El milagro del amor - La última mujer - Liz Fielding - E-Book
SONDERANGEBOT

El milagro del amor - La última mujer E-Book

Liz Fielding

0,0
4,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 4,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

El milagro del amor A Matilda Lang la aterró darse cuenta de que se estaba enamorando del banquero neoyorquino Sebastian Wolseley. Hacía tres años que un accidente la había dejado en silla de ruedas y Sebastian era el hombre perfecto para romperle el corazón. Sebastian era compasivo, sexy y, lo más importante, la trataba como si fuera una mujer deseable. Pero haría falta un milagro para que Matty pusiera en peligro su corazón después de todo lo que había pasado. La última mujer Claire Thackeray: madre soltera y columnista de cotilleos a la espera de una exclusiva sobre el guapísimo multimillonario Hal North, el chico por el que estaba loca durante su adolescencia. Su gran temor: los hombres guapos que le aceleraban el corazón. Hal North: chico malo convertido en millonario, de vuelta en el pueblo que lo vio nacer como el nuevo propietario de la finca Cranbrook Park y decidido a dejar atrás su turbulento pasado. Su gran temor: las periodistas, especialmente las guapas, como su nueva vecina e inquilina, Claire Thackeray.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 352

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 494 - enero 2020

 

© 2005 Liz Fielding

El milagro del amor

Título original: The Marriage Miracle

 

© 2012 Liz Fielding

La última mujer

Título original: The Last Woman He’d Ever Date

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2006 y 2012

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiale s, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-879-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

El milagro del amor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

La última mujer

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

FUNERALES y bodas. Sebastian Wolseley los odiaba por igual. Al menos el primero lo había salvado de asistir a la parte más tediosa de la segunda. Y además, le proporcionaba una buena excusa para marcharse una vez cumplido su deber con uno de sus antiguos amigos.

Mientras contemplaba con pesadumbre la copa casi intacta que sostenía en la mano, pensó que lo último que le apetecía era participar en un festejo.

–Estás pensando en que te atreverías con algo más fuerte, ¿verdad?

Sólo en ese momento fue consciente de la presencia de la mujer que lo había arrancado de sus pensamientos.

Era la única ocupante de una mesa en la terraza, todavía con los restos de un exquisito bufé. La única que no se encontraba en la pista de baile en el jardín, bajo el toldo. Por su mirada directa e imperturbable, Sebastian tuvo la inquietante sensación de que hacía rato que lo observaba.

No era el tipo de mujer que llamara la atención. Su colorido era indefinido, pardusco. Era demasiado delgada para ser hermosa, y su técnica para ligar, demasiado trillada como para atraer su interés. Sin embargo, sus rasgos eran marcados y sus ojos brillaban de inteligencia; y fue algo más que la cortesía lo que le impidió dejar el vaso y marcharse de allí.

–¿Y después de tu número le regalas al público un baile de claqué?

Ella alzó las cejas, sin sonreír.

–¿Bailar? –preguntó con seriedad.

–¿No actúas en un cabaret? Entonces, tal vez tu número consista en adivinar los pensamientos del público.

Al notar el mordiente sarcasmo de sus palabras, Sebastian se culpó por no haberse marchado antes. No tenía por qué dejar caer su mal humor sobre los inocentes invitados que andaban por ahí. O que permanecían sentados, como ella.

–No se necesita ser adivina para darse cuenta de que no estás disfrutando de esta velada «hasta-que-la-muerte-nos-separe» –la mujer devolvió el golpe sin alterarse, pero sin sonreír–. Has estado tanto rato con ese vaso en la mano que seguramente su contenido ya se ha calentado. De hecho, me atrevería a pensar que te sentirías más a gusto en un velatorio que celebrando la bendición de una boda.

–Definitivamente adivinas los pensamientos –observó al tiempo que colocaba el vaso en la mesa de ella–. Aunque tengo la sensación de que el velatorio que acabo de dejar hará que esta fiesta parezca bastante más sosegada.

Y entonces se sintió verdaderamente culpable.

Primero, había sido grosero con la mujer, y al ver que permanecía inmutable, intentó molestarla, sin el menor éxito al parecer. Ella se limitó a ladear ligeramente la cabeza, un gesto semejante al de un pájaro curioso.

–¿Era un familiar? –inquirió con naturalidad, evitando el típico tono reverente en circunstancias tan penosas.

Esa naturalidad fue como un extraño respiro a la locura que se había apoderado de su vida durante la última semana, y por primera vez sintió que desaparecía parte de su tensión.

–Sí, mi loco y malvado tío George, un primo lejano realmente, aunque mucho mayor que yo.

Ella apoyó la barbilla en las manos, con los codos sobre la mesa.

–¿De qué modo era loco y malvado?

–Del mismo modo en que lo era su homónimo, lord Byron.

–Comprendo.

Incluso a la tenue luz del atardecer de un día de verano, con una cuantas velas encendidas en la mesa redonda, y el reflejo de la iluminación que habían puesto en los árboles, su rostro no era suave ni poseía una belleza convencional, pero la fina piel cubría unos huesos elegantes. Sebastian concluyó que la fuerza que emanaba de ella provenía de su interior. No, no estaba coqueteando con él. Sólo mostraba interés.

–Loco, malvado y peligroso. Una tentación para mujeres estúpidas. Así que, ¿el bullicioso funeral fue una expresión de alivio o la celebración de una vida vivida en plenitud? –preguntó, con la mayor seriedad.

