como bodega —dijo, con un gesto de disgusto.

Sabía que ese disgusto no tenía nada que ver con el departamento y sí con que yo estuviera sola, lejos de ellos dos. También sabía que sus palabras eran eco de las de mi abuelo, pues de un tiempo a la fecha parecía que mi abuela se había arrepentido de haber sido partícipe en mi decisión de independizarme. Sospechaba que mi abuelo estaba dándole la lata con sus preocupaciones sobre mi seguridad.

—No está tan mal como lo quieres hacer parecer —respondí ante su crítica levantándome de la mesa para retirar del fuego la tetera que comenzaba a chillar por el vapor—. Honestamente, me gusta tener mi propio espacio, y sabes que odio manejar todos los días durante casi una hora para llegar aquí y otra más para regresar a tu casa. Además, estoy más cerca de la civilización. —Alcé la voz para hacerme oír desde la cocina.

—Mentirosa. —Ofelia chasqueo la lengua con burla—. La civilización ni te va ni te viene. Hace un tiempo decidiste que la gente no es precisamente tu fuerte.

—No es mi culpa ser un fenómeno andante —dije al regresar, señalándome los ojos con un dedo para enfatizar el punto después de poner la taza de infusión frente a Ofelia y volviendo a sentarme con otra para mí—. No me gusta la gente porque odio que se me queden mirando como idiotas y me señalen lo obvio, como si fuera un bicho raro. «¡Mira! ¡Tienes ojos de diferente color!». «¡Madre mía! ¿En serio? No me había dado cuenta…».

Ofelia soltó la carcajada por mis remedos sobre la gente obtusa y sus estúpidos comentarios acerca de mi persona.

—Tus ojos son hermosos. —Sonrió amablemente.

—Me han dicho que dan miedo…

—Eso es porque miras fijo, no por la heterocromía. —Agregó miel a la infusión y revolvió con una cucharita minúscula—. Tienes la peculiaridad de atravesar a la gente con la mirada, como si ahondaras en su alma. Sin embargo, tus ojos son poco comunes y por eso son hermosos. La belleza común está sobrevalorada.

Un escalofrío me tensó la nuca al recordar esas mismas palabras dichas por otros labios hace tiempo atrás. Traté de disimular mi consternación siguiendo casualmente con la plática:

—Díselo a los niños que me torturaron en la escuela porque pensaron que era bruja y creyeron que era buena idea jugar a los juicios de Salem contra mí.

«Maldita señorita Murray con sus clases de Historia y su obsesión con las brujas…».

—Te entiendo, cariño. —Me tomó la mano que tenía libre sobre la mesa y le dio un ligero apretón—. El temor por lo que no comprendemos saca lo peor de nosotros. Los niños son crueles…

—Yo diría estúpidos más que crueles —interrumpí con fastidio, dando un sorbo a mi té—. Y por eso, cuantas menos personas intenten socializar conmigo, más feliz seré. Me basta con mi pequeño círculo social actual y con lo que Arthur y tú me enseñasteis.

—¿Y en qué te está sirviendo en este momento lo que aprendiste de un antropólogo jubilado y una botánica senil? Una cosa es que hayamos tenido que instruirte en casa para evitarte el acoso escolar y otra muy distinta es que lo poco que pudimos enseñarte te sirva para la vida. Ningún hombre…

—Es una isla, ya sé —interrumpí con voz cansina.

Después de lanzar un suspiro de exasperación, mi abuela continuó con lo que estaba diciendo antes de mi interrupción:

—Iba a decir que ningún hombre va a tener la oportunidad de conocer la gran mujer que eres si te empeñas en seguir recluida en este lugar desperdiciando tu potencial.

«Ahí vamos otra vez…».

—No desperdicio mi potencial, todo lo contrario. Cada vez invento más recetas, a todos les gustan mis creaciones.

—Litha, no me refiero a eso y lo sabes.

Lo sabía bien. La mención de la ausencia de hombres en mi vida me llevaba invariablemente al pasado, ese eco que hacía tiempo luchaba con salir a flote y que cada vez me resultaba más difícil ignorar. Debido a mi nula vida social, los únicos prospectos posibles para una relación sentimental eran los comensales que se atrevían a cruzar mi barrera defensiva autoimpuesta para invitarme a salir. Carecía incluso de redes sociales personales, solo manejaba las de mi negocio, por lo que hacer match con el espécimen masculino dependía prácticamente de lo que me deparara el destino. Y de acuerdo a mis últimas experiencias, parecía que el destino se esmeraba en mandarme solo a imbéciles…, porque ninguno de ellos era él.

—He salido con hombres…

—Esos tipejos no cuentan.

—¿Qué tienes contra Alex, Rob y Marcus? —pregunté con fingida inocencia, repentinamente interesada por mis uñas, a pesar de que ya sabía la respuesta.

Como si contener las palabras le quemara la lengua, Ofelia comenzó la retahíla, enumerando con los dedos:

—Ese Alex era un vago bueno para nada y sin ambiciones. Rob, por el contrario, se pasaba de ambicioso. Alguien tendría que decirle un día de estos que sus negocios piramidales lo van a meter en un lío gordo. —Después de clavar su mirada gris acero en mis ojos, remató—: Y ese Marcus, mi querida niña, es gay de clóset, y solo te quería de tapadera, te lo puedo asegurar.

