Los reinos en llamas - Sally Green - E-Book

Los reinos en llamas E-Book

Sally Green

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Beschreibung

La guerra se propaga como la pólvora y Los ladrones de humo deberán enfrentarse a su mayor desafío. Mientras su padre, el rey Aloysius de Brigant, endurece su control sobre la meseta norte, Catherine envía a la guarida del demonio a su leal guardaespaldas, Ambrose, en una misión desesperada para interrumpir el suministro de humo. En Calidor, Edyon y Marcio hacen frente a un futuro en el que habrán de estar divididos y, entre tanto, atrapada en el mundo de los demonios, Tash lucha con los fantasmas de su pasado. Pero cuando la batalla por apoderarse de los reinos humanos alcanza su punto culminante, el reino de los demonios revela un último y terrible secreto con el poder de cambiar el curso de la guerra, y la historia, para siempre…

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Para Anna, Hannah, Indy,Jack, Joy, Lily,Lucy, William y Zoe

La guerra no es un juego de pobres.

La guerra: El arte de vencer, M. Tatcher

¿El arte de la guerra? Tonterías.La guerra no es arte, sino una serie de errores.

Reina Valeria de Illast

HAROLD

CAMPO DE HALCONES, NORTE DE PITORIA

Una joven está sentada, inmóvil y silenciosa,

aguardando las órdenes del príncipe,

ella es serena, dócil y hermosa.

Canción tradicional de Brigant

Era una tarde gloriosamente cálida y soleada, y el joven príncipe Harold vagaba por el borde del bosque tarareando para sí, tratando de inventar más versos para una antigua canción.

La princesa aguarda, astuta y silenciosa,

lista para llevar a cabo un homicidio

Ella es desafiante, asesina y hermosa.

El príncipe Boris vigoroso y veloz cabalga.

su corazón atravesado por una lanza

al fin muerto.

Harold avanza a encontrar su futuro,

noble y atrevido

con el mundo a sus pies tendido.

Harold se detuvo y colocó el puño de la mano derecha a la altura del corazón, de la misma forma en que lo haría en la corte cuando se reconociera su nueva posición como heredero al trono de Brigant.

Con el mundo a sus pies tendido…

La antigua canción era sobre una joven pura que soñaba con que un joven le diera sentido a su vida. Boris a menudo la cantaba cuando bebía.

—Bueno, hermano, ciertamente nuestra hermana le ha dado más sentido a mi vida.

El rojo brillante de una diminuta fresa silvestre que crecía muy cerca de la tierra llamó la atención de Harold, quien arrancó el delicado fruto. Estaba deliciosamente dulce y buscó más; recogió los más maduros y pisoteó el resto. Avanzó hacia donde el sol daba pleno, fuera del bosque, y lamió el jugo que corría por sus dedos. Frente a él, el humo gris todavía persistía en el campo de batalla, sin lograr ocultar del todo los detritos de la guerra: cadáveres, caballos heridos y armas; lanzas clavadas en ángulos extraños, perforando la tierra quemada. Harold echó la cabeza atrás mientras cerraba los ojos, recibiendo el sol en el rostro, sintiéndose verdaderamente dichoso.

—¡Qué! ¡Hermoso! ¡Día!

Las palabras que acababa de gritar parecieron pender y vibrar en el aire inmóvil.

—Qué día tan glorioso —gritó de nuevo. Estaba asombrado, de todo: de su posición, de cómo se había materializado y de lo bien que se sentía.

Pero nadie respondió. Todo estaba en silencio, salvo por algunos chillidos lejanos: tal vez un hombre o un caballo malherido, aunque no parecía un ruido que pudiera provenir de ninguno de los dos.

En medio del campo de batalla había dos carretas quemadas: una, la que había transportado a la hermana de Harold, la princesa Catherine; la otra, al príncipe Tzsayn. Las mulas que habían tirado de las carretas también yacían allí, en posiciones contorsionadas, todavía enganchadas a los restos, una de ellas con la cabeza atrás y la crin titilando con pequeñas llamas, y la otra con una pata apuntando hacia el cielo. Harold había inspeccionado las carretas junto con su padre y Boris cuando fueron construidas. En aquel entonces, habían tenido un aspecto bastante impresionante, pero ahora, como todo lo demás, parecían pequeñas e insignificantes.

A través del campo, algunos soldados de Pitoria emergieron de entre el humo, caminando lentamente, con la cabeza baja, quizá buscando heridos. Uno de ellos miró intensamente a Harold.

Harold le devolvió la mirada. ¿Lo desafiaría este hombre?

No. Ya la atención del hombre había regresado al suelo mientras continuaba su lento avance junto con los otros soldados. Quizás habían pensado que Harold era uno de ellos, o tal vez ya estaban hartos de luchar. Pero en la mente de Harold aún persistía aquella inquietud de que tal vez lo vieran sólo como un chico de catorce años: no un soldado, ni una amenaza.

Ya verían. Muy pronto todos se enterarían.

Harold estaba sorprendido de qué tan buenos combatientes eran los soldados de Pitoria; habían ganado esta batalla con facilidad y pocas bajas. Había escuchado mientras su padre y su hermano planeaban el ataque de Brigant. Había intentado hacer una pregunta y Boris le había dicho, como de costumbre, “deja de interrumpir”, por lo que Harold se había sentado en silencio y empezado a planear cómo contrarrestar las tácticas simples del uso de la fuerza máxima que aplicaba su padre.

Lord Farrow, general de Pitoria, obviamente había considerado sus opciones. El padre de Harold había juzgado de forma completamente errónea a su enemigo, y había supuesto que Farrow, al no tener experiencia real en combate, sería fácil de derrotar. Harold había visto sólo por un instante a Farrow, durante las negociaciones para el rescate del príncipe Tzsayn. El Señor era vanidoso y codicioso, pero para Harold resultaba obvio que no era ni estúpido ni perezoso. Farrow había preparado el campo de batalla surcándolo con zanjas llenas de brea. Haberle prendido fuego al lugar —y a sus enemigos— había sido una forma sencilla para que Pitoria se deshi­ciera de sus oponentes. Es cierto que no se trataba de una verdadera victoria en realidad, puesto que la gente de Brigant había logrado retirarse, pero el punto es que los soldados de Pitoria habían controlado la situación. Una vez más, el rey Aloysius había subestimado a su oponente, tal como en la última guerra había subestimado a su hermano, el príncipe Thelonius, y una vez más se había arriesgado a ser visto como un tonto. Y Boris tampoco era mejor.

Tampoco había sido mejor.

Una sonrisa se asomó a la comisura de los labios de Harold.

—Mi padre subestimó a Pitoria y tú, queridísimo hermano, subestimaste a nuestra maravillosa hermana.

Harold había visto a Boris y Lang hablar con Catherine cuando ella estaba encadenada a la carreta durante el fallido intercambio de prisioneros. Incluso encadenada, Catherine lucía impresionante con ese vestido de seda blanca debajo de su bruñida armadura. Sin duda, Boris la había insultado, pero Lang había tocado el peto de Catherine, justo encima de los senos. Boris no debería haber permitido eso; Lang era un patán, un don nadie, y Catherine una princesa. Pero Lang ya estaba muerto. Y Boris también. Harold había tenido una visión perfecta de los momentos finales de Boris: la lanza volando desde la mano de Catherine, la fugaz mirada de sorpresa y de confusión en el rostro de su hermano. Harold casi había reído a carcajadas con esta imagen. Y luego vendría el deleite de ver a Boris caer, herido de muerte.

Y eso fue lo único que se había requerido para elevar a Harold a legítimo heredero.

—Gracias, hermana —Harold sonrió mientras miraba hacia el campamento de Pitoria, de donde Catherine había escapado. Harold siempre la había querido más que a su hermano. La joven era ingeniosa y astuta. Pero con seguridad debía haber inhalado algo de humo para conseguir semejante lanzamiento.

