El mundo de los demonios - Sally Green - E-Book

El mundo de los demonios E-Book

Sally Green

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Beschreibung

Engaño. Miedo. Lealtad. Libertad. Amor. ¿Qué te trae al mundo de los demonios? Después de escapar por poco de la caída de Rossarb la princesa Catherine encabeza un grupo de supervivientes en las áridas tierras de la Meseta Norte. Con el ejército enemigo pisándole los talones Edyon y Marcio se separan del grupo mientras que Tash la joven cazadora de demonios lleva a Catherine y Ambrose a un insólito refugio: los túneles escondidos del mundo de los demonios. Pronto descubren que dichos túneles albergan sus propios peligros y mientras Tash se adentra en su interior con la esperanza de saber más sobre sus misteriosos habitantes Catherine y Ambrose deben regresar a la superficie para reanudar la guerra. Pero arriba el mundo está en crisis. El ejército del rey Aloysius ha capturado al príncipe Tzsayn de Pitoria y está preparado para invadir todo el reino. Si quiere tener alguna esperanza de desafiar la tiranía de su padre Catherine necesita formar su propio ejército pero cuando el peligro acecha a cada paso ¿cómo podrá distinguir quién es su aliado o su enemigo?   "Los ladrones de humo rebosa de magia oscura caos maravilloso acción vertiginosa y delicioso amor prohibido. ¡Quiero más!". Morgan Rhodes autora de "La caída de los reinos" "Un nuevo Juego de tronos para jóvenes que pone a prueba el poder frente al amor y la convicción frente a la convención". Booklist

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Para Indy

Es ilegal comprar, comerciar, adquirir, obtener por cualquier medio, inhalar, tragar o hacer uso de forma alguna del humo de demonio.

Leyes de Pitoria, V. 1, C. 43.1

TZSAYN

ROSSARB, PITORIA

El príncipe Tzsayn oteaba el horizonte desde los baluartes del castillo de Rossarb.

Abajo, la ciudad estaba sumida en la oscuridad, los techos eran un apiñamiento de tejas y chimeneas, y las murallas —custodiadas por centenares de sus mejores soldados—, una mancha difusa en la distancia. Pero aún más lejos, hacia el sur, el terreno se encontraba iluminado: el ejército invasor procedente de Brigant, con miles de hombres, avanzaba con sus antorchas encendidas.

—¿Qué opinas? —preguntó al hombre de cabello azul que estaba a su costado—. Y no intentes endulzarme el oído.

—¿Lo he hecho alguna vez? —replicó el general Davyon, si bien miró a su alrededor como si estuviera buscando algo positivo que decir—. La ciudad va a caer. Es sólo cuestión de tiempo. Ellos tienen demasiados hombres y nosotros muy pocos para evitar que traspasen las murallas. Una vez que las franqueen, las barricadas en las calles retardarán su avance, pero el enemigo encontrará caminos a través de las casas, por encima de ellas… Las barricadas podrían atraparnos a nosotros tanto como los frenarían a ellos.

Tzsayn hizo un gesto de contrariedad.

—No quiero que me endulces el oído, pero tampoco te pedí que lo cubrieras de sal y lo hicieras arder.

Davyon continuó.

—Lo mejor sería retirarnos al castillo y esperar allí hasta que lord Farrow llegue con refuerzos. Los soldados de Brigant no pueden arriesgarse a ser rodeados. Tendrían que retroceder, y entonces nosotros podríamos contraatacar.

Tzsayn asintió.

—Si podemos defender el castillo. Y si Farrow en efecto viene… Pero si no es así, me arriesgo a perderlo todo… y a todos —frotó su rostro, tenía un ojo irritado, el cuerpo le dolía, apenas había dormido durante los días pasados—. ¿He tomado la decisión correcta, Davyon?

Aloysius había exigido que su hija, la princesa Catherine, fuese devuelta para evitar el saqueo de Rossarb y que todas las personas al interior de sus murallas fueran masacradas. Y al divisar el avance de la multitud de antorchas, Tzsayn supo que la ciudad estaba perdida y que muchos morirían. Él podría prevenir aquellas muertes sacrificando una sola.

El general vaciló un instante.

—Eso sólo puede saberlo usted, Su Alteza. Pero la medianoche se está acercando velozmente.

—De modo que es un poco tarde para cambiar de opinión —dijo Tzsayn, terminando la frase empezada por su subalterno. Se permitió unos instantes para pensar en Catherine: aquella sonrisa, esa risa franca, esos ojos cuando miraban los suyos… No, Tzsayn nunca podría sacrificar a Catherine entregándola a su padre.

—Están impacientes —murmuró Davyon.

En el mismo momento en que hablaba, una densa ráfaga de flechas encendidas salió volando hacia el cielo nocturno desde la ubicación del ejército de Brigant. Mientras empezaban a caer, después de superar las murallas de la ciudad, despegó otro abanico de flechas. Se escucharon gritos desde la muralla oriental. También allá había golpeado el ataque.

Las facciones de Tzsayn se crisparon a la vista de los proyectiles de fuego y pasado un instante se giró y dijo:

—Vamos. Tenemos cosas que hacer.

Los dos hombres se apresuraron hacia los aposentos de Tzsayn. El príncipe echó un vistazo a la carta sin firmar que reposaba sobre su escritorio.

Al príncipe Thelonius, regente de Calidor:

Escribo esto mientras comienza la batalla por Rossarb y debo ser breve. Su hermano, el rey Aloysius de Brigant, ha invadido Pitoria, dando muerte a un gran número de súbditos leales a mi padre, el rey Arell.

Pero esto no es una mera guerra de conquista, tiene un propósito más profundo. La princesa Catherine, su sobrina, está aquí en Rossarb, conmigo, y me ha confirmado que el único objetivo de su padre siempre ha sido recuperar para sí el principado de Calidor. Todas las acciones de Aloysius, incluyendo mi matrimonio arreglado con Catherine y el intento de asesinato de mi padre, han sido estratagemas, distracciones realizadas para invadir la Meseta Norte y asegurar su recurso más valioso: el humo de demonio.

Aloysius tiene la intención de crear un ejército de jovencitos vigorizados por el humo arrebatado a los demonios púrpuras. Si los adolescentes —niños o niñas— inhalan este humo púrpura de demonio, adquieren fuerza y velocidad superiores a las del más curtido soldado. He visto la magia de ese humo con mis propios ojos, y su poder sobrepasa cualquier cosa que pueda imaginarse.

Así que esta carta es a la vez una advertencia y una petición:

Le advierto que cuando Aloysius haya asegurado la Meseta Norte y haya preparado su ejército de jovencitos, atacará Calidor.

Y, para evitar eso, le pido que se una a nosotros ahora en la lucha contra él.

Tzsayn firmó la carta, vertió un círculo de cera azul y presionó su sello contra la cera. En el exterior, añadió otra nota.

Este pergamino debe ser llevado a toda velocidad al príncipe Thelonius de Calidor. Quienquiera que lo lleve deberá recibir toda la ayuda y el libre paso, por orden del príncipe Tzsayn de Pitoria.

Entregó la carta a Davyon.

—Asegúrate de confiarla al mejor de tus mensajeros. Si la ciudad cae, un hombre podría salir de las murallas en medio de la confusión.

Cuando Davyon guardaba la carta en su chaqueta, un guardia abrió bruscamente la puerta.

—Su Alteza, usted pidió que le informaran de cualquier irrupción de las murallas. La puerta sur ya ha sido traspasada y hemos debido retroceder a la segunda barricada. El fuego se ha extendido y muchos edificios están en llamas.

Todo estaba ocurriendo incluso más rápido de lo que Tzsayn había calculado.

—¿Y las puertas oriente y poniente?

—La puerta oriental sigue en pie. La poniente sufre un ataque sostenido.

Tzsayn se dirigió velozmente con Davyon hacia la puerta poniente. Estaba rodeada por edificios en llamas. Un grupo de soldados invasores se había abierto paso y estaban siendo confrontados por los soldados de cabello azul del príncipe.