Sebastian se dio cuenta de que, aunque lo hubiera deseado, ya era demasiado tarde para marcharse, así que optó por sentarse frente a ella.

–Eso depende del punto de vista de cada cual. La familia se inclinó por lo primero y los amigos por lo último.

–¿Y tú?

–Todavía no lo tengo claro pero, ¿cuántas personas, conscientes de su inminente final, se tomarían la molestia de disponer un funeral a lo grande para alegría de los amigos y escándalo de la familia? Como te digo, un suceso que dará que hablar durante años.

–A mí me parece muy bien.

–Tío George dejó instrucciones para que todo el mundo se divirtiera. En el velatorio no se sirvió más que excelente champán, salmón ahumado y caviar. Unas instrucciones que sus amigos se están tomando muy a pecho.

–¿Y por qué tú no? Eso es maravilloso.

–Quizá porque llevo luto por mi propia vida –comentó. Ella esperó. Era la perfecta interlocutora, consciente de su necesidad de hablar, aunque fuera con una desconocida como ella–. Verás, metafóricamente hablando, me han encargado poner todo en orden cuando se acabe la fiesta.

–¿De veras? ¿Eres abogado?

–No, banquero.

–Han hecho una elección acertada.

–No, si uno es el banquero en cuestión.

Ella hizo una mueca.

–Evidentemente se trata de algo más que pagar unas cuantas cajas de champán.

–Me temo que sí. Pero tienes razón, es de mala educación traer mis problemas a una boda. A decir verdad, mis intenciones eran hacer acto de presencia y brindar con la feliz pareja. Y como eso ya está hecho, debería llamar un taxi.

Pero no se movió.

–¿Crees que un whisky podría contribuir a aplacar tus fantasmas?

En ese momento, Sebastian concluyó que no había nada pardusco en sus ojos. Eran de un raro color, más ámbar que marrones, bordeados de espesas pestañas, y su boca era amplia, de labios abultados.

–Podría ser, sólo si bebes tú también –dijo al tiempo que miraba hacia el sector entoldado, y de inmediato deseó haberse callado la boca. Lo último que deseaba era abrirse paso entre los alegres invitados para llegar al bar.

–No hace falta que libres una batalla entre la horda de bailarines. Cruzando ese ventanal encontrarás un frasco en la mesa junto al sofá –dijo mientras señalaba hacia la casa.

–¿No sería abusar de la hospitalidad de nuestro anfitrión? –preguntó mirándola con más detenimiento, y se sintió vagamente sorprendido al ver que ella sonreía.

–No pondrá objeciones. En este caso, la hospitalidad corre por mi cuenta. Vivo ahí, en el apartamento del jardín –dijo al tiempo que le tendía la mano–. Soy Matty Lang, prima de la novia y su madrina de boda.

–Sebastian Wolseley –saludó al tiempo que le estrechaba la mano que, aunque pequeña, respondió con firmeza.

–¿El pez gordo de la banca de Nueva York? Me preguntaba cómo serías cuando escribí las invitaciones.

–¿Tú las hiciste? –preguntó en tanto recordaba la exquisita escritura en letra caligrafiada que adornaba la tarjeta de invitación a la boda de Francesca y Guy Dymoke y la recepción que celebrarían en el jardín de la casa–. ¿No es tarea de la novia escribir las invitaciones?

–No tengo ni idea, pero la novia estaba muy atareada en esos días sufriendo todas las molestias de un parto.

–Ésa sí que es una excusa legítima. Hiciste un hermoso trabajo. Espero que te lo haya agradecido debidamente.

–La gratitud no cuenta aquí. ¿Eres amigo de Guy? ¿O ésta es una visita obligada para paliar un pésimo día?

–Nunca he dicho que sea una visita obligada. Dije que no era mi intención quedarme demasiado tiempo. Y en cuanto a la primera pregunta, somos amigos desde los tiempos de la universidad en que compartimos nuestro mutuo interés por la cerveza y las mujeres –afirmó, y de inmediato decidió no seguir por ahí–. Pero no nos veíamos desde hace años. Yo vivo en Nueva York, y Guy nunca permanecía estable en un lugar el tiempo suficiente como para alcanzar a saludarlo.

–Te aseguro que últimamente está muy hogareño.

–Basta mirar a su mujer para comprender la razón.

–Cuando escribí tu invitación le pregunté a Guy cómo eras y ni siquiera supo decirme cuál era el color de tus ojos.

–Bueno, para ser sincero yo tampoco sabría decirte cuál es el color de los suyos. Como te decía, hace mucho tiempo que no hemos coincidido en el mismo país.

–Su excusa fue que había dejado de mirarte a los ojos para concentrar la atención en las incontables mujeres que siempre te rodeaban. Aunque, si lo hubiera hecho, creo que bien podría comprender su dificultad.

–¿Por qué mis ojos son difíciles?

–No son difíciles, son cambiantes. A primera vista habría dicho que eran grises. Pero ahora no estoy tan segura. Bueno, ¿una copa? Por favor, añade un poco de agua mineral a la mía.

–¿Y qué pasó con el padrino de bodas?

–¿Podrás creer que está casado? Con una pelirroja sensacional. ¿De qué sirve un padrino que no está disponible para satisfacer los caprichos de la madrina? No puedo creer que un hombre tan listo como Guy haya hecho tan mala elección.