Harold mismo había inhalado por primera vez el humo de demonio púrpura sólo unos días antes. Se había sentido bastante nervioso. Su padre despreciaba cualquier cosa que “pervirtiera” la naturaleza, incluso el vino y la cerveza, y Boris le había advertido contra esta práctica, diciendo: “Esto va a aturdir tu mente. Y seamos sinceros, en el mejor de los casos, tu mente no es normal”.

Harold era muy consciente de que su mente no era como la de la gente común. Pero ¿quién quería una mente normal y quién quería hacer lo que Boris había ordenado? Y en el campamento de Brigant había un buen número de jóvenes en posesión de humo de demonio que estuvieron más que encantados de compartirlo con el hijo del rey.

Harold había inhalado una cantidad mínima, pero de inmediato supo que su antigua vida había terminado. El humo lo transformó. Harold era pequeño y liviano: tenía más la constitución de su madre que la de su padre, para su decepción. Pero con el humo era incluso más rápido y más fuerte que los mejores hombres del ejército. Éste era el motivo por el que Boris no había querido que Harold obtuviera humo: tenía miedo de que fuera más fuerte que él. Pero ahora no importaba. Boris estaba muerto y Harold podía hacer lo que le viniera en gana.

—Y lo haré mejor que lo que alguna vez lo hiciste tú, hermano —murmuró—. Antes de cumplir los quince tendré mi propia tropa.

Boris no había recibido la suya hasta cumplir los quince años.

Harold sabía exactamente qué tropa quería, y ciertamente no incluía a los patanes de Boris. Harold quería las brigadas de jovencitos. Los había visto entrenar, había visto cómo el humo de demonio los había transformado de chicos en…

—Hey, tú.

Era uno de los cabezas azules de Pitoria que había estado buscando entre los heridos. No estaba solo, pero los otros estaban mucho más atrás.

Harold sonrió y saludó.

—Hola.

—¿Qué estás haciendo?

Harold respondió en su mejor acento de Pitoria:

—Admirando la vista —el hombre se acercó y Harold pudo ver que la cara debajo del cabello azul era inusualmente fea, con labios gruesos y una frente ancha y poco profunda—. Y tú lo estás arruinando.

—Eres de Brigant, ¿cierto, muchacho? No deberías estar aquí. Deberías irte.

—Ciertamente, soy de Brigant. He aquí a Harold Godolphin Reid Marcus Melsor, segundo hijo de Aloysius de Brigant, futuro rey de Brigant, Pitoria, Calidor y cualquier otro lugar que me apetezca, y estoy de un humor excepcionalmente bueno, a pesar de que estoy viendo al hombre más feo de Pitoria. Me iré cuando bien me plazca. Y ésta… —Harold desenvainó su espada— es la razón.

Al decir esto, corrió hacia el soldado. Realizó una voltereta, balanceando su espada mientras giraba en el aire, sintiendo la fuerza del humo y su espada tan liviana y fácil de manipular como una pluma. Se sentía como en una danza y Harold quiso reír otra vez mientras su espada cortaba limpiamente la pierna del soldado, justo por encima de la rodilla. Harold aterrizó con firmeza en ambos pies mientras el hombre caía al suelo sobre su espalda, mirando al cielo, abriendo y cerrando en silencio su boca de labios gruesos, como un atún jadeando sin encontrar agua. Los otros dos soldados de Pitoria gritaron alarmados y corrieron en dirección a su compañero, desenvainando sus espadas. Para Harold, todo parecía moverse lentamente, sonrió y extendió los brazos, preguntándose si lo atacarían, pero ellos se detuvieron, mirando nerviosos a su alrededor.

Harold gritó:

—Estaban buscando hombres heridos, ¿no es cierto? Bueno, ahora han encontrado uno. Deberían ayudarle. Se desangrará si no actúan rápido.

Uno de ellos se adelantó y se arrodilló junto al hombre con boca de pez jadeante.

—¿Por qué hizo eso cuando la batalla ya ha terminado? —preguntó el otro.

¡Qué preguntas tan sosas! Harold apenas se molestó en responder.

—Para demostrarles de lo que soy capaz. Y ahora que tengo su atención, lleven este mensaje a mi hermana, la princesa Catherine: díganle que Tzsayn y Farrow ganaron en esta ocasión, pero no lo harán de nuevo. La próxima vez, mi ejército de infantes les cortará a todos las piernas a la altura de las rodillas.

Y diciendo esto, Harold corrió hacia los árboles tan rápido como el viento. Los soldados ni siquiera intentaron perseguirlo; se arrodillaron junto a su compañero herido. Y por encima de los campos humeantes, por encima del río y de los campamentos del ejército contrario, por encima de todo ello, las nubes comenzaron a agruparse, y al final de aquella primera tarde del verano, las lluvias comenzaron a caer.

CATHERINE

CAMPAMENTO REAL, NORTE DE PITORIA

La guerra no termina para los vivos; sólo halla su fin entre los muertos.

Proverbio de Pitoria

Un breve grito rompió el silencio de la noche. En su cama, la reina se dio vuelta, todavía medio dormida. Cada noche estaba llena de extraños sonidos y alaridos que provenían de las bocas jadeantes de hombres y demonios.

Era sólo un sueño…

Podía lidiar con sus sueños, pues se disolvían inofensivamente con el día, pero sus sueños rara vez la despertaban.

Tal vez fue el aullido de un zorro…

Aunque en el campamento no había zorros.

O un soldado gritándole a un compañero…

Quizás había sido justo eso.

Catherine abrió los ojos.

La tela de su tienda de campaña colgaba flácida en la penumbra que se cernía. Las lluvias que habían caído durante más de una semana por fin habían cesado, dejando charcos en las esquinas de las carpas reales y una humedad que persistía en el aire. Manchas de moho negro habían brotado con rapidez en todo lo que había en su tienda: las divisiones de lana, las cortinas de seda, incluso las sábanas se estaban convirtiendo en mortajas negras.

Afuera, se aproximaba la luz de una farola, lanzando vacilantes y encorvadas sombras junto a voces apagadas.

Savage y sus ayudantes.

Otro aullido de dolor y Catherine se levantó y salió de la cama. Se colgaba la capa en el momento en que Tanya entró corriendo. Aunque la doncella de Catherine no pronunció una sola palabra, su rostro lo decía todo: la condición del rey Tzsayn empeoraba.

Catherine se abrió paso a través de las particiones de doble cortina que dividían la tienda real, separando sus “recámaras” de las del rey. El general Davyon ya estaba allí, a horcajadas sobre la cama, sosteniendo a Tzsayn, que forcejeaba con él. Los ojos del rey se fijaron en ese momento en Catherine y gritó su nombre. Catherine corrió hacia él, sabiendo que un momento de retraso acrecentaría su pánico. La joven tomó la mano de Tzsayn y la sostuvo con firmeza.

—Ya, ya —dijo en voz baja—. Soy yo.

—¿Eres real? ¿Estás aquí? —la miró fijamente, como si aún no estuviera seguro de quién era.

—Sí, soy real. Estoy aquí.

—Pero si ellos te llevaron. Los de Brigant. Pensé que te había perdido.

—No. Escapé… en el campo de batalla. Lo recuerdas, ¿cierto?

Tzsayn la miró con lágrimas en los ojos y sacudió la cabeza, intentando evitar que rodaran por su rostro.

—Pensé que te habían llevado. Pensé… ese hombre.

Ese hombre, decía todas las veces. Se refería a Noyes, Catherine estaba segura, aunque él nunca había dicho su nombre. Él había sido el torturador de Tzsayn y sus hombres, y ahora asediaba la mente del rey.

—Fue un sueño, un mal sueño. Tienes fiebre, cariño. Por favor, recuéstate. Yo estoy a salvo. Pero también quiero que tú lo estés.

Catherine se sentó junto a la cama sosteniendo la mano de Tzsayn mientras el doctor Savage servía una taza de medicina lechosa; en el momento en que la extendió a los labios de su paciente, Tzsayn apartó la taza.

—No más de esa cosa. Déjenme tranquilo, maldita sea.