Tzsayn blandió su espada y se unió a la lucha. Había enviado a sus hombres a pelear muchas veces en las últimas semanas, pero siempre se quedaba observándolos desde lejos. Había entrenado y había tenido combates de práctica, alistándose para la batalla, pero ahora se encontraba en el vórtice de la contienda. Y esto, un enfrentamiento verdadero, no podía compararse con ninguna otra cosa. Estaba lleno de temor y energía, con los ojos fijos en su adversario del momento, un enorme soldado de Brigant cubierto por un casco, pero al mismo tiempo estaba pendiente de todos los que lo rodeaban. A su derecha, cayó uno de sus guardias soltando un alarido al perder un brazo de cuajo. El enorme soldado tropezó con un cadáver atravesado por flechas ardientes. Su espada se apartó por un instante para recuperar el equilibrio, y Tzsayn se lanzó hacia el frente para propinarle un tajo en el vientre. Las entrañas del soldado de Brigant se derramaron a sus pies. Tzsayn pasó por encima de su contrincante y se dirigió hacia el siguiente.

Estaban logrando algún progreso, obligando al enemigo a retroceder hacia la puerta, que ahora ardía en llamas, pero en aquel momento más soldados de Brigant empezaron a escalar las paredes. Tzsayn gritó a Davyon:

—Asegúrate que el fuego en la puerta crezca tanto como sea posible, y entonces nos replegaremos a la siguiente barricada —las llamas danzaban por el aire mientras Tzsayn y un pequeño grupo de hombres con el cabello teñido de azul retrocedían para esperar el siguiente ataque. Pero al llegar a la barrera improvisada, otro soldado se acercó a él corriendo a través del humo.

—¡Su Alteza! El ejército de Brigant ha irrumpido en el castillo. ¡Ya están por todo el sitio!

—¿Qué? ¿Cómo?

—Llegaron desde el norte. Cruzaron el río y luego escalaron el muro con sogas.

—Pero se suponía que el castillo era inexpugnable —Tzsayn miró a Davyon.

Por una vez Davyon pareció desconcertado. Después de un instante murmuró:

—Todos lo pensábamos. Si el castillo está perdido, entonces todo está perdido. No hay sitio adonde retirarse.

Tzsayn se volvió para mirar en dirección al castillo y pudo ver el humo que salía de su interior.

—El castillo está perdido, yo he sido derrotado.

El príncipe había fallado. Pero aún había algo que podía hacer.

—Davyon, necesito que ayudes a la princesa Catherine. Si conozco bien a Ambrose, estoy seguro de que la sacará del castillo. Encuéntrala. Abandonen Rossarb, escóndela, haz lo que sea necesario para mantenerla a salvo.

Davyon negó con la cabeza.

—No, Su Alteza. Yo permanezco con usted en todo momento… en especial, ahora.

—Quiero que te asegures de que la princesa esté a salvo.

—Eso no… No puedo. Juré protegerlo con mi vida.

—¿Te estás rehusando a mi orden?

—No. Pero… Su Alteza. Por favor. Mi misión es protegerlo, permanecer con usted.

—Tu misión, Davyon, es hacer lo que yo te ordene. De ahora en adelante, la princesa Catherine es tu prioridad absoluta. ¿Lo entiendes? Si le fallas a ella, me habrás fallado a mí.

—Ya le fallé, Su Alteza. Debería haberme asegurado de que el castillo estuviera mejor guarecido.

—Entonces, haz esto por mí ahora, Davyon. Protege a Catherine como me protegerías a mí. Sabes lo mucho que me importa.

Davyon asintió.

—Júralo.

—Lo juro.

Tzsayn forzó una sonrisa.

—Sabes que tú también me importas, viejo amigo —abrazó a Davyon, que estaba tan rígido como una tabla—. Encuéntrala, Davyon, y haz que este mensaje llegue a Thelonius.

Davyon hizo una reverencia.

—Ha sido un honor servirle, señor.

—El honor es mío, Davyon. ¡Aunque, carajo, hombre, lo haces sonar como algo definitivo! Tengo la intención de sobrevivir y de reunirme contigo después de que todo termine.

—Eso también sería un honor, Su Alteza —dijo Davyon, y dando media vuelta salió corriendo hacia el castillo, hasta desaparecer entre la humareda.

Tzsayn se quedó mirándolo mientras se alejaba, seguro de que nunca volvería a verlo. Ni a Catherine, ni a su padre, ni a nadie además de los últimos hombres que le quedaran, sus hombres de cabello azul.

Los soldados de Brigant avanzaban hacia la barricada. Una lanza se clavó en el hombre que estaba al lado de Tzsayn, y éste, con un rugido de furia, se adentró de nuevo en la refriega. El ejército de Pitoria retrocedía lentamente, pero no tenían dónde replegarse ahora que el castillo había caído. Se abrían paso a través de callejuelas secundarias y callejones repletos de humo, cediendo terreno poco a poco, hasta que se encontraron en una plaza: el mercado de pescado, a juzgar por el olor.

Tzsayn y sus soldados de cabello azul se encontraron en mitad de la plaza, rodeados por enemigos en todos los flancos y, más allá, la ciudad ardía en llamas. No había manera de escapar.

Y entonces, un hombre a quien Tzsayn reconoció dio un paso al frente, de entre las filas de soldados de Brigant.

Boris, hermano de Catherine.

—Príncipe Tzsayn. La ciudad ha caído. El castillo es nuestro. Ríndase ahora y conservará la vida.

—Mientes —escupió Tzsayn—. Tu padre no acostumbra conservar prisioneros.

—Los dejamos vivir tanto como nos place. Horas, en el caso de algunos, días para otros. Quizás en su caso, príncipe, sea un mes entero.

—Prefiero morir aquí y ahora.

Boris hizo una mueca burlona.

—Lamentablemente, ésa no es una opción.

Ya el ejército de Brigant se estaba acercando. No rápido, sino de manera lenta y acechante. Tzsayn ya no podía ver a Boris a través de la espesa masa de soldados, pero escuchó su orden.

—Maten a los guardias. Tráiganme al príncipe.

EDYON

MESETA NORTE, PITORIA

Edyon levantó la mirada a las estrellas, que se extendían por el cielo nocturno como sal sobre una piel crujiente y ennegrecida de pescado. No, no pienses ahora en comida, se dijo.

En lugar de ello miró hacia la tierra oscurecida y las laderas distantes donde ardían pequeños fuegos. ¡Tampoco pienses en una fogata para calentarte!

Marcio, con su rostro pálido y sus ojos plateados, estaba parado a su lado. Se veía exhausto, como un muerto en pie. ¡Bah! No pienses en la muerte. Ni siquiera pienses en pies.

Los pies de Edyon estaban adoloridos y congelados. Él también era un muerto en pie.

—Supongo que no existe la posibilidad de que los fuegos pertenezcan al ejército de Pitoria y que nos estén buscando con comida, vino y colchones.

Marcio sacudió la cabeza.

—Ambrose dice que son de Brigant.

Marcio y Edyon habían escapado de la batalla y la quema de Rossarb la noche anterior, y habían huido a la Meseta Norte junto con la princesa Catherine, sir Ambrose y unos cuantos más, pero ya los soldados enemigos estaban tras sus pasos.

La ironía era que al ejército de Brigant (reconocido como el grupo de hombres más duro y brutal) se le permitía la comodidad de un fuego, mientras que Edyon (un joven sensible y refinado) no tenía nada mejor para mantenerse caliente que una delgada capa que apestaba a humo.

—No veo por qué no podemos encender un fuego —murmuró—. Ya están siguiendo nuestras pistas. Saben que estamos aquí.

—En la oscuridad, no pueden seguir nuestras huellas. No pueden estar seguros de dónde nos encontramos exactamente, pero si encendemos el fuego, tal vez se sientan tentados a enviar algunos hombres para capturarnos.

—Pero vendrán en cuanto amanezca —replicó Edyon—. ¿Qué tan lejos están?

—A una jornada de distancia, según Ambrose. Sólo tenemos que mantener la ventaja. Aumentar el ritmo de marcha.

—¿No estarás hablando en serio? No podemos ir más rápido.

—Tendremos que hacerlo.