Me quede boquiabierta ante el juicio hecho a mis ex. Ciertamente, Alex, mi exnovio de la universidad, era el peor holgazán que había conocido en mi vida. En cuanto a Rob, sigo sin poder entender cómo fui tan estúpida como para caer en sus cuentos de emprendimiento fraudulento. Afortunadamente, lo dejé antes de que me embaucara con mis ahorros. Mi abuela no se equivocaba con esos dos, sin embargo, no esperaba que fuera tan dura con Marcus y reprimí una sonrisa.

—No puedes asegurar que Marcus sea gay. —Fruncí el ceño, recargándome en el respaldo de la silla y cruzando los brazos sobre el pecho.

—Claro que sí. ¡Por Dios!, cuando nos lo presentase, usaba más perfume y maquillaje que tú y llevaba un tanga. ¡Se notaba desde la estratosfera! ¿Quién en su jodido juicio usa pantalones de lino blancos con tanga rojo?

—¡Abuela! —Sin poder reprimirme más, me llevé las manos a cubrirme el rostro y solté una carcajada. A pesar de esa sentencia, debía admitir que la mujer tenía razón. Marcus usaba disimuladamente rímel, rubor y brillo de labios, y siempre apestaba a colonia. Además, insistía constantemente en que usara lentes de contacto para unificar el color de mis ojos, pues decía que lo ponían nervioso. Tal vez no fuera gay, pero definitivamente era un vanidoso con pésimos gustos al que no le importaban mis sentimientos. No alcanzó a tener conmigo una tercera cita ese estúpido hijo de…

—Si te da un poco de consuelo, aún estoy saliendo con Michael.

Michael era mi ligue más reciente y llevábamos saliendo tres meses. Considerando que la mayoría de mis relaciones duraban como máximo dos meses, podría decirse que Michael había superado la fecha de caducidad de nuestro intento de relación. Aunque, tal vez, el éxito en la duración de nuestra seudorrelación se debía a que nos veíamos poco debido a mis constantes excusas para salir y a la persistencia de Michael que, si soy honesta, a veces era estresante.

Mi abuela rodó los ojos y levantó las manos al cielo para dejarlas caer con dramatismo.

—¿El abogado quisquilloso que antes de que le sirvan la comida o bebida revisa si los utensilios están lo suficientemente limpios?

—Solo fue una vez…

—¿El mismo que mientras salió contigo la otra noche no pudo apartar la vista del escote o el trasero de la camarera?

«Sabía que Jess iría con el chisme».

—No creo que lo haya hecho a propósito…

—¿El que vive pegado al teléfono, ignorándote totalmente cuando le hablas?

—¡Dios bendito! Lo hace para atender cosas del trabajo. —Exasperada, sorbí más té.

—No im… por… ta, eso es una grosería y toda su persona es un gran meh. Y tú no te mereces ningún meh en tu vida.

Resoplé y puse los ojos en blanco. No había manera de ganarle a mi abuela.

—Tal vez no lo admitas, pero debes aspirar solamente a lo mejor, tú lo mereces.

Y con «lo mejor», sabía perfectamente a quién se refería: a Mateo Leire, el cuchillo en mi herida abierta.

Si mi abuela supiera que creí haber encontrado en Mateo lo mejor y solo fue una ilusión que me dejó hueca. Como solía suceder cada vez que me ponía a la defensiva, destilé veneno.

—«Lo mejor»…, ¿cierto? ¿Así como mamá, que pensó que lo mejor para ella y sus investigaciones era meterse con gente peligrosa?

La expresión de dolor contenido en el rostro de Ofelia hizo que me arrepintiera inmediatamente de lo que había dicho y así se lo hice saber:

—Lo siento abuela, ese fue un golpe bajo totalmente innecesario, ni siquiera venía al caso.

—Cariño, no te culpo —tomó mi mano entre las suyas, palmeándolas suavemente—, pero no te atrevas ni por un segundo a compararte con tu madre. Te lo prohíbo. Mientras que a ti todo te conforma, a ella nada le bastaba, en parte por su naturaleza obsesiva. Y su destino no tiene por qué ser un cargo en tu conciencia. Las condiciones de su muerte no tienen nada que ver contigo, túno fuiste responsable.

«No directamente, querrás decir…», pensé

Agatha, mi madre, no había tenido una relación muy apegada con sus padres. De espíritu libre, dejó la casa paterna recién terminada la universidad y migró a Europa para realizar sus estudios de postgrado en Historia. Mis abuelos no volvieron a saber nada de ella hasta la noche en que regresó conmigo en su vientre, sin dar razones de quién era mi padre.

Por diez años vivimos como una familia casi normal. Digo «casi» porque Agatha y yo no estábamos lo que se dice unidas y nuestra relación no era la típica entre madre e hija; durante mi niñez, el anhelo de un abrazo o un cariño de su parte se veía truncado cada vez que iniciaba un proyecto de investigación nuevo, volviéndola totalmente absorta de lo que la rodeaba, incluyéndome.

La mayoría del tiempo que pasábamos juntas nos limitábamos a compartir espacio en la biblioteca de mi abuelo; mientras trabajaba en sus proyectos, yo jugaba en la alfombra con retos mentales que ella misma diseñaba para mí. O, bueno, creía que eran juegos hasta que algunos años después me di cuenta de que lo que realmente estaba haciendo conmigo era parte de un plan mayor que no tenía nada que ver con entretenerme o divertirme.