Davyon simplemente sacudió la cabeza y los asistentes del médico sostuvieron los hombros de Tzsayn mientras Savage vertía la medicina en la garganta del rey quien escupió y renegó, pero al final volvió a caer sobre sus almohadas, todavía aferrado a la mano de Catherine.

Cuando el rey estuvo otra vez tranquilo, Savage retiró las sábanas para revisar su pierna herida. Cada vez que hacía esto, Catherine solía enfocar su atención en el lado bueno del rostro de Tzsayn —su delicado pómulo, su ceja arqueada—, pero esta vez se obligó a mirar abajo mientras Savage desenrollaba las vendas.

Un vistazo fue lo único que pudo soportar. Debajo de la rodilla, la pierna de Tzsayn era un pedazo de carne sanguinolenta repleta de pus, con el pie hinchado como una calabaza.

Se volvió hacia Savage y Davyon.

—¿Qué le está pasando? ¡Se está poniendo peor!

Savage sacudió la cabeza.

—Las quemaduras de la infancia ocasionan que las nuevas tarden más en sanar.

Inmediatamente después de la batalla en el Campo de Halcones, Tzsayn pareció recuperarse, pero después de sólo dos días, una infección le había hinchado la pierna y el delirio abrumaba su mente. Catherine se había recuperado con rapidez de su propio calvario antes y durante la batalla. Tenía una cicatriz profunda en la mano, producto del pincho de metal que la había mantenido encadenada, pero el humo de demonio que inhaló la había curado al instante.

Si funcionara enTzsayn, pensó. Pero él era demasiado mayor para que el humo púrpura tuviera algún efecto útil.

Catherine había quedado con algunas cicatrices físicas, pero pocas mentales. Había asimilado las consecuencias de sus acciones: había dado muerte a su propio hermano. No estaba orgullosa de eso, pero tampoco arrepentida. Había sido un hecho, algo que necesitaba hacerse. Los hombres mataban todo el tiempo, sin pensar mucho al respecto, pero Catherine había examinado sus acciones con la lógica propia de un juez, y no tenía duda de que había hecho lo correcto.

Boris era malvado y su padre lo había hecho así. Era probable que el mismo padre de Aloysius lo hubiera obligado también a ser de esa forma, y no hay duda de que a su vez el padre de él podría ser culpado, y el padre de su padre y así ascendentemente, a lo largo del linaje real. Pero la podredumbre tenía que parar. Y si los hombres no podían, o no lo hacían, Catherine lo haría por su cuenta. Había comenzado matando a Boris, pero tenía que hacer más. Ésta era ahora su certeza. Haría cuanto estuviera a su alcance para evitar que su padre causara más muerte, destrucción y miseria. Ésta era su gran ambición y no la agobiaba; por el contrario, la impulsaba a seguir adelante.

Y “seguir adelante” significaba actuar: no, significaba ser una reina, la reina Catherine de Pitoria. Había mentido acerca de estar casada con Tzsayn mientras él era prisionero de Aloysius, pero había continuado con la mentira cuando él fue liberado. Lo mismo habían hecho Davyon, Tanya e incluso Ambrose, así que ahora, para todos los efectos, ella era la reina, con todas las responsabilidades que esto conllevaba.

Por fortuna, los involucrados en el traicionero plan de entregar a Catherine a su padre a cambio de Tzsayn habían sido castigados con prontitud. Lord Farrow, así como sus generales y partidarios, habían sido arrestados y encarcelados de inmediato tras la batalla. En el par de días que Tzsayn estuvo lúcido, dejó en claro que lord Farrow sería juzgado por traición, y pocos dudaban de que sería hallado culpable y ejecutado.

Pero luego la fiebre de Tzsayn se había agravado y la responsabilidad de dirigir el ejército, y el reino, había recaído en la reina. Estas responsabilidades —algunas pequeñas, otras enormes— ocupaban por completo la mente de Catherine. Debía tomar decisiones sobre el ejército, la armada naval, la comida, los caballos, las armas y el dinero.

El dinero…

La mayor parte de la riqueza de Pitoria se había esfumado en el pago del rescate de Tzsayn y estaba ahora en manos de Brigant. La gente ya pagaba impuestos hasta el tope. El dinero —o su carencia— era una seria amenaza, así como la guerra.

Muy poco dinero y demasiado conflicto.

Catherine acarició la frente de Tzsayn. Ahora estaba dormido y se veía en paz, pero Catherine sabía que ella ya no dormiría más. Podría inhalar un poco de humo de demonio, que tenía la maravillosa habilidad de relajarla y hacerla más fuerte, pero Tanya también estaba despierta y se enfadaría si viera a su señora haciéndolo. Ser una reina, había descubierto, significaba aún menos privacidad que ser una princesa. La idea de tener tiempo para sí, sin ser observada, parecía un lujo inimaginable. Se dirigió al exterior, seguida por Tanya. Davyon, de aspecto sombrío como siempre, estaba allí, mirando al horizonte. El cielo estaba despejado y comenzaba a clarear en el este.

—Al menos la lluvia amainó —dijo Catherine.

—Sí —respondió Davyon.

Catherine pensó en los montones de papeles que tenía sobre su escritorio. Todavía no estaba lista para enfrentarlos.

—Quiero dar una caminata.

—Por supuesto, Su Alteza. ¿Dentro del complejo real? O…

—No, una verdadera caminata, al aire libre, entre los árboles.

En el pasado, Catherine habría cabalgado felizmente con Ambrose como único guardia, y ahora le encantaría hacer eso. Pero lo que quería y lo que podía hacer eran cosas muy diferentes. Lo último que necesitaba era reavivar los rumores sobre su relación con su guardaespaldas y, además, Ambrose todavía se estaba recuperando de las heridas recibidas en batalla. Al pensar en eso, Catherine se sintió culpable. Muchos de sus soldados habían resultado heridos; debería mostrar su apoyo.

—Voy a recorrer el campamento. Me gustaría ver a mis soldados.

Davyon frunció el ceño.

—Necesitará que parte de la Guardia Real la acompañe.

—¿En mi propio campamento?

—Usted es la reina. Puede haber asesinos —murmuró Tanya en voz alta, como sólo ella podía hacerlo—. Y en caso de que lo haya olvidado, hay un ejército hostil al otro lado de esa colina.

—Muy bien —dijo Catherine—. Convoca a la Guardia Real.

Davyon se inclinó.

—Yo también la acompañaré, Su Alteza.

—¿Necesitará su armadura, Su Alteza? —preguntó Tanya.

—¿Por qué no? —suspiró Catherine—. Estoy segura de que la protección adicional complacerá a Davyon. Vamos a deslumbrarlos.

Aunque no se sentía en absoluto deslumbrante.

Mientras el sol ascendía sobre el campamento, Catherine, con un traje blanco bajo su brillante armadura, el cabello trenzado alrededor de la corona y suelto sobre la espalda, salió con Davyon (con una sonrisa rígida en el rostro), Tanya (los ojos cansados, un traje azul y chaqueta blanca que Catherine no había visto antes) y diez hombres de la Guardia Real, todos con el cabello teñido de blanco.

Catherine sintió que mejoraba su estado de ánimo en el momento de saludar a los guardias por nombre y se detuvo a preguntar a uno de ellos:

—¿Cómo sigue su hermano, Gaspar?

—Mejorando, Su Alteza. Gracias por enviar al médico.

—Me alegra que haya sido de ayuda.

Catherine no había puesto un pie fuera del recinto protegido desde la batalla del Campo de Halcones. Había estado en reuniones, cuidando a Tzsayn o durmiendo. Ahora, mientras daba unos pasos afuera de las altas paredes de las tiendas reales, vio al ejército de Pitoria. Su ejército.

El campamento se extendía hasta donde Catherine alcanzaba a divisar y, aunque no se había movido de sitio desde la batalla, estaba por completo irreconocible. Siempre había sido un poco caótico, con tantas tiendas de campaña, caballos y personas, incluso pollos y cabras, pero se había instalado en agradables y extensos pastizales. Siete días de lluvia y miles de botas pisoteando el suelo lo habían cambiado todo. Ya no quedaban rastros de hierba, sólo se veía el fango espeso intercalado con charcos de agua marrón, sobre los cuales nubes de diminutas moscas colgaban como humo a la luz de la mañana.