Edyon ya no quiso mirar los fuegos de los soldados de Brigant y tampoco las estrellas. Se dejó caer sobre el suelo cubierto de nieve, regresó a su refugio y se envolvió en su capa. Era verano, pero hacía frío en la meseta y el viento frígido venía directamente del norte. Se habían detenido en la cima de una elevación, jaspeada aquí y allá por cuevas poco profundas, una de las cuales Edyon había reclamado para sí.

—Solía pensar que mi vida era aburrida —dijo Edyon mientras pasaba su mano sobre la tierra, retirando pequeñas piedras afiladas para hacer su cama—. Lo que daría ahora por un día de verdadero aburrimiento. Un día de hacer nada. De sentarme en un cojín… ¡ay, un cojín! De sopesar si debería comer estofado o pastel de pollo, beber vino tinto o blanco, pasear por el río o subir la colina…

—¿Tal vez de hablar menos y dormir más? Necesitamos descansar —dijo Marcio.

—¡Cómo me gustaría tener a la mano un estofado o un pastelillo ahora! —insistió Edyon. Uno de los soldados les había dado una pequeña taza de avena fría en agua después de caminar el día entero; eso era todo lo que había para comer: avena fría en agua—. Y una copa de vino, de cualquier color, no me importaría. Cerveza incluso. Pero, por favor, no más caminatas.

—¡Entonces, duérmete! —finalizó Marcio.

—Disculpe, señor —era Tanya, la doncella de la princesa Catherine, quien tenía un aspecto terrible, con una marca negra de humo en un costado del rostro y una mirada oscura en los ojos. Esperaba al pie de la entrada del pequeño refugio de Edyon—. La princesa pregunta si podría reunirse con ella.

Edyon suspiró. Apenas había hablado con su prima, la princesa, y se sentía halagado de ser invitado a su círculo, pero estaba agotado y, en realidad, el círculo de Catherine ahora constaba sólo de una doncella y algunos soldados. ¿Y de qué otra cosa podrían hablar si no era de qué tan pronto los enemigos los atraparían? Edyon quería olvidarse de todo.

—Estaba a punto de dormir. ¿Es urgente?

—No tengo idea, señor. ¿Debo decir a la princesa que tiene cosas más importantes que hacer?

Edyon ignoró el sarcasmo y se levantó con dificultad.

—Sólo estoy cansado, hambriento y con frío, y recibí el consejo de descansar antes de reanudar la huida mañana. Sin embargo, estaré encantado de reunirme con la princesa.

Tanya se alejó con las manos en las caderas, y Edyon la escuchó decir:

—Debería intentar experimentar cansancio, frío y hambre con un corpiño y una falda —se instaló en medio de los soldados de cabello blanco que reían de lo que fuera que ella había dicho al final y ahora miraban en dirección de Edyon.

Marcio acompañó a Edyon por la pendiente adonde estaba la princesa Catherine con sir Ambrose y uno de los hombres del príncipe Tzsayn, un soldado de cabello azul, maduro, delgado y bien curtido.

Catherine los saludó con una sonrisa cansada.

—Edyon, Marcio, gracias por venir. Éste es el general Davyon, guardia personal del príncipe Tzsayn.

—Buenas noches, general —sonrió Edyon, pero enseguida cayó en cuenta de que un guardia personal no abandonaría la vera del príncipe a menos que dicho príncipe estuviera muerto. Su rostro se contrajo mientras decía—: ¿Su presencia aquí significa que…? ¿El príncipe…?

Davyon frunció el ceño, aunque no era un cambio de expresión muy perceptible para alguien que parecía nunca haber sonreído.

—Sólo significa que el príncipe me ha encomendado una misión especial. Aunque había mucho por hacer para defender a Rossarb en sus últimas horas, pensó también en su deber de proteger a toda Pitoria. Me dio un mensaje que debe ser llevado al príncipe Thelonius, en él le advierte de los planes de Aloysius para conformar un ejército de jovencitos y le pide que se una a él en la resistencia contra Brigant. Pero yo no puedo llevar el mensaje personalmente porque el príncipe me ha asignado otra misión: proteger a la princesa.

Catherine tendió el pergamino a Edyon.

—Así que he sugerido que seas tú quien lleve el mensaje. Tu padre, el príncipe Thelonius, necesita entender la gravedad y la urgencia de la situación, y el poder que subyace en el humo de demonio. Si su ejército se alía con Pitoria, nuestra victoria conjunta sería más probable, y pronta.

Edyon tuvo consciencia de la responsabilidad y el honor de llevar este mensaje, un encargo que en sí mismo reflejaba su propia herencia dual: su madre era de Pitoria y su padre de Calidor.

—Haré todo lo posible para entregarlo a mi padre —dijo tomando el pergamino y alzándolo. Apenas alcanzaba a distinguir las letras en la oscuridad, pero pudo ver el sello real de Pitoria.

—Este pergamino concede a quien lo lleve paso libre y seguro a través de Pitoria y por barco hasta Calidor —dijo Davyon.

—Excelente —exclamó Edyon, si bien no pudo resistirse a agregar—: Todo lo que tenemos que hacer es mantenernos por delante del ejército de Brigant y evitar a los demonios en el trayecto.

CATHERINE

MESETA NORTE, PITORIA

Corre a esconderte,

Corre a esconderte,

Los lobos se acercan,

Y quieren comerte.

Canción infantil de Brigant

—No puedo verlos —dijo Catherine entrecerrando los ojos para tratar de mirar más allá del resplandor de la nieve.

—En el punto bajo de la cresta. A la izquierda del pico más elevado —la voz de Ambrose sonaba mesurada, no alarmada, pero había algo más en ella. El joven soldado parecía haberse endurecido en los últimos días, como si una capa de hielo se hubiera congelado sobre él, de la misma manera que todo en este sitio.

El cielo se veía gris pálido, estaba oscureciendo y parecía oscilar un poco. Catherine se apoyó en el bastón que Geratan, uno de sus soldados, había elaborado para ella la primera mañana del recorrido, que parecía ya lejana, aunque había sido sólo el día anterior… no, el día anterior a éste. Todo parecía fundirse en un solo día. Habían descansado la primera noche en las pequeñas cuevas, pero caminaron toda la segunda noche, y ahora era casi media jornada del tercer día desde que habían dejado Rossarb.

Catherine obligó a sus ojos a centrarse en la ladera de la lejana montaña. Entonces los vio: diminutas motas oscuras. No parecían gran cosa, pero estaban apareciendo más sobre la cresta, descendiendo y fusionándose contra el fondo de nieve blanca. Antes, habían estado caminando entre los árboles y resultaban más difíciles de detectar, y ella había confiado en que los fuegos de las dos últimas noches hubiesen sido encendidos para asustarlos, para que pareciera que sus perseguidores eran más numerosos.

—¿Definitivamente son las tropas de mi padre? —preguntó a Ambrose.

—Sí. El que está cerca del frente lleva un banderín cuadrado.

Brigant tenía banderines cuadrados; los de Pitoria eran triangulares. Aquellos hombres eran de Brigant.

—Yo diría que es sólo un batallón —agregó Ambrose—. Doscientos hombres.

—¡Doscientos! —el corazón de Catherine se encogió mientras echaba un vistazo a su propio grupo: veinte. No había habido ninguna posibilidad de que vencieran a las tropas enemigas en un enfrentamiento cuando estaban en su mejor momento, y ahora se encontraban cerca de estar en sus peores condiciones.

—¿A qué distancia estamos?

—Medio día, a lo sumo.

Demasiado cerca. No habría tiempo para aminorar la marcha o descansar. Pero no podrían caminar otra vez durante toda la noche. Ya habían andado más rápido y durante más tiempo de lo que ella habría creído posible, atravesando la meseta en dirección poniente con la intención de virar hacia el sur para ponerse a salvo. Se trataba de una idea desesperada: el clima era muy duro, éste era territorio de demonios y su única guía era una niña de trece años.