Con el pasar del tiempo, Agatha desarrollo un trastorno obsesivo compulsivo con respecto a uno de sus proyectos de investigación que la volvió paranoica, y ese comportamiento empeoró cuando se mudó a Nueva York para trabajar en el Instituto de Investigaciones Históricas y Antropológicas, el cual daba cabida a archivos y objetos procedentes de pueblos de los cinco continentes, ligados a sus rituales, religión o sus conflictos bélicos, siendo la responsable de custodiar e incrementar dichos archivos.

Quiso llevarme con ella, pero al llegar a la adolescencia, y estando tan apegada a mis abuelos, me negué rotundamente. Se fue sin mí, dejándome al cuidado de ellos y, aunque mantuvimos contacto por videollamadas y nos visitaba en las festividades, realmente nunca sentí verdadera conexión con ella.

Una vez que mi madre decidía algo no había poder humano que lograra disuadirla, y ese rasgo no le trajo más que problemas siendo el causal de sus desgracias. Está de más decir que en ninguna de las veces que tuvimos contacto mostró preocupación por mí, dando por hecho que yo estaba bien. ¿Su indiferencia me dolió? Por supuesto. La indiferencia de una madre es lo último que un niño debería conocer en sus primeros años de vida. Sin embargo, debo admitir que, gracias al amor incondicional de mis abuelos, la carencia afectiva no hizo estragos en mí. O eso creí, hasta que la muerte repentina de mi madre hace cinco años dejó un vacío emocional insuperable.

¿Lo peor de todo? Que su muerte no tenía que ver del todo con ese vacío.

—Pero bueno, no manejé hasta acá para remover tristezas. —Ofelia cambió bruscamente de tema, soltando mis manos y rodeando la taza con sus dedos—: Vine para avisarte de que Arthur quiere que celebremos la noche de Litha.

«Joder. Otra vez no».

El día que llegué a este mundo hace veinticinco años fue una cálida noche despejada del 21 de junio, el solsticio de verano, o Litha, de ahí el origen de mi nombre y razón por la que mi abuelo me llamaba solecito.

Cuando era niña, Arthur me enseñó que Litha era una festividad pagana en la que la gente creía que las plantas que florecían o germinaban en el solsticio tenían más poderes curativos de lo habitual, razón por la cual solían recolectarlas durante la noche, encendiendo hogueras para protegerse de los espíritus malignos que supuestamente vagaban libremente cuando el sol se ponía.

Desde que tuve uso de razón y hasta los diez años cumplidos, cada año en mi cumpleaños, solíamos cosechar las hierbas al anochecer para la botica de mi abuela. Terminábamos siendo comida de mosquitos, claro está, pero era una actividad que amaba porque lo hacíamos en familia, incluida mamá. Esa tradición terminó cuando ella se fue. No se sentía bien hacerlo sin ella. Sin embargo, recientemente, mis abuelos sentían que estaba alejándome de ellos y no tuve corazón para negarme.

—Y ya que habrá hogueras, supongo que podríamos hacer una barbacoa, ¿no?

—Por supuesto.

—Pudiste habérmelo dicho por teléfono, ¿sabes? No necesitabas venir hasta aquí…

—Lo sé, pero tu abuelo pensó que tal vez te negarías si no te presionábamos un poco, por eso me ha pedido que venga a por ti para que él te lo diga en persona en la cena de esta noche.

—¿¡«Cena de esta noche»!?—exclamé horrorizada—. Tengo muchos pendientes…

—Pero si es sábado. Y apenas son las ocho de la mañana… Y dijiste que la reapertura del bistró no será hasta el lunes.

—Por eso mismo debo aprovechar el día. Mañana temprano llegará otro pedido desde Marruecos con nuevos granos de café; aún me faltan por poner dos repisas recién pintadas y además cometí la estupidez de publicar en la página de Dharma que tendríamos disponible una nueva creación y ni siquiera he probado la receta.

—Está bien, entiendo. ¿Quieres que le diga a Derek que venga a ayudarte?

—No. Como no íbamos a abrir, me dijo que iría a Deep Ink Tatoo. Aldo le está enseñando a sombrear a color.

—Entonces, le pediré que venga a por ti por la tarde. ¿Te parece bien a las cinco?

—Pero…

—Litha Amelia Anderson…

«Y ahí va con mi nombre completo de nuevo».

—Te exijo que dejes las excusas y te des el tiempo para convivir con tu familia. Tu abuelo me está volviendo loca pensando que no volverá a verte nunca más.

Su reclamó increscendo hizo que me avergonzara por mi actitud infantil. La razón por la cual decidí mudarme de la casa de mis abuelos no tenía nada que ver con mi independencia o con no querer estar con ellos. Eran los recuerdos cristalizados en la casa los que no podía afrontar y los que me obligaban a alejarme de mi familia. Pero no había manera de que se lo confesara a mi abuela.

—Bien. Pero que no venga hasta las seis. Así también me dará tiempo de lavar algo de ropa. Y no te aseguro nada sobre sus planes para mi cumpleaños porque prometí a Michael que saldría a cenar con él para celebrarlo.