—Mosquitos —se quejó Tanya, golpeándose el cuello—. Ayer me picaron todo el brazo.

Davyon eligió una ruta por el campamento que estuviera lo más seca posible, pero mientras se movían entre las tiendas percibieron algo más suspendido en el aire, además de los mosquitos: un olor —no, un hedor— de restos humanos y animales.

Catherine cubrió su rostro con la mano.

—Este aroma es bastante abrumador.

—He estado en granjas con aromas más dulces —dijo Tanya.

Un poco más adelante, algunas de las tiendas estaban completamente anegadas. Los soldados caminaban con barro hasta los tobillos y nubes de mosquitos a su alrededor.

—¿Por qué no han trasladado sus tiendas? —preguntó Catherine a Davyon.

—Son los hombres del rey. Necesitan estar cerca del rey.

—Necesitan estar secos.

—No esperábamos que las lluvias duraran tanto, pero los hombres son resistentes. Es sólo agua, y como Su Alteza dijo, las lluvias parecen haber terminado.

Catherine salpicó de fango al pasar a un grupo de soldados en una pequeña isla de tierra relativamente seca. Los hombres saludaron y sonrieron.

—¿Cómo se las arreglan con la lluvia? —preguntó.

—Podemos con cualquier cosa, Su Alteza.

—Ya puedo sentir que mis botas están empapadas y sólo he estado aquí un momento. ¿No tienen los pies mojados?

—Sólo un poco, Su Alteza —admitió uno.

Pero otro hombre más osado agregó:

—Empapados, y así llevo varios días. Mis botas están podridas, los pies de Josh se han vuelto negros y Aryn tiene fiebre roja, por lo cual es posible que no lo volvamos a ver.

Catherine se volvió hacia Davyon.

—¿Fiebre roja?

Davyon hizo una mueca.

—Es una enfermedad. Los médicos están haciendo lo que pueden.

Catherine agradeció a los hombres por su honestidad y partió de nuevo. Cuando estuvieron fuera del alcance del oído de los soldados, le susurró a Davyon:

—¿Hay hombres muriendo de fiebre? General, esto no es lo que esperaba de usted. ¿Cuántos han enfermado?

Davyon rara vez mostraba sus emociones y su voz ahora reflejaba más cansancio que irritación.

—Un hombre de cada diez muestra síntomas. No quería molestarla con eso.

Catherine estuvo a punto de maldecir.

—¡Son mis hombres, mis soldados! —dijo—. Yo quiero saber cómo están. Usted debería haberme informado. Debería haber trasladado el campamento. Hágalo hoy, general. No podemos asumir que las lluvias no volverán. E, incluso si así fuera, este lugar ya es un lodazal, lleno de moscas y suciedad.

Davyon se inclinó.

—En cuanto Su Alteza regrese sana y salva al complejo real comenzaré el proceso…

—Comenzará el proceso ahora. Tengo diez guardias conmigo, Davyon, no necesito que usted también venga. Y me parece que ahora tengo más probabilidad de morir ahogada o de fiebre que por la flecha de un asesino.

Los labios de Davyon permanecieron apretados cuando volvió a inclinarse y se marchó sin decir palabra. Catherine continuó su recorrido, deteniéndose eventualmente para hablar tanto con sus hombres cabezas blancas como con los cabezas azules de Tzsayn. La mayoría parecía feliz de verla y todos preguntaron por su rey.

—Sabíamos que lograría escapar de Brigant. Si alguien podía hacerlo, era él.

Catherine sonrió y dijo lo orgullosa que estaba Tzsayn de sus hombres por su lealtad y coraje. Era evidente que ninguno sabía que Tzsayn estaba enfermo y quizá sería mejor mantener así las cosas.

La joven se detuvo en el extremo norte del campamento desde donde podía ver el Campo de Halcones. También estaba irreconocible, al igual que el lugar donde los soldados de Pitoria habían luchado y vencido a los de Brigant. El río se había desbordado y había inundado todo. Lo único distintivo que quedaba era un poste de madera torcido que se asomaba en ángulo desde el agua marrón: los restos de la carreta a la cual había sido encadenada, y que de alguna manera había sobrevivido tanto al fuego como a la inundación. En la orilla lejana, donde las tropas de su padre se habían reunido, no quedaba más que hierba. En los días posteriores a la batalla, los soldados de Brigant se habían replegado hasta las afueras de Rossarb, a medio día de viaje hacia el norte. Nadie sabía cuándo atacarían de nuevo o si lo harían, pero mientras su padre tomaba una decisión, no había sido tan insensato para quedarse más tiempo en un pantano.

Mientras Catherine examinaba el suelo, sintió una presión en el estómago. En los mapas mostrados durante las reu­niones de guerra, todo parecía de alguna manera remoto, pero aquí el verdadero alcance de su difícil situación se sentía incómodamente real.

Incluso si Catherine había escapado de sus garras, Aloysius había conseguido casi todo lo que quería con su invasión: oro del rescate de Tzsayn para financiar su ejército y el acceso al humo de demonio en la Meseta Norte. Su ejército se había retirado, pero no había sido derrotado, mientras que los hombres de Catherine estaban hundidos hasta las rodillas en el barro, asolados por la fiebre.

Apretó la mandíbula. Deseó que Tzsayn pudiera ayudarla, pero por ahora tendría que arreglárselas por su cuenta.

AMBROSE

CAMPAMENTO REAL, NORTE DE PITORIA

La enfermería se sentía fresca a la luz de la mañana. El coro de la madrugada, compuesto de gemidos, toses y ronquidos había dado paso a conversaciones tranquilas salpicadas con maldiciones y débiles gritos de ayuda. Ambrose yacía de costado en su desvencijado catre mirando hacia la puerta, deseando que la próxima persona que entrara fuera Catherine. Ella le sonreiría mientras se acercaba, caminando rápidamente y dejando a sus doncellas muy atrás, como solía hacerlo cuando lo veía en el patio del establo del castillo de Brigant. Ella tomaría su mano y él se inclinaría para besar la de ella. Él rozaría con los labios la piel de Catherine, respirando sobre su mano, inhalando su olor.

El hombre detrás de Ambrose tosió ruidosamente, luego escupió.

Ambrose llevaba ahí una semana. Al principio había estado seguro de que Catherine lo visitaría, pero cada vez menos ahora. Había pensado en ella todos los días, recordando los días que había pasado a su lado, desde aquellos primeros en Brigant, cuando cabalgaba junto a la joven por la playa, hasta aquellos gloriosos días en Donnafon, cuando la había sostenido en sus brazos, acariciado su suave piel, besado sus manos, sus dedos, sus labios.

El bramido de dolor de un hombre llegó desde el otro extremo del recinto.

¿Pero en qué estaba pensando? Catherine no debía venir aquí. El lugar estaba lleno de miseria y enfermedad. Él tenía que salir y buscarla. Pero para hacer eso, tendría que caminar. Había sido herido en el hombro y la pierna en la batalla de Campo de Halcones. Algunos soldados sanaban de peores heridas que las suyas, mientras que otros hombres se daban por vencidos y morían de heridas menos graves. Hubo un momento, después de la batalla, cuando pensó que no podría continuar, pero esa desesperación lo había abandonado y ahora sabía que nunca se rendiría. Lucharía por Catherine y por él.

Ambrose se sentó en su cama y comenzó sus ejercicios, doblando y estirando lentamente el brazo derecho como el médico le había indicado. Pasó al siguiente ejercicio: hacer círculos con el hombro vendado. Esto era más doloroso y tenía que hacerlo muy despacio.