Tash, había que reconocerlo, parecía estar sobrellevando con entereza el viaje, al igual que Rafyon y Geratan, los hombres de cabello blanco más leales con que contaba Catherine. El general Davyon era tan duro y resuelto, como habría esperado del hombre más cercano al príncipe Tzsayn. También venían diez soldados rasos: siete eran suyos, con el cabello teñido de blanco como demostración de su lealtad a ella, y tres con cabello azul, de Tzsayn. Avanzaban también en el grupo un cocinero y un anciano sirviente que se había quedado en Rossarb tanto tiempo como pudo antes de huir con ellos, aunque parecía estar a punto de colapsar. Tanya, la doncella de Catherine, que había estado con ella desde su viaje de Brigant, no se quejaba, pero era evidente que sus fuerzas se encontraban bastante menguadas. Las propias piernas de Catherine estaban cerca de flaquear. Finalmente estaban Edyon y Marcio, pero ninguno contaba con experiencia en combate. No eran mayores que Catherine y tampoco parecían mucho más fuertes.

Todos habían dado cuanto podían, pero ahora sus esfuerzos parecían inútiles: los hombres de su padre los alcanzarían antes de llegar al extremo de la meseta, antes de que estuvieran siquiera a mitad de camino.

—¿Qué piensas que se proponen hacer? —preguntó a Ambrose. Él había sido uno de esos soldados tan sólo unos meses atrás. Había entrenado con ellos, vivido con ellos: sabría lo que estaban planeando.

El guardia se encogió de hombros.

—Ya salimos de la zona de los árboles, pueden ver exactamente dónde estamos. Todo es plano y abierto. Enviarán a un pequeño grupo de sus hombres más veloces a perseguirnos.

—¿Cuántos?

—Los suficientes para vencer —dijo. Miró al grupo y se echó a reír—. Cinco deberían bastar.

El Ambrose de antes nunca habría dicho algo tan cínico, pero quizás acogería con gusto la pelea. De hecho, ése era el lema no oficial del ejército de Brigant: “Mejor luchar que huir”. Preferible luchar contra tus antiguos compañeros que morir congelado o a manos de un demonio.

Pero Catherine no quería entrar en combate, no quería ser derrotada. Pensó en los libros de guerra que había leído. Sentada durante horas en la biblioteca de su padre, nunca imaginó que algún día usaría seriamente aquella educación autodidacta, pero sentía satisfacción sabiendo que su padre tampoco lo habría imaginado, ya que educar a una niña sobre cualquier tema —estrategias bélicas, en particular— le habría parecido un sinsentido.

—Imagino que enviarán el doble de nuestro número. Como dices, querrán asegurar la victoria.

Los soldados de Brigant darían muerte a todos en su grupo, incluso si se rendían. Ella y Ambrose eran traidores y no serían tratados tan benévolamente: serían llevados de regreso a Brigant para ser torturados antes de su ejecución pública.

—Por eso tiene que marcharse —Ambrose se volvió hacia Catherine. Buena parte de su rostro estaba cubierto por una capa y una capucha y ella sólo podía ver sus ojos, diminutos cristales de hielo que salpicaban sus largas cejas y pestañas—. Juntos, usted, Tash y el general Davyon pueden llegar hasta el sur y salir de la meseta. Tash la guiará. El general Davyon la mantendrá a salvo.

—No. No voy a abandonar al grupo —dijo Catherine. Habría querido decir “No voy a abandonarte”, pero algo la contuvo. Un par de semanas atrás había creído que Ambrose estaba muerto y estuvo a punto de hundirse. El pensamiento de dejarlo en este sitio para combatir y morir le resultaba imposible. La alternativa para que Ambrose también viniera… significaría abandonar al resto del grupo a su suerte. Catherine sacudió la cabeza—. No puedo.

—No hay opción.

Catherine pudo ver el dolor en los ojos de Ambrose, pero ¿quería huir con ella o preferiría luchar?

—Siempre hay una opción —declaró con tono un poco fanfarrón.

—Bueno, por supuesto que tiene razón, Su Alteza —dijo Ambrose, y su entonación cambió a una de cínica burla que ella nunca había escuchado en él—. Tiene dos opciones: huir y sobrevivir, o quedarse y ser capturada, torturada y ejecutada públicamente. Estoy seguro de que su padre diseñará un artefacto particularmente interesante para exhibir su cabeza.

Esas palabras dejaron su corazón helado. Su padre había torturado al hermano de Ambrose, Tarquin, durante días, tal vez semanas, antes de darle muerte, y luego había enviado su cabeza y sus manos sobre una cruz de metal como obsequio para el príncipe Tzsayn. Estaba segura de que Ambrose se culpaba, al menos en parte, por lo que le había sucedido a su hermano.

Catherine colocó su mano sobre el pecho de Ambrose y lo miró a los ojos, que parecían llenos de dolor y rabia.

—Lo que mi padre le hizo a Tarquin y lo que me haría a mí sólo demuestra lo monstruoso que es él, pero no puedo actuar por temor y no lo voy a hacer. No quiero morir, no quiero que mueras, ni quiero dejar a mis hombres para que mueran. Además, me he propuesto ser una líder, alguien a quien mis hombres estén dispuestos a seguir. Tengo una obligación con ellos.

—Princesa, usted no tiene la obligación de morir con ellos. Tiene la obligación de vivir y continuar la guerra después de que ellos ya no estén con nosotros.

—Sé que estos hombres darían sus vidas para permitir que yo escape. Sé que tú mismo lucharías y morirías por mí, Ambrose. Y una parte de mí desea huir… tengo miedo, lo admito. No quiero ser atrapada y torturada. Pero… no puedo dejar a mis hombres.

Ambrose tomó la mano enguantada de Catherine.

—Si desea convertirse en una verdadera líder, debe tomar decisiones difíciles. A veces es necesario sacrificar tropas. Se pierde una batalla para ganar una guerra. Y el líder siempre debe sobrevivir… Ésa es su responsabilidad. Usted tiene la vida de ellos en sus manos y algunas de esas vidas se perderán. Si no puede aceptar eso, entonces no puede liderarlos.

—Simplemente no creo que estemos en esa situación todavía. Tú mismo dijiste que tenemos medio día de ventaja. Bueno, con eso me conformo por el momento. Está helando cada vez más, y el frío es tan duro de sobrellevar para ellos como para nosotros. Estamos hambrientos, pero ellos también lo estarán. Encontrar suficiente comida para doscientos hombres es mucho más difícil que para veinte. Nuestro grupo podría ser atacado por demonios, pero igual les puede pasar a ellos. Y tenemos a Tash, ella conoce la Meseta Norte mejor que nadie, incluidos nuestros perseguidores.

—Y ésa es justo la razón por la que Tash puede guiarlos a usted y a Davyon hasta que estén a salvo —insistió Ambrose—. Pídale a Edyon la carta de Tyzsayn y entréguesela de manera segura a Thelonius. Debe asegurarse de que el mensaje llegue —de nuevo, la voz de Ambrose tenía un tono cínico, esta vez en el instante en que nombró a Tzsayn.

Catherine sacudió la cabeza. Se dio media vuelta y al sentir que se tambaleaba un poco, se apoyó de nuevo en su bastón.

—Esta noche lo decidiré. Nos quedamos todos juntos hasta entonces.

—No llegaremos hasta esta noche a menos que avancemos con todo nuestro esfuerzo.

—Entonces pongamos todo nuestro esfuerzo.

Catherine avanzó sobre la nieve con paso firme hasta llegar al frente del grupo. Se sentía mareada y al bajar la mirada, el suelo parecía oscilar. Necesitaba comida y agua. Aunque su capa era de una mezcla de lana y piel, el frío parecía encontrar la manera de calar. Se acercó con el general Davyon.

—Acordé con sir Ambrose que continuaremos avanzando con todas nuestras fuerzas hasta el anochecer, general —dijo Catherine—. Por favor, ayúdeme a demostrarle que podemos hacerlo.

Davyon miró a Ambrose, pero luego hizo una señal de asentimiento hacia ella y, con un murmullo que equivalía a “Así será, Su Alteza”, se puso en marcha.

Catherine tuvo que dar grandes zancadas para seguir los pasos de Davyon. Iba contando cada paso y observando la profundidad de las huellas que dejaban los pies del general, encajando sus propios pasos en cada una de esas huellas.