Ofelia sonrió triunfal. Quise mostrarme molesta, pero en su lugar una sonrisa surcó mi rostro, no podía evitarlo. Noté que aún no había probado el té, pues le gustaba templado más que caliente. Antes de levantarse para retirarse, tomó la pequeña taza, lo bebió todo de un sorbo y suspiró placenteramente.

—Lo dicho. Nunca fallas, tienes un don, Litha.

Suspiré mirando al cielo.

—Por favor, abuela, deja de decir eso. Suficiente tengo con la fama que me creaste.

—No me culpes a mí, culpa a tus clientes.

Ciertamente, los comensales eran un caso. No solo afirmaban que lo que servíamos en Dharma era lo mejor que habían probado en la vida si no que me atribuían habilidades de carácter místico: si un cliente llegaba con un corazón roto o pidiendo una recomendación sobre qué consumir, me bastaba solo con mirarlo un momento para saber el remedio o producto exacto que el cliente necesitaba y salían encantados por el servicio. «Nunca fallas, tienes un don», me decía mi abuela con frecuencia y los clientes tomaron esta frase como una ley. Honestamente, para mí eran solo exageraciones de gente crédula. Aunque, gracias a eso, el bistró cobró fama muy rápido.

Ofelia se subió en su bien conservada y fiel camioneta Ford F100 del 69 color rojo cereza y arrancó viéndome por el espejo lateral, agitando la mano izquierda en señal de despedida. Le respondí de la misma manera antes de entrar nuevamente al local para comenzar con la montaña de pendientes que, sabía muy bien, dejaría a medias y me robarían mi día de descanso.

 

 

Tomé una galleta sin esperar a que se enfriara y terminé escupiéndola en mi mano con el paladar escaldado. Cuando se enfrió, volví a metérmela en la boca para saborearla.

«Menos azúcar, más canela».

Anoté mentalmente para modificar después la fórmula de mi nueva creación en el recetario.

Justo a las cinco y media me encontraba recogiendo la ropa regada en el piso de mi habitación cuando escuché unos pasos ligeros por las escaleras, el abrir y cerrar de la puerta del departamento con un azote, pasos nuevamente por el pasillo y después hacia mi habitación. Una cabeza con rebeldes cabellos castaños se asomó a través de la puerta y me miró con los ojos abiertos como platos.

—Y aquí mi reporte desde donde el huracán Litha dejó destrozos a su paso —dijo Derek con voz grave mientras bordeaba el reguero de ropa de la habitación.

Me acerqué y le di un pellizco en el brazo, haciéndolo retroceder. Derek se quejó con un aullido de dolor, pero después de sobarse el punto donde había descargado mi furia por su crítica a mi espacio personal, entró en la pieza y se desparramó en la cama, sonriendo burlonamente mientras aporreaba algunas almohadas debajo de su cabeza para hacerlas más cómodas.

—¿Por qué pensé que ya estarías lista?

En respuesta a su sarcasmo, le lancé una mirada de reproche.

—Iba a meter la ropa en la lavadora, pero ya no sé cuál está sucia y cual limpia —me quejé, mientras olisqueaba una prenda intentando encontrar un olor desagradable—. ¿Tú qué piensas de esta? —dije, lanzándole la prenda a Derek. Él la mandó de vuelta con repulsa.

—Eres asquerosa. —Sonrió ampliamente—. No te compliques. Tómalo todo y mételo en la lavadora.

Al contrario que yo, que tendía a divagar y a pensarse demasiado las cosas, Derek resolvía los problemas de una forma practiquísima, y aunque no siempre estábamos de acuerdo, debo admitir que su propuesta me agradó sobremanera. Tomé todo en brazos y comencé a buscar por la habitación con la mirada.

—¿Qué haces?

—Busco…

—Eso puedo verlo, pero… ¿qué buscas?

—Me falta mi brasier de lunares rojos, no puedo encontrarlo…

—¿Te refieres a ese? —Derek me miraba mientras apuntaba con el dedo sobre su cabeza al abanico de techo. El sostén estaba sobre una de las aspas.

—¿Cómo llegaste ahí? —murmuré para mí misma—. ¿Podrías alcanzármelo?

—¡No pienso tocar nada que antes haya tocado tus boobies! —Y haciendo una mueca de asco, Derek se cruzó de brazos.

—No dirías lo mismo si fuera de Jess…

Justo en el clavo. La piel clara de Derek enrojeció hasta la raíz del pelo haciendo que sus ojos verdes brillaran con cierta molestia y que yo me desternillara de la risa en su cara.

—Eso no es gracioso, Li—se quejó Derek frunciendo el ceño, levantándose de la cama y alcanzando con facilidad la prenda, para después lanzármela a la cara.

—Dices eso porque no puedes ver tu cara.

—Abusas porque eres mi jefa.

—No soy tu jefa, soy tu familia. Y no abuso, bromeo, que es diferente.

Aún sonrojado, Derek elevó los ojos al cielo por mi comentario y bajó las escaleras dejándome sola para cambiarme, no sin antes jalarme un mechón de cabello en reprimenda por mi broma, sacándome un quejido. Cualquiera que nos viera diría que actuábamos como hermanos. Y en cierta forma lo éramos, a pesar de no compartir la misma sangre.