–¡Espantoso! –exclamó, no del todo seguro de que ella estuviera bromeando. En ese momento, Sebastian cambió de opinión. La mujer sí que estaba coqueteando con él, pero no lo hacía como el resto de las féminas. No sonreía ni batía las pestañas. No sabía exactamente qué hacía, pero había logrado captar toda su atención–. Ahora sí que voy a buscar esas copas. A menos que me ofrezca como sustituto.

–¿Del padrino de bodas?

–Sí, ya que te dejó plantada –dijo mientras recordaba que Guy se lo había pedido, pero él no pudo asegurarle que llegaría a tiempo a Londres.

–Señor Wolseley, ¿intenta sugerir que podríamos desaparecer entre los arbustos y hacer el tonto un rato? –inquirió mirándolo con fijeza y una mueca de su boca generosa.

–Bueno, la verdad es que no me gusta precipitarme, señorita Lang. Antes de quitarle la ropa, debo conocer a la chica. Y prefiero hacerlo en un ambiente cómodo.

–Pero eso no es divertido.

–Bueno, tampoco tengo que conocerla demasiado. ¿Una cena, un par de invitaciones a bailar, tal vez? Cuando ese obstáculo queda salvado y se llega a una mayor intimidad, me siento perfectamente dispuesto a dejarme llevar por el mal camino.

–Pero en un ambiente confortable.

–Me gusta tomarme mi tiempo.

–¿Te gusta bailar? –preguntó con una sonrisa que a él le alegró el día.

Sebastian tuvo la impresión que de alguna manera lo estaba sometiendo a un examen.

–Sí. Pero si tienes hambre podemos dejarlo e ir directamente a cenar.

–¿Y lo haces bien?

–¿Bailar?

–De eso estábamos hablando. Y sin falsas modestias, por favor. ¿Qué me dices de un tango?

–No puedo asegurarte que no vaya a darte un pisotón. Pero ponme una rosa de tallo largo entre los dientes y estoy dispuesto a intentarlo.

Matty rió de buena gana.

–Creo que es la mejor oferta que he recibido en mucho tiempo, pero no te asustes. Nada me va a sacar de esta silla durante el resto de la velada.

–Estás cansada. ¿Es muy duro el papel de madrina de una boda?

–No sabes cuánto. La organización de la fiesta no fue fácil y tuve que asegurarme de que la novia estuviera perfecta en su gran día.

Sebastian siguió su mirada hacia la pareja de novios que, tomados del brazo, conversaba con unos amigos.

–Hiciste un trabajo estupendo. Guy es un tipo con suerte.

–La merece. Y Fran lo merece a él.

–¿Estáis muy unidas?

–Somos más hermanas que primas. Ambas somos hijas únicas de matrimonios mal avenidos.

–Si tuvieras una familia como la mía, pensarías que lo tuyo no fue tan malo, créeme. Bueno, iré a buscar ese whisky.

 

 

Matty no apartó los ojos de la figura de Sebastian Wolseley mientras se alejaba. Alto, de anchos hombros, con un cabello oscuro cuidadosamente cortado y ligeramente alborotado por la brisa, sin duda tendría que ser el sueño de cualquier mujer. Y el color de sus ojos al sonreír pasaba de un gris pizarra a un verde profundo, como el mar iluminado por el sol.

Era un placer contemplarlo y ella lo había estado observando desde que había llegado con retraso a la recepción. También notó la calidez con que Guy lo había saludado. Sin embargo, aunque su cuerpo se encontraba allí, su espíritu vagaba por otros lados.

–Matty… –llamó una voz infantil. Toby, el hijo de tres años de su prima, se escurrió entre ella y la mesa redonda llevándose parte del mantel–. Escóndeme.

–¿De qué?

–De Connie. Dice que tengo que irme a la cama.

–¿Lo has pasado bien?

–Sí –murmuró con un bostezo.

Al ver que estaba medio dormido, Matty lo acomodó en sus rodillas con la esperanza de ver a Connie, el ama de llaves de Fran.

–Verás, hiciste un buen trabajo en la ceremonia al cuidar de los anillos. Estoy muy orgullosa de ti.

El niño se acurrucó contra su cuerpo.

–Y no se me cayeron.

–No –contestó mientras lo abrazaba, pensando que desde la llegada de su hermanito, Toby había dejado de ser el centro de atención y entonces se había acercado más a ella.

 

 

Sebastian subió por una rampa baja hasta llegar a una acogedora sala, suavemente iluminada por una sola lámpara. A la izquierda había un tablero de dibujo y un ordenador; en suma, un pequeño estudio junto a una ventana con vistas al jardín que cubría toda la pared.

¿Matty Lang era artista? Sin embargo, ni en el tablero ni en las paredes adornadas con unos tejidos artesanales había nada que pudiera darle una pista.

Aunque había algo desconcertante en la distribución de los muebles, pero en ese momento carecía de agudeza mental para descubrir de qué se trataba. Después de todo, estaba bajo los efectos del desfase horario tras el vuelo intercontinental y con el agobio de un exceso de desaprobación familiar durante el funeral.

No cabía duda de que mezclar whisky con la única copa de champán que había bebido en honor a la memoria de su tío no era lo más sensato, pero no sería la primera vez que hacía una tontería.

A su derecha había un gran sofá orientado hacia el jardín y flanqueado por dos mesas, una llena de libros y la otra con los mandos de un pequeño televisor y un equipo de música.