Uno.

Dos.

Uno.

Dos.

Uno.

Dos.

Catherine no levantaba la vista, sólo miraba las huellas que estaba siguiendo. Parecía como si estuviera en trance. Una y otra y otra vez.

Por fuera del trance, alguien gritó:

—¡Miren!

Catherine estuvo a punto de chocar con Davyon, que se había detenido. Ambrose estaba señalando hacia atrás.

—Están enviando de avanzada a sus hombres más veloces.

Catherine trató de afinar la vista, pero a duras penas podía enfocarla.

—¿Cuántos?

—Cuarenta —respondió Ambrose—. El doble de nuestro número, como usted predijo.

—En este caso, estar en lo cierto no es un gran consuelo.

—Y aceptará que yo también estoy en lo cierto, espero. Tiene que seguir adelante con Tash ahora mismo. No puede esperar hasta la noche.

—No, es preciso que todos dejemos de hablar y sigamos caminando. General, lidere usted el avance.

Catherine se giró para ponerse en marcha de nuevo, pero el suelo pareció moverse hacia ella, aunque sólo percibía una sensación de estar flotando. De pronto, estaba mirando a Ambrose, quien la llevaba en brazos. Su cuerpo contra el de ella se sentía cálido, sus brazos fuertes y firmes, pero suaves. Sabía que el agotamiento estaba jugando trucos a su mente. Y éste era un ardid delicioso. Cómo le encantaría que esto fuera real, que por un tiempo estuviera entre los brazos de Ambrose. Apoyó la cabeza en el pecho del hombre, sintió su aliento en la mejilla y murmuró:

—Esto es mejor que caminar —era mejor que cualquier otra cosa en la que pudiera pensar.

—¿Está despierta, Su Alteza? Se desmayó.

—¿Qué?

¡No! No era un truco de su mente, era real. Él la estaba cargando. Catherine no podía ser vista por los demás exhibiendo tal debilidad.

—Puedo caminar. Déjame caminar. ¿Dónde está mi bastón?

—Lo tiene Tanya.

—Tráemelo y caminaré.

Ambrose no respondió.

—Bájame. Puedo caminar con el bastón.

—Se desmayó cuando estaba caminando con el bastón.

Empezó a forcejear. Ambrose tropezó y dejó que las piernas de ella llegaran hasta el suelo, quedando en pie contra él. Catherine miró al resto de su grupo. Ella era la más débil. Y volvió a mirar a los soldados enemigos y al grupo más pequeño que se había separado del resto y se dirigía cual flecha hacia ellos.

Catherine estaba haciendo que su grupo caminara con mayor lentitud. Sería la causante de sus muertes. Era risible pensar que Ambrose hubiese sugerido que corriera… cuando apenas podía tenerse en pie.

Excepto que había una cosa que sería de ayuda. Ambrose todavía llevaba la botella de humo púrpura de demonio en la bolsa que colgaba del hombro.

Catherine había probado el humo de demonio en Rossarb y le había fascinado lo fuerte que la había hecho sentir. Había arrojado una lanza más lejos de lo que jamás había lanzado cualquier cosa. Su técnica había sido deficiente, pero la fuerza que había sentido era maravillosa. El humo la había hecho sentir algo atolondrada, pero también había agudizado su percepción, permitiéndole notar cosas: como la forma en que el príncipe Tzsayn la había tocado en la espalda, la manera en que colocaba concienzudamente sus dedos sobre la lanza, el gesto con que Ambrose la miraba, la intensidad con que ella quería acariciar los contornos de la mejilla de ese hombre.

—Necesito ser más fuerte. Más rápida —le dijo a Ambrose—. Necesito el humo de demonio.

—Es una droga. Hizo colapsar a Edyon.

—A mí me fortaleció. Sólo tomaré una pequeña cantidad.

—En ese caso, se sentirá lo suficientemente fuerte para seguir adelante con Tash. Puede escapar. Nosotros nos quedaremos y lucharemos —era como si Ambrose hubiera estado esperando esta oportunidad, como si esto fuera lo que quisiera en realidad.

Ella negó con la cabeza.

—Permaneceremos juntos. Y si alguna vez me separo del grupo, tú vendrás conmigo.

Él la miró fijamente.

—Voy a luchar contra ellos un día. Su Alteza no podrá evitarlo.

—Cuando eso suceda, haré cuanto pueda para asegurarte la victoria, Ambrose. Pero aquí no obtendrás una.

Ambrose inclinó la cabeza como si acabara de hacer un trato con ella. Sacó la botella de humo de demonio del bolso de cuero. El humo púrpura brillaba intensamente, enfatizando lo sombrío que se había puesto el cielo a su alrededor. Catherine asió la botella, que era pesada y cálida, y el humo que había en ella se arremolinó más rápido y pareció hacerse más espeso cerca de sus manos.

Catherine aflojó el corcho hacia arriba y a un lado, permitiendo que escapara un poco de humo antes de volver a forzar el corcho. Y rápidamente se inclinó hacia delante, metió la cara en el humo e inhaló. La fragancia se deslizó por su nariz y dentro de su boca. Se arremolinó sobre su lengua, bajó por su garganta y pareció calentar su cuerpo desde dentro. Su rostro se sintió acalorado, y hormigueaba. Sonrió. El placer de sentir calor era divino. Relajó los hombros. Las tensiones parecían estarse desvaneciendo. Su tenso, rígido y débil cuerpo estaba siendo sustituido por uno más fuerte, ágil, lleno de energía.

Inhaló otra voluta y se dio vuelta para mirar hacia el ejército que la seguía… sintió que podría enfrentarlos ella sola.

¡No! Eso sería absurdo.

El humo le estaba jugando una mala pasada. Tenía que concentrarse. Lo único que necesitaba hacer era caminar rápido. Le devolvió la botella a Ambrose, quien la metió en el bolso que colgaba de su hombro, mientras sus ojos escrutaban a Catherine.

—¿Cómo se siente?

—Más cálida y mucho, mucho más fuerte. Creo que podría cargarte, sir Ambrose —Catherine se volvió hacia Davyon—. Tenemos que marcharnos. ¿Dónde está Tash?

—Se adelantó, Su Alteza. Está preocupada por el clima.

Catherine soltó una carcajada.

—Y nosotros palideciendo por los soldados de Brigant.

—Dice que se avecina una tormenta. Quiere encontrar un refugio.

El cielo había estado gris y nublado todo el día, pero ahora las nubes en el norte eran más oscuras y parecían casi negras. El pequeño consuelo era que una tormenta golpearía a sus perseguidores con tanta fuerza como a su grupo.

Se pusieron de nuevo en camino, siguiendo el rastro que había dejado Tash.

Davyon lideraba la marcha, mientras Geratan y Rafyon ayudaban a los más lentos. La mayor parte del tiempo el grupo se mantenía en silencio. Toda la energía que les quedaba era necesaria para caminar. Catherine tomó la mano de Tanya y estuvo a punto de arrastrarla detrás suyo.

Si tan sólo todos pudieran inhalar el humo, pero no funcionaría en Ambrose o Tanya, debido a que ya no eran tan jóvenes. Aunque tal vez debería ofrecerlo a Marcio y Edyon. Había visto cómo Edyon usaba con éxito el humo para curar a Marcio, y cómo una herida se había sellado al instante ante sus propios ojos, por lo cual sabía que Marcio era lo suficientemente joven para aprovechar sus beneficios. Pero, por otro lado, Edyon se había derrumbado en el suelo la última vez que lo había inhalado, y ella no podía tomar ese riesgo. ¿Por qué el humo tenía diferentes efectos? Ella no se sentía ya en absoluto cansada. Se sentía viva, llena de energía. Poderosa. Podría caminar kilómetros.

Caminar y pensar: eso era todo lo que debía hacer en ese momento, y tenía un largo camino por recorrer y mucho en qué pensar. La guerra siempre estaba rondando su mente. Pero a veces era un alivio recordar tiempos más felices.

La mente de Catherine retornó a su gloriosa procesión a través de Pitoria, desde la costa hasta la capital, y a su increíble castillo de torres blancas, Tornia. Ahora mismo volvía a ver la procesión en su mente.