La tormenta atemporal había pasado. Me dejé puestos los andrajosos jeans y solo cambié la camiseta por una blusa suelta de manga corta de algodón. De adolescente nunca me había importado realmente mi apariencia desgarbada, pues tenía la esperanza de que con el tiempo adquiriría algunas curvas y entonces sí que podría preocuparme por comprar ropa chic para presumir de las nenas, pero a mis veinticinco años esos anhelos prácticamente se habían ido por el caño. No es que fuera plana. Mis senos se habían desarrollado, sí, pero eran pequeños, aunque firmes —me recordaba constantemente tratando de darme ánimos—. Y mis piernas eran largas y torneadas a pesar de repeler la actividad física. Me calcé unas sandalias planas, cerré la puerta del apartamento y bajé apagando las luces a mi paso. Derek ya me esperaba afuera, dentro de la camioneta de Ofelia. En la calle había pocos transeúntes y algún que otro vecino local que al pasar saludaba cordialmente con un gesto de cabeza. Cerré con llave, rodeé la camioneta por el frente y me acomodé en el asiento del copiloto.

—¿Dónde está tu todoterreno?

—Lo dejé con Ofelia.

—¿Otra vez problemas con el carburador?

—Sip…

—¿Pasaremos a por Jess?

—Sip —respondió Derek, escuetamente y mal encarado.

—¿Sigues molestó conmigo por lo de hace un rato?

—No sé de qué me hablas…

—Entonces, ¿vas a seguir negando que estás loco por Jess?

—Yo no estoy…

—¡Ay!, por Dios… Todos sabemos que estás babeando por ella. Yo lo sé, Ofelia lo sabe, hasta el tipo que vende baratijas en la esquina lo sabe. Todos lo sabemos, menos Jess. ¿Sabes por qué? Porque te empeñas en comportarte como un imbécil frío y mal encarado cada vez que estás cerca de ella mandándole dobles señales que solo la confunden.

—De nuevo, no sé de qué carajos estás hablando…

A pesar de la tranquilidad con la que lo dijo, pude notar cómo las cicatrices en sus nudillos se volvían casi blancas por apretar con fuerza el volante, así que dejé de presionarlo. Por esta vez.

—OK, amigo, si tú dices que no estás enamorado de…

No terminé la frase. Derek presionó el acelerador haciendo rugir el motor.

—Disculpa, ¿decías?

Cuando iba a abrir la boca, Derek repitió la acción mirándome con una sonrisa burlona entre el ruido ensordecedor.

—Muy maduro de tu parte—dije, levantándole el dedo medio mientras él arrancaba la camioneta dando por zanjada cualquier posibilidad de discusión. A los pocos minutos nos encontrábamos frente al departamento de Jess. Pitó el claxon y lo tomé desprevenido dándole un golpe en la nuca, arrancándole otro aullido de dolor.

—Pero ¿qué demonios? —se quejó Derek, mirándome sorprendido por el violento gesto.

—Bájate, toca a la puerta y espera a que salga.

—Pero…

—¡Hazlo! —Exasperada, amenacé con pellizcarlo si no me obedecía. A regañadientes, Derek descendió del auto y se dirigió a la puerta, pero se detuvo a medio camino cuando vio salir del edificio a una chica latina, de mediana estatura, con un vestido pin-up de tirantes ridículamente cursi… y sexi. El vestido se ceñía resaltando las curvas de su cuerpo y esa imagen contrastaba con su cara tierna de muñeca, labios color cereza y enormes ojos avellana delineados como un gato.

—¡Hola! —Jess saludó a Derek efusivamente con una amplia sonrisa que le formaba hoyuelos en sus mejillas. Se abalanzó sobre él, rodeándolo con los brazos y tronándole un beso en la mejilla, dejándole la marca del pintalabios. ¿Y qué hacía Derek mientras tanto? Permanecer completamente rígido (me atrevería a decir que en más de un sentido) mientras duraba el abrazo. Inmediatamente, Jess hizo lo mismo conmigo, pues la esperaba afuera de la camioneta; su aroma dulce a coco y vainilla invadió mis sentidos. La insté a que se subiera antes que yo. Derek entrecerró los ojos al comprender mis intenciones, pero no iba a darme el gusto de mostrarse nervioso frente a Jess.

—Me mueeeeero de hambre —dijo ella alargando la palabra con exageración, acomodándose en el asiento y pegándose a Derek para dejarme espacio, lo que no era necesario, considerando que ambas éramos de talle pequeño y el asiento era bastante amplio.

—No te preocupes —le dije subiendo a la camioneta después de ella—, por la forma en la que maneja Derek, estarás comiendo dentro de cinco minutos.

Normalmente el trayecto del bistró a la casa de mis abuelos duraba una hora si alguno de ellos manejaba, media hora si yo lo hacía, pero con Derek, que manejaba como alma que lleva el diablo, llegamos en tiempo récord.