Sebastian resistió la tentación de acomodarse en el sofá con los ojos cerrados en ese ambiente tan acogedor. Así que vertió una pequeña cantidad de whisky en cada vaso y fue a la cocina en busca de agua mineral, que añadió a las bebidas antes de salir al jardín.

De inmediato, percibió lo que debería haber notado desde el principio si no hubiera estado tan ensimismado en sus propios problemas. La rampa, en lugar de una escalera, debió haberlo alertado.

La razón por la que Matty Lang no bailaba no tenía nada que ver con el cansancio de sus obligaciones como madrina de la novia.

La razón era que estaba sujeta a una silla de ruedas. Y el mantel que se había corrido de la mesa, había ocultado las ruedas de la vista de cualquier observador.

Sebastian vaciló un instante, muy confundido al recordar que le había preguntado si bailaba claqué. También había disfrutado del sentido del humor de la mujer, que indicaba una carencia total de autocompasión.

Matty alzó la vista y lo sorprendió observándola. Entonces se limitó a hacer un pequeño gesto con la boca, como reconociendo la verdad de su condición.

–Tal vez no deberías beber. No quisiera que te multaran por exceso de alcohol, especialmente si vas con un pasajero a bordo –dijo cuando llegó junto a ella al tiempo que le tendía la copa.

Tras beber un sorbo, Matty se la devolvió.

–¿Quieres dejarla sobre la mesa, por favor? ¿Conoces a Toby?

–No, no he tenido el placer –dijo arrodillándose tras dejar las copas en la mesa–. Aunque he oído hablar mucho de ti. Encantado de conocerte –dijo al tiempo que le tendía la mano–. Soy Sebastian.

El niño se la estrechó con formalidad.

–Yo me llamo Toby Dymoke. Tengo el mismo nombre de mi padre y también el mismo apellido de mi nuevo papá. ¿Sabes?, ellos son hermanos. Y yo también tengo una hermana.

–¿De veras? Yo tengo tres hermanas, aunque ya no son pequeñas. Las tres son mayores que yo y me hicieron pasar muchos malos ratos.

Cuando Toby se escurrió de la falda de Matty para alejarse rápidamente hacia el jardín, se produjo un silencio.

–¿Tres hermanas? ¿Y te hicieron pasar malos ratos? –repitió Matty, finalmente.

–Hasta el día de hoy. Deberías haberlas visto en el funeral de George. Sólo porque soy su albacea testamentario me culparon por esa «comedia de absoluto mal gusto». Lo digo literalmente. Y además porque no había jerez.

Matty intentó ocultar la risa, aunque sin éxito.

–Lo siento, la situación no es para reírse. ¿Y tus padres?

–Bueno, recuerdo que mi madre bebió su copa de champán con cara de tragedia y mi padre se limitó a carraspear antes de decir que aquello era un despropósito.

–Así que tus hermanas fueron una molestia y tú el hermano perfecto. ¿Nunca pusiste huevas de rana en su crema para la cara?

–¿Huevas de rana?

–Olvida lo que he dicho. Eso es para las madrastras malvadas.

–¿Le hiciste eso a tu madrastra?

–Le hice de todo. No soy una chica buena.

–Eso depende de las razones que te incitaron a ello.

–Mi padre se casó con ella, pobre mujer. Y con eso es suficiente. Ya te lo he dicho, no soy buena.

Él movió la cabeza de un lado a otro.

–No pensaba en tu carácter. Pensaba en que si pudiste pescar unas ranas es que no siempre has estado en una silla de ruedas.

–¿Crees que eso habría podido detenerme? Se lo hubiera pedido a otra persona.

–¿A Fran, por ejemplo?

–No le habría podido decir para qué quería las ranas. Ella es mucho más simpática y amable que yo. Pero no fue necesario. La silla de ruedas se ha transformado en parte de mi vida desde que me estrellé contra una pared a causa de mi imprudencia, excesiva velocidad, falta de atención y una capa de hielo invisible en la carretera.

En sus palabras no había autocompasión. Hablaba como si no le diera importancia al asunto, con una sonrisa que él adivinó como una defensa contra la simpatía no deseada.

–¿Desde hace cuánto tiempo?

–Tres años –informó. Durante un instante, Sebastian vislumbró algo de lo que esa sonrisa intentaba ocultar. No eran los tres años pasados, sino la vida que la esperaba en el futuro–. Pero no nos pongamos trágicos. Pudo haber sido mucho peor. Por lo demás, la parte baja de la espina dorsal no quedó totalmente dañada, así que al menos puedo utilizar el inodoro como cualquier persona normal –dijo entre risas.

–Sí, eso es una ventaja, aunque te verías en dificultades si fueras un hombre.

Ella estalló en carcajadas.

–Me gustas, pez gordo de la banca. La mayoría de las personas que se encuentran aquí, a esta hora ya habrían puesto pies en polvorosa.

–¿Por eso sometes a examen a los que se acercan a ti?

–Sólo a los paternalistas que hablan sobre mi cabeza. Los le que preguntan a Fran si me conviene tomar una copa, los que me hablan como si fuera sorda, en fin. Creo que la conversación es más relajante si se habla abierta y directamente.

–Mentirosa. Lo único que intentas es incomodarlos.

–¿Te sientes incómodo?

–¿Tú qué crees? Entonces, ¿qué me dices del sexo?