Los caballos, los bailarines y los músicos.

Mi flor blanca, la witun.

Mi vestido blanco y sus gemas y cómo brillaban al sol.

Los hombres que se tiñeron de blanco el cabello para mostrar que me seguirían.

Y cuando vi a Tzsayn por vez primera.

Había temido que Tzsayn fuese tan frío y aburrido como su madre le había advertido. Pero nunca se mostró distante, nunca fue aburrido. Su madre se había equivocado rotundamente.

Madre. Apenas he pensado en ti durante días. ¿Qué sabías de esta guerra? ¿Sabías de los planes de padre? Estoy segura de que me habrías dicho algo de haberlo sabido. Creíste que me casaría con Tzsayn. Creíste que podría tener un futuro con él. No anticipaste esta guerra porque no tiene sentido. ¡Una guerra por el humo de los demonios!

Pero su padre había planeado el ataque cuidadosamente. Su hermano Boris y Noyes, el inquisidor de su padre, y sus hombres habían atacado a los reyes y nobles que se habían reunido en Tornia para la celebración de la boda.

Tantos hombres asesinados. El rey Arell herido… ¿habría fallecido a causa de sus heridas?

Catherine había sido culpada de traer a su padre y a su hermano a Pitoria. Lord Farrow, uno de los más poderosos Señores de este reino, había pedido su arresto.

Farrow me odia.

Pero el príncipe Tzsayn no me culpó por las acciones de mi padre y Boris.

Él me protegió. Estaba realmente agradecido por la advertencia que le hice.

Y la forma en que él le mostró cómo sostener una lanza, la forma en que suavemente colocó su mano en la posición adecuada. La forma en que aflojó con lentitud cada uno de sus dedos. La forma en que su pierna se había mantenido firme cuando ella entre risas se balanceó contra él, sintiendo en ese momento la fuerza de Tzsayn, pero también la suya, como ocurría ahora.

Había tantas cosas de Tzsayn que le gustaban.

Su humor. Su voz. Su honestidad. Él es amable conmigo. Él me respeta y es atractivo, incluso hermoso cuando se mira desde algunos ángulos.

Pero, por otra parte, están sus ropas. Casi absurdas… casi femeninas, y aun así, de alguna manera sigue siendo totalmente masculino. Sedas azules, terciopelos azules e incluso pieles azules.

Y ese tinte azul en su piel, bajo sus chaquetas y camisas.

¿Dónde termina el azul?

Catherine se echó a reír. El príncipe Tzsayn no se parecía a ningún hombre que hubiera conocido antes.

No es que haya conocido a muchos hombres. En absoluto. Aparte de mi padre y mis hermanos, Noyes y un par de guardias reales. Y Ambrose.

Y Ambrose. Él era guapo y galante y, no obstante, totalmente diferente de Tzsayn. Ambrose la había cautivado desde el momento en que lo vio por primera vez, dos años antes, cuando él se unió a la Guardia Real. Por supuesto, ella siempre había sabido que nunca podrían estar juntos. Ella era una princesa, y Ambrose no tenía la suficiente alcurnia para que sus padres lo consideraran un pretendiente adecuado. Ella podía admirarlo desde lejos, pero cualquier cosa más allá pondría en riesgo sus vidas. La de él más que la de ella.

Pero ahora la situación era diferente. Ya no tenía motivos para seguir las reglas de su padre y Tzsayn la había liberado de su obligación con él. Era libre de elegir.

—Tash está de regreso, Su Alteza —dijo Tanya, tirando del brazo de Catherine.

La muchacha estaba pisoteando la nieve. A duras penas le llegaba al pecho a Ambrose. Era menuda, todavía una niña, pero podía hacer recorridos tan exigentes como un perro de caza. Sus trenzas rubias estaban atadas hacia atrás y una bufanda cubría su nariz y boca, pero en ese momento tiró de la bufanda y frunció el ceño.

—Tenía la esperanza de que llegáramos a los árboles para refugiarnos antes de que nos alcanzara la tormenta, pero todos son tan lentos.

Los soldados que los perseguían continuaban siendo pequeñas marcas negras en la distancia, más cercanas que antes, pero no por mucho. Si el grupo de Catherine pudiera llegar a los árboles antes de que la tormenta golpeara con toda su fuerza, podrían resguardarse. Sería más fácil una vez que estuvieran en el bosque, donde estarían protegidos del viento y la nieve no sería tan abundante. La tormenta frenaría al ejército de Brigant.

—Debemos seguir adelante. Tenemos que alcanzar los árboles —dijo Catherine mientras unos finos copos de nieve húmeda caían sobre su mejilla—. Asegúrense de que todos permanezcan juntos.

Y avanzó decidida hacia la tormenta.

TASH

MESETA NORTE, PITORIA

Tash necesitaba alejarse de este grupo. Todos eran unos inútiles. Si hubieran sido sólo ella y Gravell, habrían llegado a los árboles siglos atrás. Pero Gravell ya no estaba aquí. Estaba muerto y, muy pronto, los demás también lo estarían. El ejército de Brigant abatiría hasta al último de ellos.

Fácilmente podría llegar hasta los árboles sola.

Fácilmente.

Con los ojos vendados, con una mano atada a la espalda.

Debería separarse de ellos y llegar hasta los árboles por su cuenta, después de eso dejarlos del todo y dirigirse a Pravont, y luego hacia el sur.

¿Pero luego qué? ¿Luego adónde iría?

Gravell había sido su familia. Su amigo. Su todo. No tenía a nadie más. Cuando Tash cerraba los ojos, veía el cadáver de Gravell derrumbado en el suelo, la lanza en el pecho, la sangre goteando a través de su chaqueta. Había muerto en la batalla de Rossarb para salvarla. Se había sacrificado para que ella pudiera escapar.

Tash lloraba cada vez que pensaba en Gravell, y ahora las lágrimas amenazaban con caer de nuevo. Pero antes de que sucediera, la nieve golpeó sus mejillas. Las nubes en lo alto eran de un gris oscuro y negras en el norte. El viento estaba ganando fuerza y los finos copos de nieve de un inicio ya se habían convertido en una espesa nevada. Ésta era una tormenta de verano: podían ser copiosas, pero nunca duraban más de un día. Sin embargo, ya se había desatado y el grupo todavía no había alcanzado los árboles.

Tash miró hacia atrás para revisar cómo iban los demás. Tenía que admitir que no todos eran del todo inútiles. La princesa estaba liderando el grupo y ahora se veía fuerte, al igual que Ambrose, Rafyon, Geratan y el general, que eran soldados, después de todo, pero el resto parecía estar al borde del colapso.

Rafyon hizo una señal con la mano a Tash, indicándole que debía esperarlos. Rafyon había sido más cercano a ella que cualquiera de los otros, desde que la había sacado de Rossarb tras el asesinato de Gravell. Pero Tash no le debía nada. Apartó sus ojos de él y miró hacia los árboles. Ella podría llegar por su cuenta en un santiamén. Allá encendería un fuego y estaría cálida y confortable cuando cayera el anochecer.

—Ya está aquí la tormenta —gritó Rafyon a través del viento cuando llegó hasta ella.

Tash ni siquiera se molestó en poner los ojos en blanco.

—Necesitamos permanecer juntos —agregó Rafyon—. No quiero perderte de vista.

—Se va a poner mucho peor. Deberías dejar atrás a los débiles —dijo ella—. De cualquier forma, necesitarán mucha suerte para huir de los soldados de Brigant. Sólo los más rápidos del grupo lograrán escapar.

—No vamos a dejar atrás a nadie.

—O dejas atrás a los débiles para que mueran o todos morirán —Rafyon frunció el ceño al escuchar las palabras de la chica—. No me mires así. Sabes que tengo razón. No es más que una pérdida de tiempo. Todos ustedes van a ser masacrados lleguen o no a los árboles. Y lo tienen bien merecido.