La batalla de Campo de Halcones había sido ganada, pero la guerra estaba lejos de acabar. Y en cuanto a la participación de Ambrose en combate… bueno, él había intentado salvar a Catherine, pero sólo había logrado dar muerte a Lang. Habría querido enfrentarse a Boris, pero un grupo de soldados de Brigant había dominado a Ambrose, y había sido Catherine, vigorizada por el humo de demonio, quien había arrojado una lanza directo al pecho de Boris. Ella había salvado a Ambrose y dado muerte a su propio hermano. ¿Cómo se sentiría? ¿Matar a tu propio hermano? Para Ambrose era algo imposible de imaginar; su propio hermano, Tarquin, era todo lo contrario a Boris. Aunque ahora ambos estaban muertos. Y Ambrose no tenía la menor idea de qué pensaba Catherine de todo aquello. ¿Por qué no había venido? ¿Estaría también enferma? Tantas preguntas y ninguna respuesta.

—¡Diantres! —gritó con dolor agudo al balancear el brazo demasiado rápido.

Tenía que salir de esta cama. ¡Tenía que salir de esta enfermería! El lugar era lúgubre. Cada catre tenía un hombre, pero pocos eran heridos de guerra; la mayoría había enfermado en el campamento. La fiebre roja, la llamaban, por el color que adquiría tu rostro cuando tosías como si estuvieras vaciando las entrañas. Un buen número de hombres había muerto la noche anterior y ahora sus catres estaban vacíos, pero Ambrose sabía que pasaría poco tiempo antes de que otro cuerpo tembloroso yaciera en medio de esas sábanas sucias. Era un milagro que no aún no se hubiera contagiado.

Ambrose giró hasta que ambos pies se plantaron con firmeza en el suelo. Con la ayuda de una silla logró ponerse en pie con dificultad, haciendo una mueca y temblando levemente mientras concentraba más peso sobre su pierna izquierda. Estaba débil, pero el dolor era soportable; podría salir caminando de allí si lo intentaba. Los médicos le habían extraído la flecha de la pantorrilla y le habían cosido con esmero la herida. La mayoría de los médicos habría amputado ante una lesión así, pero los del campamento lo habían operado con cuidado, y le habían dado tratamientos a base de hierbas, licores y compresas.

Ambrose contaba con los mejores médicos: enviados por Tzsayn.

La mejor medicina: enviada por Tzsayn.

La mejor comida: enviada por Tzsayn.

Las mejores prendas y la ropa de cama y… todo.

Todo excepto una sola palabra de o sobre Catherine. ¿Estaba Tzsayn manteniéndola alejada de él? Ésa debía ser la explicación.

—Tiene buen aspecto, sir Ambrose.

Ambrose estaba tan inmerso en sus pensamientos que se perdió el momento en que Tanya entraba en la habitación. Miró hacia la puerta a la espera de que Catherine apareciera.

—Uno de los médicos me pidió que le diera esto. Para la fuerza o algo así —Tanya extendió un plato de avena y notó la dirección de la mirada del joven—. Es lo único que traigo. No hay nadie más conmigo.

Ambrose asintió, tratando de ocultar su decepción.

—Es bueno verte, Tanya —extendió la mano para tomar el cuenco, pero perdió el equilibrio y tuvo que aferrarse del respaldo de la silla para mantenerse erguido; el movimiento le causó tal molestia en el brazo que soltó un gruñido por el sorpresivo dolor. Se bajó a un lado del camastro con tanta naturalidad como pudo.

Tanya reprimió una risa.

Ambrose la fulminó con la mirada.

—¿Siempre te burlas de los heridos?

Tanya sacudió la cabeza.

—No siempre, sólo cuando su cabello es de un extraño color verde.

—Ah, es eso. Intentamos infiltrarnos entre los hombres de Farrow —comenzó a explicar, mientras tocaba su cabello inusualmente corto, pero Tanya siguió sonriendo—. Como sea, no se desteñirá con una lavada.

—Tendrá que teñirlo de un color diferente; ésa es la única manera —se sentó a su lado en la cama y se inclinó hacia él, bajando el volumen de la voz—. Pero ¿cuál elegirá? ¿Blanco por la reina? ¿O azul por el rey?

—¿Azul? El anciano rey usaba el púrpura como su color. ¿No tendría que cambiar Tzsayn toda su condenada ropa y pintura corporal ahora que su padre ha muerto?

—No, los colores reales se alternan según el rey. Así que el color de Tzsayn seguirá siendo azul. Cuando él tenga un hijo, ese hijo usará el púrpura como su color, tal como el padre de Tzsayn. De todos modos, espero que usted use el blanco. ¿O no se lo pintará de ningún color?

—¿Podemos conversar sobre algo diferente al cabello?

—No estaba conversando sobre el cabello, sir Ambrose.

Ambrose miró a Tanya de cerca.

—¿Te envió ella? ¿Por qué no vino personalmente?

—La reina sabe que si ella fuera vista con usted sería… desventajoso para su posición. Pero consulta su estado con los médicos todos los días.

—¿Fue ella la que envió los médicos? ¿No fue Tzsayn?

—Ella envía médicos a muchos de sus hombres, los cabezas blancas.

—Suenas como un político.

—Qué bien. Por aquí hay que ser como ellos.

—¿Y mi dama también es uno?

Tanya frunció los labios.

—Lo es. Pero la política por sí sola no ganará esta guerra. Ella necesita hombres que puedan mostrar lealtad y oponerse a Brigant… por más que hayan perdido mucho y puedan perder aún más. Necesita su apoyo, sir Ambrose.

—Siempre lo tendrá, Tanya. Lo sabes bien.

Tanya asintió, pero no respondió.

—¿Puedes contarme más? —preguntó Ambrose—. ¿Se encuentra bien? La última vez que la vi estaba encadenada a una carreta. De hecho, la última vez que la vi me estaba arrojando una lanza… Bueno, no a mí, a Boris. Así que déjame reformular la pregunta: ¿se encuentra bien la reina? La última vez que la vi estaba por matar a su hermano.

Tanya desvió la mirada un momento.

—Ya se recuperó de las heridas que recibió por estar encadenada a la carreta. Agradezco su preocupación al respecto. Su hermano era un monstruo. No creo que esté exagerando al decirlo. Y su muerte no es una carga que pese mucho en el corazón de mi señora.

Al pensar en el corazón de Catherine, Ambrose quiso saber más y se le escapó otra pregunta:

—¿Y Tzsayn? ¿Cómo está él?

—Recuperándose de sus heridas.

Ambrose arqueó una ceja.

—¿Sus heridas?

La joven parecía un tanto nerviosa cuando respondió:

—Heridas menores producto de su encarcelamiento. Pero no lo veo mucho; es un hombre ocupado. Ser rey es… un trabajo de tiempo completo.

¿Entonces Catherine se veía con Tzsayn? ¿Con qué frecuencia? ¿A diario?

Tanya parecía haber recuperado el aplomo cuando dijo:

—Seguimos en guerra, sir Ambrose. El rey tiene muchas responsabilidades, al igual que la reina. La posición de Catherine depende de muchas cosas, incluyéndolo a usted. Necesita su ayuda. Necesita personas a su alrededor que puedan combatir, liderar e inspirar.

—Entonces, ¿se me permite estar cerca de Catherine? ¿Puedo reunirme con ella?

Tanya sacudió la cabeza.

—No puede ser vista con usted, Ambrose, y mi señor sabe bien por qué. Si intenta verla, corre el riesgo de arruinar la reputación de la reina: de arruinarla a ella. Si en verdad la aprecia, y sé que así es, ella necesita su apoyo como combatiente, no como amante.

—Antes, cuando estábamos cruzando la Meseta Norte, ella quería que yo fuera ambas cosas —Ambrose habló en voz baja, dudando si debería haber mencionado esto, aunque su interlocutora fuese Tanya.

—Sí, ella me lo dijo. Y en Donnafon ambos aprovecharon cualquier momento para pasar tiempo juntos. Y por esa razón, la reina casi pierde la vida. Pero lo que ahora está en juego es mucho más grande, Ambrose. No es sólo la vida de Catherine la que pende de una balanza, también todas nuestras vidas. Ella es nuestra reina. Su honor tiene que estar por encima de todo reproche y su lealtad a Pitoria debe ser incuestionable.

—¿Y yo soy cuestionable?