 

 

La estructura de dos plantas de estilo español con tejas árabes rojas y un porche cubierto y sujeto por arcos se alzaba en medio de un claro, rodeada de césped y robles. La puerta de entrada de herrería y cristal de doble hoja daba paso al vestíbulo en cuyo techo colgaba un candelabro, también de herrería, que iluminaba toda la planta baja, la cual se dividía en tres secciones: a la derecha se encontraba el estudio y la biblioteca de Arthur; a la izquierda, la sala y el comedor. Al fondo de la casa se encontraban la cocina y el cuarto de lavado. La escalera que llevaba a la segunda planta era de madera clara, amplia y con un gran ventanal a la altura del rellano. En ese punto la escalera se bifurcaba permitiendo el acceso a las habitaciones en la planta superior, distribuidas dos en el ala derecha, que eran las que ocupábamos mis abuelos y yo, y tres en el ala izquierda, que ocupaban Derek e invitados ocasionales, cada una con cuarto de baño. Nos dirigimos a la cocina y salimos al patio trasero. Arthur ya nos esperaba frente al asador con hamburguesas y hot dogs. Después de saludar de puño a mi abuelo, Derek le sirvió a Jess un hot dog y le hizo compañía mientras me acercaba a mi abuelo para ofrecerle ayuda. Solo hasta que percibí el olor de las salchichas asadas y comencé a salivar recordé que, salvo las galletas de prueba, no había comido nada en todo el día.

—Tengo todo controlado, solecito —me dijo mi abuelo animadamente con su marcado acento inglés, abrazándome y besándome en la frente, dándome la bienvenida. Tan delgado y alto como siempre, su abundante cabellera platinada se mecía con el viento como si fueran plumas de un polluelo. Iba vestido con bermudas y camisa hawaiana y con esa pinta nadie se habría imaginado que este hombre había estado al servicio de la reina madre de Inglaterra.

—¿Dónde está Ofelia?

—En la capilla. ¿Puedes llamarla? Ya está oscureciendo y no trae puestos los anteojos, sabes lo terca que es.

—Claro, ya vuelvo con ella—dije al tiempo que me adentraba en el camino sombreado por los árboles en busca de mi abuela. Caminé algunos metros hasta la entrada de la ruinosa estructura de piedra a mediación de la arboleda. Me asomé por el hueco en donde antes se alzaba una puerta y la llamé desde ahí.

—¡Cariño, llegaste! —exclamó Ofelia, sacando medio cuerpo de entre las lavandas y romeros.

Las ruinas de lo que alguna vez fue una capilla servían ahora como su vivero. Estaba repleto de plantas de ornato y hierbas de olor que impregnaban el aire con sus diversos aromas. Dentro del repertorio se alzaban algunos arbustos de cannabis que cultivaba para extraer el aceite esencial y tratarse sus neuropatías crónicas y la artritis de Arthur. El techo hacía tiempo que había desaparecido, pero se habían adaptado unas estructuras metálicas con plástico traslúcido para el área donde Ofelia cultivaba sus plántulas. Solo quedaban en pie las paredes de piedra y los huecos de las ventanas sin vitrales, por donde pasaban los últimos rayos solares, atenuados por los frondosos árboles que rodeaban la estructura.

De niña, después de que mi madre me dejara al cuidado de mis abuelos, pasaba mucho tiempo en ese lugar con Ofelia que, siendo una experta en farmacognosia, me enseñó todo lo referente a los ingredientes activos contenidos en las hierbas, despertando mi pasión por las plantas, mejunjes y tizanas. Pero ahora ese lugar era el último en el que quería estar.

Tiempo atrás, el altar de la capilla, vencido por el tiempo, semejaba una tarima a ras de suelo, pero recientemente mi abuelo había removido los restos y, en su lugar, mandó construir un espacio de reposo con algunos divanes y una salita de mimbre con cómodos cojines para tomar el té. Un calor nació en mi bajo vientre y subió hasta mis mejillas al recordar lo que había sucedido entre Mateo y yo sobre ese altar, ahora inexistente. Aparté la vista, deseando poder librarme de esos pensamientos y disimulando mi turbación para que mi abuela no viera a través de mí, como siempre lo hacía. A juzgar por su mirada risueña, lo había logrado.

Ofelia dejó lo que estaba haciendo, limpiándose las manos en el delantal que usaba para trabajar, y me tomó del brazo que le ofrecía para volver con los otros.

—Entonces…, ¿lista para ser convencida por tu abuelo para regresar a casa? —me preguntó burlonamente.

—Ni en sueños —respondí riéndome—. Solo vine a visitaros para que vea que no me han abducido los extraterrestres.

Ofelia rio con ganas. Llegamos con los demás, que ya estaban sentados a la mesa rectangular de madera, esperándonos para comenzar a comer.

—¿Derek ya se decidió a declararse a Jess? —susurró Ofelia al ver cómo Derek y Jess platicaban íntimamente, muy cerca uno del otro. Jess contemplaba fascinada el nuevo tatuaje de Derek, pasando los dedos en una suave caricia sobre la piel del antebrazo. Derek permanecía inmutable.

—No, se hace el tonto—dije, también en un susurro—, pero ya me estoy encargando de eso.

—Habló la celestina —murmuró Ofelia, sentándose al lado de Arthur mientras yo ocupaba el lugar frente a Derek y Jess.

La cena prosiguió de manera animada mientras Derek les contaba sus avances en el estudio como aprendiz de tatuador los fines de semana y Jess les platicaba feliz sobre lo que estaba aprendiendo en sus cursos de Diseño Comercial en línea. La noche se la llevó Arthur, al contar anécdotas de sus tiempos de explorador y de cómo había conocido a Ofelia como hippie nómada.