—Tash —Rafyon puso una mano en su brazo, pero ella la apartó de un empujón y retrocedió, gritando:

—¡No me toques! No tengo que quedarme con ustedes. Por culpa de este grupo, Gravell está muerto. Por su culpa le clavaron una lanza y lo dejamos solo. Nadie se quejó de eso. Nadie se quedó atrás para ayudarle. Ojalá se mueran todos ustedes.

Tash no sabía por qué había dicho eso. Ella no quería que Rafyon muriera. Le agradaba. Y también le agradaba la princesa Catherine. Y Edyon. En realidad, no le agradaba tanto Tanya, pero no quería que muriera. Pero de cualquier manera, no era justo. Gravell estaba muerto y era culpa de este grupo. Se dio cuenta de que estaba por echarse a llorar, así que le dio la espalda a Rafyon y miró hacia el norte, dejando que el aguanieve golpeara de lleno su rostro.

—Tash, lamento lo de Gravell. Pero fueron los soldados de Brigant quienes lo mataron, no fuimos nosotros.

—¡No! ¡No! Fue por culpa de todas sus estúpidas peleas. Todos ustedes. Y ahora van a recibir lo que se merecen.

Si ella se quedaba con el grupo, también moriría. Asesinada por los soldados de Brigant o, más probablemente, congelada en medio de esta tormenta. Nadie tenía la ropa adecuada, armas suficientes o comida o lo que fuera. Si ella conseguía llegar hasta los árboles, podría hacer un fuego, calentarse, atrapar algunos conejos. Era lo más sensato que podía hacer.

No puedo ayudar a nadie si me quedo.

No es cobardía. No es una mala acción.

Es algo sensato.

Gravell me diría que los dejara. Gravell querría que me marchara. Él me diría que no lo echara a perder y no mirara atrás.

—Tash —Rafyon insistió.

—Déjame en paz —y diciendo esto, echó a correr.

No mires atrás.

No puedes ayudarlos.

No les debes nada.

Siguió adelante.

Concéntrate en llegar a los árboles. Concéntrate en llegar a los árboles.

Estaba respirando con dificultad y llorando, y la nieve caía con fuerza sobre su rostro. El viento arreciaba y el cielo estaba gris. Todo era blanco y gris.

Todo menos la nieve bajo sus pies.

Esta nieve tenía un tinte rojo. El rojo de un hueco de demonio.

Y Tash estaba justo en su centro.

AMBROSE

MESETA NORTE, PITORIA

Ambrose avanzaba penosamente. Sabía que debía estar más alerta, e incluso más atemorizado. Pero lo único que sentía era que estaba cansado hasta los huesos, helado y hambriento. Se limpió la aguanieve de los ojos y miró hacia delante, hacia la tormenta de nieve que los circundaba. Lo único que podía distinguir eran unas figuras grises que avanzaban delante. Y la nieve. El blanco de la nieve. El color que la princesa Catherine había elegido para representarla desde que llegó a Pitoria. ¡Estaba harto del blanco! Pero jamás de la princesa. Ella seguía actuando a su antojo, y más ahora que se había liberado de su familia y de todas las limitaciones de Brigant. Aunque de todo lo demás sí estaba harto: de este lugar, de luchar, de nunca descansar, de la muerte, del dolor y de la pérdida. A veces, se sentía tentado a rendirse, pero siempre había algo que lo impulsaba a seguir adelante.

La tormenta cedió un poco y fue posible distinguir con mayor facilidad a las figuras grises, pero algunas se habían desviado hacia la derecha (Catherine estaba con ellos) y les costaba cada vez más seguir el rastro de los otros sobre la nieve. Ambrose se giró hacia Rafyon y gritó:

—Nos estamos separando. Debemos… —pero se distrajo al divisar una figura que corría hacia el grupo.

Una figura pequeña: Tash.

Y algo que avanzaba a toda prisa detrás de ella: algo rojo.

—¡Un demonio! —gritó Tash mientras corría hacia ellos.

Ambrose desenvainó la espada y le gritó a Rafyon:

—¡Reúnelos a todos!

Pero la figura roja giró bruscamente y se perdió entre la tormenta de nieve.

Un grito emergió desde atrás, y Ambrose se giró para ver a Edyon y Marcio que avanzaban tambaleantes hacia él.

—¡Un demonio! ¡Un demonio! —gritó Edyon, señalando a su izquierda.

—Únanse a los demás. Permanezcan juntos —Ambrose retrocedió a través de la tormenta y poco después descubrió gotas rojas sobre la nieve pisoteada. Más adelante, la sangre se hizo más espesa… el rastro lo llevó a un montón de tendones y, luego, a un cuerpo al que le faltaba un brazo, con la cabeza situada en un ángulo absurdo. ¡El cocinero!

Y un grito voló lánguidamente hasta sus oídos, como un soplo en el viento. Nuevamente, detrás suyo.

¡La princesa!

Ambrose corrió de regreso, con los pies hundiéndose en la nieve.

Otro grito. No podía correr lo suficientemente rápido y ahora ya no lograba ver a nadie.

—¿Catherine? ¡Catherine! —delante, la nieve era diferente… estaba teñida de rojo… no con sangre, pero… éste debía ser el hueco del demonio. Avanzó con torpeza. La nevada cedió un poco. Regresó junto a Rafyon, Edyon, Marcio y Tash. Geratan y algunos de los otros soldados aparecieron por el costado derecho.

Rafyon hizo una seña y gritó:

—Reagrúpense. Aquí. Todos.

¿Dónde estaba la princesa?

Entonces, apareció otra figura.

Era Tanya. Estaba sola.

Ambrose avanzó trastabillante hacia ella.

—¿Dónde está Catherine?

—Nos separamos. El demonio nos embistió.

—¡No te muevas de aquí! —gritó Rafyon—. Ambrose y yo buscaremos a los otros.

Ambrose se dirigió a la izquierda, Rafyon a la derecha. De nuevo, arreció la nevada y todas las figuras desaparecieron en medio de la tormenta.

Se escuchó un chillido en las cercanías y Ambrose se giró en el momento en que algo pequeño, parecido a una bola, voló por los aires y cayó sobre él, con tanta fuerza que tumbó la espada de su mano. La bola yacía en la nieve junto a su espada, sólo que no era una bola: era una cabeza, la del viejo sirviente.

Un aullido. Ambrose levantó la mirada. El demonio iba a atacarlo: los ojos rojos fijos en él, la boca roja muy abierta. Ambrose se agachó y tomó su espada. Las yemas de sus dedos se toparon con la empuñadura forrada en cuero en el momento preciso en que el demonio se lanzaba sobre él para arrojarlo por los aires. Ambrose salió volando hacia atrás y luego cayó sobre la nieve. Aterrizó de espaldas, pero se las arregló para ponerse en pie en el momento en que un brazo rojo asestaba un golpe en dirección a su cabeza. Ambrose se agachó, se inclinó hacia un lado y salió rodando a un costado, aunque no con la suficiente rapidez; las manos del demonio lo recuperaron con tanta facilidad como si fuera el juguete de un niño. Enseguida, esas mismas manos rodearon su garganta. Calientes y aplastantes, presionaron su cuello contra la nieve. Ambrose golpeó los brazos de su agresor, pero éstos eran tan sólidos como una roca. El demonio lo levantó por el cuello y lo estrelló contra la nieve, enseguida volvió a levantarlo y de nuevo lo arrojó contra el suelo.

Ambrose no podía respirar. Su cuello se iba a romper.

Y entonces llegó hasta él una voz familiar:

—¡No! ¡No!

¡Catherine!

El demonio aflojó su agarre y se irguió en el momento en que Catherine se acercaba. Se veía diminuta en comparación con el enorme demonio. Pero estaba blandiendo la espada de Ambrose. Él sujetó el brazo del demonio para evitar que golpeara a Catherine y ella enterró la espada en el vientre de la bestia, haciéndola retroceder. El demonio se tambaleó y Catherine continuó hundiendo el acero y gritando al tiempo que el engendro lanzaba chillidos.

El general Davyon apareció detrás del demonio con su espada en alto y le propinó un tajo en el hombro.

No había otro sonido que el del viento y el jadeo de Ambrose. Las rodillas del demonio se aflojaron, se dobló sobre sí y se derrumbó sobre la nieve, con la espada de Ambrose aún clavada en el cuerpo.