—Mi señor es un buen hombre y un buen soldado, Ambrose. Y necesita demostrarlo.

—¿No lo he hecho ya?

Tanya sonrió.

—Todos debemos probarlo una y otra vez. Ahora disfute de la comida antes de que se enfríe.

EDYON

CALIA, CALIDOR

—Éstos son los procedimientos para el día de tu investidura —el príncipe Thelonius le entregó un pergamino a Edyon—. Todo está organizado. Habrá celebraciones en todo Calidor. No podría sentirme más feliz. Tú eres el futuro de este reino.

Edyon ya había sido reconocido como el hijo de Thelonius, pero la investidura era un procedimiento formal para confirmar sus funciones y títulos: ahora era un príncipe, el príncipe de Abasca, y lo más importante, el heredero al trono de Calidor. Edyon echó un vistazo a los eventos enumerados en el pergamino, pero considerando que él era el futuro del reino, su nombre no se mencionaba muchas veces.

—Gracias, padre. Me aseguraré de seguirlo al pie de la letra. Pero, hablando de letras, ¿puedo plantearle un problema? Cuando vine de Pitoria traje conmigo un mensaje importante del rey Tzsayn y la reina Catherine. Eso fue hace una semana. La carta era una solicitud urgente de ayuda de su parte. Siento que debemos responder, y pronto.

Edyon requirió de toda su fuerza de voluntad para no gritar “¡Ahora!”, pero pensó que era poco probable que su padre, a quien había visto por primera vez la semana anterior, se tomara a bien algo así. No obstante, era ahora que se necesitaba la ayuda. Cuando Edyon salió de Pitoria, se habían enterado de que Aloysius estaba concentrando humo de demonio. Una vez que obtuviera el suficiente para vigorizar su ejército de jovencitos, no habría forma de frenarlo. No había tiempo que perder. Thelonius había derrotado a su hermano Aloysius en la última guerra y todos contaban con él para hacerlo de nuevo.

—Tienes razón, Edyon. Y he decidido que enviaremos una delegación a Pitoria para asegurarnos de que estamos plenamente enterados de la situación ahí.

¡Una delegación! No parecía gran cosa. Edyon había imaginado que su padre enviaría a todo el ejército una vez que entendiera la dimensión de la amenaza. Pero una delegación era mejor que nada, y ya era un primer paso. Quizás entonces los dos reinos podrían trabajar juntos compartiendo información, hombres, suministros…

El canciller, lord Bruntwood, dio un paso adelante y se dirigió a Thelonius:

—Su Alteza, siento que es mi deber recordarle los viejos problemas relativos a los tratos con tierras extranjeras, y también ponerlo al tanto sobre otro pequeño problema.

El rostro del canciller nunca parecía demostrar ninguna emoción verdadera; su sonrisa era aduladora, el ceño distante, la tristeza rutinaria. Y a Edyon siempre le daba la impresión de que ese hombre necesitara desesperadamente soltar una flatulencia y estuviera haciendo un gran esfuerzo por retenerla.

Quizás ése sea su pequeño problema.

—¿Qué problema? —Thelonius frunció el ceño.

—Habladurías, Su Alteza. Rumores. Chismes. Relacionados con Edyon —el canciller hizo una mueca como si la flatulencia le estuviera provocando muchas molestias internas.

—Espero que no haya más objeciones a que Edyon sea legitimado —la frase venía de lord Regan, el amigo más querido de Thelonius, el hombre que se había encargado de localizar a su hijo y entregarlo a salvo en Calidor. Aunque, por supuesto, no había resultado según el plan, debido a Marcio…

Pero ahora Edyon no pensaba en Marcio.

El canciller se giró hacia Regan y lo corrigió.

—En realidad, no hubo objeciones a la legitimación, sólo preocupaciones sobre un precedente que se está sentando.

Regan asintió.

—Por supuesto, así es, preocupaciones, no objeciones.

—Y ya las hemos resuelto. No hemos sentado ningún precedente —lo interrumpió Thelonius.

—Muy bien, Su Alteza —aceptó el canciller.

El primer obstáculo para la legitimación de Edyon era que Thelonius no se había casado con la madre de Edyon. Un buen número de nobles estaban preocupados por el hecho de que al colocar a Edyon en línea al trono, se permitiría que todos los hijos ilegítimos se presentaran a reclamar tierras nobles. Nadie tendría seguridad. El sistema se desmoronaría. Reinaría el caos donde ahora había orden.

Edyon se había preguntado cómo lidiaría su padre con esta difícil situación y asumió que llevaría semanas o meses considerar y analizar los puntos legales, pero el rey había ignorado el tema con facilidad. Thelonius había afirmado que él se había casado con la madre de Edyon en una ceremonia en Pitoria. Que se habían casado y se habían divorciado rápidamente. Los papeles se habían extraviado, pero Thelonius tenía un diario de los acontecimientos. Lord Regan, quien había viajado con él a Pitoria dieciocho años atrás, había sido llamado para confirmar todo. Y así, con tal facilidad y velocidad, la mentira se había convertido en verdad.

A Edyon, no obstante, le resultaba menos fácil confirmarlo. Estaba sorprendido de descubrir que, aunque podía mentir sobre la mayoría de las cosas, no podía mentir sobre su madre o su propio nacimiento. Él era el hijo ilegítimo de Thelonius. Sus padres no habían estado casados y toda su vida había sido moldeada por ese hecho. Ese hecho lo había convertido en la persona que era ahora y siempre había estado decidido a no avergonzarse de ello. Cuando el canciller lo presionó para confirmar la mentira de Thelonius, Edyon descubrió que lo máximo que podía hacer era no negarlo. Había argumentado:

—Yo no estaba allí. Estaba en el vientre de mi madre. Y ella nunca me habló de aquello —Edyon sintió que sólo podía decir eso, ya que no era una mentira completa, pero tampoco era toda la verdad.

Thelonius no tenía tales reparos e incluso una noche embelleció la mentira, aunque es cierto que lo hizo después de unas copas de vino, hablando de la boda como si hubiera sucedido:

—Una relación sencilla, unas promesas intercambiadas, una playa, el mar, jóvenes amantes, pero estábamos casados —había mirado a los ojos de Edyon con una sonrisa—. Y todos están de acuerdo en que eres mi viva imagen. Tu cara, tu estatura: eres igual a como era yo hace veinte años. Es obvio que eres mi hijo —y eso era verdad. Al menos no había argumentos, preocupaciones u objeciones sobre eso.

—Aunque todavía hay aprensiones entre los nobles —la voz del canciller interrumpió los pensamientos de Edyon.

—Ah, entonces ahora son aprensiones —murmuró Regan.

—Los nobles siempre tienen motivos de aprensión —Thelonius suspiró, miró a Edyon y agregó—: Acerca del dinero, del poder, del futuro.

Y ahora aprensiones respecto a mí.

—Y siempre debemos tener cuidado de calmar sus preo­cupaciones —continuó el canciller—. La carta que Edyon trajo de Pitoria, la solicitud de unir fuerzas con Pitoria, despierta una vez más el temor de que Calidor pueda perder su independencia ante un vecino más fuerte. Es un viejo temor, pero no menos convincente por lo antiguo, Su Alteza. Existe la preocupación de que cualquier asociación con Pitoria sea desigual, puesto que Pitoria, un reino mucho más grande y más poblado que Calidor, pasaría a dominar. Lo que puede comenzar como ayuda, podría terminar con nosotros siendo infiltrados y dominados.

—Una conversación que tuvimos muchas veces durante la última guerra—dijo Thelonius.

—Cuando luchamos solos, nos defendimos solos y salimos victoriosos solos —agregó lord Regan.

—Y estas preocupaciones han regresado, más fuertes que nunca. Los nobles necesitan asegurarse de que Calidor seguirá siendo independiente. Ellos necesitan saber que su futuro está en buenas manos —el canciller miró a Edyon y puso una cara extraña; su cólico parecía haber regresado—. Se habla de que el heredero fue enviado por el rey Tzsayn de Pitoria, hay preocupaciones de que su cercanía con ese reino pueda influir en la lealtad del príncipe.