—¡Me dejó impactado! —exclamó acercándose más a Ofelia, pasándole el brazo por los hombros y atrayéndola hacia su cuerpo—. Iba en mis propios asuntos manejando por un camino de la selva colombiana en busca de una comunidad indígena que me permitiría documentar el ritual de mascar hojas de coca cuando, de pronto, en medio del camino, apareció esta mujer de rubia melena, cual valquiria, vestida con una larga falda azul de algodón, sandalias de cuero y… en toples.

Nadie pudo evitar la risa, incluso Derek, que en ese momento daba un trago a su refresco, por lo que terminó escupiéndolo y rociándome toda. Grité en protesta sin dejar de reír.

—Tenía calor —dijo Ofelia como justificación, sin el más mínimo rastro de vergüenza—. El maldito auto se había estropeado, ninguno de mis acompañantes sabía un nabo acerca de mecánica, estábamos varados en medio de la selva y la humedad estaba asfixiándome. Además, mis senos eran bonitos…

—Lo siguen siendo, linda —dijo Arthur con galantería y Ofelia lo besó en la mejilla en respuesta.

—Creían que estábamos locos. Nos casamos dos semanas después de ese encuentro.

—Y a partir de entonces no nos hemos separado ni un solo día —dijo Ofelia, peinando el cabello de su esposo, que se había alborotado por una ligera ráfaga de viento, y besándolo nuevamente, esta vez en los labios. Jess suspiró, Derek hizo un cómico gesto de disgusto y yo los observé con ternura, añorando poder encontrar un amor como ese algún día.

«Lo encontraste, pero lo dejaste ir, por cobarde».

De nuevo, mi conciencia, siendo una perra, trajo los recuerdos que no quería desenterrar. Me obligué a volver al presente y a enfocarme en la plática de los demás para no dar paso a la melancolía.

Avanzada la noche, mi abuelo tocó el tema de la celebración de mi cumpleaños dentro de algunos días. Nuevamente, no tuve corazón para negarme y acepté, poniendo una sonrisa de júbilo en el arrugado rostro de mis abuelos. La única condición que puse fue que nos olvidáramos de la recolecta de las hierbas mágicas y que nada de invitados fuera de los que conformábamos la cena actual. Entrada la noche y con el hambre saciada, levantamos todo para entrar a la casa, pues los mosquitos comenzaban a hacer de las suyas.

Ya que la reapertura del bistró no sería hasta el lunes y que ni Jess ni yo teníamos pendientes al día siguiente, nos quedamos a dormir para no incomodar a Derek llevándonos de vuelta a la ciudad. Me despedí de todos adelantándome a entrar en la casa. Subí directamente a mi antigua habitación. Al entrar, un sentimiento nostálgico me recorrió. No pude evitarlo. Todo seguía igual como aquel día que decidí dejar de creer en los cuentos de hadas, madurar y largarme para, por una vez, hacer algo bueno con mi vida. Después de ducharme busqué algo de ropa en los cajones y una camiseta saltó a la vista. Tenía estampada una imagen en blanco y negro de Louis Armstrong con su trompeta. Era su camiseta. Los recuerdos volvieron a sacudirme, provocándome unas terribles ganas de llorar. En contra de mi buen raciocinio, me la puse, aspirando su ligera esencia a jengibre, que seguía intacta a pesar del paso del tiempo, y me acosté en la mullida cama matrimonial.

Rezando porque Abigail me dejara en paz esa noche, la tranquilidad del sueño comenzó a invadirme. Y habría apreciado más ese sentimiento si hubiera sabido que esa sería la última noche que tendría una paz como aquella antes de que los ecos del pasado se hicieran presentes nuevamente en mi vida…

 

 

Todo a mi alrededor era oscuridad total. Sentada en medio de esa habitación sin rastro de luz, la falta de visión potenciaba mi sentido del oído, percibiendo así el sonido de mi respiración, mis pulsaciones y la sangre circulando por mis venas. El miedo me invadió junto con el sentimiento de abandono. ¿Dónde estaba mi abuela? ¿Mi abuelo? ¿Por qué no iban a por mí? ¿Por qué me habían abandonado? Me acurruqué, abrazándome las piernas mientras comenzaba a sollozar, cuando una voz me llamó. Una luz tenue destelló a lo lejos y se acercaba poco a poco hasta que pude percibir que se trataba de una mujer. El destello provenía de unos cabellos rubios que reconocí.

—¡Abuela! —grité, al tiempo que levantaba mi cuerpo infantil del suelo y corría en dirección hacia la mujer, abrazándola de la cintura. La mujer me abrazó y acarició mi cabello, haciéndome levantar la cabeza. Esa mujer no era mi abuela. Era mi madre.

—¿Mami? ¡Mami!

Agatha me sonrió con gesto amable y se arrodilló para ponerse a mi altura.

—Cariño, no tengas miedo, todo va a ir bien. Pero tienes que dejar de huir, amor. —Mirándome con gentileza, Agatha me atrajo suavemente, tomando mis pequeñas manos entre las suyas—. Sé que tienes miedo, pero no te preocupes, todo irá bien. Yo te cuidaré. Siempre estaré contigo todos los días de tu vida.

Me dejé envolver en su abrazo y, poco a poco, la luz fue desvaneciéndose, hundiéndome otra vez en la oscuridad…

 

 

Desperté justo antes de que sonara la alarma en mi teléfono. Toqué mi rostro, tenía las mejillas húmedas, y de pronto recordé el sueño. Era la primera vez que soñaba con mi madre desde hacía años, lo que obviamente no me hacía gritar de terror, pero me dejó una opresión en el pecho.