–¿Ahora? –preguntó como si él se lo hubiera propuesto–. Creí que eras un hombre que primero prefería conocer a una mujer –comentó, con sorna.

–Estoy abierto a la persuasión. Así que, ¿es un problema?

–Nada es un problema si algo se desea de verdad, Sebastian –manifestó, y al instante sonrió con la misma ironía de antes–. ¿Para qué seguir hablando sobre el tema si no sabes bailar un tango?

–Bueno, vamos a postergarlo hasta que decidas que valgo la pena como bailarín. Mientras tanto, llamaré un taxi e iremos a cenar a un sitio más tranquilo.

Sólo cuando sacó el móvil del bolsillo se le ocurrió pensar que ignoraba si ella podía manejarse en un taxi o si los restaurantes que conocía tenían una rampa de acceso. Mientras vacilaba, confrontado a una realidad totalmente nueva para él, Guy llegó en su rescate.

–Matty, Fran quiere que te acerques al toldo. Parece que hay una periodista babeando por echar una mirada al abecedario que hiciste para Toby.

–¿Qué? ¡Una periodista en la fiesta de su boda, por amor de Dios!

–Oye, no me culpes a mí. Sólo soy el mensajero.

Cuando Sebastian se dispuso a acompañarla, Guy lo detuvo poniéndole una mano en el hombro.

–Oh, no. Mi amada esposa tiene planes para ti también. ¿No te importa si me lo llevo un momento, Matty?

–Puedes quedarte con él, querido. He descuidado mis obligaciones demasiado tiempo –declaró al tiempo que extendía la mano en un claro gesto de despedida–. Ha sido un placer conocerte, Sebastian.

En lugar de estrecharla, él le sostuvo la mano.

–Creí que íbamos a cenar juntos.

–Gracias, pero ha sido un largo día. Tal vez la próxima vez que vengas a Londres –replicó al tiempo que liberaba la mano–. Mis recuerdos a Nueva York. Ah, y sé bueno con tus hermanas.

Y sin esperar respuesta, giró rápidamente la moderna silla de ruedas y se alejó por el sendero del jardín.

Sebastian no le quitó los ojos de encima hasta que la vio perderse entre la multitud y luego se volvió a Guy.

–Una mujer extraordinaria.

–Sí lo es. Si he interrumpido algo, lo siento.

–Ya oíste lo que dijo. Cenaremos la próxima vez que vuelva a Londres.

–¿No sabe que has venido para quedarte?

–No creo haberlo mencionado.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

¿HADAS del Bosque?

Sebastian cerró los ojos. Quizá todo fuera un mal sueño. Si se concentraba mucho, tal vez despertara en la zona color pastel de su apartamento de Nueva York. Pero no sucedió nada.

Cuando volvió a abrir los ojos, el despliegue de brillantes tarjetas de cumpleaños decoradas con motivos mágicos, como hadas del bosque, todavía estaban allí.

Una semana atrás, se encontraba en su oficina de Wall Street, con el destino de grandes corporaciones en sus manos. Y una sola llamada telefónica había cambiado su vida. Había pasado del sueño americano a la tontería británica.

Lo único que deseaba era que Matty Lang estuviera allí para que viera en qué se había convertido el «pez gordo de la banca de Nueva York». Estaba seguro de que ella habría disfrutado de la broma.

–Las Hadas del Bosque era nuestra línea de productos más rentable.

Blanche Appleby, secretaria de su tío George desde tiempos inmemoriales, vaciló un instante sin saber cómo dirigirse a ese hombre que le sacaba una cabeza y además era vicepresidente de un banco internacional.

–Todavía me llamo Sebastian, Blanche.

Ella se relajó un tanto.

–Hacía muchos años que no te llamaba así, Sebastian.

–Lo sé, pero no tienes que darme un tratamiento formal sólo porque he crecido y ahora soy más alto que tú. Todavía voy a necesitar que me eches una mano en esto. No sé nada acerca del negocio de tarjetas de felicitación.

No sabía nada y le importaba menos.

–¿Y los otros miembros del personal?

–Hablaré con ellos más tarde, cuando me haga una idea…

–No me refiero a eso. ¿Cómo quieres que te llamen?

Sebastian ocultó un gemido. La vida era mucho más sencilla en Estados Unidos. Allí simplemente era Sebastian Wolseley, un hombre que destacaba por lo que hacía y cómo lo hacía más que por el hecho de ser descendiente de la amante de un alegre monarca británico.

El título de vizconde Grafton era una cortesía de su padre. Cuando nació le había donado uno de los títulos que le sobraban y del que podría disfrutar a la espera del más importante. De todos modos, Sebastian se había asegurado de que nadie en Nueva York lo supiera.

El acoso a la aristocracia de rango menor era un cruel deporte al que los medios de comunicación británicos eran muy aficionados. Si se enteraban de su implicación en la empresa Coronet Cards se convertiría en el blanco de sus burlas. Mientras se burlaran del vizconde bien podría ser que los socios de Nueva York no lo relacionaran con él.

En todo caso, unas cuantas burlas valdrían la pena si eso significaba que nadie en esa ciudad se enteraría de que había suspendido temporalmente su brillante carrera en el banco para rescatar a las Hadas del Bosque del desastre fiscal.

–¿Cómo se dirigían a George en la empresa?

–Como señor George, todos menos los miembros más antiguos del personal.

–Por ahora preferiría que me llamaran Sebastian –dijo él.