—¿Dices que mi hijo es un traidor? ¿Un espía? —Thelonius parecía horrorizado.

—Nadie iría tan lejos, Su Alteza —replicó el canciller—. Pero debemos proceder con cautela. Necesitamos que los Señores de Calidor apoyen a Edyon. Por fortuna, creo que unos pocos y sencillos acuerdos garantizarán que así suceda.

—¿Y cuáles son estos sencillos acuerdos, lord Bruntwood? —preguntó Thelonius.

—Una declaración explícita en la investidura de Edyon que permita asegurar que Calidor conservará su independencia.

Thelonius asintió.

—No tengo problema con eso. Parece razonable y una solución impecable. Por favor, organícelo, lord Bruntwood.

—Con todo gusto, Su Alteza.

—¿Eso es todo?

La flatulencia del canciller parecía empeorar.

—Qué pena. Yo también creo que además de una declaración, debemos asegurarnos de no aparentar lazos demasiado estrechos con Pitoria. Si bien su idea de enviar una delegación, una pequeña delegación, resulta comprensible, no se debe disponer de tropas, armas, hombres y ningún tipo de equipo.

—Pero ¿qué pasa con el humo de demonio? —preguntó Edyon—. ¿El ejército de jovencitos? —el canciller no parecía estar tomando el asunto con seriedad.

—Con el debido respeto, Su Alteza, el hecho de que nosotros aceptemos enviar una delegación, aun cuando sea pequeña, parece una reacción muy exagerada frente a un grupo de infantes sin entrenamiento que se autodenominan “ejército”.

—Pero el humo funciona —insistió Edyon. Necesitaba convencerles de la gravedad de la amenaza, la necesidad apremiante de la acción—. Traje una muestra de Pitoria. ¿Me permitirían demostrar su poder? Quizá si los Señores de Calidor vieran sus efectos, entenderían mejor a qué nos enfrentamos.

Thelonius asintió.

—Una buena sugerencia, Edyon. Estoy de acuerdo que una demostración sería útil. Lord Regan ayudará a ponerlo en práctica.

Regan no parecía contento con esta tarea, pero asintió para confirmar que lo haría.

—Todo esto me parece innecesario —dijo el canciller—. Están atacando a Pitoria. No a nosotros.

—Todavía no —dijo Edyon—. Pero Brigant es nuestro enemigo. ¡Con seguridad los Señores de Calidor concuerdan en ello!

—Sin duda así es, Su Alteza —replicó el canciller—. Pero el enemigo de nuestro enemigo no es necesariamente nuestro amigo.

—¡Tampoco es necesariamente nuestro enemigo! —respondió Edyon—. Tzsayn es un buen hombre; no nos traicionaría, nos infiltraría o nos dominaría. No es como Aloysius. Y ha pedido ayuda. Nos ha ofrecido ayuda a cambio. Juntos podemos luchar contra Aloysius y vencerlo.

Thelonius apoyó una mano sobre el brazo de Edyon.

—Debo equilibrar tu perspectiva con las opiniones de los nobles, Edyon. Debemos ser vistos actuando de forma cuidadosa y autónoma con Tzsayn.

—Exacto —coincidió el canciller—. Deben vernos actuar exclusivamente por el bien de Calidor. Tropas de Pitoria en tierras de Calidor, por ejemplo, serían vistas como una amenaza. Los nobles saben lo que sucedió cuando sólo a cuarenta o cincuenta soldados de Brigant se les permitió entrar en Tornia: muchos nobles fueron asesinados.

—Ésos eran soldados de Brigant, no de Pitoria. Tzsayn no quiere eliminar a nuestros nobles. ¡Esto no tiene sentido! —exclamó Edyon.

—Tzsayn se ha casado con la hija de Aloysius. Un matrimonio arreglado por el propio rey de Brigant —intervino Regan—. No confiaría en ella ni un… bueno, no confiaría más de lo que se puede confiar en cualquier mujer. Es una marioneta, por cierto. Y hemos recibido noticias de que Tzsayn fue liberado por Aloysius. Seguramente Tzsayn le ofreció a Aloysius algo más que oro a cambio de su liberación. Quizá también prometió traicionarnos.

—No —Edyon sacudió la cabeza—. No. Tzsayn no es así. Y Catherine odia a su padre.

—Catherine es inmoral —dijo Regan con tono despectivo—. También hay rumores de que mató a su hermano, el príncipe Boris.

—Entonces, es difícil pensar que sólo sea una marioneta de Aloysius, ¿correcto? —respondió Edyon.

—Bueno, no estoy seguro de si debo creer o no en ese rumor, pero si es cierto, no me hace confiar más en ella —comentó Thelonius.

—Es tan despiadada como su padre —agregó Regan con una sonrisa burlona.

—¿No harán nada, entonces? —Edyon paseó la mirada de su padre al canciller y luego a Regan—. Dejarán que Pitoria luche y muera, y permitirán que Aloysius siga acumulando humo de demonios hasta que no haya ejército en esta tierra que pueda vencerlo, y ustedes se sentarán y esperarán a que nos ataque. ¿Así es como quieren que se desarrolle el futuro, así es como defenderán a su reino?

Thelonius se giró hacia Edyon, con rostro de piedra.

—No me acuses de fallar en mi deber, Edyon. Peleé con mis compatriotas contra Aloysius en la última guerra. Muchos hombres perecieron entonces. No me arriesgaré a perder nuestro reino en manos de Aloysius, pero tampoco por nadie más.

La cara de Edyon se enrojeció y bajó la mirada. No era ésta la manera en que había imaginado que transcurriría una de sus primeras reuniones políticas con su padre.

Thelonius se apartó de Edyon y se dirigió al canciller, con el tono de su voz tenso a causa de la ira.

—Aceptaremos una pequeña delegación de hombres no combatientes de Pitoria, y enviaremos nuestra pequeña delegación. Compartiremos información. Tienes razón cuando dices que debemos estar seguros de nuestros amigos. Nunca debemos ser demasiado confiados. Esperaba que ésa fuera una lección que mi hijo hubiese aprendido recientemente, pero parece que ya la olvidó.

Edyon sabía que su padre se refería a Marcio. Marcio, quien había estado involucrado en el intento de asesinato de lord Regan. Marcio, quien habría vendido a Edyon a Brigant. Marcio, quien ahora estaba desterrado. Edyon había amado, confiado y respetado a Marcio, sólo para descubrir que él le había estado mintiendo todo el tiempo.

—No padre, no lo he olvidado. Ni lo haré nunca —respondió con sinceridad.

Thelonius se volvió hacia Edyon.

—Entonces, confía en mí y en el apoyo de los Señores de tu reino —añadió en tono más bajo para que sólo Edyon pudiera escuchar—: Nuestros nobles son más importantes para ti que Tzsayn o Catherine o cualquier otra potencia extranjera. Debes ser visto como leal a Calidor por encima de cualquier cosa.

Edyon asintió e inclinó la cabeza.

—Por supuesto, padre.

MARCIO

FRONTERA ENTRE CALIDOR Y BRIGANT

—Sigue andando. Tu nuevo hogar está adelante.

Marcio apenas si tenía energía para dar un paso más. Le había tomado tres días caminar desde Calia hasta la frontera de Calidor, y lo único que había comido eran las sobras que los guardias habían arrojado al suelo. Lo único que podía ver era una increíblemente elevada muralla de piedra con una torre de vigilancia. El guardia puso la base de su lanza en la espalda de Marcio y lo empujó para que siguiera caminando. A medida que Marcio se acercaba a la muralla, vio que había escalones de piedra construidos en ella. En dirección a la cima había una estrecha saliente que conducía a la torre de vigilancia donde se encontraban cuatro soldados, mirando hacia abajo, en su dirección.

La muralla había sido construida por Thelonius después de la última guerra. Estaba hecha de piedra sólida, con fuertes y miradores para vigilar y proteger Calidor. También había puertas, una en el este y otra en el oeste, aunque era claro que a Marcio no se le permitiría utilizar ninguna. Él era un traidor. Había sido parte de un complot para matar a Regan y luego a Edyon. Las puertas no eran para él.