«Avante, Litha, avante»,me repetía a mí misma cada vez que la melancolía tocaba a mi puerta. Después de ducharme y vestirme con rapidez, bajé al bistró.

La reinauguración después de la remodelación fue todo un éxito. El bistró recibió críticas muy buenas sobre los nuevos productos, incluso apareceríamos en las noticias locales. Sin embargo, estuve a punto de tirar todo por la borda por culpa de mi ostracismo y mi renuencia a ser fotografiada.

Verás, Derek y Jess se estaban encargando de lo promocional, contestando a las preguntas del reportero del noticiero local; yo, como buena huraña, sentía aversión por cualquier evento público que me pusiera bajo el reflector, por lo que me mantuve al margen interactuando al mínimo y contestando con monosílabos, hasta que el camarógrafo tocó el tema de mi heterocromía. A pesar de que le pedí que solo tomara imágenes del local o de los productos, insistía en grabarme porque, según él, yo tenía y cito: «Unos ojos muy curiosos que servirían para la publicidad». Me negué, lanzándole una de mis serias miradas fijas, haciéndolo titubear. Cuando me dijo que por lo menos me dejara tomar una fotografía, su persistencia me irritó.

—No quiero que me roben el alma —respondí de tajo.

El camarógrafo y el reportero me miraron con gesto de no saber qué diablos significaba eso. Sin molestarme en sacarlos de la duda, di media vuelta y desaparecí en la cocina, dejándolos con un palmo de narices. Sabía que estarían mirándome como si estuviera loca, pero no me importó.

Llené un vaso con agua del grifo, mi mano temblorosa mientras me la llevaba a los labios. Esa frase hacía alusión directa al pasado y la había dicho sin pensar. Su voz se materializó en el recuerdo, resonando en mi cabeza: «Los daguerrotipos fueron los prototipos de las cámaras fotográficas actuales. La gente les tenía pavor porque su imagen quedaba plasmada en una placa metálica. Imagina su terror, les estaban robando el alma…».

Resoplé tratando de controlar la opresión en mi pecho y los temblores de mis manos. Solo pensar en su recuerdo me ponía los nervios de punta. Miré detrás de mí, hacia donde se encontraban Derek y Jess atendiendo a los comensales que habían asistido a la inauguración, y no hice más que agradecer al universo por tenerlos conmigo durante mis ataques de pánico. Por mi bien y por el bien del negocio.

Tres días después de la reinauguración, todo volvió a la normalidad. Justo a las ocho de la mañana llegó Derek, somnoliento y taciturno, junto con Jess, fresca como una lechuga, siempre irradiando alegría sin importar la hora, inundando todo el lugar con su energía. «Son como un búho y una alondra», pensé al verlos juntos.

Derek se encargaba de la cobranza y los encargos a domicilio y Jess fungía como mesera. Su carisma era tal que los comensales terminaban consumiendo más de lo que inicialmente tenían pensado consumir. Cuando no ayudaba a Jess con las mesas, yo pasaba la mayor parte del tiempo en la cocina, específicamente haciendo el menú del día, repostería fina y algún que otro aperitivo gourmet para acompañar las bebidas. A las diez y media de la mañana dábamos comienzo a las labores, coincidiendo estratégicamente con la hora del almuerzo de los oficinistas, que eran nuestros mejores clientes por las mañanas. Una de ellas, siempre puntual, hacia su entrada triunfal justo a las diez y treinta y cinco minutos.

—¡Mis amores! Heme aquí nuevamente —retumbó en el lugar la voz estruendosa de la exuberante mulata plus size que entraba a la cafetería contoneándose con su propio ritmo, seguida por dos mujeres vestidas con trajes de oficina mucho más discretos y anodinos que el vestido floreado entalladísimo que llevaba Monique, la cliente número uno de Dharma.

—¿Lo mismo de siempre, Monique? —preguntó Jess con una sonrisa.

—No, mi cielo, esta vez vengo a probar el strudel de manzana con crema batida que publicaron ayer. —Frotó sus manos una contra la otra, mientras acomodaba su voluminoso y curvilíneo cuerpo en una de las mesas del centro con los asientos amplios y empotrados a la pared. Una silla regular habría sido muy incómoda para su gran trasero. Su lema era: «Nada Light, cariño».Y a falta de otro término, era nuestra mejor crítica culinaria que le daba el visto bueno a todos nuestros productos, y su opinión y reseñas en nuestras redes sociales eran muy importantes para el negocio al atraer nuevos comensales. Por esa razón, en agradecimiento por todo su apoyo y su consumo, ya que se casaría en unos días, me había ofrecido a regalarle el snack bar de su formal y mesurada despedida de soltera para disfrute de su madre y sus tías, sus invitadas más conservadoras. Sin embargo, al caer la noche, Monique tenía planeado como after party un tour salvaje por varios clubes nocturnos con sus damas y sus invitadas más jóvenes, incluyéndonos a Jess y a mí. Aun cuando pude librarme de la fiesta poniendo como excusa que no podíamos dejar la cafetería con Derek solo a cargo, no pude librarme del tour salvaje de la noche siguiente.

—Litha, corazón, ¿podrías considerar dentro de los bocadillos del snack bar