–¿Todo el mundo?

–Sí.

–Bueno, si es eso lo quieres…

–Eso es lo que quiero –aseguró al tiempo que indicaba el despliegue de tarjetas de cumpleaños, platos de papel, servilletas y globos desparramados sobre la mesa de conferencias situada en un extremo del despacho–. ¿Y dices que este montón de cosas era la línea más rentable de Coronet? –preguntó, intentando ocultar su incredulidad.

–¿Nunca has visto el programa de televisión? –preguntó, sorprendida.

–No lo creo.

–Claro, seguramente no lo transmiten en la televisión estadounidense. Los personajes de las Hadas del Bosque fueron muy populares aquí, por eso George compró una licencia por un plazo de veinticinco años con el fin de utilizar los personajes en tarjetas y artículos para fiestas infantiles.

–¿Has dicho veinticinco años?

–Las Hadas del Bosque han sido muy populares entre los niños de tres a seis años.

–¿Y cuánto pagó la empresa por la licencia?

–Fue un buen negocio –respondió ella, a la defensiva–. Esa línea de productos fue el principal sostén de la empresa durante muchos años.

–¿Fue?

–Las ventas han disminuido desde que la televisión ya no emite el programa.

 

 

Distraída por un sentimiento de frustración, Matty renunció a continuar con su trabajo. Toda la mañana había estado intentando no pensar en Sebastian Wolseley, en los sensuales pliegues que se le formaban junto a los ojos cuando sonreía, en el modo en que éstos cambiaban de color.

Seguramente, a esa hora todavía estaría durmiendo en Nueva York. Lo visualizó con la cara contra la almohada y las largas piernas despatarradas en la cama de uno de esos amplios apartamentos con grandes ventanales del suelo al techo que dejaban pasar la luz a raudales.

Matty sonrió al recordar que pocas personas eran capaces de enfrentarse a una silla de ruedas sin sentirse incómodas, pero él había superado la prueba con un sobresaliente.

La periodista tan ansiosa por entrevistarla, sin poder ocultar su incomodidad, se había marchado cuanto antes prometiéndole una llamada telefónica. Y tal vez lo haría. «Valerosa mujer atada a una silla de ruedas se dedica a ilustrar hermosos libros…». Era una historia más atractiva que escribir sobre una fémina sana dedicada al mismo oficio.

Matty recordó que, durante unos minutos, Sebastian le habló como si no fuera una inválida, diciendo cosas que nadie habría soñado decir, incluso preguntándole si bailaba.

Y cuando se había dado cuenta de que el baile nunca formaría parte de su repertorio, no había cambiado de actitud, no se había dirigido a ella como si fuera una estúpida. Cenar con él habría sido un placer nada frecuente en su vida.

Sentada a una mesa iluminada con velas, podría haber fingido durante unas cuantas horas de arrebato que su exterior era igual al de cualquier mujer común y corriente. Con los mismos anhelos, con el mismo deseo de ser amada, de tener un hombre que la apoyara, que le hiciera el amor.

Matty cerró los ojos un instante negándose a admitir que no era y nunca sería como las demás mujeres. ¿Cómo se había atrevido Sebastian a bromear con ella, a hablarle como si pudiera levantarse de la silla y ponerse a bailar en cuanto le apeteciera?

Ya con los ojos abiertos, pensó que no era justo culparlo. Lo había visto contemplar el fondo de la copa como si fuese un abismo y no había sido capaz de mantener la boca cerrada. Ella era la única culpable de sus noches de insomnio. Porque él ocupaba su mente desde que le había tomado la mano manteniéndola entre las suyas durante un instante demasiado largo.

Sin embargo, el lunes era un día laborable. No podía darse el lujo de entregarse a sus pensamientos cuando tenía fijada una estricta fecha tope para entregar el trabajo que le habían encargado. Así que eligió una pintura al pastel y se concentró en la ilustración que tenía ante ella.

–¡Vamos, Toby, puedes hacerlo!

Matty alzó la vista justo cuando Toby intentaba escalar una estructura de brillantes colores colocada en el jardín. Era demasiado alta para él, y el niño, muy frustrado, se esforzaba por llegar a la cumbre.

Matty se inclinó hacia delante, anhelando estar fuera para darle el empujón que necesitaba. Entonces dejó escapar su propia frustración en el papel que tenía ante sus ojos. Con unos cuantos trazos de color Hattie Hot Wheels, su otro yo, salía disparada de la silla de ruedas con los brazos abiertos, volaba hacia Toby y lo alzaba por los aires hasta subirlo a lo alto.

Otro triunfo de su superheroína cuyos poderes especiales le permitían convertir la impotencia en acción.

Entonces Fran, con una sonrisa de estímulo, ayudó a subir al pequeño sujetándole la espalda con una mano.

¿Para qué iba a necesitar Toby una superheroína cuando tenía una madre con dos buenos brazos y piernas?

–¡Matty! –gritó Toby haciendo señas con los brazos desde lo alto de la estructura–. ¡Mírame!

–¡Bravo, Toby! –respondió su madrina a voces desde la silla de ruedas.

Pero su sonrisa se esfumó al instante al ver la ilustración casi concluida que acababa de arruinar por culpa de su personaje dibujado en la parte superior del papel.

¿Vandalismo deliberado?