Catherine exhibía una expresión triunfal cuando sus ojos se encontraron con los de Ambrose.

—Sabía que tenía la fuerza para hacerlo, aunque tal vez no la destreza —dijo. Por supuesto era la fuerza que le otorgaba el humo de demonio.

—Me salvó la vida, princesa.

Ella sonrió.

—Es una alegría ayudarte, aunque sea una sola vez.

Ambrose avanzó para recuperar su espada. Incluso muerto, el demonio tenía un aspecto magnífico. Enorme y rojo, sin pelo y musculoso. Entonces, emergió el humo rojo, exactamente del mismo tono brillante de la piel del demonio, pero escapaba de su boca, haciéndose más denso con cada momento que pasaba.

Sin embargo, lo más sorprendente era que el humo no corría arrastrado por el viento. En lugar de ello, se arremolinó y se enroscó sobre el cuerpo del demonio, y luego avanzó en una corriente continua en dirección al suelo, brillando intensamente contra la nieve. Y de alguna manera, Ambrose supo que el humo estaba regresando al hueco del demonio. Catherine pareció quedarse petrificada por el asombro al ver aquello, pero después de un momento gritó:

—Tengo una idea. Hay que seguir el humo.

El humo se abrió paso a través de las piernas del harapiento grupo, cuyos integrantes lo miraban fijamente.

—¡Síganme todos! —gritó Catherine, y todos avanzaron a tientas tras ella la corta distancia que los separaba del hueco del demonio, donde el humo se arremolinaba alrededor del borde.

Catherine agarró el brazo de Tash y gritó:

—Muéstranos cómo entrar. Así podríamos escapar de la tormenta.

Ambrose estuvo a punto de gritar “¡No!”, pero a él no le correspondía desautorizarla: no podía hacerlo. Descender al mundo de los demonios era un acto temerario y arriesgado, pero Catherine no demostraba temor alguno. Tal vez la suerte la seguiría acompañando.

Tash no tuvo reparos en decir lo que pensaba.

—¿Quiere que entremos al mundo de los demonios? ¡Está loca!

—Si más demonios hubiesen estado listos para salir, ya estarían aquí —respondió Catherine—. Si nos quedamos a la intemperie en medio de la tormenta, moriremos congelados. Y si sobrevivimos, mañana perderemos la vida a mano de los soldados. Ninguno de nosotros tiene las fuerzas para seguir adelante.

—¡Lo cual no significa que no esté loca! —dijo Tash, pero se arrodilló al borde del hueco y gritó al grupo—: Debemos proceder con mucha rapidez porque la entrada se cerrará pronto. Tenemos que entrar antes de que el humo se desvanezca. Hagan lo mismo que yo. Exactamente igual. Mantengan el rostro inclinado cerca del suelo y empujen para pasar al otro lado, como si se estuvieran desplazando debajo de una cortina.

Tash realizó lo que acababa de explicar. Lo primero que desapareció fue su cabeza, luego los hombros y, al final, el cuerpo y las piernas.

Nadie la siguió.

Todos se quedaron mirando asombrados.

Catherine gritó a los hombres:

—Sigan a la chica. ¿Van a quedarse allí muertos de miedo después de que ella ha demostrado su valentía? Hemos matado a un demonio y podemos matar más. Además, Tash me dijo que el mundo de los demonios es cálido —diciendo esto se arrojó al suelo e hizo lo mismo que Tash, hasta desaparecer.

Por supuesto, esta acción zanjó el asunto. A algunos de los hombres les llevó dos o tres intentos lograrlo, pero uno por uno se fueron desvaneciendo. Ambrose se arrodilló, respiró hondo e inclinó el rostro hasta que su nariz rozó la nieve; arqueó la espalda y se impulsó hacia delante. La tormenta quedó a sus espaldas.

Ahora había pasado a un mundo de roca caliente, seco y rojizo. Delante, se encontraban Catherine, Tash, Davyon y los demás.

Pero en ese instante se produjo un espantoso sonido, similar al estrépito que producen las sartenes y los martillos. Uno de los soldados estaba hablando, pero lo único que salía de su boca era una cacofonía de ruidos. Luego otro hombre y otro más hicieron ruidos similares. El sonido era demasiado fuerte. Si había demonios en las cercanías, los escucharían fácilmente.

Tash y Davyon, mediante señas, intentaron que los hombres guardaran silencio. Y los hombres se callaron, pero no por las señas sino a causa de la conmoción y el pánico que les produjo escuchar los sonidos que acababan de proferir.

Ambrose se detuvo con la espada en alto. Ahora reinaba el silencio. Él y el grupo aguardaban, atentos. Cuando estuvieran todos juntos, tendrían que seguir descendiendo en el mundo de los demonios, pero no todos se habían sumado. ¿Dónde podían estar?

MARCIO

MESETA NORTE, PITORIA

Todavía quedaba un rastro del humo rojo de demonio en el hueco, y sólo Geratan, Edyon y Marcio seguían arrodillados en el suelo. Edyon había hecho tres intentos por entrar.

—No puedo hacerlo —se lamentaba.

—Sí, sí puedes —respondió Marcio.

—Terminaremos aquí abandonados y moriremos en medio de la tormenta, o los malditos soldados de Brigant nos cortarán en pedazos. Lo que quiero decir es que eso me pasaría a mí si me quedo. Entra tú, Marcio. Yo te sigo.

—Olvídate de mí. Olvídate de Brigant. Concéntrate en lo que intentas hacer. ¿Viste cómo Tash se movió y avanzó bocabajo? Tenía la nariz enterrada en la nieve y los hombros inclinados hacia abajo, la espalda haciendo un arco —empujó hacia abajo los hombros de Edyon y luego la parte inferior de la espalda, convirtiendo la posición en la que estaba, en un arco—. Y lo hizo sin esfuerzo y lentamente. Ahora inténtalo de nuevo.

Edyon lo intentó de nuevo, pero levantó muy rápido la cabeza.

—No funciona. Nunca podré hacerlo.

—Muévete con suavidad. Como si estuvieras bailando. Y no vuelvas a levantar la cabeza hasta que llegues al final —recomendó Geratan.

—Sí, está a punto de lograrlo. Indícale tú —dijo Marcio.

Geratan asintió y se colocó en la posición adecuada, luego avanzó con la cabeza hacia delante y desapareció.

—Bueno, ya viste la forma en que lo hizo ¿no? —dijo Marcio.

—¿Y acaso no es lo que estoy haciendo?

Los movimientos de Edyon no podían ser más diferentes de los desplazamientos elegantes y armoniosos de Geratan.

—Inténtalo una vez más. Como si fueras Geratan —dijo Marcio. Y Edyon lo intentó de nuevo, pero fue peor.

—Odio todo esto. Entra tú, Marcio. Antes de que sea demasiado tarde.

Pero Marcio tuvo el presentimiento de que el hueco ya había cambiado. El brillo rojo estaba desapareciendo.

Edyon gritó:

—Entra Marcio. Ahora. Entra.

—No. Nos quedaremos juntos —Marcio echó un vistazo al hueco. Ya no quedaban rastros del brillo rojo—. Creo que se cerró.

Edyon sacudió la cabeza, con lágrimas en los ojos.

—Lo siento, lo siento. Debiste haber entrado.

—No. Debo quedarme contigo —para él esto era lo correcto. Debía permanecer junto a Edyon hasta ponerlo a salvo en Calidor, incluso si esto le costaba su vida. Si es que lograban llegar tan lejos.

—¿Y ahora qué hacemos? Ya no podré seguir caminando mucho más. Ni siquiera estoy seguro de qué camino debemos tomar.

—No podemos caminar en medio de la nieve. Pero los soldados de Brigant tampoco podrán —jaló a Edyon hasta tenerlo cerca y le dijo al oído—: Debemos mantener el calor y descansar hasta que la tormenta pase. Después, nos pondremos nuevamente en marcha.

—¿Cómo podemos mantener el calor? Me estoy congelando.

—Calor corporal.

Edyon se volvió hacia él.