Comenzó a trepar. Los escalones de piedra eran estrechos, y Marcio estaba mareado a causa del hambre y la sed.

—Muévete, imbécil —gritó el guardia abajo de él.

Lo maravilloso de estar así de exhausto era que a Marcio ya no le importaban los guardias. Casi nada le importaba ya. Ni siquiera le importaba caerse, sólo seguía poniendo un pie delante del otro.

Y entonces llegó a lo alto de la muralla y miró al otro lado, a Brigant. No parecía tan malo: exuberantes pastos verdes, arbustos y árboles. Aunque llegar allí no sería un camino en línea recta. No había escalones de ese lado de la muralla. Mirando directamente hacia abajo, Marcio vio que la larga caída terminaba en una maraña de zarzas. Al otro lado había otra muralla más pequeña que tendría que escalar para entrar en Brigant. Primero debía encontrar una forma de descender por esta gran muralla, o podría simplemente arrojarse y poner fin al tormento. Pero por ahora no optaría por ninguna de estas opciones; miró de nuevo a Calidor… a Edyon.

Había viajado una gran distancia en los últimos meses: a través de Pitoria hasta Dornan para encontrar a Edyon, luego había escapado con Edyon a Rossarb, cruzando la Meseta Norte, y luego había regresado, perseguido por soldados de Brigant. Y ahora comprendía cuánto su compañía, el alma y el espíritu de Edyon, lo habían mantenido en marcha. Extrañaba su presencia más de lo que alguna vez imaginó que fuera posible. Se iba de Calidor y nunca retornaría. Nunca volvería a verlo. Si le hubiera dicho a Edyon la verdad antes, tal vez las cosas hubieran sido diferentes. Quizás Edyon lo habría escuchado, quizás hubiera entendido.

—¿Una lágrima final de despedida, Ojos Blancos? —le gritó un guardia—. Bueno, se acabó tu tiempo. Estás en nuestra muralla y si no bajas por tu cuenta, te arrojaremos nosotros.

El guardia comenzó a trepar.

Marcio tuvo la sensación de que las palabras del guardia no eran una amenaza vacía. Echó un vistazo final a Calidor: el reino de Edyon, ahora su hogar. Luego, cuando el primer guardia estaba llegando a la cima de la muralla, balanceó la pierna por encima del parapeto y se agachó. Buscó puntos de apoyo en la piedra y encontró pequeños huecos donde a duras penas podía acomodar las puntas de sus botas. Se aferró a la áspera roca, raspándose las rodillas, y de alguna manera pudo empezar a bajar. Sin embargo, en ese momento la mano perdió el agarre y ya, completamente falto de energía, en parte saltó y en parte cayó el tramo final, para aterrizar entre ramas y zarzas. Arriba, los guardias soltaron risotadas. Marcio gritó de dolor y desesperación, pero descubrió que no se había roto ningún hueso y, a pesar de haber quedado enredado entre las zarzas y de que éstas habían rasgado su camisa y arañado sus brazos, estaba intacto. Se abrió paso a través de un montón de ramas rotas y comprendió que la zanja, debajo, era profunda. La madera había sido puesta allí por una razón y pudo percibir el olor a brea. Toda esta área entre la muralla exterior de Calidor y la de Brigant, es tierra de nadie, una gran boca de fuego a la espera de ser encendida.

Trepó a la siguiente muralla, en la que también encontró escalones incorporados, pero consciente de que al otro lado no habría ninguno. Llegó hasta la cima, se agachó sobre el parapeto y descendió gateando lo mejor que pudo para poner un pie en el territorio de Brigant, aunque por fortuna no había nadie alrededor. No estaba seguro de cómo sería tratado por la gente de Brigant, que no tenía precisamente reputación de amable y generosa. ¿Acaso podría ser peor que los soldados de Calidor que acababa de dejar atrás?

Marcio comenzó a caminar. Lanzó una sola mirada hacia atrás para ver la muralla a lo lejos y la silueta de los soldados en la parte más alta. Descendió gradualmente por una colina. Pensó que ésa sería la forma más probable de encontrar un camino, tal vez personas y, con suerte, comida. Sintió alivio cuando encontró una corriente. Tomó agua y se bañó, se quitó el polvo de la piel y del cabello, y refrescó sus pies. Después de haber descansado, siguió la corriente hacia abajo, hasta que llegó a un camino pedregoso. No tenía nada para llevar agua, así que tomó un último trago y siguió el camino al este.

Marcio avanzaba con paso lento. No había encontrado señal de vida humana, más allá del camino. Cuando anocheció, no logró encender una fogata. Nada tenía, ni siquiera una manta que lo mantuviera abrigado. Se tendió a dormir. Al menos, ahora podía descansar cuando quisiera. Al menos, ya nadie lo maldecía ni lo pateaba. Pero despertó durante la noche, alerta y temeroso: después de todo, estaba en Brigant, territorio enemigo. Marcio se agachó cerca del suelo, atento a los ruidos de la noche, pero no había sonidos humanos ahí. Fue en este instante cuando aparecieron las lágrimas. Estaba en verdad solo, sin amigos, sin familia, sin hogar e, incluso, sin reino.

Recordó esa última vez en la celda con Edyon. Él había dicho que Marcio era “Un verdadero amigo. Y un amor verdadero”, pero Marcio lo había traicionado. Y ni siquiera cuando Edyon lo confrontó, Marcio consiguió decirle lo que en realidad sentía. Nunca había estado seguro, sino hasta que fue demasiado tarde, de todo lo que amaba a Edyon. Las lágrimas rodaron por sus mejillas, cerró los ojos e imaginó a Edyon parado frente a él, imaginó que le decía cuánto lo amaba, imaginó que lo besaba y le rogaba que lo perdonara. Y en sus sueños, Edyon secaba con besos las lágrimas de Marcio.

A la mañana siguiente, Marcio siguió avanzando hasta que vio una pequeña granja no muy lejos del camino. Se tambaleó hacia el lugar para pedir comida. Había gallinas en el patio, además de cabras y un cerdo. Era un lugar pequeño y pobre y, no obstante, le pareció el paraíso. Marcio golpeó la puerta de la granja, pero no obtuvo respuesta. Tenía que comer, tenía que conseguir algo. Un huevo y un poco de leche de las cabras le permitirían seguir andando por el resto del día. Seguramente el granjero podría compartirle un poco.

Marcio se dirigió al gallinero y se deslizó dentro. Recorrió con las manos las estanterías y encontró dos huevos, que acomodó con gentileza en su bolsillo. Salió sintiéndose culpable, pero aún necesitaba tomar algo más. Para sobrevivir, necesitaba una manta y un odre para almacenar el agua. La casa estaba tranquila y vacía: ¿se atrevería a entrar?

—Es eso o morir —murmuró para sí mismo mientras abría la puerta y entraba.

La casa era pequeña y había muy pocas posesiones en su interior. Había una habitación con una cama individual a un lado y una rústica caja de madera que contenía algunas prendas y una manta. Marcio tomó la manta. Luego fue a la cocina —al otro lado de la habitación—, que tenía una chimenea, una mesa y dos pequeñas alacenas. En una encontró una pequeña jarra llena de leche. Marcio se lamió los labios y su estómago gruñó. La leche apenas rozó las comisuras de su boca, pero su sabor era graso y pleno. La alacena también contenía algunos quesos y manzanas. Marcio tomó un saco para guardar la comida y luego encontró algunas coles y nabos. Tomó uno de cada uno y también los metió en el saco.

Estaba saliendo de la casa, cerrando la puerta cuidadosamente, detrás de sí, cuando escuchó un grito.

—Hey, muchacho… ¿Qué estás haciendo?

Marcio se giró. Se acercaba un hombre mayor. Marcio debía elegir: confesar y pedir perdón, o correr.

Miró al hombre, que era nervudo, con una pequeña barba gris.