Había ilustrado decenas de historias para revistas femeninas y sabía desde el principio que ésa en particular le iba a resultar dura, pero ella era una profesional. La escena en cuestión representaba una amplia playa desierta con las siluetas de una pareja de amantes contra el sol poniente. Así se ganaba la vida y no podía rechazar los encargos sólo porque cargaran su memoria de recuerdos penosos.

–Ven con nosotros, Matty –la llamó Fran–. Mañana va a llover.

No era fácil resistirse a esa llamada de sirenas, pero cada minuto que pasaba junto a Toby era un recordatorio desgarrador de lo que había perdido en aquellos segundos que le arrebataron su futuro, incluida la maternidad. Y el bebé recién nacido, con toda la alegría que le proporcionaba, empeoraba las cosas.

Matty empezaba a sentirse atrapada al otro lado del cristal, como si fuera una espectadora de la vida que se le negaba. Si sólo pudiera permitirse una nueva existencia en una casa propia, lejos de Londres…

–¡Tal vez más tarde! –gritó a Fran justo antes de atender el teléfono, que había empezado a sonar–. Matty Lang –dijo, y por un instante sintió que se le paralizaba el corazón–. Hola, Sebastian Wolseley. Eres madrugador. ¿No es una hora intempestiva allá en Nueva York?

–Es cierto. Aunque aquí en Londres son casi las once de la mañana. Dijiste que cenarías conmigo cuando estuviera de vuelta, pero me preguntaba si podríamos cambiarlo por una comida. He reservado una mesa en Giovanni’s.

Era un restaurante tan famoso que ni siquiera tenía que molestarse en algo tan funcional como disponer de una dirección. Un tipo de local donde los ricos y famosos acudían para ser vistos y lucirse. Y casi eran las once.

Tenía dos horas para ducharse, cambiarse, encontrar un estacionamiento… ¡Y el peinado!

Además, nunca iba a ningún sitio sin antes examinarlo. Tenía que asegurarse de que habría una rampa para la silla de ruedas, que el tocador de señoras no estuviera en una primera planta. Incluso, si estaba en la planta baja, evitar quedarse atrapada en la puerta del lavabo.

De acuerdo, podía con todo eso; pero no lo haría.

–Dije que tal vez nos veríamos cuando volvieras. Pero no has ido a ninguna parte –le recordó.

–Al contrario, ayer fui a Sussex –afirmó, y ella visualizó el brillo de sus ojos y el leve pliegue en la comisura de la boca, que era el inicio de una sonrisa–. Una invitación forzosa a comer con la familia.

–¿Por qué será que se me hace difícil creer que obedezcas órdenes de nadie?

–Bueno, necesitaba pedir un coche.

–¿A tu familia le sobran los coches?

–Es uno viejo que sólo ocupa espacio en el garaje. Me habría gustado que me acompañaras.

–Me alegro de que no me hayas invitado.

–Tienes razón. Es un aburrimiento. Bueno, como ves, he estado en alguna parte y ahora he vuelto.

–Bien sabes que no me refería a eso.

–No recuerdo que hayas estipulado un lugar preciso. ¿Es que Sussex no cuenta?

Sí que contaba. Ése era el problema, porque Matty deseaba comer con él. Ya había soñado con esa escena. Ambos estaban sentados a la mesa de un restaurante elegante y simulaban ser sólo dos personas que compartían una comida. Pero luego él se levantaría de la mesa y se marcharía andando.

Sí, un sueño del que había despertado.

–De veras que lo siento, Sebastian, pero debo entregar un trabajo que tiene fecha tope y casi se me ha agotado el tiempo. Temo que mi almuerzo se limitará a un bocadillo. Pero gracias por la invitación –Matty cortó la comunicación sin darle oportunidad para replicar.

 

 

Reclinado en el sillón de piel tras la mesa del despacho, Sebastian reconoció que podría haber manejado mejor las cosas. Giovanni’s había sido su primer error.

Realmente había deseado verla, conversar con ella, pero en lugar de decírselo había arrojado una invitación a comer en el restaurante más lujoso que se le ocurrió, a sabiendas de que pocas mujeres se resistían.

Pero ella no era como otras mujeres y él no le había dado oportunidad de decidir dónde le gustaría ir. Tampoco se le había ocurrido pensar que su vida estuviera tan ocupada como para no disponer de un momento para él.

Nada nuevo. Durante años había tratado a las mujeres de un modo casual, al estilo de «o lo tomas o lo dejas».

Las mujeres decentes habían optado por lo último cuando se daban cuenta de que no ofrecía nada más. Sólo las interesadas en acudir a restaurantes caros y mezclarse con gente famosa aceptaban sus invitaciones. Y no había estado mal. Cada uno conseguía lo que deseaba sin molestarse en disimular algo más que la más superficial de las relaciones.

Nada que fuera a interferir en lo único que realmente le importaba: su carrera.

–Sebastian, ¿has descolgado el teléfono? –preguntó Blanche al verlo con el auricular en la mano–. Oh, perdona, estás hablando.

Él alzó la vista.

–He terminado –dijo al tiempo que colocaba el auricular en su sitio–. ¿Qué deseabas?

–Nuestro cliente más importante quiere reunirse contigo. George solía invitarlo a comer y lo trataba muy bien.

–¿Y de qué hay que hablar?

–De la gama de artículos para el próximo año.

–¿Y tenemos algo? ¿Por qué no lo he visto?

El modo en que ella se encogió de hombros fue muy elocuente.

–Al final de su vida George no prestaba demasiada atención a sus negocios –explicó al tiempo que se sentaba con cierta brusquedad en la silla frente a él–. Todavía no me puedo acostumbrar a su ausencia –balbuceó al tiempo que buscaba un pañuelo en el bolsillo.

–Lo siento, Blanche. Trabajaste mucho tiempo para él. Esto debe de ser duro para ti.

–Le tenía mucho afecto. Era un caballero –declaró con manifiesta emoción.

Sebastian se preguntó si sentiría el mismo afecto por él si se enteraba del agujero que había dejado en los fondos de pensiones. Deseó fervientemente que ella nunca tuviera que descubrirlo.

–No sabes cuánto agradecemos que la familia haya decidido mantener la empresa. Porque realmente nunca les entusiasmó, ¿no es así?

–Así es. Aunque la verdad es que tampoco se sentían exactamente entusiasmados con George.

George nunca había tenido necesidad de trabajar, pero nunca le había gustado el papel que le había tocado representar en la vida al nacer. No lo atraía ir de caza, ni la práctica de tiro, ni la pesca. Aparte de muchas otras cosas, ambos compartían esa falta de entusiasmo por los deportes favoritos de la aristocracia británica.

–Todos creímos que la compañía se iba a liquidar –continuó Blanche–. Y por supuesto que lo comprendimos. Los negocios no han prosperado en los últimos años. Eso habría significado una jubilación anticipada para todos nosotros. Pero, ¿qué diablos haría yo entonces?

–Comprendo.

Había cosas peores que una jubilación anticipada como, por ejemplo, no poder disfrutar de ella, pensó Sebastian. Pero si la empresa pudiera remontar hasta el punto de encontrar un comprador e invertir el dinero en una pensión vitalicia para los empleados, ella y todo el resto del personal nunca se verían en esa situación.

–No puedes imaginar el alivio que sentimos al enterarnos de que te harías cargo de la compañía.

–Sí, pero no podremos negociar hasta que hagamos algo respecto a la gama de productos para el próximo año. Así que, ¿por dónde empezamos?

–Ya es un poco tarde. El plazo de entrega de los pedidos…

–Blanche, si voy a pagarle a ese hombre una comida cara, me gustaría tener algo que venderle mientras él se sienta satisfecho. ¿De dónde salen los nuevos diseños? ¿Alguna vez George encargó a un artista un diseño conceptual que pudiera transformarse en un patrón para aplicar en una gama de productos?

–Últimamente no había hecho ningún encargo, pero George tenía muchos contactos. Siempre se las ingeniaba para salir con algo nuevo.

–Eso no me ayuda mucho.

–No, lo siento. Aunque podrías mirar en su bargueño –sugirió en tanto indicaba el mueble en un rincón del despacho–. A veces compraba cosas que pensaba que podrían ser útiles y las guardaba allí –dijo, otra vez con los ojos llenos de lágrimas.

–¿Por qué no vas a almorzar mientras yo busco entre sus cosas? –sugirió al tiempo que la tomaba de la mano y la guiaba a la puerta, incapaz de hacer nada más para mitigar su pena.

–Lo siento.

–No te preocupes, te comprendo.

Cuando la secretaria se hubo marchado, Sebastian se apoyó contra la puerta. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que también Blanche había estado enamorada de George. Y no le cabía duda de que el viejo pillo lo sabía y había sacado ventaja de la situación.

Entonces, se puso a revisar el contenido del bargueño sin el menor interés. Ni siquiera deseaba estar en ese país, pero era inútil postergar lo inevitable.

El primer cajón contenía una cantidad de antiguos dibujos botánicos, manchados y algo deteriorados en los bordes. Lo único favorable era que se trataba de ilustraciones cuyos derechos de reproducción habían caducado hacía uno o dos siglos atrás. El segundo cajón contenía una serie de personajes de canciones infantiles.

Después de hacer una revisión a fondo, llegó a la conclusión de que Coronet era una empresa en decadencia. Hacía unos tres años que funcionaba a ritmo lento.

Si le hubieran pedido su opinión, habría sugerido buscar un comprador preparado para hacerse cargo de la empresa a fin de añadir la marca comercial Coronet a la lista de sus posesiones. O liquidarla antes de que empezara arrojar pérdidas demasiado graves.

Por el momento no tenía abierta ninguna de esas posibilidades, así que no le quedaba más alternativa que cambiar la política de la empresa.

 

 

–¿Te encuentras bien?

Matty alzó la vista de su segundo intento por dibujar la escena de la playa y descubrió a Fran en el umbral de la puerta con el bebé en un hombro y una mirada de preocupación.

–Muy bien –mintió–. O lo estaría si pudiera recordar cómo es una playa para poder pintarla.

–¿Por qué no vamos todos a la costa mañana y así refrescas la memoria?

–Creí oírte decir que mañana llovería.

–Eso fue cuando intentaba hacerte salir al jardín. Estás un poco pálida. Te esforzaste mucho para hacer de la celebración un día especial. Me parece que fue demasiado.

–¡Tonterías! Deberías estar en alguna parte disfrutando de tu luna de miel, señora Dymoke, en lugar de preocuparte por mí.

–Bien sabes que hemos estado casados casi un año antes de planear la recepción. A este paso nos habremos jubilado del amor antes de poder ir de luna de miel.

–Deberías sacar tiempo para disfrutar de unas vacaciones con Guy, Fran.